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Š Voluntad trascendental y voluntad deliberativa. Juan Cruz Cruz Pamplona, 2019
ÍNDICE
PRÓLOGO: UNA TEORÍA DE LA ACCIÓN 1. Atención filosófica a la acción humana ............................................ 2. El sujeto de la acción humana ........................................................... 3. La acción deliberada como recurso metódico ................................... 4. Fin y gozo del fin ..............................................................................
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PRIMERA PARTE CONSTITUCIÓN DE LA VOLUNTAD TRASCENDENTAL
I: LA TENSIÓN VOLITIVA DE LA ACCIÓN 1. La voluntad humana como apetito .................................................... 2. Naturalidad de la voluntad trascendental .......................................... 3. La secuencia de actos humanos trascendidos .................................... 4. La acción humana estricta: autodominio y deliberación ................... 5. Razón práctica y deliberación ........................................................... 6. El ámbito del fin y el ámbito de los medios ...................................... 7. Acción deliberada y afectividad trascendental .................................. 8. De los fines a los medios en la acción humana ................................. 9. Sobre la esencia y génesis de la acción. ............................................
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II: CONFORMACIÓN INTELECTUAL DE LA VOLUNTAD 1. La moción de la inteligencia práctica sobre la voluntad ................... 2. La acción humana libre y su raíz intelectual ..................................... 3. Proporción ontológica de la voluntad a la inteligencia ..................... 4. Fenomenología de la intencionalidad sentimental ............................ 5. Traslación nominativa de los sentimientos a la esfera espiritual ......
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III: EL ACTO VOLUNTARIO 1. Lo voluntario: interioridad conativa y conocimiento ........................ 2. Lo voluntario y lo querido................................................................. 3. Dialéctica de la voluntad como potencia libre .................................. 4. Propiedad operativa de lo voluntario ............................................... 5. La moción de la voluntad sobre sí misma ......................................... 6. La moción de la voluntad por el apetito sensitivo ............................. 7. Moción de la voluntad por un principio extramundano .................... 8. La violencia sobrevenida al acto voluntario a) La violencia en actos elícitos e imperados ................................... b) Fenomenología del miedo ............................................................ IV: TELEOLOGÍA DE LA VOLUNTAD 1. Conexión interna entre el bien y el fin .............................................. 2. Querer el bien, querer el mal: voluntad y noluntad ........................... 3. Qué significa que el hombre obra por el fin a) Forma y condición del fin ............................................................ b) Objetos y fines: tensión finalizante en la acción humana ............ 4. Voluntad de fin y voluntad de medios .............................................. 5. Unidad del acto orientado del fin a los medios .................................
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V. LOS SURCOS DEL GOZO 1. Tensión y gozo en la voluntad humana ............................................. 2. Los planos semánticos del gozo ........................................................ 3. El deseo en el gozo............................................................................ 4. El gozo y el tiempo ........................................................................... 5. Lo subjetivo y lo objetivo en el gozo ................................................ 6. Gozo perfecto e imperfecto ............................................................... 7. El gozo en paraísos perdidos .............................................................
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VI. LA INTENCIÓN DE FINES Y LOS MEDIOS 1. La “intención” de un fin conseguible con medios............................. 2. La intención como acto de la voluntad.............................................. 3. Querer originario, intención y fruición ............................................. 4. La intención dirigida al fin último y al fin intermedio ...................... 5. La tensión simultánea hacia varias cosas .......................................... 6. Intención del fin y voluntad de medios en un mismo acto ................ 7. De la intención a la elección ............................................................. 8. El fin y los medios como objetos: paso a la voluntad deliberativa ...
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SEGUNDA PARTE DESPLIEGUE DE LA VOLUNTAD DELIBERATIVA
VII. EL CONSENTIMIENTO Y SU MEDIDA 1. El consejo que antecede al consentimiento ....................................... 2. La forma resolutoria del consejo ....................................................... 3. La esencia del consentimiento como acto de la voluntad ................. 4. Los medios como objeto del consentimiento ....................................
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VIII: RADICACIÓN Y OBJETO DE LA ELECCIÓN 1. El sujeto radical de la elección: la voluntad ...................................... 2. Inteligencia y voluntad en el acto de elección................................... 3. El objeto de la elección: los medios posibles .................................... 4. Querer lo imposible: la veleidad ....................................................... 5. Voluntad eficaz y voluntad ineficaz .................................................. 6. La figura antropológica del “como si” ..............................................
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IX: LA LIBERTAD EN LA ELECCIÓN 1. Lo necesario y lo libre ....................................................................... 2. El sentido de la necesidad en la voluntad libre ................................. 3. El apremio del único medio posible .................................................. 4. La elección entre dos bienes iguales ................................................. 5. La elección de lo peor ....................................................................... 6. La voluntad como motivo de elección de sí misma .......................... 7. El mejor de los mundos posibles y la libertad humana .....................
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X: LIBERTAD FORMAL Y LIBERTAD TRASCENDENTE 1. Niveles semánticos de la libertad ...................................................... 2. Necesidad en la libertad: el acto eminentemente libre ...................... 3. Acto formalmente libre y acto eminentemente libre ......................... 4. Polémica áureosecular sobre los niveles de la libertad ..................... 5. Problemas hermenéuticos.................................................................. 6. Conclusión ........................................................................................
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XI: PRESENCIA DE LA VOLUNTAD EN EL IMPERIO 1. La facultad que propiamente impera o manda .................................. 2. El imperio como juicio práctico ........................................................ 3. El modo del juicio imperativo ...........................................................
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4. El envite del imperio a la ejecución y a la objetualización ............... 5. Insistencia de voluntad e imperio en la ejecución ............................. 6. Los límites del voluntarismo. El imperio, la ley y el dominio .......... 7. Proponer e imperar ............................................................................ 8. Jerarquía y subordinación recíproca de facultades espirituales ......... 9. Participación mutua de inteligencia y voluntad ................................. 10. El imperio en la prudencia y en la ley ...............................................
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XII: ÍNDICE CATEGORIAL DE ACTOS IMPERABLES 1. Vínculo psicológico entre consejo, juicio, elección e imperio .......... 2. Identidad de imperio y acto imperado ............................................... 3. Extroversión y retroversión del imperio............................................ 4. Imperio sobre las facultades no espirituales ...................................... 5. Simpatía interfacultativa y concurso simultáneo .............................. 6. La acción inmanente de la voluntad y su dinámica transeúnte .........
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XIII: EL USO Y LA HISTORICIDAD HUMANA 1. El uso en la dinámica de la libertad .................................................. 2. Modos del uso en la voluntad deliberativa: elección, gozo, imperio 3. Niveles holísticos del uso .................................................................. 4. La historicidad de la acción humana ................................................. 5. Posibilidad, uso y hábito ...................................................................
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XIV: FENOMENOLOGÍA DE LA OMISIÓN 1. Negatividad de la omisión................................................................. 2. La estructura de la omisión ............................................................... 3. Ontología de la omisión .................................................................... 4. Psicología y ética de la omisión ........................................................ 5. El efecto psicológico y ético de la omisión ....................................... 6. Actos y omisiones .............................................................................
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EPÍLOGO: EL FLUJO IMPLICATIVO DE LA ACCIÓN HUMANA 1. Estructura interna de las acciones humanas ...................................... 2. Cofluxión de la secuencia vivencial ..................................................
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BIBLIOGRAFÍA A) Fuentes clásicas sobre la acción ..................................................... B) Fuentes selectas de los siglos XVI y XVII sobre la acción ............
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Índice
C) Teoría clásica de la acción humana ............................................... D) Teorías modernas de la acción........................................................
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Prólogo UNA TEORÍA DE LA ACCIÓN
1. Atención filosófica a la acción humana 1. Siempre hubo escritos filosóficos (como los aristotélicos de psicología, de ética y de política) que preguntaban sobre la esencia y las propiedades de las acciones humanas, así como por sus intenciones y fines. Bastaría recordar la distinción aristotélica entre acción como “póiesis” y acción como “praxis”; pero también la moderna distinción kantiana entre obrar “técnico ” y obrar “moral”; o la más contemporánea teoría de la “acción comunicativa” de Habermas1. Que yo sepa, no ha existido filósofo que no se haya ocupado de la acción humana, en su génesis y en su despliegue. Para un pensador medieval existen varios itinerarios semánticos del actuar humano. Por ejemplo, en el “hacer” (actio) que se contrapone al “padecer” (passio); en la “acción” que se contrapone a la “omisión”; en el “negocio” (necotium) que se contrapone al “ocio” (otium); en el “obrar” (operari) que se contrapone al “ser” (esse), etc. Y cada una de estas acepciones se aplica luego a las tareas sociales: a la educación (obra educativa, acción educativa), a la economía (acción empresarial), a la política (acción política), a la medicina, etc. En realidad, no muy lejos del antiguo interés por la acción están los debates actuales que enfocan la naturaleza de la acción humana, procurando describirla y explicarla. Tratan no sólo cuestiones de estructura, sino también de génesis o 1
Jürgen Habermas, Theorie des kommunikativen Handelns. [1: Handlungsrationalität und gesellschaftliche Rationalisierung, 2: Zur Kritik der funktionalistischen Vernunft], Frankfurt am Main. 1981. Entre los conceptos de acción aparecidos en la historia del pensamiento, Habermas destaca primeramente el de “acción teleológica”, acuñada por Aristóteles: el sujeto sería un actor solitario que realiza fines eligiendo los medios más congruentes y aplicándolos adecuadamente. Distinto es el concepto de “acción regulada” por normas: el sujeto sería un actor que pertenece a un grupo social y orienta su acción con los otros actores de su entorno hacia valores comunes. Habla también Habermas de la “acción dramatúrgica” por la que un sujeto expone ante su público una imagen de sí mismo, de su propia subjetividad. Por último, Habermas indica el concepto de “acción comunicativa”, referido a la interacción de varias personas en la forma de una relación interpersonal. A mi juicio, no parece que estos distintos conceptos de acción sean incompatibles entre sí, especialmente vistos desde la óptica aristotélica, donde la póiesis y la praxis se despliegan en ámbitos sociales, no en solitario, y dan a conocer para los demás las intenciones de cada uno.
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de etiología (causas o fundamentos de dichas acciones). Lo que en inglés se denomina “Action theory” y en alemán “Handlungstheorie” se ocupa de esos problemas relativos al obrar humano. Han surgido cuestiones planteadas no sólo acerca de las acciones intencionales, sino también sobre la forma lógica de las proposiciones de acción. Normalmente se buscan los actos primarios o fundamentales que permitan hallar un principio de orden en el conjunto de las distintas especies de acciones. Entre los puntos de inflexión de los debates modernos sobre ese tema deben contarse los autores que, bajo una orientación analítica del lenguaje, discuten problemas de nexos y estructuras, proposiciones y conceptos (Anscombe, Davidson, Searle, etc.)2. Otros estudios recientes sobre la acción humana atienden a la relación entre „mente y cerebro“, donde se contrastan los planteamientos de la psicología con las recientes descubrimientos sobre el funcionamiento del encéfalo. Muchos autores entran en esos problemas con una idea filosófica previa, a veces de corte evolucionista o naturalista, por lo que las discusiones se retrotraen a viejas disputas3. 2. Un interés especial despiertan las aportaciones de la fenomenología a la comprensión de la acción humana. Como corriente filosófica la fenomenología es tan amplia y diversa, que no es posible abarcarla en todas sus expresiones con una sola definición. Husserl la había concebido como un método especial de pensamiento que parte de la experiencia intuitiva o evidente. Su campo de atención es el mundo –físico, psicológico o social– en tanto que las cosas se ofrecen a nuestras vivencias. Un rasgo distintivo de esas vivencias es la “intencionalidad”. “Es la intencionalidad –dice Husserl– lo que caracteriza la conciencia en sentido fuerte y lo que autoriza al mismo tiempo a tratar todo el flujo de las vivencias como un flujo de conciencia y como la unidad de una concien2
Cfr.: L. Petit, L'action dans la philosophie analytique, París, 1991. –Georg Henrik von Wright, Norm and Action. London 1963. –Alvin I. Goldman: A Theory of Human Action. Englewood Cliffs 1970. –Donald Davidson, Essays on Actions and Events. Oxford 1980. – Jennifer Hornsby, Actions, London 1980. –Jonathan Bennett: Events and Their Names. Oxford 1988. –Anton Leist (ed.), Action in Context, Berlin und New York 2007. –S. Nannini, Cause e ragioni: modelli di spiegazione delle azioni umane nella filosofia analitica, Roma, 1992. –J.-M. Salanskis, Modèles et pensées de l'action, París, 2000. 3 Cfr.: L. Petit, Les neurosciences et la philosophie de l'action, París 1997. –Stanley Finger, Origins of Neuroscience: A History of Explorations into Brain Function, New York-Oxford, 3 2001. –A. R. Damasio, Descartes' Error: Emotion, Reason, and the Human Brain, New York, 1994. –H. Koriath, Kausalität, Bedingungstheorie und psychische Kausalität, Schwartz, 1988. – D. L. Robinson, Brain, Mind and Behaviour: A New Perspective on Human Nature, Dundalk, Ireland, 22009.
Prólogo: Una teoría de la acción
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cia”4. El principio de Husserl es que toda conciencia debe ser concebida como conciencia de una cosa. En el contenido inmediato de la conciencia no hay nada que se parezca a meros datos: de color, de sonido, de sentimiento, de voluntad, etc. “Pero sí hay una intencionalidad, en las formas usuales del mundo ambiente y del mismo lenguaje: «veo un árbol verdadero; escucho el murmullo de las hojas, percibo el perfume de las flores, etc.»; o bien, «me acuerdo de la época en que iba a la escuela, estoy preocupado por la enfermedad de mi amigo», etc. Sólo encontramos ahí, como hecho de conciencia, una conciencia de…”5. El filósofo despliega, desde este supuesto, una “actitud” inicialmente descriptiva, referida no sólo a los hechos en su mera manifestación, sino a la esencia o estructura que liga todos los componentes o notas de esos hechos. Esa actitud descriptiva permite encontrar conexiones de esencia y propiedades; e impide a la vez que se asignen inadecuadamente relaciones o cualidades a las cosas que son objeto de estudio. Incluso deja abierta la posibilidad de que el investigador se adentre en un proceder ontológico que busca fundamentos y consecuencias, principios y conclusiones. Desde este punto de vista, la fenomenología iniciada por Husserl, ha sido una práctica continuada en la filosofía contemporánea. Así la ejercieron sus discípulos, como Scheler, Heidegger, Reinach, Hartmann y Hildebrand. La clave ha estado en volver a las cosas mismas y no meramente a las teorías que sustentan unas hipótesis. Los problemas filosóficos han de contar con la experiencia intuitiva o evidente, donde las cosas se muestran de manera originaria. De ese modo se pudo superar el relativismo y el psicologismo que imperaban a finales del siglo XIX. Con el método fenomenológico es posible avistar también el punto más hondo de la acción humana, en la cual han visto Scheler y Hildebrand no sólo el campo de los motivos particulares, sino el ámbito más amplio de las intenciones fundamentales (que fueron llamadas Gesinnungen) del obrar humano. Estas Gesinnungen tienen sus formas equiparables a los momentos especiales, estudiados ya por Santo Tomás, del inicio volitivo –el querer originario, la intención y el gozo–, que recojo aquí bajo el nombre de “voluntad trascendental”. Es cierto que el método seguido por Santo Tomás no es el mismo que han utilizado los discípulos de Husserl. Pero es indudable que hay partes de los tratados tomasianos que dejan traslucir una actitud fenomenológica o descriptiva de esencias que se manifiestan a la conciencia. Por ejemplo, el Aquinate despliega en las cuestiones 6-17 de la Prima Secundae de la Suma Teológica un
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E. Husserl, Ideen I, § 84. E. Husserl, Die Krisis der europäischen Wissenschaften und die tanszendentale Phänomenologie, La Haye, Martinus Nijhoff, 1954, § 68. 5
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procedimiento que puede llamarse fenomenológico, pues la acción es mirada básicamente como objeto que es dado a la conciencia6. En el inicio de esas cuestiones tomasianas se advierte, de un lado, el enfoque de los actos mismos en su realidad psicológica; y, de otro lado, la consideración de esos mismos actos regulados por una norma, por una ley. La regulación se añade a la propia realidad de los actos que deben ser dirigidos y ordenados. La dimensión psicológica es considerada como un sustrato óntico necesario para la relación moral: de ahí que Santo Tomás analice primero, desde una perspectiva psicológica, los actos de la voluntad en cuanto que son voluntarios o en cuanto que proceden de la voluntad, e indica su diversidad y variedad; después, en siguientes cuestiones, considera la moralidad o regulación por la que esos actos son buenos o malos, esto es, se conforman o no a la norma o ley. El presente trabajo se centra fenomenológicamente en cuestiones psicológicas. La vida del hombre es, según Aristóteles, actuar con todas sus potencias; pero muy particularmente con aquellas que lo diferencian como especie, a saber, las intelectuales y las volitivas. Es la voluntad una facultad que, en ese aspecto diferencial, mueve a las demás –alentándolas o refrenándolas– para conseguir sus objetivos. Es claro que el acto humano por excelencia es el que nace en la misma voluntad o es impulsado por la voluntad. Por eso, el presente estudio sobre la acción humana, que en sentido aristotélico responde a la marcha misma del hombre para ser feliz, se centrará en el despliegue o flujo del acto voluntario.
2. El sujeto de la acción humana 1. El sujeto o protagonista de la acción ha sido interpretado por toda la tradición antigua y medieval como un centro dinámico, del que brotan las actividades y al que éstas refluyen una vez producidas, justo por cumplir el destino de tal sujeto. 6
En la cadena de autores antiguos que han escrito ampliamente sobre la teoría de la acción están no solamente los medievales (Tomás de Aquino, Juan Duns Scoto, Guillermo de Ockham), sino también los tardomedievales. Entre estos son imprescindibles –para apoyar la hermenéutica de este trabajo– los maestros que han interpretado fielmente, desde el siglo XV en adelante, las enseñanzas del Aquinate, entre los cuales se encuentran muchos españoles. Al tratar de la acción, dichos autores procuraban encontrar los enfoques posibles de la acción; por ejemplo, los de la filosofía teórica y los de la filosofía práctica; o más allá, entre los de la Metafísica y los de la Ética.
Prólogo: Una teoría de la acción
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En su quehacer cotidiano, normalmente el hombre va conformando sus acciones, privadas o públicas, a un fundamento que asegure la rectitud de su proceder. Eliminar la seguridad que presta ese fundamento, incluso suprimir el fundamento mismo, es la tarea filosófica que, bajo el nombre de “deconstrucción”, se ha ido imponiendo en varios círculos filosóficos, desde Heidegger: la “filosofía primera” construida de diversas maneras por el pensamiento clásico, desde Aristóteles a Hegel, pasando por Santo Tomás y Kant, se ha convertido en un estigma. Dicha “filosofía primera”, entendida como “metafísica”, procuraba fundamentar y justificar no sólo lo referente al orden especulativo, sino también lo concerniente al orden práctico de la acción. Es indudable que las teorías de la acción han recibido de esa filosofía primera sus esquemas generales de orientación, buscando respuestas fundadas. La “deconstrucción” ha dejado suspendido en el vacío el discurso de la acción, especialmente privado ya de los resortes genuinos que le prestaban categorías tales como “espíritu”, “sujeto” o “ser”. Resortes que pertenecen también con todo derecho a la categoría de sustancia. La acción misma, y no solamente su teoría, pierde el principio, su arkhé: se queda entonces sin razones, sin fundamento. El resultado de esa “deconstrucción” es la anarquía7, an-arkhía. Paradójicamente esa ola de anarquía filosófica sigue siendo un empeño “racional” por encontrar, sin las “viejas” causas, otros tensores que, perdida ya la solidez y firmeza de aquellos fundamentos, permitan siquiera débilmente mantener cierto equilibrio espiritual. El “pensamiento débil” es el resultado de esa anarquía. En verdad no se puede disociar el ser y la acción, de modo que hablar de “acción humana” es también inexcusablemente hablar de “ser humano”. Es más, las cuestiones que surgen de la acción humana tienen en la “sustancia humana” una explicación razonable. La pregunta que se hacía Kant acerca de “lo que yo puedo hacer” no cae en un desierto de fundamentos o causas, en una mera nostalgia de jerarquía, hier-arquía. El fin ontológico de las actividades es la sustancia, la cual se enriquece con ellas. En este sentido, el hombre va sobrepasando al hombre. Dicho de otro modo: en tanto que las actividades brotan de mi ser personal como de una sustancia, puedo decir «yo soy yo»; y en tanto que, una vez producidas, tales acciones no se pierden en el vacío, sino que refluyen en la sustancia (prescindamos de que me hagan bueno o malo), puedo decir «yo soy mío». Esta consideración responde a dos niveles de apropiación personal que serían ontológicamente imposibles sin la determinación sustancial. Al decir «yo
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Reiner Schürmann, Le principe d’anarchie: Heidegger et la question de l’agir, Seuil, París, 1982, pp. 11-15.
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soy yo» afirmo mi identidad en la dimensión ontológica de mi originalidad8. Y cuando digo «yo soy mío» afirmo mi identidad en la dimensión ontológica de mi mismidad. En el caso del hombre, no equivale originalidad a mismidad, aunque ambas dimensiones se deben a la realidad sustancial e idéntica de la persona: la primera obedece al carácter fontal u originante de la sustancia; la segunda, a la índole incluyente y receptora o final de la sustancia respecto de sus propias actividades. En su identidad sustancial como principio estable, pero nunca estático, el sujeto corrobora la originalidad y la mismidad de su ser personal9. 2. Pero originalidad y mismidad son del orden entitativo, aunque sean subrayadas atendiendo a las acciones que surgen del centro personal. Ambas dimensiones entitativas posibilitan, en el caso del ser inteligente y volente, la aparición de la personalidad, la cual es una categoría ontológica de segundo orden o nivel. Cabría figurar lo dicho bosquejando una imagen duplicada, que se proyectara de abajo arriba: en el orden entitativo se puede reservar el término persona para un primer nivel real; y personalidad10 para un segundo orden, también real. La categoría de personalidad puede definirse como aquella modulación de la persona que consolida en el tiempo y en la sociedad su propio orden operativo – el orden de la acción– en forma de hábitos y tradiciones, en la medida en que tiene conciencia del propio yo y libre disposición de sí: estamos ante un sujeto consciente de sí, estructurado en hábitos operativos (buenos o malos). Pero antes de ser consciente de sí, el sujeto tiene que estar ontológicamente constituido: la persona es personalidad en potencia, la cual ha de ser actualizada con actos personales; y la personalidad es la persona en acto, un sujeto que ya se está desplegando en actos personales11.
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A la calidad de «original» en las acciones puntuales o en las actitudes duraderas llamamos originalidad. Implica lo «original» la novedad, el fruto de la acción espontánea, oponiéndose no sólo a lo que es copia o imitación de otra cosa –subrayando así la idea de radicalidad y de nacimiento–, sino a lo común y general –por lo que destaca la idea de singularidad–. 9 Juan Cruz Cruz, El éxtasis de la intimidad, Rialp, Madrid, 1999, cap. 2, § 3. 10 Empleado por los modernos, el término «personalidad» es ya una categoría imprescindible en el acervo antropológico y merece ser situada en su justo sitio ontológico. Pero niego que la personalidad haya de ser tomada necesariamente como una “máscara”, como un fantasma de nosotros mismos. Es una realidad psicológica en la que pueden encontrarse tanto evidentes enmascaramientos y ocultaciones inconscientes como sinceras y lúcidas desvelaciones. 11 Aunque parezca ocioso recordarlo, aquí sólo se habla de la «persona física», no de la «persona moral». Esta última es en verdad impropiamente «persona», pues consiste en la unión intelectual y volitiva de las personas: así, la sociedad es una persona moral que, sólo por analogía con la persona física, puede llamarse sujeto de derechos.
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Una advertencia: la índole necesaria e integrativa de la personalidad no se identifica con la persona misma. Aunque, de un lado, no hay persona «realizada» sin personalidad; y de otro lado, la personalidad fluye fontalmente de la persona. Se nace persona, pero la personalidad, interioridad relacionada, se forma o fragua en el curso de la vida personal –el hombre comienza a descubrir su personalidad en una etapa de su vida–, y podemos contribuir a formarla en otro: es más, ella no se profundiza ni amplía sin el contacto con el otro. Una personalidad fuerte tiene capacidad de compartir y de relacionarse creativamente. El presente libro estudia las primeras modulaciones de la actividad que posibilitan y hacen la personalidad. Pero hay otras modulaciones estructurales que son las propias de actividades que se remansan en hábitos, costumbres y tradiciones: cuyo estudio, por su complejidad y extensión, ha de quedar aparcado aquí.
3. La acción deliberada como recurso metódico 1. Al estudiar la acción Santo Tomás sigue la tradición aristotélica; y tiene presente lo que el Estagirita enseña acerca de las acciones humanas: una “acción” no es una mera sacudida que se pierde flotando en el vacío del mundo circundante, ni ha de ser mirada sólo desde su proyección externa, sino sobre todo desde su originación interior: la acción es la “comunicación del acto” propio del sujeto. Y esa comunicación responde a una facultad ya actualizada y fundada en el acto. A través de nuestras acciones nos comunicamos con el mundo y con los demás. La acción comienza con una iniciativa que no se puede confundir con la apertura de un proceso natural. En la acción humana el sujeto se halla al principio de una serie causal nueva y no necesaria. Estar al comienzo de esa acción era para los griegos un principiar (archein), a la vez comenzar y mandar: no sólo poner el movimiento, sino además acompañar el proceso iniciado. La acción tiene una carga de inmanencia que no se encuentra en ningún tipo de obras técnicas. Esa acción, por otro lado, no acontece en el aislamiento subjetivo, sino en el ámbito de la intersubjetividad: surge acuciada por instancias que vienen de varios lados. En el contexto intersubjetivo la acción humana es revelación, mediante un signo expresivo. En este caso la acción se asigna a sujetos que se relacionan mediante signos. No existe una acción muda. La acción humana tiene un carácter identitario. Cuando falta la revelación del agente en la acción se mecaniza el gesto inicial, convirtióndose en producto inerte.
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La acción, así entendida, se corresponde no sólo con el principiar, sino también con el gestionar (prattein, lo cual significa que no sólo se imprime un movimiento original, sino también se gestiona el proceso, mirando y atendiendo el fin de la acción. Esa acción puede ser irradiada por una sola facultad, pero al final intervienen muchas para administrarla. Ese es el sentido que, en la doctrina del Aquinate, tienen los varios actos imperados desde el interior y el uso que se hace finalmente de lo imperado. El “uso” ha sido mil veces banalizado o desatendido; sin embargo, es central en la gestión misma de la acción. Dígase lo mismo cuando el acto imperado recae sobre otros individuos que han de llevarlo a cabo. La “acción humana” en sentido estricto –la que no solamente brota del sujeto humano de cualquier manera, como el acto reflejo o el movimiento sincronizado de los párpados, sino la que lleva proyectivamente una carga interior de inteligencia y voluntad libre– tiene su expresión más propia en lo que se llamó acción deliberada, que fue estudiada por Aristóteles en sus escritos de psicología y de moral12. Luego, los maestros medievales y renacentistas pusieron su atención en los distintos nódulos psicológicos básicos incluidos en la citada acción13. Deliberar significa reflexionar, sopesar, considerar. Es primordialmente un acto de la inteligencia, pero empujado por la voluntad de obrar. Cuando uno delibera “quiere” pensar las cosas que puede hacer, con objeto de que una de ellas quede elegida luego14. En la deliberación se aquilatan los diversos motivos y los medios disponibles. No trata de especular teóricamente sobre las cosas hacederas, sino de pensarlas prácticamente para elegir una. La deliberación está
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Paul Siwek, La psychophysique humaine d’après Aristote, París, Alcan, 1930, cap. II; David Charles, Aristotle's Philosophy of Action, Ithacaz Cornell University Press, 1984; C. Natali, L’action efficace. Etudes sur la philosophie de l’action d’Aristote, Peeters, Louvain-la-Neuve, 2004; Alfred R. Mele, “Aristotle on Akrasia, Eudaimonia, and the Paychology of Action”, en Nancy Sherman (ed.): Aristotle’s Ethics. Critical Essays, Rowman & Littlefield Publishers, Inc., 1999, 183-204. 13 La palabra “deliberación” tiene su origen filológico el término latino “librare”, verbo que viene de “libra”, un peso de doce onzas y significa ponderar o examinar por separado varias cosas y compararlas entre sí. Eso implica investigación encaminada a lograr una respuesta a la cuestión que ha sido propuesta. Así pues, deliberar consiste en resolver algo meditadamente, considerando el pro y el contra de los motivos de una decisión, antes de adoptarla. Deliberar no es todavía “decidir” o elegir. Implica un acto de la inteligencia, llamado “consejo”, que es propio de una acción práctica; pero implica también como desenlace un acto de voluntad, llamado “consentimiento”, previo a la elección estrictamente dicha. 14 “Oportet, quod deliberans consilietur de duobus, quorum utrumque potest facere, ut alterum eorum eligat in futuro” (Mal q. 16, a. 4, ad 7).
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indisolublemente unida a la acción práctica, sea cual fuere el “modo” de enfocarla, intuitiva o discursivamente. Su núcleo racional es el “consejo”15. Aristóteles enseñaba que la deliberación encierra un juicio circunspecto que antecede a la elección. Ese juicio no encierra una opinión banal, sino una investigación racional sobre lo que hay que hacer, sobre las acciones que han de emprenderse. Pero no es una inquisición sobre verdades especulativas o certezas teóricas que deben ser descubiertas. Las cosas que se investigan pertenecen al orden práctico: no son los universales teóricos, sino los elementos singulares y contingentes, los medios apropiados para la acción. Y el consejo manifiesta que la deliberación es a la vez solitaria por su origen y habitada en su despliegue. Es una mediación que se despliega en el intervalo que existe entre una inicial y amplia prolusión intencional y un uso gozoso de lo pretendido, mediando también una decisión concreta y ejecutiva. Es, por tanto, un lapso de gestión, más o menos prolongado, del acto voluntario que se perfecciona sucesivamente hasta llegar a una ejecución satisfactoria. 2. Tomás de Aquino llama “acciones humanas” aquellas que proceden de la voluntad deliberativa. Son acciones que él distingue de las llamadas acciones del hombre. Así lo había dicho en un famoso texto: “De entre las acciones que el hombre realiza, sólo pueden considerarse estrictamente humanas aquellas que son propias del hombre en cuanto que es hombre. El hombre se diferencia de los seres irracionales en que es dueño o tiene dominio de sus actos. Por eso, sólo pueden llamarse propiamente humanas aquellas acciones de las que el hombre es dueño. Pero el hombre es dueño de sus actos mediante la razón y la voluntad; por lo que el libre albedrío es facultad de la voluntad y de la razón. Son, pues, acciones propiamente humanas las que proceden de una voluntad deliberativa. Las demás acciones que se atribuyen al hombre pueden llamarse del hombre, pero no propiamente humanas, pues no pertenecen al hombre en cuanto que es hombre. Ahora bien, todas las acciones que proceden de una facultad son causadas por ella conforme a su objeto. Como el objeto de la voluntad es el bien y el fin, es necesario que todas las acciones humanas sean por un fin16”. Este es un texto aparentemente claro. Pero encierra elementos que no están ahí suficientemente definidos. La distinción entre estrictas “acciones humanas” y “acciones del hombre” deja entrever claramente que muchas de estas últimas 15
“Consejo”, consilium, es la respuesta que se da a quien ha consultado. A su vez, consilium o consejo viene de consulendo o consulere, que significa consultar, tomar consejo, examinar, proponer; también velar y tener cuidado. El “consejo”, como respuesta que se da a quien ha consultado es en realidad una sentencia o juicio logrado por deliberación. Cfr. Marco Tulio Cicerón, Ad Atticum, lib. VIII, cap. 3. 16 STh I-II, q. 1, a. 1.
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no son acciones fortuitas o de menor rango; es más, algunas son “casi divinas”. Centralmente están las acciones de la voluntad deliberativa; por arriba las acciones de la voluntad trascendental. Hablaremos de esto en el capítulo primero. Por ahora baste destacar del texto tres puntos: primero, el término “razón”; segundo, el término “fin”; tercero, el término “dominio”. La “razón” es la inteligencia propia del hombre, un ser corpóreo-espiritual, que no es un espíritu puro y no puede intuir plenamente, por lo que tiene que estar sometido al discurso, o sea, a un proceso intelectual sucesivo, no intuitivo. El “fin” es siempre lo último que se consigue, pero es lo primero que está presente en la intención: es una causa motivadora, pero no propulsora. Ciertamente hay acciones propias del hombre que no convienen a otros seres y que, sin embargo, ni son “irracionales” ni tampoco “deliberadas”, como reír, admirarse, llorar, y semejantes, todas las cuales no son accesorias o accidentales, sino propiedades oriundas de la esencia humana. Efectivamente, poder reír –como decía Aristóteles– es una propiedad de lo humano y, sin embargo, reír no siempre procede de un esfuerzo deliberado. Asimismo, la acción del intelecto – que conoce los primeros principios especulativos y prácticos–, como acción trascendental, puramente aprehensiva o especulativa y necesaria, que antecede a toda voluntad y decisión humana, es propia del hombre en cuanto también es espiritual, o sea, es acción inmaterial e intelectiva17, una acción casi divina; y, sin embargo, el hombre no tiene el dominio de esa función, ni dicha operación proviene de una voluntad deliberativa. 3. Hay, por tanto, actos que la voluntad realiza desde el fondo de su propia naturaleza, de modo indeliberado: son actos espirituales que brotan como súbitas excitaciones de una voluntad que, como tal, se dirige a un fin que ella misma no ha puesto. Dicho de otro modo: hay algunas acciones propias del hombre que, sin embargo, no se inscriben en las que han sido definidas como estrictamente humanas y deliberadas. Ciertamente, para tender a las cosas bajo su carácter de bien, todo agente humano está naturalmente determinado hacia el bien en general. Esto no lo hace él mismo por propia industria y arbitrio, sino por su propia naturaleza. De aquí se puede entender además la distinción entre lo libre y lo deliberado. Santo Tomás explica que el primer acto de la voluntad –un acto trascen17
Como se ha dicho, desde Aristóteles se distinguieron dos funciones en la inteligencia humana: el intelecto (intellectus) y la razón (ratio). Por el primero se captan inmediatamente los primeros principios del conocer y del ser, con un movimiento instantáneo. Pero como la inteligencia humana no es intuitiva capta la relación de las conclusiones a los principios con un movimiento secuencial, llamado “razón”. Cfr. Juan Cruz Cruz, Intelecto y razón: las coordenadas del pensamiento según Santo Tomás, Eunsa, Pamplona, 2009, cap. I, § 4.
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dental– en el que el hombre se mueve, no se hace por un fin que el hombre previamente fija y determina por sí mismo; ese movimiento lo tiene ya de un modo natural. No obstante puede ser un movimiento libre e indiferente en cuanto al ejercicio (aunque no en cuanto a la especificación, ni puede ser así un acto deliberado) si se realiza con pleno juicio y advertencia. Efectivamente, puede juzgar sobre él y conocerlo, lo que basta para la formalidad del acto libre. Pero en aquel acto primero el agente no obra deliberadamente por un fin, el cual no es conseguido tras una reflexión. Por tanto, ese fin no es un efecto que resulta del esfuerzo que pongo en conseguirlo: es algo que me preexiste, un fin que comparece como un bien que he de conseguir y gozar.
3. Fin y gozo del fin 1. El fin esclarece y da sentido a todas las etapas del proceso deliberativo: atrae porque primariamente es amado, en el sentido inicial de que es dado por bueno. La acción humana está movida por el amor del bien; y su consumación está en el gozo, en la posesión del bien amado. Pero esa posesión no es automática: hay que ganarla palmo a palmo, minuto a minuto. Ciertamente gozar es adherirse por amor a una cosa por sí misma: gozo o fruición tiene la misma raíz de fruto, pues del fruto viene la fruición, el gozo. Ahora bien, desde el punto de vista fenomenológico, la acción es antes psicológica que moral o política; y el combate que libra está asociado a la intención y al amor. Toda acción voluntaria está dinamizada por la perspectiva de un gozo que inicialmente es sólo comunión intencional. Luego para que haya un acto deliberado se requiere que la voluntad se mueva y determine partiendo de un acto original ya presupuesto o de un principio antecedente. Se parte de un acto de orden trascendental. El agente humano obra entonces libremente a causa del fin: su acto es libre y la voluntad es movida a un fin previamente fijado naturalmente. Ya Aristóteles advirtió que “no todo lo voluntario es un posible objeto de elección, sino sólo el que es precedido por una deliberación acompañada de razón”18. 2. La deliberación (boúleusis) no concierne al fin, sino a la búsqueda de los medios que pueden llevarnos al fin, y así se determina racionalmente el objeto de la elección: este es un modelo lejano de lo que hoy se llama rational choice, elección racional, secundada por las llamadas “prácticas de decisión”. Ahora 18
Aristóteles, Eth 112 a 14.
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bien, los criterios que Aristóteles aplica a la deliberación individual no son parejos a los que hoy se utilizan para las decisiones intersubjetivas, expuestas a efusiones de irracionalidad colectiva, como las referentes a reglas de la mayoría simple. Por ejemplo, la Teoría matemática de juegos explica que en la búsqueda metódica del éxito –estratégico, empresarial o político– tienen importancia no sólo nuestras propias decisiones, sino las de los demás. Tales decisiones no solamente están basadas en los posibles beneficios inmediatos que podamos obtener, sino en las estrategias que se pueden establecer previendo variables en una determinada decisión19. Lo que en este trabajo se enfoca y desarrolla es la deliberación individual que implica una proyección intersubjetiva o social, tal como Aristóteles y Tomás de Aquino la entendieron. * Incluyo, como principales fuentes de este libro las obras de Santo Tomás. Asimismo, y en lo referente a los autores que las han glosado, cito algunos que ofrecen interpretación rigurosa y fundamental de su tratado De los actos humanos: Koellin, Medina, Martínez, Poinsot, Zumel, Araujo, Malder y otros incluidos en la Bibliografía, atentos seguidores de Santo Tomás. Resulta imposible –y quizás innecesario– repasar las muchas decenas de obras editadas sobre este tema desde el siglo XVI en adelante, disponibles ya en Internet. Tengo una deuda recurrente con Bartolomé de Medina, Conrado Koellin, Gregorio Martínez y, muy especialmente, con Juan Poinsot (Juan de Santo Tomás), un maestro profundo y claro, cuyas observaciones y comentarios me han guiado para reconstruir las claves de la actividad voluntaria, aunque sea yo el responsable del enfoque general fenomenológico, ontológico y aún terminológico.
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A. M. Petroni / R. Viale (ed.), Individuale e collettivo. Decisione e Razionalitá, Milano, 1997; P. K. Moser (ed.), Rationality in Action. Contemporary Approaches, Cambridge, 1990. La influencia de la teoría de los juegos en las ciencias sociales fue explicada por John von Neumann en su libro Theory of Games and Economic Behavior, Princeton University Press, 1944.
PRIMERA PARTE CONSTITUCIÓN DE LA VOLUNTAD TRASCENDENTAL
Capítulo I LA TENSIÓN VOLITIVA DE LA ACCIÓN
1. La voluntad humana como apetito 1. Cuando hablamos del hombre, nos referimos a un ser que, a pesar de sus sobresalientes cualidades, lleva el signo de la indigencia en casi todas sus manifestaciones. Ocurre lo mismo en todos los seres vivos del mundo, cada uno en su escala. De la indigencia brota en el ser vivo el apetito, la gana de lo que no se tiene, llamada órexis por los griegos. La palabra “apetito” tiene por ello una significación muy amplia: es la inclinación del necesitado a lo que le falta1. A un ser vivo se le despierta o excita el apetito en la medida que es perfeccionable. Esta acepción es muy general y equivale a «impulso de satisfacer alguna necesidad»: abarca fenómenos que van desde la vida vegetativa –como el hambre–, hasta la vida espiritual –como la curiosidad–. Cuando en un sentido general Santo Tomás –siguiendo a Aristóteles– habla de “apetito” se está refiriendo a este vasto significado. Vasto, porque esa “indigencia” es cierta “insuficiencia” en unos planos psicológicos, pero en otros planos, como en el de la voluntad, es en buena medida “necesidad de comunicar” la propia plenitud potencial o actual. Toda realidad posee una aptitud hacia su forma o perfección natural, de modo que, si la tiene en plenitud, descansa o reposa en ella; y si no la tiene así, tiende a ella2. La tendencia correspondiente se llamó apetito. El Aquinate tiene como cosa evidente esta proposición: “el apetito sigue a la forma”3. Conforme a esa pauta, Santo Tomás indicó, a su vez, que el apetito se sigue de un previo conocimiento, del cual toma su dirección4. La división del apetito 1
“Appetitus autem omnis est propter indigentiam, quia est non habiti” (In I Phys. 15 e). “Appetitus nihil aliud est, quam inclinatio appetentis in aliquid” (STh I-II, q. 8, a. 1). 2 J. Poinsot, Cursus Philosophicus, III, q. 12 , a. 1. 3 STh I, q. 19, a. 1; q. 80, a. 1. 4 “Appetitus sequitur apprehensionem” (STh I, q. 79, a1 ad 2; Ver q. 25, a. 1). 3. La división de las facultades superiores en inteligencia y voluntad responde a la exigencia de resolver las actividades espirituales en unos principios operativos que entrañan dos notas esenciales: la ultimidad, pues deben ser últimos en su línea; y la irreductibilidad a otros principios. Si a pesar de ser últimos, unos pudieran ser reducidos a otros, no serían principios operativos distintos. El fundamento por el que se pueden distinguir las facultades está dado por el objeto formal al que las actividades humanas tienden. Toda potencia psíquica se especifica por su objeto, al que se
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acontece por el tipo de conocimiento que lo guía: el de los sentidos, por un lado, y el de la inteligencia, por otro lado. En el hombre habría, pues, dos especies de “apetito”: el sensitivo y el intelectivo. El apetito intelectivo –o voluntad– fue llamado órexis dianoetiké por Aristoteles5. La forma más «típica» del apetito intelectivo es el deliberado, llamado por Aristóteles bouleutiké órexis6, un apetito que se dirige a algo previamente conocido, el cual se contrapone al apetito que se dispara sin adecuado conocimiento. El acto mismo del apetito podía ser o elícito o imperado: un acto es “elícito”7 en tanto que inmediatamente surge de una facultad y se ordena al fin propio de ella8; y si el acto no tiene esa ordenación inmediata es que se realiza “imperativamente”, mandado por otro. A su vez, lo elícito y lo imperado se reparten el género de actos que proceden de la voluntad9: de un lado, el acto que inmediatamente es producido o realizado por ella; de otro lado, el acto que es mediatamente dirigido u ordenado por ella; también la voluntad puede actuar imperativamente sobre sí misma de manera originariamente reflexiva10. El apetito elícito existe no sólo en los seres racionales –que experimentan en sí mismos los actos de la tendencia natural–, sino también en los seres dotados solamente de sentidos, pues estos se mueven internamente y son incitados por
refiere de manera esencial e interna. Así, la “verdad” es el objeto de la inteligencia; y el “bien” lo es de la voluntad. 5 Eth VI, 2, 1139. b 5. 6 Eth III, 5, 1113, a. 11 / VI. 1, 1139, a 23. 7 En latín “elicitus” es una forma del verbo “elicere”, que significa “sacar fuera”, “atraer”; y de ahí, investigar, hallar. Así Cicerón hablaba de elicere, en el sentido de “sacar de las cavernas”, investigar. Por tanto, “elicitus” es “lo sacado fuera”. Era un término muy usado en el lenguaje escolástico de los maestros medievales y tardomedievales, y se aplicó sobre todo al acto que surge inmediatamente de la voluntad, a diferencia del acto “imperado” que es ya mediato: las facultades, órganos y miembros del hombre pueden ser objeto y término de un acto elícito que, al ser cumplido por ellos, se llama imperado. En el castellano actual el término “elícito” se usa raramente, aunque muchos diccionarios, sin matizar, lo aplican a lo que es completamente voluntario. No es posible encontrar en castellano otro término que, al aplicarse a la voluntad, sea tan técnicamente exacto. Bajo una actitud “fenomenológica” carece de sentido arrinconar este término tan lleno de contenido psicológico. 8 “Actus aliquis elicitive ab illo habitu procedit, ad cuius finem immediate ordinatur” (In IV Sent dist. 15, q. 1, a. 1, 2 ad 1). 9 STh I-II, q. 1, a. 1 ad 2; q. 17, a. 4; q. 71, a. 6; In II Sent dist. 24, q. 1, a. 2 ad 3; dist. 25, q. 1, a. 3; In III Sent dist. 23, q. 1, a. 4, 2; dist. 34, q. 2, a. 3, 3. 10 STh I-II, q. 17, a. 5; In IV Sent dist. 38, q. 2, a. 2, 2;
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un objeto que perciben como conveniente y huyen de un objeto no conveniente11. En fin, habría también en el hombre –y en todos los seres– un apetito natural, implantado sin conocimiento del ser apetente, precisamente porque es puesto en este ser por una inteligencia creadora que ordena todas las cosas hacia sus propios fines12. De ahí también que se llame apetito natural a la inclinación que una cosa cualquiera tiene por propia naturaleza hacia lo que le es conveniente13. 2. El análisis de Santo Tomás destaca que las acciones procedentes del apetito atraen al hombre hacia un bien o le alejan de un mal. Esta simple descripción tiene el valor fenomenológico de ajustar el sentido de esas acciones a un orden intencional y psicológico. En primer lugar, la identificación de las clases de apetitos no puede ser más sencilla y clara, pues según a qué facultad cognoscitiva respondan habrá distintas clases de apetitos: a la inteligencia corresponde el apetito espiritual, llamado voluntad; a los sentidos corresponden los apetitos sensitivos, dirigidos sea a lo deleitable, sea a lo difícil o arduo. En el apetito sensitivo brotan los apetitos en forma de “pasiones”, las cuales se reflejan en movimientos corporales: la actividad vital de la pasión procedente del apetito sensitivo nace y se desarrolla en el cuerpo. Por tanto, la pasión es como una alteración que sufre el sujeto con una reacción corpórea: por este motivo, un ser incorpóreo no podría ser sujeto de pasiones. Por tanto, para aclarar los planos psicológicos y ontológicos del dinamismo humano, es obligado comparar detenidamente el orden del apetito sensible con el orden de la voluntad o apetito racional. Para el Aquinate, sólo el orden del apetito sensible tiene dos planos ontológicos diversos (apetito inmediato o concupiscible y apetito mediato o irascible); el orden de la voluntad, en cambio, está constituido por una estructura ontológica única y simple: no hay en ella planos, sino momentos: el de los fines y el de los medios. Ella es tanto voluntad de fines (poder de amar el fin), como voluntad de medios (potestad de decidir sobre los medios conducentes al fin)14. 11
“Appetitus dicitur rectus dupliciter, uno modo in se, secundum quod ea, quae in appetitu sunt, ordinata sunt…, alio modo dicitur appetitus rectus a rectitudine, quae est extra ipsum, et hoc est materialiter, inquantum scilicet tendit in aliquid rectum extra se faciendum, cuiusmodi est rectitudo, quae est in artificiatis” (In III Sent dist. 33, q. 2, a. 1, 3 ad 6; ib. dist. 23, q. 1, a. 4, 1). 12 “Quaedam vero appetitum naturalem habent absque cognitione, utpote inclinata ad suos fines ab alio superiore cognoscente” (STh I, q. 6, a. 1, ad 2). 13 “Appetitus naturalis est inclinatio cuiuslibet rei in aliquid ex natura sua, unde naturali appetitu quaelibet potentia desiderat sibi conveniens” (STh I, q. 78, a. 1, ad 3). 14 STh I, q. 82, a. 5.
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Esa unidad y simplicidad estructural de la voluntad resalta frente al apetito sensible, el cual no se orienta al aspecto “común” de bien, pues los sentidos no captan lo universal, sino el objeto bajo un aspecto particular y concreto de bien; por eso cabe distinguir en él entre el bien tomado como positivo o absoluto, y el bien tomado como arduo o difícil. De modo que según sean los diversos aspectos particulares de bienes, así se diversifican las partes del apetito sensible: el inmediato se orienta al aspecto propio de bien en cuanto es deleitable sensorialmente y conveniente naturalmente; el apetito mediato se orienta al aspecto del bien en cuanto es arduo o difícil de conseguir. Pero la voluntad se orienta al bien bajo el aspecto común o universal de bien: por eso no se diversifica interiormente, no admite en su seno una doble distinción de tendencias, las inmediatas y las mediatas: se fija en el bien prescindiendo tanto de la donación inmediata del bien como de su aparición dificultosa o mediata. Aunque este punto será retomado en el capítulo siguiente, cabe ahora subrayar que la voluntad no tiene por objeto un bien particular, ni el bien mismo del sujeto, sino la índole misma de bien, de suerte que no está dirigida a un bien determinado, como el apetito sensible o el apetito de lo seres carentes de conocimiento. “Afirmar lo contrario es arruinar la espiritualidad de la voluntad”15. No hay una división en la voluntad –tampoco en la inteligencia–, porque una potencia que tiene por objeto el bien o el ser o la verdad no podría ser extraña a ningún bien ni a ningún ser. “La acción de la voluntad es el amor del bien bajo la luz de la verdad. Hacia ese acto está inclinada por naturaleza nuestra voluntad”16. 3. Santo Tomás explica en varios lugares por qué en la voluntad se unen aquellos dos aspectos del bien, lo deleitable y lo arduo, sin exigir dos facultades: porque así como la inteligencia se ordena a la verdad universal, la voluntad se refiere al bien universal. Luego de la misma manera que una sola inteligencia es equivalente, por su poder especial, a todos los sentidos, así la voluntad equivale a todos los apetitos17. 15
Louis-B. Geiger, Le problème de l'amour chez Saint Thomas d'Aquin, París, 1952, p. 95. Louis-B. Geiger, op. cit., pp. 95-96. Dice Santo Tomás: “La voluntad, aunque se dirija a las cosas singulares que están fuera del alma, se orienta a ellas siguiendo una determinación universal (secundum aliquam rationem universalem), como el querer algo porque es bueno”. STh I, q. 80, a. 2, ad 2. 17 “La facultad que está ordenada a una consideración universal de su objeto no se diversifica por las diferencias especiales contenidas dentro de su índole común […]. El apetito sensitivo no tiene por objeto el bien en sentido universal, porque tampoco el sentido conoce lo universal. Así, el apetito sensitivo se diversifica según las formalidades de los bienes particulares. Pues el apetito 16
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Y, principalmente, porque la voluntad no está determinada a conseguir un solo bien concreto, pues mantiene siempre una cierta relación y referencia a otro bien, al que, comparativamente con aquel, puede tomar o abandonar. Por consiguiente, es preciso que esa facultad que se refiere a un bien, relacionándolo y comparándolo con otro, tenga eminencia sobre ambos y los comprenda y acoja bajo su esencia superior. Luego como el bien del apetito mediato y del apetito inmediato pueden ser deseados por la voluntad, relacionando y comparando uno con otro, es necesario que se refiera a los dos de un modo único y eminente. En cambio, el apetito sensitivo no se refiere a ellos de un solo modo, sino de manera diversa, ya que no los desea estableciendo una comparación relacional entre los dos, sino de un modo absoluto y determinado. –Ya se verán también estos puntos más adelante–. 4. Antes ha quedado dicho que no debe confundirse lo que se llama apetito innato con alguna de las formas de apetito sensitivo. En sentido estricto el apetito innato no es una facultad o potencia de apetecer, sino una disposición habitual de la misma forma natural a lo que le es conveniente. Por lo tanto, en él no existe un apetito de lo arduo, en cuanto que es arduo. Pues la disposición con la que un ser inanimado vence las dificultades y elimina las cosas contrarias, no es una facultad apetitiva, sino simplemente ejecutiva. Ciertamente vence las cosas contrarias, puesto que a eso mismo se ordena la ejecución. Pero, cuando el apetito es una facultad estricta y se refiere, por ejemplo, a la dificultad (arduitas) de vencer las cosas contrarias, no solo a modo de ejecución, sino también a modo de apetito, hay que distinguir el apetito de lo arduo y el apetito de lo deleitable, debido a la diversidad formal del bien bajo el aspecto de apetecible18. Una última observación, concerniente al papel que, en la distinción de los apetitos, tienen tanto el bien apetecible como la aprehensión de ese bien19. La aprehensión sólo es condición de que aparezca el fin y, por tanto, condición de que el bien sea deseado. Por tanto, la aprehensión es el modo en que la cosa apetecible ha de revestirse para que haya una aplicación del apetito20. concupiscible [inmediato] mira la índole propia de bien en cuanto deleitable al sentido y conveniente a la naturaleza, mientras que el irascible [mediato] mira la índole de bien en cuanto que repele y combate lo perjudicial. Pero la voluntad mira el bien bajo la índole universal de bien. Así, en ella, que es un apetito intelectivo, no hay diversidad de potencias apetitivas, ni existe en él una potencia irascible y otra concupiscible” (STh I, q. 82, a. 5; Ver q. 22, a. 4). 18 J. Poinsot, Cursus Philosophicus, III, q. 12, a. 1. Aparecen problemas cuando los maestros tardomedievales pretenden insertar ambos apetitos en la fisiología concreta del organismo humano, un aspecto absolutamente desconocido para ellos. La fisiología científica actual puede dar mucha luz sobre el planteamiento descriptivo que ellos hacían. 19 Ver q. 25, a. 1, ad 6; q. 22, a. 4 ad 1; STh I-II, q. 30, a. 3 ad 2. 20 J. Poinsot, Cursus Philosophicus, III, q. 12, a. 1.
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2. Naturalidad de la voluntad trascendental 1. De la voluntad salen varias direcciones originales hacia su objeto: existe una dirección de fines y una dirección medios; y en parte por ese motivo los medievales distinguieron la voluntas ut natura y la voluntas ut ratio. Lo que aquí designo como voluntad trascendental responde nuclearmente a lo que fue llamado en el lenguaje medieval y renacentista voluntas ut natura, la cual no es un ciego apetito natural o una inclinación sin conocimiento, sino un apetito que aspira hacia su objeto bajo la irradiación de la inteligencia21. Conviene advertir que “trascendental” tiene al menos tres significados entre los autores tardomedievales. Por el primero, trascendental es lo que está fuera de toda categoría óntica, como Dios. Por el segundo, trascendental es el ser y sus propiedades inmediatas: el ser se predica de todo ente. Por el tercero, trascendental es lo que conviene a varias categorías, como el movimiento; o también lo que se halla en toda categoría, como la pluralidad, la diferencia, etc. Lo más frecuente es que los filósofos medievales y renacentistas aceptaran el segundo sentido, referido al ser en cuanto tal, pues en el orden metafísico el ser es un concepto primero, en el cual viene a resolverse todo otro concepto. En las reflexiones que siguen, el término “trascendental” se toma en el tercer sentido, que, para nuestro propósito, es decisivo en el análisis hermenéutico de la acción voluntaria. De ahí que en el lenguaje corriente –y debido a la relación entre el fundamento y lo fundamentado–, “trascendental” signifique lo que por su importancia o gravedad se comunica o extiende a otras cosas. Tal es el caso de la voluntad trascendental. 2. Ahora bien, existe al respecto un problema lingüístico cargado de los usos de la filosofía moderna y contemporánea. Recuérdese la utilización de transcendental, trascendente y categorial en el lenguaje del criticismo kantiano. Pero en 21
Las expresiones “voluntas ut natura” y “voluntas ut ratio” son tomadas por el Aquinate de una larga tradición basada en las enseñanzas de Nemesio de Emesa, Máximo el Confesor y Juan Damasceno. Cfr. E. Dobler, Nemesius von Emesa und die Psychologie des menschlichen Aktes bei Thomas von Aquin (STh I-II, qq. 6-17). Eine quellenanalytische Studie, Werthenstein, Luzern 1950; A. Gauthier, “Saint Maxime le Confesseur et la psychologie de l’acte humain”, en Recherches de Théologie Ancienne et Médiévale, 21 (1954) 51-100; O. Lottin, “La psychologie de l’acte humain chez saint Jean Damascène et les théologiens du XIIIe siècle occidental”, en Psychologie et morale aux XIIe et XIIIe siécles, I: Problèmes de Psychologie, Gembloux, 1957, 391-424; Genesi et struttura dell’atto libero in S. Tommaso, Giannini ed. Napoli, 1980; Tomás Alvira, Naturaleza y libertad. Estudio de los conceptos tomistas de ‘voluntas ut natura’ y ‘voluntas ut ratio’, Eunsa, Pamplona, 1985; Gabriel A. J. A. Riedel, Freedom in St. Thomas Aquinas: Voluntas ut natura et Voluntas ut ratio, Catholic University of America, 1992.
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nuestro caso, lo trascendental se aviene a un uso hermenéutico realista para cubrir el campo semántico de “fundamental” y “prioritario”; mientras que lo demás de la acción humana es el ámbito de lo “fundado” o “acogido”. Esa terminología responde en realidad a la común experiencia humana. Continuamente nos hallamos dominados, de manera irresistible y necesaria, por el deseo y amor de la felicidad, del bien universal. Este amor del bien universal nos domina hasta tal punto que sólo podemos apetecer y desear lo que para nosotros es un medio de llegar a ese bien, lo que es una forma o participación de ese bien universal. Ciertamente nos sentimos libres para querer o no querer, amar o aborrecer los bienes particulares; pero a la vez sentimos y experimentamos que nos es imposible aborrecer la felicidad, o no querer el bien. Esta dialéctica vivida entre lo universal que apetecemos y lo particular que tenemos a nuestro alcance quedó reflejada en la distinción que los medievales hicieron entre voluntas ut natura y voluntas ut ratio: la voluntad como potencia natural, de un lado, y como potencia libre, de otro lado; la segunda, como especie, participa de la primera, como género. ¿De qué manera acontece esa participación? Santo Tomás la entiende como una forma de subordinación, en cuanto una cosa se ampara o incluye en otra22. Ahora bien, de tal manera están relacionadas la naturaleza y la voluntad entre sí que la voluntad es una especie de naturaleza, puesto que todo cuanto existe en el mundo es alguna naturaleza. De ahí que en la voluntad se encuentra no solo la índole propia de voluntad, sino también lo que corresponde a la índole propia de naturaleza: y toda naturaleza está ordenada a un bien que ella apetece por su propia esencia. Conforme a esto, existe en la voluntad un apetito y deseo natural dirigido a un bien que corresponde a su naturaleza; y además de esto, posee la facultad de apetecer algo según su determinación propia y libre y no por necesidad; lo cual le corresponde en cuanto es voluntad23. Originariamente el hombre desea un bien que sea fin, principio y fundamento de los medios que se ordenan al fin; pues las cosas que se apetecen para conseguir un fin sólo se apetecen por virtud de ese fin que se intenta alcanzar. Pues bien, lo que la voluntad apetece o quiere necesariamente, como determinada a ello por inclinación natural, es el último fin o sea la felicidad; pero con respecto a los demás bienes particulares,
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“En las cosas subordinadas entre sí por parte de su perfección es preciso que lo primero se incluya en lo segundo; de manera que en éste se halle no solo la perfección que le compete según su naturaleza propia, sino también la que le corresponde en cuanto contiene lo primero” (Ver q. 22, a. 5). 23 “Así como hay cierto orden entre la naturaleza y la voluntad, así también existe determinado orden entre las cosas que la voluntad apetece naturalmente como naturaleza, y las que apetece determinándose a sí misma como voluntad: y así como la naturaleza viene a ser el fundamento de la voluntad, así también el bien apetecido naturalmente es el principio y el fundamento de la volición de los otros bienes” (Ver q. 22, a. 5).
