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Alcaldía del Distrito Metropolitano de Caracas Despacho del Alcalde
Juan Barreto, Alcalde Mayor
Mártires de Chicago. Discursos Edición Mayo 2008 Diseño Gráfico: Gustavo Velásquez Purroy
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Los Anarquistas de Chicago. Crónica escrita por José Martí en 1887 siendo corresponsal para el periódico La Nación y publicada posteriormente en un compedio titulado Escenas Norteamericanas. Discursos de George Engel, Samuel Fielden, Adolf Ficher, Louis Lingg, Oscar W. Neebe, Albert R. Parsons, Michael Schwab y August Spies pronunciados ante la Suprema Corte, al momento de ser sentenciados. Extraidos de: http://www.antorcha.net/biblioteca_virtual/historia/martires_chicago/
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Índice Los anarquistas de Chicago. Por José Martí::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::: 7 Discursos de los mártires George Engel:::::::::::::::::::::::::::::::::::::: 44 Samuel Fielden:::::::::::::::::::::::::::::::::::: 48 Adolf Ficher:::::::::::::::::::::::::::::::::::::::: 56 Louis Lingg:::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::: 60 Oscar W. Neebe::::::::::::::::::::::::::::::::: 64 Albert R. Parsons:::::::::::::::::::::::::::::::: 70 Michael Schwab:::::::::::::::::::::::::::::::::: 80 August Spies:::::::::::::::::::::::::::::::::::::::: 86
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Los Anarquistas de Chicago Por José Martí
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i el miedo a las Justicias sociales; ni la simpatía ciega por los que las intentan, debe guiar a los pueblos en sus crisis, ni al que Ias narra. Sólo sirve dignamente a la libertad el que, a riesgo de ser tomado por su enemigo, la preserva sin temblar de los que la comprometen con sus errores. No merece el dictado de defensor de la libertad quien excusa sus vicios y crímenes por el temor mujeril de parecer tibio en su defensa. Ni merecen perdón los que incapaces de domar el odio y la antipatía que el crimen inspira, juzgan los delitos sociales sin conocer y pesar las causas históricas de que nacieron, ni los impulsos de generosidad que los producen.
En procesión solemne, cubiertos los féretros de flores y los rostros de sus sectarios de luto, acaban de ser llevados a la tumba los cuatro anarquistas que sentenció Chicago a la Lorca, y el que por no morir en ella hizo estallar en su propio cuerpo una bomba de dinamita oculta en los rizos espesos de su cabello de joven, su selvoso cabello castaño. Acusados de autores o cómplices de la muerte espantable de uno de los policías que intimó la dispersión del concurso reunido para protestar contra la muerte de seis obreros, a manos de la policía, en el ataque a la única fábrica que trabajaba a pesar de la
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huelga: acusados de haber compuesto y ayudado a lanzar, cuando no lanzado, la bomba del tamaño de una naranja que tendió por tierra las filas delanteras de los policías, dejó a uno muerto, causó después la muerte a seis más y abrió en otros cincuenta heridas graves, el juez, conforme al veredicto del jurado, condenó a uno de los reos a quince años de penitenciaría y a pena de horca a siete. Jamás, desde la guerra del Sur, desde los días trágicos en que John Brown murió como criminal por intentar solo en Harper’s Ferry Io que como corona de gloria intentó luego la nación precipitada por su bravura, hubo en los Estados Unidos tal clamor e interés alrededor de un cadalso. La república entera ha peleado, con rabia semejante a la del lobo, para que los esfuerzos de un abogado benévolo, una niña enamorada de uno de los presos, y una mestiza de india Y español, mujer de otro, solas contra el país iracundo, no arrebatasen al cadalso los siete cuerpos humanos que creía esenciales a su mantenimiento.
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Amedrentada la república por el poder creciente de la casta llana, por el acuerdo súbito de las masas obreras, contenido sólo ante las rivalidades de sus jefes, por el deslinde próximo de la población nacional en las dos clases de privilegiados y descontentos que agitan las sociedades europeas, determinó valerse por un convenio tácito semejante ala complicidad de un crimen nacido de sus propios delitos tanto como del fanatismo de los criminales, para aterrar con el ejemplo de ellos, no a la chusma adolorida que jamás podrá triunfar en un país de razón, sino a las tremendas capas nacientes. El horror natural del hombre libre al crimen, junto con el acerbo encono
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del irlandés despótico que mira a este país como suyo y al alemán y eslavo como su invasor, pusieron de parte de los privilegios, en este Proceso que ha sido una batalla, una batalla mal ganada e hipócrita, las simpatías y casi inhumana ayuda de los que padecen de los mismos males, el mismo desamparo, el mismo bestial trabajo, la misma desgarradora miseria cuyo espectáculo constante encendió en los anarquistas de Chicago tal ansia de remediarlos que les embostó el juicio. Avergonzados los unos y temerosos de la venganza bárbara los otros, acudieron, ya cuando el carpintero ensamblaba las vigas del cadalso, a pedir merced al gobernador del Estado, anciano flojo rendido a la suplica y a la lisonja de la casta rica que le pedía que, aun a riesgo de su vida, salvara a la sociedad amenazada. Tres veces nada más habrían osado hasta entonces interceder fuera de sus defensores de oficio y sus amigos naturales, por los que, so pretexto de una acusación concreta que no llegó 8 probarse, so pretexto de haber procurado establecer el reino del terror, morían victimas del terror social: HowelIs, el novelista bosto-niano que al mostrarse generoso sacrificó fama y amigos; Adler, el pensador cauto y robusto que vislumbra en la pena de nuestro siglo el mundo nuevo; y Train, un monomaniaco que vive en la plaza pública dando pan a los pájaros y hablando con los niños. Ya, en danza horrible, murieron dando vueltas en el aire, embutidos en sayones blancos. Ya, sin que haya más fuego en las estufas, ni más pan en las despensas, ni más justicia en el reparto social, ni más salvaguardia contra el hambre de los útiles, ni más luz y esperanza para los tugurios ni
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más bálsamo para todo lo que hierve y padece, pusieron en un ataúd de nogal los pedazos mal juntos del que, creyendo dar sublime ejemplo de amor a los hombres aventó su vida, con el arma que creyó revelada para redimirlos. Esta república, por el culto desmedido a la riqueza, ha caído, sin ninguna de las trabas de la tradición en la desigualdad, injusticia y violencia de los países monárquicos.
Los obreros en Estados Unidos Como gotas de sangre que se llevó la mar eran en los Estados Unidos las teorías revolucionarias del obrero europeo mientras con ancha tierra y vida republicana, ganaba aquí el recién llegado el pan y en Su casa propia ponía de lado una parte para la vejez. Pero vinieron luego la guerra corruptora, el hábito de autoridad y dominio que es su dejo amargo, el crédito que estimu1ó 14 creación de fortunas colosales y la inmigración desordenada, y la holganza de los desocupados dela guerra, dispuestos siempre por sostener su bienestar y por la afición fatal del que ha olido sangre, a servir los intereses impuros que nacen de ella. De una apacible aldea pasmosa se convirtió la república en una monarquía disimulada. Los inmigrantes europeos denunciaron con renovada ira los males que creían haber dejado tras si en su titánica patria.
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El rencor de los trabajadores del país, al verse victimas de la avaricia y desigualdad de los pueblos feudales, estalló con más fe en la libertad que esperan ver triunfar en lo social como triunfa en lo político.
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Habituados los del país a vencer sin sangre por la fuerza del voto, ni entienden ni excusan a los que, nacidos en pueblos donde el sufragio es un instrumento de la tiranía, sólo ven en su obra despaciosa una faz nueva del abuso que flagelan sus pensadores, desafean sus héroes, y maldicen sus poetas. Pero, aunque las diferencias esenciales en las prácticas políticas y el desacuerdo y rivalidad de las razas que ya se disputan la supremacía en esta parte del continente estorbasen la composición inmediata de un formidable partido obrero con unánimes métodos y fines, la identidad del dolor aceleró la acción concertada de todos los que lo padecen, y ha sido necesario un acto horrendo, por más que fuese consecuencia natural de las pasiones encendidas, para que los que arrancan con invencible ímpetu de la misma desventura interrumpan su labor, su labor de desarraigar Y recomponer, mientras quedan por su ineficacia condenados los recursos sangrientos de que por un amor insensato a la justicia echan mano los que han perdido la fe en la libertad.
Los descontentos de la masa obrera En el Oeste recién nacido, donde no pone tanta trabas a los elementos nuevos la influencia imperante de un sociedad antigua, como la del Este, reflejada en su literatura y en sus hábitos; donde la vida como más rudimentaria facilita el trato intimo entre los hombres, más fatigados y dispersos en las ciudades de mayor extensión y cultura; donde la misma rapidez asombrosa del crecimiento, acumulando los palacios de una parte y las factorías, y de otra la miserable muchedumbre, revela a las claras la iniquidad del sistema que castiga el más laborioso con el hambre, al más generoso con la persecución, al padre útil con la miseria de sus hijos, -en el Oeste, donde se juntan
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con su mujer y su prole los obreros necesitados a leer los libros que ensenan las causas y proponen los remedios de su desdicha; donde justificados a sus propios ojos por el éxito de sus fábricas majestuosas, extreman los dueños, en el precipicio de la prosperidad, los métodos injustos y el trato áspero con que la sustentan; donde tiene en fermento a la masa obrera la levadura alemana, que sale del país imperial, acosada e inteligente, vomitando sobre la patria inicua las tres maldiciones terribles de Heine; en el oeste y en su metrópoli Chicago sobre todo, hallaron expresión viva los descontentos de la masa obrera, los consejos ardientes de sus amigos, y la ruina amontonada por el descaro e inclemencia de sus señores. Y como todo tiende a la vez a lo grande y a lo pequeño, tal como el agua que va de agua a vapor y de vapor a mar el problema humano, condensado en Chicago por la merced de las instituciones libres, a la vez que infundía miedo o esperanza por la república y el mundo, se convertía, en virtud de los sucesos de la ciudad y las pasiones de sus hombres, en un problema local, agrio y colérico. El odio a la injusticia se trocaba en odio a sus representantes.
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La furia secualar, caída por herencia, mordiendo y consumiendo como la lava, en hombres que, por lo férvido de su compasión, veíanse como entidades sacras, se concentró, estimulada por los resentimientos individuales, sobre los que insistían en los abusos que la provocan. La mente, puesta a obrar, no cesa; el dolor, puesto a bullir, estalla; la palabra, puesta a agitar, se desordena; la vanidad, puesta a lucir, arrastra; la esperanza, puesta en acción, acaba en el triunfo a la catástrofe: “¡para el revolucionario dijo SaintJust no hay más descanso que la tumba!’’
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¿Quién que anda con ideas no sabe que la armonía de todas ellas, en que el amor preside a la pasión, se revela apenas a las mentes sumas que ven hervir el mundo sentados, con la mano sobre el sol, en la cumbre del tiempo? ¿Quién que trata con hombres no sabe que, siendo ellos más la carne que la luz, apenas conocen lo que palpan, apenas vislumbran la superficie, apenas ven más que lo que les lastima o lo que desean; apenas conciben más que eI viento que les da en el rostro, o el recurso aparente, y no siempre real, que puede levantar obstáculo al que cierra el paso a su odio, soberbia o apetito? ¿Quién que sufre de los males humanos, por muy enfrenada que tenga su razón, no siente que se le inflama y extravía cuando ve de cerca, como si le abofeteasen, como si lo cubriesen de lodo, como si le manchasen de sangre las manos, una de esas miserias sociales que bien pueden mantener en estado de constante locura a los que ven podrirse en ellas a sus hijos y a sus mujeres? Una vez reconocido el mal, el ánimo generoso sale a buscarle remedio: una vez agotado el recurso pacifico, el ánimo generoso, donde labra el dolor ajeno como el gusano en la llaga viva, acude al remedio violento. ¿No lo decía Desmoulins? “Con tal de abrazar la libertad, ¿qué importa que sea sobre montones de cadáveres?’’ Cegados por la generosidad, ofuscados por la vanidad, ebrios por la popularidad, adementados por la constante ofensa, por su impotencia aparente en las luchas del sufragio, por la esperanza de poder constituir en una comarca naciente su pueblo ideal, las cabezas vivas de esta masa colérica, educadas en tierras donde el
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voto apenas nace, no se salen de lo presente, no osan parecer débiles ante los que les siguen, no ven que el único obstáculo en este pueblo libre para un cambio social sinceramente deseado está en la falta de acuerdo de los que lo solicitan, no creen cansados ya de sufrir, y con la visión del falansterio universal en la mente, que por la paz pueda llegarse jamás en el mundo a hacer triunfar la justicia. Júzganse como bestias acorraladas. Todo lo que va creciendo les parece que crece contra ellos. “Mi hija trabaja quince horas pata ganar quince centavos.” “No he tenido trabajo este invierno porque pertenezco a una junta de obreros” El juez los sentencia. La policía, con el orgullo de la levita de paño y la autoridad, temible en el hombre inculto, los aporrea Y asesina. Tienen frío y hambre, viven en casas hediondas. ¡América es, pues, lo mismo que Europa! No comprenden que ellos son mera rueda del engrane social, y hay que cambiar, para que ellas cambien, todo el engranaje. El jabalí perseguido no oye la música del aire alegre, ni el canto del universo, ni el andar grandioso de la fábrica cósmica: el jabalí clava las ancas contra un tronco oscuro, hunde el colmillo en el vienue de su perseguidor, y le vuelca el redaño.
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¿Dónde hallará esa masa fatigada, que sufre cada día dolores crecientes, aquel divino estado de grandeza a necesita a que ascender el pensador para domar la ira que la miseria innecesaria levanta? Todos los recursos que conciben, ya los han intentado. Es aquel reinado del terror que Carlyle pinta “la negra y desesperada batalla de los hombre contra la condición y todo lo que nos rodea”
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Y así como la vida del hombre se concentra en la médula espinal, y la tierra en las masas volcánicas, surgen de entre sus muchedumbres, erguidos y vomitando fuego, seres en quienes parece haberse amasado todo su horror, sus desesperaciones y sus y sus lágrimas. Del infierno vienen:¿qué lengua han de hablar sino la del infierno? Sus discursos, aun leídos, despiden centellas, bocanadas de humo, alimentos a medio ingerir, vahos rojizos. Este mundo es horrible:¡créese otro mundo!; como en el Sinaí, entre truenos: como en el noventa y tres, de un mar de sangre:¡ mejor es hacer volar a diez hombres con dinamita, que matar a diez hombres, como en las fábricas, lentamente de hambre!” Se vuelve a oír el decreto de Moctezuma: “¡Los dioses tienen sed!” Un joven bello, que se hace retratar con las nubes detrás de la cabeza y el sol sobre el rostro, se sienta a una mesa de escribir, rodeado de bombas, cruza las piernas, enciende un cigarro, y como quien junta las piezas de madera de una caja de juguete, explica el mundo justo que florecerá sobre la tierra cuando el estampido de la revolución social de Chicago, símbolo de la opresión del universo, reviente en átomos. Pero todo era verba, juntas por los rincones, ejercicios de armas en uno que otro sótano, circulación de tres periódicos rivales entre dos mil lectores desesperados, y propaganda de los modos novísimos de matar -¡de que son más culpables los que por vanagloria de libertad la permitían que los que por violenta generosidad la ejercitaban!