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“no se determina necesariamente por inclinación natural, sino por su propia disposición y como exenta de toda necesidad”24. Además, aunque la voluntad quiera el último fin por una inclinación natural, nunca sin embargo hay coacción en ella respecto de este acto. Una cosa es que la voluntad quiera por necesidad o inclinación natural y otra que se sienta coaccionada por ello. “La voluntad no quiere alguna cosa necesariamente con necesidad de coacción, pero sí quiere alguna cosa necesariamente con necesidad de inclinación natural”25. Esta enseñanza del Aquinate es una de las principales bases de su teoría de la acción humana. Primero, enseña que la actividad o fuerza de la voluntad no es libre con respecto a todas sus manifestaciones; pues los actos que se refieren al último fin en común, o sea la volición de la felicidad en sí misma, son actos que pone necesariamente y no por una determinación libre. Sin embargo, esta necesidad es sólo una necesidad de especificación, no de ejercicio, es decir: la voluntad se halla determinada natural y necesariamente a querer la felicidad, pues no puede huir de ella o aborrecerla, aunque por esto no deja de ser libre en un sentido absoluto, en cuanto tiene la facultad de no pensar en ella y por consiguiente suspender o abstenerse de ejercer actos respecto de ella26. Segundo, indica que la coacción repugna de tal manera a la voluntad, que se opone a esta no solo considerada en su aspecto de voluntad o como potencia libre, sino como naturaleza, o sea, hasta en su aspecto de actividad espontánea, bajo cuyo concepto le corresponde la inclinación necesaria al último fin. Tercero, explica que la libertad propiamente formal o deliberada está sostenida por la voluntad trascendental (como naturaleza): en la voluntad la acción libre supone la acción necesaria: la primera se refiere a los medios, la segunda al último fin. La acción deliberada, la determinación libre, es la forma de la voluntad como voluntad: la acción necesaria, la determinación a una sola cosa, es la forma de la voluntad como naturaleza. 3. Pero no todos los medievales enfocaron así dichos términos. Para Scoto la contraposición entre natura y voluntas es radical y es concebida como una diferencia entre cosas distintas realmente (ut rem a re)27. Esto no ocurre en Santo Tomás: la distinción entre ambas instancias no es de facultades, sino de actos propios de una misma facultad apetitiva que sigue al ser conocido. La capacidad de apetencia intelectual se llama voluntad, con dos tipos de actos: la voluntad en cuanto deliberativa y en cuanto naturaleza no 24 25 26 27
Ver q. 22, a. 5. Ver q. 22, a. 5. Mal q. 6, a. 1. J. Duns Scotus, Ordinatio, IV, d. 49, q. 10, n. 2; Vivès XXI.
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difieren en su ser de facultad. Lo natural y lo deliberado no son diferencias de la voluntad en sí misma, sino de la voluntad en cuanto sigue al juicio intelectual: porque en la inteligencia humana hay algo naturalmente conocido que viene a ser un principio indemostrable en el orden práctico y que se comporta como un fin, pues en el orden práctico el fin ocupa el lugar de un principio. “El fin del hombre es conocido naturalmente por la inteligencia humana como bueno y apetecible: y la voluntad que sigue a este conocimiento se llama voluntad como naturaleza. Pero también hay algo que es conocido por la razón mediante investigación, y es lo que ocurre tanto en el orden práctico como en el especulativo. Y en ambos casos, o sea, tanto en lo especulativo como en lo práctico, ocurre que la razón indagadora puede errar; por eso, se llama voluntad deliberativa la que sigue ese conocimiento racional, pudiendo tender al bien y al mal, aunque no esté inclinada naturalmente al mal”28. La misma doctrina se halla en otro famoso texto donde el Aquinate contrapone ambas actividades volitivas con los nombres griegos respectivos de thélesis y boúlesis: “Thélesis, según el Damasceno, es la voluntad natural, la cual se mueve como una naturaleza a algo según la bondad absoluta considerada en ello; boúlesis en cambio es el apetito racional que se mueve hacia un bien que se ordena a otro. Y estas dos son llamadas por el maestro Lombardo con otros nombres, así: voluntas ut natura y voluntas ut ratio”29. La diversidad de estas inclinaciones surge del hecho de que nos movemos hacia algo sea sin discurrir, sea discurriendo. Pero discurrir es de suyo algo propio de la razón, no de la voluntad, por lo que esa división de la voluntad (ut natura / ut ratio) no se funda en algo esencial, sino accidental, no correspondiendo a dos facultades distintas, sino a una misma que se diferencia según su relación a una previa aprehensión cognoscitiva, que puede hacerse o sin discurrir o discurriendo. Como el apetito natural es la inclinación de una cosa hacia algo según lo dicta su naturaleza o forma, es claro que el apetito natural de una naturaleza intelectual tenderá al fin conocido intelectualmente: ese apetito se llamó voluntas ut natura. Tal voluntad tiende al bien universal, que es el proporcionado a la naturaleza humana como tal y se participa en los demás actos de la voluntad. Resumiendo. Primero, ambos nombres de la voluntad se establecen en el plano de los actos y no en el de la facultad o potencia; y siendo una la facultad de querer, es también uno su objeto formal, el bien universal. Segundo, son dos los tipos de actos que dimanan de la voluntad, porque sus objetos –el fin y los medios– no son los mismos. Además, el acto de la voluntad natural tiende de manera necesaria a su objeto, que es su perfección última.
28 29
In II Sent d. 39, q. 2, a 2, ad 2. In III Sent d. 17, q. 1, a. 1, qc. 3.
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Consiguientemente, voluntas ut natura y voluntas ut ratio no son dos facultades realmente distintas, sino dos formas de acción insertadas en una misma facultad: hay un modo de acción que conviene a la voluntad como naturaleza determinada a una sola cosa; ese modo es diferente del que es propio de la voluntad reflejamente dueña de sus actos. Pero como la voluntad deliberativa se fundamenta en la naturaleza misma volitiva, es necesario que el modo propio de la naturaleza volitiva sea de alguna manera participado en la voluntad deliberativa: de la misma manera que el género se participa en la especie, como hemos dicho. Ahí está su carácter trascendental (en el tercer sentido antes apuntado). Por la voluntas ut natura o voluntad trascendental apetecemos lo que es en sí bueno para el hombre en cuanto hombre, y eso bajo la aprehensión de la inteligencia que considera algo de modo absoluto: como queremos la ciencia, la virtud, la salud y otras cosas semejantes30. Consiguientemente, también por la voluntas ut natura repudiamos las cosas que son contrarias a la naturaleza y las que son de por sí malas, por ejemplo, la muerte y otras cosas semejantes31. Que los fines de las inclinaciones sean ordenables respecto al fin último es algo que pertenece ya al momento de la voluntas ut ratio o voluntad deliberativa.
3. La secuencia de actos humanos trascendidos 1. En cierto modo, la acción deliberada –la que es marcada por la reflexión– tiene una historicidad interna: una génesis y una teleología. Y todos los momentos intermedios, noemáticamente necesarios para que se cumpla el carácter deliberado de la acción, están inextricablemente unidos. Así, por ejemplo, se consideraba que, en el interior de la acción deliberada, la inteligencia se presenta con una peculiar “actuación” de especificación, mientras que la voluntad lo hace con un propio movimiento de ejercicio o eficiencia. La primera es una propuesta de objetos, estricta presentación objetiva; en cambio, la voluntad aplica y mueve las facultades o potencias, incluida la inteligencia misma. En esa acción deliberada los elementos van distendiéndose desde su propia génesis, hecho que requiere, por parte del estudioso, una especial atención que, en general, los maestros clásicos no dejaron de mostrar, considerando el sentido de la dinámica voluntaria. Santo Tomás había insistido en que el orden deliberativo está comandado por la inteligencia, mas por la inteligencia práctica o, si se quiere, por una inteligencia que lleva unida la voluntad como estímulo y motor. Todo lo que la 30 31
In I Sent d. 48, q. 1, a. 4. STh III, q. 18, a. 5.
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inteligencia conoce se hace práctico tan pronto como la causalidad eficiente de la voluntad queda formalmente especificada o dirigida por la inteligencia misma. Pero el Aquinate advertía que la inteligencia no imprime esa especificación a la voluntad de modo eficiente, sino formal o configurativo. La voluntad no sólo recibe o asume la especificación propuesta por la inteligencia, sino que además la quiere. Eso explica que la inteligencia se haga práctica en virtud del influjo de la voluntad. 2. Pero las acciones deliberadas pueden ser llamadas “libres” de dos modos: por su inicio y por su consumación. Una acción es libre por un inicio que es principio del deliberar: la deliberación no es ahí perfecta, pero la acción puede ser libre en sí misma; al igual que el movimiento del corazón es vital para todo el cuerpo, porque en él se inicia la vida o las acciones fisiológicas, aunque el ser vivo aún no se mueva perfectamente con ese primer latido. Lo mismo sucede en toda la vida espiritual: el primer acto tanto de la intelección como de la volición debe ser un latido primero: no tiene otro acto anterior mediante el cual, y en su propio orden, sea puesto en acto y pase de la potencia al acto y, en consecuencia, se mueva32. Por eso lo llamo trascendental. Consiguientemente, ese acto es el primer momento de la deliberación: es el inicio de su movimiento desde el fin a los medios, a pesar de no ser una deliberación consumada33. 3. Tradicionalmente, desde Cayetano, se llegó a reconocer en ese dinamismo teleológico de la acción deliberada doce actos, unos de la inteligencia (aprehensión del fin, consideración de los medios, consejo, juicio selectivo, imperio y uso pasivo) y otros de la voluntad (volición simple, intención, fruición, consentimiento, elección y uso activo)34. En este caso, no se estaba enfocando la voluntad como facultad distinta de la inteligencia, sino la voluntad como acto, o 32
Aunque se suponga un acto creador o un acto primero trascendente que actualice la vida espiritual –como así ocurre–, el inicial acto de la voluntad no es puesto por el mismo sujeto libre porque quiere: brotaría aunque él mismo no lo quisiera. Mas sólo por la universalidad de su contenido formal acontecería el ejercicio libre. Aquel acto trascendente sería principio, pero no inicio. 33 Cabe matizar que, como un caso límite, podría pensarse que el hombre tiene la posibilidad de lograr un acto tan perfecto y una deliberación tan plena que abarcara todo lo que pertenece tanto al fin como a los medios y superase la indiferencia de la voluntad hacia el bien: sería un acto eminentemente libre, pues rebasaría toda indiferencia, aunque de suyo fuese formalmente necesario. Cfr. J. Poinsot, In I-II, disp. 1, a. 1, n. 39. 34 El esquema de los 12 actos se encuentra también en los Comentarios de Gregorio Martínez a la Prima Secundae (1617, vol. I, pp. 806-807) y más tarde en la Ethica de Goudin (1670, q. 2, a. 3).
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mejor, como secuencia de actos. En primer lugar, de los actos emitidos directamente por la misma voluntad. En segundo lugar, de los actos imperados por la voluntad sobre las propias facultades humanas destinadas al ejercicio, a cumplir lo que la voluntad quiere. Había que identificar, en primer lugar, los actos de la voluntad que inmediatamente versan sobre el fin; y en segundo lugar, los actos que versan sobre los medios o cosas orientadas al fin. Pues bien, los actos de la voluntad dirigidos al fin son: el “querer originario”, el “gozo” y la “intención”: son los actos que configuran el orden trascendental de la acción voluntaria. Los siguientes actos tienen que ver con la atención al ámbito de los medios: el “consentimiento”, la “elección” y el “uso”. 4. Lo que inicialmente hicieron los maestros tardomedievales para identificar ontológicamente esos nódulos secuenciales fue plantear, como he dicho, un nivel de fines y un nivel de medios. Y preguntaron, por ejemplo: ¿qué es lo que quiero yo finalmente cuando ejerzo un acto deliberado? La respuesta fue: aunque mi interés estuviera en una cosa concreta, en el fondo yo querría todo lo que pudiera hacerme feliz. A lo más principal de ese “todo” lo llamaron “fin último”, conseguido el cual no habría ya nada más que pedir. Pero a su vez previamente tendría yo que haber conocido ese fin último. A propósito del fin, sin embargo, el primer bien que capta la inteligencia es universal o global, un bien que tiene sólo formalmente prefiguración de fin último. Suponiendo que he captado el bien universal, aunque sea indeterminadamente, surge en mi voluntad un “querer simple”, una complacencia –“indeliberada” todavía– que la voluntad siente en ese bien universal, apreciado ya con un gozo anticipado. El verdadero objeto de la voluntad, decía Santo Tomás, es el bien en común que tiene la índole de fin35. Dicho de otra manera: la acción deliberada tiene su fundamento en un acto indeliberado que se va enhebrando en la misma línea ontológica y psicológica de aquella. En la “teoría de la acción” explicada por Santo Tomás deben distinguirse así, según el orden de fundamentación, dos niveles de actos, tanto intelectuales, como volitivos. Primero, los que se dirigen propiamente al fin: la aprehensión del bien, la volición, la consideración del fin, la intención y la fruición. En segundo lugar, los actos que versan sobre los medios para lograr ese fin: el consejo, el consentimiento, el juicio selectivo de medios, la elección; y también los actos que pertenecen al orden de la ejecución: el imperio, el uso activo y el uso pasivo. Sólo los primeros pertenecen a un nivel trascendental; los segundos a un nivel ya fundamentado por el anterior. 35
a1).
“Bonum autem in communi quod habet rationem finis est obiectum voluntatis” (STh I-II, q. 9,
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Aunque Santo Tomás no “contó” así el número de actos –pues su análisis iba directamente al fondo de la acción humana en su despliegue–, los tratadistas posteriores se esforzaron en “alinear” en paralelo los actos que provenían tanto de la inteligencia como de la voluntad. Por ejemplo, de una manera sistemática aparecen ya ordenados en el siglo XVII. Un aspecto fundamental de esta secuencia móvil es que tanto la inteligencia como la voluntad se despliegan en un ámbito amplio del fin, en apertura omnímoda a la verdad y al bien (visión del fin, volición simple, gozo, visión general de medios, intención)36. Pero a partir de ahí entran ambas facultades en un orden aplicativo, para trabajar luego concretamente el acto deliberado. Una emite sus palpitaciones propias, al unísono y en continuidad con la otra, y las dos configuran la vida del espíritu. Que sean atomísticamente tantos o cuantos los actos implicados es lo de menos; lo importante es el “todo” virtual que continuamente se reabsorbe en la acción. 5. El proceso del acto deliberado pertenece en realidad al fundado “orden de los medios”: el consejo, el consentimiento, el juicio selectivo, la elección y el imperio; que vienen a ser como una melodía centrada en la elección de un medio concreto. Por el hecho de que la voluntad impera a la inteligencia para que siga deliberando, se tiene luego el uso activo en la voluntad y el uso pasivo en las facultades subordinadas. Inteligencia Visión del fin Voluntad
Visión de medios
Volición Gozo Intención pura inicial
Orden transcendental de la deliberación
Consejo
Juicio Imperio Uso discretivo pasivo
Consentimiento
Elección
Uso activo
Gozo final
Orden fundado de la deliberación
A veces se ha olvidado que, al analizar esta secuencia, estamos viendo al espíritu en el ejercicio de su acción real. Cuando esa desatención ocurre, aparecen cotejos llenos de simples fórmulas, abstracciones, conceptos exangües. Sin embargo, hay que superar los procedimientos formales de esos análisis para ejercer 36
“El acto de la voluntad es precedido siempre por un acto de la inteligencia, dirigiendo y regulando. Recíprocamente, todo acto intelectual, excepto el primero, es precedido por un acto de la voluntad que aplica y pone eficacia operativa. Pues si a la inteligencia pertenece el orden, la dirección y la especificación objetiva del acto de la voluntad, así también a la voluntad compete la aplicación y el ejercicio de otras facultades, incluida la intelectual”. Antoine Goudin (1639-1695), Philosophia iuxta inconcussa tutissimaque D. Thomae dogmata, 4 vol., Lyon, 1670; Tertia Pars, Quaestio II, art. 3, De actibus voluntariis speciatim.
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un saber de lo real, en este caso, del espíritu en su vida propia, tal como lo hizo Santo Tomás. Por eso, autores perspicaces que afrontaron la doctrina del Aquinate advirtieron que la cuestión central no está en el número de actos, sino en el sentido y el dinamismo de la secuencia fluyente propia del sujeto humano en los quehaceres de su vida37. La voluntad trascendental enhebra en el individuo un ordo amoris que, según San Agustín38, debe contribuir también a un ordo mundi objetivo. Y eso es posible porque la voluntad trascendental corre virtualmente a lo largo de los actos que entran y siguen en la deliberación39, tanto en el orden individual, como en el orden interpersonal.
4. La acción humana estricta: autodominio y deliberación 1. Los primeros rasgos que Santo Tomás indentificaba en la acción humana eran la espiritualidad y la universalidad. En un anterior texto citado sobre la voluntad deliberativa40 nos ponía ante la situación de nombrar bajo dos aspectos las acciones humanas propias del hombre. Primero, en cuanto a lo medular; segundo, en cuanto a lo modal. Lo medular del hombre en cuanto hombre, esto es, en cuanto a su propia diferencia de otros seres, es lo espiritual intelectual o racional; esto quiere decir que entiende o conoce con la razón, y quiere partiendo de la razón. Las operaciones propias del hombre que ejecuta actos de inteligencia y voluntad, en cuanto a lo medular, tendrán inteligibilidad y espirituali37
Servais Pinckaers, “La structure de l’acte humain suivant saint Thomas”, en Revue Thomiste, 1955 (1955), 393-412; Ralph MacInerny, Aquinas on Human Action: A theory of Human practice, Washington, The Catholic University of America Press, 1992; Martin Rhonheimer, Praktische Vernunft und Vernünftigkeit der Praxis. Handlungstheorie bei Thomas von Aquin in ihrer Entstehung aus dem Problemkontext der aristoteliche Ethik, Berlin, Akademie Verlag, 1994. 38 “Unde mihi videtur, quod definitio brevis et vera virtutis: ordo est amoris”. San Agustín, De civitate Dei, 15, 22. Esta definición es ya clásica y se convirtió durante siglos en un foco hermenéutico para la vida espiritual y la axiología. Entre otros autores, Max Scheler escribió un acertado comentario a esta expresión agustiniana: “Al investigar la esencia de un individuo, una época histórica, una familia, un pueblo, una nación, u otras unidades sociales cualesquiera, habré llegado a conocerla y a comprenderla en su realidad más profunda, si he conocido el sistema, articulado en cierta forma, de sus efectivas estimaciones y preferencias”. Ese sistema es propiamente un ordo amoris. Max Scheler, Muerte y supervivencia. Ordo amoris, Madrid 1934, pp. 108-109. Toda la vida espiritual está trascendida por el amor, siendo su equilibrio un “ordo amoris”. Se ha indicado de otras maneras este “ordo amoris”, por ejemplo, bajo la expresión “primacía de la caridad”. Cfr. G. Gilleman: Le primat de la charité en théologie morale, Nauwelaerts, Lovaina 1952. 39 La voluntad puede obrar por el fin tanto de manera actual como de manera virtual. 40 STh I-II, q. 1, a. 1.
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dad; pero en cuanto al modo, tendrán universalidad, responsable de la indiferencia y reflexión sobre las mismas operaciones, potestad sobre los propios actos, etc.41 No obstante, este modo no se expresa por igual en todos los actos, ni está en ellos con idéntica perfección, sino que se desarrolla en unos actos más que en otros, según que se produzcan con mayor o menor advertencia y con una desenvoltura más o menos clara. No todos los actos, pues, tienen plena deliberación y advertencia, ni siquiera plena libertad; ni en todos los actos de la inteligencia comparece por igual la universalidad y perfección intelectual. En efecto, nuestra naturaleza, incluso en cuanto racional –la del hombre en cuanto hombre–, opera de modo inteligible y espiritual procediendo de lo imperfecto a lo perfecto: no se desarrolla de modo igualmente perfecto y pleno en todos los actos; más bien, procede paulatinamente –racionalmente– de una cosa a otra, aunque todo ello sea espiritual. Por lo que, cuando se formula la proposición de que “es propio del hombre como hombre ser dueño y señor de sus actos”, se indica no sólo lo medular, sino también el modo perfecto de obrar mediando la razón, aunque no en todos los actos procedentes del hombre como hombre se obtenga ese modo logrado, debido a la imperfección del acto. Pues bien, el aspecto más estricto de las acciones humanas proviene del modo, no de lo medular: aunque en cualquier caso sean intelectuales y espirituales. 2. De todo lo dicho se puede reconocer con claridad la acción estrictamente humana. Es propio del hombre en cuanto hombre ser dueño de sus actos, a saber, en cuanto a su modo propio y esencial, que es ser racional. Pues por ser racional se diferencia de las naturalezas irracionales. Y se diferencia cuando tiene este modo de operar y dominio estrictamente. En efecto, antes realiza lo 41
Entre los fenomenólogos que más se aproximan a clásicos planteamientos de la acción está Dietrich van Hildebrand. En el siguiente texto aparece lo que este autor entiende por acción (Handlung) que viene a coincidir con lo que se entendió por «acciones humanas», diferentes de las «acciones del hombre»: “Mientras seamos solamente miembros de una cadena causal que trae a la existencia una situación objetiva (por ejemplo, cuando pisamos a una persona porque otra nos ha empujado), no se produce una acción. Sólo podemos hablar de una acción cuando la actividad que produce el cambio es propuesto por nuestra voluntad. Por consiguiente, una acción contiene los siguientes elementos: primero, un conocimiento de una situación objetiva todavía no real y de su valor; segundo, un acto de querer motivado por el valor de la situación; tercero, unas actividades de nuestro cuerpo ordenadas por la voluntad, que inician una cadena causal más o menos complicada que traerá a la existencia la situación objetiva en cuestión” (Dietrich von Hildebrand, Ética, Madrid 1983, p. 338.). Como se puede comprobar, esa “acción” coincide con lo que en el lenguaje tomasiano se llamó «acción deliberada». Mas para Santo Tomás la acción humana tiene, desde luego, esos matices, pero también otros muy importantes, como se verá.
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que es propio del hombre en cuanto a lo medular del acto que ejecuta; de la misma manera que cuando el hombre ejecuta una acción entitativamente espiritual –ya sea una acción de la inteligencia, ya sea de la voluntad–, realiza una operación propia del hombre en cuanto hombre y en cuanto es entitativamente racional. Ahora bien, si en dicha operación el hombre actúa coaccionado y sin deliberación, o no obra moviéndose con indiferencia, dicha acción no es, en su modo, todavía propia del hombre en cuanto hombre. “Pero lo es cuando se despliega con dominio, siendo el acto ejecutado con libertad o deliberación estrictas”42. Son, pues, estrictamente acciones humanas las propias del hombre en cuanto hombre, no sólo en lo medular (aspecto trascendental) sino además en el modo (aspecto modal). Y si el hombre es estrictamente racional en el modo de obrar, será dueño y señor de sus actos. No sólo es propio del hombre ejecutar las acciones de las que es dueño y señor, sino también otras. “Pues en el modo propio que la naturaleza racional tiene de operar, a ella solamente le pertenece estrictamente el modo de obrar con indiferencia y potestad sobre sus actos”43. Las acciones cuyo dueño y señor es el hombre son las que provienen de la voluntad deliberativa. Es preciso notar que no todas esas acciones proceden de la misma manera, ni son del mismo grado. En efecto, las acciones que están plena y totalmente en el dominio del hombre son, sin duda alguna, las que siendo estrictamente deliberadas, proceden de la voluntad que se mueve partiendo de un acto propio anterior, pero no las que proceden de una voluntad que se mueve con inmediatez originaria, o sea, de la voluntad trascendental. Respecto a esta acción inmediata, no existe pleno dominio, puesto que, al depender de un inicio ingénito –y no de una moción propia–, no hay estricto dominio, aunque respecto a las demás acciones se inicie incoativamente ese dominio. Aquí se habla, pues, de las acciones en las que el hombre se mueve y actúa, pero no en las que, en su origen, se ve actuado y movido y no precisamente desde fuera; también en la primera operación del intelecto el hombre se diferencia de los animales: pero esa operación es sólo, de manera entitativa y medular, una operación del hombre, aunque no lo es según el modo estricto de ella44. 42
J. Poinsot, In I-II, disp. 1, a. 1, n. 40. J. Poinsot, In I-II, disp. 1, a. 1, n. 41. 44 Tomás de Vío, Cayetano: In STh I-II, q1 a1. Vázquez refuta esta apreciación (In I-II, q. 1, a. 1 ad2) y cree que “carece de fundamento”, argumentando que como el hombre es causa eficiente íntegra de sus operaciones, no debe decirse que sólo es actuado en las operaciones primeras, sino también que actúa por sí mismo en dichas operaciones. No distingue entre lo que es obrar ejecutiva y eficientemente (de modo efectivo) y lo que es obrar emisiva o mocionalmente. El hombre, y todo ser vivo, en su acción vital no es puramente actuado, sino también actúa y emite activamente la acción, pero no obra tan puramente que no sea actuado y movido también. Y dado que 43
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Por tanto, muchas operaciones, en cuanto a su entidad y especificación, son propias del hombre, aunque sean hechas sin voluntad deliberativa. Por eso, las acciones primeras y necesarias del intelecto, y las que surgen espontáneamente de la voluntad, y otras semejantes, en su especificación y entidad son propias del hombre en cuanto hombre, pero no lo son estrictamente en el ejercicio y en el modo de operar propio del hombre como tal. No tienen, pues, este modo, aunque puedan tenerlo de manera incoativa o inicial, ya que, en este sentido, algunos actos indeliberados son el principio de los actos deliberados: por eso he dicho que la voluntad trascendental se participa en la voluntad deliberativa. Es claro que los actos súbitos existentes en el intelecto y la voluntad convienen a la naturaleza libre, pero pertenecen a nuestro dominio de manera sólo inicial o dispositiva, no formal y estrictamente; y en esto no son formalmente acciones del hombre como hombre, dado que son acciones originarias. Son humanas, claro está, por su entidad tomada ónticamente: en este caso son propias del hombre, pero más por la entidad que por el modo.
5. Razón práctica y deliberación 1. Antes se ha dicho que la deliberación está básicamente unida a la acción práctica, sea cual fuere la “manera” de contactar intelectualmente con ella, intuitiva o discursivamente. En la deliberación se visualizan las cosas que el hombre hace. La mirada intelectual puede ser o una visión mental que implica la certeza del juicio acerca de aquello sobre lo que recae la deliberación, y así puede darse instantáneamente en aquella inteligencia que no tiene duda alguna de las cosas que han de hacerse. O puede ser una inquisición, y entonces implica cierto discurso, por lo que puede no darse instantáneamente45. En este segundo sentido, la deliberación acontece como un silogismo46; y debe proceder desde un principio cierto y fijo, como de su fundamento. ser movido es ser reducido de la potencia al acto –siendo imposible que lo que está en potencia se reduzca al acto mediante lo que es propio de la potencialidad, sino mediante lo que está en acto–, es necesario que en la emisión del primer acto, aunque lo ejecute y lo lleve a cabo por ser un acto internamente emitido o elícito, sin embargo, no se reduce a sí mismo de la potencia al acto, dado que no supone otro acto anterior, sino que es movido por otro. 45 “Deliberatio duo importat, scilicet perceptionem rationis cum certitudine iudicii de eo, de quo fit deliberatio, et sic potest esse in instanti in eo, in quo non est dubitatio de agendis . . . Potest etiam dicere discussionem sive inquisitionem, et sic importat discursum quendam, unde potest non esse in instanti” (Ver q. 29 a. 8 ad 1). 46 “Deliberatio fit per modum cuiusdam syllogismi” (Mem 8 a; STh I-II, q. 1, a.1, ad 3). “Conclusio etiam syllogismi qui fit in operabilibus, ad rationem pertinet; et dicitur sententia vel iudici-
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En las cosas que son apetecibles, y atraen la voluntad, el principio es el fin; luego, si no se quiere caer en un proceso al infinito, se debe aceptar que no hay deliberación sobre el fin, puesto que no existe otro principio del que se debería proceder para deliberar sobre ese fin47. Solamente hay deliberación sobre las cosas contingentes o dudosas que necesitan solucionarse y, por eso, deliberamos acerca de su conveniencia; y así en la deliberación se procede siempre desde un fin presupuesto y cierto para resolver lo dudoso. Parece contradictorio que haya deliberación sobre el fin mismo, a no ser que hubiera otro fin primero y anterior: mas para evitar la posibilidad de un estéril proceso al infinito es preciso detenerse en algo primero que no incluye deliberación, pero la fundamenta. 2. Ciertamente no puede haber deliberación sobre el fin, si es tomado de manera perfecta como término; pero eso no significa que no pueda estar implicado en la deliberación si se toma como inicio, o sea, como fundamento de la deliberación. En realidad la voluntad comienza amando el fin y no es movida al fin por otro objeto amado anterior, porque no hay otro objeto antes de que el fin se presente en la intención volitiva. Sin embargo, se inicia en él, puesto que por amor al fin la voluntad se mueve al amor de los medios. De ahí que, si la voluntad procede con plena advertencia respecto al fin, puede ejercer un acto voluntario perfecto y libre, al menos con libertad de contradicción y de ejercicio: dando un “sí” libre y contundente a ese fin. Lo voluntario perfecto implica siempre deliberación: incoativa en su inicio – puesto que la voluntad comienza a moverse por el fin–; completiva en su término, cuando el movimiento se dirige a los medios; al igual que el primer latido vital del organismo biológico, el del corazón, es el principio con el que comienza a moverse y, de este modo, es actual en su inicio. En el proceso deliberativo está implicado el inicio, o sea, el fin configurado: no se delibera acerca del fin, sino con el fin. Efectivamente, todos apetecen el bien espontáneamente y sin deliberación alguna, puesto que en todos existe la apetencia al bien formalmente dicho. Aunque puede haber deliberación sobre el fin tomado en concreto, ónticamente: podemos investigar y deliberar en qué realidad concreta se encuentra el fin. Y precisamente sobre esto puede haber deliberación; al igual que todos desean vivir felizmente, pero muchos dudan en qué se encuentra la felicidad. También muchos desean vivir su vida con rectitud; pero someten a deliberación si esa vida debe ser elegida en soltería o en matrimonio, en la medicina o en la milicia, etc. Dicho de otro modo, uno puede deliberar sobre un fin sin fijarse en el asum, quam sequitur electio” (STh I-II, q.13, a.1 ad 2). “Electio consequitur sententiam vel iudicium, quod est sicut conclusio syllogismi operativi” (STh I-II, q.13, a. 3). 47 STh I-II, q. 14, a. 2.
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pecto formal de fin en general, que define el bien conveniente como tal, pues sobre éste no hay deliberación posible.
6. El ámbito del fin y el ámbito de los medios 1. Resulta de lo expuesto que, dentro de la acción humana, existe un querer amplio o trascendental que se expande en cada volición concreta o aplicada, la fundamenta y la acompaña. Conviene matizar algunos puntos de esta tesis. Siendo el bien espiritual doble, del fin y de los medios, el amor expresa algo simple y absoluto y no puede ser en su origen un acto orientado a los medios, que es algo compuesto: el amor –como simplex velle– es el momento original y trascendental de la voluntad de fines. Hay un primer orden de la voluntad respecto a su objeto, y encierra tres actos de la voluntad de fines48: el querer originario o simple querer (simplex velle), el gozo (fruitio) y la intención (intentio)49 en correspondencia analógica con los tres afectos sensibles inmediatos: el amor, el gozo y el deseo. La “simple volición” del fin no basta para mover a la operación; de este modo, dicha volición puede presentarse antes que la realidad del objeto sea considerada fácil o difícil, posible o imposible, pues tal volición es tan sólo una simple complacencia en el objeto. Si la realidad deseada sólo se posee o se funda en la esperanza, se sigue un inicial acto de gozo, una “fruición imperfecta”, puesto que incluso para una fruición imperfecta es querido el fin cuando se tiene alguna esperanza de él: ya no se trata del amor, pues la fruición de esta clase, además del amor, requiere la presencia de la realidad deseada, bien sea en la esperanza, bien en la realidad. La “intención del fin” es la volición eficaz con la que queremos el fin a través de medios apropiados, pues antes comparece en esperanza la cosa real y
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STh I-II, qq. 8-12. “En primer lugar, la inteligencia emite la simple aprehensión o proposición del bien, por la que algo es percibido como bien y es propuesto así a la voluntad. Inmediatamente le sigue, en segundo lugar, la volición simple de la voluntad, o sea, la complacencia en el bien que le ha sido presentado, la cual, si es congruente, hace que la inteligencia examine si ese bien es adecuado y posible. Le sigue, en tercer lugar, el juicio, por el que la inteligencia propone a la voluntad el bien como adecuado y posible. Y en cuarto lugar, a este juicio le sigue en la voluntad la intención de ese bien que ha de conseguirse a través de los medios”. Antoine Goudin, Philosophia iuxta inconcussa tutissimaque D. Thomae dogmata, 4 vol., Lyon, 1670; Tertia Pars, Quaestio II, art. 3, De actibus voluntariis speciatim. 49
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luego se tiende a ella: por lo tanto, la “intención” es la voluntad práctica que tiende al fin a través de los medios. 2. A su vez, la voluntad de medios se despliega en los actos de consentimiento (consensus) y elección (electio). En el “consentimiento” la voluntad aprueba los medios y se siente satisfecha y complacida con ellos. Con la “elección”, la voluntad escoge un medio prefiriéndolo a los demás, o lo escoge como único medio para la consecución del fin50. De este modo se completa la relación de la voluntad acerca de los medios y de la realidad querida. Además de este primer orden orientado al fin último y a los fines transeúntes –los “medios”–, hay un segundo orden de la voluntad que se mueve realmente para conseguir el objeto. Tras la elección comparece el “imperio” intelectual – “fac”, obra, actúa–51, y luego, en la secuencia volitiva de la acción, el “uso”: con él la voluntad aplica las capacidades externas a ejecutar la operación imperada por la razón. De ahí parte la “consecución del fin”, en la cual se comprometen diversas potencias, de acuerdo con la cualidad del objeto: efectivamente, lo bello pertenece a la vista y con ella es conseguido; el alimento, con el gusto; la música con el oído. Y por último viene la “fruición”, la cual se distingue de la “consecución del fin”: de hecho, la fruición es una cierta delectación que acompaña a la consecución del fin. Los maestros aúreoseculares explican que no es menester que los actos enumerados antes del uso precedan como “distintos”. En efecto, cuando el fin se presenta súbitamente, puede hacer acto de presencia el uso, sin preceder formalmente la elección. Pero en un orden analítico, realizado en perspectiva fenomenológica, todos los actos han de ser enumerados, no sólo porque todos
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“Una vez emitidos los cuatro actos que versan sobre el fin, se sigue el ajuste de los medios. De ahí que, en quinto lugar, en virtud de la intención, la inteligencia se aplique a investigar los medios para conseguir el fin oportuno: a ese acto se le llama deliberación o consejo, al que corresponde en la voluntad, en sexto lugar, el consentimiento, por el que la voluntad aprueba o apetece la utilidad de esos medios. Debido a este consentimiento o voluntad aprobatoria, se mueve la inteligencia a examinar y discernir aquellos medios, comprobando los que son más aptos y viables. En caso de que sean muchos y no sea posible adherirse a todos, surge el séptimo acto, a saber, el juicio discretivo sobre los medios. Y a este corresponde en la voluntad el octavo acto, a saber, la elección, por el que la voluntad acepta un medio y no otro”. Antoine Goudin, Op. cit., Tertia Pars, Quaestio II, art. 3, De actibus voluntariis speciatim. 51 Con frecuencia ocurre que quienes aconsejan y juzgan bien sobre los medios, cuando hacen la elección rectamente no ejecutan la operación, a causa de las dificultades que conlleva. Luego, además de aquellas tres acciones –aconsejar bien, juzgar bien y elegir bien– es necesario otro acto que se llama “imperio”.
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pueden concurrir, sino también porque, aunque sólo exista aquel solo acto, sin embargo, virtualmente él contiene todos los precedentes. 3. A los actos volitivos de fines podrían haber llamado los modernos “sentimientos”; a los de medios, “voliciones”. El amor espiritual es, según el Aquinate, un simple y puro querer (simplex velle). Ahora bien, en el deseo y en el gozo espirituales comienza a existir cierta composición del acto, mientras que el amor, como mero querer, es acto simple y puro: en este nivel, querer y amar se identifican. El amor es la primera inmutación de la voluntad provocada por el bien espiritual conocido y propuesto por la inteligencia52. En cambio, el gozo fruitivo –emparentado con “fruto”– es lo último que se espera obtener y se gusta: se trata del gozo que uno experimenta en el polo último a que aspiraba, cual es el fin. El gozo fruitivo perfecto corresponde al fin ya poseído realmente, mientras que el imperfecto no es sino del fin que es poseído en aspiración53. Y por último, la intención espiritual –la intentio volitiva– tiende hacia el fin con querencia de medios. La intentio volitiva es un espiritual acto volitivo, paralelo en cierto modo al desiderium sensible. Se quejaba, con razón, Pieper de que estemos acostumbrados a limitar la idea del querer al momento de los medios, al “querer hacer algo”, “decidirse a obrar sobre la base de motivaciones”, reduciéndolo a voluntad de transformar el mundo, de crear artificios para nuestra subsistencia, etc. Se trata de un achicamiento activista de la voluntad. “Se da una forma del querer que no tiende a hacer algo todavía en espera de ser consumado en un configuración futura que cambia la situación actual de las cosas [...]. Además del querer hacer, existe el puro asentimiento afirmativo a lo que ya está ahí. Y este asentir a lo que es, tampoco tiene carácter de tensión futurista […]. Aprobar y afirmar lo que ya es realidad, eso es amar”54.
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Si por voluntad se entiende la facultad de querer, entonces se extiende al fin y a los medios, pues el bien, objeto de la voluntad, se encuentra en el fin y en los medios para el fin. Pero si por voluntad se designa no la facultad, sino el acto de querer entonces sólo es propiamente del fin. Este acto simple versa sobre lo que es por sí mismo objeto de la facultad, o sea, sobre lo que es bueno y querido por sí mismo, cual es el fin. Los medios no son buenos y deseados por sí mismos, sino por orden al fin, y la voluntad no tiende a ellos sino por el amor del fin (STh I-II, q. 8, aa. 2-3). Como el fin es querido por sí mismo y los medios sólo por el fin, la voluntad puede dirigirse al fin –puede amar– sin moverse a la vez a los medios; aunque para querer los medios ha de apetecer antes el fin. El acto por el que se mueve al fin en absoluto (por ejemplo, desear la salud) a veces precede en el tiempo a la volición de los medios (por ejemplo, llamar al médico para curarse). 53 STh I-II, q. 11, aa. 3-4. 54 J. Pieper, El amor, Madrid, 1972, 40-42.
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4. Los actos volitivos referidos al fin y a los medios se corresponden respectivamente con los actos intelectuales de contemplar (intellectus) los principios y de discurrir (ratio) sobre las conclusiones. Es esta una estructura básica de la vida espiritual del hombre, reconocida por los estudiosos del Aquinate55. Así, pues, la voluntad se refiere al fin de tres modos: primero, absolutamente, y entonces su acto se llama querer originario o simple amor espiritual (simplex velle), por el que absolutamente queremos algo; el segundo, por el que se considera el fin como objeto de posesión y quietud, y de este modo se orienta al fin el gozo espiritual (fruitio); el tercero, considera el fin como término de los medios que a él son ordenables, y así se orienta al fin la intención volitiva (intentio)56. Esta intención se refiere al fin como término del movimiento voluntario. Si el gozo espiritual implica reposo en el fin, la intención espiritual es todavía movimiento hacia el fin, no descanso. El amor, como primer y fundamental acto de querer originario, sólo afirma o aprueba el existir y el vivir del otro57. 5. Además, el conocimiento inmediato no es asunto de sentimiento, porque éste no pertenece a facultad cognoscitiva alguna58. Pero, ¿cómo podría ser tematizado en perspectiva psicológica y ontológica? Al igual que Santo Tomás –siguiendo al Estagirita– establece en el plano de la voluntad una relación de fundamento (fin) a fundamentado (medio), con la correspondiente distinción de funciones subjetivas (afectos y voliciones), también propone esa relación para el plano cognoscitivo. “Dos operaciones pueden pertenecer simultáneamente a una misma facultad, cuando una de ellas se refiere y se ordena a la otra; es patente que la voluntad quiere simultáneamente el fin y las cosas que conducen al fin; y la inteligencia entiende simultáneamente los
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“En la rica tradición del pensamiento europeo se afirmó siempre que, lo mismo que la certeza inmediata de la contemplación es el fundamento y supuesto previo de toda actividad pensante, también el amor es el original y más auténtico contenido de todo querer, lo que penetra las creaciones de la voluntad de la flor a la raíz. Toda decisión de la potencia volitiva tiene en esa actuación fundamental su origen y su comienzo, tanto en el sentido temporal como en el cualitativo. Por su misma naturaleza, el amor es no sólo lo primero que la voluntad produce cuando actúa, y no sólo saca de él todos los demás momentos característicos de su impulso, sino que el amor alienta también, como principio, es decir, como inagotable fuente creadora, toda decisión concreta, y la sustenta dándole vida”. J. Pieper, 43-44. 56 STh I-II, q. 12, a. 2. 57 STh II-II, q. 25, a. 7. 58 Reproduzco aquí algunos puntos tratados en mi libro Intelecto y razón. Las coordenadas del pensamiento según Santo Tomás, Eunsa, Pamplona, 2009, 15-34.
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principios y las conclusiones por los principios, una vez que adquiere la ciencia”59. En efecto, a la existencia de “principios primeros” –que son verdades de evidencia inmediata– y de “conclusiones” –o verdades de evidencia mediata– corresponde una diversidad de funciones cognoscitivas, llamadas respectivamente intelecto y razón (intellectus et ratio): función intuitiva y función discursiva de la inteligencia. No cabe duda de que el aspecto cognoscitivo que modernos y contemporáneos han asignado al sentimiento, por estimar que habría un círculo de verdades inmediatas que sobresalía por encima de la función racional, la filosofía clásica lo concretó en el “intelecto”, función de la inteligencia irreductible a la función discursiva60.
7. Acción deliberada y afectividad trascendental 1. El preciso núcleo de capitales actos “indeliberados” de la voluntad, auxiliada por la inteligencia, podría llamarse también, en un lenguaje moderno, “afectividad trascendental”. El caso es que esta terminología se inscribe en los usos lingüísticos del Aquinate. En su sentido más general, “afecto” es para Santo Tomás sinónimo de una propiedad (accidens, passio, affectus) que surge o está inmediatamente en algo61: y así dice que la participación o afectación de la luz original en el aire diáfano o transparente se llama luz participada62. En un sentido más particular y psicológico el afecto expresa “afinidad”; por ejemplo, el gozo que se siente al pensar las cosas se sigue de la inclinación o el afecto que el hombre tiene hacia el objeto de ese mismo pensar63; debido al afecto, el sujeto humano se halla interesado en conseguir las cosas que ama64. De modo que en sentido psicológico “affectus” significa una “inclinación”: y así el sujeto humano, por su afecto, está inclinado a un acto65. El afecto es la in59
De Potentia, q. 4, a. 2, ad 10. STh I, q. 83, a. 4; II Sent d. 24, q. 1 a. 3; Ver q. 24, a. 6. 61 Meteor II, 11 a. 62 “Participatio vel affectus lucis in diaphano vocatur lumen” (Anim II. 14 h). 63 “Delectatio autem de cogitatione ipsa sequitur inclinationem affectus in cogitationem ipsam” (STh I-II, q. 74, a. 8). 64 “Ex affectu hominis trahitur mens eius ad intendendum his, ad quae afficitur” (STh I-II, q. 166, q.1 ad 2). 65 “Affectio eius inclinata est in hunc actum” (STh I-II, q. 74, a. 8). 60
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clinación que tiene el sujeto a una cosa66. Santo Tomás indica también el origen exacto de ese afecto: proviene doblemente del conocimiento y del apetito67. Radicalmente el afecto tiene como principio el amor68; y todo el movimiento del afecto se deriva de un amor original al bien y a la propia felicidad69. A lo largo de sus obras distingue el Aquinate varios tipos de afectos, ya respondan al plano sensitivo, ya al plano espiritual70. Así, la benevolencia espiritual se llama afecto71; por lo que no tiene dificultad en hablar de un afecto de caridad72; también de afectos ordenados y desordenados73. Hay otras afecciones que pueden surgir de las malas costumbres y del desenfreno humano74. En fin, Santo Tomás contrapone las pasiones –por ejemplo, de amor y deseo– a los afectos –también de amor y deseo– y llama affectus simplex a la actividad pura de la voluntad75. Se llama “simplex” por dos motivos: primero, porque se diferencia verticalmente de la pasión que conlleva una alteración corporal o sensible76; segundo, porque no está mezclado horizontalmente con la presencia de los medios: es el simplex actus voluntatis –del que antes se ha hecho mención–, cuya actividad originaria referida al bien universal o global es aquí el primer eslabón de la afectividad trascendental. 2. También pertenece al orden trascendental el “intelecto”, el s griego, una capacidad intuitiva suprasensible –como antes se ha dicho–, sinónima de ojo espiritual que se contrapone a razón discursiva: intuye la esencia de las cosas, es decir, tiene una penetración íntima de la verdad77. Si el intelecto conoce 66
“Affectio est inclinatio animae ad aliquid” (CG I, c. 68). “Procedit ex interiori cognitione et affectione” (STh I-II, q. 101, a. 2). 68 “Omnis affectionis principium est amor” (CG I, c. 91). 69 “Omnis motus affectus ab amore derivatur” (CG III, c. 151). 70 “Affectum secundum passionem et affectum secundum rationem” (STh I, q. 21 a. 3; STh I, q. 14, a. 12). “Prout est in voluntate” (STh I, q. 57 a. 4). 71 “Benevolentia, quae hic dicitur affectus (STh I-II, q. 80, a. 1, ad 2). 72 “Affectus caritatis” (CG III, c.158). 73 “Affectio indebita sive inordinata et affectio ordinata” (CG I, c. 89). 74 “Proveniens vel ex mala consuetudine vel ex corruptione naturae” (STh II-II, q. 159, a. 2). 75 “Amor, concupiscentia, et huiusmodi, dupliciter accipiuntur. Quandoque quidem secundum quod sunt quaedam passiones, cum quadam scilicet concitatione animi provenientes. Et sic communiter accipiuntur, et hoc modo sunt solum in appetitu sensitivo. Alio modo significant simplicem affectum, absque passione vel animi concitatione. Et sic sunt actus voluntatis. Et hoc etiam modo attribuuntur Angelis et Deo. Sed prout sic accipiuntur, non pertinent ad diversas potentias, sed ad unam tantum potentiam, quae dicitur voluntas” (STh I, q. 82, a. 5, ad 1). 76 El amor, el gozo y el deseo son pasiones en cuanto actos del apetito sensitivo; pero no lo son en cuanto actos del apetito intelectual. Porque se puede amar sin pasión sensible. 77 STh II-II, q. 49, a. 5 ad 3. 67
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por simple intuición, la razón discurre de una cosa a otra78. Al intelecto compete, en el orden universal, el juicio absoluto acerca de los primeros principios; pero a la razón le compete el discurso que va de los principios a las conclusiones79. La primera acción del intelecto es simple: aprehende o capta lo esencial inmediato (“lo indivisible o incomplejo”), en cuanto concibe qué es un cosa; la segunda acción es compleja, y consiste en juzgar (o “componer y dividir”), en la cual hay ya verdad y falsedad80. Para Santo Tomás la acción del intelecto puede convertirse en hábito, el hábito de la intelección inmediata de los supremos principios del conocimiento: así era el nous ton archón de Aristóteles81, traducido como “intellectus principiorum”82. Ese “intelecto” se compara con la “razón” como lo inmediato con lo mediato, como la quietud con el movimiento. Por su inmediatez y por su originariedad ese intellectus converge, pues, con la simplex voluntas, características que lo unen al orden trascendental humano. 3. Son muchos los autores que han reivindicado el “afecto” o el sentimiento como una tercera potencia psíquica diferenciada de la inteligencia y de la voluntad. Los defensores del sentimiento como tercera potencia insisten en que ésta es la facultad básica del alma, a la que las otras potencias están supeditadas. Pero al Aquinate no era ajeno el tratamiento del afecto o sentimiento como pieza básica de nuestra vida espiritual, aunque no la consideró como una facultad aparte de la voluntad. Santo Tomás incluía lo que hoy se llama “vida afectiva” del espíritu en una de las dimensiones supremas que aparecen en cada una de las dos facultades principales, inteligencia y voluntad. No habría dificultad en admitir que lo mentado por el sentimiento es último en la línea de la adquisición. Pero también es primero en la línea de la aspiración. Expliquemos esto. 78
“Intellectus et ratio differunt quantum ad modum cognoscendi, quia scilicet intellectus cognoscit simplici intuitu, ratio vero discurrendo de uno in aliud” (STh I, q. 59, a1, ad 1). 79 “Pertinet ad intellectum in universalibus iudicium absolutum de primis principiis, ad rationem autem pertinet discursus a principiis in conclusiones” (Eth VI, c. 9). 80 “Una enim actio intellectus est intelligentia indivisibilium sive incomplexorum, secundum quam concipit, quid est res… Secunda vero operatio intellectus est compositio vel divisio intellectus, in qua est iam verum vel falsum” (Anal I, 1 a). 81 Eth VI. 6, 1141, a. 7-8. 82 “Prima autem principia speculabilium nobis naturaliter indita non pertinent ad aliquam specialem potentiam, sed ad quendam specialem habitum, qui dicitur intellectus principiorum” (STh I, q. 79, a. 12).
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Ocurre que la voluntad humana no tiene a su inmediato alcance el bien al que por naturaleza tiende; es más, ninguno de los medios que posee para lograrlo tiene una conexión necesaria con él: la voluntad no está necesitada, sino que es libre para elegir el medio más adecuado. Ciertamente queremos el bien-fin de manera necesaria: todos aspiramos a la felicidad. Mas apetecemos el bienmedio de manera libre, en la que media la reflexión para conseguirlo. El hombre apetece las cosas que le convienen después de haberlas conocido: su apetito es emitido desde el interior, una vez informado por el conocimiento –o sea, es elícito–. Y no es que la voluntad sea “cognoscitiva” o “aprehensiva”. Sólo la inteligencia versa sobre la verdad con un dinamismo asimilativo o receptivo; la voluntad, en cambio, recae sobre el bien con un dinamismo activo. Ni el conocer es asunto de la voluntad, ni el querer lo es de la inteligencia. Pero la voluntad puede querer la verdad que la inteligencia comprende; y la inteligencia puede entender el bien que la voluntad quiere. Pero ni ésta entiende, ni aquélla quiere. 4. El bien-fin es querido irremediablemente: de este querer no somos responsables. Del bien-medio, en cambio, podemos disponer libremente. Ambos extremos, fin y medios, dan lugar a lo que san Juan Damasceno había llamado respectivamente voluntad natural o “thélesis” y voluntad racional o “boúlesis”83, según antes se dijo. La función telética es fundamento de la bulética: si la voluntad no estuviera necesariamente remitida al fin, no habría lugar para una deliberación acerca de unos medios a él conducentes84. De ahí que la filosofía clásica distinguiese claramente entre la decisión libre –hoy llamada “volición”– y las mociones espontáneas del apetito espiritual de fines –hoy llamadas sentimientos, y que en este trabajo se recogen bajo el apelativo general de voluntad trascendental–. Por tanto, “voliciones” y “sentimientos” no son funciones o actos que se inscriban en facultades distintas: pertenecen a una misma facultad, especificada en general por el bien: el bien absoluto o fin, en un caso, y el bien relativo o medio, en otro. Tanto el bien parcial como el bien total se inscriben en el área del campo volitivo, el cual se tensa con dos funciones o actos distintos de una misma facultad, al igual que, paralelamente, intuir y discurrir son funciones o actos de la facultad cognoscitiva. 5. Por tanto, considerada la voluntad en su dirección al fin tomado en sentido absoluto, se llama propiamente querer, en cuanto, por ejemplo, yo quiero absolutamente la salud. Mas considerada en cuanto reposa en el fin, se llama gozo o 83 84
San Juan Damasceno, De fide orthodoxa, II, 22, MG, 94, 944. Así lo recoge y describe Santo Tomás: In III Sent d. 17, a. 1, p. 1 a 3. STh III, q. 18, a. 3.
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fruición. Y si se considera ordenada al fin como término de unos medios ordenables a ese fin, se llama intención: “porque, cuando pretendemos recobrar la salud, no decimos únicamente que la queremos, sino que tenemos intención de obtenerla aplicando algún medio”85, aunque no se sepa todavía cuál. En sentido estricto, la voluntad no ordena o manda, sino que tiende hacia algo según el orden de la razón: por eso la palabra intención designa el acto de la voluntad después de presuponer la ordenación de la razón que dirige algo al fin. Para un filósofo moderno es difícil aceptar que el amor sea una forma del querer o de la voluntad86. Tiene en su mente el trialismo psicológico configurado en la tradición occidental desde Kant: inteligencia, voluntad y sentimiento. El amor sería de fines, no de medios, y habría de ser forzosamente asunto de sentimiento. La voluntad, en cambio, sería facultad de medios, no de fines. Para Santo Tomás, una sola facultad, la voluntad, está tensada hacia el bien, sea en la forma de estar cabe él –como un sentimiento o afecto–, sea en la forma de estar tras él –como una voluntad de medios–. 6. De la afectividad trascendental cabe decir que sus actos son indeliberados –no hechos a propósito– y, además, que están presentes en todo acto concreto de la posterior actividad espiritual. Son la “condición de posibilidad” de la acción deliberada y, por lo tanto, así han de ser estudiados para entender esta acción. El bien universal que tiene sentido de fin es apetecido por la voluntad, 85
STh I-II, q. 12, a.1, ad 3. Max Scheler, Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik, Hale, 1916, 123126. Ya Brentano había subrayado el decisivo papel que tiene el sentimiento en nuestras intuiciones morales y en la objetividad que poseen. “Tenemos por naturaleza agrado en ciertos sabores y asco de otros; ambas cosas por puro instinto. Mas también por naturaleza sentimos un agrado en la comprensión clara y un desagrado en el error y en la ignorancia. «Todos los hombres, dice Aristóteles en las hermosas palabras preliminares de su Metafísica, apetecen por naturaleza saber». Este apetito es un ejemplo que nos sirve muy bien. Es un agrado de esa forma superior el que constituye el análogo de la evidencia en la esfera del juicio. [...] Observamos, pues, al encontrarlo en nosotros, que su objeto no sólo es amado y amable y que la privación de su objeto no sólo es odiada y odiable, sino también que aquél es digno de amor y ésta digna de odio: esto es, que aquél es bueno y ésta mala. [...] Aquí, pues, y de estas experiencias de un amor caracterizado como justo se origina para nosotros el conocimiento de que algo es verdadera e indudablemente bueno, en toda la extensión que tal conocimiento pueda tener en nosotros” (Franz Brentano, El origen del conocimiento moral, Madrid 1990, § 27, pp. 33-35.). En parecidos términos se expresó Husserl (Edmund Husserl, Vorlesungen über Ethik und Wertlehre, «Husserliana» XXVIII, Dordrech, 1988, I Abschnitt, pp. 3-9). Cfr. un planteamiento exacto del tema en el “Estudio Crítico” que Manuel Garrido antepone a la Metafísica del sentimiento de Th. Haecker, Madrid, 1959, 15-67. Aacepta el “trialismo” A. Roldán, Metafísica del sentimiento, Madrid, 1956, 62-75. 86
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como decían los antiguos, con “necesidad de especificación”. Pero la inteligencia es lo primero que se abre completamente a ese bien englobante o final y, por lo tanto, especifica con su universalidad a la voluntad que se despliega complacidamente hacia el bien universal propuesto. Iniciada en ese movimiento de complacencia, propio de una afectividad encendida, la voluntad hace que la inteligencia se aplique a ejercer su acto propio, porque también la “verdad”, que es lo que perfecciona a la inteligencia, está contenida en el bien universal, como un bien particular suyo87. Amamos trascendentalmente la verdad porque es parte de nuestro bien trascendental. ¿Quién no ama el bien, allí donde se presente? ¿Quién no ama la verdad, allí donde esté? Partiendo de ahí la inteligencia considera que la felicidad ha de ser lograda con medios adecuados, y promueve que la voluntad se dirija intencionalmente a ese bien susceptible de ser conseguido con ciertos medios. Los autores antiguos llamaron intentio volitiva a ese acto de la voluntad dirigido al fin, una “intención” que exige un campo general de medios, no elegidos todavía en concreto. Se trata de una “intención” que, estando dirigida al fin último, implica la necesaria posibilidad de los medios.
8. De los fines a los medios en la acción humana 1. Por tanto, mientras la inteligencia y la voluntad se ejercen en un plano trascendental del fin, o también, en amplia apertura a la verdad y al bien, no delimitan con ello una actividad acabada. Pero a partir de ahí entran ambas facultades en un plano contextual y concreto de medios y elaboran el acto mismo deliberado. En primer lugar, bajo el ámbito de la “intención” volitiva, se aplica la inteligencia a deliberar. Es la voluntad la que quiere que se delibere intelectualmente, por estar necesariamente llamada a la felicidad que desea conseguir. Esto es así porque en el ámbito del quehacer humano existen incertidumbres: las acciones versan sobre lo singular y contingente, son lo incierto por su variabilidad, hecho que hace necesario que la inteligencia explore antes de juzgar y elegir. A esta exploración llamaron los antiguos “consilium”, consejo. No se trata inicialmente del parecer que se pide a otro para hacer o no hacer algo, sino del dictamen que la propia inteligencia hace, volviendo reflexivamente sobre los
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“Et ipsum verum quod est perfectio intellectus continetur sub universali bono, ut quoddam bonum particulare” (STh I-II, q. 9, a. 1, ad 3).
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datos concretos que ella misma tiene a su disposición88. El consejo es una precisa categoría reflexiva en el proceso deliberativo. 2. Realizada esa exploración o inquisición, la inteligencia considera los distintos modos posibles que permiten conseguir la pretendida felicidad con los medios habidos: coteja esos modos posibles, precisamente porque no están conectados necesariamente con el logro de la felicidad y hay que seleccionar los más idóneos para ello. Es oportuno hacer hincapié en la ausencia de sujeción y subordinación de este momento consiliativo –estrictamente deliberativo–, pues de él depende que la voluntad sea libre a lo largo de todo el proceso ulterior89. Al consejo responde la voluntad con el consentimiento, que consiste en recoger y apropiarse complacidamente lo que ha sido juzgado como medios estimables y viables por el consejo intelectual. Si el consejo trata de las cosas que se dirigen al fin, o sea, de los medios, también el consentimiento trata, en sentido estricto, de los medios90. Una vez dado el consentimiento, la voluntad incita a la inteligencia para que siga su reflexión o consideración hasta emitir un juicio selectivo (discretivo) de los medios, estimando que uno de ellos es en concreto el más útil o idóneo para lograr el fin. Se trata de un juicio práctico, y prepara la forma en que una elección debería hacerse dentro de un lugar y de un tiempo determinado. De ese juicio se sigue la libre elección de la voluntad, o sea, la aceptación terminante de un medio y no de otro. Hecha la elección, la voluntad sigue urgiendo a la inteligencia para que tutele o dirija la ejecución de lo que había elegido. Durante el curso de la acción deliberativa la inteligencia no debe parar en su papel iluminador. Y la primera determinación de esta tutela es el imperio, que no es sino la orden o mandato que la inteligencia hace recaer sobre la voluntad mostrando de qué modo ha de conseguirse lo que ha elegido. Si durante la ejecución aparecen diversas posibilidades, la voluntad apremia para que la inteligencia realice una nueva deliberación, de la que se sigue otra elección, hasta que se consiga la meta. Por último, bajo la dirección de la inteligencia, la voluntad se sirve o “usa” activamente de las potencias que le están subordinadas: y en eso consiste el uso activo, por el que la voluntad hace que las facultades ejecutivas se plieguen a los medios que existen. Al uso activo responde, en las potencias subordinadas a la voluntad, el uso pasivo: las potencias movidas por la voluntad ponen en obra los necesario a cuyo través se logra el fin. Y no se olvide que el “fin” se toma en 88 89 90
STh I-II, q. 14, a. 1. “De fine non est consilium sed solum de his quae sunt ad finem” (STh I-II, q. 14, a. 2). STh I-II, q. 15, a. 3.
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dos sentidos: como cosa y como posesión de esa cosa. En términos absolutos “fin” es la cosa misma, de la cual no hay uso de modo absoluto. Usar es ordenar una cosa a otra, como el medio se ordena al fin. Una vez conseguido el fin, surge en la voluntad la definitiva fruición, el gozo cumplido, la terminación de lo que la voluntad trascendental había comenzado como una inicial y anhelada posesión deleitable, pero lejana, del fin91. El fin ya poseído no es usado, sino gozado. La acción humana va del gozo anhelado al gozo conseguido. Esa es su clave de bóveda.