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Donde los obreros enseñaron más la voluntad de mejorar su fortuna, más se enseñó por los que la emplean la decisión de resistirlos. Cree el obrero tener derecho a cierta seguridad para lo porvenir, a cierta holgura y limpieza para Su casa, a alimentar sin ansiedad los hijos que engendra, a una parte más equitativa de los productos del trabajo de que es factor indispensable, alguna hora de sol en que ayudara su mujer a sembrar un rosal en el patio de la casa, a algún rincón para vivir que no sea un tugurio fétido donde, como en las ciudades de Nueva York, no se puede entrar sin bascas. Y cada vez que en alguna forma esto pedían en Chicago los obreros, combinábanse los capitalistas, castigábanlos negándoles el trabajo que para ellos es la carne, el fuego y la luz; echábanles encima la policía, ganosa siempre de cebar sus porras en cabezas de gente mal vestida; mataba la policía a veces a algún osado que le resistía con piedras, o a algún niño reducíanlos al fin por hambre a volver a su trabajo, con el alma torva, con la miseria enconada, con el decoro ofendido, rumiendo venganza.
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Escuchados sólo por Sus escasos sectarios, año sobre año venían reuniéndose los anarquistas, organizados en grupos, en cada uno de los cuales había una sección armada. En sus tres periódicos, de diverso matiz, abogaban públicamente por la revolución social; declaraban, en nombre de la humanidad, la guerra a la sociedad existente; decidían la ineficacia de procurar una Conversión radical por medios pacíficos, y recomendaban el uso de la dinamita, como el arma santa del desheredado, y los modos de prepararla.
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No en sombra traidora, sino a la faz de los que consideraban sus enemigos se proclamaban libres y rebeldes, para emancipar al hombre, se reconocían en estado de guerra, bendecían el descubrimiento de una sustancia que por su poder singular había de igualar fuerzas Y ahorrar sangre, y excitaban al estudio y la fabricación del arma nueva, con el mismo frío horror y diabólica calma de un tratado común de balística: se ven círculos de color de hueso,-cuando se leen estas enseñanzas-, en un mar de humareda: por la habitación, llena de sombras, se entra un duende, roe una costilla humana, y se afila las uñas: para medir todo lo profundo de la desesperación del hombre, es necesario ver si el espanto que suele en calma preparar supera a aquel contra el que, con furor de siglos, se levanta indignado, -es necesario vivir desterrado de la patria o de la humanidad.
Los líderes Los domingos, el americano Parsons, propuesto una vez por sus amigos socialistas para la Presidencia de la República, creyendo en la humanidad como en su único Dios, reunía a sus sectarios para levantarles el alma hasta el valor necesario a su defensa. Hablaba a saltos, a latigazos, a cuchilladas: lo llevaba lejos de sí la palabra encendida. Su mujer, la apasionada mestiza en cuyo corazón caen como puñales los dolores de la gente obrera, solía después de él, romper en arrebato discurso, tal que dicen que con tanta elocuencia, burda y llameante, no se pintó jamás el tormento de las clases abatidas; rayos los ojos, metralla las palabras, cerrados los dos puños, y luego, hablando de las penas de una madre pobre, tonos dulcísimos e hilos de lágrimas.
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Spies el director del Arbeiter Zeitung, escribía como desde la cámara de la muerte, con cierto frío de huesa: razonaba la anarquía: la pintaba como la entrada deseable a la vida verdaderamente libre: durante siete años explicó sus fundamentos en su periódico diario, y luego la necesidad de la revolución, y por fi como Parsons en el Alarm, el modo de organizarse para hacerla triunfar. Leerlo escomo poner el pie en el vacío. ¿Qué le pasa al mundo que da vueltas? Spies seguía sereno, donde la razón más firme siente que le falta el pie. Recorta su estilo como si descascarase un diamante. Narciso fúnebre, se asombra y complace de su grandeza. Mañana le dará su vida una pobre niña, una niña que se prende a la reja de su calabozo como la mártir cristiana se prendía de la cruz, y él apenas dejará caer de sus labios las palabras frías, recordando que Jesús, ocupado en redimir a los hombres, no amó a Magdalena. Cuando Spies arengaba a los obreros, desembarazándose de la levita que llevaba bien, no era hombre lo que hablaba, sino silbo de tempestad, lejano Y lúgubre. Era palabra sin carne. Tendía el cuerpo hacia sus oyentes, como un árbol doblado por el huracán: y parecía de veras que un viento helado salía de entre las ramas, y pasaba por sobre las cabezas de los hombres.
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Metía la mano en aquellos pechos revueltos y velludos, y les paseaba por ante los ojos, les exprimía, les daba a oler las propias entrañas. Cuando la policía acababa de dar muerte a un huelguista en una refriega, lívido subía al carro, las tribunas vacilantes de las revoluciones y con el horrendo incentivo su palabra seca relucía pronto y caldeaba como un caraj de fuego. Se iba luego solo por las calles sombrías.
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Engel, celoso de Spies, pujaba por tener al anarquismo en pie de guerra, él a la cabeza de una compañía: él donde se enseñaba a cargar el rifle o apuntar de modo que diera en el corazón: él, en el sótano, las noches de ejercicio, “para cuando llegue la gran hora”: él con su Anarchist y sus conversaciones, acusando a Spies de tibio, por envidia de su pensamiento: él solo era el puro, el inmaculado, el digno de ser oído: la anarquía, la que sin más espera deje los hombres los hombres dueños por igual, es la única buena: perinola el mundo y él,-y él, el mango: ¡bien iría el mundo hacia arriba “cuando los trabajadores tuvieran vergüenza”, como la pelota de la perinola! Él iba de un grupo a otro: él asistía al comité general anarquista, compuesto de delegados de los grupos: él techaba al comité de pisilánime y traidor, porque no decretaba “con los que somos, nada más, con estos ochenta que somos” la revolución de veras, la que quería Parsons, la que llama a la dinamita “sustancia sublime”, la que dice a los obreros que “vayan a tomar lo que les haga falta a las tiendas de State Street, que son suyas las tiendas, que todo es suyo”: él es miembro del “Ler und Wher Verein” de que Spies es también miembro, desde que un ataque brutal de la policía, que dejó en tierra a muchos trabajadores, los provocó a armarse, a armarse para defenderse, a cambiar, como hacen cambiar siempre los ataques brutales, la idea del periódico por el rifle Springfield. Engel era el sol, como su propio rechoncho cuerpo: el “gran rebelde”, el “autónomo” ¿Y Lingg? No consumía su viril hermosura en los amorzuelos enervantes que suelen dejar sin jugo al hombre en los años gloriosos de la juventud, sino que criado en una ciudad alemana entre el padre inválido y la madre hambrienta, conoció la vida por donde es justo que un alma generosa la odie. Cargador era su padre, y su madre
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lavandera, y él bello como Tannhäuser o Lohengrin, cuerpo de plata, ojos de amor, cabello opulento, ensortijado y castaño. ¿A qué su belleza, siendo horrible el mundo? Halló su propia historia en la de la clase obrera, y el bozo le nació aprendiendo a hacer bombas. ¡Puesto que la infamia llega al riñón del globo, el estallido ha de llegar al cielo! Acababa de llegar de Alemania: veintidós años cumplía: lo que en los demás es palabra, en él será acción: él, él solo, fabricaba bombas porque, salvo en los hombres de ciega energía, el hombre, ser fundador, sólo para libertarse de ella halla natural dar la muerte. Y mientras Schwab, nutrido en la lectura de los poetas, ayuda a escribir a Spies, mientras Fielden, de bella oratoria, va de pueblo en pueblo levantando las almas al conocimiento de la reforma venidera, mientras Fisches alienta y Neebe organiza, él, en un cuarto escondido, con cuatro compañeros, de los que uno lo ha de traicionar, fabrica bombas, como en su Ciencia de la guerra revolu cionaria manda Most, y vendada la boca, como aconseja Spies en el Alarm, rellena la esfera mortal de dinamita, cubre el orificio con un casquillo, por cuyo centro corre la mecha que en los interior acaba en fulminante y, cruzado de brazos, aguarda la hora.
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Y así iban en Chicago adelantando las fuerzas anárquicas, con tal lentitud, envidias y desorden intestinos, con tal diversidad de pensamiento sobre la hora oportuna para la rebelión armada, con tal escasez de sus espantables recursos de guerra, y de los fieros artífices pronto a elaborarlos, que el único poder cierto de la anarquía, desmelenada dueña de unos cuentos corazones encendidos, era el furor que en un instante extremo produjese el desdén
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social en las masas que la rechazan. El obrero, que es hombre y aspira, resiste con la sabiduría de la naturaleza, la idea de un mundo donde queda aniquilado el hombre; pero cuando, fusilado en granel por pedir una hora libre para ver la luz del sol a sus hijos, se levanta del charco mortal apartándose de la frente, como dos cortinas rojas, las crenchas de sangre, puede el sueño de muerte de un trágico grupo de locos de piedad, desplegando las alas humeantes, revolando sobre la tumba siniestra, con el cadáver clamoroso en las manos, difundiendo sobre los torvos corazones de la claridad de la aurora infernal, envolver como turbia humareda las almas desesperadas. La ley, ¿no los amparaba? La prensa exasperándolos con su odio en vez de aquietarlos con justicia, ¿no los popularizaba? Sus periódicos,, creciendo en indignación con el desdén y atrevimiento con la impunidad, ¿no circulaba sin obstáculos? Pues ¿qué querían ellos, puesto que es claro a sus ojos que se vive bajo abyecto despotismo, que cumplir el deber que aconseja la declaración de independencia derribándolo, y sustituirlo con una asociación libre de comunidades que cambien entre sí sus productos equivalentes, se rijan sin guerra por acuerdos mutuos y se eduquen conforme a ciencia sin distinción de raza, iglesia o sexo? ¿No se estaba levantando la nación, como manada de elefantes, que dormía en la yerba, con sus mismos dolores y sus mismos gritos? ¿No es la amenaza verosímil del recurso de fuerza, medio probable aunque peligroso, de obtener por intimidación lo que no logra el derecho? Y aquellas ideas suyas, que se iban atenuando con la cordialidad de los privilegiados tal como su desafío se iban troncando en rifle y dinamita, ¿no nacían de los más puros de su piedad, exaltada hasta la insensatez por el espectáculo
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de miseria irremediable, y ungida por la esperanza de tiempos justos y sublimes? ¿No había sido Parsons, el evangelista del jubileo universal, propuesto para la Presidencia de la República? ¿No había luchado Spies con ese programa en las elecciones como candidato a un asiento en el Congreso? ¿No les solicitaban los partidos políticos sus votos, con la oferta e respetar la propaganda de su doctrina? ¿Cómo habían de creer criminales los actos y palabras que le permitía la ley? Y ¿no fueron las fiestas de sangre de la policía, ebria del vino del verdugo como toda la plebe revestida de autoridad, las que decidieron a armarse a los más bravos? Lingg, el recién llegado, odiaba con la terquedad del novicio a Spies, el hombre de idea, irresoluto y moroso: Spies, el filósofo del sistema, lo dominaba por aquel mismo entendimiento superior; pero aquel arte y grandeza que aun en las obras de destrucción requiere la cultura, excitaban la ojeriza del grupo exiguo de irreconciliables, que en Engel, enamorado de Lingg, veían su jefe propio. Engel, contento de verse en guerra con el universo, medía su valor por su adversario. Parson, celoso de Engel que le emulaba en pasión, se une a Spies, como el héroe de la palabra y amigo de las letras. Fielden viendo subir en su ciudad de Londres la cólera popular creía, prendado de la patria cuyo egoísta amor prohíbe su sistema, ayudar con el fenómeno de la anarquía en América en triunfo difícil de los ingleses desheredados.
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Engel- “ha llegado la hora”: Sipes:-“¿habrá llegado esa terrible hora?”: Lingg, resolviendo con una púa de madera arcilla y nitroglicerina:- “ya verán, cuando yo acabe mis bombas, si ha llegado la hora!”: Fielden, que ve levantarse, contusa y temible de un mar
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a otro de los Estados Unidos, la casa obrera, determinada a pedir como prueba de su poder que el trabajo se reduzca a ocho horas diarias, recorre los grupos, unidos sólo hasta entonces en el odio a la opresión industrial y a la policía que les da caza y muerte, y repite: -“sí amigos, si no nos dejan ver nuestros hijos, ha llegado la hora”
Un millón reclama ocho horas Entonces vino la primavera amiga de los pobres; y sin el miedo del frío, con la fuerza que da la luz, con la esperanza de cubrir con los ahorros del invierno las primeras hambres, decidió un millón de obreros, repartidos por toda la república, demandar a las fábricas que, en cumplimiento de la ley desobedecida, no excediese el trabajo a las ocho horas legales. ¡Quien quiera saber si lo que pedían era justo, venga aquí; véalos volver, como bueyes tundidos, a sus moradas inmundas, ya negra la noche; véalos venir de sus tugurios distantes, tiritando los hombres, despeinadas y lívidas las mujeres, cuando aún no ha cesado de reposar el mismo sol! En Chicago, adolorido y colérico, segura de la resistencia que provocaba con sus alardes, alistado el fusil de motín, la policía, y, no con la calma de la ley, sino con la prisa del aborrecimiento, convidaba a los obreros a duelo. Los obreros, decididos a ayudar por el recurso legal de la huelga su derecho, volvían la espalda a los oradores lúgubres del anarquismo y a los que magullados por la porra o atravesados por la bala policial, resolvieron, con la mano sobre sus heridas, oponer en el próximo ataque hierro a hierro.
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Llegó marzo. Las fábricas, como quien echa perros sarnosos a la calle, echaron a los obreros que fueron a presentarles su demanda. En masa, como la orden de los Caballeros del Trabajo lo dispuso, abandonaron los obreros las fábricas. El cerdo se pudría sin envasadores que lo amortajaran, mugían desatendidos en los corrales los ganados revueltos; mudos se levantaban, en el silencio terrible, los elevadores de granos que como el oriflama triunfante del poder industrial que vence al fin en todas las contiendas, salía de las segadoras de McCormick, ocupadas por obreros a quienes la miseria fuerza a servir de instrumentos contra sus hermanos, un hilo de humo que como negra serpiente se tendía, se enroscaba, se acurrucaba sobre el cielo azul.