9. Sobre la esencia y génesis de la acción 1. Tal como ha sido descrito este proceso, que va de lo general a lo particular, del bien universal al bien concreto gozable, podría parecer que en ello se desarticula un curso unitario. Pero nada de eso debe ocurrir. Pues los grandes “protagonistas” de este asunto son dos facultades que se tensan al unísono para lograr un desenlace oportuno para el ser humano. Y en la medida en que progresan hacia ese punto final van emitiendo rápidas pulsaciones que, por nuestra parte, han de ser atrapadas y nombradas como si fueran fijas y permanentes. Queda claro así el interés principal de este estudio: establecer desde el punto de vista psicológico las condiciones fundamentales –también ontológicas– de los actos humanos como tales. Santo Tomás considera que propiamente son actos humanos los voluntarios, por ser la voluntad el apetito espiritual propio del hombre; de ahí que hable de los actos en cuanto son voluntarios. Al entrar en el ámbito mismo de lo voluntario, explica primero la tensión teleológica de la voluntad humana, como tendencia natural y racional a la vez. Trata luego de lo voluntario en contraposición con lo involuntario. Seguidamente se ocupa de los actos inmediatamente voluntarios, que son emitidos por la voluntad misma, o sea, en cuanto existen en el inmediato brote de la voluntad; y a continuación, de los actos mediatamente voluntarios, en cuanto imperados por la voluntad, y en cuya ejecución intervienen otras facultades. 2. El criterio general que aplica Santo Tomás en esta construcción temática es aristotélico: trata antes de la esencia de un acto (por ejemplo, de la elección) y a continuación de sus causas (por ejemplo, del consejo), porque el conocimiento nuclear del objeto es antes que el de sus causas, o sea, el asunto de la 91
Antoine Goudin, Op. cit., Tertia Pars, Quaestio II, art. 3, De actibus voluntariis speciatim.
I. La tensión volitiva de la acción
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“esencia” ha de ser tratado antes que el de su “génesis”92, un criterio fenomenológico impecable. Siguiendo el ejemplo indicado: la elección presupone formalmente la ordenación de la inteligencia llamada “consejo”. Esto explica que Santo Tomás trate antes del consentimiento que del consejo. El consentimiento es el fin del consejo, pues el oportuno consejo se ordena a un consentimiento recto; de ahí que en el orden del conocimiento, el fin es antes que las cosas que son para el fin, es decir, antes que los medios93. De ahí que al enfocar todos los hitos de la acción deliberada, el tratamiento de los actos de la inteligencia queden integrados como causas finales o formales o ejemplares. Estas son las claves más importantes de la “teoría de la acción” trazada por Tomás de Aquino. En todo este proceso no debe quedar ensombrecida la unidad estructural de la acción. Aunque fueron pocos los que no llegaron a superar el riesgo de descuadernar el flujo unitario de la acción, lo cierto es que sus desaciertos metodológicos bastaron para que el mundo moderno considerara ese esfuerzo genial como una caricatura, cuando en realidad es, entre otras cosas, una muy razonada investigación fenomenológica y ontológica94.
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Aristóteles, Phys. I, cap. 1; Eth I, cap. 4. Aristóteles, Phys, II, cap. 9. 94 Sobre esa unidad de la acción véanse también las equilibradas exposiciones de: Th. Deman. “Le «précepte» de la prudence chez saint Thomas d'Aquin”, Rescherches de Théologie ancienne et médiévale, 20 (1953) 40-59. John E. Naus, The Nature of the Practical Intellect According to Saint Thomas Aquinas, Gregorian University, 1959; D. Odon Lottin, “La psychologie de l'acte humain”, Rescherches de Théologie ancienne et medieval, 29 (1962): 250-267. B. Morisset, “Prudence et fin selon St. Thomas”, Les Sciences Écclésiastiques, 15 (1963) 73-98. Ralph McInerny, “Prudence and Conscience”, The Thomist, 38 (1974), 291-305. 93
Capítulo II CONFORMACIÓN INTELECTUAL DE LA VOLUNTAD
1. La moción de la inteligencia práctica sobre la voluntad 1. Atendamos a la función práctica de la inteligencia. En el interior del espíritu humano la voluntad es movida por la inteligencia, pero no mediante su función teórica, sino mediante su función práctica. Esta tesis recibió varias veces la siguiente objeción: si la inteligencia moviese a la voluntad no se explicaría la distancia clara que hay entre conocer el bien y ejecutarlo voluntariamente. Sin embargo, Santo Tomás aclaraba que la inteligencia mueve, esto es, determina y motiva a la voluntad en forma de especificación, abriéndole un camino, presentádole el objeto que se comporta como principio especificante; pero no impone una moción de ejercicio, que tendría un carácter eficiente e impulsivo. Lo ahora afirmado se conecta a la tesis general de que una cosa necesita ser movida por algo cuando se halla en estado potencial para varias cosas; porque lo que está en potencia es necesario que se reduzca al acto por algo que está ya en acto: y esto es mover. Ahora bien, Santo Tomás recuerda que una facultad psíquica se halla en potencia para diversas cosas de dos modos: primero, en cuanto a obrar o no obrar; segundo, en cuanto a hacer esto o aquello: así la vista unas veces ve de hecho, y otras no ve; y ora ve lo blanco, ora lo negro. Ha menester un motor, según esto, para dos cosas: para el ejercicio o uso del acto, y para la determinación específica del acto; la primera tiene que ver con el sujeto, el cual a veces está operando, y a veces no; y la segunda tiene que ver con el objeto por el que se especifica el acto. Estamos, pues, ante un orden de subordinación conectado a un orden causal: por ejemplo, la moción del sujeto mismo viene de algún agente: y como todo agente obra por un fin, el principio de esta moción procede del fin. De aquí que el arte que se ocupa del fin mueva con su imperio al arte que se ocupa de los medios; como el arte de gobernar buques impera sobre el arte de construírlos. Pero el bien en común, que tiene la índole de fin, es el objeto de la voluntad; y por lo tanto, bajo este aspecto la voluntad mueve a las otras potencias psíquicas para que actúen, pues usamos de ellas cuando queremos. De modo que los fines y las perfecciones de las demás facultades se encuentran bajo el objeto de la voluntad como ciertos bienes particulares. Siempre el arte o la facultad que tiene un fin universal –afirma Santo Tomás– mueve operativamente a las otras
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potencias que versan sobre fines particulares: al igual que en el ejército, el jefe que se propone el bien común, o sea, el orden de todo el ejército, mueve con su mandato a los oficiales, los cuales aplican la orden a sus respectivas secciones. “Mas el objeto mueve determinando el acto a modo de principio formal, por el que se especifica la acción de las potencias naturales, como la calefacción por el calor. Y como el primer principio formal es el ser y la verdad universal, que es el objeto de la inteligencia, por eso, y con este género de moción, mueve la inteligencia a la voluntad, proponiéndole su objeto”1. Ya queda dicho que la inteligencia que mueve o motiva a la voluntad no es la teórica, sino la práctica, dependiente del interés de la voluntad. Argumenta Santo Tomás esta tesis indicando que así como la imagen de una forma que todavía no es vista como conveniente o nociva no excita el apetito sensitivo, así tampoco la aprehensión de lo verdadero mueve sin la determinación de lo bueno qu es apetecible y atractivo. Por lo tanto lo que mueve a la voluntad no es la inteligencia especulativa, sino la inteligencia práctica. De ahí se entiende, a su vez, que inversamente la voluntad mueva a la inteligencia en cuanto a la ejecución de su acto; porque incluso lo verdadero mismo, que es perfección de la inteligencia, se contiene en el bien universal, como cierto bien particular. “Pero en cuanto a la determinación del acto, la cual procede del objeto, la inteligencia mueve a la voluntad; porque aun el mismo bien es aprehendido bajo cierto especial aspecto inteligible, comprendido en el carácter universal de verdad. Con lo que aparece evidente que no es uno mismo el motor y lo movido bajo un mismo aspecto”2. Sobre el modo que la voluntad tiene de moverse, cabe plantearse si se mueve naturalmente hacia algo3, en caso de que sea contrapuesto el agente voluntario al agente natural. Máxime teniendo en cuenta que la naturaleza está determinada a solo una cosa, mientras que la voluntad se dirige a cosas opuestas, por lo que parecería que no puede quererlas naturalmente. Ahora bien, cuando se plantea si la voluntad es movida naturalmente, quiere decirse si es movida necesariamente a una cosa. En cuanto la voluntad es dueña de su acto y es libre, no opera naturalmente –o como naturaleza, esto es, de manera determinada y necesaria–; sin embargo, el objeto por el que primordialmente es movida ha de ser querido de manera natural y determinada. Tal objeto será esencial y determinadamente bueno, como es el bien en general; y sin este carácter formal y general del bien no puede ser nada deseado o apetecido. Sobre esta tesis aclara el Aquinate que por “naturaleza” se entiende unas veces el principio intrínseco de las cosas mudables, y en este sentido es o la ma1 2 3
STh I-II, q. 9, a. 1. STh I-II, q. 9, a. 1, ad 3. STh I-II, q. 10, a. 1.
II. Conformación intelectual de la voluntad
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teria o la forma. Otras, se toma por cierta sustancia o por un ente cualquiera, y en tal sentido se dice que es natural a una cosa lo que a ella le conviene por su propia sustancia, que es lo que por sí mismo es interno e inseparable de la cosa. En este caso, es natural el principio que pertenece internamente a la cosa. Esto es lo que ocurre con la inteligencia; pues los principios del conocimiento intelectual son naturalmente conocidos. De parecida manera, el principio motivador de los movimientos voluntarios debe ser algo que naturalmente se quiere. Tal es precisamente el bien en general, al que naturalmente propende la voluntad, como tiende cada facultad o potencia a su respectivo objeto; y aun al mismo fin último, que se comporta respecto a las cosas apetecibles como los primeros principios de la demostración respecto a las cosas inteligibles; y en general a todo aquello que es propio del que quiere en virtud de su misma naturaleza. “Porque por la voluntad no solo deseamos lo perteneciente a la facultad misma volitiva, sino también lo que es propio de cada una de las potencias y de todo el hombre. Es decir que el hombre no solo quiere naturalmente el objeto de la voluntad, sino también otras cosas que convienen a sus distintas potencias: cuales son el conocimiento de la verdad, propio de la inteligencia; el ser y el vivir y otras semejantes, que se refieren a su compleja existencia natural; cosas todas comprendidas bajo el objeto de la voluntad, como particulares bienes que son”4. En cuanto a la distinción entre agente natural y agente voluntario, Santo Tomás aclara que la voluntad se contrapone a la naturaleza como una causa se distingue de otra causa contraria; toda vez que unas acciones se ejecutan de modo natural y otras de modo voluntario. Dicho de otra manera, además del modo de causar propio en general de la naturaleza, que está determinada a una sola cosa, hay otro peculiar de la voluntad, que es dueña de sus operaciones. “Pero como la voluntad se funda en alguna naturaleza, necesariamente participa de este modo general, como toda causa posterior participa de lo que es propio de la causa anterior. En cada cosa el ser mismo, que es por naturaleza, es antes que el querer, que es por voluntad; y así es como la voluntad quiere algo naturalmente”5. Ya fueron advertidos estos conceptos en el capítulo anterior. Para Aristóteles, lo que es natural en las cosas porque se sigue de la forma, siempre les es propio en acto, como el calor al fuego; mas lo que es natural a ellas porque se sigue de la materia, no siempre está en acto en ellas, sino que lo está a veces como en potencia –puesto que la forma es acto, y la materia es potencia, y el movimiento es acto de lo que existe en potencia–; y así lo que en los seres naturales pertenece al movimiento o se sigue del movimiento no siempre está en ellos. “De un modo análogo no es necesario que una voluntad que pasa de la potencia al acto, en el momento de querer algo, quiera siempre actualmen4 5
STh I-II, q. 10, a. 1. STh I-II, q. 10, a. 1, ad 1.
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te, sino solo cuando se encuentra en alguna determinada disposición (solum quando est in aliqua dispositione determinata)”6. Pero la voluntad humana, que no es acto puro, tampoco está siempre queriendo en acto. Ahora bien, no debe pasar inadvertido que la voluntad es cierta fuerza inmaterial –como lo es también la inteligencia– y le corresponde naturalmente algo único común, el bien: así como a la inteligencia corresponde algo único común, la verdad, o el ente, o la esencia. “Y lo cierto es que en el bien común se incluyen muchos bienes particulares, pero a ninguno de ellos está determinada la voluntad”7. Santo Tomás se detiene a considerar si, desde la inteligencia, la voluntad es movida por su objeto de un modo necesario. La voluntad es facultad inmaterial y lo es también la inteligencia; pero una y otra se ordenan a un objeto universal. La inteligencia es movida por su objeto con necesidad; ¿podría ocurrir que la voluntad fuera movida por el suyo igualmente? En realidad, todo cuanto uno quiere, o es fin o es algo conducente al fin. Y como en el orden especulativo asentimos inevitablemente a los principios, ¿no parece también que en el orden práctico queremos de un modo inevitable el fin, el cual es la razón de querer lo ordenado al fin? Esto equivaldría a decir que la voluntad sería arrastrada por su objeto ineluctablemente. Para despejar esta duda recuerda Santo Tomás la tesis de que las facultades espirituales se enfrentan a objetos opuestos. La voluntad misma, como facultad espiritual, puede tender a uno u otro de los extremos opuestos, sin que a ninguno de ellos sea llevada por necesidad8. Y es que la voluntad no es movida con necesidad por su objeto en cuanto al ejercicio, puesto que puede apartar su intención de un bien cualquiera y no desearlo; en cambio, en cuanto a la especificación es movida necesariamente por el bien perfecto, cual es la felicidad completa, el último fin y los medios –sin los que dicho fin no puede obtenerse, como son el existir, el vivir y semejantes–. Sin embargo, los bienes particulares y no plenamente perfectos no mueven con necesidad en cuanto a la especificación. “La voluntad es movida de dos modos: primero, en cuanto a la ejecución del acto; segundo, en cuanto a su especificación, la cual radica en el objeto. Acerca del primero, ningún objeto mueve a la voluntad forzosamente; puesto que uno puede muy bien no pensar en determinado objeto, y por consiguiente no quererlo en acto. Por lo que hace al segundo modo de moción, hay objetos que la mueven por necesidad, y los hay que no: porque en la moción de cualquier potencia por su objeto es preciso considerar el aspecto que la mueve. Por ejemplo, lo visible mueve a la vista en virtud del color actualmente radiante, 6 7 8
STh I-II, q. 10, a. 1, ad 2. STh I-II, q. 10, a. 1, ad 3. STh I-II, q. 10, a. 2.
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cuya índole, una vez que el color es propuesto a la vista, forzosamente la mueve; a no ser que el sujeto desvíe la mirada, y esto pertenece al ejercicio del acto”9. Mas si se pusiese ante la vista algo que de modo actual sólo tuviese color parcialmente, o sea, no tuviese color completamente, sino sólo en un aspecto, entonces la vista no lo vería por necesidad, pues podría mirarlo desde la parte que no tiene color en acto, y entonces no lo vería. Así pues –concluye el Aquinate–, como lo coloreado en acto es el objeto de la vista así el bien lo es de la voluntad: y por lo tanto, si a esta le es propuesto un objeto universalmente bueno en todos los aspectos, no puede menos de tender a él, pues no podrá querer otra cosa. Mas, si el objeto propuesto a la voluntad no es bueno en algún aspecto, ya no es forzosamente llevada hacia él: y como la falta de cualquier bien lleva en sí la índole de no-bueno, por eso únicamente el bien perfecto y al que nada le falta es tal que la voluntad no puede no quererlo: ese bien es la felicidad plena. Todos los otros bienes particulares pueden considerarse como nobienes, en virtud de que les falta algo bueno; “y bajo este aspecto pueden ser rechazados o aceptados por la voluntad, por lo mismo que puede tender a un mismo objeto bajo diversas consideraciones”10. En cuanto a la relación que la inteligencia hace a la voluntad, es preciso recordar que la inteligencia es movida de un modo incontrastable por un objeto tal que siempre y necesariamente sea verdadero; mas no por el que puede ser verdadero o falso, o sea, contingente; y esta situación ontológica de la inteligencia tiene también consecuencias para la voluntad, la cual se dirige al bien. El fin último mueve forzosamente a la voluntad, porque es el bien perfecto; y del mismo modo los medios conducentes a este fin, sin los cuales no puede obtenerse, cuales son el ser, el vivir, y semejantes. Mas todo lo empleado para lograr el fin, no lo quiere por necesidad el que quiere el fin; del mismo modo que las conclusiones, sin las cuales pueden ser ciertos los principios, no son imprescindiblemente admitidas por el que acepta los principios11. 2. Este es el momento de atender a la motivación del “querer originario” por la inteligencia práctica El fundamento por el que se pueden distinguir la inteligencia y la voluntad, facultades de entender y querer, está dado por el objeto formal al que tienden sus respectivos actos. Toda facultad psíquica se especifica por su objeto, al que se refiere de manera esencial e interna. Así, la “verdad” es el objeto de la inteligencia; y el “bien” lo es de la voluntad.
9 10 11
STh I-II, q. 10, a. 2. STh I-II, q. 10, a. 2. STh I-II, q. 10, a. 2, ad 2 y ad 3.
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La voluntad es motivada por la inteligencia de una manera peculiar; o sea, la inteligencia presenta a la voluntad el principio motivador que especifica el acto volitivo y, en tal sentido, la mueve de una manera precisa que es la “motivación”, en tanto que su principio u objeto formal no es otro que el bien. Pero la inteligencia no sólo presenta a la voluntad un objeto en general, sino un objeto diferenciado, cuya presentación persuasiva y atractiva es una condición necesaria para que la voluntad actúe. Por ese objeto especificativo los actos de la voluntad son estos y no otros, por ejemplo, volición o intención, elección o consentimiento o uso. Así lo expresa Santo Tomás: “Por parte del objeto se puede entender que algo mueva a la voluntad de tres modos. Primero, el objeto mismo propuesto: así decimos que el alimento excita el deseo de comer. Segundo, el que propone u ofrece dicho objeto. Tercero, el que persuade que el objeto propuesto tiene calidad de bueno; pues también ése propone de alguna manera a la voluntad su objeto, que es el bien humano, verdadero o aparente”12. De lo dicho se desprende que tanto el objeto entendido como la intelección del objeto no mueven exactamente en el mismo plano. Porque el objeto, que es el bien entendido, mueve especificando, como causa verdadera y esencialmente primera, dando sentido configurativo a la acción volitiva. Ahora bien, la intelección o aprehensión del bien –y consiguientemente la presentación persuasiva que lo bueno hace sobre la voluntad– mueve en el mismo género de causa que el bien, pero sólo como condición necesaria para que el objeto cause de manera esencial y primera; o sea, aplica o aproxima la causa al efecto, dando existencia a la causa para que cause. En definitiva puede decirse que el acto de la inteligencia que aprehende el bien –presentando incitativamente la bondad a la voluntad– pertenece al mismo género y modo de causar que tiene el objeto, el bien. 3. Para centrar lo que sigue, recuerdo que para la filosofía clásica había dos funciones radicales en la inteligencia humana, comprendidas respectivamente en el intelecto y en la razón; o sea, la función intuitiva e inmediata, y la función discursiva y mediata de conocer. Pero, en cuanto a las operaciones psicológicas de la inteligencia racional, fueron distinguidos dos actos básicos: la “aprehensión” y el “juicio”13. Ambos actos están marcados por la contingencia y finitud del ser humano: no alcanzan de un solo golpe y de un modo completo la realidad que pudieran conocer, teniendo que ejercer el tanteo, el análisis, o sea, lo 12
STh I-II, q. 80, a. 1. Del modo primero mueven a la voluntad las cosas sensibles, que aparecen externamente; mas del segundo y tercer modo puede mover, por ejemplo, cualquier hombre de nuestro entorno, ya ofreciendo algo apetecible a los sentidos, ya persuadiendo a la razón. Sin embargo, ninguno de estos tres modos puede modificar, como causa directa, la dirección de la voluntad: porque esta no es movida necesariamente por ningún objeto, sino por el último fin. 13 Aristóteles, De anima III, c. 6, 430, 26-28; Perihermeneias, 1, 16 a 9.
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que se llamó “composición y división”. Por lo tanto, la inteligencia, en primer lugar, “compone y divide” de una manera natural, representándose un conjunto de cosas, sin afirmar o negar todavía: como en la proposición “hombre docto”, “león rugiente”; y de este modo se constituye la aprehensión en una “proposición”. Un acto que no es todavía el juicio acerca de la verdad. Sin embargo, debido a la índole histórica y temporal del ser humano, tal aprehensión es insuficiente, por lo que la inteligencia tiene que volver a “componer y dividir”: o sea, antes de llegar al juicio culminante se ha de ejercer previamente no sólo una aprehensión de sujeto y predicado, sino también una comparación de ambos, una aprehensión connotativa que, como una simple representación, conozca que el predicado conviene o discrepa del sujeto, sin que todavía esté allí enunciada esa conveniencia veritativa (o su discrepancia): se llamó “aprehensión de predicabilidad”. Y a esta aprehensión de predicabilidad ha de seguirle inmediatamente el juicio veritativo, en el cual se contiene la verdad o la falsedad. Aunque en la simple aprehensión la inteligencia sea adecuada a la cosa, no conoce todavía esa adecuación suya y, por lo tanto, no enuncia que la cosa es tal como verdaderamente es. En el ámbito de la inteligencia el juicio es una acción que “compone y divide”, claro está, pero en el sentido de que, al hacerlo, “afirma o niega” algo de algo: indica que lo expresado entre el predicado y el sujeto coincide con la realidad; dice, en sentido fuerte, que lo manifestado en la proposición es verdadero o falso. Cuando se emite el juicio “componiendo y dividiendo” se corrobora también la imperfección de una inteligencia que, como la humana, no puede en un solo acto conocer una realidad íntegra, por lo que necesita dar varios pasos. Una inteligencia perfecta, pura, sin mezcla de contingencia material y de finitud, no juzgaría componiendo y dividiendo, sino que con una simple aprehensión perfecta comprendería inmediatamente una cosa real con todas sus propiedades. 4. Bajo la mera información o aprehensión intelectual, la voluntad emite primariamente un acto acerca del fin, especialmente acerca del fin que es primero entre todos. Ese acto se llama querer originario o volición simple (simplex velle), el cual queda especificado o motivado por la inteligencia práctica en cuanto es formalmente intelecto, no en cuanto es razón práctica. Como ya se ha indicado, en el orden espiritual de la inteligencia humana deben ser distinguidos el “intellectus” y la “ratio”, lo intuitivo y lo discursivo. Intelecto y razón se comportan respectivamente en la inteligencia como funciones de inmediatez y de mediación, tanto en el orden especulativo como en el práctico. Hay, en la facultad única de la inteligencia, dos funciones habituales
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distintas: un intelecto especulativo y un intelecto práctico, como hay también una razón especulativa y una razón práctica14. Los actos de la inteligencia y de la voluntad son mutuamente proporcionales, de la misma manera que son proporcionales las facultades y sus objetos. Pues bien, la voluntad queda motivada y especificada en su acto primero y simple. A su vez, en su primer acto simple la inteligencia es motivadora y especificativa. Lo especificado y motivado inmediatamente en su primer acto es la voluntad. Lo inmediatamente motivador y especificativo es la inteligencia. La voluntad trascendental comparece inmediatamente después del intelecto especulativo. La razón práctica pertenece al orden de la ejecución, y es posterior a los actos que emite la voluntad acerca del fin, los cuales se corresponden con el orden de la mera intelección. La voluntad, en lo concerniente a sus actos acerca del fin, especialmente en lo que respecta al primer acto que es un “querer originario” (simplex velle), no puede ser motivada por la razón práctica discursiva. Y como el intelecto práctico y la razón práctica se comportan como lo inmediato y lo mediato –lo que es por sí y lo que es por otro–, necesariamente debe ser motivada por el intelecto práctico, en cuanto es intuitivo e inmediato. En consecuencia, la voluntad como “querer originario” (simplex velle) es motivada y especificada por la inteligencia práctica, inmediata e intuitiva. Mas no recibe una motivación imperativa15, pues el imperio se refiere esencialmente a los medios, no al fin. 5. Ahora bien, estamos hablando de la voluntad de un sujeto que en su propio curso temporal e histórico se mueve dentro del mundo, no obra con total “simplicidad” psicológica, pues participa de la complejidad y de la contingencia; por ello la voluntad no es motivada o especificada en su primer acto por una inteligencia práctica que pura y simplemente aprehende, sino por la que compone y divide en la forma de juicio16. En realidad la simple aprehensión que logra el hombre en su vida histórica –él no es un espíritu puro– sólo es un conocimiento intelectual muy imperfecto, incluso oscuro. Ahora bien, la inteligencia que motiva y especifica a la voluntad presenta un objeto bajo el aspecto de bien. Ciertamente el aspecto formal de bien es poste14
Juan Cruz Cruz, Intelecto y razón. Las coordenadas del pensamiento según Santo Tomás, Pamplona, Eunsa, 2009; cap. II: “Intelecto y razón como actos” (pp. 43-76); cap. VI: “Intelecto práctico y razón práctica” (pp. 173-206). 15 Lo contrario es defendido por Bartolomé de Medina. 16 Sobre los dos actos principales del intelecto, aprehender y juzgar, cfr. Juan Cruz Cruz, Intelecto y razón. Las coordenadas del pensamiento según Santo Tomás, Pamplona, Eunsa, 2009; cap. II: “Intelecto y razón como actos” (pp. 52-59).
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rior en sí mismo al aspecto formal de verdad. Pero este aspecto formal de verdad no está en la simple aprehensión de la inteligencia finita, sino sólo en el juicio. Y por eso el aspecto formal de bien no surge en la simple aprehensión práctica, sino solo en el juicio práctico. Al respecto es preciso recordar que la diferencia entre lo práctico y lo especulativo no es una diferencia de facultades, sino de actos. La simple aprehensión es el acto primero y, consiguientemente, no puede ser posterior a otro precedente. Luego la inteligencia práctica no es propiamente aprehensiva, sino judicativa; sólo la inteligencia especulativa se establece por la simple aprehensión. A partir de ahí la inteligencia práctica, que es primariamente judicativa, motiva a la voluntad y especifica su primer acto, cuyo inicial principio es “hay que buscar y seguir el bien y hay que evitar o rechazar el mal”. Por lo tanto, la “simple aprehensión” de una realidad buena no exhibe perfectamente el aspecto de bien, aunque de algún modo lo principie; de ahí que no motive a la voluntad perfectamente, sino incoativamente. Pero eso no basta para que haya un querer originario (simplex velle) perfecto y absoluto. En resumen: la simple aprehensión existe en la inteligencia antes de que esta se bifurque en especulativa y práctica; pertenece, pues, a la inteligencia como tal, en sentido absoluto, como primer acto suyo. Además no es preciso que haya una simple aprehensión práctica distinta de la simple aprehensión tomada en sentido absoluto; es suficiente que los primeros términos de la simple aprehensión especulativa, como el ser y el no ser, sean referidos al apetito volitivo bajo el aspecto de bien y de mal, y provoquen así el primer juicio del intelecto práctico. 6. Por lo tanto, en cuanto a la especificación del acto, la voluntad no es movida –o motivada– por la inteligencia especulativa, sino por la inteligencia práctica. Sólo ésta es la que presenta persuasivamente a la voluntad el objeto bajo el aspecto de bueno o malo, de apetecible o rechazable. En cambio, la inteligencia especulativa aprehende el ser y la verdad de manera absoluta, sin que medie una relación al apetito y haciendo abstracción de lo bueno y lo malo. Por su parte, la inteligencia práctica enfoca la verdad en orden al bien, en cuanto éste es apetecible y el mal rechazable. No obstante, en una perspectiva metafísica, la verdad y el bien se identifican realmente con el ser, aunque difieran en su aspecto formal, de modo que pueden implicarse mutuamente. “Lo verdadero y lo bueno se implican mutuamente, pues lo verdadero es un cierto bien. De no ser así, no sería deseable. Y lo bueno es verdadero, porque, de otro modo, no sería inteligible. Por lo tanto, así como lo verdadero puede ser objeto del apetito volitivo bajo el concepto de bueno, como sucede cuando alguien desea conocer la verdad, así también lo bueno es
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aplicable a la acción bajo el aspecto de verdadero, que es el objeto de la inteligencia práctica. Pues ésta conoce la verdad, como la conoce también la inteligencia especulativa, pero ordena a la acción la verdad conocida”17. El objeto no especifica a la voluntad bajo el aspecto de verdad, sino de bien. En cambio, la inteligencia especulativa no indica nada en orden a seguir lo bueno práctico o rehuir lo malo práctico. Es claro que el objeto solamente mueve o motiva a la voluntad cuando es entendido; y ni siquiera basta que sea entendido, porque también el ser es entendido como verdadero y no por eso, como verdadero, mueve a la voluntad; sólo el bien es el objeto formal de la voluntad, siendo necesario que el objeto aprehendido sea entendido como bueno, y se presente así persuasivamente a ella. La inteligencia es la que “motiva”, pero no produce un movimiento eficiente, pues se limita a orientar la voluntad hacia el movimiento, lo cual le compete ejerciendo el acto de aprehensión y juicio práctico. Esta motivación es la que se extiende a lo largo de una acción deliberada, el primer momento categorial que existe en el curso de la voluntad.
2. La acción humana libre y su raíz intelectual 1. Los maestros del Siglo de Oro se esforzaron por aclarar en pormenor la misma raíz interna de la libertad. Con este propósito, enseñaban, con Santo Tomás, que la libertad se coloca formalmente en la voluntad18: pues de la voluntad sale el acto formalmente libre que es la elección. Ciertamente la máxima libertad de acción resplandece en la elección de una cosa y en el rechazo de otra; ahora bien, la elección es un acto de la voluntad, dado que versa sobre el bien, pues se elige lo conveniente y se rechaza lo que no conveniente: y en eso consiste lo propio del bien o del mal. Además el dominio, que es propiedad de una facultad libre, se encuentra formalmente en la voluntad: pues nosotros tenemos dominio de lo que nos servimos cuando queremos, y siempre que esté en nuestras manos. Por lo tanto, no debe provenir de un principio extrínseco totalmente, pues entonces sólo nos mantendríamos respecto a él de modo pasivo y sin dominio; por lo tanto, debe provenir de un principio intrínseco. A su vez, no puede provenir del impulso de la naturaleza; pues, si así fuera, estaría totalmente determinado, no sería indiferente y no tendría poder para servirse o no servirse de él, cosa requerida para el dominio; por otra parte la naturaleza obra de acuerdo con una determinación. 17 18
STh I, q. 11, ad 2. STh I, q. 83, a. 3.
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Tampoco puede provenir solamente de un principio cognoscitivo, puesto que éste se halla también necesitado y determinado por el propio objeto y por los principios naturales. Luego es necesario que sea un principio voluntario, o sea, la propia voluntad. Somos máximamente voluntarios cuando realizamos un acto con pleno dominio, sin que exista necesidad o servidumbre. 2. Por consiguiente, en primer lugar, la indiferencia de la libertad consiste en la potestad de dominio que tiene la voluntad no sólo sobre su acto, al que mueve, sino también sobre el juicio por el que es movida o motivada. Para explicar esta tesis hay que matizar la noción de indiferencia –que se contrapone a necesidad– y que constituye la libertad. En verdad, lo necesario implica dos notas características: primera, ser fijo e inmutable, y así se opone a lo contingente y a lo falible; segunda, estar determinado a una sola cosa, careciendo de potestad hacia muchas; y de esta forma se opone a lo libre, que tiene poder para hacer una cosa u otra, posea o no contingencia19. También la indiferencia es doble: una pasiva o de potencialidad y otra activa o de potestad. La indiferencia de potencialidad es imperfecta y no conduce a obrar, pues se comporta como un obstáculo. Y es que cuanto más indeterminado y potencial es algo respecto a varias cosas, más se aleja del obrar; y precisa ser determinado y activado para que opere de hecho. Por lo que esa indiferencia de potencialidad no pertenece al concepto de lo libre. Consiguientemente si esa indiferencia de potencialidad se encuentra en un agente libre, es una imperfección, puesto que no está suficientemente en acto; y, de este modo, cuanto más se aleja esa potencialidad, tanto más se perfecciona la libertad, porque así es llevada al acto. La potencia activa, o indiferencia de potestad, aún es doble. Una es indiferencia sólo a modo de universalidad en el obrar, en cuanto que una causa no sólo puede hacer un solo efecto, sino varios y de diversa especie. Por ejemplo, el sentido y la inteligencia pueden emitir varios actos distintos. La otra indiferencia es la dominativa, o de arbitrio, la cual tiene una excelencia tal para obrar, que no puede ser coartada u obligada a obrar, sino que tiene el poder de obrar o no obrar. Y esta indiferencia consiste no sólo en tener la potestad sobre el acto o el efecto que ella provoca, sino también sobre el juicio por el que es movida o motivada: de modo que en su mano está el discernir, el juzgar e incluso apartar el juicio por el que es movida o motivada; y dado que esto no lo tiene el animal, cuyo apetito no puede alejar una estimación sensible una vez puesta, por ello decimos que carece de libertad. Así lo enseña Santo Tomás: “El hombre puede, mediante la capacidad de su razón, juzgar sobre las acciones que va a realizar; y puede, según su albedrío, hacer juicios, en cuanto que conoce la naturaleza del 19
Ver q. 22, a. 6.
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fin y de lo que se dirige a ese fin, como también conoce la relación y el orden de una cosa a otra. De ahí que el hombre no sólo sea causa de sí mismo al mover, sino también al juzgar. Por eso, tiene libre albedrío, es decir: tiene libre juicio de obrar o no obrar”20. Y también: “El juicio se encuentra en poder del que juzga, en cuanto que puede juzgar de su propio juicio; pues podemos emitir juicios de lo que está en nuestra potestad. Ahora bien, el juzgar de su propio juicio es propio de la sola inteligencia que re-flexiona sobre su acto y conoce la relación de las cosas que son juzgadas y de las cosas por las que juzga. Por lo tanto, la raíz de toda libertad está en la inteligencia racional”21. 3. Consiguientemente, para que la voluntad tenga pleno dominio de sus acciones, es preciso que, si hay algo que la mueve, no sea coartada por él, ni sea determinada por él, sino que más bien la conserve y la perfeccione en su indiferencia y libertad. Luego tiene que tener potestad no sólo sobre lo que ella mueve, sino también sobre aquello por lo que es movida o motivada, a saber, sobre el juicio; y esto es tener potestad dominativa, o potestad de arbitrar y discernir. Porque si, una vez puesto el juicio, la voluntad no pudiera arbitrar sobre él, ni tuviera el poder sobre aquello que la motiva, entonces podrían ocurrir dos cosas. Primera, permanecería totalmente ligada al juicio, y así no sería libre, como acaece en los animales –hablamos en este caso de una especie de juicio sensorial que es la estimativa–; pues en estos ocurre que, una vez puesta la estimación sensible empujada por el instinto, el apetito se une a ella y no puede dejarla de lado. Segunda, el hombre no podría disponer por su propia voluntad de lo que vaya a realizar, ni aplicar su inteligencia para arbitrarlo, sino que en ello sería regido de modo casual. 4. Por lo tanto, la raíz más próxima e inmediata de esa libertad que está en la voluntad es, a su vez, la indiferencia del juicio que hay en la razón. “La raíz de la libertad está en la voluntad como sujeto, pero en la razón como causa”22. Porque todo apetito elícito –interior y motivado– sigue a la aprehensión o a la forma aprehendida. Ahora bien, la voluntad libre es un apetito elícito y, por consiguiente, debe seguir a una aprehensión indiferente y radicarse en ella. Pues ni la inclinación puede sobrepasar la fuerza de la forma a la que sigue, ni tener en sí más de lo que está contenido en la forma. Luego un apetito que es indiferente no puede seguirse de una forma cognoscitiva que no tenga indiferencia, forma determinada y coartada o restringida a una sola cosa. Por lo tanto, cuando 20
Ver q. 24, a. 1. Ver q. 24, a. 2. Cfr. también STh I, q. 83, a. 1; y Mal q. 6, a. 1. 22 STh I-II, q. 17, art. 1, ad 2. Cfr.: STh I, q. 83, a. 1; Ver q. 24, a. 1; Mal q. 6, art. 1; Contra Gentes, c. 85. 21
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el juicio carece de toda indiferencia y está solamente coartado o restringido a una sola cosa, el movimiento que se sigue en la voluntad es indeliberado y carente de libertad. Así pues, un apetito libre depende de la forma indiferente aprehendida cognoscitivamente, del mismo modo que cualquier apetito elícito depende de la forma aprehendida y conocida como tal23. Es contradictorio que la voluntad se halle necesariamente obligada, mientras se mantiene indiferente el juicio por el que ella es dirigida en la operación24. 5. Un ejemplo de lo indicado se halla en la intención volitiva. La “intentio” significa el acto de “tender hacia” algo que es su término: es un acto de la voluntad que presupone la ordenación racional de algo al fin, y por eso incluye un acto intelectual. Aunque la intención se tensa hacia el fin, la voluntad no se dirige al fin de manera absoluta, pues requiere también la presencia, siquiera amortiguada, de los medios. Además en la voluntad debe distinguirse la intención, de un lado, y la elección, de otro lado: la primera es un acto de la voluntad precedido de una inteligencia racional que es capaz de ordenar los medios al fin mismo; pero la elección es un acto de la voluntad que sigue a la inteligencia racional que compara y relaciona los medios entre sí. En cuanto a la primera intención volitiva del obrar, se trata de una acción humana que es principio e inicio de la deliberación: pertenece a la acción deliberada iniciativamente, pero no consumativamente, al igual que el movimiento del corazón es iniciativamente vital, pero no lo es consumativamente. Incluso los movimientos súbitos o inmediatos existentes en el intelecto y en la voluntad gozan del carácter de acción humana, puesto que son “inicio” de actos libres y deliberados. Por lo tanto, una cosa es que la intención sea libre y otra cosa es que sea deliberada: en efecto, que la intención sea libre se debe a la indiferencia del juicio y a la potestad de la voluntad sobre sus actos, al menos en cuanto al ejercicio. En cambio, que la intención sea deliberada se debe a que el sujeto se mueve de una cosa a otra determinándose a sí mismo e indicando un camino, pues deliberar es eso. Ahora bien, la primera intención volitiva del fin puede ser propuesta con plena advertencia e indiferencia, teniendo la voluntad una potestad en cuanto al ejercicio del acto dentro de la misma especie, dado que puede ejecutar este acto o no ejecutarlo. Ahora bien, para emitir el primer acto no tiene potestad de moverse de un acto a otro, puesto que no supone un acto anterior por el que se mueva, sino que aquel es el primero de todos, ingénito por parte del sujeto; bajo este aspecto, el acto primero no es deliberado de modo estricto y consumado,
23 24
9.
J. Poinsot, In I-II, Cursus Philosophicus, q. 12, a. 2 Domingo Báñez, In STh I, q. 19, a. 10, dub 1; Diego Álvarez, De Auxiliis, lib. 12, disp. 116, n.
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sino que sólo lo es iniciativamente; y esto es suficiente para que el acto sea humano, al menos, incoativamente25. ¿Y la acción instantánea? En lo referente a la acción instantánea, es claro que una acción libre y deliberada puede formal y directamente ejecutarse en un único instante: de la misma manera que en un único instante –hablando en sentido metafórico– el sol ilumina la luna y la luna ilumina la tierra, y de la misma manera que la inteligencia propone un objeto a la voluntad y la voluntad en un instante lo ama: así también puede amar el fin, y por el fin puede amar los medios en un único instante. Pero, respecto a las acciones antecedentes, las que figuran como presupuesto de otras, ellas pueden requerir tiempo, en cuanto que son ejercidas por nosotros mediando varios actos, al proceder de lo imperfecto a lo perfecto; en cambio, un espíritu puro podría ejecutar todo esto en un único acto e instante, al operar sin discurso y sin tiempo26. Pero el hombre no posee esa tipo de espíritu.
3. Proporción ontológica de la voluntad a la inteligencia 1. Duns Escoto pensaba que la voluntad es una potencia más perfecta que la inteligencia27. En esta tesis le había precedido San Buenaventura; y le siguió John Maior28. Estos autores basaban su postura en tres condiciones principales que podrían determinar, desde el punto de vista filosófico, la excelencia de una facultad: primera, por el objeto; segunda, por la eficacia del poder que tiene su acto; tercera, por el efecto más elevado29. En el objeto estaría la primera condición. Pues el objeto de la voluntad sería más perfecto, a saber, el bien que es la perfección y la actualidad del ente y se refiere al ser o existencia, hacia lo que tiende la voluntad. La existencia es la actualidad máxima y la perfección que hay en el ente; el mismo bien es más perfecto que la verdad, puesto que la perfección del ente se realiza por la bondad, y cada cosa es buena en cuanto es perfecta e íntegra. Luego el objeto propio de la voluntad sería más excelente que el objeto de la inteligencia. En la eficacia de la facultad estaría la segunda condición. En efecto, el objeto de la voluntad es el bien o el fin, que es la primera de las causas y, por esto, la voluntad tiene el poder de mover a las demás potencias y posee el dominio 25 26 27 28 29
J. Poinsot, In I-II, disp. 1, a. 1, nn. 42-46. J. Poinsot, In I-II, disp. 1, a. 1, n. 47. Juan Duns Escoto, In Sent IV, dist. 49, q. 4. In Sent IV, dist. 49. J. Poinsot, Cursus Philosophicus, III, q. 12, a. 5.
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sobre ellas, incluida la inteligencia. Por consiguiente la voluntad sería más excelente que la inteligencia, como el ordenante lo es sobre el ordenado, lo superior sobre lo inferior; la facultad formalmente libre lo es sobre la formalmente necesaria; aunque radicalmente sea libre, principalmente porque ninguna otra potencia puede tener dominio sobre la voluntad. Luego esta es la más actual y la más perfecta de todas, puesto que la potestad de mover se funda en la actualidad. En el acto y el efecto estaría la tercera condición. Puesto que –para aquellos maestros franciscanos–, el acto sublime de la voluntad que es la caridad, sobrepasa o supera el acto excelente de la inteligencia: de ahí que la caridad sea lo más eminente de todas las facultades. Esto es así porque el acto de la caridad nos aproxima más a Dios y por último nos dispone a la gracia; luego es preciso que en términos absolutos esta potencia sea también más eminente que la inteligencia30. El óptimo acto de la voluntad supera al excelente acto de la inteligencia, siendo aquella facultad más extraordinaria de un modo absoluto. También es extraordinaria por el efecto; porque nosotros somos llamados completamente buenos o malos por la voluntad, no por el acto de la inteligencia; porque la mayor excelencia entre los espíritus se toma del amor, y, consecuentemente, eso ocurre también entre las facultades. 2. Otra es la opinión que defienden Santo Tomás y sus discípulos. Enseñan que, en términos absolutos, la inteligencia es más perfecta que la voluntad, aunque la voluntad puede ser más perfecta bajo algunos aspectos o de un modo relativo31. Para el Aquinate el objeto de la inteligencia es la esencia del bien apetecible; pero el bien apetecible, cuya esencia está en la inteligencia, es el objeto de la voluntad. Que la esencia del bien sea objeto intelectual significa que el bien es logrado en su esencia por la inteligencia; y este modo es más elevado y más abstracto o universal; en cambio, la voluntad no alcanza la esencia del bien, aunque posee la motivación y el ejercicio del bien mismo. Cuando se habla de la perfección absoluta de una facultad, queda mentada la perfección que proviene del objeto, según el modo que éste tiene de motivar a la facultad o inmutarla. La inteligencia, debido a la fuerza de especificación objetiva que irrumpe con ella, es más elevada que la voluntad, siendo su modo completamente inmaterial. La inmaterialidad proviene de la exclusión de condicio30
A este propósito también Santo Tomás había dicho –aunque no en el mismo contexto argumentativo– que el conocimiento de las cosas que están bajo nosotros es más perfecto que el amor que les tenemos, pero en relación a las cosas que se encuentran por encima de nosotros…, el amor es más excelente que el conocimiento (STh I, q. 82, a. 3). 31 STh I, q. 82, a. 3; Contra Gentes III, c. 26; Ver q. 22, a. 11. También STh I, q. 26, a2. Cfr. Cayetano, In STh I, q. 82; Suárez, De anima V, c. 9; Vázquez, In STh I-II, disp. 11, c. 23; Conimbricenses, In De anima III.Juan Poinsot: Cursus Philosophicus, q. 12, a. 5.
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nes materiales y potenciales. En realidad, toda imperfección se funda en la potencialidad y materialidad –las cuales indican limitación y oposición a la actualidad–: luego cuanto más inmaterial es el modo del objeto y de la facultad, tanto más actual y perfecto es, puesto que se aleja más de la potencialidad. Pues bien, la inteligencia es inmutada por su objeto de un modo muy amplio e inmaterial: queda motivada de manera que puede penetrar todas las cosas que se incluyen en el objeto, sea cual fuere el estado y la condición de éste, su existencia o no existencia, etc. Por eso la inteligencia se comporta como si leyera en el interior, ya que penetra en el fondo o esencia de lo que ella descubre, si no es impedida por defecto de su luz interior o de las imágenes concomitantes. En cambio, la voluntad no hace ninguna de estas operaciones, sino que supone lo hecho por la inteligencia; y, tan pronto como se le ha propuesto el objeto, se inclina a él y no se extiende más ampliamente a todas las cosas, sino sólo al aspecto de conveniencia. Y, aunque se orienta al fin moviéndose hacia él, sin embargo, éste debe ser antes propuesto por la inteligencia de una manera más abstracta o universal, pues de otro modo la voluntad no se movería. 3. Así pues, en cuanto al logro objetivo, la inteligencia está en primer lugar, aunque la voluntad la supere en el movimiento aplicativo y efectivo. Sin embargo, el aspecto del movimiento efectivo es, en las facultades, posterior al aspecto objetivo. Porque la especificación proviene del objeto; es más, la motivación o moción del fin, que es la primera de las causas, aunque se ejerza mediante la voluntad, no empieza en ella, sino en la inteligencia que propone y motiva a la voluntad. Por lo tanto, la inteligencia es absolutamente el «motor primero» en el género objetivo. La voluntad es movida o motivada a partir de la aprehensión de aquella; luego, en la fuerza de motivación especificativa, la inteligencia destaca sobre la voluntad. De este modo la inteligencia procede de un modo más franco y más abstracto o universal en el logro del objeto, bajo cualquier estado de posibilidad o existencia, y atiende todas las formalidades que se pueden hallar en el objeto. En cambio, la voluntad solamente supera a la inteligencia bajo el estado en que es capaz de incitar y mover según la conveniencia y según un cierto orden a la existencia y al logro del bien presentado. Por consiguiente, en dignidad e inmaterialidad, la inteligencia es superior a la voluntad. 4. Eso sí, en sentido relativo la voluntad es más elevada que la inteligencia, puesto que es el primer motor en el género de la eficiencia y en la dirección de las otras facultades mediante su ejercicio; luego en este género supera a la inteligencia que sólo mueve objetivamente.
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Por lo tanto, cuando se dice que el objeto de la voluntad es el bien y el fin, debe entenderse el bien y el fin aprehendidos previamente por la inteligencia, la cual propicia que la voluntad actúe. El bien aprehendido como objeto es logrado por la inteligencia de modo más perfecto que por la voluntad, puesto que es obtenido en su aspecto de esencia y, consecuentemente, de modo más elevado y abstracto. Y no se debe pensar que el bien, el fin y la existencia no convienen también a la inteligencia, pues pertenecen a ella de un modo más elevado, ya que son conseguidos bajo el prisma de la esencia, no bajo el modo con el que son conseguidos por la voluntad, esto es, bajo el ejercicio del que mueve con miras al fin. Y este movimiento, al ser incitativo y ordenado a conseguir la realidad en su existencia, es menos inmaterial y abstracto. Por lo tanto, dado que también el bien y el fin son alcanzados por la inteligencia, y de modo más elevado o profundo, es claro que la voluntad no es una facultad más perfecta que la inteligencia32. 5. Es más, la verdad es un cierto bien particular; y así, es menor bajo el aspecto de bien que bajo el aspecto mismo de verdad universal. También el bien es una verdad, por lo que está contenido bajo esta. Por lo tanto se contienen y son contenidos recíprocamente. Asimismo, el aspecto de bien universal es conseguido por la inteligencia; por lo tanto, en este sentido no es inferior a la voluntad, puesto que todo lo que pulsa la voluntad, también universalmente lo pulsa la inteligencia bajo un aspecto objetivo más profundo, esto es, bajo el aspecto de verdad; aunque la propia verdad, en cuanto que es algo real, esté contenida bajo el bien, al igual que el bien está contenido bajo la verdad. Y, finalmente, la voluntad goza de libertad formal gracias a la inteligencia, que es su raíz. De ahí que, en este sentido, la inteligencia sea radicalmente más perfecta. Sin embargo, un acto de la voluntad puede ser absolutamente más perfecto que el acto de la inteligencia, no en el modo de la especificación objetiva, sino en algún efecto particular. Porque un objeto puede ser más perfecto en su modo de realidad que en su modo de ser conocido. Y como la voluntad tiende a esa realidad de una manera afectiva, se une al objeto y lo obtiene tal cual es en la realidad. De esta suerte, en función de la relación y de la unión afectiva, el acto de la voluntad es más perfecto que el acto de la inteligencia, cuando en el objeto mismo querido encuentra la voluntad realmente una inmaterialidad y perfección igual o mayor que la visualizada por la inteligencia. Ahora bien, esto no acaece por el modo propio e intrínseco de la facultad, con el que posee el obje-
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J. Poinsot, Cursus Philosophicus, q. 12, a. 5.
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to, sino por la perfección misma que el objeto tiene en sí33. Por lo tanto, si ese objeto se une inmediatamente a la inteligencia, también el acto será más excelente en razón de la unión. Santo Tomás decía que el amor que se tiene a las cosas superiores es más noble que el conocimiento habido de ellas. Habla entonces de aquellas realidades que son superiores a la propia inteligencia, de manera que ésta no se une inmediatamente a ellas. Por su modo intrínseco, la inteligencia actúa de una manera más elevada y noble; sin embargo, como en la unión con el objeto su modo no se adecua a lo que hay en el objeto mismo, porque carece de suficiente semejanza con él, por eso, en función de la unión misma es inferior a la voluntad; y en este caso, el acto de la voluntad es absolutamente más noble. En efecto, la unión a una realidad más noble y superior siempre supera de modo eminente a todas las demás uniones. Por otra parte, la voluntad –y no la inteligencia– realiza el primer efecto de hcer al hombre absolutamente bueno; pero dicho efecto se encuentra dentro del género moral, no en el género de la especificación objetiva psicológica –y del que solamente tratamos aquí–, en el que la inteligencia es superior de modo eminente. Pero incluso la voluntad –como contrapuesta a la inteligencia– no tiene el efecto moral de rectificar; y por esto debe establecer el balance solamente sometida a la regla de la razón. Y así la voluntad participa de la rectificación por medio de la razón, que es un principio más perfecto. Por lo tanto, la voluntad no rectifica sola, si no rectifica también la inteligencia, como principio más perfecto, aunque un hombre no sea llamado totalmente recto, a no ser por la voluntad, en la que se consuma una rectificación voluntaria, ya incoada regulativamente por la inteligencia34. Ahora bien, en este trabajo sólo se habla el género psicológico y objetivo, no del aspecto moral.
4. Fenomenología de la intencionalidad sentimental 1. Santo Tomás destaca que las acciones procedentes del apetito llevan al hombre hacia un bien o lo alejan de un mal. Esta simple descripción ajusta el sentido de esas acciones en un orden intencional y psicológico.
33
Este es el fundamento de la mas eelevada contemplación mística, donde el “toque” que el ser absoluto deja en la voluntad es el principio del mejor conocimiento que se puede tener de dicho ser absoluto. Cfr. Juan Cruz Cruz, Neoplatonismo y mística, Eunsa Pamplona, 2012, cap. VIII, especialmente § 3: Grado tercero y supremo de la tercera jerarquía: las dos dialécticas. 34
J. Poinsot, In I-II, Cursus Philosophicus, q. 12, a. 5.
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En primer lugar, la identificación de las clases de apetitos no puede ser más sencilla y clara, pues según a qué facultad respondan habrá distintas clases de ellos: a la inteligencia responde el apetito espiritual, llamado voluntad; a los sentidos responden los apetitos sensitivos. En el apetito sensitivo se hallan las pulsiones llamadas “pasiones”, las cuales se reflejan en movimientos corporales: la actividad vital de la pasión procedente del apetito sensitivo nace y se desarrolla en el cuerpo. Por tanto, la pasión es como una alteración en el sujeto, una reacción corpórea concomitante: por este motivo, un ser incorpóreo no puede ser sujeto de pasiones. En segundo lugar, el apetito sensitivo puede ser inmediato o mediato, aspectos estos que se denominaban respectivamente concupiscible e irascible. El apetito inmediato va directamente hacia la búsqueda del placer; el mediato tiende a eliminar los obstáculos que se presentan para la consecución de ese placer. De esta doble corriente apetitiva nace un doble principio de división: las pasiones que están en el apetito inmediato y en el mediato difieren en especie, pues teniendo las dos facultades apetitivas distintos objetos, las pasiones deben referirse necesariamente a esos objetos diversos35. A su vez, cada apetito tiene una reacción corpórea diferente. El apetito se muestra así como una facultad inmanente repercudida en un órgano; tiene, pues, en su proceso un elemento «material» que es el cambio corpóreo, y un elemento «formal» que es la actividad de la facultad apetitiva. En el proceso pasional se encuentra una respuesta psíquica y otra fisiológica (nerviosa, secreción de glándulas, respiración, etc.). Pero lo que en realidad constituye la pasión es la actividad inmanente del apetito. 2. Así pues, Santo Tomás clasifica las pasiones –o pulsiones– respondiendo a la división de los apetitos. Para ello, considera el aspecto bajo el que se presenta el objeto conocido y la situación en que el sujeto se halla respecto a él. El apetito es tendencia hacia un objeto; por ello, la división adecuada de sus movimientos debe hacerse atendiendo a los distintos modos de tender hacia un objeto (criterio de la intencionalidad): positiva o negativamente. Además, la división debe hacerse atendiendo al objeto formal de la tendencia (criterio del objetualidad formal): el objeto en cuanto bueno y en cuanto ofrece alguna dificultad. En base a estos dos criterios fenomenológicos se distinguen: primero, un movimiento de atracción hacia lo bueno o de repugnancia hacia lo malo; segundo, tres fases de ese movimiento: la inclinación (amor, odio); el movimiento mismo (deseo, aversión, esperanza, desesperación, audacia, temor); el punto de llegada (gozo o tristeza). Bajo estos criterios, fenomenológicamente exactos, se suele presentar el cuadro de pasiones o pulsiones.
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STh I-II q. 23, a. l.
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La descripción de estas pulsiones subraya el siguiente orden cronológico: amor de un bien; odio hacia un mal que impide gozar de ese bien; deseo y aversión; esperanza y desesperación; audacia y temor; gozo y tristeza; ira. Tiene la pasión no sólo un aspecto de recepción sino también de tránsito: muestra un dinamismo que la impulsa; un movimiento psíquico que al mismo tiempo tiene su repercusión en el cuerpo: aquí es donde recibe lo psíquico el sentido estricto de pasión36. La pasión no es una mera pasividad o recepción: es un desarrollo o una actualización del apetito. En este aspecto dinámico la pasión tiene también una finalidad. La actividad teleológica se une al conjunto de notas fenomenológicas comunes a los diversos apetitos sensitivos –intencionalidad, objetualidad–. Las pulsiones o pasiones son en sí indiferentes moralmente: pueden ser moralmente buenas o malas según el uso que se haga de ellas y según se controlen o no por la razón y la voluntad. Por último, hay nombres de pasiones que se utilizan generalmente en sentido negativo, p. ej., odio, ira; aunque puede hablarse de un odio bueno, p. ej., a la injusticia; o de una ira buena, p. ej., al repeler una acción injusta. 3. El criterio fenomenológico de intencionalidad, objetualidad y teleología vale también para determinar los apetitos espirituales, o de la voluntad. Por ejemplo, el amor es la primera inmutación del apetito inmediato, provocada por el bien sensible aprehendido; pues por el conocimiento se descubre si el objeto conocido es proporcionado al sujeto y si conviene; en caso afirmativo, surge el amor, el cual se da propiamente en el apetito. Pero el amor propiamente dicho surge en el apetito espiritual o voluntad, mas entonces no es ya una pulsión pasional, aunque puede ir mezclado con ella. Algo similar puede advertirse en el odio, en el deseo, en el gozo. No es decisiva, para la tipificación de estos apetitos, la intensidad con que se proyectan. Las pulsiones o pasiones del apetito sensitivo suelen llevar paralelamente los movimientos o actos correspondientes de la voluntad, una facultad espiritual cuya determinación ontológica trasciende la del apetito sensitivo. Pero desde el punto de vista fenomenológico –intencionalidad, objetualidad y teleología–, todo lo que se puede decir sobre las pulsiones o pasiones del apetito sensitivo, cabe aplicarlo proporcionalmente a los actos de la voluntad. Por lo dicho se puede comprender que el apetito mediato (irascible) es absolutamente más excelente que el inmediato (concupiscible), puesto que su objeto es más elevado: es un bien eminente que, al tener dificultades, exige mayor actividad para vencer las resistencias; además no es dirigido por la imaginación, sino por una regla más noble, por la estimativa y por las determinaciones psico-
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Ver q. 26, a. 2 ad 4-5.
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lógicas que ocupan el lugar más alto de la sensibilidad y se aproximan más a la razón. A pesar de todo, el apetito mediato sirve al inmediato y a él se ordena; aún más, el mediato versa sobre los medios y el inmediato sobre el fin, que es amado y gozado. De esta manera, la quietud y la tranquilidad del apetito inmediato es el fin propio del apetito mediato que, sin embargo, es superior al inmediato. Asimismo, el apetito mediato no versa sobre los medios tomados absolutamente, pues así también pertenecen al apetito inmediato, sino sobre los medios como defendidos, oponiendo resistencia a las dificultades; y esto significa referirse a los medios de un modo superior y eminente, como es el exigido para vencer las dificultades. Aún más, no solo se refiere a los medios, sino también al fin mismo, no como lo mira el apetito inmediato, precisamente deseando, sino para conseguirlo venciendo las dificultades; y esto es referirse al fin bajo una mayor actividad y fuerza. Una última observación, concerniente al papel que, en la distinción de los apetitos, tienen tanto el bien apetecible como la aprehensión cognoscitiva de ese bien37. La aprehensión, como se dijo, sólo es condición del fin o condición de desear el bien. Por tanto, la aprehensión es en verdad la aplicación de la cosa apetecible al apetito, pero no es causa formal que especifique o distinga los apetitos: es sólo condición aplicativa. Por su parte, el bien apetecible aprehendido o aplicado es el que distingue los apetitos según el diverso modo de proporción o disposición a este o aquel apetito38.
5. Traslación nominativa de los sentimientos a la esfera espiritual 1. Es importante señalar que los nombres de las pasiones –el amor, la esperanza, la tristeza, el gozo y otros actos semejantes–, acaban aplicándose también a los actos de la voluntad. Es este un hecho de experiencia inmediata. Pero esto no significa que para santo Tomás la voluntad y las pasiones sean una misma potencia o facultad activa, diferenciables sólo accidentalmente. Ciertamente el amor es la condición general y el fundamento de los actos de la voluntad, lo mismo que del apetito sensitivo. Pero la voluntad no queda limitada a la simple capacidad de amar, ni se confunde o identifica el amor con los demás actos de la voluntad ni con el amor perteneciente al apetito sensitivo. Sí es cierto que el amor, como inclinación al bien, es la primera manifestación tanto de la voluntad como del apetito sensitivo, es la forma originaria y primiti37 38
Ver q. 25, a. 1, ad 6; q. 22, a. 4 ad1; STh I-II, q. 30, a. 3 ad 2. J. Poinsot, Cursus Philosophicus, III, q. 12, a. 1.
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va bajo la cual se revelan las facultades afectivas, siendo la razón suficiente de los demás actos de estas facultades: “Aunque pertenecen a la voluntad muchos actos –dice Santo Tomás–, como desear, gozarse, aborrecer y otros, puede decirse que el amar es el único principio y como la raíz general de todos ellos; así pues, toda inclinación o manifestación de la voluntad, y también del apetito sensitivo, trae su origen del amor; pues por lo mismo que amamos una cosa, la deseamos si no la tenemos, nos gozamos en ella cuando la poseemos, nos entristecemos cuando algún obstáculo nos impide su posesión, aborrecemos y nos enojamos contra los que nos impiden esta posesión”39. Pueden ser reconocidos el amor, el odio, el gozo, la esperanza, etc., como manifestaciones del apetito sensitivo, pertenecientes a las pasiones; pero debe tenerse buen cuidado de distinguir y separar, de un lado, los actos que son efectos y manifestaciones de las pasiones y, de otro lado, los actos de la voluntad, que señalamos con los mismos nombres, pero que proceden y pertenecen exclusivamente al nivel espiritual. 2. Santo Tomás indica que si los nombres de las pasiones son trasladados a la voluntad, eso se debe a las limitaciones del lenguaje mismo; la primera de las cuales es el origen sensible de nuestras primeras indicaciones intencionales: pasamos la dirección intencional de la sensación al orden intelectual40. Así decimos que “percibimos” con la mente la verdad de las cosas, siendo así que la percepción es primitivamente un acto sensible. Tales limitaciones nos obligan también a que los nombres con que significamos los movimientos de las pasiones se transfieran a los actos propios de la voluntad, máxime si tienen un recorrido intencional similar. Pero esta conveniencia o correspondencia de nombres, basada sobre algunas semejanzas y analogías, no se extiende a la cosa significada por ellos: los actos de la voluntad quedan siempre, desde el punto de vista fenomenológico, separados esencialmente de las manifestaciones y movimientos de las pasiones: “Los nombres de las operaciones del apetito sensitivo se trasladan a las operaciones de la parte intelectual; pero en la parte sensitiva existen del modo que compete a la pasión corporal; en la parte intelectual existen como actos simples con independencia de la materia. De ahí que algunos nombres correspondan sólo al apetito intelectual con exclusión del sensitivo, como querer, elegir y otros. Por ejemplo, la esperanza significa en la parte sensitiva una pasión material; pero en la parte intelectual, commporta una opera39
CG IV, cap. 19. “De un nombre cualquiera conviene tener presente dos aspectos: su sentido original y el sentido con el que se usa. Un ejemplo claro lo tenemos en la palabra visión, cuyo sentido original indicaba el sentido de la vista; mas por la dignidad y certeza de ese sentido, la palabra se ha extendido, con el uso, para indicar todo conocimiento que se tiene por los sentidos –así decimos: mira cómo sabe, mira cómo huele, mira qué caliente está–; y también para indicar el conocimiento intelectual” (STh I q. 67, a. 1). 40
II. Conformación intelectual de la voluntad
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ción simple de la voluntad, por medio de la cual tiende de un modo inmaterial a algún objeto de difícil asecucion”41. Tal como leemos en el texto tomasiano, es claro que el apetito superior o voluntad tiene algunos actos semejantes a los del apetito inferior, pero libres de toda pasión: “Por eso mismo las operaciones de la voluntad son denominadas algunas veces con los nombres de las pasiones; como la voluntad de venganza, se dice ira, y el descanso de la voluntad en algún bien apetecible, se llama amor: y por esta razón la misma voluntad que produce estos actos es llamada alguna vez irascible y concupiscible; pero esto es en sentido impropio y como por cierta analogía, pero de ninguna manera en el sentido de que existan en la voluntad las fuerzas o facultades que se llaman apetito irascible y concupiscible”42. De ahí que e1 gozo y el temor no podrían permanecer en el alma separada como pasiones, puesto que sólo existen con trasmutación corporal, pero sí permanecerían los actos de la voluntad análogos a estas pasiones43. “El amor, la concupiscencia y otros nombres semejantes, se toman en dos sentidos: unas veces, en cuanto son pasiones, o sea en cuanto son actos que proceden del alma con cierta impresión o mutación sensible del sujeto, y esta es su acepción más común: y en este sentido, pertenecen al apetito sensitivo solamente. Otras veces, estos nombres significan una afecto o acto simple (simplicem affectum), sin pasión ni perturbación alguna del ánimo, y en este sentido, son actos de la voluntad. Tomados en este segundo sentido, no pertenecen a facultades diversas, sino a una sola, que es la voluntad” 44. El juego de las facultades se corresponde así con el juego mismo de sus objetos.
41 42 43 44
In III Sent dist. 26, q. 1, a. 5. Ver q. 25, a. 3. Ver q. 25, a. 3, ad 7. STh I, q. 82, a. 5, ad 1.
Capítulo III EL ACTO VOLUNTARIO
1. Lo voluntario: interioridad conativa y conocimiento 1. En su enfoque del acto humano, Santo Tomás se pregunta por la esencia del acto voluntario. Si se delimita lo voluntario como algo que posee en sí mismo el principio de su acción, habría que explicar si es compatible con dos aspectos fundamentales que afectan a la voluntad: uno horizontal, que es su dependencia del objeto apetecible; otro vertical, que es su dependencia de una causa creadora. Pues es claro que si el principio de los actos humanos no está en el mismo hombre, sino en el objeto que está fuera de él –porque el apetito espiritual es movido a obrar por aquello que, siendo apetecible, le es extrínseco–, parecería que no hay algo voluntario en los actos humanos. Y si todo lo creado depende de la acción de un primer hacedor, parecería también que en los actos humanos no puede haber algo voluntario. Santo Tomás reconoce que es voluntario lo que, primero, procede de un principio intrínseco y, segundo, es hecho con conocimiento del fin. Ahora bien, ambos aspectos se encuentran en el hombre, puesto que actúa con su inteligencia conociendo el fin y moviéndose con su voluntad a eso que conoce. Bastaría realizar un breve análisis comparativo entre algunos seres del mundo para concluir que el principio de ciertos actos o movimientos está en el sujeto agente; y que el de otros está fuera1. En primer lugar, hay seres que tienen en sí mismos el principio de su movimiento. Los clásicos ponían un ejemplo sencillo, tomado de la física de su tiempo: la bola metálica tiende siempre y naturalmente al centro de la tierra, de modo que, cuando se mueve hacia arriba, el principio de este movimiento está fuera de ella –por ejemplo, en el impulso de un atleta–; mas cuando lo hace hacia abajo, ese principio está en la bola metálica misma. En segundo lugar, de las cosas movidas por un principio intrínseco, unas se mueven a sí mismas, y otras no. Ahora bien: se mueven con perfección aquellas cosas en las que existe un principio intrínseco no sólo para moverse sin más, sino también para dirigirse hacia el fin. Es claro que para que algo se haga por 1
J. Malder: q. 6, a. 1, disp. 26, pp. 54-56.
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un fin, se requiere un conocimiento de ese fin: luego el agente que es movido por un principio intrínseco y que, además, tiene un conocimiento del fin, posee en sí mismo el principio de su acción, no sólo para obrar de cualquier manera, sino para obrar por el fin. Sólo el agente que no tiene conocimiento alguno del fin, aunque tenga dentro de sí el principio de su acción, no posee en sí mismo ese principio de su obrar por el fin, sino que tal principio estará en otro agente, el cual es el que le imprime su primera moción hacia el fin: un ser carente de conocimiento no se mueve a sí propio, sino que es movido por otro. “Mas los seres que tienen conocimiento del fin, se mueven a sí mismos; porque en ellos está el principio no sólo de su obrar, sino también de su obrar por el fin. Así que, como ambos aspectos, el obrar y el obrar por el fin, proceden del principio intrínseco, se llaman voluntarios los movimientos y los actos de estos”2. En conclusión, lo “voluntario” estricto implica que aquello cuyo principio es intrínseco esté, además, dotado de conocimiento. Es claro entonces que lo voluntario se encuentra en los actos del hombre, porque él conoce especialmente el fin de su operación y se mueve a sí mismo. 2. El problema surgido de la “exterioridad” que tiene el objeto de la voluntad, la presentación del bien, es resuelto por el Aquinate indicando, de una manera general, que no todo principio es primer principio. Y aunque lo voluntario implica que su principio subjetivo sea intrínseco, a ello no se opone que sea estimulado por otro principio extrínseco u objetivo que inicie una moción distinta, en este caso una motivación3. La exterioridad del objeto desata, por ejemplo, un proceso de especificación –por la causa formal–, mas no de eficiencia4, como ya se ha dicho. 3. Puede suscitarse una duda, referente a la amplitud de la definición propuesta de lo “voluntario”, la cual parece que convendría no sólo a lo que procede de la voluntad, sino también a lo que procede de la inteligencia, que es asi2
STh I-II, q. 6, a. 1. STh I-II, q. 6, a. 1, ad 1. 4 Debe tenerse en cuenta que, según el planteamiento del Aquinate, todo movimiento, tanto de la voluntad como de la naturaleza, procede de Dios, como primer motor; o sea, el movimiento primario y existencial de cualquier realidad implica sobre él un primer movimiento del ser absoluto: Dios mueve al hombre a obrar, incluso moviendo la voluntad misma. “No repugna a la índole de la naturaleza que su movimiento venga de Dios, como de motor primero, pues la naturaleza es un instrumento de Dios, que es el que inicia el movimiento. Asimismo, tampoco va contra la índole de acto voluntario el provenir de Dios, en cuanto Dios mueve la voluntad. Sin embargo entra comúnmente en la índole del movimiento, tanto natural como voluntario, el que uno y otro sean producidos por un principio intrínseco” (STh I-II, q. 6, a. 1, ad 3). 3
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mismo un principio intrínseco del que surgen actos con conocimiento del fin: por ejemplo, los medios se deducen del conocimiento del fin al igual que las conclusiones se deducen de las premisas. Estaríamos ahí ante actos provenientes de un principio intrínseco –la inteligencia– que tiene conocimiento del fin; por lo que la definición de lo voluntario convendría quizás a la inteligencia antes que a la voluntad. Pero, analizada de cerca esta duda, se comprueba que la definición expuesta de lo voluntario no conviene en sentido estricto al conocimiento: ciertamente inteligencia y voluntad concuerdan en ser principios de sus respectivos actos; pero el acto voluntario procede de principio intrínseco bajo un conocimiento que es muy peculiar: un conocimiento práctico, que es el que motiva y estimula. Lo “voluntario” existe gracias al conocimiento del fin, un fin que, en cuanto conocido, sólo mueve de una manera especial; por eso, los autores del Siglo de Oro –interpretando a Santo Tomás– decían que movía estimulando, atrayendo; y sólo de esta manera puede mover a la voluntad, no a la inteligencia. El fin mueve como un bien y no como una verdad. Por tanto, el principio intrínseco del acto “voluntario” es precisamente la voluntad: sólo ella puede a su vez ser movida por el conocimiento práctico del fin, que mueve estimulando y atrayendo. Lo “voluntario” surge, en sentido formal y propio, gracias al conocimiento del fin, esto es, de un fin que atrae de una manera peculiar, no por eficiencia, sino por motivación. En resumen, un conocimiento no nace de otro en calidad de bueno, sino en calidad de verdadero; y lo que procede de un principio intrínseco gracias a un conocimiento del fin –que actúa a modo de bien, y no sólo a modo de verdad–, pertenece a la voluntad solamente. El conocimiento práctico que dirige e inclina a obrar se produce juntamente con la moción o motivación que hacen el fin y el bien5.
2. Lo voluntario y lo querido 1. Para entender el sentido de la “interioridad” de lo voluntario, hay que anotar que lo voluntario, para ser tal, no es preciso que sea a su vez querido por un acto ulterior distinto. Efectivamente, querido es el objeto de la volición, esto es, de la voluntad en tanto que, tendiendo hacia algo, se distingue del no-querer (nolición); y así, “ser querido” es una denominación extrínseca que le adviene al objeto, al igual que para la pared es una denominación extrínseca el “ser vista” o “ser conocida” por mí. En cambio, voluntario es todo lo que procede o 5
J. Poinsot, In I-II, q6, disp. 3, a. 1, n. 9; nn. 14-15.
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depende de la voluntad del modo que sea: ya surja inmediatamente de ella, ya sea un acto imperado por ella; haya nacido de ella positiva o negativamente – como la omisión–; esté en el albedrío de ella o dependa de su influjo de manera física o moral. Así pues, “voluntario” es lo que procede o depende de la voluntad, en tanto que ella es causa eficiente o influyente; sin embargo, “querido” es una denominación extrínseca “que recibe el objeto en función de la tendencia volitiva, objeto que es motivante o causa formal externa del querer”6. 2. Si el término “querido” se identifica con amado o deseado –en una línea horizontal que va del acto al objeto–, es preciso subrayar que “voluntario” no sólo es lo que hace y vuelve al objeto “querido”: pues el apetito no sólo ama y desea, sino también odia y huye. Por consiguiente, “voluntario” en general, en cuanto que se hace abstracción de aproximación o de huida, sólo expresa algo que, procedente de la voluntad, hace que el objeto sea enfocado por ella, ya sea acercándose a él –como en el amor–, ya sea huyendo de él –como en el odio–. Este objeto enfilado por la voluntad es “querido”, en su acepción más amplia; de modo que bajo ésta se incluye también lo “no querido”. Lo voluntario es, así, lo “querido”, mas no en cuanto se distingue de lo “no querido”, “sino en cuanto que procede de la voluntad, sea cuando ésta persigue el objeto, sea cuando huye de él”7. 3. Ahora bien, si se toma la línea vertical que va del acto al sujeto, no es necesario que, para ser voluntario, lo que tiene cualidad de acto procedente de la voluntad sea también querido explícitamente a título de objeto, es decir, hecho objeto de una conciencia refleja. Mas aunque el acto elícito –el que procede inmediatamente de la voluntad– pueda ser amado mediante otro acto ulterior, o sea, reflejamente, sin embargo, no es necesaria esta reflexividad para que tal acto sea absolutamente voluntario. Para que el amor proceda de la voluntad no es preciso que sea amado con otro acto y sea propuesto reflexivamente como objeto: basta que un solo objeto, la realidad propuesta para ser amada, sea algo querido mediante dicho acto; en un solo acto de amor habría una relación directa –u horizontal– al objeto amado y una connotación consectaria –o vertical– al sujeto de ese acto, el sujeto amante. Habría un solo acto con dos polos: uno temático (lo amado), otro atemático (el sujeto amante). Si ese espontáneo acto de amor se hace objeto de otro amor es claro entonces que es amado mediante otro acto. Mas para que el primer acto de amor sea enfocado como “objeto” ha de haber otro acto –ya de modo reflejo–. En efecto, lo que figura como objeto, debe ser propuesto por la inteligencia 6 7
J. Poinsot, In I-II, q6, disp. 3, a. 1, n. 2. J. Poinsot, In I-II, q. 6, disp. 3, a. 1, n. 19.
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como término al que tiende la voluntad. Pero otra cosa es la tendencia misma de la voluntad al objeto propuesto: cuando el acto no es querido por otro acto –o sea, reflejamente–, no es propuesto por la inteligencia como término al que se tiende, pues comparece como la tendencia misma de la voluntad a un término u objeto; por tanto, no es un objeto que sea amado; y, de esta manera, el acto es “voluntario” pero no “querido” explícitamente. Mas si ha sido querido con otro acto, de manera refleja, se supone que tal acto ha procedido ya de la voluntad, cuando sobre él recae el segundo acto –reflejamente–; luego previamente es voluntario o procedente de la voluntad. “Ahora bien, si para que fuera voluntario se exigiera el segundo acto –reflejo–, de nuevo el acto reflejo exigiría otro acto para ser voluntario, dándose entonces un proceso al infinito que impediría la eclosión de un primer acto”8.
3. Dialéctica de la voluntad como potencia libre 1. Lo dicho invita a distinguir una doble dialéctica en la voluntad: una externa, otra interna. La externa se debe a sus relaciones con los apetitos sensibles. Bajo su forma más universal y concreta, la voluntad es una inclinación activa al bien; se trata del bien inteligible o espiritual, absoluto y universal, que contiene en si todos los bienes que pueden ser referidos a la naturaleza del hombre. Esa forma universal no se reduce al conjunto de bienes particulares y corpóreos que son deseados en el orden sensible; y eso se debe a la diferencia que existe entre las facultades de conocimiento sensitivas y la facultad de conocimiento puramente intelectual. Hay una correlación entre el nivel de conocimiento que se tiene del bien, de un parte, y la inclinación del agente a la consecución de este bien, de otra parte. O dicho de otra manera, la forma de inclinación al bien está en relación necesaria con la forma de conocimiento que le sirve de base y condición esencial. Y como lo propio de la inteligencia es conocer las verdades universales, sólo ella puede percibir la razón universal, necesaria y absoluta del bien. En tanto que la voluntad radica en la inteligencia, puede extender su inclinación y capacidad al bien absoluto, o bien universal. 2. También existe una dialéctica interna de la voluntad. Ya se ha indicado que el acto subjetivo respecto del último fin procede de la voluntad trascendental (voluntas ut natura) y no de la voluntad deliberativa (voluntas ut volun8
J. Poinsot, In I-II, q. 6, disp. 3, a. 1, n. 3.
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tas). Ocurre que el último fin es el mismo bien universal, el cual es amado necesariamente por el hombre, aunque esta necesidad sea sólo de especificación, no de ejercicio. Precisamente porque los bienes particulares contingentes no contienen en sí la índole de bien universal, son dominados por la voluntad; ésta es dueña de sus actos respecto de tales bienes, por cuanto está dirigida por el juicio universal de la inteligencia, pudiendo distinguir múltiples relaciones entre ellos y principalmente con respecto al último fin. Así, en primer lugar, la voluntad está en cierto modo dominada por su objeto total y adecuado que es el bien universal. En segundo lugar, y debido a este escenario, se halla esencialmente indiferente e indeterminada relativamente a los bienes particulares, contingentes y relativos, y por eso los domina sin encontrar en ellos el bien universal y absoluto. Y en tercer lugar, los actos que a esos objetos se refieren se hallan sometidos al dominio y potestad de la voluntad. Estos tres puntos constituyen noemáticamente la voluntad como libre albedrío; y explican porqué ella es dueña y dispone de todos sus actos cuando estos no se refieren inmediatamente al bien universal considerado actualmente. “Puesto que la capacidad de la voluntad se extiende al bien universal y perfecto, no se halla sujeta a bien alguno particular; y por lo mismo no se mueve con necesidad”9. La voluntad comparece entonces como una potencia libre, con capacidad de elección respecto a estos bienes particulares: somos dueños de nuestros actos por cuanto podemos elegir esto o aquello: “De ahí que si se presenta a la voluntad un objeto que sea bueno universalmente y bajo todos sus aspectos, la voluntad en caso de obrar, tiende necesariamente a él y no podrá querer lo contrario. Mas si el objeto presentado a la voluntad no es bueno bajo todos sus aspectos o relaciones, la voluntad no se inclinará a él con necesidad”10. Algo parecido ocurre en la relación de la vista con el color. Porque si se presenta a la vista algún color, es percibido necesariamente por ella, a no ser que se aparten los ojos de dicho color, lo cual pertenece al ejercicio del acto. “Pero si se presentara a la misma vista un cuerpo que en una de sus superficies tuviera color y en la otra no, en ese caso este objeto no sería visto necesariamente, pues podría presentarse a la vista por aquella parte que carece de color. Así como el cuerpo con el color actual es el objeto del sentido de la vista, así el bien es el objeto de la voluntad”11. En definitiva, la voluntad sólo existe en el hombre bajo la condición de la inteligencia, cuya dignidad y elevación es la razón suficiente de la superioridad de la voluntad humana. Si no se diera la percepción universal de la inteligencia y el juicio indiferente de la razón, no sería capaz la voluntad de dominar todos los 9 10 11
STh I, q. 82, a.1. STh I-II, q. 10, a. 2. STh I-II, q. 10, a. 2.
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bienes particulares ni disponer de todos los actos suyos que se refieran a tales bienes. De modo que la universalidad, indiferencia objetiva y superioridad del conocimiento intelectual, de un lado, junto con la amplitud y extensión de la voluntad que se relaciona con su objeto adecuado, de otro lado, conforman la «condición de posibilidad» de la indeterminación subjetiva y de la libertad o facultad de elección que reside en esta misma voluntad humana. Debido a esa «condición de posibilidad», la voluntad no solo domina absolutamente sus propios actos, moviéndose y determinándose libremente a ellos, sino que además excita y mueve las demás facultades del hombre –que son también bienes particulares respecto a la voluntad–, dominando asimismo el ejercicio de sus actos. “Si consideramos los movimientos de las facultades del alma por parte del ejercicio actual, la voluntad es el principio activo del movimiento. Porque siempre la potencia a la cual pertenece el fin principal, mueve a obrar a la potencia que se refiere a lo que sirve de medio respecto del fin principal. Por esta razón, la voluntad se mueve a sí misma y a todas las demás potencias; pues entiendo porque quiero, y de la misma manera, uso de las demás potencias y hábitos, porque quiero”12. La indeterminación de la voluntad tiene lugar respecto de tres cosas, a saber, respecto del objeto, respecto del acto y respecto al fin. Así lo indica Santo Tomás: “En cuanto al objeto, la voluntad es indiferente o indeterminada respecto a las cosas que son como medios para el fin, pero no en cuanto al mismo fin último, como queda dicho; y la razón es que a este último fin se puede llegar por diferentes caminos, y a diversos agentes convienen diferentes caminos para llegar a él. Así es que el deseo de la voluntad no puede estar determinado de una manera necesaria a las cosas que sirven de medios para el fin, como sucede en las cosas naturales. Respecto del acto, la voluntad es facultad indiferente; porque aun relativamente a un objeto dado, puede ejercer o no ejercer su acto, puesto que puede determinarse a obrar o no obrar en orden a cualquier objeto; cosa que no sucede en los seres naturales. La indeterminación de la voluntad respecto al fin, existe en cuanto puede apetecer o querer lo que verdaderamente se ordena al debido fin, o lo que solo aparentemente se ordena a él”13. Esto explica que la libertad se manifieste de tres maneras, a saber, respecto del acto, respecto del objeto y respecto del fin; con palabras del Angélico: “Por referencia al acto, según que puede querer o no querer; por referencia al objeto, en cuanto puede querer esto o aquello y su contrario; por referencia al fin, en cuanto puede querer lo bueno y lo malo. Por parte del acto, la libertad conviene a la voluntad en cualquier estado natural y respecto de cualquier bien. Por parte 12 13
Mal q. 6, a. 1. Ver q. 22, a. 6.
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del objeto, la libertad le conviene respecto de algunos objetos solamente, es decir, respecto de aquellos objetos que se comparan o consideran como medios para el fin, pero no son el mismo fin último. Por parte del fin, tampoco le conviene respecto de todos los objetos, sino de los que dicen orden al fin; ni respecto de cualquier estado de la naturaleza, sino de aquel solamente en que ésta es defectible: porque cuando no existe defecto alguno en la captación y determinación del bien, no puede existir defecto en la voluntad por parte de la elección de los medios para el fin... Por esto se dice que el querer o elegir el mal no es la libertad, ni parte de la libertad, aunque sí es un signo de la existencia de la libertad”14. Esta es la mejor refutación de la tesis de Schelling concerniente a la existencia de dos principios objetivos reales: el bien y el mal. En las dos dialécticas apuntadas de la voluntad, la externa y la interna, se muestra una pacífica tensión entre la voluntad trascendental y la voluntad deliberada. “De suerte que la voluntad se halla en estado de indeterminación respecto de muchas cosas: no existe en ella la necesidad respecto de todas las cosas, sino solo respecto de aquellas a las cuales está determinada por inclinación natural. Y como quiera que todo movimiento se refiere a alguna cosa inmóvil, y lo indeterminado a lo determinado como a su principio, se sigue de aquí que aquello a lo cual la voluntad se halla determinada, que es el último fin, será en ella el principio de querer las demás cosas, respecto de las cuales no está determinada necesariamente. Porque si la voluntad quiere necesariamente el último fin, hasta el punto de que no puede no quererlo, ocurre que no quiere necesariamente ninguna de aquellas cosas que sirven de medios para el fin, por lo cual está en su potestad el querer esto o aquello” 15. Y a esa situación se llama indeterminación.
4. Propiedad operativa de lo voluntario 1. Se puede hablar de «acto voluntario» en dos sentidos: uno estricto, otro menos propio –pero con una significación más amplia–. Estrictamente voluntario es el acto que procede o depende de la voluntad propiamente dicha, cual es la espiritual. Voluntario menos propio es el acto que depende y procede de un apetito espontáneo cualquiera, aunque no sea la voluntad; motivo por el que fue llamado espontáneo: “todo lo que sin violencia alguna surge de una inclinación y se produce espontáneamente, a la manera como la piedra tiende espontá-
14 15
Ver q. 22, a. 6. Ver q. 22, a. 6.
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neamente hacia abajo, o como la tierra produce espontáneamente la hierba sin mediar cultivo alguno”16. Debido a este uso amplio de lo “voluntario” algunos autores del Siglo de Oro aplicaban –al igual que lo hiciera Santo Tomás basándose en Aristóteles– el concepto de “espontáneo” a lo que proviene de un apetito elícito o interno, esto es, del apetito que opera con algún conocimiento y no es arrastrado desde fuera, sino que se dirige y mueve él mismo. Si el acto voluntario se define, de una manera general, como aquel que proviene de un principio intrínseco y tiene conocimiento del fin, abarcaría no sólo lo voluntario perfecto y libre –que está en la voluntad espiritual–, sino también lo voluntario imperfecto o espontáneo –el que se encuentra también en la vida animal–. De todos modos, puede considerarse que en sentido amplio lo voluntario es más general que lo libre: “sería lo espontáneo interior, y habría de convenir también a los dementes”17. 3. En resumen, lo humanamente “voluntario” procede de la voluntad asistida por la razón, de modo que tal originación hace que el hombre sea dueño de sus acciones, cosa que no ocurre en la vida animal. La voluntad es una facultad humana que tiene, como una principal propiedad, la libertad. Ciertamente en el actuar animal se puede considerar la espontaneidad, la interioridad y un grado mínimo de conocimiento. Algo análogo a lo que acontece en el hombre. El principio del acto voluntario es intrínseco y tiene además un conocimiento del fin. Acerca del conocimiento del fin, cabe indicar que para el ser humano ha de ser estricto: y por tanto, origen de la libertad: “Es perfecto, cuando no sólo hay conocimiento del objeto que es fin, sino que se conoce además en qué consiste ese fin (ratio finis) y la proporción que tienen los medios con él; y este conocimiento del fin compete exclusivamente al ser racional. 16
J. Poinsot, In I-II, q. 6, dist. 3, a. 1, n. 4. J. Poinsot, In I-II, q. 6, dist. 3, a. 1, nn. 5-6. La definición general permite distinguir el acto voluntario del natural, del violento y del artificial, y explica lo propio de la voluntad. Lo voluntario se distingue de lo violento y de lo artificial, porque estos tienen el principio de su movimiento extrínsecamente: lo artificial proviene del arte que está en la inteligencia del artífice, no en la realidad hecha por el arte –realidad que es paciente del movimiento–; lo violento proviene de un agente que aplica su fuerza sobre el paciente. Lo voluntario se distingue también del acto natural: éste se origina ciertamente de un principio interno, pero no implica un conocimiento del fin que dirija el movimiento, pues la obra de la naturaleza sigue su curso aunque cese el conocimiento. Resumiendo: 1º lo voluntario no es violento o producido por un principio externo; 2º lo voluntario, en sentido amplio, procede de la voluntad; lo voluntario libre implica además la indiferencia del juicio y el albedrío; 3º lo voluntario, aunque carezca de pleno albedrío, proviene de la voluntad y no meramente de la naturaleza, al incluir conocimiento; 4º lo voluntario no proviene de la firmeza precisa del arte o de ciertas reglas necesarias, sino de manera contingente. 17
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El animal, en cambio puede captar el fin –mediante los sentidos y el instinto natural–, pero no conoce en qué consiste el fin ni la proporción de los actos con él. Al conocimiento perfecto del fin sigue lo voluntario en toda su perfección, por cuanto, una vez conocido el fin, puede un sujeto, deliberando sobre tal fin y sobre los medios que a él conducen, moverse o no hacia el fin”18. Lo perfectamente voluntario está allí donde el hombre es “dueño de sus acciones”, cosa que ocurre en la deliberación; pues sólo en tanto que la razón delibera sobre cosas opuestas, puede la voluntad dirigirse a una o a otra: así tendríamos lo voluntario perfecto19. Está claro que lo voluntario es imperfecto en los niños y en los dementes. Por su parte los animales conocen cuándo el objeto les es útil, para conseguirlo con empeño, o cuándo no les es conveniente, para huir de él; porque lo apetecible –el bien– se identifica con el fin. Pero no conocen el fin formalmente –la relación del fin a los medios, el sentido del fin–, ni relacionan una cosa con otra, lo cual concierne a la formalidad del fin, esto es, a la formalidad relacional, no al bien en sentido absoluto20. 4. Por tanto, en el hombre hay conocimiento estricto del fin cuando no sólo es captada la realidad que es el fin, sino también en qué consiste el fin (ratio finis) y la proporción de aquello que se ordena al fin mismo; en cambio el conocimiento imperfecto o simple del fin estriba en la sola captación del fin sin que se conozca en qué consiste el fin ni la proporción del acto al fin. Cuando se habla de conocer “en qué consiste el fin” (ratio finis) no nos referimos a conocer la “esencia del fin”, como si el conocimiento perfecto del fin fuera el conocimiento esencial del fin. Porque el conocimiento esencial no está en todos los cognoscentes intelectuales, sino sólo en los sabios; en cambio, el conocimiento estricto del fin, en cuanto que se diferencia del conocimiento imperfecto de los animales, se encuentra en todos los humanos. Consiguientemente, cuando preguntamos en qué consiste el fin, nos estamos refiriendo a la misma forma de finalizar, o la función y el oficio de fin, pero no de un modo cualquiera, sino en cuanto que implica de manera correlativa y ponderada los medios y otros efectos finalizados por él, pues para un conocimiento perfecto del fin se exigen dos condiciones: que se conozca en qué consiste el fin y la proporción o conveniencia de aquello que se ordena al fin21. 18
STh I-II, q. 6, a. 2. STh I-II, q. 6, a. 2, ad 2. 20 J. Poinsot, In I-II, q. 6, dist. 3, a. 2, nn. 30-32. 21 El conocimiento animal, según la teoría psicológica de Aristóteles, ocurre mediante especies sobresentidas (rationes insensatae) emitidas por los objetos: con una simple representación conoce el animal esas intenciones, por ejemplo, conoce la enemistad –como la oveja la ve en el lobo–, 19
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Habiendo dos elementos que concurren a constituir lo voluntario, a saber, el principio intrínseco –que es la voluntad que inclina y de la que proceden los actos–, y el conocimiento –o juicio regulativo y motivante–, “se entiende que la perfección o imperfección de lo voluntario se corresponde con la perfección o imperfección del conocimiento”22. 5. De modo que lo voluntario estricto o perfecto reside sólo en la naturaleza racional23; y proviene de la voluntad con una plena advertencia mental que determina las cosas que han de hacerse, conociendo plenamente el fin y poniendo las cosas en relación jerárquica con este mismo fin; ahora bien, este nivel cognoscitivo no se encuentra perfectamente en todo acto de voluntad. En el acto voluntario estricto resaltan dos notas. Primera, que el conocimiento perfecto del fin exige no sólo una captación cognoscitiva de su bondad – una captación en sentido absoluto, sea cual fuere el grado de su intensidad–, sino también una captación comparativa o relacional, dado que “el fin implica no sólo lo que en él hay de modo absoluto, sino también lo que posee de modo relativo a otras cosas; y si todo esto no se capta, no hay conocimiento estricto, sino sólo parcial o relativo”24. Segunda, que el conocimiento que establece comparaciones y relaciones se halla solamente en el ser racional, puesto que solamente él es capaz de comparar unas cosas con otras, relacionarlas entre sí y hacer deducciones; esto corresponde al discurso, en cuanto que de un concepto llega a otro y de un conocimiento saca otro. De este modo, el acto voluntario perfecto es regulado por el perfecto conocimiento del fin: “no sólo capta el bien que éste tiene en sí, sino también conoce comparativamente el fin y las relaciones que mantiene con los medios y con otros fines”25. En realidad quien emite un acto voluntario estricto tiene dominio sobre sí y es capaz de moverse o detenerse en lo que hace. Ahora bien, el dominio y la potestad de moverse exige la indiferencia, la universalidad, la amplitud en el conocimiento del fin y la relación comparativa. En cambio, el viviente que solamente está determinado a una sola cosa (ad unum), por intenso y vehemente que sea, no se mueve por sí, ni posee dominio, aunque se mueva desde sí. Por último, como la naturaleza racional progresa de lo imperfecto a lo perfecto, le la utilidad –como la golondrina la ve en la paja–, y cosas semejantes llamadas intenciones sobresentidas. De esta forma, pues, conoce por el instinto y la simple representación la bondad del fin y la conveniencia del medio, pero no estableciendo comparaciones y relaciones. Este conocimiento es suficiente para definir lo voluntario puro y simple, pero no lo voluntario perfecto. 22 J. Poinsot, In I-II, q. 6, dist. 3, a. 2, nn. 49-55. 23 STh I-II, q. 6, a. 2. 24 J. Poinsot, In I-II, q. 6, dist. 3, a. 2, n. 4. 25 J. Poinsot, In I-II, q. 6, dist. 3, a. 2, n. 5.
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pueden surgir algunos actos súbitos e indeliberados acerca de los cuales la inteligencia es incapaz de relacionar y determinar, puesto que sobre ellos no tiene todavía plena advertencia; luego estos actos no son perfectamente voluntarios, ya que no proceden de advertencia plena, ni de indiferencia26. Lo voluntario perfecto coincide, pues, con lo voluntario libre.
5. La moción de la voluntad sobre sí misma 1. Acerca de los poderes de la voluntad, la principal cuestión está en saber si ella se mueve a sí misma27. Ese problema viene precisamente de la teoría aristotélica del acto y la potencia. Y ello desde dos extremos. De un lado, todo motor, como tal, lo es en acto; pero lo movido se halla parcialmente en potencia, pues el movimiento no es el acto de un ser que ya está en acto –y por lo tanto no necesitaría moverse–, sino el acto de un ser que está pasando de la potencia al acto, reteniendo todavía cierta potencia28. Ocurre que un mismo ser no puede hallarse a la vez en potencia y en acto respecto de lo mismo: por consiguiente parecería que nada hay que se mueva a sí mismo: ni siquiera la voluntad podría moverse a sí misma. De otro lado, y según la misma teoría aristotélica, en caso de que la voluntad estuviese siempre presente a sí misma y se moviese a sí misma, estaría ininterrumpidamente en movimiento, lo cual es desmentido por la conciencia inmediata. Y, en fin, si la voluntad es movida –motivada– por la inteligencia, pero se mueve a sí misma, ¿no habría contradicción en que una misma cosa sea simultáneamente movida por dos motores inmediatamente? ¿No sería lógico concluir que no se mueve a sí misma? 2. Para resolver estos problemas, que surgen de la teoría del acto y la potencia, Santo Tomás apela a los hechos de la conciencia inmediata, para después dar solución a esas dificultades. Un hecho de conciencia inmediata es que la voluntad es dueña de sus actos, y en ella está el querer o no querer29. Este hecho no tendría lugar si la voluntad no tuviera en su poder el moverse a sí misma a querer: la voluntad se mueve a sí
26 27 28 29
J. Poinsot, In I-II, q. 6, dist. 3, a. 2, nn. 6-7. STh I-II, q. 9, a. 3. P. de Lorca: vol. I, disp. 9, pp. 274-275. STh I-II, q. 8, a. 2.
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misma30. Otro hecho de conciencia inmediata es que la voluntad mueve a las demás facultades en función del fin, que es el objeto de ella. Ahora bien, el fin se comporta en el orden de lo apetecible como el principio en el orden de lo inteligible; pero la inteligencia pasa del estado de potencia al de acto cuando conoce el principio en referencia al conocimiento de las conclusiones, y de este modo se mueve a sí misma. Por lo que de una manera análoga, cuando la voluntad quiere el fin se mueve a sí misma a querer lo conducente al fin, los medios. De aquí se entiende que la voluntad no mueva y sea movida bajo el mismo concepto o respecto de una misma cosa, ni por consiguiente se halle a la vez en potencia y en acto en cuanto a lo mismo; sino que, al querer de hecho el fin, ella misma se reduce de la potencia al acto, a querer en acto los medios conducentes al fin. Dicho de otro modo: la voluntad, como facultad humana, siempre está presente a sí misma en acto; mas el acto concreto de la voluntad, por el que alguna vez quiere el fin con medios determinados, no siempre está siendo ejercido. Así es como se mueve a sí propia, cuando se mueve. Pero no es el caso de que se mueva siempre a sí misma. Es claro, en fin, que la voluntad no es movida por la inteligencia del mismo modo que lo es por sí misma en la ejecución del acto medial orientado al fin.
6. La moción de la voluntad por el apetito sensitivo 1. ¿Puede la voluntad ser movida por el apetito sensitivo? En principio, debido al orden de planos psicológicos distintos, parecería que la voluntad no puede ser movida por ee apetito, que es inferior31. Además, el apetito sensitivo es facultad particular o puntual, pues funciona en virtud de los datos que le suministran los sentidos; y ninguna potencia particular puede producir efecto universal, por lo que no puede causar el movimiento de la voluntad, que es universal por obrar según la aprehensión universal que propone la inteligencia. Aún así, salvando la distancia de estos planos psicológicos, Santo Tomás afirma que el apetito sensitivo mueve a la voluntad. Recuerda que lo que se capta como bueno y conveniente mueve o motiva a la voluntad a modo de objeto. Pues que algo parezca bueno y conveniente puede tener lugar por dos 30
Las cosas que actúan por un fin, obran por causa del fin y por amor a él; y, así, un agente lleva a cabo la obra por el fin deseado; luego también por el fin deseado, la voluntad se estimula a sí misma a conseguir los medios, al igual que la inteligencia llega a la conclusión a partir de los principios conocidos. 31 STh I-II, q. 9, a. 2.
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títulos: o por la condición de lo que se propone, o por la de aquel a quien se propone; pues lo conveniente viene a ser una relación y depende de uno y otro extremo. Así, el gusto, según sea su disposición fisiológica en un momento dado, no recibe de igual modo una cosa como conveniente o no conveniente32. Mas el hombre cambia de disposición33 en conformidad con la pasión del apetito sensitivo. “Así, cuando el hombre está dominado por una pasión, juzga conveniente lo que no tendría por tal estando libre de ella; como al que está airado le parece bueno lo que a otro, estando sereno, le parece malo: y de este modo, por parte del objeto el apetito sensitivo mueve a la voluntad”34. 2. De aquí se sigue que no hay contradicción en que lo más noble absolutamente y de suyo sea más débil bajo algún aspecto. Y así la voluntad es más 32
Aristóteles, Eth III c. 5. Disponer, en sentido muy general y objetivo, significa colocar, poner algo en orden y situación conveniente. De ahí que en Arquitectura signifique la distribución de todas las partes de un edificio; y en Retórica la distribución ordenada de las partes de un texto literario. En sentido subjetivo, tener disposición es tener adecuación para algún fin, sea de manera natural (estado de salud), sea de manera técnica (soltura en preparar algo) o libre (precepto, mandato). En estos sentidos se relaciona la disposición con la idea de fin, de plan, de orden. La disposición, decía Aristóteles, es el orden de los elementos en la cosa que tiene partes (Metaph. IV, 19, 1022, b 1). Se aplica la disposición al lugar, a las facultades, a la esencia (STh I-II, q. 49, a. 1, ad 3). En realidad, dentro de las diez “categorías”, es asimilable al situs (In Metpah, V, 20a). La disposición es la misma ordenación que adoptan algunas cosas entre sí (Virt. 1. 1 ad 9). Su contrario es la “indispositio”. También es, dentro de la terminología del Aquinate, una subcategoría de la “qualitas”: en tal sentido, dice que algo está “dispuesto” a la salud o a la enfermedad por cuanto sus partes están ordenadas en la potencia activa o pasiva. Metafísicamente la disposición se predica de aquello que está incompleto mientras se mueve hacia la perfección, que es el término del movimiento: como el que aprende tiene disposición al saber, la cual se culmina cuando se llega al término del movimiento de enseñanza (In II Sent 24, 3, 6 ad6). El término “dispositio” figura en el lenguaje aristotélico con un matiz muy concreto, en tanto que se opone a “habitus”. El hábito está firmiter et bene dispositus, consequenter se habens. La simple disposición no se define por ese firmiter et bene. “La disposición propiamente dicha se contrapone al hábito de dos modos. Primero, como lo perfecto y lo imperfecto en la misma especie, de suerte que disposición es el nombre común que se le da a la cualidad cuando está imperfectamente arraigada, de suerte que fácilmente se pierde. Pero el hábito está perfectamente arraigado, y no se pierde fácilmente; y así la disposición se hace hábito, como el niño se hace adulto. Segundo, pueden distinguirse como las diversas especies de un género subalterno; y así, de un lado, las disposiciones son las cualidades de la primera especie que se pierden con facilidad, porque tienen causas variables, como la enfermedad y la salud; pero, de otro lado, se llaman hábitos las cualidades que, por su propia constitución, no se transforman fácilmente, porque tienen causas firmes, como las ciencias y las virtudes. Y en este sentido la disposición no se hace hábito” (STh I-II, q. 49, a. 2, ad 3). 34 STh I-II, q. 9, a. 2. 33
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noble que el apetito sensitivo. Pero en el hombre que está subyugado por una pasión predomina el apetito sensitivo. Además, los actos y elecciones de los hombres versan sobre cosas singulares: así que, por lo mismo que el apetito sensitivo es una facultad particular, ejerce un grande influjo en la disposición que por él adopta el hombre, y según la cual una cosa singular le parece tal o cual. 3. Podemos volver a la relación entre el apetito sensitivo y la voluntad, para preguntar si la voluntad es movida necesariamente por dicho apetito. Y volvemos a ello para hacer frente a una tesis que afirma que la voluntad es necesariamente movida por la pasión del apetito inferior. Si cual es cada uno, tal le parece el fin, como decía Aristóteles, y no está en el arbitrio de la voluntad rechazar instantáneamente la pasión, parecería que la voluntad no es dueña de no querer aquello a que la pasión la inclina. Especialmente si dicha tesis agrega que una causa universal no se aplica a efecto particular, sino mediante causa particular, de modo que la razón universal no movería sino mediante una apreciación particular. Y como la razón universal es, respecto a la estimación particular, lo que la voluntad en relación al apetito sensitivo, se sigue que para querer algo particular, la voluntad no se movería sin la mediación del apetito sensitivo: y en consecuencia, si este apetito se encuentra dispuesto a algo bajo el impulso de alguna pasión, la voluntad no podría moverse en sentido opuesto. La solución que Santo Tomás propone a este interrogante comienza por afirmar rotundamente que el apetito está en manos del hombre y que la voluntad humana no es movida necesariamente por el apetito inferior35. Si la pasión no bloquea totalmente el juicio de la razón ni elimina la libertad, la voluntad no es necesariamente movida por dicho apetito, aunque sea inclinada por él, pues el objeto buscado no satisface plenamente a la voluntad. Ahora bien, si la pasión quita el libre juicio y enajena, el movimiento voluntario no permanece; y, así, la voluntad es movida necesariamente, una vez desaparecido el juicio indiferente. Santo Tomás explica al respecto que la pasión del apetito sensitivo mueve a la voluntad desde aquello en que es movida por su objeto, es decir, en cuanto el hombre predispuesto en algún modo por la pasión, estima conveniente y bueno algo que, sin esa pasión, no lo tendría por tal. Esta inmutación del hombre por la pasión puede verificarse de tal modo que su razón se halle totalmente subyugada, hasta el punto de no poder usar de ella; como sucede a los que por alguna perturbación orgánica o por una ira vehemente se enfurecen o enloquecen; pues tales pasiones no sobrevienen sin trastorno corpóreo. Cuando por necesidad se dispara el ímpetu de la pasión y no hay moción alguna de la razón, no puede haber indiferencia en la voluntad. Sin embargo, “a veces la razón no es del todo 35
STh I-II, q. 10, a. 3.
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absorbida por la pasión, quedando libre su juicio en orden a algo, y por consiguiente conserva algo de la moción de la voluntad. En aquello pues, en que la razón continúa libre y fuera del dominio de la pasión, el movimiento de la voluntad así preservado no tiende por necesidad a lo que responde la pasión”36. En conclusión, aunque la voluntad no puede evitar que surja el movimiento de las pulsiones instintivas, puede no querer desear con ese ardor, o no consentir a esas pulsiones: y por consiguiente no sigue necesariamente el movimiento de estas. Es claro que en una situación de autodominio, la parte sensitiva está del todo sometida a la razón; pero en el estado de enajenación la pasión absorbe plenamente a la razón. 4. Por tanto, lo que de ningún modo elimina la voluntariedad es la pulsión de los instintos, el conjunto de apetitos sensibles. La fuerza de estos apetitos no elimina de por sí lo voluntario, si no es accidentalmente y por azar, esto es, si llega a quitar el juicio indiferente y deliberativo de la razón; pero si lo conserva, no es incompatible con lo voluntario, puesto que más bien lo estimula, lo lleva al consentimiento e inclina al propio voluntario; no lo retrae, como hace el temor. En resumen, la pulsión instintiva, o sea, los apetitos sensibles, lejos de causar lo involuntario, hacen que algo sea voluntario. Pues un acto es voluntario cuando la voluntad se inclina a él; y la pulsión instintiva inclina a que la voluntad quiera lo que anhela: por consiguiente conduce a que sea voluntario, y no involuntario. Sólo hay una caso en que las pulsiones instintivas privan completamente del conocimiento, como sucede a los que por esos impulsos dan en locura, en cuyo caso no habría ni voluntario ni involuntario. Pero no siempre pierden del todo el conocimiento los que se dejan llevar por los instintos: les queda la facultad de conocer, aunque carezcan de la actual aptitud para imponerse.
7. Moción de la voluntad por un principio extramundano 1. Al plantear la posibilidad de una moción externa sobre la voluntad, comparece con fuerza el principio aristotélico “lo que se mueve es movido por otro”. Aceptando que esto “otro” no sea un cuerpo, por superior que fuese, cabría pensar que podría ser un espíritu eminente. Recuerda aquí Santo Tomás dos tesis fundamentales de su edificio ontológico. Primera, que el movimiento de la voluntad, así como igualmente el de cualquier cosa natural, procede de su interior entitativo. Segunda, que un objeto 36
STh I-II, q. 10, a. 3.
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natural puede ser movido por algo que no es causa de la naturaleza; y el hombre es a veces movido por algo que no es causa de él; pero es imposible que su movimiento voluntario, como tal, proceda de algún principio extrínseco que no sea la causa de la voluntad, y esta causa no puede ser otra que Dios. “Lo cual se evidencia por dos razones: primera, porque, siendo la voluntad una potencia del alma racional, solo Dios la puede causar por creación37; segunda, porque la voluntad está ordenada al bien universal, y por lo tanto ninguna otra cosa puede ser causa de ella, sino el mismo Dios, que es el bien universal. Todo otro bien se dice tal por participación, siendo un bien particular; y una causa particular no da inclinación universal”38. De esta doctrina se desprende que un espíritu eminente, que no sea Dios, no puede ser causa de la voluntad humana. Cuestión distinta es que, en teoría, un espíritu eminente, pero extradivino, pueda “mover” la inteligencia humana de manera objetiva, o sea, proponiéndole un objeto para su conocimiento. En resumen: “Como motor Dios mueve la voluntad del hombre hacia el objeto universal de ella, que es el bien; y sin esta moción universal el hombre no puede querer cosa alguna: mas el hombre mediante su razón se determina a querer esto o aquello, que o es realmente bueno o lo parece”39. 2. A propósito del movimiento que Dios puede imprimir en la voluntad, se pregunta el Aquinate si la voluntad es movida irresistiblemente por Dios como motor extrínseco. Las objeciones inmediatas que salían al frente de esta formulación se reducían a decir que la voluntad es movida necesariamente por Dios: porque un agente al que no es posible resistir, mueve por necesidad; y Dios, cuya eficacia es infinita, no admite resistencia. Dios movería la voluntad con ineluctable eficacia. Sería imposible que la voluntad no quisiera aquello a que Dios la excitara; y por consiguiente sería necesario que ella lo quisiera. Santo Tomás saca argumentos para probar que Dios no mueve la voluntad humana forzosamente. Sostiene que no es obligada necesariamente por Él en cuanto que la mueve activamente: en realidad la mueve como causa propia de la voluntad y como agente de todos los movimientos. De ahí que la moción de Dios sea de conformidad con la naturaleza de la voluntad, no contra ella; y, así, al ser su movimiento contingente y libre, Dios lo causa en ella, no lo destruye. Dios no trastorna la naturaleza de las cosas, sino que la conserva. Así pues, mueve todas las cosas según la respectiva condición natural de estas; de manera 37 38 39
STh I, q. 90, aa. 2-3. STh I-II, q. 9, a. 6. STh I-II, q. 8, a. 6 ad3.
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que de causas necesarias provengan mediante la moción de Dios efectos necesarios; y efectos contingentes de causas contingentes. “Ahora bien: la voluntad es un principio activo, no determinado a una cosa, sino en actitud indiferente para muchas; y por lo mismo Dios la mueve sin obligarla a determinado acto, conservando ella su movimiento contingente y no necesario, mientras no recaiga sobre cosas hacia las que naturalmente es llevada”40. Esto significa que la voluntad divina no se limita a que algo se haga por el ser que ella mueve, sino que se extiende a que se haga del modo congruente a la naturaleza del ser. La voluntad no sufre entonces coacción en su movimiento, contrariando así su naturaleza, sino que es movida libremente en conformidad a su modo de ser. Por último, y desde una perspectiva más universal, cabe afirmar que en cada uno es natural lo que Dios opera en él: de este modo conviene a cada cual una cosa, según quiere Dios que le convenga. 3. De la misma manera que la libertad de la voluntad depende de una raíz intrínseca –la indiferencia del juicio–, así también depende de una raíz extrínseca agente –Dios– y de un objeto indiferente sobre el que versa. Toda la dificultad consiste en compaginar la contingencia e indiferencia de la voluntad con la suma inmutabilidad e infalibilidad de Dios que mueve 41. El explicar esto con todas sus connotaciones, es tarea de los teólogos. Pero, desde el punto de vista filosófico, es suficiente el razonamiento de los maestros tardomedievales. El Aquinate, por ejemplo, continuamente reduce la conservación de nuestra libertad y de nuestra indiferencia en sus actos a la dependencia y participación que le viene por la moción y participación divina. Por su poder universalísimo no sólo puede Dios mover y determinar a que se realice el acto, sino también participar y comunicar el modo mismo que la causa debe seguir para hacerlo. Ahora bien, es imposible que la infalibilidad, que se funda en la universalidad del poder que causa todas las cosas –tanto la sustancia, como el modo del acto–, destruya o aniquile el modo libre de operar, puesto que lo otorga y lo comunica por la propia universalidad que tiene de obrar todas las cosas. Por lo que la universalidad del obrar funda la infalibilidad; pues si lo abarca todo, no puede fallar en toda la universalidad. Y la infalibilidad de la universalidad ni opera violentamente, ni contra los modos de las causas inferiores, sino que consigue la infalibilidad concediendo esos medios y conservándolos. “Dios mueve la voluntad de manera inmutable –dice Santo Tomás–, debido a la eficacia de su poder o facultad de mover, la cual no puede fallar. Pero la necesidad no se presenta debido a la naturaleza de la voluntad movida –que se mantiene indiferen40 41
STh I-II, q. 10, a. 4. J. Poinsot, Cursus Philosophicus, III, q. 12, a. 3.
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temente respecto a las diversas opciones–, sino que permanece la libertad; pero también permanece la providencia divina que opera en todo infaliblemente. Y, sin embargo, de unas causas contingentes provienen contingentemente los efectos, en cuanto que Dios mueve todas las cosas y a cada una según su modo”42. De suerte que la voluntad divina no sólo produce las cosas en su ser; sino que también para producir las cosas predeterminael modo por el que son producidas. Por lo tanto, dado que la voluntad de Dios se cumple eficazmente, es preciso que las cosas no sólo sean hechas, sino que sean hechas del mismo modo que la voluntad divina dispuso. O sea, la predeterminación de Dios no sólo predetermina el efecto de una causa, sino también el modo con el que debe causar, esto es, el modo de la contingencia o libertad, o el de la necesidad; por esto, no elimina ninguno de estos modos, sino que los perfecciona. La voluntad divina debe entenderse como una realidad que existe fuera de todo el orden de los entes, como una causa que difunde todo ente y todas sus diferencias. “Ahora bien, las diferencias del ente son lo posible y lo necesario; por eso, de la propia voluntad divina se originan la necesidad y la contingencia en las cosas, y la distinción de unas y otras según la naturaleza de las causas próximas. En efecto, para los efectos que quiso que fueran necesarios, ordenó o dispuso causas necesarias; en cambio, para los efectos que quiso que fueran contingentes, dispuso causas que obraran contingentemente, esto es capaces de fallar. De acuerdo con la condición de estas causas, los efectos son o necesarios o contingentes, aunque todos dependan de la voluntad divina como de la primera causa, que transciende el orden de la necesidad y de la contingencia”43. ¿Cómo se puede armonizar la inevitabilidad de la providencia divina con la evitabilidad del efecto libre o contingente? Se armoniza tan pronto como se cae en la cuenta de que hay en Dios algo más eminente que la necesidad y la contingencia, del cual se deriva la contingencia y la necesidad en las causas. Ésa eminencia es la infalibilidad, la cual no saca las cosas de su modo o de su indiferencia, sino, más bien la da y la proporciona. Eso implica que si algún ser le opone resistencia, el resistir mismo derivaría de Dios, ya no sería una resistencia, sino una dádiva o donación. Dios da la posibilidad de resistir y la posibilidad de obrar lo opuesto. Por lo tanto, cuando se dice que es posible resistir a la inspiración divina, no se entienda eso respecto a la causalidad y al orden divino en su causar, pues nada puede resistírsele a este modo universalísimo, dado que nada se pone fuera de todo ese orden: sino que ha de entenderse de la resistencia respecto al objeto propuesto y al efecto al que pertenece la inclinación y la moción. Por lo que tanto la infalibilidad divina como la mutabilidad, contingencia y libertad humana se fundan en la misma universalidad de obrar y mover todas 42 43
Mal q. 6, a. 1, ad 3; STh I, q.19, a. 8: Contra Gentes, III, c. 94. In Periherm. I, lect. 14. Cfr. Cayetano, In STh I, q. 22, a. 4.
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las causas, no sólo en lo referente a la sustancia del acto, sino también en lo referente al modo. La universalísima causalidad de Dios causa esa infalibilidad: su causalidad es inevitable, porque es universalísima y abarca todas las cosas; y, sin embargo, es mutable el efecto en sí, según el orden de las causas inferiores, puesto que Dios causa esto mismo y, así, no lo lesiona, al ser su causa y raíz. 4. Escoto negaba que una cualidad física que preceda a nuestra libertad pueda operar sobre la voluntad misma: puesto que nada creado puede ser más elevado que la voluntad, ni puede dominarla. Pero el caso es que la moción debería dominar a la voluntad; y si se diera, no dejaría ya libertad alguna, pues movería determinadamente hacia una sola cosa y sin la excelencia con la que mueve la voluntad divina que es infinita. Sin embargo, según Santo Tomás, por el hecho mismo que una facultad o potencia es superior en el obrar respecto a un móvil, es preciso que el móvil se someta a la potencia motora: el móvil debe ser capaz de movimiento y de someterse a la potencia que está en acto de mover. Por consiguiente, por el hecho de que la voluntad es un móvil y es inferior al poder divino, es también inferior a la moción divina. Esa moción divina no elimina la libertad, sino que la garantiza, puesto que dona tanto el hacer un acto determinado, como el modo en que se ha de hacer, esto es, para que se haga libremente y con un poder diferente, al que no daña, sino que lo causa, como raíz suya que es. Dios mueve a las cosas con un poder actual; eso indica una realidad, no una manera de hablar, una mera denominación extrínseca; por eso se llama “físico” ese poder, aunque no en el sentido de que pertenezca al ente móvil y corpóreo: es “físico” como algo que es real e intrínseco, en cuanto se distingue de la moción extrínseca o fingida44. 5. Por lo tanto, cuando Santo Tomás habla de la moción con la que Dios mueve a la voluntad y determina su indiferencia potencial, se refiere a una moción intrínseca que toca el interior de la voluntad: “moción física”, esto es, real, en la que no media un objeto estimulante, sino una moción operante. Dios mueve de este modo y no proponiendo el objeto y estimulando45: pues una cosa es la moción o motivación que viene del objeto y de la persuasión, y otra la moción interna que se atribuye a Dios. En cualquier caso, el movimiento o predeterminación de Dios en la voluntad perfecciona la libertad, no la extingue o disminuye. Por consiguiente, en la mo44
J. Poinsot, Cursus Philosophicus, III, q. 12, a. 3. STh I, q. 105, a. 6; q. 116, a. 1; q. 111, a. 2. STh II-II, q. 6, a. 1, ad 3; q. 9, a. 6; q. 75, a. 3; q. 80, a. 1; Mal q. 3, a. 3, ad 14. 45
III: El acto voluntario
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ción o predeterminación de Dios, pueden considerarse tres relaciones o formalidades y otras tantas en la causa libre creada. Por parte de Dios se considera, primero, la operación divina, inmutable y universalísima; segundo, la referencia a un efecto terminado y perfeccionado en sí mismo; tercero, el orden al modo, con el que el efecto procede de una causa creada sometida a la moción divina. Por parte de la causa creada se considera, primero, el efecto en sí y en su sustancia; segundo, el modo con el que produce el efecto: necesaria o contingentemente; tercero, el orden a la causa primera – de la que se participa– y al modo con el que la causa primera lo produce. Por consiguiente, cuando Dios mueve una causa segunda que es libre o contingente, si es considerada esa causa como operando el efecto del modo que le es propio, la hace contingente y con la posibilidad de fallar o de hacerle resistencia. El propio concurso divino es el que causa esto mismo, o sea, que se produzca de tal manera que sea posible que resista al acto y, consecuentemente, a la moción. Si comparamos y componemos todo esto –es decir, el acto de la voluntad creada y su modo–, con el propio concurso según el modo con el que viene de Dios, así es inevitable que se produzca no sólo el efecto, sino el efecto con el modo, esto es, un efecto libremente hecho, puesto que Dios prevé y causa todo esto, inevitablemente por su parte, pero de manera evitable en la realidad producida. De lo expuesto se colige cómo se debe interpretar la definición de libertad: “Es una facultad o potencia que puede obrar o no obrar, una vez puestos todos los requisitos para obrar o no obrar”. Cuando se dice “puestos todos los requisitos”, eso ha de entenderse en toda su amplitud; tanto por parte de las causas segundas que mueven, como por parte de la causa primera, puesto que, puesta la moción y la predeterminación divina, la voluntad puede obrar o no obrar, ya que la moción divina proporciona y conserva el mismo poder resistir y disentir. Pero de esa definición de libertad no se puede sacar la conclusión de que, puestos todos los requisitos, la libertad no obrará, sino que puede no obrar, puesto que ninguno de los requisitos pueden eliminar, hacia abajo, la potestad, y hacia arriba la premoción divina, la cual es, por su universalísimo modo de operar, la causa de esta potestad de la libertad creada: no la aniquila, sino que, siendo su raíz, la conserva y la perfecciona. Establecidos todos los requisitos, incluida la moción de Dios –en cuanto que proporciona la determinación al acto, eliminando la indiferencia potencial y suspensiva, pero proporcionando y conservando el modo de indiferencia actual y de potestad dominativa–, la voluntad puede hacer lo opuesto. La predeterminación de Dios y la moción de su causalidad universalísima eliminaría nuestra libertad, si la inmutabilidad del acto divino eliminara la contingencia y mutabilidad de la causa creada46. 46
J. Poinsot, Cursus Philosophicus, III, q. 12, a. 3.
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8. La violencia sobrevenida al acto voluntario a) La violencia en actos elícitos e imperados 1. De la misma manera que lo voluntario es causado por un doble principio, a saber, por el apetito volitivo –que es principio intrínseco–, y por el conocimiento directivo, así también es preciso que su opuesto, lo involuntario, sea causado por principios opuestos: o bien porque la operación proviene de un principio extrínseco, como la violencia y el miedo, o bien porque el conocimiento es suprimido o está bloqueado o perturbado, como sucede por la ignorancia y la pasión instintiva. Del influjo de las pasiones ya se ha hablado. Y de la ignorancia es fácil entender su sentido47. Tratemos ahora de fijar esas condiciones extrínsecas que, por violencia o miedo, podrían suprimir la voluntariedad del acto. A propósito de la violencia psicológica Aristóteles indicó que “violento es lo que tiene su principio en el exterior, no contribuyendo en ello el sujeto que ha sufrido la fuerza”48. O sea, lo violento proviene de un principio extrínseco, sin que el paciente influya con su propia fuerza en la operación violenta. Esta definición contiene dos condiciones requeridas para la noción de lo violento. La primera, que el principio de la violencia provenga del exterior; pues lo que está dentro del mismo operante se adapta o ajusta naturalmente –y no presenta violencia ni repulsa–, ya que su principio intrínseco es natural y propio. La segunda condición es que el sujeto que padece la violencia no contribuya a dicha violencia, esto es, no colabore ni influya con su propia capacidad y fuerza, y ni siquiera consienta en el movimiento violento, sino que le ofrezca resistencia. Por tanto, no es suficiente que el sujeto paciente esté de manera puramente negativa aguantando la acción de lo sobrevenido: se requiere además repulsa y
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La falta de conocimiento, la ignorancia, pueda causar la involuntariedad del acto. Pero, ¿cuál sería esa ignorancia? Porque hay tres clases de ignorancia: la antecedente, la concomitante y la subsiguiente (STh I-II, q. 6, a. 8). La ignorancia que antecede al acto de la voluntad es soportada inconscientemente, aunque el sujeto obre por causa de ella. La segunda ignorancia es la concomitante, que se da realmente cuando el sujeto opera; y sin embargo, la voluntad está en una disposición tal que operaría, incluso si tuviera conocimiento; de esta forma la voluntad no se mueve debido a esta clase de ignorancia. La tercera ignorancia es la consecuente, esto es, la que sigue al acto de la voluntad; es una ignorancia querida o bien directamente –al querer uno estar en la ignorancia de algo–, o indirectamente –porque el sujeto no se preocupa de tener conocimiento, aunque deba tenerlo–. La ignorancia directa hace que el acto sea involuntario; la segunda lo hace voluntario; la tercera lo hace no-voluntario, esto es, por su propia fuerza no hay un influjo que provenga de la voluntad y, sin embargo, no es incompatible con ella. 48 Aristóteles, Eth II, c. 2.