Estalla la cólera
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A los tres días de cólera, se fue llenando una tarde nublada ek Camino Negro, que así se llama el de McCormick, de obreros airados que subían calle arriba, con la levita al hombro, enseñando el puño cerrado al hilo de humo: ¿no va siempre le hombre, por misterioso decreto, adonde lo espera el peligro, y parece gozarse en escavar su propia miseria?:¡allí estaba la fábrica insolentes, empleando para reducir a los obreros que luchan contra el hambre y el frío, a las mismas víctimas desesperadas del hambre!: ¿no se va a cavar, pues este combate por el pan y el carbón en que por la fuerza del mal mismo se levanten contra le obrero sus propios hermanos?: pues ¿no es esta la batalla del mundo, en que los que lo edifican deben triunfar sobre los que lo explotan?: ¡de veras, queremos ver de qué lado llevan la ara esos traidores!” y hasta ocho mil fueron llegando, ya al caer de la tarde; sentándose en grupos sobre las
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rocas peladas; andando en hileras por el camino tortuoso; apuntando con ira a las casuchas míseras que se destacas, como manchas de lepra, en el áspero paisaje. Los oradores, que hablan sobre las rocas, sacuden con sus invectivas aquel concurso en que los ojos centellean y se ven temblar las barbas. El orador es un carrero, un fundidor, un albañil: el humo de McCormick caracolea sobre el molino: ya se acerca la hora de salida: “¡a ver qué cara nos ponen esos traidores¡”: ¡fuera, fuera, ese que habla, que es un socialista!...”. Y el que habla, levantado como con las propias manos los dolores más recónditos de aquellos corazones iracundos, excitando a aquellos ansiosos padres a resistir hasta vencer, aunque los hijos les pidan pan en vano, por el bien duradero de los hijos, el que habla es Spies: primero lo abandonan, después lo rodean, después se miran, se reconocen en aquella implacable pintura, lo aprueban y aclaman: “ ese, que sabe hablar, para que hable en nuestro nombre con las fábricas!” Pero ya los obreros han oído la campana de la suelta en el molino: ¿qué importa lo que está diciendo Spies?: arrancan todas las piedras del camino, corren sobre la fábrica, ¡y caen en triza todos los cristales! ¡Por tierra, al ímpetu de a muchedumbre, el policía que le sale al paso!: “¡aquellos, aquellos son blancos como muertos, los que por el salario de un día ayudan a oprimir a sus hermanos!” ¡piedras¡ Los obreros del molino, en la torre, donde se juntan medrosos, parecen fantasmas: vomitando fuego viene camino arriba, bajo pedrea rabiosa, un carro de patrulla de la policía, uno al estribo vaciando el revólver, otro al pescante, los de adentro agachados se abren paso a balazos en la turba, que los caballos arrollan y
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atropellan: saltan del carro, fórmanse en batalla, y cargan a tiros sobre la muchedumbre que a pedradas y disparos locos se defiende. Cuando la turba acorralada por las patrullas que de toda la ciudad acuden, se asila, para no dormir, en sus barrios donde las mujeres compiten en ira con los hombres, a escondidas, a fin de que no triunfe nuevamente su enemigo, entierran los obreros seis cadáveres. ¿No se ve hervir todos aquellos pechos? ¿juntarse a los anarquistas? ¿escribir Spies un relato ardiente en su Arbeiter Zeitung? ¿reclamar Engel la declaración de aquella es por fin la hora? ¿poner Lingg, que meses atrás fue aporreado en la cabeza por la patrulla, las bombas cargadas en un baúl de cuero? ¿acumularse, con el ataque ciego de la policía, e odio que su brutalidad ha venido levantando? “¡A las armas, trabajadores!” dice Spies en una circular fogosa que todos leen estremeciéndose: “¡a las armas, contras los que os matan porque ejercitáis vuestros derechos de hombre!” “¡Mañana nos reuniremos” –acuerdan los anarquistas- “y de manera y en lugar que les cueste caro venceremos si nos atacan!” “Spies, pon ruhe en tu Arbeiter: Ruhe quiere decir que todos debemos ir armados”. Y de la imprenta de Arbeiter salió la circular que invitaba a los obreros, con permiso del corregidor, para reunirse en la plaza de Haymarket a protestar contra los asesinatos de la policía.
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Se reunieron en número de cincuenta mil, con sus mujeres y sus hijos, a oír a los que les ofrecían dar voz a su dolor; pero no estaba la tribuna, como otras veces, en lo abierto de la plaza, sino en uno de sus recodos, por donde daba a dos oscuras callejas. Spies, que había borrado del convite impreso las palabras: “Trabajadores a las armas”, habló de la injuria con cáustica elocuencia, más no de modo
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que sus oyentes perdieran el sentido, sino tratando con singular moderación de fortalecer sus ánimos para las reformas necesarias: “¿Es esto Alemania, o Rusia, o España?” decía Spies. Parsons, en los instantes mismos en que el corregidor presenciaba la junta sin interrumpirla, declamó, sujeto por la ocasión grave y lo vasto del concurso, uno de sus editoriales cien veces impunemente publicados. Y en el instante en que Fielden preguntaba en bravo arranque si, puestos a morir, no era lo mismo acabar en un trabajo bestial o caer defendiéndose contra el enemigo, -nótase que la multitud se arremolina; que la policía, con fuerza de ciento ochenta, viene revólver en mano, calle arriba. Llega a la tribuna: intima la dispersión; no cejan pronto los trabajadores; “¿qué hemos hecho contra la paz?” dice Fielden saltando del carro; rompe la policía el fuego.
La represión Y entonces se vio descender sobre sus cabezas, caracoleando por el aire, un hilo rojo. Tiembla la tierra; húndese el proyectil cuatro pies en su seno; caen rugiendo, unos sobre otros, los soldados de las dos primeras líneas; los gritos de un moribundo desgarran el aire. Repuesta la policía, con valor sobre humano, salta por sobre sus compañeros a bala graneada contra los trabajadores que le resisten: “¡huimos sin disparar un tiro!” dicen unos; “apenas intentamos resistir”, dicen otros; “nos recibieron a fuego raso”, dice la policía. Y pocos instantes después no había en el recodo funesto más que camillas, pólvora y humo. Por zaguanes y sótanos escondían otra vez los obreros a sus muertos. De los policías, uno muere en la plaza: otro que lleva la mano entera metida en la heri-
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da, la saca para mandar a su mujer su último aliento; otro, que sigue a pie, va agujereado de pies a cabeza; y los pedazos de la bomba de dinamita, al rasar la carne, la habían rebanado como un cincel.
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¿Pintar el terror de Chicago, y de la república? Spies les parece Robespierre; Engel, Marat; Parsons, Danton. ¿Qué?: ¡menos!; esos son bestias feroces, Tinvilles, Henriots, Chaumettes, ¡los que quieren vaciar el mundo viejo por un caño de sangre, los que quieren abonar con carne viva el mundo! ¡A lazo cáceseles por las calles como ellos quisieron cazar ayer un policía!¡salúdeles a balazos por dondequiera que asomen, como sus mujeres, saludaban ayer a los “traidores” con huevos podridos! ¿No dicen, aunque es falso, que tienen los sótanos llenos de bombas? ¿No dicen, aunque es falso también, que sus mujeres furias verdaderas, derriten el plomo, como aquéllas de París que arañaban la pared para dar cal con que hacer pólvora a sus maridos? ¡Quememos este gusano que nos come! ¡Ahí están, como en los motines del Terror, asaltando la tienda de un boticario que denunció a la policía el lugar de sus juntas, machacando sus fracasos, muriendo en la calle como perros, envenenados con vivo colchyduim! ¡Abajo la cabeza de cuantos la hayan asomado! ¡A la horca las lenguas y los pensamientos! Spies, Schwab y Fischer caen presos en la imprenta, donde la policía halla una carta de Johann Most, carta de sapo, rastrera y babosa, en que trata a Spies como íntimo amigo, y le habla de las bombas, de “la medicina”, y de un rival suyo, de Paulus el Grande “que anda que se lame por los pantanos de ese perro periódico de Shevitch”. A Fielden, herido, lo sacan de su casa. A Engel y a Neebe, de su casa también. Y a Lingg, de su cueva: ve entrar al policía; le pone al pecho un revólver, el policía lo abraza: y él y Lingg, que jura y
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maldice, ruedan luchando, levantándose, cayendo en el zaquizamí lleno de tuercas, escoplos y bombas: las mesas quedan sin pie, las sillas sin espaldar; Lingg casi tiene ahogado a su adversario, cuando cae sobre él otro policía que lo ahoga: ¡ni inglés habla ni siquiera este mancebo que quiere desventrar la ley inglesa! Trescientos presos en un día. Está espantado el país, repletas las cárceles.
El proceso ¿El proceso? Todo lo que va dicho, se puedo probar; pero no que los ocho anarquistas, acusados del asesinato del policía Degan, hubiesen preparado, ni encubierto siquiera una conspiración que rematase en su muerte. Los testigos fueron los policías mismos, y cuatro anarquistas comprados, uno de ellos confeso de perjurio. Lingg mismo, cuyas bombas eran semejantes, como se vio por el casquete, a la Haymarket, estaba, según el proceso, lejos de la catástrofe. Parsons, contento de su discurso, contempla la multitud desde una casa vecina. El perjuro fue quien dijo, y desdijo luego, que vio a Spies encender el fósforo con que se prendió la mecha de la bomba. Que Lingg cargó con otro hasta un rincón cercano a la plaza el baúl de cuero. Que la noche de los seis muertos del molino acordaron los anarquistas, a petición de Engel, armarse para resistir nuevos taques, y publicar en el Arbeiter la palabra ruhe. Que Spies estuvo un instante en el lugar donde se tomó el acuerdo. Que en su despacho había bombas, y en una u otra casa rimeros de “manuales de guerra revolucionaria”. Lo que sí se probó con prueba plena, fue que Parsons, hermano amado de un noble general del Sur, se presentase un día espontáneamente en el
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tribunal a compartir la suerte de sus compañeros. Lo que sí estremece es la desdicha de la leal Nina Van Zandt, que prendada de la arrogante hermosura y dogma humanitario de Spies, se le ofreció de esposa en el dintel de la muerte, y de mano de su madre, de distinguida familia, casó en la persona de su hermano con el preso; llevó a su reja día sobre día el consuelo de su amor, libros y flores; publicó con sus ahorros, para allegar recursos a la defensa, la autobiografía soberbia y breve de su desposado; y se fue a echar de rodillas a los pies del gobernador. Lo que sí pasma es la tempestuosa elocuencia de la mestiza Lucy Parsons, que paseó los Estados Unidos aquí rechazada, allá presa, hoy seguida de obreros llorosos, mañana de campesinos que la echan como a bruja, después de catervas crueles de chicuelos para “pintar al mundo el horror de la condición de castas infelices, mayor mil veces que el de los medios propuestos para terminarlo”. ¿El proceso? Los siete fueron condenados a muerte en la horca, y Neebe a la penitenciaría, en virtud de un cargo especial de conspiración de homicidio de ningún modo probado, por explicar en la prensa y en la tribuna las doctrinas cuya propaganda les permitía la ley; ¡y han sido castigadas en Nueva York, en un caso de excitación directa a la rebeldía, con doce meses de cárcel y doscientos cincuenta pesos de multa!
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¿Quién que castiga crímenes, aún probados, no tiene en cuenta las circunstancias que los precipitaban, las pasiones que los atenúan, y el móvil con que se cometen? Los pueblos, como los médicos, han de preferir prever la enfermedad, o curarla en sus raíces, a dejar que florezca en toda su pujanza, para combatir el mal desenvuelto por su propia culpa, con medios sangrientos y desesperados.
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Sentencia indigna Pero no han de morir los siete. El año pasa. La Suprema Corte, en dictamen indigno del asunto, confirma la sentencia de muerte. ¿Qué sucede entonces, sea remordimiento o miedo, que Chicago pide clemencia con el mismo ardor con que pidió antes castigo: que los gremios obreros de la república envían al fin a Chicago sus representantes para que intercedan por los culpables de haber amado la cauda obrera con exceso; que iguala el clamor de odio de la nación al impulso de piedad de los que asistieron desde la crueldad que le provocó al crimen? La prensa entera, de San Francisco a Nueva York, falseando el proceso, pinta a los siete condenados como bestias dañinas, pone todas las mañanas sobre la mesa de almorzar, la imagen de los policías despedazados por la bomba; describe sus hogares desiertos, sus niños rubios como el oro, sus desoladas viudas. ¿Qué hace ese viejo gobernador, que no confirma la sentencia? ¡Quién nos defenderá mañana, cuando se alce el monstruo obrero, si la policía ve que el perdón de sus enemigos los anima a reincidir en el crimen¡ ¡Qué ingratitud para con la policía no matar a esos hombres!”¡No!” grita un jefe de la policía, a Nina Van Zandt, que va con su madre a pedirle una firma de clemencia sin poder hablar del llanto. ¡Y ni una mano recoge de la pobre criatura el memorial que uno por uno, mortalmente pálida, les va presentando! ¿Será vana la súplica de Félix Adler, la recomendación de los jueces del Estado, el alegato magistral en que demuestra la torpeza y crueldad de la causa Trumbull? La cárcel es jubileo: de la ciudad salen y entran repletos los trenes: Spies, Fielden y Schwab han fir-
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mado, a instancias de su abogado, una carta al gobernador cartas osadas: “¡o la libertad o la muerte, a que no tenemos miedo!”. ¿Se salvará ese cínico de Spies, ese implacable Engel, ese diabólico Parson? Fielden y Schwab acaso se salven, porque el proceso dice de ellos poco, y, ancianos como son, el gobernador los compadece, que es también anciano. En romería van los abogados de la defensa, los diputados de los gremios obreros, las madres, esposas y hermanas de los reos, a implorar por su vida, en recepción interrumpida por los sollozos, ante le gobernador. ¡Allí en la hora real, se vio el vacío de la elocuencia retórica! ¡Frases ante la muerte! “Señor, dice un obrero, ¿condenarás a siete anarquistas a morir porque un anarquista lanzó una bomba contra la policía, cuando los tribunales no han querido condenar a la policía de Pinkerton, porque uno de sus soldados mató sin provocación de un tiro a un niño obrero?” Sí. El gobernador los condenará; la república entera pide que los condene para ejemplo: ¿quién puso ayer en la celda de Lingg las cuatro bombas que descubrieron en ella los llaveros? ¿de modo que esa alma feroz quiere morir sobre las ruinas de la cárcel, símbolo a sus ojos de las maldad del mundo? ¿a quién salvará por fin el gobernador Oglesby la vida?
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¡No será a Lingg, de cuya celda, sacudida por súbita explosión sale, como el vapor de un cigarro, un hilo de humo azul! Allí está Lingg tendido vivo, despedazado la cara un charco de sangre, los dos ojos abiertos entre la masa roja: se puso entre los dientes una cápsula de dinamita que tenía oculta en el lujoso cabello, con la bujía encendió la mecha, y se llevó la cápsula a la barba: lo cargan brutalmente: lo dejan caer sobre el suelo del baño: cuando el agua ha barrido los coágulos, por entre los jirones de carne caída se le ve la laringe rota, y, como
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las fuentes de un manantial, corren por entre los rizos de su cabellera vetas de sangre. ¡Y escribió! ¡Y pidió que lo sentaran! ¡Y murió a las seis horas- cuando ya Fielden y Schwab estaban perdonados, cuando convencidas de las desventuras de sus hombres, las mujeres, las mujeres sublimes, están llamando por última vez, no con flores y frutas como en lo días de la esperanza, sino pálidas como la ceniza, a aquellas bárbaras puertas! La primera es la mujer de Fischer: ¡la muerte se le conoce en los labios blancos! Lo esperó sin llorar: pero ¿saldrá viva de aquel abrazo espantoso?: ¿así, así se desprende el alama del cuerpo! Él la arrulla, le vierte miel en los oídos, la levanta contra su pecho, la besa en la boca, en el cuello, en la espalda, “¡Adiós!” la aleja de sí, y se va a paso firme, con la cabeza baja y los brazos cruzados. Y Engel ¿cómo recibe la visita postrera de su hija? ¿no se querrán, que ni ella ni él quedan muertos? ¡oh, sí la quiere, porque tiemblan los que se llevaron del brazo a Engel al recordar, como de un hombre que crece de súbito entre sus ligaduras, la luz llorosa de su última morada! “Adiós, mi hijo!” dice tendiendo los brazos hacia él la medre de Spies, a quien sacan lejos del hijo ahogado a rastras. “¡Oh, Nina, Nina!” exclama Spies apretando su pecho por primera y última vez a la viuda que no fue nunca esposa: y al borde de la muerte se la ve florecer, temblar como la flor, deshojarse como la flor, en la dicha terrible de aquel beso adorado. No se la llama desmayada, no; sino que, conocedora por aquel instante de la fuerza de la vida y la beldad de la muerte, tal como Ofelia vuelta a la razón, cruza, jacinto vivo, por entre los
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alcaides, que le tienden respetuosos la mano. Y a Lucy Parsons no la dejaron decir a adiós a su marido, porque lo pedía, abrazada a sus hijos, con el calor y la furia de las llamas.