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resistencia, con una inclinación opuesta49. Así queda definido lo violento en sentido estricto, en cuanto expresa algo inferido a la inclinación, sea natural, sea voluntaria50. Si el ámbito psíquico se entendiera como un aparato mecánico –según hace normalmente el psicoanálisis–, en donde habría unas fuerzas que, como las del inconsciente, son superiores a otras, no sería extraño encontrarse con la tesis de que la voluntad puede sufrir violencia, siendo obligada por alguna fuerza superior51. Pero el mundo psíquico es una estructura teleológica; y en tal medida, la violencia no puede imponerse a la voluntad en los actos emitidos por ella, o sea: no es posible que un acto haya sido emitido internamente por la voluntad y, sin embargo, sea violento; pues por el hecho de ser emitido por ella, proviene de un principio interno que influye o confiere poder; en cambio el acto violento proviene de un principio externo, pasivamente recibido en el sujeto, y no confiere poder alguno. Otra cosa son los actos imperados por la voluntad en otras facultades, los cuales pueden padecer violencia, puesto que, a pesar de que la voluntad esté
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J. Poinsot, In I-II, disp. IV, a. 1, n. 18. No se incluye en lo violento lo sobrenatural (super naturam), que es infundido sin repulsa de la naturaleza, siendo ésta obediente; y sin embargo, hace obrar conforme al modo de la naturaleza, elevando el principio intrínseco para que obre vital y voluntariamente. Debe advertirse que en esta materia utilizan los discípulos de Santo Tomás algunos nombres, que a veces parecen confundirse y ser tomados como una misma cosa, pero que difieren según las diversas formalidades. Son los siguientes: necesario, violento, involuntario. Es necesario lo que se opone a contingente o indiferente; y conlleva la determinación a una cosa, excluyendo la facultad de lo opuesto. Lo violento incluye, en quien padece la violencia, la necesidad de quedar determinado, pero añade a lo necesario el hecho de provenir de un principio extrínseco, ya que nada es violentado por el propio e intrínseco principio. Lo involuntario puede acaecer no sólo en virtud de la violencia y porque proviene de un principio extrínseco, sino también en virtud de la ignorancia al faltar el conocimiento: por esto, involuntario en toda su extensión tiene una acepción más amplia que violento, a saber: involuntario es todo lo que se opone a lo que procede de la voluntad y de lo que la regula, que es el conocimiento. En fin, necesario es más amplio que violento, pues todo violento es necesario por parte de quien sufre violencia, pero no todo necesario es violento, como cuando los agentes necesarios operan desde su interior. J. Poinsot, In I-II, disp. IV, a. 1, nn. 8-9. 51 Sobre este punto, cfr.: A. Stagnitta, La fondazione medievale della psicologia. Struttura psicologica dell'etica tomista e modelli scientifici contemporanei. Passioni, frustrazioni e depressione, virtù, Edizioni Studio Domenicano, Bologna 1993. -R. Dalbiez, El método psicoanalítico y la doctrina freudiana, Club de Lectores, Buenos Aires 1987. -J. Maritain, “Freudismo y psicoanálisis”, en Cuatro ensayos sobre el espíritu en su condición carnal, Club de Lectores, Buenos Aires, 1943. -R. Allers, El psicoanálisis de Freud, Buenos Aires, 1958. 50
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imperando, cabe la posibilidad de que la ejecución del acto y el uso de los miembros sean impedidos externamente. O sea, hay dos clases de actos de la voluntad: unos que son inmediatamente propios suyos, como nacidos internamente de ella –o sea, elícitos–: son los del querer inmediato. Y hay otros actos que, siendo de la voluntad, son imperados por ella, pero ejecutados por otra facultad; tales son el andar y el hablar: ciertamente impuestos por ella, pero realizados por otra fuerza motriz. En cuanto a estos actos imperados, la voluntad puede experimentar violencia, si esos miembros quedan forzados e imposibilitados de efectuar el mandato voluntario. En cambio, el mismo acto propio e inmediato de la voluntad no puede sufrir coacción al realizarse: porque ese acto es una tendencia que procede de un principio interno que implica conocimiento52. En verdad la voluntad es la facultad suprema que posee el dominio sobre las otras, pudiendo mandarse tanto a sí misma como a las demás: por ejemplo, cuando de un acto procede a realizar otro y por la fuerza del primero ordena el siguiente: y así, por la intención del fin ordena la elección de los medios, y otros actos que versan en torno a los medios. A su vez, ordena a las otras facultades, porque la ejecución de las cosas que quiere la voluntad ha de llevarse a cabo mediante las otras facultades: por ejemplo, si quiere pasear, leer, escribir, escuchar. Y así la voluntad ordena estos actos como ejecuciones propias, y del mismo modo puede ordenar la cesación de los mismos, al igual que puede ordenar que el cuerpo descanse, que no se mueva de un sitio, etc.; y si esta ejecución es impedida por un principio externo, se produce violencia en la voluntad, incluso cuando impera tal ejecución. Ahora bien, este obstáculo puede producirse física o moralmente: físicamente, por una enfermedad, una herida, unos grilletes, etc; eso impide que los miembros externos efectúen la acción; y entonces, la facultad externa padece violencia no sólo en sí misma, sino en cuanto es ejecutiva de la orden de la voluntad, al igual que un herido grave se ve impedido no sólo para caminar, sino también para ejecutar voluntariamente el movimiento. Por otra parte, uno es impedido moralmente, cuando mediante la captación de un objeto queda dete52
STh I-II, q. 6, a. 4. El Aquinate matiza la tesis de “lo natural es lo conforme a la tendencia de la naturaleza y lo voluntario es lo conforme a la tendencia de la voluntad”. De un lado, lo natural puede serlo de dos maneras: primero, procediendo de la naturaleza, como de principio activo, y así es natural al fuego el calentar; segundo, como principio pasivo, en cuanto hay una predisposición innata a recibir la acción de un principio extrínseco. De otro lado, también lo voluntario puede entenderse en dos sentidos: uno según la acción, como si uno quiere hacer algo; otro, según la actitud pasiva, como la del que quiere sufrir de parte de otro: así cuando la acción parte de un agente exterior y con ella coincide la voluntad del que la recibe, no hay en ello violencia propiamente dicha; pues aunque el paciente no coopera obrando, concurre no obstante queriendo sufrir: y por lo mismo no puede decirse involuntario (STh I-II, q. 6, a. 5, ad2)
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nido su movimiento: por ejemplo, si alguien, por intimidación de la potestad superior, es detenido en un movimiento o se retrae de una ejecución o es empujado a ella53. Con todo, existe una diferencia entre los actos imperados en relación a las otras facultades y en relación a la propia voluntad. Respecto a las otras facultades, la voluntad permanece en su objeto esforzándose y resistiendo al impedimento que le ha surgido en las facultades ejecutivas, pues de hecho la voluntad quiere que el impedimento sea suprimido. Ahora bien, en relación a los actos que son emitidos por ella, si la voluntad es impedida a emitir el acto con la eliminación del objeto, no sólo es impedida la ejecución, sino también la volición de poseer el objeto y el acto, puesto que, faltando el objeto y su motivación, la voluntad no puede ya querer emitir el acto sobre el objeto. Efectivamente, un acto sobre un objeto connota tal objeto; y, así, si quisiera tener un acto sobre tal objeto, habría de conocer ya el objeto como conoce el acto sobre el objeto. Por esto, sin objeto la voluntad no padece violencia, tanto al no emitir el acto sobre él, como al no querer emitirlo. No obstante, es verdad que después, si el objeto se le presenta de nuevo, puede entristecerse por no haber realizado tal acto; aunque esto es ser violentada relativamente, esto es, entristecerse de no haberlo realizado, pero eso no es esforzarse contra lo opuesto y contradecirlo. Por lo que Santo Tomás propone un ejemplo de violencia en los actos imperados en las otras facultades: los miembros exteriores pueden ser impedidos de ejecutar la orden de la voluntad. Por consiguiente, en ellos la voluntad padece propiamente violencia, puesto que la ejecución de su orden es totalmente impedida54. Hay, pues, en la posible violencia que puede padecer la voluntad dos aspectos distintos, uno referido a sí misma, otro referido a las demás facultades. En cuanto a lo primero, la voluntad no puede ser coaccionada en los actos que ella impera sobre sí misma y que deben ser emitidos por ella. Pero conviene advertir que en estos actos podría entenderse la violencia de dos maneras: o porque la voluntad es obligada a emitir el acto contrario y distinto de aquel que ordena y quiere; o porque es obligada a cesar del acto ordenado por ella y a no emitirlo. 2. De lo dicho se puede concluir la imposible violencia autorreferencial de la voluntad. Cuando la voluntad se manda a sí misma, por ejemplo mediante un acto que ordena emitir otro, no puede absolutamente ser violentada en ese acto imperado autorreferencialmente, al ser también un acto emitido internamente (elícito) y al 53 54
J. Poinsot, In I-II, disp. IV, a. 1, nn. 35-49. Ver q. 12, a.5 – a.8.
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no darse impedimento suficiente para producir violencia con dicho acto55. Es imposible que la voluntad se vea violentada en su acto de emitir, aunque parta de un primer acto que ordene al segundo. Se trata de un acto internamente emitido (elicito), en el que no puede haber violencia: pues por el hecho mismo de ser emitido por la voluntad es una inclinación actual suya procedente de un principio intrínseco, la voluntad. Si de otro modo fuera, o sea, si en los actos que se siguen en la voluntad y están ordenados por otros actos, la propia voluntad padeciera violencia, no podría padecerla en el primer acto suyo (simplex velle), el cual no se deriva ni depende de otro anterior; aunque el mismo argumento se extiende a todos los actos, dado que proceden del principio intrínseco, como inclinación actual suya. En resumen: la voluntad no puede padecer violencia al emitir su acto: ni es capaz de violencia: el acto no es violento, sino voluntario56. El acto emitido internamente por la voluntad, el llamado “elícito”, no es distinto de una inclinación suya actual procedente de un principio intrínseco con conocimiento del fin: es esencialmente voluntario, esto es, procedente de la voluntad y, en consecuencia, se opone a violento. Téngase en cuenta que el acto elícito viene regulado por el conocimiento del fin; y el apetito elícito se distingue del innato en que el primero se emite con conocimiento, y el segundo, no. Ahora bien, del hecho de que el acto elícito proviene de la voluntad, debe originarse de ella como de un principio vital e intrínseco, a modo de inclinación, al igual que la intelección es un acto elícito que nace de la inteligencia. Luego lo emitido por la voluntad es volición o inclinación, con su opuesto que es la nolición o aversión. No obstante, ambas –volición y nolición–, proceden de la voluntad como de un principio vital intrínseco y son reguladas por el conocimiento, lo que es poseer los principios esenciales de lo voluntario. Por su parte, lo violento tiene condiciones que contradicen al acto así emitido: proviene de un principio extrínseco, pero el acto voluntario viene de un principio intrínseco; lo violento se produce con resistencia del sujeto paciente, lo voluntario se emite sin resistencia. La propia nolición o acto de aversión es una tendencia natural de la voluntad para huir y rechazar el objeto; de este modo es siempre una inclinación por parte del acto, a pesar de ser una oposición hacia al objeto. Aún más, aunque la voluntad primero se oponga y se resista a emitir el acto, como cuando procede con miedo, sin embargo, si finalmente lo emite, por esto mismo consiente realmente: no resiste y se inclina a hacer lo que 55
J. Poinsot, In I-II, disp. IV, a. 1, n. 50. Esta conclusión fue también la de Escoto, Ricardo, Durando, Gabriel, San Buenaventura y otros en sus Comentaria in libros Sententiarum, In II Sent d25, y por los Maestros españoles (Medina, Conrado, Lorca, Vázquez, Montesinos) en sus comentarios a la Suma de Santo Tomás STh I-II, q. 6, a. 4. 56
III: El acto voluntario
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el miedo aconseja; y, consintiendo el sujeto paciente, cesa la violencia, puesto que cesa el empeño contra lo opuesto y la resistencia a lo opuesto. Si la voluntad es impedida de la cesación del acto –obligada a cesar del acto ordenado–, tampoco se da violencia en esa cesación, si esto se produce por eliminación del objeto57. El objeto es lo que mueve o motiva propiamente a la voluntad, de manera que ella no puede dirigirse de ningún modo a lo desconocido. Sustraído el objeto que motiva, la cesación del acto no va contra la naturaleza de la voluntad, sino más bien le es connatural, al serle natural a la propia voluntad no ser llevada a lo desconocido; luego, en este caso, el cesar del acto de la voluntad no es violento, una vez apartado o no conocido el objeto58. Normalmente la voluntad está bien dispuesta respecto a su objeto y desea ocuparse de él, pero se entristece con la ausencia del objeto, siente su eliminación y cesa de él en contra de su inclinación y afecto. En verdad, todo lo que impide la presencia y el conocimiento del objeto infiere un cierto desafuero a la voluntad; y esto no es distinto de la tristeza nacida de la cesación del acto sobre el objeto, cuya presencia querría tenerla para gozarlo. Esta detención del afecto y de ese impulso interno es como una cierta perturbación. Por tanto, si por alguna causa particular es impedida de tener un acto de amor hacia el objeto, porque se lo aleja o se lo quita, padece tristeza y alguna perturbación sobre el objeto, al menos “relativamente”, debido al afecto anterior; sin embargo, aunque quede el acto de amor, emite el acto de tristeza; pero en la emisión misma no padece violencia. Ahora bien, es evidente que toda tristeza infiere alguna oposición y contrariedad en la voluntad, en cuanto que versa sobre una circunstancia que ella rechaza y que le es antagónica59. 3. Pensemos finalmente en la violencia que podría introducirse en los actos imperados por la voluntad. La voluntad puede padecer violencia en los actos imperados, no por parte del imperante, claro está, sino por parte de la facultad imperada y de su ejecución; efectivamente, por parte del imperante la orden es un acto elícito o interno, pues procede y es emitido por la facultad imperante, al igual que el acto imperado es realizado por la facultad imperada y movida60. La violencia puede conseguir que un acto imperado, aun surgiendo de la voluntad, permanezca impedido por un principio externo: los actos imperados son los únicos que pueden padecer violencia y ser impedidos en su ejecución voluntaria61; respecto de lo imperado la violencia produce lo involuntario.
57 58 59 60 61
J. Poinsot, In I-II, disp.. IV, a1, n. 35. J. Poinsot, In I-II, disp.. IV, a1, n. 37. J. Poinsot, In I-II, disp. IV, a. 1, n. 53. J. Poinsot, In I-II, disp. IV, a. 1, n. 32. STh I-II, q. 6, a. 5.
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La tesis común entre los discípulos del Aquinate fue que la voluntad puede padecer violencia pura y simplemente en la ejecución de los actos imperados a través de las otras facultades, por ejemplo cuando los miembros externos quedan impedidos para ejecutar una orden de la voluntad. De aquí se puede concluir que para existir violencia de un acto imperado no se requiere que el acto mismo vaya contra la propia inclinación de la facultad inferior e imperada, en sí misma y según lo que le es propio, sino que es suficiente que vaya contra la facultad en cuanto que es ejecutiva y apta para obedecer a la voluntad, ya sea una facultad obediente despóticamente –como la mano que sin resistencia obedece a la voluntad–, ya sea obediente políticamente –esto es, la que puede oponer resistencia a la voluntad, como el apetito sensitivo–. Pues en cuanto que es ejecutiva de la propia voluntad, la facultad inferior es como una extensión y continuación de la voluntad; y por ello se dice que la voluntad padece violencia en algo de sí misma, a saber, en la ejecución de lo querido de ella. La violencia consiste en que esa facultad sea ejecutiva de la voluntad y que la ejecución sea impedida contra la orden y la intención de la voluntad; como cuando los miembros externos son impedidos para que no ejecuten la orden de la voluntad62. Dos conclusiones se sacan de lo dicho. Primera: para que exista violencia, basta que la ejecución de la voluntad sea impedida en las facultades que la sirven y que ejecutan sus órdenes. También entonces la violencia es producida en la propia voluntad: no en cuanto a la emisión del acto, sino en cuanto a la ejecución del efecto; pues la violencia en los actos imperados no se produce ni consiste en que sea impedido el acto de la voluntad por el que impera (pues de hecho es emitido el acto de la orden o imperio), sino en que sea impedido el efecto o la ejecución, pues esto es lo ordenado63. Segunda: la violencia se produce contra una voluntad que es eficaz en el mandar y ordenar, aunque no sea eficaz en alcanzar su objetivo. Ciertamente en el poder de la voluntad humana no están todos los medios y todos los requisitos para el efecto; ni la eficacia debe ser valorada por el resultado y por el éxito del efecto, sino por la influencia y la perseverancia de la propia voluntad. Así pues, la voluntad humana debe ser eficaz en cuanto a la emisión interna del acto y a su disposición absoluta de manera pura y simple; pero en cuanto a la ejecución, es susceptible de ser impedida, por su índole contingente y defectible. De ahí que, aun existiendo la eficacia en cuanto al efecto, la voluntad puede padecer violencia en la ejecución o en el efecto, puesto que la eficacia humana es frustrable e impedible64. 62 63 64
J. Poinsot, In I-II, disp. IV, a. 1, n. 57. J. Poinsot, In I-II, disp. IV, a. 1, n. 58. J. Poinsot, In I-II, disp. IV, a. 1, n. 59.
III: El acto voluntario
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b) Fenomenología del miedo 1. Un factor claramente interno que quizás podría arrebatar la voluntariedad de nuestros actos es el miedo. Tres cuestiones surgen acerca de las acciones producidas por el miedo: la primera se refiere a la sustancia de tales actos; la segunda, a su modo; la tercera se refiere a su efecto. En cuanto a la sustancia del acto, Aristóteles había indicado que las acciones ejecutadas por miedo son mixtas o compuestas de voluntario e involuntario65. Y debe investigarse en qué consiste, si en uno de los actos o en los dos. Un ejemplo recurrente de actos hechos por miedo está en el comportamiento del capitán del barco que, de un lado, está satisfecho por la buena carga que transporta; y a la vez, de otro lado, está apenado por la amenaza de una fuerte tormenta que se cierne sobre la nave y que le forzaría a tirar la mercancía por la borda para salvar la vida. Se debe advertir que estar compuesto de voluntario e involuntario no se toma aquí de modo físico, como si de muchas cosas mezclables resultara una cosa mixta o compuesta; más bien, se trata de una composición de índole psicológica, que encierra los dos motivos que concurren a la actitud producida por el miedo, puesto que un motivo conduce a lo propio del acto voluntario y el otro motivo conduce a lo propio del acto involuntario. Por esto suele haber al menos dos actos para que una cosa sea producida por el miedo, aunque se produzcan con un cierto orden y una cierta relación, y por eso se juzga que psicológicamente son una sola cosa. En el ejemplo citado, el capitán del barco determina, debido a la tempestad, arrojar las mercancías al mar, porque la vida de los pasajeros está en peligro; ahí concurren varios actos. Primero está el puro y simple amor a la vida y la voluntad de conservarla; además está la voluntad de conservar las mercancías, y el odio al peligro y a la causa que produce con brusquedad el miedo. Segundo, surge el acto de la intención del fin: la voluntad pretende de manera absoluta y eficaz conservar la vida y esquivar el peligro. Tercero, sigue el acto de elección de los medios para tal fin; pero, por una parte, al presentarse un medio desagradable –a saber, el lanzar las mercancías al mar– y, por otra parte, al aparecer una cierta conveniencia para conseguir el fin, –puesto que se aligera el peso de la nave–, finalmente, esta conveniencia supera a aquel desagrado y es elegido el lanzamiento de las mercancías en un momento concreto. Cuarto, queda una cierta voluntad condicionada de no aplicar el medio desagradable en caso de que el miedo cesara; por eso, quienes operan por miedo, proceden lánguida y remisamente, si hay alguna esperanza de que cese la causa del miedo –la tormenta–. Pero si el miedo es vehemente y excluye la esperanza de que cese el peligro, entonces los amenazados se apresuran, precisamente a 65
Aristóteles, Eth III, c.1.
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causa del miedo, a no ser que éste sea tan grande que incluso impida la operación. Esta es la disposición del operante debido al miedo, no sólo en el efecto exterior, sino también en su afecto interno, en el que la voluntad queda así dispuesta. Se observará también que, cuando se dice que una acción es producida por miedo, la preposición “por” indica causa e influencia, y no sólo concomitancia. Por lo tanto, una cosa es que se produzca algo con miedo, y otra cosa es que se produzca por miedo. El “por” indica ahí causa que motiva, mas no causa eficiente. En realidad podemos hacer muchas cosas con miedo, no sólo venciendo el temor, sino también resistiendo, como los valientes vencen el miedo a los tormentos; y, con todo, a menudo van al suplicio con temor y lo soportan con dolor. También la esperanza suele tener adjunto al miedo; y sin embargo, no opera por miedo. Ahora bien, a veces operamos con un miedo que nos supera y obliga a hacer lo que nos desagrada, y entonces “por miedo” indica la influencia de una causa que introduce el miedo, y que así obliga a hacer lo que no quisiéramos. En este caso, la preposición “por” indica causa que motiva, no causa eficiente, puesto que el miedo opera mediando la propuesta de un objeto terrible, por cuya razón obliga a consentir lo contrario; luego opera como causa motivante, esto es, como causa que se abre desde el objeto. Y en esto se diferencia de lo violento, pues lo violento está más bien en el género de causa eficiente, por el hecho de que violento sólo se aplica a los actos exteriores imperados, pero no a una emisión interior que no puede impedir. El miedo impide efectivamente y elimina en ellos la aplicación de la voluntad. Sin embargo, el miedo induce a que la voluntad emita un consentimiento que de otro modo no querría66. 2. Hechas estas aclaraciones, queda por explicar cómo la operación producida por el miedo está compuesta de acto voluntario e involuntario; sin duda no físicamente –como ya se ha dicho–, como si se coaligara y resultara una entidad de operación compuesta de muchos actos mezclados entre si, al igual que se mezclan líquidos. Santo Tomás afirma que el miedo puede causar lo involuntario, pero de modo relativo, por ser una mezcla de voluntario e involuntario, aunque predomine lo voluntario: lo que se hace a impulsos del miedo, considerado en sí mismo, no es voluntario; y solo viene a serlo en un caso dado, “al querer evitar el mal que se teme”. Pero, bien mirado el asunto, esta clase de actos son más voluntarios que involuntarios: pues en sentido absoluto son voluntarios, pero se convierten 66
J. Poinsot, In I-II, disp. IV, a. 2, n. 3.
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en involuntarios en sentido relativo. Porque una cosa es de modo absoluto en cuanto existe en acto; pero en cuanto sólo existe en la mente, no es en sentido absoluto, sino relativo. Ahora bien, lo que se hace por miedo existe en acto, pues se ejecuta, siendo así que los actos se ejecutan en cosas singulares o determinadas, y lo singular como tal tiene realidad en un lugar y tiempo presentes; por eso el hecho realizado existe en acto, justo por serlo en lugar y tiempo presentes y bajo algunas condiciones individuales. “Así pues, lo que se hace por miedo es voluntario en cuanto se hace aquí y ahora, al estar preservando de un mayor mal que se temía; al igual que arrojar al mar las mercancías, ante el azote de la tempestad, se hace voluntario a causa del temor al peligro. Según esto, es voluntario de modo absoluto: o sea, le conviene la esencia de lo voluntario, porque su principio es intrínseco”67. En definitiva, si existe la causa del miedo y si es duradera dicha causa, las cosas hechas por miedo son aceptadas por la voluntad justo por la presencia del miedo, pero no absolutamente en razón de sí mismas; más bien, la propia voluntad está en tal disposición condicional que si la causa del miedo se eliminase, no desearía aquellas cosas. Mas dado que el miedo está solamente en la disposición condicional y en la preparación, pero no en el acto mismo, precisamente por ello es involuntario relativamente, por estar sólo en la potencia y en la preparación, no en el resultado ni en la emisión. Lo expuesto permite no confundir lo que se hace por miedo y lo que se hace por fuerza. En lo que se hace por fuerza coactiva no consiente la voluntad, puesto que es contrario al movimiento de la voluntad misma. Pero lo que se hace por miedo viene a ser voluntario, puesto que el movimiento de la voluntad se dirige hacia él, aunque no por sí mismo, sino por otra cosa, a saber, por repeler el mal que se teme. Así pues, en lo que se hace por fuerza violenta no toma parte alguna la voluntad interior; al paso que sí toma parte en lo que se hace por miedo. En la definición de lo violento se excluye, pues, lo que se hace por miedo, no solo porque lo violento es aquello que tiene un principio extrínseco, sino porque además no hay cooperación alguna del agente violentado. Pero en lo que se hace por miedo coopera en algo la voluntad del temeroso. De modo que lo que se hace por miedo es incondicionalmente voluntario, es decir, porque se hace en acto; y es condicionalmente involuntario, o sea, si tal miedo no se presentara68. No es imaginable una mezcla física en los actos, pues cualquiera de ellos es forma actuante, no una realidad compuesta de otras realidades. Pero se entiende una operación psicológica compuesta o mixta de acto voluntario e involuntario en cuanto que hay en ella concurrencia de varios motivos: uno que retarda, se opone e induce a lo que desagrada, esto es, a un mal inminente; otro que inclina, 67 68
STh I-II, q. 6, a. 6. STh I-II, q. 6, a. 6, ad 1, ad 3.
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atrae y cumple un acto voluntario, esto es, la evasión del peligro y del mal. Y de estos dos motivos fundamentales, vence el motivo que de hecho inclina a obrar o realizar lo que sería desagradable, pero permanece el motivo que repele o que retarda respecto a la veleidad o voluntad condicionada, puesto que de por sí la medida es desagradable y sería rechazada en el caso de que no existiera la causa del miedo. Cosa que en otras voluntades condicionadas no acaece, puesto que no siempre interviene esta voluntad sobre un objeto desagradable. La misma experiencia prueba que estos motivos intervienen en el miedo: y, así, se encuentra un motivo que retarda, repele y desagrada de por sí; y otro motivo vencedor que inclina, a saber, la evasión del peligro o mal inminente; pero este motivo no estimula ni inclina completamente, sino en la suposición de la existencia de una causa que introduce el miedo69. 3. Ahora bien, ¿en qué acto está mejor dibujada la operación compuesta de voluntario e involuntario? ¿En el acto con el que absolutamente un sujeto elige y opera de hecho a causa del miedo, o en el acto condicionado, o sea, en aquella veleidad con la que no querría obrar así, en el caso de que la causa del miedo no subyaciese? Por ejemplo, cuando uno arroja las mercancías al mar por miedo al naufragio, la duda está en si la clave de la operación compuesta o mixta está en el acto de lanzar las mercancías, o en el acto de veleidad por el que quisiera no arrojarlas, si la tempestad no estuviera presente. Según explica Poinsot, unos defienden que el acto mixto de voluntario e involuntario está en el acto absoluto de la elección, por el que se elige que se arrojen de hecho las mercancías al mar, puesto que en dicho acto no sólo la voluntad inclina de hecho a arrojar las mercancías al mar, para salvar la vida o para evitar el peligro, sino también se retarda la acción, porque las arroja con tristeza y desagrado, pues desearía no arrojarlas. Efectivamente, el motivo voluntario actúa en la inclinación de lanzarlas al mar; pero el motivo involuntario actúa en el retraso y en la tristeza. Otros defienden que el acto compuesto o mixto no está constituido en el acto absoluto de lanzar las mercancías, o de elegir el lanzamiento, sino en el acto condicionado de la veleidad, puesto que el hombre quisiera no arrojarlas; o sea, quiere arrojarlas, pero bajo la esperanza condicionada de que cesara el caso del peligro: y así, el acto es involuntario sólo condicionadamente, pero deja lugar a la voluntad para que quiera absolutamente arrojarlas70. A juicio de Poinsot la voluntad o la operación producida por el miedo incluye ambos actos y ambos motivos: el absoluto de arrojarlas y el condicionado de no arrojarlas. Y estos actos son realmente distintos, pues proceden bajo motivos 69 70
J. Poinsot, In I-II, disp. IV, a. 2, n. 4. J. Poinsot, In I-II, disp. IV, a. 2, n. 5.
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diversos: uno es eficaz, la elección de lanzarlas; el otro ineficaz, la veleidad de no lanzarlas. Y un motivo puede permanecer sin el otro: efectivamente, incluso después de la ejecución del lanzamiento, ya no quiere de hecho arrojarlas, puesto que el acto de lanzamiento cesó y perdura el acto ineficaz y condicionado, y no querría lanzarlas si no hubiera estado presente el peligro. Como se puede apreciar, un acto es a modo de seguimiento; el otro a modo de fuga. Se retrae del lanzamiento, aunque de manera ineficaz y condicionada, puesto que se propone tal objeto como no conveniente y malo; en cambio, se sigue el lanzamiento eficazmente y de hecho, puesto que aligera la nave y es útil para evitar el peligro. Y todas estas cosas son signos suficientes para distinguir estos actos, pues debido a estas formalidades psicológicas se distinguen los otros actos. Por tanto, desde el punto de vista psicológico, “la voluntad que opera por miedo” recibe la denominación de ambos actos: de un modo directa y absolutamente; de otro modo indirecta o consectariamente, o sea, por presunción y connotación (praesuppositive et de connotato)71. Ahora bien, para que se diga que la operación ha sido hecha por miedo se pregunta Poinsot cuál de estos actos se comporta de manera directa y formal (in recto et formaliter), y cuál se comporta de manera consectaria o connotativa (in connotato). Responde que formalmente dicha operación consiste en el acto absoluto con el que se elige lanzar las mercancías, pero presupone y connota el acto condicionado. En efecto, por miedo se hace algo en la realidad y de hecho: lo que se hace por miedo es lanzar las mercancías y elegir ese lanzamiento; luego en esta operación consiste de manera formal y directa lo hecho o elegido por miedo. Pero a esta operación le precede o acompaña el desagrado y la tristeza del acto que se produce, bajo la condición de “si no hubiera peligro, querría que no se hiciese”: este acto es ineficaz y no es el que vence, sino que más bien se margina. Por ende, Poinsot afirma que lo que se hace por miedo no comparece formalmente, sino consectariamente –por connotación–, en cuanto que lo hecho por miedo retiene algo del desagrado, algo dejado por el acto condicionado; sin embargo, al no realizarse, es connotado sólo consectariamente, puesto que se produciría si el peligro no estuviera presente. Así pues, para percibir mejor cómo se mezcla el acto voluntario con el involuntario en las acciones que se producen por miedo, solamente hay que considerar que las acciones, producidas por miedo, son asumidas y elegidas por la voluntad en orden a un fin, como a una cosa útil y conveniente. Ahora bien, sucede que algunos medios son elegidos para un fin no porque en sí sean agradables, sino porque conducen al fin. Pero estos medios, si desaparece aquel fin, no serían elegidos: como son una medicina amarga, un corte en las venas, la mutilación de un miembro, y otras acciones semejantes, las cuales, consideradas en otro estado –esto es, no como medios para aquel fin, sino en sí mismas–, son completamente desagra71
J. Poinsot, In I-II, disp. IV, a. 2, n. 6.
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dables; y según la voluntad condicionada, esto es, si no existiera el peligro con la necesidad de conseguir el fin, no serían elegidas. Ciertamente así se encuentran estas acciones producidas por miedo, pues son elegidas como medios, pero en otro aspecto son desagradables en sí mismas, aunque de hecho sean elegidas en el caso de un peligro y con el fin de evitarlo72. Debe advertirse también que en el acto violento que no es por miedo, el acto ejecutivo no encierra dos movimientos –uno absoluto, otro condicionado–, puesto que, al ser movimientos en la ejecución, no es el caso de que uno sea “bajo condición” por parte del acto, pues así se suspendería la ejecución, sin haberse superado la condición. Y por esta razón, en la acción externalizada, no hecha por miedo, no se dan dos actos, sino uno: por ejemplo, en el lanzamiento de las mercancías al mar, no se dan dos movimientos –uno para arrojarlas y otro para no arrojarlas–, sino solamente uno, puesto que el movimiento es externalizado y ejecutivo; no uno condicionado y el otro ejecutivo; ahora bien, si fueran dos movimientos ejecutivos, se impedirían mutuamente; de este modo, hay un solo movimiento. Ahora bien, en el miedo, aparte de la acción externalizada, se da también la voluntad interna y el acto interno emitido por la voluntad, a la que, al proponérsele el objeto de dos modos o bajo un doble aspecto, a saber, de un modo el objeto en sí como desagradable y repugnante (y así funda la disposición simple y la voluntad condicionada de quererlo, de llevarlo a la práctica, si no se opusiera el miedo) y de otro modo, el objeto como conducente aquí y ahora a evadirse del miedo o peligro, también de este segundo modo funda el afecto o disposición eficaz, puesto que de él dimana la elección eficaz y la ejecución externa. Por lo que en el miedo no es incompatible que se den esos dos actos: el elícito y el interno; porque dentro de la voluntad pueden darse no sólo actos eficaces, sino también ineficaces. En cambio, en el violento es incompatible que se de un acto elícito que internamente sea emitido por la voluntad y sea violento, y, así, es incompatible que se dé un acto condicionado violento en la voluntad, sino que solamente se da violencia en la ejecución o en el acto imperado, y éste no puede ser ineficaz, puesto que este acto es la ejecución; ni puede ser doble, al ser opuesto al natural73. Por otra parte, el acto condicionado puede encontrarse, en el caso del miedo, de dos modos, a saber: o producido absoluta y realmente de hecho, aunque condicionado por parte del objeto; al igual que si en una tempestad uno emitiera el acto por el que fáctica y realmente propusiera no arrojar las mercancías al mar, si la tempestad no existiera y con determinación dijera: no las quiero arrojar si la tempestad no irrumpe. Este acto es absoluto por parte del acto, puesto que de hecho y con determinación procede de la voluntad, y por parte del objeto es 72 73
J. Poinsot, In I-II, disp. IV, a. 2, n. 7. J. Poinsot, In I-II, disp. IV, a. 2, n. 18.
III: El acto voluntario
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condicionado. También puede darse el condicionado, no sólo por parte del objeto, sino también por parte del acto, esto es, si existiendo la tempestad, sólo se preocupa de lanzar las mercancías y salvar la vida, no preocupándose de emitir un acto sobre el objeto, de modo que tome la determinación y no diga que él no quiere lanzar las mercancías, si la tempestad no irrumpe, sino que omite este acto; no obstante, hay en él tal disposición que desearía no arrojarlas, si la tempestad no existiera. Y en razón de esta disposición tiene, en realidad, la veleidad de no arrojarlas, y por aquella disposición fáctica no las arrojará, si cesa la tempestad: puesto que la disposición es suficiente para que se origine la voluntad de no arrojarlas, cuantas veces cese y haya cesado la ocasión de la tempestad, aunque ahora de hecho no tenga semejante acto. Pero de hecho, lanza las mercancías y ejecuta el lanzamiento, puesto que éste no depende de la veleidad o de la disposición de no arrojarlas, sino que depende de otra voluntad y elección eficaz que él posee de arrojarlas, puesto que aquí y ahora decide evitar el peligro. Por lo tanto, sin dificultad se comprende qué es la veleidad por la que algo no se constituye en violento fácticamente, sino que lo querría si la condición estuviera presente. Poinsot concluye que la veleidad puede tomarse o como un acto segundo ineficaz, o como acto primero o disposición para querer: del primer modo, la veleidad no es distinta del acto ineficaz y condicionado de la voluntad por el que a uno le agrada “en acto segundo” una realidad por simple afecto y está solamente bajo condición respecto a la ejecución, puesto que no quiere de modo absoluto ejecutarlo, sino bajo la condición de que ponga esto o aquello, y, así, querría ejecutarlo, y no quiere. Del segundo modo, la veleidad no es un acto, sino la “disposición” de la voluntad a tener el acto, en el caso de que se pusiera la condición, pero de hecho no quiere; en cambio, lo querría en tal ocasión y para ello posee la disposición y la determinación “en acto primero”; de esta forma, la veleidad está en acto primero74. 4. Con el fin de evitar una falsa comparación entre el influjo del miedo y el de la pulsión instintiva, debe advertirse que el miedo se tiene de algo malo, mientras que la pulsión instintiva se refiere a lo bueno: el mal por sí mismo contraría a la voluntad, pero el bien se conforma con ella. Por lo tanto, el miedo propende a causar lo involuntario, pero no así la pulsión instintiva. Además, “en el que obra por miedo subsiste la repugnancia de la voluntad hacia lo que se hace, considerado en sí mismo; mas en el que obra a impulsos de los instintos no permanece la voluntad anterior, que rechazaba lo apetecido por ellos; sino que se cambia, queriendo ya lo que antes repudiaba”75. Y así lo que se hace por miedo, tiene algo de involuntario; pero lo que se hace por pulsiones instintivas 74 75
J. Poinsot, In I-II, disp. IV, a. 2, n. 19. STh I-II, q. 6, a. 7, ad 1, ad 2.
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no tiene nada de involuntario: pues el que se deja llevar por sus instintos obra contra lo que antes intentara, mas no contra lo que actualmente quiere; mientras que el miedo obra contra lo que en la actualidad quiere�76.
76
STh I-II, q. 6, a. 7, ad 1, ad 3.
Capítulo IV TELEOLOGÍA DE LA VOLUNTAD
1. Conexión interna entre el bien y el fin 1. Cuando se aborda la cuestión general de las “acciones humanas” surge la cuestión de “a donde” se dirigen. Se trata entonces de enfocar el fin que implican esas acciones y, en consecuencia, se pregunta qué es obrar por el fin. Sobre el fin en sí mismo, o sobre las condiciones que le son propias, expone Santo Tomás tres puntos principales. Primero: el fin y el bien son el objeto de la voluntad. Segundo: el fin es el principio en las cosas que el hombre hace; por el fin se hacen las demás cosas, de modo que la causa final es la primera entre las causas. Tercero: el fin, a pesar de ser lo último en la ejecución, es lo primero en la intención; pero sólo en virtud de la intención, el fin tiene carácter de causa; por lo que el fin conlleva un doble orden: el de la intención y el de la ejecución. Desde la intención empieza la motivación del apetito volitivo. Desde la ejecución da comienzo la operación. Los tres puntos indicados son aspectos esenciales en el tratamiento del fin del querer1. El bien, por su misma naturaleza perfectiva, lleva aparejado el carácter de fin. Existe una conexión ontológica entre los conceptos de bien y de fin. La verdad y el bien, según Santo Tomás, añaden al concepto de ser una relación de perfección. Porque en cualquier cosa natural se deben considerar dos aspectos: la misma esencia o índole específica, y la existencia mediante la cual una cosa existe en su especie; y así un ser puede ser perfectivo de dos maneras. Primera, según la especie, y bajo este aspecto es perfeccionada la inteligencia por el ser, el cual aunque perfecciona objetivamente a la inteligencia, no comparece en ella según el modo natural de existir que tiene fuera de la misma inteligencia: tal es la perfección que añade la verdad sobre el ser; pues la verdad está en la inteligencia, y cualquier ser se dice verdadero en cuanto es actualmente conforme o es capaz de adecuarse con alguna inteligencia: de ahí que en la definición conveniente de la verdad entra la inteligencia. Segunda, el ser es perfectivo de una cosa, no solo según la esencia específica de tal cosa, sino también según la existencia que ella tiene en la realidad: el bien existe en las cosas mismas. De ahí que cuando un ser perfecciona y conserva a otro, según su existencia real, tiene 1
J. Poinsot, In I-II, disp. I, a. 1, nn. 1-5. B. Reyes Oribe, La voluntad del fin en Tomás de Aquino, Buenos Aires, Vórtice, 2004.
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índole de fin respecto a lo perfeccionado. Por lo que en la conveniente definición del bien entra algo que pertenece a la índole de fin: el bien es lo que todas las cosas apetecen. “Luego primaria y principalmente la índole de bien conviene al ser que, por modo de fin, es perfectivo de otro; secundariamente se dice bueno lo que, como el medio, conduce al fin, y por eso lo útil se dice bueno, o lo que puede conseguir su fin; así como también se dice sano no sólo el sujeto que tiene la salud, sino también lo que perfecciona, conserva y significa la salud”2. 2. Según lo que se acaba de explicar, la verdad expresa la conveniencia y relación del ser con la inteligencia, es decir, el ser que perfecciona objetualmente a la inteligencia. Pero el bien expresa la conveniencia del ser con la voluntad, o sea, el ser en cuanto se hace término del apetito. El bien se llama “trascendental” –en el segundo sentido apuntado en la Introducción– por esa conversión que hace con el ser: pues todo ser en cuanto tal tiene índole de perfecto y de apetecible. Por consiguiente, el bien es propiedad trascendental porque su concepto se extiende tanto como el mismo ser en común. Y como la índole del bien propicia que una cosa sea perfectiva de otra por modo de fin, todo aquello que tiene índole de fin, tiene también índole de bien. Dos notas convienen a la esencia de fin, a saber: primero, que sea apetecido o deseado por aquellos seres que aun no han llegado a conseguirlo; y, segundo, que sea gozado actualmente como deleitable por aquellos seres que ya participan de él. Así pues, un mismo apetito se dirige al fin y descansa en él después de poseerlo3. Siendo el bien un concepto positivo, o mejor, una posición absoluta que no envuelve realidad alguna distinta de la cosa denominada buena, añade sobre el ser la comparación y relación a la voluntad, aunque la relación misma sea solamente un ente ideal (de razón); porque realmente coinciden el bien y el ser. Si la verdad queda referida al ser por el lado de la esencia, el bien se refiere al mismo ser por el lado de la existencia. La índole formal y absoluta de bien sólo conviene a las cosas existentes realmente, o al menos en orden a una actual existencia; al paso que la índole de verdad se refiere al mismo ser en su esencia, pudiendo prescindir explícitamente de la existencia actual. 3. Aunque para su ejercicio la voluntad presupone que la inteligencia tenga un conocimiento del objeto, su acción propia y específica es una inclinación actual hacia un objeto que tiene un ser real fuera del sujeto. Todo acto de la voluntad se ordena sea a un objeto conseguido o poseído ya realmente, sea a un 2 3
Ver q. 21, a. 1. Ver q. 21, a. 2.
IV. Teleología de la voluntad
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objeto no conseguido aun, como en el deseo, la esperanza, etc. En este último caso la tendencia y acción de la voluntad se ordenan al objeto en su modo de ser real y natural fuera del sujeto; pues si bastase la unión ideal e inteligible, cesarían estos actos de la voluntad, o mejor dicho, no podrían existir, porque la esperanza y el deseo de un objeto suponen necesariamente al menos su posible unión real con él. Por eso la voluntad va a las cosas tal como ellas son en sí; pero la inteligencia atrae las cosas hacia sí misma. Hay, pues, una correspondencia del bien y de la verdad, aunque haya diferencia en el modo de obrar de la voluntad y de la inteligencia: el bien significa aquello a que tiende la voluntad, y lo verdadero significa aquello a lo que se endereza la inteligencia. El conocimiento acontece cuando el objeto conocido está en la inteligencia; mas el apetito se actualiza cuando el sujeto se inclina a la misma cosa apetecida: de aquí que el término del apetito esté en la cosa apetecible, mas el término del conocimiento esté en la inteligencia misma. 4. Es preciso advertir que, antes de enfocar la causalidad del fin, debe distinguirse el orden especulativo y el orden práctico. Puede ocurrir que una noción de bien prescinda –o haga abstracción– del bien por sí y del bien por otro –un bien participado–. Sin embargo, el bien así abstraído sólo es conocido especulativamente y en cuanto a su esencia –y de este modo puede darse un bien abstraído del bien por sí mismo y del bien por otro–. Pero en el orden práctico, y según el ejercicio, no puede prescindir de las dos nociones, esto es, de bien por sí mismo y bien por otro. Así pues, en lo tocante a la esencia, la noción de bien puede hacer abstracción del bien por sí y del bien por otro sólo teóricamente, pero no prácticamente. Al igual que la esencia de una realidad cualquiera, considerada en general, prescinde del ejercicio de causa eficiente o final, sin embargo, en el individuo no puede llevarse a la práctica sin alguna de esas connotaciones4.
2. Querer el bien, querer el mal: voluntad y noluntad 1. En sentido estricto o específico, por “voluntad” puede entenderse o bien la facultad con que queremos, o bien el acto mismo de querer. Como facultad, la voluntad tiende siempre al bien; pero en sus actos puede tender al bien y al mal. Como facultad, abarca todo lo que de algún modo se exhibe como objeto suyo. También la vista se extiende a todo cuanto de alguna manera participa del 4
J. Poinsot, In I-II, disp. V, a. 2, nn. 8-9.
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color. Mas el objeto de la voluntad como facultad es el bien, que se encuentra no solamente en el fin, sino también en todos los medios que conducen al fin. Lo que se acaba de decir hace comprensible el hecho real de que la voluntad tiende al bien y no al mal. Este hecho da pie para distinguir entre voluntad y noluntad. El mal es extraño a la voluntad; es más, todos los seres desean el bien. Como dice el Aquinate, la voluntad es un apetito espiritual, y, como todo apetito, tiene por único objeto el bien. Mas como toda inclinación tiende a una forma, un apetito natural se dirige a la forma existente en la naturaleza; mientras que el apetito sensitivo, y también el intelectivo o espiritual que es la voluntad, se inclina a la forma aprehendida cognoscitivamente. Pues bien, al igual que aquello a lo que tiende el apetito natural es un bien existente en una cosa real, también aquello a lo que tiende el apetito sensitivo o el espiritual es un bien real aprehendido cognoscitivamente. “Mas para que la voluntad tienda a algo, no se requiere que sea bueno en la efectiva realidad, sino que sea aprehendido como bueno, y por eso mismo dice Aristóteles en Phys. I. 2, que el fin es bueno o aparece como bueno”5. A la necesaria inclinación de la voluntad al bien real, Santo Tomás indica la restricción, también necesaria, de que el hombre va a las cosas mismas en cuanto son conocidas o comparecen en la mente. Sin conocimiento no hay voluntad. Una tesis que está llena de enormes consecuencias, como se verá. 2. Pero si no se analiza con atención la actitud original de la voluntad, podría parecer que ella no tiene por único objeto el bien, sino el bien y el mal, según pensaba Schelling. Quizás se argumentaría que una misma facultad funciona sobre cosas opuestas, al igual que la vista actúa sobre lo blanco y lo negro; y como el bien y el mal se contraponen, la voluntad sería lo mismo para el bien que para el mal. Santo Tomás responde que, por tratarse de una facultad espiritual, la voluntad se aplica a extremos opuestos, pero no de igual modo a uno que a otro: versa sobre lo bueno apeteciéndolo, y sobre lo malo rehuyéndolo o rechazándolo. Aprovecha el Aquinate este argumento para matizar filológicamente que, por la principialidad del bien, el apetito actual del bien se llama voluntad, mientras que la fuga del mal se llama noluntad: de modo que en una misma facultad inclinada al bien hay volición del bien y nolición del mal. Conviene insistir en que, desde un punto de vista psicológico, podría parecer que esa facultad superior –la voluntad–, por su condición abierta y espiritual, no ligada a un solo extremo de las posibilidades, tendría disposición de intentar cosas contrapuestas: podría dirigirse no solo a querer el bien, sino igualmente a querer el mal. Pero Santo Tomás aclara que la voluntad, como facultad espiri5
STh I-II q. 8, a. 1. Sobre la última cláusula “que aparece como bueno” hay que hacer precisiones importantes, y lo trataremos más adelante, en el capítulo VIII, § 4.
IV. Teleología de la voluntad
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tual, no se comporta indiferentemente respecto a cosas opuestas cualesquiera, sino sólo en orden a las que se contienen bajo su objeto conveniente: porque ninguna facultad funciona sino sobre su adecuado objeto; y el objeto congruente de la voluntad es siempre el bien. Por este motivo la voluntad tiene disposición de inclinarse a cosas que, siendo contrapuestas, están comprendidas bajo la índole del bien, cuales son acoger y rechazar; pues a cualquiera de esos extremos es llevada la voluntad dentro de la perspectiva del bien. Y en fin, incluso desde un punto de vista ontológico, en virtud de que el bien y el ser se convierten o coimplican, parecería que la voluntad no solo se propone lograr el ser sino también el no-ser, pues a veces queremos no andar y no hablar, al igual que en ocasiones queremos cosas futuras, que no son seres en acto: según esto ¿se concretaría la voluntad al bien solamente? Santo Tomás despeja esa duda indicando que lo que no es un ser real en la naturaleza de las cosas a veces se concibe –espoleada la imaginación– como un ser ideal [ens rationis]; efectivamente las negaciones y privaciones pertenecen al campo del ser ideal. E indica que aun los futuros son seres ideales, seres en la mente, no en la realidad. Bajo esta perspectiva se captan cognoscitivamente como buenos, y como a buenos puede pretenderlos la voluntad. También esta tesis tiene consecuencias importantes, como se verá. 3. Ha quedado apuntada la cuestión sobre el objeto formal de la voluntad y su posible relación con el mal. Lo que aquí se debe dirimir no es sólo si la voluntad puede ser llevada al mal, sino también –como se ha indicado– si llega al mal bajo el aspecto de mal. La dificultad viene propiamente del aspecto formal de esa tendencia, no de su objeto material o concreto. Pues lo que en sí es materialmente malo, puede revestirse de la apariencia de bien y entonces ser amado. La dificultad está en si incluso no revestido de bien puede ser amado, de manera que bajo el aspecto formal con el que es representado como mal, sea deseado con un movimiento volitivo6. Para solventar esta dificultad debe tenerse en cuenta que, de la misma manera que en todas las facultades se da el aspecto o prisma formal bajo el que ellas se orientan a sus objetos, y ese aspecto formal es, en el ámbito objetual, el motivo del que todos los objetos se revisten para mover la facultad respectiva –como todos los objetos de la vista mueven la facultad visiva bajo el aspecto de la claridad y del color, pero por parte del sujeto 6
Sobre este aspecto del mal, cfr: L.-B. Geiger: La experiencia humana del mal, Caracas, Dimensiones, 1981; Charles Journet: Le mal: Essai théologique, Desclée de Brouwer, 1961; Jacques Maritain: Y Dios permite el mal, Madrid, Guadarrama, 1967; Jean Nabert, Ensayo sobre el mal, Madrid, Caparrós, 1998; Paul Ricoeur, Le mal: un défi à la philosophie et à la théologie, Labor et Fides, 1996; Bernhard Welte, Über das Böse: eine thomistische Untersuchung , Basel, Herder, 1959; Francisco Conesa, Dios y el mal: la defensa del teísmo frente al problema del mal según Alvin Plantinga, Pamplona, Eunsa, 1996.
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es la facultad misma la causa que puede emitir tales actos–, así también es necesario señalar en la voluntad una motivación universal que le sea adecuada, motivación bajo la cual convengan todos los objetos apetecibles; y de esa motivación cabe preguntar si su aspecto más formal prescinde del bien y del mal de cara al acto volitivo. Ciertamente, respecto al acto de la huida o de nolición no hay duda de que la voluntad rechaza el mal bajo el aspecto de mal; al igual que la inteligencia dirige su disentimiento ante la falsedad, pero manifiesta su asentimiento a la verdad. Por consiguiente, “es preciso saber si, por relación al acto volitivo que es querer, el aspecto formal adecuado es el bien sólo bajo la índole de bien”7. Ya algunos Nominalistas sostenían que la voluntad puede ser llevada al mal bajo el aspecto de mal; y, de esta manera, defendían que ella no se constituye objetiva y adecuadamente desde el bien, sino que es indiferente al bien y al mal, puesto que el aspecto formal no es siempre el bien, sino que algunas veces es el mal. Se contaban a favor de esta opinión Ockham8, Juan Mayor9 y Almaino10. Santo Tomás enseña que la voluntad se refiere con acto propio al bien, que es su motivación formal y adecuada, hasta el punto de que de ningún modo puede acercarse a un objeto que tenga aspecto de mal, al igual que no puede huir de cosa alguna a no ser que sea un mal bajo el aspecto de mal. Porque el objeto formal de la voluntad es sólo el bien –nunca será suficiente repetirlo–; efectivamente, ninguna facultad huye o se aleja sino de lo que le es contrario e incompatible u opuesto y, consiguientemente, de lo que no es objeto suyo; no puede ser objeto de la voluntad lo que le es contrario y opuesto. Al igual que el objeto de la inteligencia no es la falsedad, sino la verdad, pues lo falso es aquello de lo que disiente porque se aleja de la verdad. Tampoco las tinieblas son objeto de la vista, pues la visión se aleja de ellas11. Por eso Aristóteles había enseñado que “el bien es lo que todos los seres apetecen”12; asimismo el Pseudo-Dionisio13. A ellos se refiere también Santo To-
7
J. Poinsot, In I-II, disp. V, a. 1, n. 1. Guillermo Ockham, In III Sent., dist. 13, dub. 3. 9 Juan Mayor, In II Sent., dist. 28, q.1; In IV Sent., dist. 46, q. 7. 10 Almaino, Tract. De Moral., III, cap. 4. Se ha discutido si Duns Escoto prueba suficientemente que la voluntad no pueda por odio obtener el bien y querer el mal, pues en algunos lugares deja la cuestión indecisa (In I Sent dist. 1, q. 4; In II Sent dist. 6, q. 2); con todo, In IV Sent dist. 49 enseña manifiestamente que la voluntad está por necesidad obligada a amar la felicidad eterna en general y a odiar la infidelidad o la miseria. 11 STh I-II, q. 8, a. 3. 12 Aristóteles, Eth I, cap. 1. 13 Pseudo-Dionisio, De divinis nominibus, cap. IV. 8
IV. Teleología de la voluntad
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más14. Los numerosos autores del Siglo de Oro, afectos a la doctrina del Aquinate, mantienen esa tesis. Por experiencia se sabe que deseamos lo que perfecciona y satisface al apetito, no la falta o ausencia de ello, esto es, no deseamos lo que posee deficiencias. Pero el mal es lo que se opone al bien e indica deficiencia; luego, si el bien es apetecido, será contradictorio que sea deseado naturalmente su opuesto, el mal, que es destructivo del bien; de otro modo se desearían dos cosas contradictorias con una inclinación natural a ellas. Por este motivo, “si el mal es deseado, necesariamente ha de revestir algún aspecto del bien o alguna relación a él, pero no si se lo considera completamente destructivo”15. Merece un último comentario la anterior duda suscitada, a saber, si el objeto formal de la inclinación y del apetito es el bien, lo conveniente, o no más bien el ser –el ente– en cuanto es común al bien y al mal; no el ser bajo el aspecto de verdadero, ni bajo el aspecto de bueno, sino el ser bajo un aspecto común al bien y al mal. De hecho Santo Tomás dice que “el bien y el mal pertenecen de por sí a la voluntad; luego ambos por igual son objetos de la voluntad”16. La duda es muy interesante, pues, tal como suena, se acerca a los interrogantes de Schelling17. Para resolverla es preciso considerar que sólo el bien, como bien, es apetecible “el bien es lo que todos apetecen”. Luego lo opuesto al bien, a saber, el mal como tal, y en cuanto que es destructivo del bien, no puede ser deseado, sino que se opone al apetito, ya que destruye directamente lo apetecible, esto es, el bien en sí mismo. Es claro, no obstante, que si el mal destruyera solamente un aspecto particular del bien, aún podría ser deseado, puesto que permanecería aún otro aspecto particular del bien bajo el que podría ser apetecido; al igual que un bien particular puede oponerse a otro bien particular por contrariedad; y un color podría oponerse a otro, como el blanco al negro. Sin embargo, si el mal, tomado en sentido absoluto –en cuanto que es privación y falta del bien, sin relación alguna al bien–, fuera deseado así, sería necesariamente apetecido bajo su naturaleza destructiva y absolutamente privativa del bien; deseado bajo ese carácter que destruye la apetibilidad: pero eso es completamente contradictorio.
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STh I-II, q. 8, a. 1. J. Poinsot, In I-II, disp. V, a. 1, nn. 3-5. 16 STh I, q. 19, a. 1. 17 Cfr. Carsten Colpe / Wilhelm Schmidt-Biggemann: Das Böse: eine historische Phänomenologie des Unerklärlichen, Frankfurt am Main, Suhrkamp, 1993; Francesco Forlin: Limite e fondamento: il problema del male in Schelling 1801-1809, Milano, Guerini, 2005; Annemarie Pieper: Gut und Böse, München: Beck, 1997; Christoph Schulte: Radikal Böse: die Karriere des Bösen von Kant bis Nietzsche, München, Fink, 1991. 15
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Si el mal es llevado a una perspectiva positiva de bien o se le reviste de una referencia al propio bien, ya no sería deseado bajo su naturaleza de mal, sino bajo la apariencia de bien. Y de esta manera, ¿quién podría afirmar que los males no son deseados cotidianamente?18
3. Qué significa que el hombre obra por un fin a) Forma y condición del fin 1. Acerca del fin y de sus condiciones propias se pueden inferir ciertas proposiciones directamente unidas a lo anteriormente explicado. Primera, al hombre le es propio operar por un fin, puesto que obra partiendo de la deliberación de la voluntad que tiene el fin como objeto. Segunda, aunque es propio del hombre obrar por un fin, es movido al fin partiendo de la intención mental del fin, y con esta intención mental se mueve hacia él, a la vez que es dueño de sus actos. Tercero, el fin último o primer objeto apetecible no puede ser un acto emitido por la voluntad misma, puesto que dicho fin es el primer objeto de la voluntad; tampoco es un supuesto meramente racional, una especie de idea vacía y antepuesta a cualquier operación del hombre, como hubiera dicho Kant. Cuarto, el fin confiere la especie o la configuración estructural a los actos humanos en cuanto tales, esto es, en cuanto proceden de la deliberación de la voluntad, dado que el objeto de la voluntad deliberativa es el fin. En las proposiciones indicadas se compendian todos los nódulos temáticos que pertenecen a la constitución del fin en el hombre. En esos nódulos concurren tres componentes. Primero, la índole formal del fin, que es aquello por lo que se hacen las demás cosas; y a esta formalidad del fin le es propio ser principio en asuntos y cosas que el hombre hace; en tal sentido es la causa primera entre las demás. Segundo, está la concreta realidad misma que figura como fin, a saber, el bien apetecible u objeto de la voluntad, pues por dicho bien es movido o motivado el apetito. Tercero, la condición requerida para que el fin cause y estimule es que esté en la intención, que sea captado y conocido, pues así mueve por motivación (no por eficiencia). Mediante este enfoque se hacía resaltar la definición de fin que con frecuencia transmitió Aristóteles: “El fin es aquello por lo que se hacen las cosas”, o “el fin es aquello por cuya gracia se producen las cosas”19. En esas proposiciones se
18 19
J. Poinsot, In I-II, disp. V, a. 1, nn. 6-7. Phys II; Met V; Eth I.
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contienen los tres componentes indicados: su formalidad, su sustancia o materia y su condición20. 2. A continuación es preciso aquilatar la relación que puede existir entre la causalidad del objeto y la causalidad del fin. La mencionada definición de fin quedó pacíficamente reconocida entre los comentadores de Tomás. Pero añadieron algunas pertinentes aclaraciones al preguntar si el objeto de la voluntad es propiamente el fin o el bien. Exponían que en su aspecto ontológico el bien y el fin no son una misma cosa: son distintos en su traza entitativa y en todas sus relaciones y formalidades. Pero objetualmente pueden ser una misma realidad, de manera que, en orden a constituir el objeto de la voluntad, el bien y el fin no cuentan numéricamente como dos, sino que la índole de fin es total y adecuadamente la de bien apetecible. Asimismo añadían que, dentro de esa relación objetual, los medios no poseen esencialmente bondad alguna, sino que la tienen por la influencia y aposición del fin. Cuestión distinta es que, fuera de esa relación, cada medio sea en sí mismo un bien determinado. Pero el fin es la última y formal causa de la apetibilidad del bien, al igual que la luz es la última causa de la visibilidad, como es también causa de ver las otras cosas. Además, aunque el fin no compareciera como objeto íntegro y adecuado, sino como indicador formal último, es evidente que sólo en orden a él y por él son deseadas las demás cosas y existen las demás acciones. En conclusión, el fin y el bien expresan diversas formalidades entitativas, como también las tienen el color y la luz. Pero, a pesar de esto, uno está como indicador formal del otro y sólo son considerados como una misma cosa en orden a constituir el objeto formal y específico de la voluntad. Efectivamente, uno es solamente objeto en cuanto que está sometido al otro y es finalizado por ese otro, aunque conlleve en sí, en su esencia o entidad, diversa relación o formalidad.
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En efecto, las expresiones “por lo que” o “por cuya gracia” significan “por cuya bondad” y “por cuyo amor”. De modo que al decir “por cuya bondad” se designa la sustancia o consistencia del fin, sustancia que se da en la realidad, pues en ésta se encuentra la bondad o perfección que es apetecida y finalizante. Y al decir “por cuyo amor” se designa la condición requerida para finalizar, a saber, que el fin sea intentado, captado cognoscitivamente y amado: pues si no estuviera en el conocimiento, no estaría en el amor. El fin por el que algo es apetecido (“cuius gratia”) no debe ser confundido con el fin que es la persona (“cui”) por la que algo es deseado, pues esta persona no es la cosa intentada, ni la cosa ejecutada, sino que es el sujeto en cuyo favor y gracia es intentada y ejecutada una cosa. Y en esta realidad la ejecución es lo último.
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b) Objetos y fines: tensión finalizante en la acción humana 1. Aunque no todas las acciones humanas versen sobre el fin como sobre una realidad querida, sin embargo todas versan sobre él como motivo o causa del querer, dado que el fin es aquello por lo que son deseadas las demás cosas, de modo que en sí mismo es la causa de quererlas; y respecto a los medios, es la razón de que sean queridos por causa del fin, como la luz es la causa de ver los colores21. Y porque el fin es el objeto de la voluntad, todas las acciones humanas son por causa del fin. Ahora bien, el hecho de que sean por el fin o “a causa del fin” sólo conlleva causalidad final, y ésta no puede colegirse, sin más, de la causalidad objetiva o formal, como si por el hecho de ser objeto precisamente fuera fin. El fin, por el hecho de ser fin, debe ejercer una causalidad especial sobre las acciones tensadas o finalizadas por él, de modo que sean por el fin o a causa del fin. 2. Pero ¿qué significa que todas las acciones humanas –o voluntarias– están sometidas al fin o son finalizadas por él? Hay una universalidad implicada en la expresión “todas”; y conviene indicar que el fin comprende universalmente todas aquellas acciones y a él quedan subordinadas, de modo que todas son finalizadas por él y existen a causa de él. En realidad el fin es el objeto formal o la determinación formal objetiva de la facultad que emite todas las acciones humanas, a saber, de la voluntad, y en consecuencia, de las facultades que son movidas por la voluntad y de la que reciben las operaciones el nombre de voluntarias. Por consiguiente, si el fin es el objeto de la voluntad –o su aspecto formal objetivo–, es necesario que todas las acciones de la voluntad estén sujetas al fin –al igual que todos los colores lo están a la luz por el hecho de ser la luz su objeto formal–. Todas las acciones quedan finalizadas, o sea, son a causa del fin en el género de causa final, porque la causa final viene a ser el objeto de la voluntad: de este modo, por ser la causa final el objeto de la voluntad, posee la universalidad sobre todas las acciones. “El fin mismo tendrá la universalidad si es el objeto formal. Por tanto, de la índole formal objetiva se sigue la universalidad. Incluye la causalidad final porque es fin”22. 3. Con lo dicho se puede entender qué significa que el hombre obra por el fin. Las acciones humanas parten de un fin previamente conocido y de un agente que se mueve al fin. Y en ellas se destacan dos aspectos importantes. Prime21 22
J. Poinsot, In I-II, disp. I, a. 1, nn. 6-11. J. Poinsot, In I-II, disp. I, a.1, n. 12.
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ro, implican un aspecto óntico, a saber, que son acciones voluntarias y libres, sobre las que el hombre tiene dominio. Segundo, envuelven un aspecto formal, a saber, que dichas acciones se ordenan a un fin; este aspecto formal es una perfección y actualidad que encierran al ser tensadas por el fin: el fin es primordialmente perfección y bien, sea éste aparente o verdadero. Por tanto, en esta ordenación de las acciones al fin destacan dos formalidades. Primera: que la acción es o existe por un fin, esto es, que es tensada por el fin y que es abarcada por su causalidad. Segunda: que la acción es por un fin de un modo determinado, a saber, que el propio agente o productor de la acción, así finalizado, se mueve a sí mismo y se dirige al fin. De ambos modos, pues, el fin tensa o finaliza las acciones: a unas las tensa en los agentes que son movidos hacia el fin, pero que no se mueven a sí mismos hacia él23; a otras las tensa en los agentes que se mueven a sí mismos hacia el fin24. Para que un ser obre formalmente por un fin, esto es, no sólo emitiendo las acciones por impulso instintivo, sino también moviéndose a sí mismo al fin y obrando a partir de la intención del fin, se requiere en el propio agente un conocimiento intencionado, comparativo o referencial del fin y de su conveniencia. Los seres racionales no obran por el fin de un modo cualquiera, sino dirigiéndose al fin mediante el discurso y la razón. De modo que no todo agente se mueve a sí mismo hacia el fin, sino que unos se mueven a sí mismos y otros son movidos por otro. “Y se mueven a sí mismos al fin los agentes que operan partiendo de la previa captación cognoscitiva del fin; y se mueven perfectamente a sí mismos al fin, cuando éste es captado por el propio operante bajo el aspecto formal de fin”25, sabiendo en qué consiste el fin.
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Existen seres que son conducidos al fin de tal manera que ni tienen conocimiento del fin, ni conocen la conveniencia del fin, ni la relación de éste con la utilidad de los medios, sin discernir qué puede ser tomado y qué puede ser rechazado; así se comportan los seres inanimados, que son conducidos por puro impulso o instinto natural, como la piedra se mueve hacia abajo. 24 Hay seres que tienen un cierto conocimiento del fin y de su bondad o conveniencia; y eso de modo absoluto y óntico, tal como está en la realidad; pero no conocen esta conveniencia y bondad absoluta del fin, ni la relacionan con la utilidad de los medios; y así muestran un apetito elícito o emitido desde el interior, pero no comparativo ni electivo o voluntario. Y por último, hay otros seres que tienen un cierto conocimiento del fin y de su bondad o conveniencia; y eso de modo absoluto y óntico, tal como está en la realidad; pero no conocen esta conveniencia y bondad absoluta del fin, ni la relacionan con la utilidad de los medios; y así muestran un apetito elícito o emitido desde el interior, pero no comparativo ni electivo o voluntario. STh I-II, q. 6, a. 2; Cfr. J. Poinsot, In I-II, disp. I, a. 1, n. 21. 25 En efecto, para que un sujeto se mueva por sí mismo al fin, se requiere la aprehensión cognoscitiva del fin: el ser humano sólo puede ser movido al fin si le es propuesto previamente el fin como conveniente para desearlo. Este caso se produce por el estímulo o motivación (moción no
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Por tanto, para que un ser se mueva al fin, deben suponerse dos condiciones: la captación cognoscitiva del fin y la indeterminación del operante hacia el fin26. En el caso del hombre, no es suficiente la captación cognoscitiva del fin, sino que se requiere una indeterminación o indiferencia cuando se mueva al fin; de ella sale mediante la relación y comparación establecida por la razón, y mediante la potestad o el dominio sobre el juicio. 4. Porque si la aprehensión del fin y del bien está ya determinada no sólo en general y por parte del aspecto formal del obrar, sino también en particular, la consecuencia es que el agente no se mueve a sí mismo, dado que ya ha sido determinado: entonces es puramente movido y no se mueve estableciendo previamente para sí mismo el fin. Por consiguiente, para que un ser se mueva y se determine al fin, es necesario que el apetito con el que tiende al fin no esté determinado, sino que tenga apertura omnímoda: que sea indiferente y que sea movido y determinado por un principio interno; pues de este modo se mueve a sí mismo. Al determinarse por un principio interno se elimina la indiferencia. Ahora bien, el principio interno que mueve el apetito volitivo es el conocimiento o juicio. Pero si este juicio no está en la potestad del hombre y si no es indiferente, sino que está determinado, tampoco el apetito será indiferente, sino determinado, y así no podrá ser movido para determinar para sí el fin27. Si no está en poder del hombre determinar y cambiar el juicio, tampoco estará en su potestad determinarse y decidirse a sí mismo hacia un fin u objeto. Esta tesis es probada así por Santo Tomás: “El juicio está en poder de quien juzga, si puede juzgar sobre su propio juicio. Ciertamente, por el hecho de estar en nuestro poder, somos capaces de juzgar si podemos claramente disponer de él. Ahora bien, juzgar sobre el propio juicio es
eficiente) que supone el conocimiento del fin, pues quien no lo conoce, no puede ser estimulado o motivado por él. Cfr. J. Poinsot, In I-II, disp. 1, a. 1, n. 22. 26 Además, no hay contradicción en que una acción sea a causa de un fin no propuesto por otra acción, sino a causa de un fin presente de modo trascendente en el mismo acto. En tal sentido puede decirse con todo rigor que todo cuanto el hombre hace, lo hace por un fin, aún cuando no actúe de modo deliberado como si procediera de un acto anterior a otro acto, sino que obra por el fin presente en el mismo acto y fijado previamente por Dios, que es quien mueve originariamente al acto. Pero nada impide entonces que la voluntad obre libre e indiferentemente. En efecto, es movida por Dios que es causa y autor de la libertad. De la misma manera que el corazón es movido vitalmente, al ser movido por el creador que es causa de la vida en el primer movimiento de ésta, también así es movida por Dios la voluntad en su primer acto con plena advertencia y juicio indiferente, y con potestad sobre el juicio, al menos, en cuanto al ejercicio del acto, lo que es suficiente para la libertad. Cfr. J. Poinsot, In I-II, disp. I, a. 1, n. 28. 27 Ver q. 24, a. 2.
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propio de la sola razón, la cual reflexiona sobre su acto y conoce las disposiciones y modos de ser de las cosas sobre las que juzga y mediante las que juzga”28. Hay en esta doctrina tres puntos implicados. 1º Moverse al fin es determinarse al fin, y supone la indiferencia e indeterminación en la misma tendencia que debe moverse al fin. 2º Esa indiferencia e indeterminación puede encontrarse en el apetito sólo si hay indiferencia e indeterminación en el juicio, que es la raíz de la tendencia, cuya indiferencia no es determinada por instinto, ni por moción de otro ser, sino por la razón y con el poder del mismo que juzga. 3º Nadie tiene potestad sobre su juicio si no puede reflexionar sobre su propio acto y conocer las disposiciones y modos de ser de las cosas. Todo el secreto de moverse a un fin está en que el agente tenga el dominio de su acto: la potestad sobre su juicio para determinarlo y decidirlo; y la potestad sobre su apetito, para eliminar la indiferencia del propio apetito: si de otro modo fuera, ni se determinaría, ni se movería a un fin. Como dice Santo Tomás: “El hombre goza de libre albedrío porque es causa de sí mismo no sólo al mover y obrar, sino también al juzgar”29. Ahora bien, es causa de su juicio, o lo que es lo mismo, “puede juzgar sobre su propio juicio cuando conoce en qué consiste el fin y lo que hace referencia al fin, y cuando conoce la relación y el orden de una cosa a otra”30.
4. Voluntad de fin y voluntad de medios 1. Distinguir la voluntad como facultad y la voluntad como acto –o serie de actos– nos permite aclarar, no sólo de qué manera se extiende al bien y al mal, como hemos visto, sino cómo se orienta al fin y a los medios. Como facultad, la voluntad humana se extiende al fin y a los medios que se ordenan al fin. Ella abarca todo lo que de algún modo se exhibe como objeto suyo. También la vista se extiende a todo cuanto de alguna manera participa del color. Mas el objeto de la voluntad como facultad es el bien, que se encuentra no solamente en el fin, sino también en todos los medios que conducen al fin. En cambio, la voluntad como acto originario (simplex velle) propiamente dicho se limita a solo el fin. O sea, el acto simple de la facultad recae sobre lo que es de suyo el objeto de ella; y, en el caso de la voluntad, es lo bueno y querido por sí mismo: eso es el fin. Por consiguiente el acto volitivo originario tiene propiamente por objeto el fin mismo. 28 29 30
Ver q. 24 a. 2. Ver q. 24 a. 1. J. Poinsot, In I-II, disp. I, a. 1, nn. 23-24.
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Un ejemplo podría aclarar esta puntualización: el sonido y el color son diversos géneros de cosas sensibles, a las cuales se aplican respectivamente el oído y la vista. En realidad, a cosas diversas en su género, y que se hallan en condiciones iguales, se ordenan facultades diversas. Pero el fin y el medio no se hallan en esta situación, aunque lo uno sea por sí mismo, y lo otro sea por su relación con lo primero: dos cosas de esta índole se refieren siempre a una misma facultad, como por la misma facultad visiva se perciben el color y la luz, mediante la cual se ve el color. Es claro que los medios conducentes al fin, aunque teórica y abstractamente sean en sí mismos buenos, en el orden práctico sólo son buenos y queridos por su relación al fin; y la voluntad sólo es llevada hacia ellos en cuanto se dirigen al fin: así, lo que en ellos quiere la voluntad es el fin mismo. Ocurre algo similar en el orden del conocimiento: el entender versa propiamente sobre las cosas que se conocen por los principios del conocimiento, cosas que son objeto de la inteligencia, porque en ellas irradian los principios mismos. Pues bien, el fin respecto de lo apetecible se halla en el mismo caso que el principio respecto de lo inteligible. Los actos voluntarios tensados al fin del hombre –palpitaciones primarias– se inician, en un plano trascendental –expresión que está aclarada en el primer capítulo–, con el querer originario del fin, seguido de un “naciente” gozo del fin, o sea, de una inicial complacencia interior, que se dilata en una “intención del fin”: este conjunto forma el núcleo de una voluntad que es trascendental respecto a los actos de la voluntad deliberativa, dentro de la cual se halla la elección acerca de los medios y el imperio sobre los propios actos del tejido psicológico. No deben verse aquellos actos trascendentales como demarcaciones operativas que son seguidas por otras que abandonan a las primeras. Es más exacto comprender ya el primer acto como un latido fontal que se abre y enriquece en la dinámica espiritual del hombre que busca en concreto su felicidad. Comienza el hombre queriendo ser feliz con un fin absoluto [simplex velle] y se goza anticipadamente en lo que sería la plena felicidad de un perfecto fin logrado [fruitio]. Pero en el límite de su finitud se da cuenta de que debe contar con medios convenientes para lograr ese fin; y quiere que a su fin perfecto se liguen los medios adecuados para conseguirlo. Todavía no sabe qué medios concretos serían esos, pero resueltamente quiere que existan y sean logrados. Ahora deja de ser un querer simple, sin pliegues: es compuesto, donde fin y medios comparecen en un todo virtual [intentio] que ha de abrirse hacia la concreción de la acción31. 31
Si establecemos la hipótesis de un espíritu puro que no procediera discursivamente, sino comprendiendo con un acto único los principios y las conclusiones, las causas y los efectos, sin moverse de un acto a otro, habríamos de inferir que alcanzaría con el mismo acto el fin y los medios, incluso como términos directos bajo el único aspecto formal de la bondad de un fin que no sólo es
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Así pues, la voluntad trascendental está configurada por los actos dirigidos al fin32, y no concretamente a los medios. Actos que son emitidos inmediatamente por ella. El proceso de “mediación” viene después, en el curso de los actos empujados por ella, y dirigidos a los medios concretos orientados al fin. 2. Es claro que los medios conducentes al fin no son buenos y queridos por sí mismos, sino por su relación al fin; la voluntad sólo es llevada hacia ellos en cuanto se dirige al fin: así, lo que en ellos quiere la voluntad es el fin mismo. Ocurre algo similar en el orden del conocimiento: el entender versa propiamente sobre las cosas que se conocen por los principios del conocimiento, cosas que son objeto de la inteligencia, porque en ellas irradian los principios mismos. En conclusión, la voluntad se dirige con un solo acto desde los medios al fin, pero no a la inversa. Decía Aristóteles que donde existe una cosa por razón de otra, allí hay una sola cosa33. La voluntad no quiere los medios, sino por el fin: luego a lo uno y lo otro se mueve con un solo acto. Mas la voluntad a veces quiere el fin, sin que de ahí pase a querer los medios que al fin se refieren. Por lo tanto, es muy peculiar el acto con el que la voluntad se endereza al fin mismo absolutamente considerado, y que algunas veces precede en el tiempo. A la manera en que uno desea ante todo la salud, y después, deliberando cómo podría recobrarla, quiere acudir al médico para que le sane. Un procedimiento análogo sigue la inteligencia: un sujeto entiende primeramente los principios en sí mismos; y luego los observa en las conclusiones, en cuanto asiente a ellas por razón de los principios. Parece evidente la orientación directa del “querer originario” al fin.
amable de suyo, sino también es causa de lo demás. Ese espíritu puro percibiría todo esto con una capacidad más profunda, al igual que con un único acto percibiría los principios en sí y las coclusiones en los principios, puesto que la luz de los principios en ese espíritu, al ser abarcadora, exigiría por su propia y formal naturaleza comprensiva penetrar los principios. De modo que dicha luz se extendería a las conclusiones y no se detendría en los principios, ni pasaría por deducción de un acto a otro. Pero el espíritu humano, siendo finito, es también racional, deductivo, en su normal despliegue de inteligencia y voluntad. 32 Y es tratada magistralmente por Santo Tomás en STh I-II, qq. 8-10. 33 Topic. V, c. 2.
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5. Unidad del acto orientado del fin a los medios 1. Acerca de la pregunta que ha sido hecha –si pueden el fin y los medios ser apetecidos con idéntico acto, o con actos diversos–, cabe hacer una matización34. Recuérdese que en el objeto de la voluntad como facultad caben el fin y los medios. Pero atendiendo al orden de los actos, sólo el fin es objeto primario, puesto que posee la bondad en propio; en cambio, los medios solamente son objeto en razón del fin y por la bondad derivada y participada de él. Y en esta flexión comparece la intención volitiva [intentio] y la elección [electio]. La cuestión está en saber si es siempre diverso el acto que se dirige al fin y a los medios, no en el querer originario del fin –en el que de ningún modo son enfocados los medios, ni siquiera de modo oblicuo–, sino ya en el acto de intención volitiva, donde el amor al fin implica concomitantemente el orden a los medios. La relación del fin a los medios, mirada en su aspecto tensional o finalizante, se puede albergar en un solo y mismo acto –al igual que la vista ve en acto el color y la luz, al ser la luz la razón de ver el color–: toda la razón de ser deseados los medios estaría en el fin; luego deberían ser alcanzados con idéntico acto. Pero mirados fin y medios de manera separada, como objetos diversos, la voluntad pueda algunas veces tender al fin y a los medios también con actos diversos. Lo dicho permite destacar otra vez los actos principales de la voluntad: en el orden trascendental el querer originario (simplex velle) y la intención volitiva; y en el orden deliberado la elección y el uso. Como ya ha quedado reiteradamente dicho, el acto que se ordena al fin sin orden alguno a los medios es el querer originario, el cual sólo mira el fin en sí mismo. Se trata de un acto totalmente diverso de aquel otro que, como la intentio, mira ya virtualmente a los medios como objetos que han de buscarse. En cambio, la elección y el uso relacionan fomalmente los medios al fin. De ahí que el querer originario (simplex velle) reciba el nombre especial de volición simple, porque no duplica el objeto –fin y medios–: en él sólo está contenida la relación al fin. Para que los medios sean buscados, hay necesidad de un acto que sea distinto del querer originario. De modo que, cuando el fin es amado, el objeto formal y total es el bien del fin, el cual será querido por la intentio en cuanto se participa en los medios: al igual que lo provisto de color es el objeto adecuado de la visión, y todas las realidades que se presentan son vistas solamente en cuanto vienen sometidas a la formalidad del color. No obstante, la intentio volitiva no es un acto indiferen-
34
J. Poinsot, In I-II, disp. V, a. 3, n. 4.
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te o neutro, pues versa sobre un fin que postula virtualmente los medios35: el fin es amado en cuanto que se ha de conseguir a través de aquellos medios que se ordenen a él. Y pueden darse otros actos, como la elección o el uso36, que versan formalmente sobre sobre los medios en relación retrospectiva al fin. 3. En lo referente a la intentio volitiva, debe ser destacada la tensión consectaria de medios y fines, de donde resulta el distinto modo de comportarse la intención y la elección. Los actos que tienen una relación no sólo al fin, sino a los medios –al menos por connotación y en oblicuo–, ya no permanecen dentro de los límites del querer originario y simple, sino que duplican el objeto al que conciernen, al menos consectariamente37. Es lo que ocurre con la intención volitiva; pero también con la elección. Se comporta aquí la voluntad de una manera similar a la inteligencia, donde una vez establecidos los principios y las conclusiones, que son objetos entre sí conexos, las conclusiones se unen y se coordinan con los principios, porque se derivan de ellos. Ahora bien, cuando los principios comparecen como objeto directo de la inteligencia y como verdades conocidas, aunque de estas verdades así conocidas se deriven las conclusiones, dichos elementos –principios y conclusiones– figuran como términos de actos diversos. En efecto, del acto que asiente a los principios se deriva el acto que asiente a las conclusiones, como un acto que procede de otro acto; de este modo, los actos son diversos. Uno es mostrativo de sus términos y evidente en los principios; otro es demostrativo y discursivo en las conclusiones; de ahí también que se generen diversos hábitos, a saber, el hábito principial –o metafísico– de los principios y el hábito científico de las conclusiones. Por su parte, la voluntad –que se conforma a la inteligencia en el modo de proceder, siendo dirigida por ella–, se mueve de modo similar al fin y a los medios con actos diversos, cuando ambos –el fin y los medios– son considerados como objeto directo y término del acto, aunque un acto se derive del otro, y uno tenga connotación y orden al otro. En un acto se dará una relación o connotación al otro, y a la inversa; al igual que sucede entre la causa y el efecto. Y, con todo, por idéntico motivo los actos deben ser diversos, puesto que la causalidad y la derivación solamente existen sobre objetos diversos. 35
STh I-II, q. 8, a. 2. En el mismo sentido hablan Tomás de Vío Cayetano (In STh I-II, q. 8, a. 1) y Gregorio Martínez (In STh I-II, q. 8, a. 2 dub. 1). 36 J. Poinsot, In I-II, disp. V, a. 2, n. 2. 37 J. Poinsot, In I-II, disp. V, a. 3, nn. 2-3.
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Por eso, el acto de intención volitiva que versa sobre el fin connotando los medios, y el acto de elección que versa directamente sobre los medios connotando el fin, “son actos diversos y generan hábitos diversos”38. Por esto, si la voluntad se mueve de un acto a otro, como de la intención volitiva a la elección, de los principios a las conclusiones, esto sucede con actos diversos. 4. Por último, si el fin y los medios son considerados en cuanto que uno es la determinación formal del otro, o uno es enfocado de modo referencial al otro, pueden ser alcanzados o mentados por un mismo acto, considerado uno explícita y formalmente, y el otro de modo virtual e implícito. Porque incluso a la inteligencia como tal –sea teórica o práctica– le es posible percibir, mediante un solo acto, muchas cosas que se encuentran ordenadas a modo de una sola realidad y están agrupadas bajo la misma consideración y razón formal. Por ejemplo, en la visión externa puede darse ya esto, como cuando contemplamos en un mismo cuerpo varios colores, o en el mismo medio muchos cuerpos. Lo mismo puede hacer la voluntad, si semejantes objetos están ordenadamente dispuestos, y uno está como prisma formal y el otro como realidad querida, al igual que la luz y los colores son vistos con idéntico acto. Así pues, cuando el fin y los medios están unidos de modo que el fin es el motivo del querer, y el medio es la realidad querida, o uno se encuentra en referencia a otro, entonces ambos están de manera ordenada, conexa o subordinada, puesto que uno es o el aspecto formal o el término del otro. Luego, pueden ser captados por un único acto, al igual que quien capta al padre bajo la consideración de padre, con el mismo acto conoce al hijo, como término de tal relación, puesto que si la relación es percibida, lo es con su término39. Habría un solo acto dirigido a dos objetos: uno explícito y directo, otro implícito e indirecto. Es falso, pues, que cuando una cosa puede de suyo ser término de una acción, no pueda ser percibida juntamente con otra en el mismo acto, puesto que una puede estar subordinada a otra o estar unida y ser percibida bajo este aspecto formal en acto único40. Es lo que Santo Tomás afirma expresamente: “El fin, en cuanto que es causa de apetecer el medio, es apetecido con el mismo acto que el medio”41. Además, aunque los medios tengan en sí intrínsecamente su cupo de bien, sin embargo, lo tienen de modo referencial o relativo, y dependiente del fin, de modo que sin éste carecen de garantía formal y no pueden ser apetecidos ni 38 39 40 41
J. Poinsot, In I-II, disp. V, a. 3, n. 3. J. Poinsot, In I-II, disp. V, a. 3, n. 5. J. Poinsot, In I-II, disp. V, a. 3, n. 6. STh I-II, q. 8, a. 3.
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alcanzados, como ningún ser relativo puede existir sin su término. Dicho de otro modo: aunque una cosa tenga de por sí el bien para ser apetecido, sin embargo, considerando que se subordina a otra que sería su apoyo formal, o la implica por connotación o bajo algún otro aspecto, entonces no es necesario multiplicar los actos que están bajo aquella formalidad. Aquí el objeto mentado encierra su índole formal, las connotaciones y los accidentes de los que se reviste. Por ejemplo, puestos ante un caballo blanco, a la vez que es conocido el caballo, se conoce también la blancura, a pesar de que la blancura, tomada por separado, tenga que conocerse con un acto diverso. Por eso, cuantas veces el medio es captado bajo el aspecto de medio, o cuantas veces el fin es captado para ser conseguido, es necesario que el uno sea captado en el otro al menos virtual e implícitamente, apreciando el orden de uno a otro; por ejemplo, si el fin debe ser alcanzado como término de este medio, entonceses logrado al menos consectariamente por connotación o en oblicuo42.
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J. Poinsot, In I-II, disp. V, a. 3, n. 7.
Capítulo V LOS SURCOS DEL GOZO
1. Tensión y gozo en la voluntad humana 1. Para un medieval el “gozo” no es propiamente, en su sentido radical, un acto inicial o medial del apetito y de la voluntad, sino un acto de “terminación” y posesión: no se goza lo que todavía no se tiene, sino lo que se ha conseguido, lo que viene a ser como el “fruto” del esfuerzo; nos afanamos, bregamos, para conseguir algo. Pero lo alcanzado puede tener distinto valor psicológico: por eso habrá gozos sensibles y gozos espirituales. El de estos últimos fue llamado propiamente “fruición” –que etimológicamente viene de “fruto”1–. El de los gozos sensibles fue llamado “delectación”. Aunque esta terminología fue fluctuante. Hay en el proceso que va de lo trascendental a lo deliberado una clara doctrina agustiniana, que indica la dirección del gozo al uso, del frui al uti. Había dicho San Agustín que la mayor perversión consiste en querer disfrutar de lo usable y en querer usar de lo gozable: fruendis uti velle atque utendis frui2. Enseñanza que adoptó Pedro Lombardo para ordenar sus Libros de las Sentencias. El disfrute se extiende desde los bienes superiores a los inferiores. Esta distinción fue recogida por los comentaristas de Lombardo, tales como Santo Tomás, San Buenaventura y el Beato Duns Scoto. Ambos términos se refieren claramente a dos actos de la voluntad: uno dirigido al fin para poseerlo definitivamente; otro, dirigido a los medios para poseerlos en vistas al fin. Los dos actos son modos de poseer, de tener, y no ya en sentido jurídico, sino antropológico y ético, como quiso Lombardo. Son el amor del fin y el amor de los medios. El amor acompañado del gozo del fin más pleno 1
“Disfrutar” –de dis- y fruto– significa gozar los productos y utilidades de algo. Cuando ese fruto queda de una manera más o menos permanente en un sujeto es porque tiene alguna condición buena, física o moral. Y como las cosas más sensibles son las que primeramente percibimos, es natural suponer que el fruto, tan patente a los sentidos, haya dado su nombre a la fruición. “El fruto sensible es lo último que se espera del árbol, y lo que se paladea con cierto placer. Así la fruición parece referirse al amor y deleite que uno experimenta en la posesión de lo último a que aspiraba, que es el fin. El fin y el bien son el objeto de la potencia apetitiva; cuyo acto, por lo mismo, es evidentemente la fruición”. (STh I-II, q. 11, a. 1). 2 San Agustín, De div. quaest., q. 30; P. L., 7.40 c19.
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es frui; el amor acompañado del gozo de los medios es uti. Por tanto: amor perfecto y amor imperfecto, amor de fines y amor de medios. El gozo que sirve de indicador antropológico no es un placer o deleite cualquiera, sino fruición (fruitio) jubilosa de lo último que se espera, o sea, del fin. Y el uso, en sentido estricto, no se da propiamente sino respecto de las cosas que se enderezan al fin, los medios3. 2. Para explicar el sentido del gozo es preciso enfocar la constitución de los fines y los medios. En realidad el gozo, frui, aparece en los escritos del Aquinate bajo una estructura psicológica muy matizada ónticamente. En virtud de que el gozo es el punto culminante de la aspiración humana, la voluntad se convierte en un centro de atención sistemática, también en los distintos autores que comentan a Lombardo. Por la sencilla razón de que la voluntad pone en movimiento todo el organismo psíquico –impulsando, reteniendo, impidiendo–, desde la inteligencia a los sentidos. Por eso se preguntaban los comentadores de Lombardo, en primer lugar, si el gozo es un acto de la voluntad. Con buen sentido común, San Buenaventura advertía –en el Comentario a las Sentencias– que cuando gozar se toma esencialmente es un acto de la voluntad; pero cuando se toma dispositivamente es también un acto de las demás facultades. En este segundo caso, gozar conviene a todas las facultades. Pues de tres modos puede definirse el gozar. Primero, de una manera común, cuando expresa un movimiento con placer: gozar es usar con placer. Segundo, en sentido propio, expresa un movimiento con reposo: gozar es estar con amor en alguna cosa por sí misma. Tercero, en sentido propísimo, que abarca los dos anteriores momentos, a saber, el reposo y el placer. En los tres sentidos, el gozar expresa placer o reposo o ambas cosas, y todas esas cosas tienen la índole del bien, objeto de la voluntad. Pero como la voluntad ni se place ni reposa si no es en aquello que conoce o por fe o por conceptos, y también en aquello que tiene o por esperanza o en la realidad misma, por tanto, el acto de las demás facultades se disponen a esto y no son el mismo gozar, hablando esencialmente. Gozar, pues, no se define por un acto de conocimiento, sino de placer. Y no brota de la fe y la esperanza, sino del amor, porque amar compete al apetito inmediato, el cual propiamente goza4.
3
Santo Tomás, In I Sent d. 1, q. 3, a. 11. El libro primero de Lombardo trata de los “seres que se han de gozar” (res quibus fruendum est). El libro segundo trata de los “seres que debemos usar o utilizar” (res quibus utendum est). De los seres que gozan y usan (res quae fruuntur et utuntur) trata el libro tercero. En la larga tradición que va de San Agustín a Lombardo, el gozo y el uso fueron considerados como lo superior y lo inferior de la voluntad. 4 San Buenaventura, In I Sent d. 1, a. 1, q. 1.
V. Los surcos del gozo
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En esta solución principal, a saber, que el gozo es un acto de la voluntad originado por el amor, están de acuerdo todos los grandes maestros –como el Doctor Seráfico, el Doctor Angélico y el Doctor Sutil–, sean cuales fueren sus correspondientes doctrinas psicológicas en torno a la relación entre la inteligencia y la voluntad5. Por su parte Santo Tomás indica que el fin no sólo es la realidad que se intenta poseer, sino también la posesión de esa realidad. Y aunque aparezcan como dos fines distintos –la cosa misma y la visión de la cosa–, no pueden ser distintos el gozo con que disfrutamos de la cosa y el gozo con que disfrutamos la visión de la cosa. Pero existe una jerarquía de presencia: uno es el fin en sí mismo considerado, otro es el fin meramente aplicado al primero6. Respecto de la voluntad, el gozo y el amor son operaciones eminentes, pero por distintos aspectos: pues el amor es el principio que mueve todos los afectos; mientras que el gozo es el fin de ellos7. Por eso, en el orden de la eficiencia el amor precede al gozo; pero en el orden de la finalidad el gozo pretendido provoca el amor. Gozar consiste en disfrutar del bien: es fin en cierto modo, lo mismo que lo es el bien. En tal sentido, el gozo es mejor que el amor, pues es el fin del amor8. Se acaba de decir que el gozo no es, en sentido estricto, amor, sino disfrute de lo absolutamente último, en lo que alguien se deleita, como en un fruto o fin9. Mas para ser felices, necesitamos antes ver o comprender perfectamente el 5
El gozo profundo, que estos maestros entendieron como fruitio, no ha dejado de interesar al pensamiento moderno. Cfr. G. Marquínez Argote, “Reflexiones zubirianas sobre la fruición y el amor”, Analogía, 8/2 (1994) 3-35; P. Viotto, “Fruición y creación de la belleza en Maritain”, Studium, 12/24 (2009) 447-469. 6 “El objeto de la operación es lo que la termina y perfecciona, siendo el fin de ella; luego es imposible que la operación misma tenga índole de fin último. Pero como el objeto no es pretendido sino por la operación, se identifican el apetito de operación y el apetito de objeto. Por eso, aunque disfrutamos de algún modo del mismo gozo […], y por el mismo gozo disfrutamos del fin y de la operación cuyo objeto es el fin último; al igual que por la misma operación entiendo el objeto inteligible y entiendo que entiendo”. (In I Sent d1 q2 a1; STh I-II, q. 3, a. 3). 7 CG I, c. 91. 8 STh I-II, q. 25, a. 2. 9 STh I-II, q. 11, a. 3. Severin Valentinov Kitanov, en Beatific Enjoyment in Medieval Scholastic Debates: The Complex Legacy of of Saint Augustine and Peter Lombard (Lexington Books, 2014), explora el concepto de fruitio entre los escolásticos de la Edad Media latina, inspirados en la distinción que San Agustín hizo entre frui et uti en su tratado De doctrina christiana. Kitanov examina la naturaleza de la voluntad y de la relación entre la voluntad y el conocimiento, así como las distintas clases y grados de fruitio. Un concepto que es pensado por los escolásticos medievales con un aparato lógico que lleva aparejada una compleja lente metafísica, ética y psicológica.
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fin inteligible; necesitamos además abarcarlo en su propia realidad presente; y necesitamos disfrutarlo, lo cual implica un reposo –gozo– del amante en el amado10. Por lo tanto, el gozo no es estrictamente un amor, ni éste es fruición, sino mera complacencia: antes de que yo posea el bien apetecido, éste no me deleita, aunque lo amo y me complace. El movimiento de la voluntad se produce así circularmente: “Lo apetecible pone en el apetito primeramente una tensión hacia él, que es la complacencia del apetito en lo apetecible; y de ésta se sigue el movimiento del apetito hacia lo apetecible; así, pues, el mo¬vimiento apetitivo se produce circularmente, como se dice en III De Anima. Porque lo apetecible mueve al apetito imprimiéndose de algún modo en su intención, y el apetito tiende luego hacia lo apetecible para conseguirlo realmente; de suerte que el fin del movimiento se encuentra donde estuvo el principio. La primera inmutación del apetito por lo apetecible se llama amor, el cual no es nada más que cierta complacencia; y en segundo lugar se sigue el movimiento hacia lo apetecible, que es el deseo; y en tercer lugar, el reposo, que es el gozo” 11. Por tanto, no es lo mismo decir “te amo” o “me complazco en ti” que decir “me gozo en ti”. Puedo complacerme en el bien ausente, pero no puedo gozarme todavía en él, a no ser en el lejano modo de esperanza o expectativa. Está, pues, claro que el gozo –o el disfrute, el deleite, el placer y tantos otros términos que indican reposo de la facultad– difiere realmente del amor. Genéticamente el amor precede al gozo12. 3. ¿Qué relación guardan el gozo y la felicidad? En ningún acto de la voluntad –como la volición o el gozo– consiste esencialmente la felicidad. Si consistiera la felicidad misma en un acto de la voluntad, este acto sería o el amor, o el deseo, o el gozo. Primero, en amar no puede estar el fin último; ya que se ama un bien no sólo cuando se tiene, sino también cuando no se posee: por amor acontece que lo no poseído se busque con deseo. Ahora bien, si el amor de lo que ya se tiene es más perfecto, ello es debido a la posesión misma del bien amado. Luego una cosa es tener un bien, que es el fin, y otra amar: pues antes de la posesión, el amor es imperfecto, pero después de la posesión es perfecto. Segundo, es imposible que en el deseo esté el fin último: porque hay deseo, cuando la voluntad tiende hacia lo que todavía no posee; y esto va en contra de lo que es fin último. Tercero, tampoco en el gozo está el fin último: porque el mismo hecho de poseer el bien es causa de gozo; gozamos cuando sentimos el bien que ahora tenemos, o cuando nos acordamos de haberlo tenido antes, o cuando esperamos tenerlo en el futuro. 10 11 12
STh I-II, q. 4, a. 3. STh I-II, q. 26, a. 2. STh I-II, q. 25, a. 2.
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Por tanto, ningún acto de la voluntad puede ser sustancialmente la misma felicidad13. Pues para la felicidad se requieren dos cosas: primera, el ser mismo objetivo de la felicidad; otra, el disfrute subjetivo que la acompaña, el cual es un accidente necesario suyo. Santo Tomás repite que esencialmente la felicidad no está constituida por un acto de la voluntad, sino de la inteligencia: pues el gozo brota en la voluntad por el hecho de que el fin está presente; aunque no a la inversa: el fin no se hace presente por el hecho de que la voluntad se goce en él. Es preciso, pues, que haya algo distinto del acto de la voluntad, por cuyo medio se le haga presente ese fin. Es cierto que inicialmente deseamos la posesión del fin espiritual, pero sólo lo conseguimos cuando se nos hace presente por un acto intelectual; y sólo entonces puede la voluntad descansar con gozo en el fin ya logrado. “Por consiguiente, la esencia de la felicidad consiste en un acto de la inteligencia; aunque a la voluntad pertenece el gozo consiguiente a la felicidad”14. 4. Por último, cabe preguntar si la voluntad humana goza del fin último comprendido por la inteligencia. Este interrogante tiene un enorme calado filosófico, pues desde él comienzan a separarse los dos grandes sistemas psicológicos de la baja Edad Media: el tomista y el escotista. Y en él se decide la comprensión de la libertad. El principal asunto de la anterior pregunta lo veía Escoto en el hecho de que nada hay tan importante en la potestad de la voluntad como la misma voluntad. Y si el acto de la voluntad está en la potestad de la voluntad mediatamente, mucho más lo estará inmediatamente. Pues bien, aunque la voluntad tiene el poder, mediante la inteligencia, de querer el fin y no quererlo, la inteligencia puede ser apartada por la voluntad de la consideración del fin y, una vez hecho esto, no quererlo ya. Esto significa –según Escoto– que primigeniamente la voluntad puede no querer incluso cuando se mantiene la consideración intelectual del fin15. Escoto acepta usar el paralelismo funcional –que también utilizó Santo Tomás, como veremos– entre la inteligencia y la voluntad. Como en la inteligencia hay dos actos de asentir a un juicio –uno por el que se asiente a algo verdadero por razón de sí mismo (propter se), como a un principio; el otro por el que se asiente a algún juicio verdadero no por razón de sí mismo, sino por razón de otro verdadero, como cuando se asiente a la conclusión–, de modo similar, hay en la voluntad dos actos de asentir a lo bueno: uno, por el que se asiente a lo bueno por razón de sí mismo; otro, por el que se asiente a lo bueno por razón de 13 14 15
CG III, c. 26. STh I-II, q. 3, a. 4. Duns Escoto, In I Sent d. 1, q. 4, a.1
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otra cosa a la que se refiere aquello bueno, como se asiente a la conclusión por razón del principio, porque la conclusión recibe su verdad del principio. Y al igual que en la mente hay una doble afirmación, por razón de sí y por razón de otro, así hay en el apetito una doble adhesión, por razón de sí y por razón de otro. Pero Escoto desintegra este paralelismo, afirmando que hay entre ambos una doble diferencia, no tanto por el lado objetivo, cuanto por el subjetivo. En primer lugar, en la esfera intelectual, los dos actos aludidos de la inteligencia se distinguen por la naturaleza de los objetos (ex natura objectorum), pues son distintos por la distinta evidencia de una y de otra verdad, por lo cual tienen distintos objetos que les corresponden y los causan. Pero en la esfera volitiva ocurre que los dos asentimientos no provienen de la distinción de los objetos, sino del distinto acto de la potencia libre (ex distincto actu potentiae liberae), que acepta de este o de aquel modo su objeto, porque está en su poder obrar de un modo o de otro, poniéndose o no en relación (in potestate eius est sic vel sic agere, referendo vel non referendo). Y por eso, a estos actos no corresponden objetos propios distintos: pues la voluntad puede tener por objeto, según uno u otro de estos actos, cualquier bien que puede ser querido16. En segundo lugar, Escoto indica que en la esfera intelectual aquellos dos actos dividen también suficientemente el asentimiento de la inteligencia en general, y no hay medio entre ellos, porque no hay ninguna evidencia intermedia que provenga del objeto y pueda manifestar otra verdad distinta de la verdad del principio y la verdad de la conclusión. Pero en la esfera volitiva se rompe el paralelismo: porque además de los dos asentimientos de la voluntad, ya esbozados, existe un asentimiento intermedio (assensus medius): porque puede mostrarse a la voluntad algo bueno absolutamente aprehendido (aliquod bonum absolute apprehensum), no bajo el aspecto de algo bueno por razón de sí, ni bueno por razón de otro. Pero acerca de lo así mostrado la voluntad puede tener algún acto de querer aquello absolutamente (actum volendi illud absolute), sin relación a otro, o sin gozarlo por razón de sí mismo; y, ulteriormente, puede imperar a la inteligencia que inquiera qué clase de bien es aquél y cómo ha de ser querido, y puede entonces asentir a él. Toda la razón de la diferencia de una y de otra parte es, de un lado, la libertad de la voluntad (libertas voluntatis) y, de otro lado, la necesidad natural (necessitas naturalis) en la inteligencia17. Escoto afirma, pues, que la voluntad puede suspender o retirar su acto del apetito del fin, lo mismo que puede apartar a la inteligencia de la consideración de ese fin. Y además sostiene que la voluntad puede inmediatamente suspender el acto propio. Si el término del acto voluntario es gozar de su objeto, debemos 16 17
Duns Escoto, Ib. Duns Escoto, Ib.
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considerar que ese gozo o fruición puede aplicarse a cualquier objeto, sea bueno o malo. Algunos se deleitan en el bien, otros en el mal. De modo que la voluntad no está determinada a ningún acto particular y su elección es enteramente libre. Atendiendo a la distinción entre uso y gozo, Escoto aprecia la siguiente ordenación de actos: primero, el acto imperfecto de querer lo bueno por razón de otro, que se llama uso; segundo, el acto perfecto de querer lo bueno por razón de sí mismo, que se llama gozo; tercero, el acto neutro; cuarto, el gozo consiguiente al acto. Pero el término final de la felicidad está en la fruición voluntaria, y no en la intelección. 5. Desde el lado tomista se le ha objetado razonablemente a Escoto que, en cuanto al ejercicio del acto, la moción de la voluntad no sigue necesariamente a la captación del fin; pero eso no prueba que la voluntad no se mueva necesariamente por el fin en cuanto a la especificación del acto. Santo Tomás declara, en primer lugar, que la voluntad quiere necesariamente el fin último aprehendido en su aspecto universal. La voluntad no tiene en su poder el no querer o el rechazar el fin último, si está presente la aprehensión de ese fin último o felicidad bajo el aspecto universal de bien máximo. Las pruebas que aduce se apoyan frecuentemente en una comparación, como con acierto apuntaba Escoto: el fin se comporta en el ámbito del obrar como los principios en el ámbito de la especulación18. Y como en los objetos de especulación la inteligencia se comporta adhiriéndose necesariamente a los primeros principios, aunque no se adhiera así a las conclusiones, resulta que la voluntad se adhiere necesariamente al último fin, aunque no se adhiera necesariamente a los medios, que son las cosas dispuestas para el fin19. 18
STh I, q. 82, a. 1. “Tanto la inteligencia como la voluntad tienden por necesidad hacia lo que se ordenan naturalmente, siendo así que lo natural significa estar determinado a una sola cosa (naturale est enim determinari ad unum). Luego la inteligencia asiente por necesidad a los principios primeros naturalmente conocidos y no puede asentir a lo contrario de ellos; de manera semejante, la voluntad quiere naturalmente y por necesidad la felicidad, y nadie puede querer la desgracia. Por tanto, en la inteligencia acontece que todos los objetos que mantienen una coherencia necesaria con esos primeros principios naturalmente conocidos mueven por necesidad a la inteligencia, como las conclusiones demostradas; y cuando ocurre que son negadas es preciso negar también los primeros principios, de los que ellas se siguen por necesidad. Pero si hubiere algunas conclusiones que, como contingentes y opinables, no mantienen una coherencia necesaria con los primeros principios naturalmente conocidos, la inteligencia no se siente constreñida por ellas a asentir. De manera semejante, ni siquiera asiente por necesidad a las cosas necesarias que se conectan necesariamente a los primeros principios, antes de conocer la correspondiente conexión necesaria. De igual manera ocurre patentemente con la voluntad: porque la voluntad no se mueve por necesidad a 19
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En este punto Santo Tomás realiza una comparación entre el principio indemostrable y el fin irreferente, y dice: tal como se comporta en el ámbito especulativo el principio –que es conocido por sí y es indemostrable–, se comporta también, en el ámbito del obrar, el fin que se apetece por sí y no ya por otro. No habla, pues, de fines que se ordenan después a otros fines y que son apetecibles por otros. Su argumentación vale para cualquier tipo de principio y cualquier tipo de fin: pues si el principio se encuentra en el ámbito especulativo de la misma manera que el fin en el ámbito operativo, ocurre que la inteligencia asiente al principio por sí mismo, si se toma como principio; y así ocurre también que la voluntad se adhiere al fin por sí mismo, en cuanto que es fin. Dado que la inteligencia no puede disentir de un principio indemostrable, tampoco puede la voluntad rechazar un fin irreferente. Y de igual manera que la inteligencia no asiente necesariamente a los principios que no son conocidos por sí, ni son indemostrables, así tampoco la voluntad quiere necesariamente el fin que puede ordenarse a otro. Toma, pues, el Aquinate el fin y el principio de modo proporcional, analógico, en tanto que se comportan de la misma manera, cada uno en su ámbito. En el fondo de esta argumentación late un planteamiento más general de los procesos psicológicos de entender y querer, como movimientos naturales. Y ese planteamiento es, justo, el del movimiento mismo y, por tanto, el de su inicio y su término: todo movimiento se reduce a algo inmóvil, pues si no fuese así no habría siquiera movimiento; pero la voluntad se mueve a diversos objetos, de suerte que se conduce con ellos de manera móvil y contingente; luego es necesario que se fije de modo inmóvil en un objeto: y éste no puede ser otro que el último fin. Luego quiere por necesidad el último fin20. Ahora bien, aunque la voluntad, empujada por la necesidad de la inclinación natural, quiera la felicidad que es captada bajo el prisma de sumo bien, no la quiere de modo necesario cuando es captada bajo otro aspecto especial y propio de aquello en que consiste la felicidad. De suerte que la felicidad puede considerarse como bien final y perfecto, que es la índole común de felicidad: y en tal sentido la voluntad tiende a ella de manera natural y por necesidad. Pero puede también ser considerada según algunos aspectos especiales, provenientes o de la misma operación, o de la facultad operativa, o del objeto; y entonces la voluntad no tiende a ella por necesidad21. nada que no tenga claramente una conexión necesaria con la felicidad, la cual es naturalmente querida” (Mal q. 3, a. 3). 20 Ver q. 16, a. 2. 21 In IV Sent d. 49, q. 1, a. 3. “La felicidad puede considerarse de dos maneras. Primera, según la razón común de felicidad; y así es necesario que todo hombre quiera la felicidad. Ahora bien, la esencia de la felicidad en común consiste en ser un bien perfecto. Y como el bien es el objeto de la voluntad, resulta que el bien perfecto de alguien es aquel que totalmente sacia su voluntad.
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Además, la voluntad humana, en cuanto al ejercicio del acto, no quiere actualmente de modo necesario, ni es movida de modo necesario por ningún objeto; aunque respecto a la especie del acto se mueva de modo necesario por un objeto. Pues “la voluntad se mueve de dos maneras: primera, respecto al ejercicio del acto; segunda, respecto a la especificación, que viene del objeto. Del primer modo la voluntad no es movida con necesidad por ningún objeto: pues alguien puede no pensar acerca de un objeto cualquiera y, por consiguiente, no lo quiere en acto. Pero respecto al segundo modo de moción, se mueve con necesidad por un objeto, mas no por otro”22. Y ¿por qué tipo de objetos se mueve necesariamente en cuanto a la especificación del acto? Pues por el fin último, el cual es bueno bajo toda consideración que se haga de él. Y en él está el gozo supremo.
2. Los planos semánticos del gozo 1. Para entender la secuencia trascendental de amor, gozo e intención es preciso reiterar que el primer movimiento de la voluntad –y del apetito en general– es el amor. Pues los actos de la voluntad tienden al bien y al mal como objetos propios; pero el objeto principal de la voluntad es el bien, y el mal es sólo secundariamente un bien y está adherido al bien, como se dijo. Los actos de la voluntad que se orientan al bien son anteriores a los que se orientan al mal: como el gozo a la tristeza, el amor al odio. Lo que es por sí mismo, es anterior a lo que es por otro. En cuanto a la orientación de la vida espiritual, cabe recordar que la inteligencia está orientada antes a la verdad en general que a las verdades particulares. A su vez hay algunos actos de la voluntad que se orientan al bien que lleva adherida alguna condición especial: como el gozo tiene su objeto en el bien presente ya conseguido; el deseo y la esperanza, en el bien aún no logrado. Por su parte, el amor tiene su objeto en el bien, allí donde se halle, sea alcanzado o no. Por eso, el amor es por naturaleza el primer acto de la voluntad. Esta es la causa por la que todos los otros movimientos de la voluntad presuponen el amor como su primera raíz. Pues nadie desea algo si no es un bien amado; nadie goza más que con el bien amado. Y el odio no se centra más que en lo opuesto a lo Luego apetecer la felicidad no es otra cosa que apetecer que la voluntad se sacie, y eso lo quiere todo el mundo. Segunda, podemos hablar de felicidad según una especial razón, en cuanto a aquello en que la felicidad consiste; y así no todos conocen la felicidad, porque no saben a qué cosa conviene la esencia común de felicidad. Y por consiguiente, en lo que a esto se refiere, no todos la quieren”. STh I-II, q. 5, a. 8. 22 STh I-II, q. 10, a. 2.
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amado. Lo mismo sucede con la tristeza y similares; es, pues, evidente la directa referencia del gozo al amor como primer principio. Donde hay voluntad y apetito es necesario que haya amor23. En todo el proceso de la vida espiritual, la voluntad se comporta del mismo modo amando, deseando y gozando, sea verdadero o falso lo que ella se propone como bien sumo; pues de la inteligencia depende el que sea verdadero o falso el bien que ella pretende24. Por otra parte, es imposible que, como se dijo antes, el deseo mismo sea el fin último, porque hay deseo sólo cuando la voluntad tiende a lo que todavía no posee. Tampoco el amor puede ser el fin último, porque el bien es amado no sólo cuando se posee, sino también cuando no se posee, pues mediante el deseo es buscado por amor lo no poseído. Asimismo, el gozo no es el fin último; pues el mismo hecho de poseer el bien es causa del gozo: si el bien es ahora poseído lo experimentamos; si fue poseído anteriormente lo recordamos; si lo poseeremos en el futuro lo esperamos25. Entre la intención y el gozo existe la siguiente diferencia: la intención volitiva es “tensión” y tan sólo mira el fin como adquirible a través de los medios; pero el gozo es “sosiego” y mira el fin como reposo y delectación. La intención volitiva se refiere al fin de modo propio: ese fin es el término virtual y necesario de los medios; es fin de manera absoluta y propia. 2. El término técnico que más ha perdurado para designar la fase final y quiescente del movimiento apetitivo fue llamado gozo, gaudium. Pero, como acabo de decir, dependiendo del objeto gozado y del modo de gozarlo (nivel sensible o nivel espiritual) ese término fue subrogado en el nivel espiritual por fruitio; y en el nivel sensible por delectatio, una pasión –o pulsión psíquica–, al que antecede una aprehensión o conocimiento correspondiente. Desde el punto de vista objetivo, los términos delectatio y fruitio coinciden con los aspectos esenciales del gozo. Por ejemplo, la delectación se articula estructuralmente con dos elementos: la percepción de lo conveniente –que es propia de la facultad cognoscitiva– y la complacencia en aquello que se propone como conveniente –que es propia de la facultad apetitiva–26. El gozo coinci-
23
STh I, q. 20, a. 1. CG III, c. 26, n.11. 25 CG III, c. 26, n.12. 26 “In delectatione duo sunt, scilicet perceptio convenientis, quae pertinet ad apprehensivam potentiam, et complacentia eius, quod offertur ut conveniens, et hoc pertinet ad appetitivam potentiam, in qua ratio delectationis completur”. (STh I-II, q. 11, a. 1, ad 3). 24
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de además con la delectatio en ser un aquietamiento del apetito en el bien27; aunque en la delectatio se mantiene la presencia del bien complaciente, por lo que todavía le queda al apetito una cierta inmutación por parte de la cosa apetecible: la delectación es una especie de movimiento28. La delectatio podía significar tanto el deleite sensible como el espiritual29; aunque más usualmente se aplicó al sensible. Hecha la lectura de los principales textos tomasianos sobre el tema, se podrían proponer tres esquemas acerca del alcance de estos términos: Espiritual [Fruición / Gozo] Delectación
Espiritual [Fruición] Gozo
Sensible [Delectación / Gozo]
Perfecta [Gozo] Fruición
Sensible [Delectación]
Imperfecta [Delectación]
Estos esquemas son aproximativos; y habría que tener en cuenta también el grado de perfección logrado, el cual se puede tomar o bien del modo subjetivo en que se posee el fin, o bien de la calidad objetiva y real del mismo fin. Por lo que habría lugar para más divisiones. Santo Tomás dice unas veces que hay un modo de fruición que es delectación; otras que hay un modo de delectación que es fruición. Y dice lo mismo acerca del gozo. Y aunque el meollo de la cuestión no es terminológico, lo cierto es que los términos acaban rozando la sinonimia. Debido a la propia terminología tardomedieval, es necesario que al leer los textos correspondientes nos esforcemos por determinar fenomenológicamente su contenido subjetivo y objetivo, así como su alcance. 3. Asimismo, para Santo Tomás, la fruición no es un acto de la inteligencia, ni un acto conjunto de la inteligencia y de la voluntad, sino sólo de la voluntad30; ni tampoco es amor y delectación a la vez; ni solo amor: es gozo. Fruición
27
“Delectatio, quae nihil est aliud, quam quietatio appetitus in bono”. (STh I-II, q. 2, a. 6 ad 1; CG III c. 26). 28 “Licet enim delectatio sit quies quaedam appetitus, considerata praesentia boni delectantis, quod appetitui satisfacit, tamen adhuc remanet immutatio appetitus ab appetibili, ratione cuius delectatio motus quidam est”. (STh I-II q. 31, a.1, ad 2). 29 “Delectatio, quae est in appetitu sensitivo, quaedam passio est, non autem delectatio, quae est in intellectivo” (In IV Sent d. 49, q. 3, a1, 1; In III Sent d. 27, q. 1, a. 2 ad 3; STh I-II, q. 31, a. 1, et a. 6). 30 STh I-II, q. 11, a. 1.
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no es consecución del bien, sino delectación gozosa que dimana de la cosa alcanzada. La fruición –o gozo– es propia de un objeto poseído y obtenido. Ahora bien, el objeto es obtenido mediante la inteligencia: luego el acto de la inteligencia es una mediación, un “requisito previo” para la fruición, y no es la fruición misma31. La fruición perfecta es propia del fin ya conseguido realmente; la fruición imperfecta es propia del fin no logrado realmente, sino del que está en la intención y en la esperanza. El gozo pertenece al amor como un disfrute que alguien tiene de lo último que se anhela, a saber, del fin32. Y dado que el fin y el bien son el objeto de la voluntad, a ésta pertenece el acto del gozo33. Respecto de la voluntad, el gozo y el amor son operaciones eminentes, pero por distintos aspectos: pues el amor es el principio que mueve todos los afectos; mientras que el gozo es el fin de ellos34. Por eso, en el orden de la eficiencia el amor precede al deseo, y el deseo al gozo; pero en el orden de la finalidad el gozo pretendido provoca el deseo y el amor; pues gozar consiste en disfrutar del bien: es fin en cierto modo, lo mismo que lo es el bien. En tal sentido, el gozo es mejor que el amor, pues es el fin del amor35. Pero el gozo no es estrictamente un amor36, el cual no es fruición, sino complacencia: antes de que yo posea el bien que amo, éste no me deleita, aunque lo amo y me complace. Ni es lo mismo decir “te amo” o “me complazco en ti” que decir “me gozo en ti”. Puedo complacerme en el bien ausente, pero no puedo gozarme todavía en él. Está, pues, claro que el gozo –o el disfrute, el deleite, el placer y tantos otros términos que indican reposo de la facultad– difiere realmente del amor. Genéticamente el amor precede al deseo, y el deseo al gozo37.