La muerte espera
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Y ya entrada la noche y todo oscuro en el corredor de la cárcel pintado de cal verdosa, por sobre el paso de los guardias con la escopeta al hombro, por sobre el voceo y risas de los carceleros y escritores, mezclado de vez en cuando a un repique de llaves, por sobre el golpeo incesante del telégrafo que el Sun de Nueva York tenía en el mismo corredor establecido, culebreada, reñía, se desbocaba, imitando, como una dentadura de calavera, las inflexiones de la voz del hombre, por sobre el silencio que encima a todos estos ruidos se cernía, oíanse los últimos martillazos del carpintero en el cadaldo. Al fin del corredor se levantaba el cadalso. “¡Oh, las cuerdas son buenas: ya las probó el alcaide!” “El verdugo halará, escondido en la garita de fondo, de la cuerda que sujeta el pestillo de la trampa. “La trampa está firme, a unos diez pies del suelo” “No: los maderos de la horca no son nuevos: los han repintado de ocre, para que parezcan bien en esta ocasión; porque todo ha de hacerse decente”. “Sí, la milicia está a mano: y a la cárcel no se dejará acercar a nadie” “¡De veras que Lingg era hermoso! Risas, tabacos, brandy, humo que ahoga en sus celdas a los reos despiertos. En el aire espeso y húmedo chisporrotean, cocean, bloquean, las luces eléctricas. Inmóvil sobre la baranda de las celdas,, mira al cadalso un gato… ¡cuando de pronto una melodiosa voz, llena de fuerza y sentido, la voz de uno de estos hombres a quienes se
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supone fieras humanas, trémula primero, vibrante enseguida, pura luego y serena, como quien ya se siente libre de polvo y ataduras, resonó en la celda de Engel, que arrebatado por el éxtasis, recitaba “El tejedor” de Henry Heine, como ofreciéndolo al cielo el espíritu, con los brazos en alto:
Con ojos secos, lúgubre y ardientes rechinando los dientes se sienta en su telar el tejedor: ¡Germania vieja, tu capuz zurcimos! Tres maldiciones en la tela urdimos; ¡Adelante, adelante el tejedor! ¡Maldito el falso Dios que implora en vano, en invierno tirano, muerto de hambre el jayán en su obrador! ¡En vano fue la queja y la esperanza! Al Dios que nos burló, guerra y venganza: ¡Adelante, adelante el tejedor! ¡Maldito el falso rey del poderoso cuyo pecho orgulloso nuestra angustia mortal no conmovió! ¡El último doblón nos arrebata, y como a perros luego el rey nos mata! ¡Adelante, adelante el tejedor!
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¡Maldito el falso Estado que florece, y como yedra crece vasto y sin tasa el público baldón; donde la tempestad la flor avienta y el gusano con podre se sustenta! ¡Adelante, adelante el tejedor! ¡Corre, corre sin miedo, tela mía! ¡Corre bien noche y día tierra maldita, tierra sin honor! Con mano firme tu capuz zurcimos: Tres veces, tres, la maldición urdimos: ¡Adelante, adelante el tejedor! Y rompiendo en sollozos, se dejó Engel caer sentado en su litera, hundiendo en las palmas el rostro envejecido. Muda lo había escuchado en la cárcel entera, los unos como orando, los presos asomados a los barrotes, estremecidos los escritores y los alcaides, suspenso el telégrafo, Spies a medio sentar. Parsons de pie en su celda, con los brazos abiertos como quien va a emprender el vuelo.
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El día sorprendió a Engel hablando entre sus guardas, con la palabras voluble del condenado a muerte, sobre lances curiosos de su vida de conspirador; a Spies fortalecido por el largo sueño; a Fischer, vistiéndose sin prisa las ropas que se quitó al empezar la noche, para descansar mejor; a Parsons, cuyos labios se mueven sin cesar, saltando sobre sus vestidos, después de un corto sueño histérico.
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“¿Oh, Fischer, cómo puedes estar tan sereno, cuando el alcaide que ha de dar la señal de tu muerte, rojo por no llorar, pasea como una fiera la acaldía!” “-Porque- responde Fischer, calvando una mano sobre el brazo trémulo del guarda y mirándole de lleno en los ojos- creo que mi muerte ayudará a la causa con que me desposé desde que comencé mi vida, y amo yo más que a mi vida misma, la causa del trabajador,- ¡y porque mi sentencia es parcial, ilegal e injusta!” “¡Pero, Engel ahora que son las ocho de la mañana, cuando ya sólo te faltan dos horas para morir, cuando en la bondad de las caras, en el afecto de los saludos, en los maullidos lúgubres del gato, en el rastreo de las voces, y los pies, están leyendo que la sangre se te hiela cómo no tiemblas, Engel!” “-¿Temblar porque me han vencido aquellos a quienes hubiera querido yo vencer? Este mundo no me parece justo; y yo he batallado, y batallo hora con morir, para crear un mundo justo. ¿Qué me importa que mi muerte sea un asesinato judicial? ¿Cabe en un hombre que ha abrazado una causa tan gloriosa como la nuestra desear vivir cuando no puede morir por ella? ¡No: alcadide, no quiero drogas, quiero vino Oporto!” Y uno sobre otro se bebe tres vasos… Spies, con las piernas cruzadas, como cuando pintaba para el Arbieter Zeitung el universo dichoso, color de llama y hueso, qué sucedería a esta civilización de esbirros y mastines, escribe largas cartas, las lee con calma, las pone lentamente en sus sobres, y una u otra vez deja descansar la pluma, para echar al aire, reclinado en su silla, como los estudiantes alemanes, bocanadas y aros de humo: ¡oh, patria, raíz de la vida, que aún a los que te niegan por el amor más vasto a la humanidad, acudes y confortas, como aire y como luz, por mil
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medios sutiles! “Sí, alcaide, dice Spies, beberé un vaso de vino del Rhin!”… Fischer alemán, cuando el silencio comenzó a ser angustiosos, en aquel instante en que en las ejecuciones como en los banquetes callan a la vez, como ante solemne apareció, los concurrentes todos, prorrumpió, iluminada la faz por venturosa sonrisa, en las estrofas de La Marsellesa que cantó con la cara vuelta al cielo… Parsons a grandes pasos mide el cuarto: tiene delante un auditorio enorme, un auditorio de ángeles que surgen resplandecientes de la bruma, y le ofrecen, para que como astro purificante cruce del mundo, la capa de fuego del profeta Elías: tiende las manos, como para enseñar a los matadores su triunfo: gesticula, argumenta, sacude el puño alzado, y la palabra alborotada al dar contra los labios se le extingue, como en la arena movediza se confunden y perecen las olas.
Llegó la hora Llenaba de fuego el sol las celdas de tres de los reos, que rodeados de lóbregos muros parecían, como el bíblico, vivos en medio de las llamas, cuando el ruido improviso, los pasos rápidos, el cuchicheo ominoso, el alcaide y los carceleros que aparecen a sus rejas, el color de sangre que sin causa visible enciende la atmósfera, les anuncian, lo que oyen sin inmutarse que es aquella la hora!
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Salen de sus celdas al pasadizo angosto; ¿Bien? “-Bien!”:Se dan la mano, sonríen, crecen. “¡Vamos!” El médico les había dado estimulantes: a Spies y a Fischer les trajeron vestidos nuevos: Engel no quiere quitarse sus pantuflas de estambre. Les leen la sentencia, a cada uno en su celda; les sujetan las manos por la espalda con esposas
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plateadas: les ciñen los brazos al cuerpo con una faja de cuero: les echan por sobre la cabeza, como la túnica de los catecúmenos cristianos, una mortaja blanca: ¡abajo la concurrencia sentada en hileras de sillas delante del cadalso como en un teatro! Ya vienen por el pasadizo de las celdas, a cuyo remate se levanta la horca; delante va el alcaide, lívido: al lado de cada reo, marcha un corchete. Spies va a paso grave, desgarradores los ojos azules, hacia atrás el cabello bien peinado, blanco como su misma mortaja, magnifica la frente Fischer le sigue, robusto y poderoso, enseñándose por el cuello la sangre pujante, realzados por el sudario los fornidos miembros. Engel anda detrás a la manera de quien va a una casa amiga, sacudiéndose el sayón incómodo con los talones. Parsons, como si tuviese miedo a no morir, fiero, determinado, cierra la procesión a paso vivo. Acaba el corredor, y ponen el pie en la trampa: las cuerdas colgantes, las cabezas erizadas, las cuatro mortajas. Plegaria en el rostro de Spies; el de Fischer, firmeza, el de Parsons, orgullo radioso; a Engel, que hace reír con un chiste a su corchete, se le ha hundido la cabeza en la espalda. Les atan las piernas, al uno tras el otro, con una correa. A Spies el primero, a Fischer, a Engel, a Parsons, les echan sobra la cabeza, como el apagavelas sobre las bujías, las cuatro caperuzas. Y resuena la voz de Spies, mientras están cubriendo las cabezas de sus compañeros, con un acento que a los que lo oyen les entra en las carnes: “La voz que vais a sofocar será más poderosa en lo futuro, que cuantas palabras pudiera yo decir ahora”. Fischer dice, mientras atiende el corchete a Engel: “¡Este es el momento más feliz de mi vida!” “¡Hurra por la anarquía! “dice Engel, que había estado moviendo bajo el sudario hacia el alcaide las manos amarradas. “¡Hombres y mujeres de mi querida América…!” empieza
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a decir Parsons. Una seña, un ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos caen a la vez en el aire, dando vueltas y chocando. Parsons ha muerto al caer, gira de prisa, y cesa: Fischer se balancea, retiembla, quiere zafar del mundo el cuello entero, estira y encoge las piernas, muere: Engel se mece en su sayón flotante, le sube y baja el pecho como la marejada, y se ahoga: Spies, en danza espantable, cuelga girando como un saco de muecas, se encorva, se alza de lado, se da en la frente con las rodillas, sube una pierna, extiende las dos, sacude los brazos, tamborinea: y al fin expira, rota la nuca hacia adelante, saludando con la cabeza a los espectadores.
Muchedumbre de duelo
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Y dos días después, dos días de escenas terribles en las casas, de desfile constante de amigos llorosos, ante los cadáveres amoratados, de señales de duelo colgadas en puertas miles bajo una flor de seda roja, de muchedumbres reunidas con respeto para poner a los pies de los ataúdes rosas y guirnaldas, Chicago asombrado vio pasar tras las músicas fúnebres, a que precedía un soldado loco agitando como desafío un pabellón americano, el ataúd de Spies, oculto bajo las coronas; el de Parsons, negro, con catorce artesanos atrás que cargaban presentes simbólicos de flores; el de Fischer, ornado con guirnalda colosal de lirio y clavellinas; los de Engel y Lingg, envueltos en banderas rojas,-y los carruajes de las viudas, recatadas hasta los pies por velos de luto, -y sociedades, gremio, vereins, orfeones, diputaciones, trescientas mujeres en masa, con crespón al brazo, seis mil obreros tristes y descubiertos que llevaban al pecho la rosa encarnada.
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Y cuando desde el montículo del cementerio, rodeado de veinticinco mil almas amigas, bajo el cielo sin sol que allí corona estériles llanuras, habló el capitán Black, el pálido defensor vestido de negro, con la mano tendida sobre los cadáveres: “-¿Qué es la verdad,-decía, en tal silencio que se oyó gemir a las mujeres dolientes y al concurso, -qué es la verdad que desde el de Nazareth la trajo al mundo no la conoce el hombre hasta que con sus brazos la levanta y la paga con la muerte? ¡Estos no son felones abominables, sedientos de desorden, sangre y violencia, sino hombres que quisieron la paz, y corazones llenos de ternura, amados por cuantos los conocieron y vieron de cerca el poder y la gloria de sus vidas: su anarquía era el reinado del orden sin la fuerza: su sueño, un mundo nuevo sin miseria y sin esclavitud: su dolor, el de creer que el egoísmo no cederá nunca por la paz a la justicia: ¡oh cruz de Nazareth, que en estos cadáveres se ha llamado cadalso!. De la tiniebla que a todos envolvía, cuando del estrado de pino iban bajando los cinco ajusticiados a la fosa, salió una voz que se adivinaba ser de barba espesa, y de corazón grave y agriado: “¡Yo no vengo a acusar ni a ese verdugo a quien llaman alcaide, ni a la nación que ha estado hoy dando gracias a Dios en sus templos por que han muerto en la horca estos hombres, sino los trabajadores de Chicago, que han permitido que les asesinen a cinco de sus más nobles amigos!” …La noche, y la mano del defensor sobre aquel hombro inquieto, dispersaron los concurrentes y los hurras: flores, banderas, muertos y afligidos, perdíanse en la misma negra sombra: como de olas de mar venía de lejos el ruido dela muchedumbre en vuelta a sus hogares. Y decía el Arbeiter Zeitung de la noche, que al
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entrar en la ciudad recibió el gentío ávido: “¡Hemos perdido una batalla, amigos infelices, pero veremos el fin el mundo ordenado conforme a la justicia: seamos sagaces como las serpientes, e inofensivos como las palomas!”
La Nación. Buenos Aires, 1 de enero de 1888
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Discursos
Pronunciados por los 8 Mรกrtires de Chicago ante la Suprema Corte, al momento de ser sentenciados.
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“ ¡Hurra por la anarquía! ” Últimas palabras de George Engel antes de ser ejecutado en la horca
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GEORGE ENGEL
Nació en Cassel (Alemania), en 1836. Recibió una educación común en las escuelas públicas, y aprendió el oficio de impresor. En 1873 se mudó a los Estados Unidos y un año después llegó a Chicago, donde se afilió al Partido Socialista. Fue el fundador del famoso grupo Northwest, en 1883.
Su notoria actividad y energía incansable impulsaron grandemente la organización. Engel era un orador incisivo, y su palabra correcta y fácil era oída con agrado aún por sus mismos adversarios. Fue condenado a muerte en la horca y ejecutado el 11 de noviembre de 1887.
Discurso
“Aquí también, en esta libre República, en el país más rico del mundo, hay muchos obreros Es la primera que no tienen lugar en el banquete de la vida y que como parias sociales arrastran una vida miserable.” vez que comparezco ante un tribunal americano, y en él se me acusa de asesino. ¿Y por qué razón estoy aquí? ¿Por qué razón se me acusa de asesino? Por la misma que tuve que abandonar Alemania, por la pobreza, por la miseria de la clase trabajadora. Aquí también, en esta libre República, en el país más rico del mundo, hay muchos obreros que no tienen lugar en el banquete de la vida y que como parias sociales arrastran una vida miserable. Aquí he visto a seres humanos buscando algo con qué alimentarse en los montones de basura de las calles. Cuando en 1878 vine desde Filadelfia a esta ciudad, creía hallar más fácilmente medios de vida aquí que en Filadelfia, donde me había sido imposible vivir por más tiempo. Pero mi desilusión fue completa. Empecé a comprender que para el obrero no hay diferencia entre Nueva York, Filadelfia y Chicago, así como no la hay entre Alemania y esta República tan ponderada. Un compañero de taller me hizo comprender científicamente la causa de que en este rico
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país no pueda vivir decentemente el proletario. Compré libros para ilustrarme más, y yo, que había sido político de buena fe, abominé de la política y de las elecciones y aún comprendí que todos los partidos estaban degradados y que los mismos demócratas socialistas caían en la corrupción más completa. Entonces entré en la Asociación Internacional de los Trabajadores. Los miembros de esta Asociación están convencidos de que sólo por la fuerza podrán emanciparse los trabajadores, de acuerdo con lo que la historia enseña. En ella podemos aprender que la fuerza libertó a los primeros colonizadores de este país, que sólo por la fuerza fue abolida la esclavitud, y así como fue ahorcado el primero que en este país agitó la opinión contra la esclavitud, vamos a ser ahorcados nosotros.
“...he trabajado por el establecimiento de un sistema social en que sea imposible el hecho de que mientras unos amontonan millones beneficiando las máquinas, otros caen en la degradación.” ¿En qué consiste mi crimen? En que he trabajado por el establecimiento de un sistema social en que sea imposible el hecho de que mientras unos amontonan millones beneficiando las máquinas, otros caen en la degradación y la miseria. Así como el agua y el aire son libres para todos, así la tierra y las invenciones de los hombres científicos deben ser utilizados en beneficio de todos. Vuestras leyes están en oposición con las de la naturaleza, y mediante ellas robáis a las masas el derecho a la Los Mártires vida, a la libertad y al bienestar. de Chicago
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En la noche en que fue arrojada la primera bomba en este país, yo me hallaba en mi casa. Yo no sabía ni una palabra de la conspiración que pretende haber descubierto el Ministerio Público. Es cierto que tengo relaciones con mis compañeros de proceso, pero a algunos sólo los conozco por haberlos visto en las reuniones de trabajadores. No niego tampoco que haya yo hablado en varios mítines, afirmando que si cada trabajador llevase una bomba en el bolsillo, pronto sería derribado el sistema capitalista imperante. Esa es mi opinión y mi deseo... ... Yo no combato individualmente a los capitalistas; combato el sistema que da el privilegio. Mi más ardiente deseo es que los trabajadores sepan quiénes son sus enemigos y quiénes son sus amigos. Todo lo demás lo desprecio: desprecio el poder de un gobierno inicuo, sus policías y sus espías. No tengo más que decir.
Mi más ardiente deseo es que los trabajadores sepan quiénes son sus enemigos y quiénes son sus amigos. Todo lo demás lo desprecio: desprecio el poder de un gobierno inicuo, sus policías y sus espías. Los Mártires de Chicago
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“...llegará un tiempo en que sobre las ruinas de la corrupción se levantará la esplendorosa mañana del mundo emancipado...” Últimas palabras de Samuel Fielden al ser sentenciado a ser ejecutado en la horca
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SAMUEL FIELDEN
Nació en Todmorden, Lancashire (Inglaterra) en 1844; pasó su juventud trabajando en los talleres, y entrando en edad adulta, se recibió de Ministro metodista. Fue después nombrado superintendente de las escuelas dominicales de su país natal. En 1864 pasó a Nueva York y trabajó en algunos telares. Al año siguiente se trasladó a Chicago, y desde esa fecha trabajó como jornalero. Ingresó en la Liga Liberal en 1880, donde conoció Spies y Parsons; se declaró socialista y fue
uno de los miembros más activos de la Asociación Internacional de los Trabajadores. Era un gran orador y pensador profundo. Fue condenado a muerte por la Suprema Corte y por presión de la clase obrera, el gobernador Oglesby conmutó la pena a cadena perpetua. Siete años después fue liberado tras la declaración de inocencia de los ocho mártires por el gobernador de Illinois, John Peter Altgeld.
Discurso (Fielden pronunció un discurso muy extenso, por cuya razón no haremos un extracto tan completo como desearíamos, y aún le daremos forma distinta de la dada a los demás a fin de compendiar mejor cuanto dijo) Empezó recitando una poesía del escritor alemán Freiligrath, titulada La Revolución, y se defendió elocuentemente de que se pretendiera acusarle de revolucionario. En cuanto a juzgarle delincuente por profesar las ideas anarquistas, apeló a la constitución del Estado y sobre todo al derecho natural, superior a todas las constituciones, para pensar libremente, y demostró que era un absurdo condenarle por defender la anarquía y la revolución. La historia de todos los pueblos prueba que toda idea nueva fue y es revolucionaria, y que no se mata la idea suprimiendo a los defensores. Descartados estos dos extremos, dice: Llegué a los Estados Unidos en 1868. Estuve primero en Ohio y vine a Chicago en 1869. Hay en Chicago bellos monumentos que evidencian un progreso, y es difícil que paséis por una calle donde
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“...el socialismo científico demuestra que todos debemos evitar y combatir el mal dondequiera que se encuentre.”
yo no haya producido algo con mis propias manos. Y por ello he de recordaros que cuando tratasteis de acusarnos lo hicisteis afirmando que nosotros habíamos procurado vivir sin trabajar a costa de las gentes sencillas. El único que después pudo poner en claro este asunto fue Zeller, secretario de la Unión Central Obrera, y cuando se le preguntó si habíamos recibido dinero por hablar y organizar secciones en la Asociación, este hombre, que era traído al proceso para prevenir al pueblo contra nosotros, porque no hay nada que perjudique tanto a un individuo como la prueba de que obra por interés, y es por tanto un mercenario despreciable; cuando llegó el momento, repito, en que este hombre podía declarar la verdad, en que hubiera podido confirmar la acusación, si fuera cierta, cada uno de los que estábais interesados en probarnos aquel hecho os opusisteis a que hablara y aturdisteis la sala con el ruido producido con vuestros zapatos. Nosotros somos juzgados por un jurado que nos cree culpables. Ahora seréis vosotros juzgados por otro jurado que os cree a su vez culpables también.
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Y hablando del socialismo decía: Hallándome en un estado o disposición investigadora y habiendo observado que hay algo injusto en nuestro sistema social, asistí a varias reuniones populares y comparé lo que decían los obreros con mis propias observaciones. Yo reconocí que había algo injusto: mis ideas no me hacían comprender el remedio, pero me condujeron a su determinación con la misma energía que me había llevado hacia aquéllas, años atrás. Siempre hay un periodo en la vida individual en que tal o cual sensación simpática es agitada o sacudida por
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cualquier otra persona. Aun no bien se ha comprendido la idea, y ya se está convencido de la verdad respondiendo a aquella sensación simpática por otro producida. No de otro modo me ocurrió en mis investigaciones sobre la economía política. Sabía cual era el error, la falsedad, mas no conocía el remedio a los males sociales; pero discutiendo y analizando las cosas y examinando los remedios puestos en boga actualmente, hubo quien me dijo que el socialismo significaba la igualdad de condiciones, y esta fue la enseñanza. Comprendí enseguida aquella verdad, y desde entonces fui socialista. Aprendí cada vez más y más; reconocí la medicina para combatir los males sociales, y como me juzgaba con derecho para propagarla, la propagué. La constitución de los Estados Unidos cuando dice: el derecho a la libre emisión del pensamiento no puede ser negada a cada ciudadano, reconoce a cada individuo el derecho a expresar sus pensamientos. Yo he invocado los principios del socialismo y de la economía social, y ¿por esta y sólo por esta razón me hallo aquí y soy condenado a muerte? ¿Qué es el socialismo? ¿Es tomar alguno la propiedad de otro? ¿Es eso lo que el socialismo significa en la acepción vulgar de la palabra? No. Si yo contestara a esta pregunta tan brevemente como los adversarios del socialismo, diría que este impide a cualquiera apoderarse de lo que no es suyo. El socialismo es la igualdad; el socialismo reconoce el hecho de que nadie socialmente es responsable de lo que es; de que todos los males sociales son el producto de la pobreza; y el socialismo científico demuestra que todos debemos evitar y combatir el mal dondequiera que se encuentre. No hay ningún criminalista que niegue que todo crimen en su origen es el producto de la miseria. Pues bien; se me acusa de excitar las pasiones, se me acusa de incendiario porque he afirma-
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do que la sociedad actual degrada al hombre hasta reducirlo a la categoría de animal. Andad, id a las casas de los pobres, y los veréis amontonados en el menor espacio posible, respirando una atmósfera infernal de enfermedad y muerte. ¿Creéis que estos hombres tienen verdadera conciencia de lo que hacen? De ningún modo. Es el producto de ciertas condiciones, de determinados medios en que han nacido, lo que les obliga a ser lo que son y nada más que lo que son. Os lo podría demostrar aquí con mil ejemplos.
“...se me acusa de excitar las pasiones, se me acusa de incendiario porque he afirmado que la sociedad actual degrada al hombre hasta reducirlo a la categoría de animal.” La cuestión social es una cuestión tan europea como americana. En los grandes centros industriales de los Estados Unidos, el obrero arrastra una vida miserable, la mujer pobre se prostituye para vivir, los niños perecen prematuramente aniquilados por las penosas tareas a que tienen que dedicarse, y una gran parte de los vuestros se empobrece también diariamente. ¿En donde está la diferencia de país a país?
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Habéis traido a los reporteros de la prensa burguesa para probar mi lenguaje revolucionario, y yo os he demostrado que a todas nuestras reuniones han acudido o han podido acudir nuestros adversarios para demostrar la falsedad del socialismo; que a nuestros mitines hemos invitado a los representantes de la prensa, de la industria y del comercio, y que casi siempre han dado la callada por respuesta; y, en resumen, os digo que un reportero es un hombre que no depende de sí mismo, que no es libre, que obra a instigación ajena, y lo mismo puede acusarnos de un crimen que proclamarnos los más virtuosos de todos los hombres. Es más; todas las reuniones
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convocadas por el Grupo Americano fueron de controversia. Un ciudadano de Washington que aquí vino a combatirnos en 1880, nos ha escrito repetidas veces ofreciéndose a declarar que nuestras reuniones no tenían por objeto excitar al pueblo a la rapiña, como decís vosotros, sino simplemente la discusión de las cuestiones económicas. Veinte testigos más estaban dispuestos a confirmar lo mismo. Esto era en el supuesto de que se nos acusara en aquel sentido. Pero vimos aquí que de lo que se nos acusaba realmente era de anarquistas, y por eso no vinieron aquellos testigos, porque no eran necesarios. Defiéndase después Fielden de las acusaciones de conspiración y asesinato, poniendo unas enfrente de otras las declaraciones de los testigos, citando fechas y lugares y probando hasta la saciedad que era un ardiente propagandista de la anarquía, pero no un criminal. Se le acusaba de haber hecho fuego con un revólver a la policía, y probó con los mismos testimonios de los testigos contrarios que era falso; se le acucaba de haber dicho: Ahí vienen los sanguinarios (aludiendo a la policía), cumplid con vuestro deber y yo cumpliré con el mío; y no sólo demostró que no había pronunciado tales palabras sino también que si las hubiera pronunciado no sería suficiente causa para condernale a muerte; se le acusaba de haber dicho: ¡Suprimid la ley!, y a este propósito dijo: Recordáis que yo pronuncié estas palabras tomándolas de un discurso de Mr. Foran en el Congreso. Y si es verdad, como dice aquél, que nada se puede hacer por la legislación que se supone favorabie a los intereses comunales, nada más lógico que aquella frase. No se
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Si me juzgáis convicto por haber propagado el
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y yo no lo niego, entonces ahorcadme por decir la verdad...
puede legislar sin herir los intereses de algunos; necesariamente la ley ha de favorecer unos intereses y perjudicar a otros. Si, pues, nada se puede conseguir por medio de la legislación y centenares de hombres reciben un sueldo anual por hacer las leyes, es lógico y natural que la gran mayoría, que no recibe ningún favor de la ley, prescinda de ella, así como ésta prescinde de dicha mayoría. No es, por tanto, una frase terrible la pronunciada por mí. Si no hubiese estallado la bomba de Haymarket, no se le ocurriría a nadie seguramente que aquella frase fuese terrorífica ni mucho menos. Además no había necesidad de provocar ningún conflicto la noche del 4, pues el mitin había sido pacífico y el lenguaje de los oradores no pudo ser en modo alguno incendiario. Por otra parte, la constitución no define ni determina cuál es el lenguaje revolucionario y cuál no, y por tanto, no puede condenar este o el otro. Pero si determinara, ¿nos hacéis tan tontos que no lo tuviéramos en cuenta?
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Interrumpido el discurso de Fielden por suspenderse la sesión, lo reanudó a las dos de la tarde, insistiendo en sus apreciaciones acerca de las leyes y analizando minuciosamente los sucesos de Mc. Cormicks, así como la propaganda revolucíonaria de todos los tiempos y de todas las ideas en conexión con la propaganda hecha por los anarquistas. Y concluyó con un elocuentísimo periodo cuyos párrafos principales son los siguientes:
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Si me juzgáis convicto por haber propagado el socialismo, y yo no lo niego, entonces ahorcadme por decir la verdad... ...Si queréis mi vida por invocar los principios del socialismo y de la anarquía, como yo entiendo y creo honradamente que los he invocado en favor de la humanidad, os la doy contento y creo que el precio es insignificante ante los resultados grandiosos de nuestro sacrificio... ...Yo amo a mis hermanos los trabajadores como a mi mismo. Yo odio la tiranía, la maldad y la injusticia. El siglo XIX comete el crimen de ahorcar a sus mejores amigos. No tardará en sonar la hora del arrepentimiento. Hoy el sol brilla para la humanidad; pero puesto que para nosotros no puede iluminar más dichosos días, me considero feliz al morir, sobre todo si mi muerte puede adelantar un sólo minuto la llegada del venturoso día en que aquél alumbre mejor para los trabajadores. Yo creo que llegará un tiempo en que sobre las ruinas de la corrupción se levantará la esplendorosa mañana del mundo emancipado, libre de todas las maldades, de todos los monstruosos anacronismos de nuestra época y de nuestras caducas instituciones. Del discurso de Fielden puede decirse que fue el análisis minucioso de la burda comedia preparada por los Bonfield, Grinnell y otros de su calaña.
me considero feliz al morir, sobre todo si mi muerte puede adelantar un sólo minuto la llegada del venturoso día en que aquél alumbre mejor para los trabajadores.
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“ ¡Éste es el momento más feliz de mi vida! ” Últimas palabras de Adolf Fisher antes de ser ejecutado en la horca
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ADOLF FISCHER
Era natural de Alemania y tenía treinta años cuando lo ahorcaron. A los diez años emigró con su familia a los Estados Unidos y aprendió el oficio de tipógrafo en Nashville (Tenesee). Desde muy joven profesó ideas socialistas. Adelantando en su educación sociológica, fue poco después editor y propietario del periódico Staats Zeitung, que se publicó en Little Rock (Arkansas). En 1881 vendió el
periódico y se trasladó a Chicago, en donde trabajó de impresor, fundando después un periódico defensor de las ideas más avanzadas en el campo socialista. Desde entonces su reconocida ilustración le llevó al desempeño de difíciles comisiones en el seno de la organización obrera. Fue condenado a muerte en la horca y ejecutado el 11 de noviembre de 1887.
Discurso
Si la muerte es la pena correlativa a nuestra ardiente pasión por la libertad de la especie humana, No hablaré mucho. Solamente tengo entonces, yo lo digo muy alto, disponed de mi vida. que protestar contra la pena de muerte que me imponéis, porque no he cometido crimen alguno. He sido tratado aquí como asesino y sólo se me ha probado que soy anarquista. Pues repito que protesto contra esa bárbara pena, porque no me habéis probado crimen alguno. Pero si yo he de ser ahorcado por profesar las ideas anarquistas, por mi amor a la libertad, a la igualdad y a la fraternidad, entonces no tengo nada que objetar. Si la muerte es la pena correlativa a nuestra ardiente pasión por la libertad de la especie humana, entonces, yo lo digo muy alto, disponed de mi vida. Aunque soy uno de los que prepararon el mitin de Haymarket, nada tengo que ver con el asunto de la bomba. Yo no niego que he concurrido a aquel mitin, pero aquel mitin... (Al llegar a este punto, el defensor, Mr. Salomón, le llama aparte y le aconseja que no continúe en aquel tono. Entonces Fischer, volviéndose la espalda, dice: Sois muy bondadoso, Mr. Salomón. Sé muy bien lo que digo. y continuó.)