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Gregorio Martínez: t. I, q. 11, a. 1; dub. 1. p. 709. STh I-II, q. 11, a. 3. 33 STh I-II, q. 11, a. 1. 34 CG I, c. 91. 35 STh I-II, q. 25, a. 2. 36 “El objeto apetecible pone en el apetito primeramente una tensión hacia él, que es la complacencia del apetito en lo apetecible; y de ésta se sigue el movimiento del apetito hacia lo apetecible; así, pues, el movimiento apetitivo se produce circularmente, como se dice en III De Anima. Porque lo apetecible mueve al apetito imprimiéndose de algún modo en su intención, y el apetito tiende luego hacia lo apetecible para conseguirlo realmente; de suerte que el fin del movimiento se encuentra donde estuvo el principio. La primera inmutación del apetito por lo apetecible se llama amor, el cual no es nada más que cierta complacencia; y en segundo lugar se sigue el movimiento hacia lo apetecible, que es el deseo; y en tercer lugar, el reposo, que es el gozo” (STh I-II, q. 26, a. 2). 37 STh I-II, q. 25, a. 2. 32
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4. Otro aspecto genérico del gozo es el doble disfrute que implica: uno, el del objeto del acto; otro, el del mismo acto. Por este último aspecto, se interpretó el gozo como una perfección del mismo acto, como la belleza que corona a la juventud: viene a ser como una superfloración de la naturaleza misma; eso le ocurre también a la delectatio38: tanto por el objeto como por el acto, la delectación viene acompañada de alegría, en contraposición al dolor y a la tristeza39. El gozo implica, pues, doble relación: una, que acompaña a la acción o es concomitante con ella; otra, que sigue a la acción. La primera tiene como cuasi-objeto a la misma acción; la segunda, al propio objeto de la acción. Pero aquí no hay “dos” objetos –la cosa y la asecución de la cosa–, sino uno solo. Puesto que la consecución de la cosa no se añade numéricamente a la cosa como “otro” objeto más. Pues si de otro modo fuera, es decir, si se añadiese numéricamente, ninguna facultad alcanzaría inmediatamente el propio objeto, teniendo que lograrlo siempre mediante la acción. Y se seguiría que todo gozo o delectación iría detrás de un acto de reflexión que percibiera la acción que alcanza directamente el objeto. Pero esto sería paralizar la dinámica espiritual, que se encaminaría al infinito, sin llegar a parte alguna. En la normal corriente de la vida espiritual no existe una reflexión de este género sobre las propias operaciones. En cuanto a la función del objeto en el ámbito de los fines apetecidos, es preciso indicar que el objeto inmediato del gozo, como término que se apetece, es la realidad del fin; mas el objeto mediato por el que se apetece es la misma recepción y posesión. En suma, hablamos de la existencia de un fin apetecible y de un fin por el que se apetece. Por lo tanto, de un lado está el objeto de gozo que es el fin; y de otro lado, la consecución y la posesión de ese fin; esto último no es el objeto apetecido de los sentimientos indicados, sino el objeto por el que se apetece40. La realidad en la que descansamos no es la consecución o posesión misma, la cual es sólo una condición para descansar en ella, a no ser que mediante la reflexión queramos tenerla como objeto que se apetece: entonces se busca el deleite por el deleite, sin el correlativo objeto de la tendencia.
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“Duplex est delectatio, una quidem de obiecto actus, alia vero de ipso actu” (Virt. q. 4, a.1 ad 14; Ver. q. 15, a. 4). “Delectatio est quaedam operationis perfectio, […] perficit enim operationem, sicut pulchritudo iuventutem” (CG I, c. 90; CG III, c. 26; In II Sent d. 38, q. 1, a. 2; In X Eth 6 c-g). “Delectatio est quaedam superfloritio naturae” (In IV Sent d. 49, q. 3, 1, 1) 39 “Delectatio ex dilatatione (cordis) nomen accepit, ut laetitia nominetur”. (STh I-II, q. 33, a. 1; In IV Sent d. 49, q. 3, 1, 4). “Delectationi autem opponitur dolor, secundum quod delectatio est in sensu exteriori et praecipue in tactu, sed secundum quod est interius, non habet aliud oppositum, quam tristitiam” (In IV Sent d. 49, q, 3, 1, 4 ad 3). 40 J. Poinsot, In I-II, q. XII, n. 12.
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Hay otros nombres que se refieren al punto terminal del apetito y que indican aspectos especiales en él: por ejemplo, la alegría expresa la anchura o dilatación (late, laetitia) del corazón; la exultación expresa las señales del gozo interior que salta al exterior; la jovialidad expresa ciertas señales especiales o efectos de alegría. Y, sin embargo, todos estos nombres parecen pertenecer al gozo humano como tal, y así los empleamos. 5. Podría parece que, en el caso de la belleza –cuya definición clásica es “lo que gusta o place a la vista, quod visum placet–, la relación entre la aprehensión cognoscitiva y el gozo varía: disfrutaríamos de lo bello con la vista, de lo sonoro con el oído, del alimento con el gusto; siendo así que estos sentidos son aprehensivos. Ahora bien, aunque el hombre, al ver lo bello, disfrute de la belleza, sin embargo, la visión no es la fruición: la visión es necesariamente un requisito previo41. En lo que respecta a la visión de lo bello hay una delectación doble: la primera proviene de la visión misma de lo bello; la segunda de la propia belleza. La primera no es un acto propio y distinto de la misma visión, sino una cierta afección que acompaña a la visión de una manera connatural y proporcionada a su objeto conveniente. La segunda es un acto propio que no proviene de la facultad visiva, sino de la apetitiva42. A veces, en el lenguaje ordinario, se habla por ejemplo de que “la luz se requiere para ver y disfrutar”. Y es cierto. Pero eso no quiere decir que la visión y la fruición se identifiquen. La fruición no es un acto de la visión. La luz es necesaria para ver o contemplar directamente el objeto, de cuya contemplación directa se sigue la fruición en el apetito. La luz es exigida de modo mediato para la fruición; de la misma manera que la existencia de las cosas es previamente requerida para que ellas estén en la voluntad. Y de modo similar, en el caso de la fruición espiritual, la aprehensión de la inteligencia es requerida previamente, pero la aprehensión misma no se identifica con la fruición. También la inteligencia se deleita al conocer la verdad de las cosas: se goza con una delectación que acompaña a la aprehensión y a ella pertenece; pero esta delectación es consectaria y connatural a la aprehensión, aunque distinta de ella. A su vez, se goza también en la delectación del objeto aprehendido: y esta delectación es un acto propio (elícito) de la voluntad. En resumen: existe una alta sinonimia que acompaña al uso de los términos indicados. Aquí la sinonimia usa intencionadamente voces de significación semejante, para amplificar o reforzar la expresión conceptual de un sentimiento
41
Y acerca del alimento, el hombre no disfruta del sentido del gusto, sino que ese sentido es requerido previamente para la fruición del alimento, tenida luego. 42 Gregorio Martínez: t. I, q. 11, a. 1; dub. 1. p. 704.
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fundamental, cuyo analogado principal podría ser llamado hoy, tras el paso de los usos lingüísticos medievales, “gozo”.
3. El deseo en el gozo 1. El gozo humano, también como delectación, puede considerarse de dos maneras: una, en cuanto su objeto tiene una actualidad real; otra, en cuanto su objeto tiene una actualidad intencional, bien porque fue pasado, bien porque será futuro43. Y así, mediante la memoria se disfruta con la representación de una realidad pasada; y por la esperanza se disfruta de una realidad futura. De ambos modos –real e intencional– el gozo implica también, si no es perfecto, un cierto deseo. En realidad el deseo puede entenderse o propiamente, en cuanto implica apetito de la cosa no poseída, o genéricamente, en cuanto implica exclusión de desagrado. El gozo produce a veces deseo de sí mismo. Lo cual puede provenir o de la cosa poseída o del sujeto que la posee. Viene, por una parte, de la cosa misma, cuando esta no es poseída toda a la vez, sino que es recibida sucesivamente, de modo que mientras el apetito se deleita en aquello que posee, desea disfrutar también de lo que le falta; como el que oye la primera parte de un verso, desea oír la otra parte. Y de este modo casi todos los gozos corporales producen deseo de sí mismos mientras no han llegado a su consumación, porque tales goces implican un movimiento, como ocurre en el deleite de los manjares. Viene, por otra parte, del sujeto poseedor, como cuando uno no posee al instante perfectamente una cosa que existe perfecta en sí, sino que la adquiere poco a poco –así es como nos deleitamos teniendo un atisbo de la sabiduría–. Quiere esto decir que cuando el gozo es perfecto, se encuentra en completo reposo y cesa el movimiento del deseo que tiende a lo no poseído. Pero cuando es imperfecto, el movimiento del deseo que tiende a lo no poseído no cesa por completo. Se comprende también que el deseo y el gozo puedan darse al mismo tiempo respecto de lo que se posee imperfectamente, pues es poseído bajo un aspecto, pero deseado bajo otro. 2. En cambio, si por deseo se entiende la mera densidad del afecto que hace desaparecer el desagrado, entonces los goces espirituales producen en alto grado un deseo de sí mismos. Porque los deleites corporales, o bien por su acrecentamiento o bien por su continuidad sobrepasan los límites de la disposición natu43
“Delectatio actualis sive secundum actum, delectatio memoriae sive per memoriam et delectatio spei sive per spem” (In II Sent d.32, q. 1, a. 3 ad 1; In VII Phys, 6 d).
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ral y llegan a hacerse fastidiosos, como ocurre en el deleite de los manjares. Por eso, uno se hastía cuando ha llegado ya a lo máximo de los gozos corporales, y a veces desea otros distintos. Mas los gozos espirituales no rompen el equilibrio de la disposición natural, sino que perfeccionan la naturaleza. Por eso son más deleitables cuando se llega en ellos a un estado de consumación; ahora bien, accidentalmente puede ocurrir, por ejemplo, que a la gozosa operación contemplativa se asocien algunas operaciones de las facultades corporales que producen fatiga por el continuo desgaste del obrar. Por otra parte, si se considera el gozo en cuanto está en la memoria, pero no en acto, entonces de suyo está ordenado naturalmente a causar deseo de sí mismo: pues el hombre rememora una disposición en que lo pasado le era deleitable44. 3. ¿A pesar de que se ha venido indicando que el gozo es propiamente “quietud” y no “movimiento” estricto, no será superfluo hacer referencia a las interpretaciones de dos enigmáticas tesis aristotélicas que fueron recogidas en el acervo medieval. La primera dice: la delectación es una generación sensible en la naturaleza45. Quiere decir que la delectación es una cierta generación perceptible o percibida (una generación que es sentida en su origen), la cual se refiere a la naturaleza de una cosa, o mejor, a lo que es conforme a la naturaleza (naturae conveniens), algo que se engendra en un ser cognoscente y es percibido por él, generación o brote de lo que es conveniente a su naturaleza: pues cuando algo se genera en nuestra propia naturaleza, como algo connatural a nosotros, por eso mismo nos deleitamos, como se ve en la consumición de comida y bebida. Lo que es conveniente perfecciona al sujeto en que surge, y aquieta la inclinación que se dirige a su correspondiente objeto; y este aquietamiento, en cuanto que es percibido, es la delectación, por lo que Platón decía que la delectación es una generación sentida46, o sea, conocida en la naturaleza, pues es connatural; por eso en los seres que carecen de conocimiento no hay delectación alguna47. 44
STh I-II, q. 33, a. 2. Eth VII, 12, 1152, b 13. “Delectatio est quaedam sensibilis generatio in naturam” (In VII Eth, 11 f; In I Sent d. 1 q. 4 a. 1; In II Sent q. 20 1, 2 ad 3). 46 Filebo c. 32 y c. 33. 47 “Dum enim aliquid sensibiliter aggeneratur naturae nostrae quasi nobis connaturale, ex hoc delectamur, sicut patet in sumptione cibi et potus, 7 Eth 11 f; conveniens enim adveniens perficit id, cui advenit, et quietat inclinationem in illud; et haec quietatio, secundum quod est percepta, est delectatio, unde Plato [in Philebo c. 32 & 33] dixit, quod delectatio est generatio sensibilis id est cognita in naturam id est connaturalis; unde in his, quae cognitionem non habent, non est delectatio aliquo modo” (In III Sent d. 27, q. 1, a. 2, ad 3). 45
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La segunda tesis parece descartar la anterior, aunque en realidad la matiza: la delectación no es la generación, porque más bien consiste en lo generado48 (o también: en lo hecho49). El deleite no consiste propiamente en un surgir o en un estar generando, sino en un ser-generado, en algo hecho, pues una cosa sólo puede tener una operación que sea causa de la delectación, cuando ya es perfecta, pero no cuando es imperfecta y está haciéndose50. 4. Conviene indicar que así como el “moverse” hacia la perfección natural – la ejecución– no ocurre todo a la vez, sin embargo, la consecución gozosa de la perfección natural es toda a la vez. Para explicar este hecho debe notarse que hay una gran diferencia entre la vida vegetativa y la vida sensitiva: cuando un viviente del primer género queda establecido en lo que conviene a su naturaleza, no lo siente; pero un viviente del segundo género sí lo siente; y también el viviente racional. Esta sensación –o conocimiento– produce en el apetito un cierto movimiento, llamado “gozo”. La presencia connatural del bien es lo que causa el gozo. El logro final del gozo no es un proceso paulatino, sino que es “todo a la vez”: es el logro de lo “ya constituido” en el término del movimiento. Considerando esta constitución –como se ha dicho– Platón afirmaba que el gozo es “generación”. Por su parte, Aristóteles sostiene, en Eth. VII, que el gozo es “hecho consumado”. Este fenómeno –psicológico y ontológico a la vez– tiene su justificación en la índole del movimiento. El viviente, sea sensible sea espiritual, puede desplegar un doble movimiento: uno, en cuanto a la intención del fin, que corresponde al apetito, y otro, en cuanto a la ejecución, que es propio de otras facultades y de la operación exterior. Ocurre que en el sujeto que ya ha conseguido el bien deleitable, puede cesar el movimiento de ejecución –por el que se tiende al fin–, pero no cesa el movimiento de la parte apetitiva, la cual empezó a desear lo que no tenía, para después deleitarse en lo poseído. El gozo es, pues, aquí cierta actualidad del término, una quietud del apetito, estando presente el bien deleitable que lo satisface. No obstante, si permanece todavía la inmutación del apetito producida por el bien apetecible, el gozo es un cierto movimiento51.
48
“Delectatio non est generatio, sed magis consistit in factum esse” (STh I-II, q. 31, a. 1). “Delectatio non in generatione consistit, sed magis in esse generatum” (In IV Sent d. 49, q. 3, 4, 3 ad 2). 50 “Tunc enim res potest habere propriam operationem, quae est delectationis causa, quando iam perfecta est, non autem, quando est imperfecta et in fieri” (In IV Sent d.49, 3, 4, 3 ad 2; In VII Eth, c. 11 f et 12 d; In X Eth, c. 3 f et 5 a-g; In I Anal, c. 41 f). 51 STh I-II, q. 31 a.1. 49
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4. El gozo y el tiempo 1. La expresión “todo a la vez” manifiesta que la constitución del gozo no es un proceso paulatino, sino algo ya constituido en el término del movimiento: el gozo no es propiamente una generación, sino un hecho consumado. Por lo mismo, tampoco tiene lugar el gozo en el tiempo, aunque implica un movimiento. Ya Aristóteles había advertido que nadie recibe el gozo según tiempo alguno52, aunque ser hombre tenga lugar en el tiempo o sea término de una generación. En realidad, una cosa puede existir en el tiempo de dos modos: primero, por sí misma; segundo, por otro y como accidentalmente. Por ser el tiempo el número de las cosas sucesivas, ocurre que existen por sí aquellas cosas que por su propia esencia no implican sucesión alguna, aunque dependan de algo sucesivo. Como ser hombre no implica en su concepto sucesión, porque no es movimiento, sino término de un movimiento o mutación, esto es, de la generación; pero como el ser humano está sujeto a causas mudables, por eso tiene lugar en el tiempo. 2. El gozo por sí mismo no tiene lugar en el tiempo, pues está en el bien ya conseguido, que es como el término del movimiento. Pero si el bien mismo conseguido está sujeto a cambio, el gozo tendrá lugar accidentalmente en el tiempo. Si, en cambio, el bien es del todo inmutable, el gozo no tendrá lugar en el tiempo, ni por sí, ni accidentalmente. Como el tiempo es la “medida del movimiento”, debe advertirse que el movimiento mismo puede ser, de un lado, el acto de algo imperfecto, esto es, de algo existente en potencia en cuanto tal, y tal movimiento es sucesivo y en el tiempo; mas, de otro lado, el movimiento puede ser acto de algo perfecto, esto es, de algo existente en acto, como entender, sentir, querer y cosas semejantes, y también gozar. Y este movimiento no es sucesivo, ni se da por sí mismo en el tiempo. En definitiva, podría decirse que el gozo es como el género de una pulsación final. Gozo es la alegría que brota de un conocimiento o representación, por oposición a la tristeza, y es impulsada por el amor53. No obstante, podemos acentuar en el gozo ya sea lo que proviene del bien internamente unido con el ser apetecido; ya sea la sola aquietación del apetito54. 52
Eth X. “Gaudium est quaedam species delectationis […]. Nomen gaudii non habet locum nisi in delectatione, quae consequitur rationem” (STh I-II, q. 31, a3); “Sola igitur illa delectatio, quae ex interiori apprehensione causatur, gaudium nominatur” (STh I-II, q. 35, a. 2); “Gaudium enim ex amore causatur vel propter praesentiam boni amati, vel etiam propter hoc, quod ipsi bono amato proprium bonum inest et conservatur” (STh II-II, q. 28, a.1). 53
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5. Lo subjetivo y lo objetivo en el gozo 1. Si se comparan los deleites espirituales con los deleites corporales, ocurre que en sí mismos y absolutamente hablando, los deleites espirituales son mayores. Y esto es claro respecto de las tres cosas que se requieren para el deleite, a saber: el bien unido, el sujeto al que está unido y la unión misma. Pues el bien espiritual no sólo es mayor que el bien corporal, sino también más amado. Una señal de esto es que muchos hombres se abstienen aun de los más grandes deleites corporales para no perder el honor, que es un bien espiritual. En cuanto al sujeto, también la parte intelectiva es mucho más noble y más cognoscitiva que la parte sensitiva. Por último, la unión entre el bien espiritual y la inteligencia es también más íntima, más perfecta y más firme. Es, ciertamente, más íntima, porque el sentido se detiene en los accidentes exteriores de la cosa, mientras la inteligencia penetra en la esencia de la cosa, pues su objeto es la esencia, lo que la cosa es. Y es más perfecta, porque a la unión del objeto sensible con el sentido se añade el movimiento, que es acto imperfecto; por eso los deleites sensibles no se dan plenamente de una vez, sino que hay en ellos algo que transcurre y algo que ha de consumarse, como aparece claro en el deleite de los manjares. En cambio, los objetos inteligibles excluyen el movimiento; y por eso los deleites correspondientes son plenos y simultáneos. Es también más firme, porque los objetos deleitables corpóreos son corruptibles y desaparecen pronto, mientras que los bienes espirituales son incorruptibles55. 2. También ese gozo más alto, llamado técnicamente fruición, pertenece a una facultad apetitiva, la voluntad, y no a una facultad cognoscitiva. Es propia54
“De omnibus, de quibus est delectatio, potest etiam esse gaudium in habentibus rationem, quamvis non semper de omnibus sit gaudium; quandoque enim aliquis sentit aliquam delectationem secundum corpus, de qua tamen non gaudet secundum rationem. Et secundum hoc patet, quod delectatio est in plus, quam gaudium (STh I-II, q. 31, a. 3); Differunt gaudium et delectatio ratione; nam delectatio provenit ex bono realiter coniuncto, gaudium autem hoc non requirit, sed sola quietatio voluntatis sufficit ad gaudii rationem, unde delectatio est solum de coniuncto bono, si proprie sumatur, gaudium autem et de exteriori” (CG I, c. 90). 55 Cuestión distinta es que los deleites corporales se sientan a veces más y sean más vehementes que los espirituales. Primero, porque los objetos sensibles nos son más conocidos que los inteligibles. En segundo lugar, porque los deleites sensibles, al pertenecer al apetito sensitivo, van acompañados de alguna mutación corporal (excitación, fogosidad, etc.). En tercer lugar, porque los deleites corporales se apetecen como una especie de medicina contra los defectos o molestias corporales que dan origen a cierta tristeza. Cfr. STh I-II, q. 31, a. 5.
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mente un sentimiento y no un conocimiento. Pues en el gozo, como he dicho, concurren dos cosas: la percepción de la conveniencia con el sujeto, acto que pertenece a la facultad cognoscitiva; y la complacencia de lo que se ofrece como conveniente, la cual es un acto apetitivo propio que culmina en gozo56. Es cierto que también la inteligencia recoge otro fruto, el de la verdad; pero justo en los sentimientos se expresa el bien, y no la verdad: porque “no hay ningún inconveniente en referir a diversas facultades una sola y misma cosa, considerada bajo diversos aspectos”57. Aun la visión misma de un objeto superior, como la persona amada, es, en cuanto visión, acto intelectivo; mientras que, en cuanto bien y fin es objeto de la voluntad, y en este sentido es su fruición. La inteligencia consigue este fin como una facultad cuyo obrar consiste en recibir, y la voluntad como facultad cuyo obrar consiste en mover al fin, disfrutando de él una vez obtenido. En realidad, aunque la inteligencia “tienda” hacia la verdad, porque la verdad es su perfección y su fin, ocurre que en la totalidad del organismo psicológico “la perfección y el fin de cualquier otra facultad van incluidos en el objeto de la facultad apetitiva, como lo está lo peculiar en lo común. Por lo tanto la perfección y el fin de una facultad cualquiera, en cuanto es cierto bien, pertenece a la facultad apetitiva; y por el mismo motivo ésta mueve a las otras a sus fines; y ella logra su fin, cuando cada una de aquellas alcanza el suyo respectivo”58. 3. Hecha esta aclaración, concerniente al distinto grado ontológico de los seres que pueden alcanzar el fin –los cognoscentes y los no-cognoscentes–, es preciso observar que Santo Tomás no encuentra razones para limitar el gozo a sólo el último fin en absoluto, debiendo ampliarse a lo que cada uno mira como su fin último. En tal sentido, el conocimiento del fin puede ser perfecto o imperfecto. “Es perfecto, si no sólo conoce un fin y un bien, sino también la índole común de fin y de bien, y este conocimiento es propio de sólo el ser racional; y es imperfecto cuando sólo se conoce un fin o un bien particularmente, y éste se halla en los animales, cuyas facultades apetitivas no son libremente imperantes, sino que se mueven a lo que aperciben mediante su natural instinto. Por consiguiente a la criatura racional compete la fruición en toda su perfecta plenitud; pero a los animales únicamente la fruición imperfecta; y ninguna al resto de las otras criaturas”59. Por ese motivo, gozar pertenece ya, en un sentido muy amplio, al apetito sensitivo, pero no al apetito natural.
56 57 58 59
STh I-II, q. 11, a. 1, ad 3. STh I-II, q. 11, a. 1, ad 1. STh I-II, q. 11, a. 1, ad 2. STh I-II, q. 11, a. 2.
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4. Sea cual fuere el ámbito de seres comprendidos bajo el sentido amplio o impropio del gozo, lo cierto es que el verdadero gozo espiritual se polariza, según Santo Tomás, en el fin último. En sentido propio la fruición o gozo espiritual no se produce si uno apetece medialmente, o sea, por razón de otra cosa, aquello que se toma como objeto de la voluntad. Y como el último fin es lo único que no se desea por referencia a otro fin, resulta que sólo del fin último puede haber gozo fruitivo. Para explicar esta tesis Santo Tomás vuelve a la noción de “fruto”, indicando que abarca dos aspectos: la de ser lo último, y la de aquietar el apetito con cierto gusto o delectación. Ciertamente “aquietar” puede ocurrir de manera relativa, si lo gozado se refiere a otra cosa; pero también puede ocurrir de manera absoluta, si lo gozado es únicamente lo último respecto a lo que le precede. Pues bien, se llama propiamente “fruto” lo último en absoluto, y en lo que se deleita uno como en su último fin. Es claro que no puede llamarse “fruto” lo que no es en sí mismo deleitable o sólo se apetece por su relación con otra cosa –como una medicina amarga por la que se recobra la salud–. La fruición –el gozo espiritual– no sólo es un gozo de las cosas conocidas, sino también una satisfacción tranquila, remansada ya en lo último: “porque mientras todavía se espera algo, el movimiento de la voluntad no queda detenido, por más que haya logrado algo”60. Sólo hay fruición cuando en el fin se encuentra el perfecto reposo61. Pero es preciso resaltar la relación que existe entre el gozo y el movimiento, aunque sea una relación desigual. Pues el ser que se mueve, aunque aún no posea perfectamente aquello hacia lo que se mueve, comienza a poseer ya algo de ello, y bajo este aspecto, el mismo movimiento posee algo de gozo. El movimiento resulta gozoso cuando por él se hace conveniente algo que antes no lo era. Pero el movimiento mismo no alcanza la perfección del gozo, porque los gozos más perfectos se hallan en los seres que no son afectados por el movimiento. 5. El movimiento se hace deleitable o gozoso respecto al sujeto del goce, al bien unido y al conocimiento de esta unión. En efecto, por lo que toca al sujeto humano, la mutación le resulta deleitable porque su naturaleza es mudable, y por este motivo, lo que ahora le conviene no le será conveniente después, como calentarse al fuego es conveniente al hombre en invierno, pero no en el estío. Por parte del bien que se une al sujeto, porque la acción continuada de un agente aumenta el efecto; así, cuanto más tiempo está uno arrimado al fuego, más se calienta y se seca. Ahora bien, la disposición natural consiste en una cierta medida. Y por eso, cuando la presencia continuada del objeto deleitable sobrepasa 60 61
STh I-II, q. 11, a. 3. STh I-II, q. 32, a. 1.
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la medida de la disposición natural subjetiva, su desaparición resulta deleitable. Por parte del mismo conocimiento, porque el hombre desea el conocimiento total y perfecto de algo. Así, pues, cuando algunas cosas no pueden ser aprehendidas de modo completo y simultáneo, deleita en ellas el cambio, de manera que pase una y la suceda otra, y así se llegue a conocer el todo, como dice San Agustín62. Luego si hay algún ser cuya naturaleza sea inmutable y no pueda darse exceso respecto de su natural disposición subjetiva por la permanencia continua del objeto deleitable, y pueda contemplar al mismo tiempo todo su objeto deleitable, no habrá para él un cambio deleitable. Y cuanto más se acercan a este nivel espiritual algunos gozos, tanto más pueden prolongarse. Hay un efecto psicológico en el gozo que es digno de reseñarse. Se trata de la dilatación psicológica que produce el gozo. Esa dilatación ha de tomarse en sentido figurado, o traslaticio, porque normalmente se entiende como una propiedad de la extensión espacial. La dilatación psíquica implica las dos notas que para el gozo se requieren. Una de ellas es por parte de la facultad aprehensiva, que capta la unión de un bien conveniente. Y por esta aprehensión conoce el hombre haber adquirido cierta perfección espiritual, por cuyo motivo se dice que el alma del hombre se agranda o dilata por el gozo. La otra, en cambio, es por parte de la facultad apetitiva, la cual se adhiere a la cosa deleitable, reposa en ella, y se ofrece para acogerla interiormente. Y el afecto del hombre se dilata por el gozo, prestándose a contener dentro de sí la cosa que le deleita63. 6. Como estamos ante un sentimiento espiritual, al considerar la reflexividad propia del espíritu surge una interesante objeción de índole psicológica: los actos de la voluntad tienen reflexividad sobre sí mismos; pues yo quiero quererme, y amo amarme. La referencia al yo es concomitante al acto de querer o amar. Siendo, pues, el gozar un acto de la voluntad, siempre que gozo por ella, gozo con su propia fruición. Podría decirse que el gozarse del gozo que se tiene de algo es, como el yo, un factor primario y último de ese proceso psicológico volitivo; hasta el punto de que, si faltara semejante gozo reflexivo, quizás no habría en absoluto gozo. Podría parecer, pues, que el último fin no es el objeto exclusivo de la fruición. Santo Tomás sale al encuentro de esta dificultad distinguiendo dos aspectos del fin: el fin como cosa y el fin como posesión de la cosa (uno modo, ipsa res; alio modo, adeptio rei). Pero lo interesante es que, para él, no se trata de dos fines, sino de un solo fin, considerado ora en sí mismo, ora en su aplicación a otro (unus finis, in se consideratus, et alteri applicatus). De un lado estaría el 62 63
San Agustín, Confessiones, libro IV, cap. 10, n. 15. STh I-II, q. 33, a. 1.
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fin último como la realidad que últimamente se busca; y, de otro lado, la fruición sería la consecución de ese mismo último fin. De modo que el fin último no sería “un” fin, ni la fruición del fin último sería “otro” fin. Una e idéntica fruición gozaría del fin último y además gozaría de esa fruición absoluta. Lo mismo ha de entenderse de los demás tipos de felicidad perfecta64.
6. Gozo perfecto e imperfecto 1. Hay dos maneras de entender la perfección o imperfección del gozo. La primera se refiere al nivel de conocimiento. En los seres que hay conocimiento del fin, existe de algún modo uso y gozo. Ahora bien, si el conocimiento es imperfecto, como en los animales, también el gozo será imperfecto; pero si el conocimiento es perfecto, como en la naturaleza racional, el gozo será también perfecto. Por eso, el animal, mediante la percepción de la hierba se sirve de sus miembros moviéndose hacia el pasto y, en cierto modo, goza cuando come, aunque goce de una manera imperfecta, al no conocer el fin y al no poder ordenar a él sus operaciones. 2. La segunda manera se refiere a la forma de poseer el fin. Santo Tomás indica que, como el gozo implica cierta relación de la voluntad con el fin último –y en cuanto ella estima que alguna cosa lo es–, el fin último podría poseerse de dos modos, perfecta e imperfectamente: “Su posesión es perfecta si el fin se tiene no sólo en la intención, sino también en la realidad; e imperfecta, cuando no pasa de la intención. Según esto, la fruición perfecta es el goce del fin ya poseído realmente; mientras que la imperfecta es el goce del fin obtenido no realmente, sino sólo en la intención”65. Esto explica que el “reposo” de la voluntad pueda verse frustrado de dos modos: por parte de un objeto que no sea el fin último, sino que esté dirigido a otra cosa; o por parte del sujeto que, apeteciendo el fin, no lo alcanza todavía. Lo que especifica al acto es el objeto; mas el modo de obrar depende del agente, pues por la condición del agente será aquél perfecto o imperfecto. Por este motivo, la fruición de lo que no es el último fin es impropia, como extraña a lo que es específicamente la fruición. Pero es propia la fruición del último fin no poseído todavía, aunque sea imperfecta a causa del imperfecto modo de poseer el último fin”66. 64 65 66
STh I-II, q. 11, a. 3, ad 3. STh I-II, q. 11, a. 4. STh I-II, q. 11, a. 4, ad 1.
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3. Así pues, no hay que pasar por alto que también se puede poseer el fin en la intención, aunque no se tenga realmente. Dado que en lo que se acaba de indicar se solventa la cuestión de la génesis y del desarrollo del acto voluntario, el gozo que aquí se considera no es el perfecto, sino el imperfecto. Es claro que si consiguiéramos el fin consumadamente –en la realidad y en la ejecución– estaríamos ante el último acto tendencial, tanto en el orden de la intención, como en orden de la ejecución: sería el gozo perfecto. Pero el gozo es imperfecto cuando poseemos el fin sólo en la intención, aunque comience a complacernos; esta inicial complacencia sobre el fin recibe también, claro está, el nombre de fruición o gozo, aunque sea una complacencia imperfecta del fin. Esta complacencia imperfecta es la clave de la “intención volitiva” (intentio) unida al acto primero cognoscitivo que visualiza el fin no sólo en sí absolutamente, sino también relativamente a los medios con los que se intenta conseguir el fin. En la arquitectura de la estructuración teleológica de la acción humana lo primero es esta fruición imperfecta, la cual se introduce en las otras dimensiones del acto humano como “intención de gozo”. De hecho, lo que en la psicología de Santo Tomás se llama “intentio” expresa propiamente esa marca teleológica. También hay que tener en cuenta si el gozo racae solamente sobre el fin ya poseído –donde el apetito se satisface tranquilo– o recae en algo pretendido en esperanza –como si uno está unido por amor a alguna cosa por ella misma, aunque no esté poseída–. En cuanto a la calificación psicológica, la intención, el gozo y el amor son diversos actos de la voluntad; efectivamente, el uno versa sobre una realidad ausente, el segundo sobre una realidad presente y el tercero de por sí hace abstracción de una cosa u otra. Por otra parte, lo que se llama fruición es gozo causado por el amor; en cambio la intención es como un deseo eficaz; luego se distinguen psicológicamente67.
7. El gozo en paraísos perdidos 1. Se acaba de ver la estrecha relación que hay entre amor y gozo. Desde el «querer originario» hasta el punto final de la acción humana, una vez rebasado el borde de la «elección» y del «uso», corre constante aquella primera complacencia de la voluntad trascendental que, como «gozo», anhelaba la posesión del fin presentido. Por lo que el verdadero gozo está en la posesión final, no en lo
67
J. Poinsot, In I-II, q. XII, n. 15.
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inicial acariciado. Y aquí, en este punto final, puede emborronarse toda la escritura del trayecto volitivo. En el poema titulado Cántico espiritual San Juan de la Cruz exclama: «Descubre tu presencia, / y máteme tu vista y hermosura; / mira que la dolencia / de amor, que no se cura / sino con la presencia y la figura». Dice ahí que una cosa es amar y otra distinta disfrutar o gozar. Pues, más allá del amor, el disfrutar añade deleite: de hecho se aman muchas cosas con tristeza y profunda aflicción. Del amor proceden el gozo y la tristeza, aunque por motivos opuestos. El gozo es causado por la presencia del amado o por el hecho de que el amado está en posesión del bien que le corresponde. Pero del amor puede venir también la tristeza, sea por la usencia del amado, sea porque el amado está privado de su propio bien. En realidad el amor actúa mucho antes de que el deleite sea añadido a la posesión de la cosa amada. ¡Ojalá pudiésemos gozar siempre de lo que amamos! Por eso, cuando el gozo se toma como amor se convierte en un término equívoco. El gozo es un acto de la voluntad; y en él hay deleite o goce de la realidad poseída y alcanzada, si es deseada y amada con anterioridad. La distancia que existe entre amar algo y gozarlo suele ser bastante larga y, en ocasiones dolorosa. El amor exige la consecución del objeto amado; pero si no es logrado, entonces el amante se altera y entristece, padece un “mal de amor” o, como decían los medievales, amor hæreos, ægritudo amoris, enfermedad de amor. Algo de esto describía el poeta árabe Ibn Hazm –visir de Abderramán V en el Califato de Córdoba– en su libro El collar de la paloma (1023). Una ausencia de placer, una enfermedad de amor, una tristeza y dolor, que no sería posible si antes lo amado no se hubiera querido intensamente. Viviendo de manera insoportable esa molesta distancia que existe entre el amor y el gozo, se forjaron personajes míticos en la literatura: así era el amor de Calisto por Melibea, el de Don Quijote por Dulcinea, el de Orlando por Angélica; y tanto otros. El “gozo” no es sólo un radical acto inicial de la voluntad, sino también un acto de “terminación” y posesión: no se goza de verdad lo que todavía no se tiene, sino lo que se ha conseguido, el “fruto” del esfuerzo: nos afanamos para conseguir algo. La naturaleza del fruto implica dos requisitos: primero, que sea último; y segundo, que deleite aquietando el apetito. La ultimidad es la nota más distintiva del gozo perfecto68; pues también hay gozos imperfectos. Ahora bien, algo es último de dos modos: o absolutamente –al no haber nada más que se ordene a otra cosa–, o relativamente en un género –al ser último entre las cosas de ese género y al ser fin de otras cosas–. Es claro que disfrutaríamos absolutamente 68
Gregorio Martínez: I, q. 11, a. 1; dub. 1. p. 702.
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del único fin último, pero mientras la voluntad no llegara a él, permanecería el disfrute en suspenso, aunque ya hubiere llegado a alguna otra cosa. Cuando algo es tan sólo un bien relativo –en orden a otra cosa–, sin poseer por sí mismo ninguna otra bondad o deleite, entonces no disfrutaríamos de ello en modo alguno; por ejemplo, no hay gusto en beber una medicina amarga, si tuviéramos que limitarnos a ingerirla sin referencia alguna a la salud. Finalmente, cuando algo no sólo es medio en orden a otra cosa, sino que es fin respecto a otros medios – siendo entonces un fin intermedio– disfrutaríamos de él en cierto modo, aunque no con propiedad y completamente. O sea, disfrutaríamos de un fin cualquiera – aunque no fuera el fin último–, siempre que ese fin intermedio fuera de por sí un objeto de apetencia y además deleitable, como disfrutamos de la comida, de un amigo, de la vida honesta y de la contemplación de la ciencia. 2. ¿Qué podría ser el gozo en paraísos perdidos? El gozo es imperfecto –se ha dicho– cuando queda fijado en un fin que no es logrado realmente, sino que está en la intención, como en la memoria o en la esperanza: o hacia atrás en el pasado, o hacia adelante en el futuro, pero nunca en la “viva realidad” del presente: el único en que existimos de verdad. La inexorable fugacidad del presente provoca que el placer tenido en el pasado se convierta –por su efectiva duración intencional en la memoria, aunque realmente no durara tanto en su momento–, en imagen de un mundo mejor y más amable. Fijándose en este mero hecho, Proust llegó a decir que los verdaderos paraísos serían los “paraísos perdidos”. Es cierto que, en cuanto “perdidos”, ya no existen, salvo en el recuerdo. Para poder gozar de ellos tendríamos que realizar un ejercicio de retracción memorativa e instalarnos intencionalmente en un lugar y en un tiempo ya inexistente, a sabiendas de que nuestra realidad actual no ofrece las posibilidades reales de un salto retráctil en el vacío. La situación psicológica vivida en esa evocación se llama “nostalgia” (del griego nóstos, regreso): pena de verse ausente de algo querido que se perdió. El recuerdo del placer pasado hizo que Jorque Manrique (1440-1479) escribiera unas desconsoladas Coplas por la muerte de su padre: «Cuán presto se va el placer, / cómo, después de acordado, / da dolor; / cómo, a nuestro parescer, / cualquiera tiempo pasado / fue mejor». El poeta no dice que el tiempo pasado “fue” mejor, sino que “paresce” mejor. Él sabe que cualquier placer finito –sea cual fuere el tiempo en que se produjera, presente o pasado– está sometido a la fugacidad. La evocación es sólo un “consuelo” de la caducidad. Pero “consuelo” no significa soldadura vital del presente con el pasado. Cuando el consuelo se convierte en restañamiento aparece la “melancolía”. Marcel Proust dio un paso más allá de Manrique tomando el gozo pasado como una realidad persistente que habría de constituir nuestra intimidad, el tejido de
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nuestra alma, siendo su forma psicológica o vital la melancolía como forma de vida, tal como Marcel Proust la describe en su obra En busca del tiempo perdido, bajo el lema de que “los verdaderos paraísos son los paraísos perdidos”. Esa quimérica huida hacia atrás, en la propuesta de Proust, se revela en el título de su gran escrito, el cual es, a mi juicio, una de las obras más desesperantes de la literatura contemporánea. Desesperante porque, durante la lectura de esa obra, se puede perforar el delicado psiquismo de muchas personas. No es extraño que se caiga entonces en un «état délirant». Con esa actitud de eterno retorno que busca lo inexistente, el lector se puede llegar a convencer que el sueño tiene más valor encantador que la propia realidad. El recuerdo no apunta entonces a un pasado propiamente dicho, ni significa una vuelta atrás en sentido temporal: es, más bien, el retorno a una región ilusoria del ser psíquico, supuestamente más honda y ordinariamente velada. Es un retorno recordativo que tiene lugar en la experiencia íntima, en una supuesta región profunda de temporalidad que, para Proust, sería anterior a la temporalidad cotidiana. Pero no es eso cierto. Dicho retorno melancólico no provoca una experiencia del espíritu por sí mismo, sino de la imagen condensada de un tiempo feliz, temps perdu, que ahora flotaría en el hondón del espíritu, y a la que Proust llama «la vrai vie», la vida verdadera, cuando en verdad es una «vie illusoire». ¿La plenitud del gozo? Seres limitados como nosotros, en lo corporal y en lo espiritual, difícilmente logran esa plenitud. Es evidente que solamente un ser infinito puede tener gozo completo de sí mismo, sin volver atrás, sin necesidad de retorno: su gozo sería presente e ilimitado. Pero nuestro gozo humano es necesariamente finito y, muchas veces, tanteante: y eso desde el momento en que se inicia la acción en la voluntad trascendental hasta el punto final de la voluntad deliberativa.
Capítulo VI LA INTENCIÓN DE FINES Y LOS MEDIOS
1. La “intención” de un fin conseguible con medios 1. La voluntad trascendental está configurada por los actos de la voluntad dirigidos primariamente al fin, y no a los medios concretos1. Un ser finito, como el hombre, urgido también por su corporalidad, no alcanza el fin saltando sobre sí mismo, sino ayudado por medios adecuados para conseguirlo, los cuales hay que querer encontrarlos allí donde estén. Este “anhelo de un fin conseguible con medios” se llama intención, la cual pertenece también al orden trascendental de la voluntad: no desea inicialmente unos medios concretos, sino medios que en general pudieran ser eficaces para conseguir el fin, lo mismo que el organismo desea agua, del venero que sea, para apagar la sed. Luego, en el orden de la voluntad deliberativa, aparecerá el consentimiento y la elección sobre los medios concretos que serán únicamente válidos para esa tarea. En resumen, los actos de la voluntad dirigidos al fin son, en primer lugar, el querer simple del fin, un querer originario; en segundo lugar, el inicial gozo o fruición del fin presentado, que sólo culminará al final de todo el proceso volitivo tras el uso que se haga de las facultades competentes; y en tercer lugar es un acto de la voluntad que se dirige al fin último conseguible con medios –de toda la voluntad– hacia el fin, urgiendo medios para conseguirlo. El proceso concreto de “mediación” viene a continuación, en el curso de los actos empujados por ella, en cuanto se mueve formalmente a los medios adecuados que se orientan al fin. En el querer simple del fin (simplex velle) no comparecen los medios, ni siquiera en oblicuo o consectariamente; pero otro es el caso de la “intención” volitiva, que amando el fin conlleva connotativamente el orden a los medios. En realidad la voluntad no sólo tiende al fin, sino también a los medios apropiados para conseguirlo. La voluntad tiene un ser natural de índole espiritual y, en cuanto naturaleza real, responde al modo de comportarse todas las cosas naturales, en las cuales hay facultades que, pasando por los medios, llegan a tocar su término; las cosas que se ordenan al fin son llamadas medios; por
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Y es tratada magistralmente por Santo Tomás en STh I-II, qq. 8-10.
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consiguiente, siendo el fin el objeto de la voluntad, por eso mismo lo son también los medios que conducen al fin2. 2. El fin se quiere por sí mismo, mientras que lo que a él conduce no se quiere sino por el fin. Es, pues, evidente que la voluntad puede encaminarse al fin, en cuanto fin, sin ser movida a los medios conducentes al fin; mas no puede orientarse a estos en cuanto tales, sin que se oriente también al mismo fin. Así es que la voluntad puede dirigirse al fin de dos modos: primero, absolutamente por razón del mismo fin; segundo, en cuanto quiere los medios que al fin la encaminan. Con lo dicho es ya claro que un mismo y solo acto, el dirigido a los medios, es el que mueve la voluntad hacia el fin y hacia los medios, pues por el fin se quieren los medios a él conducentes. Según Aristóteles, donde existe una cosa por razón de otra, allí hay una sola cosa (Topic. V, c. 2). La voluntad no quiere los medios, sino por el mismo fin: luego a lo uno y lo otro se mueve con un solo acto3. Por lo tanto, es muy peculiar el acto con el que la voluntad se endereza al fin mismo absolutamente considerado –el querer simple–, y que algunas veces precede en el tiempo. A la manera en que uno desea ante todo la salud, y después, deliberando cómo podría recobrarla, quiere acudir al médico para que le sane. Un procedimiento análogo sigue la inteligencia: un sujeto entiende primeramente los principios en sí mismos; y luego los observa en las conclusiones, en cuanto asiente a ellas por razón de los principios. Debe tenerse en cuenta que los actos se diversifican por sus objetos. El fin, de un lado, y los medios que se enderezan al fin, de otro lado, son diversas especies de bien. No es, pues, idéntico el acto de la voluntad, al proponerse lo uno y lo otro4. Fines y medios no son especies de bien diversificadas por igualdad de 2
En síntesis, a la pregunta de si la voluntad es sólo del fin, o también de los medios, se responde que la voluntad como facultad se extiende a ambos, puesto que la apetibilidad se encuentra también en los medios, y por eso son efectivamente elegidos. Ahora bien, si la voluntad se toma como acto de volición simple, así sólo versa sobre el fin, puesto que la volición sobre los medios se produce por otra cosa, por el fin; y así no es volición simple, ni primera volición. 3
Se podría pensar que por el fin son queridos los medios que atañen al fin, como por la luz son vistos los colores; y en virtud de que con un mismo acto se ve la luz y el color, de igual modo con el mismo movimiento podría creerse que la voluntad querría el fin y cuanto a él se refiere. Pero Santo Tomás matiza: siempre que se ve el color, se ve también la luz en el mismo acto; mas puede verse la luz, sin que se vea el color. De modo análogo, cuando uno quiere los medios concernientes al fin, quiere con el mismo acto el fin; mas no al contrario. La voluntad a veces quiere el fin, sin que de ahí pase a querer los medios que al fin se refieren. 4 En conclusión: la voluntad es llevada hacia el fin de dos modos: o absolutamente y de por sí,
VI. La intención de fines y los medios
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relación, sino que uno es por sí y otro es por lo primero: la voluntad puede dirigirse a lo primero, sin que por eso se dirija a los medios. Por su parte la intención es un único acto dirigido al fin y que implica ya consectariamente –no con otro acto– la presencia connotada de los medios.
2. La intención como acto de la voluntad 1. La original y profunda “tensión” de las facultades del alma hacia sus objetos –ya esté en la inteligencia, ya en la voluntad–, fue llamada, en un sentido general o amplio, intentio5. Equivalía a un vivo proceso de aplicación psicológica6 que tiene su sede en la voluntad, siendo de orden trascendental. Pero perdura luego en toda la acción deliberada que incluye actos del orden de lo fundado, como los de la inteligencia misma, cuya intentio es ya de tipo cognoscitivo7. o relativamente, en cuanto que por el fin son deseados los medios. Del modo primero, el acto con el que se tiende al fin es diverso de aquel con el que se tiende a los medios. Del segundo modo, los medios bajo un fin son alcanzados con idéntico acto: lo que significa alcanzar o tocar simultáneamente el fin y los medios, esto es, alcanzar el fin no en sí, sino en cuanto que es la causa y el sentido de los medios. 5 El concepto moderno de intencionalidad no es sinónimo de voluntad. Brentano lo repristinó a finales del siglo XIX para designar la capacidad que tiene el espíritu de representarse cosas y estados de cosas, reales o imaginarias. Cfr. E. Runggaldier, “On the Scholastic or Aristotelian Roots of Intentionality in Brentano”, Topoi, 8 (1989) 97-103. Sin embargo, no todos los autores modernos están de acuerdo en que la intencionalidad caracterice a todos los fenómenos mentales. Incluso algunos sostienen que estos son explicables por las leyes de la naturaleza. No es extraño encontrar programas de naturalización de la intencionalidad, la cual vendría a tener, para especialistas de las ciencias naturales, un estatuto ontológico y un papel causal destinado a evaporarse en el análisis computacional. Aunque no se puede señalar el punto en que podrían coincidir los autores, no parece imposible concebir los agentes humanos como seres dotados de intenciones, de creencias y deseos. Es claro que el asunto de la “intención” no está superado, sino todo lo contrario. Cfr. Pierre Jacob, L'Intentionnalité. Problèmes de philosophie de l'esprit, Odile Jacob, París, 2004; J. J. Haldane, “Naturalism and the Problem of Intentionality”, Inquiry, 32 (1989) 305-322. 6 “Quando intentio animae vehementer trahitur ad operationem unius potentiae” (STh I-II, q. 37, a. 1; ib. q. 38, a. 2; q. 77, a. 1); “Vis cognoscitiva non cognoscit aliquid actu, nisi adsit intentio” (CG I, c. 55). “Ad actum cuiuslibet cognoscitivae potentiae requiritur intentio” (Ver q. 13, a. 3). 7 Quodl VIII, q. 1, a.2 ad 1; E. Durand, “L'intentionnalité de la volonté en son acte d'aimer, selon Thomas d'Aquin”, en T. D Humbrecht (éd.), Saint Thomas d'Aquin, Paris, Cerf, 2010, pp. 215-235; M. Narváez, “Portée herméneutique de la notion d'intentio chez Thomas d'Aquin”, Revue Philosophique de Louvain, 99/2 (2001) 201-219; U. Ferrer, “La intencionalidad de la voluntad, según S. Tomás”, Studium, 17(1977) 529–539; id. “Intencionalidad del conocer versus
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En el orden trascendental del espíritu humano, el gozo espiritual –o fruición– comparado con la intención es más perfecto que ésta, siempre que el gozo sea consumado y se dirija al fin realmente poseído, puesto que tal gozo alcanza perfectamente el fin. Pero de no ser perfectamente poseído, a él pretende llegar la intención como a la última perfección. Por tanto, el gozo imperfecto y no consumado, esto es, el gozo de un fin que solamente es deseado, es más imperfecto que el acto de la intención; y a ésta dispone el gozo imperfecto, el cual es una cierta y simple complacencia inicial en el fin, pero no todavía una ordenación eficaz al fin como lo es la intención, que añade consectariamente a la complacencia una eficacia y un orden a los medios. Se puede apreciar que, en la antropología tomasiana, el sentido general de la original tensión espiritual se va determinando en su aplicación: unas veces al acto intelectual8 –por lo que Santo Tomás habla de una intentio mentalis9, una
intencionalidad del querer”, en I. Falgueras Salinas, J. A. García González, J. J. Padial, (Eds): Futurizar el presente. Estudios sobre la filosofía de Leonardo Polo, (2003) 92-105. 8 Así es un orden impuesto por la inteligencia: “Secundo vero [potentia intellectiva] id, quod apprehendit, ordinat ad aliquid aliud cognoscendum vel operandum, et hic vocatur intentio” (STh I, q. 79, a. 10 ad 3). “Intentio, sicut ipsum nomen sonat, significat in aliquid tendere” (STh I-II, q. 12, a.1). “Intentio sumitur pro actu mentis, qui est intendere” (Ver q. 21, a. 3 ad 5). 9 STh III, q. 64, a. 8 ad2. Y por lo que hace a su vinculación al plano intelectual o espiritual, cabe señalar que debe distinguirse el esse naturale del esse intentionale: de una parte, está el ser natural con existencia real; de otra parte, el ser intencional con existencia mental. Y era frecuente leer en la expresión communitas intentionis, en el sentido del conjunto de cosas significadas por un concepto o un nombre. También se usaban las expresiones intentio generis e intentio speciei para referirse al contenido relacional del género o de la especie con que se constituye una cosa (In I Sent d. 2, q. 1 a. 3; d. 25, q. 1, a. 3; Pot, q. 7, a. 9; In IV Phys, 17 a). Precisamente como “relación” fue interpretada también la intentio: por ejemplo, le es necesario al animal percibir aquellas intentiones que no percibe el sentido exterior; y la facultad estimativa se dirige a captar las intentiones que no son aprehendidas por los sentidos: “Necessarium est ergo animali, quod percipiat huiusmodi intentiones, quas non percipit sensus exterior” (STh I, q. 78, a. 4). “Ad apprehendendum autem intentiones, quae per sensum non accipiuntur, ordinatur vis aestimativa” (ib). “Huiusmodi enim intentiones format intellectus, attribuens eas naturae intellectae” (In I Perih, 10 b). Es típica también la acepción de intentio como similitudo, difícilmente traducible como “semejanza”, puesto que las cosas no imprimen en los sentidos o en la inteligencia su real semejanza, sino su intentio, algo así como su mensaje sustantivo: “Ad operationem autem sensus requiritur immutatio spiritualis, per quam intentio formae sensibilis fiat in organo sensus” (STh I, q. 78, a. 3); “Sicut intentio coloris, quae est in pupilla, non potest facere album” (STh I-II, q. 5, a. 6 ad 2). “Alia [est passio], quae sequitur actionem, quae est per modum animae, quando scilicet species agentis recipitur in patiente secundum esse spirituale ut intentio quaedam, secundum quem modum res habet esse in anima, sicut species lapidis recipitur in pupilla” (In II Sent d. 19, q. 1, a. 3 ad1).
VI. La intención de fines y los medios
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intención que sólo existe en el pensamiento–, y otras veces al acto volitivo, al que se le suele otorgar una prioridad relativa10. Pero a todo tipo de intención le precede, como fundamento, la intención natural o intentio naturae11. 2. Considerando el dinamismo de la acción humana, se preguntó el Aquinate a qué facultad pertenece, en sentido estricto, la intención: si a la inteligencia o a la voluntad12. San Buenaventura defendía que la intención conlleva un doble acto: uno por parte de la inteligencia, a saber, la ordenación de los medios al fin; y otro por parte de la voluntad, a saber, la tendencia de los medios al fin. La intención implicaría ambos actos de manera formal y esencial13. 10
Y en este sentido la intentio es un acto de la voluntad, pero en cuanto lleva adherido un acto de la inteligencia, pues de otro modo no habría intentio en la voluntad. Es más, la intentio implica o incluye el orden de una cosa a otra, y ese orden es obra de la inteligencia. “Intentio est virtutis appetitivae actus” (Mal q. 16, a. 11 ad 3). “Nomen intentio nominat actum voluntatis, praesupposita ordinatione rationis ordinantis aliquid in finem” (STh I-II, q. 12, a. 1 ad3). “Quamvis autem cuiuslibet horum appetituum intentio communis sit, per prius tamen in voluntate invenitur, quae ab intellectu coniuncto in finem dirigitur” (In II Sent q. 38, a. 1 ad3). “Intentio primo et per se actum voluntatis nominat, secundum quod in ea est vis intellectus ordinantis” (ib). “Etsi [intentio] semper sit finis, non tamen oportet, quod semper sit ultimi finis” (STh I-II, q. 12). “Intentio dicitur esse de fine, non secundum quod voluntas in finem absolute fertur, sed secundum quod ex eo, quod est ad finem, in finem tendit, unde intentio in ratione sua ordinem quendam unius ad alterum importat” (In II Sent d. 38, a. 1 q. 3). 11 La “intentio” volitiva tiene su raíz ya en la “intentio naturae” o intención natural. La “intentio naturae” es la tensión que tiene la esencia misma de una cosa a desplegarse y existir. La perfección del ser natural implica la presencia de las esencias o “especies” naturales y, asimismo, de sus propiedades y potencias. La “intentio naturae” busca realizar las especies naturales. De modo secundario están en esa intentio naturae los individuos. La “intentio naturae” está orientada a lo que es siempre y perpetuamente. Pero lo que es solamente por algún tiempo no parece corresponder principalmente a la “intentio naturae”; porque si se corrompiera, cesaría la intentio naturae. En las cosas corruptibles no hay nada perpetuo, aunque siempre quedan solamente las especies (no los individuos): de ahí que el bien de la especie es la principal intentio naturae, a cuya conservación se ordena la generación natural. En las hipotéticas sustancias incorruptibles, que permanecerían siempre no sólo según la especie sino también según los individuos, los mismos individuos estarían también principalmente en la intentio naturae (STh I, q. 98, a. 1). Cfr. Cfr. R. J. Henle, Saint Thomas and Platonism: A Study of the Plato and Platonici Texts in the writings of Saint Thomas, Martinus Nijhoff, The Hague,1970, 19-22; T. Hoffmann, “Ideen der Individuen und ‘intentio naturae’: Duns Scotus im Dialog mit Thomas von Aquin und Heinrich von Gent”, Freiburger Zeitschrift für Philosophie und Theologie, 46/1-2 (1999) 138–152. 12 STh I-II, q. 12, a. 1. 13 San Buenaventura, In II Sent., dist. 38, a. 2, q. 2.
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En cambio, Santo Tomás indicó que, a pesar de que la intención presupone un acto de la inteligencia, sin embargo, consiste de manera formal y esencial en un acto de la voluntad prioritariamente. Y eso puede acontecer de dos modos: o por naturaleza o por conocimiento. Todos los seres naturales, aun los no dotados de conocimiento, intentan un fin de modo espontáneo. Los animales dotados de sentidos, por su parte, obran por un fin captado sensorialmente, por lo que se mueven en busca del alimento o cosa parecida. El hombre, en cambio, tiende al fin conocido por la razón. Sólo la presencia de un fin inteligible en la voluntad permite hablar de intención, la cual no conviene a los animales, puesto que la intención es el orden a un fin cotejado y comparado con los medios. Los animales carecen de este conocimiento comparativo, pues son movidos por el instinto, y no por una comparación, ni por el albedrío14. Si Santo Tomás hubiera sido un “intelectualista” –cosa que a veces se le ha reprochado– habría dicho que la “intentio” es un acto de la inteligencia, pues la intención denota cierta “ordenación al fin”, y es cierto que ordenar es propio de la inteligencia. Pero, apartándose de esa línea interpretativa, recuerda que “intentio” significa “tender a un objeto” (in aliquid tendere). Ahora bien, tender es propio no sólo de la acción del motor, sino también de la acción del móvil, cosa que, no obstante, procede del motor. Por eso mismo, la “intención” pertenece originaria y principalmente a lo que mueve hacia el fin, o sea, al motor: “por ejemplo, el arquitecto, como todo el que manda, mueve con su precepto a que otros hagan lo que él se propone; y puesto que la voluntad es la que pone en movimiento hacia el fin a todas las demás fuerzas del alma, es evidente que la intención es propiamente acto de la voluntad”. La voluntad articula y endereza todas las fuerzas psicológicas; aunque para ello necesita que la inteligencia le proponga el fin, al que ella tiende, “de la misma manera que con los ojos miramos de antemano el punto a donde corporalmente debemos encaminarnos”. En resumen, “tender” no es “ordenar”: la voluntad no ordena, pero sí tiende a un objeto, conforme a la ordenación de la razón. Así la palabra intención denota un acto de la voluntad, presupuesta la intimación de la razón que dispone algo al fin. Acerca de la relación jerárquica que existe entre inteligencia y voluntad cuando confluyen en el mismo punto común de la intención, aclara el Aquinate en un texto admirable: “A veces hay dos agentes implicados. El agente inferior puede mover u obrar de dos modos. Primero, en lo que compete a su naturaleza. Segundo, en lo que compete a la naturaleza del agente superior. Porque la impresión del agente superior permanece en el inferior; de ahí que el agente inferior no sólo obre por su propia actividad, sino por la actividad del agente superior. […] Ahora bien, la inteligencia y la voluntad son facultades o potencias 14
STh I-II, q. 12, a. 5.