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Ahora bien; el mitin de Haymarket no fue convocado para cometer ningún crimen; fue, por el contrario, convocado para protestar contra los atropellos y asesinatos de la policía en la factoría de Mc. Cormicks.
“¡Trabajadores, acudid armados!
El testigo Waller y otros han afirmado aquí que pocas horas después de aquellos sucesos habíamos tenido una reunión previa para tomar la iniciativa y convocar una manifestación popular. Waller presidió esta reunión y él mismo propuso la idea del mitin en Haymarket. También fue él quien me indicó para que me hiciera cargo de buscar oradores y redactar las circulares. Cumplí este encargo invitando a Spies a que hablara en el mitin y mandando imprimir 25,000 circulares. En el original aparecían las palabras ¡Trabajadores, acudid armados! Yo tenía mis motivos para escribirlas, porque no quería que, como en otras ocasiones, los trabajadores fueran ametrallados indefensos. Cuando Spies vio dicho original se negó a tomar parte en el mitin si no se suprimían aquellas palabras. Yo deferí a sus deseos y Spies habló en Haymarket. Esto es todo lo que tengo que ver en el asunto del mitin...
Yo tenía mis motivos para escribirlas, porque no quería que, como en otras ocasiones, los trabajadores fueran ametrallados indefensos.”
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Yo no he cometido en mi vida ningún crimen. Pero aquí hay un individuo que está en camino de llegar a ser un criminal y un asesino, y ese individuo es Mr. Grinnell, que ha comprado testigos falsos a fin de poder sentenciarnos a muerte. Yo lo denuncio aquí públicamente. Si creéis que con este bárbaro veredicto aniquiláis a los
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anarquistas y a la anarquía, estáis en un error, porque los anarquistas están dispuestos siempre a morir por sus principios, y éstos son inmortales... Este veredicto es un golpe de muerte dado a la libertad de imprenta, a la libertad de pensamiento, a la libertad de palabra, en este país. El pueblo tomará nota de ello. Es cuanto tengo que decir.
Este veredicto es un golpe de muerte dado a la libertad de imprenta, a la libertad de pensamiento, a la libertad de palabra, en este país. El pueblo tomará nota de ello.
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“Os desprecio; desprecio vuestro orden, vuestras leyes, vuestra fuerza, vuestra autoridad. ¡AHORCADME! ” Últimas palabras de Louis Lingg al ser sentenciado a ser ejecutado en la horca
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LOUIS LlNGG
Nació en Mannheim (Alemania), el 9 de septiembre de 1864. Su padre trabajaba en maderas de construcción y su madre era lavandera. LOuis recibió su educación en las escuelas públicas de su pueblo natal. Lingg aprendió el oficio de carpintero, y después del tradicional aprendizaje de tres años (en Alemania), viajó por el sur de aquella nación y luego por Suiza, trabajando dondequiera que se le presentaba ocasión. No tardó en enterarse de las doctrinas socialistas, que aceptó con entusiasmo. En 1885 llegó a América. No quería some-
terse al servicio militar en Alemania, y por eso no se consideró seguro en Suiza. En Chicago obtuvo trabajo en su oficio, y pronto ingresó en la asociación en que tanto distinguió por su actividad organizadora. Pudo con noble orgullo envanecerse de que la sociedad a que pertenecía saliera sin menoscabo de sus fuerzas del movimiento por las ocho horas en mayo de 1886. Fue condenado a pena de muerte en la horca pero prefirió sembrarse en la historia detonando una dinamita entre sus dientes, en su celda, el día antes de la ejecución.
Discurso Me concedéis, después de condenarme a muerte la libertad de pronunciar un último discurso. Acepto vuestra concesión, pero solamente para demostrar las injusticias, las calumnias y los atropellos de que se me ha hecho víctima. Me acusáis de asesino; ¿y qué prueba tenéis de ello? En primer lugar, traéis aquí a Seliger para que deponga en mi contra. Dice que me ha ayudado a fabricar bombas y yo he demostrado que las bombas que tenía las compré en la Avenida de Clybourne, Nº 58. Pero lo que no habéis probado aún con el testimonio de ese infame comprado por vosotros, es que esas bombas tuvieran alguna conexión con la de Haymarket.
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No; no es por un crimen por lo que nos condenáis a muerte; es por lo que aquí se ha dicho en todos los tonos, es por la Anarquía; y puesto que es por nuestros principios por lo que nos condenáis, yo grito sin temor:
Habéis traído aquí también a algunos espe¡Soy anarquista! cialistas químicos, y éstos han tenido que declarar que entre unas y otras bombas había diferencias tan esenciales como la de una pulgada larga en sus diámetros. Esa es la clase de pruebas que contra mí tenéis. No; no es por un crimen por lo que nos condenáis a muerte; es por lo que aquí se ha dicho en todos los tonos, es por la Anarquía; y puesto que es por nuestros principios por lo que nos condenáis, yo grito sin temor: ¡Soy anarquista! Me acusáis de despreciar la ley y el orden. ¿Y que significan la ley y el orden? Sus representantes son los policías, y entre éstos hay muchos ladrones. Aquí se sienta el Capitán Schaack. El me ha confesado que mi sombrero y mis libros habían desaparecido de su oficina, sustraídos por los policías. ¡He ahí vues-tros defensores del derecho de propiedad!
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Mientras yo declaro francamente que soy partidario de los procedimientos de fuerza para conquistar una vida mejor para mis compañeros y para mí, mientras afirmo que enfrente de la violencia brutal de la policía es necesario emplear la fuerza bruta, vosotros tratáis de ahorcar a siete hombres apelando a la falsedad y al perjurio, comprando testigos y fabricando, en fin, un proceso inicuo desde el principio hasta el fin.
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Yo repito que soy enemigo del orden actual, Grinnell ha y repito también que lo combatiré con todas mis fuerzas tenido el valor, aqui donde no puedo defenderme, de mientras aliente. llamarme cobarde. ¡Miserable! Un hombre que se ha aliado con un vil, con un bribón asalariado, para mandarme a la horca. ¡Este miserable, que por medio de las falsedades de otros miserables como él trata de asesinar a siete hombres, es quien me llama cobarde! Se me acusa del delito de conspiración. ¿Y cómo se prueba la acusación? Pues declarando sencillamente que la Asociación Internacional de Trabajadores tiene por objeto conspirar contra la ley y el orden. Yo pertenezco a esa Asociación, y de esto se me acusa probablemente. ¡Magnífico! ¡Nada hay difícil para el genio de un fiscal! Yo repito que soy enemigo del orden actual, y repito también que lo combatiré con todas mis fuerzas mientras aliente. Declaro otra vez franca y abiertamente que soy partidario de los medios de fuerza. He dicho al Capitán Schaack, y lo sostengo, que si vosotros empleáis contra nosotros vuestros fusiles y vuestros cañones, nosotros emplearemos contra vosotros la dinamita. Os reís probablemente, porque estáis pensando: Ya no arrojarás más bom bas. Pues permitidme que os asegure que muero feliz, porque estoy seguro de que los centenares de obreros a quienes he hablado recordarán mis palabras, y cuando hayamos sido ahorcados ellos harán estallar la bomba. En esta esperanza os digo: Os desprecio; desprecio vuestro orden, vuestras leyes, vuestra fuerza, Los Mártires vuestra autoridad. ¡AHORCADME! de Chicago
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“Yo os lo suplico. Dejadme participar de la suerte de mis compañeros. ¡Ahorcadme con ellos!” Últimas palabras de Oscar W. Neebe al ser sentenciado a 15 años de prisión y trabajos forzados
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OSCAR W. NEEBE
Nació en Filadelfia de padres alemanes. En la época en que Neebe fue arrestado, no vivía de un salario fijo; se dedicaba a trabajos particulares. Desde sus primeros años sintió latir su corazón a favor de los desheredados y fue siempre un excelente organizador de las secciones de oficios,
siendo propagandista acérrimo de las ideas socialistas. Fue condenado a 15 años de prisión y trabajos forzados. Siete años después fue liberado tras la declaración de inocencia de los ocho mártires por el gobernador de Illinois, John Peter Altgeld.
Aquella manifestación imponente recorrió las calles de la ciudad en son de protesta contra las injusticias sociales. Si esto es un crimen, Durante los últimos entonces reconozco que soy un delincuente. días he podido apren-
Discurso
der lo que es la ley, pues antes no lo sabía. Yo ignoraba que podía estar convicto de un crimen por conocer a Spies, Fielden y Parsons. He presidido un mitin en Turner Hall, al que vosotros fuísteis invitados para discutir el anarquismo y el socialismo. Yo estuve, sí, en aquella reunión, en la que no aparecieron los representantes del sistema capitalista actual para discutir con los obreros sus aspiraciones. Yo no lo niego. Tuve también en cierta ocasión el honor de dirigir una manifestación popular, y nunca he visto un número tan grande de hombres en correcta formación y con el más absoluto orden. Aquella manifestación imponente recorrió las calles de la ciudad en son de protesta contra las injusticias sociales. Si esto es un crimen, entonces reconozco que soy un delincuente. Siempre he supuesto que tenía derecho a expresar mis ideas como presidente de un mitin pacífico y como director de una manifestación. Sin embargo se me declara convicto de ese delito, de ese pretendido delito. En la mañana del 5 de mayo supe que habían sido detenidos Spies y Schwab y entonces fue también cuando tuve la primera noticia de la celebración del mitin de Haymarket durante la tarde
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anterior. Después “...me apena la idea de que no me ahorquéis, honorables jueces, porque es preferible la muerte que terminé mis rápida a la muerte lenta en que vivimos.” faenas fui a las oficinas
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del Arbeiter Zeitung, en donde encontré a la esposa de Parsons y la señorita Holmes. Cuando iba a hablar con la primera de dichas señoras, entró de pronto una manada de bandidos, llamados policías, en cuyos rostros se retrataba la ignorancia y la embriaguez, gente de peor calaña que los peores rufianes de las calles de Chicago. El Mayor Harrison iba con estos piratas y dijo: ¿Quién es el director de este periódico? Los chicos de la imprenta no sabían hablar inglés, y como conocía a Harrison me dirigí a él y le dije: ¿Qué pasa, Mr. Harrison? Necesito -me contestó- revisar el periódico por si contiene un artículo violento. Yo le prometí revisarlos y lo hice en compañía de Mr. Hand, a quien Harrison fue a buscar. Harrison volvió a los pocos minutos y vi bajar la escalera a todos los tipógrafos; otra pandilla de rufianes policiacos entró a tiempo que la esposa de Parsons y la señorita Holmes se hallaban escribiendo. Uno que yo tenía por caballero oficial dijo: ¿Qué hacéis aquí? Y la señorita Holmes respondió: Estoy escribiendo a mi hermano, que es editor de un periódico obrero. Al oír esto aquel oficial, la agarró fuertemente por un brazo, y ante las protestas de aquella señorita, grito: ¡Concluye, zorra, o te arrojo al suelo! Re p i t o aquí estas palabras para que conozcáis el lenguaje de un noble oficial de Chicago. Es uno de los vuestros. Insultáis a las mujeres porque no tenéis valor para insultar a los hombres. Lucy Parsons obtuvo igual tratamiento, a la vez que le aseguraban que no se publicaría más el periódico y que arrojarían por la ventana todo el material de la imprenta. Cuando oí esto, cuando vi que se pretendía destruir lo que era propiedad de los obreros de Chicago,
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exclamé: Mientras pueda haré que el periódico se publique. Y volví a publicar el periódico; cuando se nos echaron encima los policíacos bandidos y todas las imprentas se negaron a imprimirlo, reunimos fondos y adquirimos imprenta propia, mejor dicho, dos imprentas, se multiplicaron los suscriptores, y en fin, los trabajadores de Chicago cuentan hoy con todo lo necesario para la propaganda. ¡He ahí mi delito! Otro delito que tengo, y es haber contribuido a organizar varias asociaciones de oficios, poner de mi parte todo lo que pude para obtener sucesivas reducciones en la jornada de trabajo y propagar las ideas socialistas. Desde el año 1865 he trabajado siempre en este sentido. El 9 de mayo, al volver a mi casa, me dijo mi esposa que habían venido veinticinco policías y que al registrar la casa habían hallado un revólver. Yo no creo que sólo los anarquistas y socialistas tengan armas en sus casas. Hallaron también una bandera roja, de un pie cuadrado, con la que jugaba frecuentemente mi hijo. Se registraron del mismo modo centenares de casas, de las que desaparecieron bastantes relojes y no poco dinero. ¿Sabéis quienes eran los ladrones? Vos lo sabéis, Capitán Schaack. Vuestra compañía es una de las peores de la ciudad. Yo os lo digo frente a frente y muy alto, Capitán Schaack, sois vos uno de ellos. Sois un anarquista a la manera que vosotros lo entendéis. Todos, en este sentido, sois anarquistas. Habéis hallado en mi casa un revólver y una bandera roja. Habéis Los probado que organicé asociaciones obreras, que he trabajado por Mártires la reducción de horas de trabajo, que he hecho cuanto he podido de Chicago
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por volver a publicar el Arbeiter Zeitung: he ahí mis delitos. Pues bien; me apena la idea de que no me ahorquéis, honorables jueces, porque es preferible la muerte rápida a la muerte lenta en que vivimos. Tengo familia, tengo hijos y si saben que su padre ha muerto lo llorarán y recogerán su cuerpo para enterrarlo. Ellos podrán visitar su tumba, pero no podrán en caso contrario entrar en el presidio para besar a un condenado por un delito que no ha cometido. Esto es todo lo que tengo que decir. Yo os lo suplico. Dejadme participar de la suerte de mis compañeros. ¡Ahorcadme con ellos!
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“Hombres y mujeres de mi querida América...” Últimas palabras de Albert Parsons antes de ser ejecutado en la horca. La ejecución no le permitió terminar su frase.
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ALBERT R. PARSONS
Nació en Montgomery, Arkanzas (Estados Unidos) en 1848. Aprendió a imprimir en el periódico Galveston News, y cuando estalló la guerra se fugó de casa de su hermano e ingresó en un Cuerpo de Artillería del ejército confederado. Después de la guerra fue editor del periódico El Espectador, en Waco. Con gran disgusto de su hermano se hizo republicano, en cuyo partido figuró en primera fila. En Chicago trabajó algún tiempo en varias imprentas y se hizo un agitador temible entre las clases trabajadoras. Por sus méritos, fue nombrado maestro obrero del distrito 24 de los Caballeros del Trabajo y presidente de las asambleas de oficio, cargo que desempeñó tres años consecutivos. En 1879 fue nombrado candidato para la presi-
dencia de los Estados Unidos por el Partido Socialista, lo que renunció por no tener los 35 años que pide la Constitución. En 1883 contribuyó a formar el programa de la Asociación Internacional de los Trabajadores en el Congreso de Pittsburg. En 1884 fundó el periódico La Alarma, órgano del Grupo Americano. Desde esa época, sus continuos servicios a la organización y su actividad incansable, como asimismo su palabra fluída y convincente, hicieron de Alberto R. Parsons una de las más importantes figuras que descollaban entre la pléyade de trabajadores ilustrados que dirigen el movimiento obrero en Norteamérica. Fue condenado a muerte en la horca y ejecutado el 11 de noviembre de 1887.
Discurso La oración admirable de Parsons duró ocho horas, dos el día 8 y seis el día 9 de octubre de 1886. Como quiera que la sala se negó repetidas veces a conceder algún descanso al orador, faltóle a éste en ocasiones la memoria a causa de la postración física en que se hallaba. La sala dio también muestras de su impaciencia, contrariada por la firmeza y elocuencia razonadora de Parsons. Este, aún a costa de su salud, propúsose no dejar en pie ni una sola de las acusaciones del ministerio fiscal y de los testigos, y lo consiguió cumplidamente. Me preguntáis -comenzó diciendo- por qué razones no debe serme aplicada la pena de muerte, o lo que es lo mismo, ¿qué fundamentos hay para concederme una nueva prueba de mi inocencia? Yo os contesto y os digo que vuestro veredicto es el veredicto de la pasión, engendrado por la pasión, alimentado por la pasión y
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No podéis negar que vuestra sentencia realizado, en fin, es el resultado del odio de la prensa burguesa, por la pasión de de los monopolizadores del capital, la ciudad de Chicago. Por este de los explotadores del trabajo... motivo, yo reclamo la suspensión de la sentencia y una nueva prueba inmediata. Esta es tan sólo una de las muchas razones que para ello tengo. ¿Y qué es la pasión? Es la suspensión de la razón, de los elementos de discernimiento, de reflexión y de justicia necesarios para llegar al conocimiento de la verdad. No podéis negar que vuestra sentencia es el resultado del odio de la prensa burguesa, de los monopolizadores del capital, de los explotadores del trabajo... En los veinte años pasados, mi vida ha estado completamente identificada con el movimiento obrero en América, en el que tomé siempre una participación activa. Conozco, por tanto, este movimiento perfectamente, y cuanto de él diga en relación con este proceso no será más que la verdad, toda la verdad de los hechos. Hay en los Estados Unidos, según el censo de 1880. dieciseis millones doscientos mil jornaleros. Estos son los que por su industria crean toda la riqueza de este país...
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El jornalero es aquel que vive de un salario y no tiene otros medios de subsistencia que la venta de su trabajo hora por hora, día por día, año por año. Su trabajo es toda su propiedad; no posee más que su fuerza y sus manos. De aquellos diez millones de jornaleros sólo nueve millones son hombres; los demás son mujeres y niños. Si calculamos ahora que cada familia se compone de cinco personas, aquellos nueve
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Ellos de una parte y nosotros de otra. millones de obreros re- Vosotros os levantáis en medio representando la justicia. ¿Y qué justicia es la vuestra que lleva a la horca presentan a hombres que no se les ha probado ningún delito...? cuarenta y cinco millones de individuos de toda nuestra población. Pues bien; toda esta gente que es la que crea la riqueza, como ya he dicho, depende en absoluto de la clase adinerada, de los propietarios. Ahora bien, señores; yo como trabajador he expuesto los que creía justos clamores de la clase obrera, he defendido su derecho a la libertad y a disponer del trabajo y de los frutos del trabajo como le acomode. Me preguntáis por qué no debo ser ejecutado, y entiendo que esta pregunta implica también que deseáis saber por qué existe en este país una clase de gente que apela a vosotros para que no nos concedáis una nueva prueba. Yo creo que los representantes de los millonarios de Chicago organizados, que los representantes de la llamada Asociación de los ciudadanos de Chicago os reclama nuestra inmediata extinción por medio de una muerte ignominiosa. Ellos de una parte y nosotros de otra. Vosotros os levantáis en medio representando la justicia. ¿Y qué justicia es la vuestra que lleva a la horca a hombres que no se les ha probado ningún delito...? Este proceso se ha iniciado y se ha seguido contra nosotros; inspirado por los capitalistas, por los que creen que el pueblo no tiene más que un derecho y un deber, el de la obediencia. Ellos han dirigido el proceso hasta este momento, y como ha dicho muy bien Fielden, se nos ha acusado ostensiblemente de asesinos y se acaba por condenarnos como anarquistas...
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Evolución y revolución son sinónimos. La evolución es el periodo de incubación revolucionaria. El nacimiento es una revolución; ...Pues bien: yo soy anarquista. su proceso de desarrollo, la evolución. ¿Qué es el socialismo o la anarquía? Brevemente definido, es el derecho de los productores al uso libre e igual de los instrumentos de trabajo y el derecho al producto de su labor. Tal es el socialismo. La historia de la humanidad es progresiva; es, al mismo tiempo, evolucionista y revolucionaria. La línea divisoria entre la evolución y la revolución jamás ha podido ser determinada. Evolución y revolución son sinónimos. La evolución es el periodo de incubación revolucionaria. El nacimiento es una revolución; su proceso de desarrollo, la evolución.
Nosotros somos aquí los representantes de esa clase próxima a emanciparse, y no porque nos ahorquéis dejará de verificarse el inevitable progreso de la humanidad. Primitivamente la tierra y los demás medios de vida pertenecian en común a todos los hombres. Luego se produjo un cambio por medio de la violencia, del robo y de la guerra. Más tarde la sociedad se dividió en dos clases: amos y esclavos. Después vino el sistema feudal y la servidumbre. Con el descubrimiento de América se transformó la vida comercial de Europa, y a la abolición de la servidumbre siguió el sistema del salario. El proletariado nació en la Revolución francesa de 1789 y 1793. Entonces fue cuando por primera vez se proclamó en Europa la libertad civil y política. Los Mártires de Chicago
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Con una simple hojeada a la historia se ve que el siglo XVI fue el siglo de la lucha por la libertad religiosa y de conciencia, esto es, la libertad del pensamiento; que los siglos XVII y XVIII fueron el prólogo de la
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El capital es el privilegio de unos cuantos y no
gran Revolución puede existir sin una mayoría cuyo modo de vida francesa, que al proclamar la República consiste en vender su trabajo a los capitalistas. instituyó el derecho a la libertad política; y hoy, siguiendo las leyes eternas del proceso y de la lógica, la lucha es puramente económica e industrial y tiende a la supresión del proletariado, de la miseria, del hambre y de la ignorancia. Nosotros somos aquí los representantes de esa clase próxima a emanciparse, y no porque nos ahorquéis dejará de verificarse el inevitable progreso de la humanidad. ¿Qué es la cuestión social? No es un asunto de sentimiento, no es una cuestión religiosa, no es un problema político; es un hecho económico externo, un hecho evidente e innegable. Tiene, sí, sus aspectos emocionales religiosos y políticos; pero la cuestión es, en su totalidad, una cuestión de pan, de lo que diariamente necesitamos para vivir. Tiene sus bases científicas, y yo voy a exponeros, según los mejores autores, los fundamentos del socialismo. El capital, capital artificial es el sobrante acumulado del trabajo, es el producto del trabajo. La función del capital se reduce actualmente a apropiarse y confiscar para su uso exclusivo y su beneficio el sobrante del trabajo de los que crean toda la riqueza. El capital es el privilegio de unos cuantos y no puede existir sin una mayoría cuyo modo de vida consiste en vender su trabajo a los capitalistas. El sistema capitalista está amparado por la ley, y de hecho la ley y el capital son una misma cosa. ¿Y qué es el trabajo? El trabajo es un ejercicio por el cual se paga un precio llamado salario. El que lo ejecuta, el obrero, lo vende, para vivir, a los poseedores del capital. El trabajo es la expresión de la energía y del poder productor. Esta
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Sobre vuestro veredicto quedará el del pueblo americano energía y y el del mundo entero para demostraros vuestra injusticia este poder y las injusticias sociales que nos llevan al cadalso; han de venderse quedará el veredicto popular para decir que la guerra a otra persona,
social no ha terminado por tan poca cosa.
y en esa venta consiste el único medio de existencia para el obrero. Lo único que posee y que en realidad produce para sí es el jornal. Las sedas, los palacios, las joyas, son para otros. El sobrante de su trabajo no se le paga; pasa íntegro a los acaparadores del capital. ¡Ese es vuestro sistema capitalista!
Suspendida la sesión, tuvo Parsons que interrumpir su discurso. Lo reanudó a las diez de la mañana siguiente, haciendo un resumen de sus principales puntos de vista y examinando varios extremos del proceso. En su propia defensa dijo, entre otras cosas, lo siguiente:
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Yo no he violado ninguna ley de este país. Ni yo ni mis compañeros hemos abusado de los derechos de todo ciudadano de esta República. Nosotros hemos hecho uso del derecho constitucional a la propia defensa, nos hemos opuesto a que se arrebataran al pueblo americano aquellos derechos. Pero los que nos han procesado imaginan que nos han vencido porque se proponen ahorcar a siete hombres, siete hombres a quienes se quiere exterminar violando la ley, porque defienden sus inalienables derechos: porque apelan al derecho de la libre emisión del pensamiento y lo ejercitan, porque luchan en defensa propia. ¿Creéis, señores, que cuando nuestros cadáveres hayan sido arrojados al montón se habrá acabado todo? ¿Creéis que la guerra social se acabará estrangulándonos
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bárbaramente? ¡Ah no! Sobre vuestro veredicto quedará el del pueblo americano y el del mundo entero para demostraros vuestra injusticia y las injusticias sociales que nos llevan al cadalso; quedará el veredicto popular para decir que la guerra social no ha terminado por tan poca cosa. La policía está armada con los fusiles modernos de Winchester y las organizaciones obreras carecen por completo de medios de defensa. Un fusil de aquellos cuesta 18 duros, y nosotros no podemos comprarlos a tal precio. ¿Qué deben hacer los trabajadores? Una bomba de dinamita cuesta treinta céntimos y puede ser preparada por cualquiera. El fusil Winchester cuesta 18 duros. La diferencia es considerable. ¿Soy culpable por decir esto? ¿He de ser ahorcado por ello? ¿Qué es lo que yo he hecho? Buscad a los que han inventado esas cosas y ahorcadlos también. El General Sheridan ha dicho en el Congreso que la dinamita había sido un descubrimiento formidable que igualaba todas las fuerzas y que en las luchas que en lo futuro mantendrán las clases obreras podrán apelar a ella para hacer inútiles todos los ejércitos. Yo no he hecho más que citar sus palabras. ¿Y por esto se me acusa y se me condena? Se me ha llamado aqui dinamitero. ¿Por qué? El fusil ha sido un descubrimiento que ha democratizado al mundo, poniendo al pueblo en condiciones de luchar con los aristócratas y los poderosos. Hoy la dinamita realiza el mismo fenómeno porque implica la difusión del poder, porque hace a todos iguales. Los
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ejércitos y la policía no significan nada ante la dinamita. Nada pueden contra el pueblo. Así se disemina la fuerza y se establece el equilibrio. La fuerza es la ley del universo; la fuerza es la ley de la Naturaleza, y esta nueva fuerza descubierta hace a todos los hombres iguales, y por tanto libres...
(Muchas ilusiones se hacían entonces los propagandistas acerca del valor de este medio de lucha. No es sorprendente, porque las mismas gentes de orden, véase el General Sheridan, se lo daba también. La realidad echa por tierra tales ilusiones, y por si no fuera ello bastante, hace muy poco ha podido verse cómo los Estados, la fuerza organizada, apela a la melinita contra cualquier rebeldía que se le resista. No es necesario que saquemos la consecuencia.) Ya he probado cómo fui al mitin de Haymarket sin plan previo y solicitado a última hora por mis amigos. Ya sabéis que me acompañaron mi esposa, Miss Holmes, otras dos señoritas más y mis dos niños. Y ahora pregunto: ¿es posible que en tales circunstancias y en tales condiciones acudiese a un lugar donde se hubiese de desarrollar la trama de un complot para arrojar bombas de dinamita? Esto es increíble; está fuera de la naturaleza humana creer en la posibilidad de un hecho tan monstruoso... Parsons termina su discurso con la relación del noble rasgo que le Los Mártires llevó a compartir las penas impuestas a sus camaradas: de Chicago
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Cuando vi que se había fijado el día de la vista de este proceso, juzgándome inocente y sintiendo asimismo que mi deber era estar al lado de mis compañeros y subir con ellos, si era preciso, al cadalso; que mi deber era también defender los derechos de los trabajadores y la causa de la libertad y combatir la opresión, regresé sin vacilar a esta ciudad. ¿Cómo volví? Esto es interesante, pero me falta tiempo para explicarlo. Fui desde Wankesha a Milwaukee, tomé el tren de Saint-Paúl en la estación de este último punto, por la mañana, y llegué a Chicago a eso de las ocho y media. Me dirigí a casa de mi amiga Miss Ames, en la calle de Morgan. Hice venir a mi esposa y conversé con ella algún tiempo. Mandé aviso al Capitán Blanck que estaba aquí pronto a presentarme y constituirme preso. Me contestó que estaba dispuesto a recibirme. Vine y le encontré a la puerta de este edificio, subimos juntos y comparecí ante este tribunal. Si Parsons fue noble al presentarse espontáneamente a las autoridades de Chicago, nada hay comparable a sus últimas palabras: Sólo tengo que añadir: aún en este momento no tengo por qué arrepentirme.
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“...la mayoría del pueblo se rebelará contra la burguesía de hoy. La lucha, es inevitable.” Últimas palabras de Michael Schwab al ser sentenciado a cadena perpetua.
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MICHAEL SCHWAB
Michael Schwab,nació en Mannhein (Alemania), en 1853, recibiendo su primera educación en un convento. Trabajó algunos años de encuadernador en distintas ciudades de Alemania. Figuró en su país afiliado al Partido Socialista. Fue a los Estados Unidos en 1879 y colaboró más tarde con Spies en Arbeiter Zeitung. Era un correcto orador y su populari-
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dad entre el elemento alemán muy grande. Como organizador era digno émulo de sus compañeros de proceso. Fue condenado a cadena perpetua en prisión. Siete años después fue liberado tras la declaración de inocencia de los ocho mártires por el gobernador de Illinois, John Peter Altgeld.
Denominar justicia a los procedimientos seguidos en este proceso sería una burla. No se ha hecho justicia ni podría hacerse, porque cuando una clase está enfrente de otra es una hipocresía y una maldad suponerlo tan solo.
Hablaré poco, y seguramente no despegaría mis labios, si mi silencio no pudiera interpretarse como un cobarde asentimiento a la comedia que acaba de desarrollarse.
Denominar justicia a los procedimientos seguidos en este proceso sería una burla. No se ha hecho justicia ni podría hacerse, porque cuando una clase está enfrente de otra es una hipocresía y una maldad suponerlo tan solo. Decís que la anarquía está procesada, y la anarquía es una doctrina hostil a la fuerza bruta, opuesta al presente criminal sistema de producción y distribución de la riqueza. Me sentenciáis a muerte por escribir en la prensa y pronunciar discursos. El Ministero Público sabe tan bien como yo que mi supuesta conversación con Spies jamás existió. Sabe algo mejor que esto:
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“Anunciamos de palabra y por escrito una próxima revolución, sabe y conoce todas las un cambio en el sistema de producción de todos los países industriales del mundo; bellezas del trabajo del que prepar aquella cony ese cambio viene...” versación. Cuando comparecí ante el juez al principio de este proceso, dos o tres policías declararon que sin duda alguna me habían visto en Haymarket cuando Parsons terminaba su discurso. Entonces se trataba ya de atribuirme el delito de arrojar la bomba. Al menos en los primeros telegramas que se dirigieron a Europa se dijo que yo había arrojado varias bombas sobre la policía. Más tarde se comprendió la inutilidad de esta acusación y entonces fue Schmaubelt el “...Nosotros defendemos la anarquía y el comunismo, acusado...
y ¿por qué? Porque si nosotros calláramos hablarían hasta las piedras.” ...Habláis de una gigantesca conspiración. Un movimiento no es una conspira-ción, y nosotros todo lo hemos hecho a la luz del día. No hay secreto alguno en nuestra propaganda. Anunciamos de palabra y por escrito una próxima revolución, un cambio en el sistema de producción de todos los países industriales del mundo; y ese cambio viene, ese cambio no puede menos de llegar...
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...Nosotros defendemos la anarquía y el comunismo, y ¿por qué? Porque si nosotros calláramos hablarían hasta las piedras. Todos los días se cometen asesinatos, los niños son sacrificados inhumanamente, las mujeres perecen a fuerza de trabajar y los hombres mueren lentamente, consumidos por sus rudas faenas; y no he visto jamás que las leyes castiguen estos crímenes.
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“El socialismo, tal como nosotros lo entendemos,
...Como obrero significa que la tierra y las máquinas deben ser que soy, he propiedad común del pueblo. La producción debe vivido entre los ser regulada y organizada por asociaciones de míos; he dormi- productores que suplan a las demandas del consumo.” do en sus guardillas y en sus cuevas; he visto prostituirse la virtud a fuerza de privaciones y de miseria y morir de hambre hombres robustos por falta de trabajo. Pero esto lo había conocido en Europa y abrigaba la ilusión de que en la llamada tierra de la libertad no presenciaría estos tristes cuadros. Sin embargo he tenido ocasión de convencerme de lo contrario. En los grandes centros industriales de los Estados Unidos hay más miseria que en las naciones del viejo mundo. Miles de obreros viven en Chicago en habitaciones inmundas, sin ventilación ni espacio suficiente; dos y tres familias viven amontonadas en un solo cuarto y comen piltrafas de carne y algunos vegetales. Las enfermedades se ceban en los hombres, en las mujeres y en los niños, sobre todo en los infelices e inocentes niños. ¿Y no es esto horrible en una ciudad que se reputa civilizada? ...De ahí, pues, que haya aqui más socialistas nacionales que extranjeros, aunque la prensa capitalista afirme lo contrario con objeto de acusar a los últimos de traer la perturbación y el desorden. El socialismo, tal como nosotros lo entendemos, significa que la tierra y las máquinas deben ser propiedad común del pueblo. La producción debe ser regulada y organizada por asociaciones de productores que suplan a las demandas del consumo. Bajo tal sistema todos los seres humanos habrán de disponer de medios suficientes para realizar un trabajo útil, y es indudable que nadie dejará de trabajar. Cuatro horas de
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Hay quien dice que esto no es americano. Entonces será americano dejar al pueblo en la ignorancia, trabajo cada día serían será americano explotar y robar al pobre, suficientes para será americano fomentar la miseria y el crimen. producir todo lo necesario para una vida confortable, con arreglo a las estadísticas. Sobraría, pues, tiempo para dedicarse a las ciencias y al arte. Tal es lo que el socialismo se propone. Hay quien dice que esto no es americano. Entonces será americano dejar al pueblo en la ignorancia, será americano explotar y robar al pobre, será americano fomentar la miseria y el crimen. ¿Qué han hecho los grandes partidos políticos por el pueblo? Prometer mucho y no hacer nada, excepto corromperlo comprando votos en los días de elección. Es natural, después de todo, que en un país donde la mujer tiene que vender su honor para vivir, el hombre venda el voto. ¿Qué es la anarquía? Un estado social en el que todos los seres humanos obran bien por la sencilla razón de que es el bien y rechazan el mal porque es el mal. En una sociedad tal no son necesarias ni las leyes ni los mandatos. La anarquía está muerta, ha dicho el Procurador General. La Anarquía hasta hoy sólo existe como doctrina, y Mr. Grinnell no tiene poder para matar a una doctrina cualquiera. La anarquía es hoy una aspiración, pero una aspiración que se realizará más o menos pronto, no sé cuando, pero que se realizará indudablemente.
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Es un error emplear la palabra anarquía como sinónimo de violencia, pues son cosas opuestas. En el presente estado social la violencia se emplea a cada momento, y por esto nosotros propagamos la violencia también, como un medio necesario de defensa.
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La anarquía es el orden sin gobierno. Nosotros los anarquistas decimos que el anarquismo será el desenvolvimiento y la plenitud de la cooperación universal (comunismo). Decimos que cuando la pobreza haya sido eliminada y la educación sea integral y de derecho común, la razón será soberana. Decimos que el crimen pertenecerá al pasado, y que las maldades de aquellos que se extravíen podrán ser evitadas de distinto modo al de nuestros días. La mayor parte de los crímenes son debidos al sistema imperante, que produce la ignorancia y la miseria. Nosotros los anarquistas creemos que se acercan los tiempos en que los explotados reclamarán sus derechos a los explotadores y creemos además que la mayoría del pueblo, con la ayuda de los rezagados de las ciudades y de las gentes sencillas del campo, se rebelarán contra la burguesía de hoy. La lucha, en nuestra opinión, es inevitable.
Nosotros los anarquistas decimos que el anarquismo será el desenvolvimiento y la plenitud de la cooperación universal (comunismo). Decimos que cuando la pobreza haya sido eliminada y la educación sea integral y de derecho común, la razón será soberana. Los Mártires de Chicago
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“La voz que vais a sofocar será más poderosa en lo futuro, que cuantas palabras pudiera yo decir ahora.” Últimas palabras de Michael Schwab antes de ser ejecutado en la horca.
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AUGUST SPIES
August Vicent Theodore Spies, nació en Laudeck, Hesse, en 1855. Fue a los Estados Unidos en 1872 y a Chicago en 1873, trabajando en su oficio de impresor. En 1875 se interesó mucho por las teorías socialistas; dos años más tarde ingresó en el Partido Socialista y fue redactor del periódico Arbeiter Zeitung en 1880; poco tiempo después sucedió a Paul Grottkan como director del periódico, cuyo cargo
desempeñó con gran actividad hasta el día que fue detenido. Desde aquella época (1880) se reconoció en él a uno de los más inteligentes propagandistas de las ideas revolucionarias. Era un ardiente orador, y con frecuencia se le invitaba a hablar en los mitines obreros de las principales ciudades de Illinois. Fue condenado a muerte en la horca y ejecutado el 11 de noviembre de 1887.
Mi defensa es vuestra acusación; Discurso mis pretendidos crímenes Al dirigirme a este tribunal lo hago como son vuestra historia. representante de una clase enfrente de los de otra clase enemiga, y empezaré con las mismas palabras que un personaje veneciano pronunció hace cinco siglos ante el Consejo de los Diez en ocasión semejante: Mi defensa es vuestra acusación; mis pretendidos crímenes son vuestra historia. Se me acusa de complicidad en un asesinato y se me condena, a pesar de no presentar el Ministerio Público prueba alguna de que yo conozca al que arrojó la bomba ni siquiera de que en tal asunto haya tenido intervención alguna. Sólo el testimonio del procurador del Estado y de Bonfield y las contradictorias declaraciones de Thomson y de Gilmer, testigos pagados por la policía, pueden hacerme pasar como criminal. Y si no existe un hecho que pruebe mi participación o mi responsabilidad en el asunto de la bomba, el veredicto y su ejecución no son más que un crimen maquiavélicamente combinado y fríamente ejecutado, como tantos otros que registra la
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Ante este tribunal, ante el público, yo acuso al Procurador del Estado y a Bonfield de conspiración infame para asesinarnos.
historia de las persecuciones políticas y religiosas. Se han cometido muchos crímenes jurídicos aún obrando de buena fe los representantes del Estado, creyendo realmente delincuentes a los sentenciados. En esta ocasión ni esa excusa existe. Por sí mismos los representantes del Estado han fabricado la mayor parte de los testimonios, y han elegido un jurado vicioso en su origen. Ante este tribunal, ante el público, yo acuso al Procurador del Estado y a Bonfield de conspiración infame para asesinarnos.
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Referiré un incidente que arrojará bastante luz sobre la cuestión. La tarde del mitin de Haymarket, encontré a eso de las ocho a un tal Legner. Este joven me acompañó, no dejándome hasta el momento que bajé de la tribuna, unos cuantos segundos antes de estallar la bomba. El sabe que no vi a Schwab aquella tarde. Sabe también que no tuve la conversación que me atribuye Thomson. Sabe que no bajé de la tribuna para encender la mecha de la bomba. ¿Por qué los honorables representantes del Estado, Grinnell y Bonfield, rechazan a este testigo que nada tiene de socialista? Porque probaría el perjurio de Thomson y la falsedad de Gilmer. El nombre de Legner estaba en la lista de los testigos presentados por el Ministerio Público. No fue, sin embargo, citado, y, la razón es obvia. Se le ofrecieron 500 duros porque abandonase la población, y rechazó indignado el ofrecimiento. Cuando yo preguntaba por Legner nadie sabía de él; ¡el honorable, el honorabilísimo Grinnell me contestaba que él mismo lo había buscado sin conseguir encontrarle! Tres semanas después supe que aquel joven había sido conducido por dos policías a Buffalo, Nueva York. ¡Juzgad quiénes son los asesinos!
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Grinnell ha apelado innecesariamente al patriotismo del jurado, y yo voy a contestarle con las palabras de un literato inglés: ¡EI patriotismo es el último refugio de los infames!
Si yo hubiera arrojado la bomba o hubiera sido causa de que se arrojara, o hubiera siquiera sabido algo de ello, no vacilaría en afirmarlo aquí. Cierto que murieron algunos hombres y fueron heridos otros más. ¡Pero así se salvó la vida a centenares de pacíficos ciudadanos! Por esa bomba, en lugar de centenares de viudas y de huérfanos, no hay hoy más que unas cuantas vidas y algunos huérfanos.
Más, decís, habéis publicado artículos sobre la fabricación de dinami ta. Y bien; todos los periódicos los han publicado, entre ellos los titulados Tribune y Times, de donde yo los trasladé, en algunas ocasiones, al Arbeiter Zeitung. ¿Por qué no traéis a la barra a los editores de aquellos periódicos? Me acusáis también de no ser ciudadano de este país. Resido aquí hace tanto tiempo como Grinnell, y soy tan buen ciudadano como él, cuando menos, aunque no quisiera ser comparado con tal personaje. Grinnell ha apelado innecesariamente al patriotismo del jurado, y yo voy a contestarle con las palabras de un literato inglés: ¡EI patriotismo es el último refugio de los infames! ¿Qué hemos dicho en nuestros discursos y en nuestros escritos? Hemos explicado al pueblo sus condiciones y relaciones sociales; le hemos hecho ver los fenómenos sociales y las circunstancias y leyes bajo las cuales se desenvuelven; por medio de la investigación cien-
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¡Es la anarquía la que se juzga!
Si así es, por vuestro honor, que me agrada: yo me sentencio porque soy anarquista.
tífica hemos probado hasta la saciedad que el sistema del salario es la causa de todas las iniquidades tan monstruosas que claman al cielo. Nosotros hemos dicho además que el sistema del salario, como forma específica del desenvolvimiento social, habría de dejar paso, por necesidad lógica, a formas más elevadas de civilización; que dicho sistema preparaba el camino y favorecía la fundación de un sistema cooperativo universal, que tal es el SOCIALISMO. Que tal o cual teoría, tal o cual diseño de mejoramiento futuro, no eran materia de elección, sino de necesidad histórica, y que para nosotros la tendencia del progreso era la del ANARQUISMO, esto es, la de una sociedad libre sin clases ni gobernantes, una sociedad de soberanos en la que la libertad y la igualdad económica de todos produciría un equilibrio estable como base y condición del orden natural.
¡Podéis, pues, sentenciarme, honorable juez, pero que al menos se sepa que en Illinois ocho hombres Grinnell ha fueron sentenciados a muerte por creer en un bienestar dicho repetidas futuro, por no perder la fe en el último triunfo de la veces que es la Libertad y de la Justicia! anarquía la que se trata de sojuzgar. Pues
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bien; la teoría anarquista pertenece a la filosofía especulativa. Nada se habló de la anarquía en el mitin de Haymarket. En este mitin sólo se trató de la reducción de horas de trabajo. Pero insistid: ¡Es la anarquía la que se juzga! Si así es, por vuestro honor, que me agrada: yo me sentencio porque soy anarquista. Yo creo, como Buckle, como Paine, como Jefferson, como Emerson y Spencer y muchos otros grandes pensadores del siglo, que el estado de castas y de clases, el estado donde unas clases viven a expensas del trabajo de
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otra clase -a lo el movimiento obrero, ese movimiento constante en que se agitan millones de hombres que viven en cual llamáis orden-, la miseria, los esclavos del salario; si esperáis yo creo, sí, que esta bárbara forma de la organización salvación y lo creéis, ¡ahorcadnos...! social, con sus robos y sus asesinatos legales, está próxima a desaparecer y dejará pronto paso a una sociedad libre, a la asociación voluntaria o hermandad universal, si lo preferís. ¡Podéis, pues, sentenciarme, honorable juez, pero que al menos se sepa que en Illinois ocho hombres fueron sentenciados a muerte por creer en un bienestar futuro, por no perder la fe en el último triunfo de la Libertad y de la Justicia! Nosotros hemos predicado el Aquí os halláis sobre un volcán, y allá empleo de la dinamita. y acullá y debajo y al lado y en todas partes Sí; nosotros hemos propagado lo que la fermenta la Revolución. historia enseña, que las clases gobernantes actuales no han de prestar más atención que su predecesoras a la poderosa voz de la razón, que aquéllas apelarán a la fuerza bruta para detener la rápida carrera del progreso. ¿Es o no verdad lo que hemos dicho? Grinnell ha repetido varias veces que está en un país adelantado. ¡El veredicto corrobora tal aserto! Este veredicto lanzado contra nosotros es el anatema de las clases ricas sobre sus expoliadas víctimas, el inmenso ejército de los asalariados. Pero si creéis que ahorcándonos podéis contener el movimiento obrero, ese movimiento constante en que se agitan millones de hombres que viven en la miseria, los esclavos del
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salario; si esperáis salvación y lo creéis, ¡ahorcadnos ...! Aquí os halláis sobre un volcán, y allá y acullá y debajo y al lado y en todas partes fermenta la Revolución. Es un fuego subterráneo que todo lo mina. Vosotros no podéis entender esto. No créis en las artes diabólicas como nuestros antecesores, pero creéis en las conspiraciones, creéis que todo esto es la obra de los conspiradores. Os asemejáis al niño que busca su imagen detrás del espejo. Lo que veis en nuestro movimiento, lo que os asusta, es el reflejo de vuestra maligna conciencia. ¿Queréis destruir a los agitadores? Pues aniquilad a los patronos que amasan sus fortunas con el trabajo de los obreros, acabad con los terratenientes que amontonan sus tesoros con las rentas que arrancan a los miserables y escuálidos labradores, suprimid las máquinas que revolucionan la industria y la agricultura, que multiplican la producción, arruinan al productor y enriquecen a las naciones; mientras el creador de todas esas cosas ande en medio, mientras el Estado prevalezca, el hambre será el suplicio social. Suprimid el ferrocarril, el telégrafo, el teléfono, la navegación y el vapor, suprimíos vosotros mismos, porque excitáis el espíritu revolucionario... ...¡Vosotros y sólo vosotros sois los conspiradores y los agitadores!
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Ya he expuesto mis ideas. Ellas constituyen una parte de mí mismo. No puedo prescindir de ellas, y aunque quisiera no podría. Y si pensáis que habréis de aniquilar estas ideas, que ganan más y más terreno cada día, mandándonos a la horca; si una vez más aplicáis la pena de muerte por atreverse a decir la verdad -y os desafiamos
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a que demostréis que hemos mentido alguna vez-, yo os digo: si la muerte es la pena que imponéis por proclamar la verdad, entonces estoy dispuesto a pagar tan costoso precio. ¡Ahorcadnos! La verdad crucificada en Sócrates, en Crísto, en Giordano Bruno, en Juan de Huss, en Galileo, vive todavía; éstos y otros muchos nos han precedido en el pasado. ¡Nosotros estamos prontos a seguirles!
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