VI. La intención de fines y los medios
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operativas que están ordenadas entre sí. Hablando de una manera general y absoluta, la inteligencia es primera, aunque la voluntad aparezca primera y superior por su reflexividad, en cuanto mueve a la inteligencia. De ahí que la voluntad puede tener un doble acto. Uno, que le compete por su propia naturaleza, en cuanto tiende al propio objeto absolutamente; y aquí el acto se atribuye a la voluntad de modo absoluto, como querer y amar, aunque este acto presuponga un acto de la inteligencia. Otro acto empero le compete conforme a lo que la impresión de la inteligencia deja en la voluntad. Pues bien, como lo propio de la inteligencia es ordenar y relacionar, tan pronto como en el acto de la voluntad comparece una relación u ordenación, tal acto pertenecerá a la voluntad, pero no absolutamente, sino en orden a la inteligencia. Y de este modo la intención es un acto de la voluntad; pues sobre el acto de intención se ha dicho que por lo mismo que alguien quiere, pone su intención en algo como en un fin. Y por eso, la intención (intendere) difiere del querer originario (simplex velle) en que el querer tiende al fin absolutamente; pero el acto de intención se ordena al fin si hay en general medios que puedan dirigirse al fin. Ahora bien, la voluntad se dirige hacia el objeto que le es propuesto por la inteligencia; y por eso se mueve de modo diverso en consonancia con lo que se le propone de distinta manera. Por lo tanto, como la inteligencia le propone algo como bueno absolutamente, la voluntad se mueve hacia ello absolutamente: y eso es un querer originario [simplex velle]. Pero cuando le propone algo bajo el aspecto de un bien al que se ordenan los medios como a un fin, entonces tiende hacia él observando cierto orden, el cual comparece en el acto de la voluntad, pero no según la propia naturaleza de esta, sino según la exigencia de la inteligencia. Y por eso, el acto de intención pertenece a la voluntad, pero en orden a la inteligencia”15. Ahora bien, la inteligencia que está presente en la intención no es la especulativa, pues a ella no le corresponde el proseguir o poner en movimiento, ni tampoco dar la orden de que algo prosiga o se ponga en movimiento. Es la inteligencia práctica la que ordena la acción o prosecución; aunque ella no pone la acción misma, pues esta prerrogativa la tiene la voluntad siguiendo el dictamen de la inteligencia práctica. La intención es formalmente propia de la voluntad. 3. Por tanto, la intención no es cosa distinta de la moción que va de una cosa a otra. “Intendere” es tender a otra cosa; la intención pertenece a la facultad que con su acción hace proseguir o continuar el movimiento16, una acción que no es propia de la inteligencia, sino de la voluntad. La secuencia de la voluntad en su función trascendental (volitio – fruitio – intentio) guarda un paralelismo psicológico con la del apetito sensible: amor, 15 16
Ver q. 22, a. 13. Santo Tomás de Aquino, In II Sent dist. 38, q. 1, a. 3.
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gaudium, desiderium. En cierto modo la intentio es como un deseo espiritual, fácilmente diferenciable de un deseo sensible17. Aunque en sentido propio, la intentio no es el desiderium: sólo la intentio imperfecta podría quizás llamarse deseo. Pero no sólo el deseo, sino también la esperanza, tienen cierta correspondencia con la intención. Difieren ciertamente en que el deseo y la esperanza pueden dirigirse propiamente a los medios, en cambio, la intención sólo al fin. Pero de algún modo convienen: tanto la intención como el deseo son del futuro o versan sobre el futuro. Sin embargo, el deseo, la esperanza y la intención se relacionan entre sí como lo superior y lo inferior: el deseo tiene un sentido más amplio que la esperanza; y la esperanza tiene un sentido más amplio que la intención. Por consiguiente, si hay intención, existe ya deseo o esperanza, pero no al contrario; pues el deseo tan sólo expresa apetito de futuro, de cualquier clase que sea el deseo; y la esperanza expresa apetito de un futuro difícil; en cambio, la intención se abre a un futuro que es asequible a través de los medios. Por lo que puede haber deseo en torno a los medios, al igual que puede haber esperanza sobre ellos; hay intención tan sólo referente al fin que connota exigencia de medios18. Asimismo, acerca de la distinción entre intentio y electio, Santo Tomás indicaba que la intención es un acto de la voluntad promovido por una razón que ordena los medios al fin mismo; mientras que la elección es un acto de la voluntad promovido por una razón que compara entre sí las cosas que están ya relacionadas con el fin19. 4. La intención, pues, es acto de la voluntad. Esto es manifiesto por su objeto: es necesario que la facultad y el acto coincidan en el objeto, ya que la facultad sólo se ordena al objeto por el acto. Por ejemplo, es necesario que el objeto de la facultad visiva y el de la visión sean el mismo, a saber, el color. Como el objeto del acto de la intención es el bien, que es el fin –también objeto de la voluntad–, es necesario que la intención sea acto de la voluntad. Aunque no sea 17
Desear, en el sentido más propio de la palabra, es apetecer un bien que no se posee todavía y, por lo tanto, es posible conseguirlo. Este deseo puede darse en el nivel sensible, pero también en el nivel espiritual. “Est enim desiderium, secundum quod voluntas tendit in id, quod nondum habet” (CG III, c. 26). “Desiderium autem et spes de bono nondum adepto” (STh I, q. 20 a. 1). “Cum desiderium sit rei non habitae, possibilis tamen haberi” (STh I, q. 58 a. 1 ob. 2; CG II, c. 70; STh I-II, q. 30, a. 1 ad 2). 18 G. Martínez: t. I, q. 12, a. 1, dub. 1 (p. 717). 19 “Intentio est actus voluntatis in ordine ad rationem ordinantem ea, quae sunt ad finem, in finem ipsum, sed electio est actus voluntatis in ordine ad rationem comparantem ea, quae sunt in finem, ad invicem” (Ver q. 22, a.13 ad 16).
VI. La intención de fines y los medios
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objeto de la voluntad de manera absoluta, sino tan sólo ordenado por la inteligencia. Ha sido indicado que, para Santo Tomás, cuando dos agentes están ordenados entre sí, el agente inferior puede mover u obrar de dos modos: primero, según su propia naturaleza; segundo, según la naturaleza del agente superior. Como el influjo del agente superior permanece en el inferior, por ello el agente inferior no obra sólo con su acción propia sino, además, con la acción del agente superior. Quiero repetir la explicación del Aquinate, porque deja muy claro el reflujo de las potencias espirituales entre sí: es el caso de la razón y de la voluntad que son potencias operativas recíprocamente ordenadas. Consideradas absolutamente, la razón es anterior; aunque, en otro sentido, la voluntad sea anterior y superior, porque mueve a la razón. Y, así, la voluntad puede tener dos actos. Uno le compete según su naturaleza, en cuanto que tiende absolutamente a su objeto propio: este acto se atribuye a la voluntad de manera absoluta, como el querer y el amar, aunque, para este acto, se presupone el acto de la razón. Tiene, además, otro acto que le compete según lo que el influjo de la razón deja o imprime en la voluntad misma. Y como el ordenar y el comparar son propios de la razón, ocurre que cuando una comparación u ordenación aparece en el acto de la voluntad, este acto será de la voluntad, pero no de modo absoluto, sino en orden a la inteligencia. Y de este modo la intención es acto de la voluntad; pues cuando se produce un acto de querer, la intención no es nada más que tender a otra cosa como al fin. Y, así, la intención difiere del querer simple (simplex velle), el cual tiende al fin absolutamente, mientras que la intención expresa orden al fin en tanto que al fin se ordenan las cosas que son medios o son en orden al fin. Como la voluntad se mueve hacia un objeto que le ha sido propuesto por la razón, muévese de distinto modo si de diversa manera se le propone. Cuando la razón le propone algo como bueno absolutamente, la voluntad se mueve a ello absolutamente: y es pura volición, velle. Pero cuando le propone algo bajo el aspecto de bien al que otras cosas se ordenan como a un fin, la voluntad tiende a ello con cierto orden, según la exigencia de la razón. Así, la intención es acto de la voluntad en orden a la razón20. Recapitulando: considerada la voluntad en su dirección al fin tomado en sentido absoluto, se llama propiamente querer simple, en cuanto, por ejemplo, yo quiero absolutamente la salud. Mas considerada en cuanto reposa en el fin, se llama gozo o fruición. Y si se considera ordenada al fin como término, es la intención: y así, por ejemplo, cuando intentamos recobrar la salud, no solamente la queremos, sino que nos proponemos obtenerla aplicando algún remedio.
20
Ver q. 22, a. 13.
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La intención, pues, versa sobre el fin, pero no absolutamente, sino relacionado con los medios, puesto que una cosa es intentada sólo cuando se ve como asequible. Pero una cosa solamente es asequible en orden a los medios. No existe intención si no ha comenzado ya el querer simple, el cual solo versa sobre el bien en sí, sin relación ni referencia a la consecución. La “intentio” es un acto de voluntad que versa sobre el fin como asequible por medios idóneos. todas las cosas que se ordenan al fin, dependen del fin intentado y por él son movidas. Por lo tanto, de la misma manera que es propio de la voluntad mover todas las cosas al fin, así también le es propio intentar el fin.
3. Querer originario, intención y fruición 1. Los comentaristas del texto tomasiano recogieron varios reparos u objeciones a la distinción de los conceptos claves dee la voluntad trascendental. Seleccionaré algunas críticas. Primera, al determinar estos tres conceptos, resalta el hecho de que el concepto de fin es algo común a todos. Parecería que no se distinguen de manera esencial y específica, sino que, como mucho, diferirían accidentalmente, según el modo diverso de alcanzar el fin. Segunda, el reposo y el movimiento se oponen tan sólo privativamente, pero no como dos especies. Ahora bien, la intención y la fruición se relacionan con el fin a modo de movimiento y reposo; luego entre ellas habría una oposición privativa, pero no una distinción específica. Tercera, tanto la intención como el simple querer se dirigen al fin según el aspecto formal de fin; luego no se distinguirían específicamente. Pues la distinción específica debería tomarse de la distinción formal del objeto. En efecto, el fin formalmente como fin designa el bien como asequible a través de los medios. Pero el simple querer se relaciona con el bien de modo absoluto; y la intención se relaciona con el bien como asequible a través de los medios. Luego tanto la intención como el simple querer se relacionan formalmente con el fin bajo el aspecto de fin. El Aquinate se enfrentó ya a esos tres reparos. Dice: “La intención es acto de la voluntad respecto al fin. Pero la voluntad mira el fin de tres modos. Uno, absolutamente, y así se la llama volición, por cuanto queremos de un modo absoluto; por ejemplo, la salud o cosas de estas características. Del segundo modo se considera el fin en cuanto se descansa en él, y así es como la fruición mira al fin. Del tercer modo se considera el fin como término de algo que se ordena a ese fin, y así es como la intención mira el fin. Pues no se dice que tendemos a la
VI. La intención de fines y los medios
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salud sólo porque la queremos, sino porque pretendemos llegar a ella mediante alguna otra cosa”21. Dicho de otra manera: los actos mencionados se distinguen específicamente porque, a pesar de que todos ellos tienen la vista puesta en el fin, se dirigen a él bajo distinto enfoque formal, como es encarar un punto, acercarse a él y reposar en él. Aunque el fin sea ónticamente el mismo y común a esos tres actos, sin embargo mantiene formalmente aspectos distintos frente a ellos, pues es conseguido por un acto u otro bajo aspectos formales distintos. En cuanto a la objeción que se refiere al movimiento y al reposo, es preciso aclarar que el “reposo” se considera de dos modos: privativamente, en cuanto expresa negación de movimiento, y positivamente, en cuanto expresa un acto peculiar entre los seres vivientes, a saber, la delectación, que es un acto propio de la facultad apetitiva. Del primer modo, el reposo se opone privativamente al acto; del segundo modo, se opone además específicamente. La fruición, por su parte, es reposo en el fin, pero del segundo modo: de ahí que también se distinga específicamente de la intención, la cual posee un carácter de movimiento. La objeción que se fija en la dirección de la voluntad al fin, tiene en cuenta ciertamente que se refieren al fin tanto el simple querer y la intención, como el bien y su asequibilidad a través de los medios. Sin embargo, el simple querer y el bien pertenecen a la consideración primaria, propia, intrínseca y absoluta del fin; mas la intención y la asequibilidad del bien a través de los medios pertenecen a la consideración secundaria del fin. O sea, el simple querer y la intención tienen un fundamento de distinción específica, dado que una alcanza el fin absolutamente según el aspecto primario, pero la otra lo alcanza según el aspecto secundario.
4. La intención dirigida al fin último y al fin intermedio 1. La intención mira el fin como término del movimiento de la voluntad. Pero no sólo es del fin último, sino también del fin no-último. Aunque parezca que el objeto exclusivo de la intención es el “último fin” – pues la intención mira al fin como término final, y el término implica el fin último, al que únicamente tendería la intención–, en realidad la intención no se dirige exclusivamente al fin último, sino también al fin intermedio. Un sujeto puede tender a la vez al fin último (la salud) y al fin intermedio o inmediato (el medicamento)22. 21 22
STh I-II, q. 12, a. 1, ad 4. STh I-II, q. 12, a. 2.
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Santo Tomás indica que la intención se refiere al fin como a término del movimiento de la voluntad. Pero este término puede tomarse en dos sentidos: ya como el mismo término último, en el que se encuentra el reposo definitivo y finaliza completamente el movimiento; ya como algo intermedio, que es principio de un movimiento parcial y, a la vez, parte del movimiento total: a la manera que en el trayecto de A a Z el término final es Z, pasando por B, de suerte que el termino intermedio o no último es B. Eso explica que la intención pueda dirigirse tanto al uno como al otro. Y aunque siempre hay un fin de la intención, no siempre ese fin es precisamente el fin último. El término implica carácter de fin último, mas no siempre es el último de la totalidad, siéndolo a veces solo de una parte. Así pues, la intención versa no sólo sobre el fin último, sino también sobre el intermedio, puesto que la intención no se dirige al fin a modo de descanso, sino a modo de movimiento y consecución. Y en el movimiento no sólo se tiende al término último, sino también al término intermedio. Ambos, pues, pueden ser intentados como asequibles.
5. La tensión simultánea hacia varias cosas 1. Esta bipolaridad teleológica de la intentio permite que Santo Tomás pregunte si la voluntad puede intentar dos cosas a la vez23. Porque si la intención implica movimiento de la voluntad hacia su término y, contando con un mismo punto de partida, no pueden ser muchos los términos de un solo movimiento, por consiguiente no podría la voluntad intentar varias cosas simultáneamente. Esta cuestión fue planteada ya por Aristóteles24 y luego por Santo Tomás25 a propósito de la inteligencia, la cual podría quizás entender dos cosas a la vez. Antes de dar una respuesta, Santo Tomás advierte, con una comparación, que si la naturaleza se propone con un solo instrumento dos utilidades –como la lengua se destina al gusto y al lenguaje–, por idéntica razón la inteligencia puede a la vez ordenar una sola cosa a dos fines; y por lo tanto puede un sujeto intentar más de una cosa con un solo y mismo acto. Hecha esta advertencia, Santo Tomás indica que el núcleo de la respuesta está en la relación que dos o varias cosas pueden tener entre sí. Pues en caso de que esas dos cosas mantengan relaciones de subordinación, la voluntad puede 23 24 25
STh I-II, q. 12, a. 3. Aristóteles, Top, II cap. 4 STh I, q. 85, a. 4.
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tender a ellas a la vez. Y aunque no estuvieran subordinadas, la voluntad puede, bajo determinadas condiciones, tender a ellas a la vez. En primer lugar, si dos cosas están correlacionadas entre sí, es evidente que el sujeto puede proponerse muchas cosas simultáneamente; “y así no sólo es objeto de la intención el fin último, sino también el fin intermedio: y muy bien puede el sujeto intentar a un tiempo un fin próximo y otro último, como preparar un medicamento y recobrar la salud”. Pero incluso cuando las cosas no están correlacionadas, el sujeto puede todavía aspirar a dos cosas a la vez, “prefiriendo la una a la otra, porque aquella es mejor: pero entre las condiciones que hacen que una cosa sea mejor que otra, está el que sirva para muchas cosas, por cuya razón puede elegirse la una con preferencia a la otra; y bajo este aspecto el sujeto manifiestamente dirige su intención a varias cosas –o fines– a un mismo tiempo”26. Lo cual significa que psicológicamente pueden existir varios términos de un solo movimiento, con tal de que uno se ordene al otro; pero no pueden pertenecer a un mismo movimiento si no hay entre ellos alguna ordenación. Ahora bien, lo que no es uno en la realidad, puede ser considerado como uno por la razón. Y dado que la intención es un movimiento hacia algo, ordenado previamente por la razón, consiguientemente distintas cosas en la realidad pueden ser consideradas como un solo término de la intención, siendo entonces una sola cosa por la razón: bien porque dos de ellas concurren a integrar una unidad – como para la salud concurren la vitamina y el carbohidrato–, bien porque algunas están comprendidas en una unidad común, que puede ser lo intentado. Por ejemplo: la adquisición de vino y de vestido están comprendidas en el lucro que busca el mercader, como en algo común; por consiguiente, quien busca el lucro, puede buscar también estas dos cosas: y por consiguiente nada impide que el negociante que mira la ganancia abarque en su intención una y otra mercadería27. 2. Por último, no podrían ser intentadas varias cosas a un tiempo si cada acto de entender –presupuesto para la intención– estuviera limitado a captar una sola cosa cada vez. Pero Santo Tomás defiende que no es raro entender varias cosas a la vez, y que bajo algún aspecto, pueden ser consideradas como una. Así pues, con un acto único y con una única intención pueden ser intentados muchos objetos, o porque éstos son muchos coordinados entre sí –y entonces pueden ser alcanzados, al estar unidos y coordinados–; o porque muchas condiciones y bienes estén en el mismo objeto, aunque no queden subordinados entre
26 27
STh I-II, q. 12, a. 3. STh I-II, q. 12, a. 3, ad 2.
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sí, sino que se encuentren en un solo sujeto. Por eso, una cosa se intenta mejor cuando sirve o vale para muchas cosas, aunque no estén subordinadas entre sí. Juan Poinsot hace mención de cierto reparo que algunos tienen en aceptar la tesis de que uno puede intentar muchas cosas, incluso no subordinadas entre sí, pero que no puede intentar muchas cosas absolutamente diversas y de ningún modo unidas al menos en un solo sujeto, o bajo algún rasgo común. Poinsot considera cierto que algunas cosas no están entre sí subordinadas y, sin embargo, están unidas en un sujeto, como el color y la dulzura de la manzana no están subordinados entre sí, pero están juntos en la misma fruta. Por este motivo, las cosas no subordinadas entre sí pueden ser alcanzadas con el mismo movimiento, al poder ser logradas juntas en un tercer sujeto. Ahora bien, si de ningún modo estuvieran unidas entre sí, ni en un tercer sujeto, ni bajo ningún aspecto común, no podrían alcanzarse con un acto único. Y así tanto la inteligencia como la voluntad no podrían alcanzar varias cosas que figuran como una pluralidad, sino en cuanto que de algún modo son una sola cosa. Es cierto que la voluntad puede ser llevada a muchas cosas no subordinadas entre sí en la realidad, permaneciendo solamente la unidad del sujeto o de alguna tercera realidad que las contiene; en cambio, la inteligencia debe ser llevada a muchas cosas, todas ellas a modo de una sola realidad, no sólo unidas realmente, sino también unidas en la representación de un concepto en el que son figurativamente recibidas a modo de una sola realidad; cosa que no requiere la voluntad al no servirse de conceptos28. 3. Teniendo en cuenta la estrecha y necesaria relación de la inteligencia con la voluntad, tanto Bartolomé de Medina29 como Conrado Koellin30 estimaban que si bien la inteligencia no es capaz de conocer perfectamente muchas cosas que constituyen una multiplicidad, sin embargo, sí es capaz de conocerlas imperfectamente. De igual modo, la voluntad no podría tender perfectamente a varias cosas en cuanto son muchas a la vez, pero sí podría hacerlo imperfectamente, puesto que la voluntad sigue en todo a la inteligencia. En cambio, Cayetano31 defendía que no es lo mismo el orden ontológico de la inteligencia que el de la voluntad: la voluntad puede también tender perfectamente a cosas diversas, no subordinadas en modo alguno. Porque la inteligencia se mueve a las cosas tal como están en ella misma; en cambio, la voluntad se 28 29 30 31
J. Poinsot, In I-II, In q. 12, n. 18. B. Medina: In q. 12. C. Koellin: In q. 12, a.3. T. Cayetano: In q. 12, a. 3.
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mueve a las cosas tal como son en sí mismas32. Pero las cosas están unidas en la inteligencia por su concepto y en un solo principio –que es la propia inteligencia–, aunque realmente estén divididas y sean realmente diversas en sí mismas, y pueden ser ordenadas entre sí por la inteligencia: esto hace que no sea idéntico el motivo de hablar sobre la inteligencia y sobre la voluntad. Pues aunque ante la inteligencia deban necesariamente presentarse las diversas cosas consideradas como unidad, sin embargo, la voluntad puede moverse a cosas diversas a modo de muchas, como realmente son. Esta condición ontológica de ambas facultades hizo que, por ejemplo, Gregorio Martínez considerara que la voluntad puede tender a muchas cosas que no están subordinadas las unas a las otras; y puede tender a varios fines intermedios que no se correlacionen ordenadamente entre sí. De modo que la voluntad puede querer una cosa debido a los muchos efectos que provienen de ella. Por ejemplo, quien desea un medicamento para la salud, quiere a la vez el medicamento y la salud; y quien desea tener salud por la utilidad que reporta para alcanzar honores y riquezas, también desea y tiende a esas dos cosas que, sin embargo, no están subordinadas, pues cualquier de ellas es apetecida a través de la salud y sin orden a otra cosa33. 4. A veces, la voluntad tiende a diversos fines intermedios a la vez, incluso no subordinados recíprocamente: puede tender a ambos fines con el mismo acto; aunque la mayor parte de las veces tienda a ellos con diversos actos: pues como a un solo movimiento debe serle asignado un único término, si los términos se multiplican también deben multiplicarse los actos. Por otra parte, es cierto que en el orden físico es totalmente imposible que un mismo movimiento se acabe en términos distintos y no subordinados; pero eso es posible en el orden espiritual –v. gr., en el movimiento de la voluntad–. Porque varios términos no subordinados no ponen necesariamente término a la vez a un mismo movimiento físico, pero pueden ser término a la vez de un mismo movimiento voluntario, a saber, porque uno y otro fin intermedios se subordinan al fin último. Efectivamente, un movimiento físico no puede tender a la vez a dos términos diversos, incluso en orden a otro tercero al que ambos estén subordinados entre sí, de modo que, partiendo de uno, el móvil llegue al otro para llegar a un tercero. Sin embargo, la voluntad, al tender, puede llegar a un tercero y último a la vez con un mismo acto que se dirige a dos fines intermedios, sin que de uno
32 33
STh I, q. 16, a. 1. G. Martínez: q. 12, a. 3, dub. 1.
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llegue al otro, pues como el movimiento es voluntario, basta la conveniencia que la razón propone de ambos en orden a un tercero34. 5. En síntesis: del hecho de que la inteligencia atraiga hacía sí las cosas reales y la voluntad se dirija a las cosas reales en sí mismas –de modo que la inteligencia no pueda tender a muchas cosas reales en cuanto que son muchas, pero la voluntad sí35– se puede concluir lo siguiente: Primero, cuando la inteligencia contempla el objeto como verdadero, la “verdad” está en la inteligencia más formalmente que en las cosas reales, donde tan sólo está como en su fundamento. En orden a la inteligencia se dirá, en términos absolutos, que aquellas cosas reales son muchas si no tienen unidad en la inteligencia; y que forman unidad si están unidas en la inteligencia, aunque sean diversas en la realidad. Por su parte, cuando la voluntad va hacia el objeto como bueno, la bondad está formalmente en las cosas reales; pero en la inteligencia tan sólo está como condición: la unidad que hay en ellas está formalmente en la inteligencia. Por lo tanto, cuando las cosas reales son apetecidas en su concreta existencia no tienen subordinación o unidad, aunque la tengan por la aprehensión cognoscitiva y la ordenación de la inteligencia. Respecto a la voluntad son muchas las cosas reales, formalmente múltiples; su unidad inteligible es sólo una condición. Segundo, la voluntad no puede querer dos cosas que sean absolutamente diversas y no convengan en nada. Para ser queridas, ambas deben necesariamente dirigirse ordenadamente a una tercera. De este modo, aunque recíprocamente una no se subordine a la otra, sin embargo, ambas deben siquiera subordinarse a otra tercera. La intención de la voluntad no puede dirigirse a varios términos tan diversos que uno no se subordine a otro, ni ambos se consideren como una unidad36. Tan pronto como un solo acto sale de la voluntad, no puede tener su término en dos objetos absolutamente diferentes en igualdad de condiciones. Si la voluntad pudiera a la vez tender a varias cosas, a saber, a dos fines absolutamente diferentes, entonces un solo acto de la voluntad tendría su término en dos objetos enteramente diversos en igualdad de condiciones: pues dos fines totalmente diversos serían dos objetos totalmente diferentes. Tercero, la inteligencia tan sólo es capaz de conocer dos cosas no subordinadas entre sí cuando ambas están subordinadas a una tercera o cuando necesariamente están unidas a un principio común próximo. No es suficiente que estén unidas a un principio común remoto –como al principio de identidad–, pues de
34 35 36
G. Martínez: q. 12, a. 3, dub. 1. G. Martínez: q. 12, a. 3, dub. 1. Ver q. 8, a. 14, ad 2; Ib., q. 13, a. 3.
VI. La intención de fines y los medios
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ese modo todas están contenidas en él. La inteligencia no es capaz de conocer muchas cosas a la vez si no están unidas a un principio máximamente próximo. Cuarto, la voluntad en cambio puede tender a la vez a dos cosas que ni están subordinadas entre sí, ni están unidas a una tercera cosa próxima, pues es suficiente que estén unidas a un fin último y remoto. De hecho, la voluntad necesariamente exige esta sola subordinación en todo lo que desea, pues no puede tener muchos fines últimos. Por otra parte, incluso una subordinación tan remota permite decir, hablando en términos absolutos, que son diversos dos fines particulares no subordinados entre sí. 6. Un ejemplo de lo indicado es la intención. Volvamos a ella. La “intentio” significa “tender hacia algo” que es su término: es un acto de la voluntad que presupone la ordenación racional de algo al fin, y por eso incluye un acto intelectual. Aunque la intención se tensa hacia el fin, la voluntad no se dirige al fin de manera absoluta, pues para ello requiere también la presencia de los medios. Además en la voluntad debe distinguirse la intención de la elección: la primera es un acto de la voluntad que sigue a una inteligencia racional que ordena los medios al fin mismo; pero la elección es un acto de la voluntad que sigue a la inteligencia racional que compara y relaciona los medios entre sí. En cuanto a la primera intención volitiva del obrar, se trata de una acción humana que es principio e inicio de la deliberación: iniciativamente es una acción deliberada, pero no lo es consumativamente, al igual que el movimiento del corazón es iniciativamente vital, pero no lo es consumativamente. Incluso los movimientos súbitos o inmediatos existentes en el intelecto y en la voluntad gozan del carácter de acción humana, puesto que son “inicio” de actos libres y deliberados. Por lo tanto, una cosa es que la intención sea libre y otra cosa es que sea deliberada: en efecto, que la intención sea libre se debe a la indiferencia del juicio y a la potestad de la voluntad sobre sus actos, al menos en cuanto al ejercicio. En cambio, que la intención sea deliberada se debe a que el sujeto se mueve de una cosa a otra determinándose a sí mismo e indicando un camino, pues deliberar es eso. Ahora bien, la primera intención volitiva del fin puede ser propuesta con plena advertencia, salvando la indiferencia, y teniendo la voluntad una potestad en cuanto al ejercicio del acto dentro de la misma especie, dado que puede ejecutar este acto o no ejecutarlo. Ahora bien, para hacer el primer acto no tiene potestad de moverse de un acto a otro, puesto que no supone un acto anterior por el que se mueva, sino que aquel es el primero de todos, ingénito por parte del sujeto; bajo este aspecto, el acto primero no es deliberado de modo estricto y consumado, sino que sólo lo es por su inicio; y esto es suficiente para que el acto sea humano, al menos, incoativamente37. 37
J. Poinsot, In I-II, disp. 1, a. 1, nn. 42-46.
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¿Y la acción instantánea? En lo referente a la acción instantánea, es claro que una acción libre y deliberada puede formal y directamente ejecutarse en un único instante: de la misma manera que en un único instante el sol ilumina la luna y la luna ilumina la tierra, y de la misma manera que la inteligencia propone un objeto a la voluntad y la voluntad en un instante lo ama: así también puede amar el fin, y por el fin puede amar los medios en un único instante. Pero, respecto a las acciones antecedentes, las que figuran como presupuesto de otras, ellas pueden requerir tiempo, en cuanto que son ejercidas por nosotros mediando varios actos, al proceder de lo imperfecto a lo perfecto; en cambio, un espíritu puro podría ejecutar todo esto en un único acto e instante, al operar sin discurso y sin tiempo38. Pero el hombre no tiene ese tipo de espíritu.
6. Intención del fin y voluntad de medios en un mismo acto 1. Aclarado el modo de unidad entre diversos objetos, es preciso preguntar si en el orden de la voluntad un mismo acto es intención del fin y es voluntad de medios. El problema que surge podría ejemplificarse de la siguiente manera: la voluntad de ver la ventana, que sólo tuviera como fin ver la ventana, ¿se identifica con la voluntad de ver a los transeúntes por la ventana? El ejemplo es de San Agustín. Parecería que querer ver a los transeúntes por la ventana pertenece a la intención del fin; y que el querer ver la ventana pertenece a los medios que se refieren al fin. Luego uno sería el movimiento de la voluntad constitutivo de la intención dirigida al fin, y otro distinto el de la voluntad de los medios que se ordenan al fin. Además, como los actos se distinguen según sus objetos, resultaría que el fin y los medios serían objetos diversos: por consiguiente habría distinción entre los dos movimientos respectivos39. Pero este planteamiento debe rectificarse considerando que un único acto de intención puede dirigirse al fin y a los medios, si recae en el fin de modo directo y esencial, aunque recaiga en los medios de modo indirecto, concomitante o consectario –in obliquo– y sólo en función del fin. Pero si se orienta al fin y a los medios como a dos cosas u objetos tomados absolutamente en sí mismos, la intención no puede recaer en ambos con un mismo acto. Estamos, pues, ante la misma relación que un medio mantiene con el término. En el ámbito de lo real, un mismo y solo movimiento pasa por el medio para llegar al término. Así también, en los actos de la voluntad, es uno mismo el 38 39
J. Poinsot, In I-II, disp. 1, a. 1, n. 47. STh I-II, q. 12, a. 4.
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movimiento intencional hacia el fin y el de la voluntad hacia el medio que lleva al fin. 2. Dicho con más precisión: el movimiento de la voluntad hacia el fin y hacia los medios puede entenderse en dos sentidos. Primero, si la voluntad se dirige a uno y otro absolutamente y con independencia entre ellos, entonces ambos movimientos de la voluntad son distintos. Segundo, si en función del mismo fin la voluntad tiende al medio que conduce al fin, entonces el movimiento de la voluntad hacia el medio y hacia el fin es uno solo e idéntico. Es aquí oportuno traer el ejemplo de la relación que el enfermo puede tener hacia el medicamento y hacia la salud. Cuando quiere el medicamento para recobrar la salud, sólo hay un solo acto de la voluntad, puesto que por el fin quiere el medio que le lleva al fin: al igual que es una sola la visión del color y de la luz. Algo similar ocurre con el movimiento de la inteligencia: porque, si ella considera aisladamente el principio y la conclusión, ejerce dos consideraciones distintas; pero, si acepta la conclusión por su conexión con el principio, ejerce en ello un solo acto. Todo lo cual significa que un movimiento único en el sujeto puede racionalmente diversificarse atendiendo a su principio y a su fin. Por lo tanto, el movimiento de la voluntad orientado a los medios, en cuanto estos se ordenan al fin, es la elección; y el que se orienta al fin, en cuanto este puede adquirirse por los medios oportunos, es la intención: la prueba está en que puede tenerse intención del fin, antes de haber determinado obtener ese fin por la elección de los medios40.
7. De la intención a la elección 1. Si la voluntad se dirige al fin y a los medios como objetos de un modo absoluto y por separado, entonces hay absolutamente dos movimientos volitivos hacia cada uno de los objetos. En realidad, el medio puede ser apetecido de tres modos41. Primero, por la conveniencia y utilidad que el medio tiene en sí mismo, aunque lleve al fin de otra manera: por ejemplo, cuando uno quiere una medicina gustosa sólo por su dulzor, aunque esta apetencia ni propia ni formalmente tenga que ver con el medio como tal. Segundo, el medio puede ser apetecido en cuanto es formalmente medio, es decir, apetecido formalmente en función de otra cosa y de nin40 41
STh I-II, q. 12, a. 4 ad 3. G. Martínez: t. I, q. 12, a. 3, dub. 1.
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gún modo por él mismo: por ejemplo, cuando uno desea una poción amarga, y esta apetencia es propia y formalmente la elección, aunque no tome explícita y formalmente en consideración el fin, sino que tan sólo actúe virtualmente por él. Tercero, el medio puede ser apetecido formalmente en función de otra cosa a la que de un modo formal y explícito se orienta y tiende en acto. Hecha esta advertencia, surge la necesidad de realizar algunas precisiones. Pues podría ocurrir que el fin y el medio sean considerados del primer modo, cada uno según su propia conveniencia. Y en este sentido, la volición del medio y la volición del fin no serían respectivamente la intención y la elección, puesto que fin y medio no serían apetecidos en cuanto se ordenan recíprocamente entre sí: se trataría, en ambos casos, de un “querer simple” (simplex velle). 2. Podría ocurrir también que los movimientos hacia el fin y hacia los medios fueran dos actos: un acto dirigido al fin primordial y directamente, aunque con orden a los medios, pero no determinándolos en particular; otro acto dirigido a los medios de manera primordial y directa, aunque bajo el sentido del fin y en orden a él. Entonces el primero de esos actos sería propiamente la intención, y el segundo la elección: actos que de modo real son entitativamente distintos. La intención se dirige entonces de manera formal y directa al fin como término; en cambio se dirige a los medios consectariamente –in obliquo–, o sea, como disponibles en orden al fin. Por su parte, la elección se orienta de manera formal y directa a los medios; aunque se dirige consectariamente –en oblicuo– al fin. Consiguientemente los actos serán numéricamente distintos, pues los objetos formales son diversos. La intención se orienta a la bondad del fin en sí misma; en cambio la elección se orienta a la bondad del fin participada en los medios en orden al fin, pues la bondad se comunica a los medios para que, a su vez, a través de ellos la voluntad tienda al fin. Y este diverso modo de dirigirse a la bondad es suficiente para causar la diversidad de actos. 3. Se ha objetado que cuando la voluntad se orienta a los medios por el fin, se dirige a ambos con el mismo acto. Y como la elección tiene su razón de ser en escoger los medios por el fin, su acto sería numéricamente el mismo que el acto que se dirige al fin: y entonces la intención y a elección no serían actos distintos. Ahora bien, esta objeción no tiene en cuenta que, en el orden práctico, el medio no posee formalmente bondad alguna, a no ser la bondad del fin, de modo que fin y medios están en la misma situación: el medio es tan sólo apetecido en orden al fin, y el fin tan sólo puede ser formalmente conseguido si se ordena a los medios en el acto de la intención.
VI. La intención de fines y los medios
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No obstante hay abiertas dos posibilidades: o llegar al fin y al medio formalmente y de manera explícita; o llegar a uno formalmente y al otro tan sólo implícita y virtualmente. Cuando se llega a uno y otro de manera formal y directa –in recto–, esto debe acaecer con actos diversos: uno que tiene su término en los medios y otro que tiene su término en el fin. En cambio, puede ocurrir que uno sea conseguido formal y directamente, y el otro tan sólo virtual y consectariamente –in obliquo–: por ejemplo, la elección logra formalmente el medio y virtualmente el fin; y, a la inversa, la intención consigue formalmente el fin y virtualmente los medios–; en este caso un mismo acto se encarga al mismo tiempo de ambos, fin y medios. Habría un solo acto con dos objetos; pero estos objetos no están en pie de igualdad, pues uno se logra temática y directamente; y el otro se consigue de manera atemática y concomitante. Y esta es la tesis de Santo Tomás: cuando la voluntad se dirige al medio –lo que se ordena al fin– a causa del fin, entonces el movimiento hacia el fin y hacia el medio es un solo e idéntico acto.
8. El fin y los medios como objetos: paso a la voluntad deliberativa 1. El presente apartado puede servir para realizar una síntesis de lo dicho y matizar algunos puntos explicados, con objeto de entrar de lleno en el proceso de la voluntad deliberativa. Al tratar del fin y de los medios considerados como objetos que son términos directos respecto al acto de intención y al acto de elección, ha surgido la cuestión de si deben ser distintos los actos que versan sobre el fin y los que versan sobre los medios. Asimismo, al tratar de los medios en cuanto que virtualmente incluyen el fin como aspecto formal, y al tratar del fin en cuanto que connota los medios, ha surgido la cuestión de si el acto es único e idéntico. Al respecto, dice Santo Tomás: “El acto con el que deseamos los medios y el fin es uno solo en el sujeto, al igual que en el mismo espacio y camino se producen diversos movimientos”42. Eso quiere decir que el movimiento hacia el fin y hacia los medios, a veces es uno y otras veces es diverso. Es pura y simplemente diverso cuando el movimiento se dirige a los dos objetos tomados cada uno de manera absoluta y separada, y no según la relación del uno al otro – pues lo que en los movimientos físicos es el espacio o el camino sobre el que se produce el movimiento, en la voluntad es el orden o la relación de una cosa a otra, o sea, es la tendencia, y la tendencia es como el camino y el espacio; y se 42
STh I-II q. 12, a. 4.
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dice que el movimiento es uno en el espacio o camino, o en el sujeto, cuando son comprendidos bajo la misma relación u orden–. Por consiguiente, esto es requerido para que el movimiento sea uno, y no pura o simplemente diverso. Y así la intención y la elección son actos diversos, aunque miran el fin y los medios como realidades queridas y como objetos directos. Así pues, lo que en uno está oblicuamente o por connotación, en el otro está directamente; y a la inversa. Cuando el fin es intentado como asequible a través de los medios, éstos comparecen como efectos y consecuentemente como connotados. “Aunque la voluntad pueda ser llevada al fin por su propia naturaleza, sin ser llevada a los medios que conducen al fin, sin embargo, solamente puede ser llevada a los medios si es llevada al propio fin”43. Alguien puede ser llevado al fin sin orden alguno a los medios, como acaece en el querer simple del fin. Y esto es así porque la bondad del fin de ningún modo proviene de los medios, sino que el fin es bueno en sí y por sí. Sin embargo, nadie puede ser llevado a los medios como tales, aunque contemple los medios directamente y como objeto directo, si no es teniendo el orden al fin, virtual o formalmente, puesto que los medios dependen del fin y participan de su apetibilidad, al ser deseados por su causa44. La tesis última sobre este punto es que la voluntad trascendental de la intención queda participada en la voluntad deliberativa de la elección. 2. La intención volitiva del fin será la causa real de la elección de los medios, al igual que el asentimiento a las premisas es la causa real ilativa y efectiva del asentimiento a la conclusión. Ahora bien, cuando el acto de intención ya no existe, porque ha pasado a pretérito, unos autores piensan que aún es la causa real de la elección, puesto que la primera intención persevera virtualmente y por su causa se produce la elección de los medios. En cambio, otros juzgan que entonces la intención volitiva ya no es causa real, ni siquiera virtualmente, ni desemboca en los medios o en la elección45. Para Poinsot, la relación virtual al fin y su intención volitiva no permanece sólo en el acto consiguiente, que es como un efecto causado por la intención virtual, sino que persiste en una determinación de la facultad, bien sea de modo habitual –si el hábito ha sido generado–, o bien como una disposición –si el hábito sólo ha sido incoado–, o al menos en el dictamen o juicio, conservado en la memoria, por el que el sujeto se mueve a realizar los actos que suelen originarse de la intención virtual y por ella son causados. 43 44 45
STh I-II, q. 8, a. 3. J. Poinsot, In I-II, disp. V, a. 3, n. 11. J. Poinsot, In I-II, disp. V, a. 3, n. 14.
VI. La intención de fines y los medios
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Puede ciertamente permanecer en la elección, ya que ésta es un efecto que se sigue y que es causado por la intención ya pretérita que permanece también virtualmente. Luego aquella virtualidad debe desembocar en la elección; pero no permanece ni queda en la elección, sino en algo que antecede. En este caso, la intención no es distinta de la disposición o determinación de la facultad, puesto que la voluntad queda determinada y dirigida al fin, y obra por esta conversión al fin, o por determinación, a la vez que llega a la elección y a otros actos; y aunque no ejecute siempre estos actos, la facultad está siempre dispuesta y determinada para poder realizarlos. O sea, la intención virtual o disposición no permanece o queda en los actos, sino en la facultad misma o en algo que mueve a la facultad. Por consiguiente, en el sujeto persiste una determinación que procede del fin previamente captado, por el que se obra. La determinación permanece en el fin preconcebido o en un hábito preexistente, puesto que el hábito o la disposición –semejante al hábito–, determina que la facultad actúe; mas el fin preconcebido o el juicio o dictamen sobre él permanece en la inteligencia motivante. Y en él permanece porque se conserva en la memoria46. 3. Luego, los actos de intención y elección se distinguen siempre realmente en nosotros, tanto si se toman en sí y formalmente, como si se toman en cuanto que uno es causa del otro, o directa o indirectamente –v. gr. por la determinación que deja la intención para emitir el acto de la elección–. Ahora bien, la intención virtualmente incluida en el acto de la elección puede ser interpretada en el sentido de que en el efecto queda la virtud de la causa, esto es, el orden a la causa, una referencia y un orden del efecto a la causa. Al decir que la elección es distinta específicamente de la intención, se significa que el acto formal de la intención es causa del acto formal de la elección. Y estos actos nunca son entitativamente uno solo; ni el mismo acto tiene una doble especie; ni el mismo acto es causa de sí. Pero, hablando de la intención virtual que queda después del acto de intención volitiva, tal intención virtual no es formalmente un acto, sino que es una determinación o disposición dejada por el acto, como efecto suyo. Y esta disposición se distingue también de la elección. Ahora bien, la referencia o relación que el mismo acto de la elección tiene hacia la intención, puede virtualmente ser llamada intención, esto es, orden a la intención, el cual no se distingue de la elección, puesto que en todo efecto se incluye el orden o participación de la causa47.
46 47
J. Poinsot, In I-II, disp. V, a. 3, n. 15. J. Poinsot, In I-II, disp. V, a. 3, n. 16.
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4. San Agustín decía que la voluntad de ver la ventana se distingue de la voluntad de ver a los transeúntes a través de ella48. Pues bien, aunque esta segunda voluntad sea el fin de la primera, San Agustín habla de esas voluntades en cuanto que hacen referencia al fin y a los medios como objetos que son términos distintos y como objetos directos diversos. Aplicada esta comparación a nuestro caso, resulta que en cuanto a la intención y a la elección, el sujeto no puede con el mismo acto lograr el fin y los medios, las conclusiones y los principios, si estos objetos son alcanzados como distintos términos de sus actos, pues así un acto es causa de otro. Pero si estos objetos son conseguidos de manera que uno es término mediato –por el que el otro existe–, y el otro es término inmediato o directo, así pueden ser logrados ambos en el mismo acto de elección; pues el fin, en cuanto otorga el carácter de bondad, está virtualmente incluido en los medios. Y, aunque el acto de intención, o la determinación dejada por ella, no están incluidos en el acto de la elección, sino que lo causan, sin embargo, en el objeto de la elección –que es el medio que será elegido–, siempre se encuentra la referencia al fin de donde participa la bondad. Y de esta manera, el fin comparece en su aspecto formal objetivo –como objeto–, al igual que la luz respecto a los colores. Y de este modo, el acto de intención y el acto de elección pueden ser mentados con idéntico acto49. Y en este punto debe comenzar la reflexión sobre la voluntad deliberativa, ocupada preferentemente en los medios concretos.
48 49
San Agustín, De Trinitate, XI, cap. 6. J. Poinsot, In I-II, disp. V, a. 3, n. 17.
SEGUNDA PARTE EL DESPLIEGUE DE LA VOLUNTAD DELIBERATIVA
Capítulo VII EL CONSENTIMIENTO Y SU MEDIDA
1. El consejo que antecede al consentimiento 1. El consejo es una investigación propia de la razón práctica La intención volitiva, que en el orden trascendental de la voluntad exige la anudación del fin a los medios, prepara en la voluntad misma un acto ulterior: el consentimiento a esos medios, el cual se ha de regular por el consejo. Por lo que el asunto inicial de este capítulo será el consejo, enfocado como elemento genético del consentimiento y de la elección misma. No se tratará del consejo como tema autónomo y aislado, sino en tanto que precede al consentimiento y, en cierto modo, lo causa. El consejo es un factor típico de mediación, entre las muchas que ocurren en la actividad del espíritu. Pues acontece entre el orden espiritual de la razón práctica, por arriba, y el orden de la ejecución efectiva, por abajo. El consejo pertenece al orden espiritual de la razón práctica y supone las funciones de la razón especulativa y del intelecto práctico, pero además los actos de la voluntad acerca del fin. Asimismo, precede a la ejecución u operación efectiva que pretende obtener el fin, una operación que debe ser antes determinada y regulada de algún modo. El consejo es una mediación entre el puro orden de fundamentación y el concreto orden de ejecución efectiva en lo real. Pero respecto a la operación ejecutiva, “aconsejar” tiene una dirección inversa a “operar”. Aconsejar, en tanto que participa del intelecto y de la razón directiva, responde a la motivación específica de la causalidad final. Mas operar responde al movimiento ejecutivo de la causalidad eficiente. En este caso, el orden de la causalidad final y el orden de la causalidad eficiente se comportan de modo inverso: pues la causalidad final es la primera en causar y es la última en existir realmente; en cambio la causalidad eficiente es la última en causar, pero es la primera en ser realmente1. Pues bien, el consejo tiene un aliento teleológico: su punto de partida está en el fin idealmente conocido y sólo así enfoca o ilumina el medio concreto. La operación eficiente empieza por ese medio concreto y sigue adelante para lograr el fin realmente. 1
J. M. Ramírez: q. 14, § 3, pp. 345-363.
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Por eso, al considerar ese acto intelectual del consejo, han de ser destacados aquellos aspectos básicos que permiten comprender el consentimiento y la elección como tal: primero, que el consejo es una investigación; segundo, que no versa acerca del fin y se limita a los medios que conducen al fin; tercero, que recae únicamente sobre lo que hacemos; cuarto, que versa sobre todo lo que hacemos; quinto, que actúa de manera resolutoria; sexto, que su curso no se prorroga al infinito. Investigar (inquirere) es propio de la razón discursiva, no de la inteligencia intuitiva: es una marcha, dificultosa a veces; y se aplica directamente a las cosas dudosas, e indirectamente a las ciertas. Pues la elección es consecuencia de un juicio de la razón –en la dinámica del consejo– sobre las cosas que han de hacerse (cosas llamadas agibles o hacederas). En ellas hay gran incertidumbre, toda vez que son cosas singulares contingentes, que por su misma variabilidad son inciertas; y sobre las cosas dudosas e inciertas la razón no hace su juicio sin previa indagación: por lo tanto, es necesario que la razón investigue, antes de fallar sobre lo que ha de elegir; y esta investigación se llama consejo2. Esta investigación es hecha por la razón práctica. Recordemos, al respecto, la diferencia específica que existe entre el discurso de la razón práctica –con el que uno se aconseja– y el discurso de la razón especulativa –que demuestra científicamente y versa sobre un contenido necesario–. La índole propia del consejo viene del objeto –materia sobre la que recae el discurso de la razón práctica–. Ese objeto o materia no es algo sometido a especulación teórica, pues pertenece al orden práctico de las cosas hacederas (agibles). En lo puramente teórico entra lo que, siendo necesario y universal, se comporta siempre del mismo modo, como los entes matemáticos o la rotación de los astros. Pero el campo del consejo no es este; como tampoco lo es aquello que, siendo fortuito e inevitable para el sujeto, no depende de su operación y regulación. El objeto o materia del consejo es esencialmente algo que pertenece al orden práctico de la operación. Por eso el consejo es obra de la razón práctica; y como el objeto general de la razón es la verdad, se sigue que el objeto especial del consejo es la verdad práctica, la cual se constituye en relación con la voluntad. Ahora bien, la verdad práctica propia del consejo no versa sobre el fin, sino sobre los medios que conducen al fin. Esto significa que no se orienta a un fin que es formalmente fin y, por lo tanto, principio. Pues el consejo es discurso y conclusión, pero los principios no se demuestran ni están al final de una conclusión. Más bien, los principios son conocidos de modo esencial e inmediato, abarcados por el “intelecto práctico”, sin necesidad de una previa investigación
2
STh I-II q. 14, a. 1.
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que, siendo propia de la “razón práctica”, requiere consejo3. Por eso Santo Tomás afirma que el consejo versa sobre los medios que son formalmente medios. El consejo es un conocimiento mediato o discursivo práctico. A su vez, la forma de razonar en el consejo no es deductiva, sino esencialmente inductiva e inventiva. De modo que en el consejo, que es primariamente acto de la razón, hay secundariamente algo propio de la voluntad, a saber: la materia o asunto, ya que el consejo versa sobre lo que el hombre quiere hacer; y también incluye la incitación o motivo, pues en cuanto el hombre quiere el fin queda motivado a tomar consejo sobre los medios oportunos. Por eso, el consejo incluye de algún modo la voluntad, acerca de la cual y en su obsequio se hace la indagación; pero principalmente es propio de la razón, que es la que indaga4. En síntesis, el consejo es esencialmente un acto intelectual, aunque no de manera absoluta, pues se produce en relación con la voluntad. Ese acto intelectual emite sentencia o juicio sobre las cosas que han de hacerse. Pero, repito, no es un acto intelectual especulativo: surge de la razón práctica con relación a la voluntad, porque su materia está propiamente en las cosas que el hombre quiere hacer. Por cuanto el hombre quiere el fin, se motiva para tomar consejo acerca de los medios que se dirigen al fin. Ahora bien no pertenece al modo del “intelecto” práctico que es absoluto e intuitivo –el llamado “intellectus”–, sino a ese modo de la “ratio” llamado razón práctica discursiva. Esta es, de un lado, discurso, investigación, deliberación; de otro lado, sentencia o juicio en que el discurso desemboca y termina. Pues bien, el consejo incluye esencialmente la deliberación y el juicio. Asimismo, el consejo no es simple inquisición, porque si lo fuera no podría concluir nada, ni podría regular nada: sería mera deliberación. Pero tampoco es un mero juicio especulativo, con exclusión de la investigación y deliberación. En el consejo, la deliberación o inquisición es ya una incoación del consejo5; y
3
“El médico no pide consejo acerca de si debe sanar a un enfermo, pues esto lo supone como un fin. Ni el retórico toma consejo acerca si debe persuadir, porque esto lo asume como un fin. Ni el político que dirige la ciudad se aconseja acerca de si debe favorecer la paz, porque la paz se relaciona con la ciudad como la salud con el cuerpo humano, la cual consiste en el equilibrio de las funciones naturales, como la paz consiste en el equilibrio de las voluntades. Ninguno de los que así operan se aconsejan acerca del fin”. (In III Eth, lect. 8, n. 472). 4 STh I-II q. 14, a. 1 ad 1. 5 “Consilium significat inquisitionem completam, idest usque ad iudicium inclusive; non enim ipsa inquisitio absque iudicio consilium est, nisi inchoative” (Thomas de Vio Caietanus, In Primam Secundae, q. 14, a. 1.
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el juicio es su consumación o término real6. Cuestión distinta es que el elemento predominante del consejo sea la investigación. Porque en las cosas prácticas hay más investigación y discurso que juicios y certezas. Es más, muchas veces deliberamos sin llegar a conclusiones y juicios. El consejo viene a ser la busca diligente que la inteligencia hace sobre realidades inciertas y dudosas, investigación que en nosotros se produce mediante el discurso. El consejo tiene su término en una idea o juicio valorativo de las cosas que deben ser elegidas; y mediante este juicio es regulada después la elección. Por eso se ha dicho que el consejo es acto de la inteligencia, pero lleva consigo algo de la voluntad. Pues estas dos facultades están en dependencia recíproca, pero de muy distinto modo. El consejo implica algo de la voluntad, pues conlleva el medio sobre el que ella versa y al que consiguientemente se aplica el consejo. Por tanto, el medio que es materia de elección es también materia del consejo. Y, sin embargo, no de cualquier modo es materia del consejo: el consejo no se refiere formalmente al medio considerado como un bien, sino considerado como algo verdadero; versa sobre un medio que sólo ónticamente es un bien. En todo discurso, sea especulativo o práctico, los principios deben ser o evidentemente conocidos de suyo o ya probados y admitidos, porque todo movimiento empieza siempre desde algo inmóvil y fijo. Estos principios son como la premisa mayor y menor de un silogismo, las cuales se comportan en un silogismo práctico u operativo de una manera precisa. La premisa mayor es una proposición universal acerca del fin intentado, enunciada o dictada por el intelecto práctico. Todas las operaciones humanas están remitidas a fines; pero del fin mismo no hay consejo, sino de los medios que se dirigen al fin. El fin está interiorizado en la investigación del consejo. La premisa menor es completamente particular o singular: expresa los hechos o cosas singulares percibidas inmediatamente por experiencia a través de los sentidos externos o internos, como “esto es pan”, “esto es hierro”. O sea, partiendo de la seguridad de los principios, el movimiento de la razón práctica se hace cada vez más determinado y cierto. Vista la idiosincrasia del silogismo indicado, la conclusión del consejo es singular o particular. Aunque los singulares son infinitos, el consejo sólo considera los que son de hecho determinados y finitos, los cuales ocupan un espacio y un tiempo, no los singulares posibles que absolutamente podrían darse. Los singulares son como los medios que sirven para lograr el fin. Pero lo que versa 6
“Deliberatio duo importat, scilicet, perceptionem rationis cum certitudine iudicii de eo de quo fit deliberatio; potest etiam dicere discussionem sive inquisitionem, et sic importat discursum quendam” (Ver q. 29, a. 8, ad. 1).
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sobre lo singular en su cualidad real (“que esto sea pan”, que “esto sea digestivo”) no es el consejo, sino los sentidos7. La conclusión del consejo refleja aquello que actualmente está en nuestro poder para hacerlo. La investigación del consejo converge en lo que hay que hacer. Cuando se dice que el sujeto humano es el principio de sus operaciones, su consejo versa sobre lo que es hacedero (operabilis) para él. Si bien el ámbito real de lo hacedero es infinito, el consejo desemboca en lo que el hombre tiene determinadamente en su poder para hacerlo. Un apunte final: si el consejo pertenece formalmente a la inteligencia y versa formalmente sobre la verdad para buscar el bien intentado, es lógico que Santo Tomás lo mencione allí donde son tratados los actos de la voluntad. 2. El consejo se dirige hacia los medios orientados al fin. En el ámbito de la acción humana, el sentido de los medios viene del fin, al que a su vez conducen; por lo que el fin tiene el carácter de un principio. Pero un principio no puede ser asunto de discusión, y debe ser admitido en toda indagación sobre los medios. Sucede, no obstante, que lo que es fin respecto de ciertos actos, se ordena a otro fin ulterior; al modo en que el principio de una demostración es a veces la conclusión de otra anterior: y lo que en una indagación es el fin, puede que en otra sea el medio conducente a otro fin; y acerca de él habrá entonces consejo8. De modo que lo que se toma como fin está ya determinado; y por lo mismo, desde el momento en que ofrece duda, no se considera ya como fin: el consejo no es acerca del fin, sino de lo que a él conduce. Se toma consejo acerca de las operaciones humanas, en cuanto se ordenan a algún fin9. El consejo versa sobre un fin relativo, que se ordena a otro. Ahora bien, no entran en el ámbito del consejo aquellos medios que, siendo útiles en sí mismos u objetivamente, no los podemos usar porque son imposibles para nosotros. El consejo versa sobre las cosas que pueden hacerse porque están en nuestra potestad. Siguiendo este criterio, puede haber deliberación sobre un fin que depende de otro, ya sea porque es un fin intermedio y depende del fin último, ya sea porque en el mismo fin último se enfoca lo que ónticamente figura como fin. Y de este modo puede haber deliberación sobre lo que es ónticamente la felicidad perfecta y sobre los medios que se deben seguir para alcanzarla: ahí comparece la búsqueda o investigación. Sin embargo, no hay deliberación alguna sobre la felicidad misma en su carácter formal, que es el bien. Santo Tomás habla del fin 7 8 9
In III Eth, lect. 8, nn. 479-482. STh I-II q. 14, a. 2. STh I-II q. 14, a. 2, ad 1.
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en sentido formal, en cuanto que tiene naturaleza de principio, pues sólo hay deliberación sobre un fin que depende de otro10. Por este motivo puede haber deliberación no sólo sobre los medios, sino también sobre el fin óntico o el fin en su onticidad y sobre el fin intermedio. Efectivamente, uno puede dudar si seguir una vida egoísta o generosa; o si quiere tenerse a sí mismo como fin último, etc. Pues la voluntad, en cuanto a la especificación, no está obligada a detenerse en la estructura óntica del fin último, sino sólo en el fin último según su carácter formal. Puede, pues, haber deliberación donde existe ambigüedad, búsqueda y motivos para dos opciones. Como el consejo es una investigación, se debe tener en cuenta que hay dos aspectos en ella. Primero, está el desarrollo, el discurso y la indagación de los medios. Segundo, está el término del discurso, del progreso o desarrollo y de la propia indagación, esto es, el juicio y la conclusión de que el medio indicado es el mejor, al que después sigue su elección. O dicho de otra manera: el consejo incluye dos componentes: tanto el progreso indagatorio que implica alguna duda antecedente oriunda de la imperfección del sujeto racional, como el juicio que forma parte esencial del propio consejo11. Por consiguiente, unas veces se toma el consejo como investigación en curso, la cual es progreso o desarrollo, discurso que disipa las dudas. En este caso, el consejo responde a su sentido etimológico –considium, según Santo Tomás– 12 , pues deben concurrir en él varios factores que ayuden a sopesar las razones aducidas y permitan emitir un juicio correcto sobre los medios. Otras veces se toma el consejo como investigación acabada, la cual es el término del discurso y la conclusión de un silogismo práctico. Se remata, pues, en un juicio seguro y probado. Por cualquiera de ambos aspectos, se puede hablar del consejo en dos sentidos. Primero, en general y según su propia naturaleza. Segundo, en particular y según está en un sujeto humano. En su sentido general el consejo no envuelve imperfección alguna; además sólo es investigación que implica el término de un silogismo práctico, es decir, conlleva el juicio de que concretamente el medio es apto para ser elegido. En cambio, en su sentido particular, el consejo que realiza un sujeto entraña imperfección. Por tanto, en este sentido el consejo no es ya investigación como 10
J. Poinsot, In I-II, q. 15, n. 12. G. Martínez: q. XIV, a. 1, dub. 1, pp. 771-772. 12 No parece que el hilo filológico adecuado sea “considium” (que implica el hecho de que estén sentados a la vez muchos que han sido convocados en un mismo lugar), sino “concilium” (que implica la acción misma de convenir o concurrir a un lugar). Por lo tanto, “consejo” no tendría su origen etimológico en “considendo”, sino en “consulendo”. En griego “consejo” es condeliberación ( ). 11
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término de un silogismo práctico y un juicio, sino discurso que se mezcla con dudas. De ahí que el consejo en sí sea esencialmente tan sólo una investigación, el término de un silogismo práctico con su correspondiente juicio. En cambio, debido a la imperfección del sujeto, puede ser una investigación que expresa discurso mezclado con dudas. 3. El consejo versa enteramente sobre nuestros actos En realidad no deliberamos sino de lo que depende de nosotros o se encuentra comprendido en nuestra acción. De esto se excluye el ámbito de la naturaleza, del puro acaso, de la inteligencia y de la técnica. Todo ello está sometido a la necesidad o al mero azar, y es refractario a nuestra acción, pues no se ofrece como elemento dúctil. Tampoco los objetos del consejo son los útiles. Nadie elige sino lo que él cree que puede hacer por sí mismo. Lo que yo elijo es lo que estimo que puede existir por mi intervención. Se trata de un existir que es fruto de una acción y no de una creación técnica. Uno se aconseja acerca de las cosas que están en nosotros y pueden ser hechas por nosotros: son las del ámbito de lo lo internamente hacedero (que se llamó lo operable, objeto de actio propiamente dicha), frente a lo externamente tecnificable (que se llamó lo factible, objeto de factio). Pensar la acción humana en términos meramente instrumentales lleva a malograr una teoría de la acción. En cierto modo, el ámbito de lo factible es exterior al sujeto, pues las operaciones de éste se dirigen a algo externo: una casa, una máquina, donde la acción queda fuera del sujeto. Pero el ámbito de lo operable es más entrañable y propio del sujeto: es lo que ese sujeto puede hacer de sí mismo y por sí mismo, pues sus acciones quedan dentro de él, se dirigen entonces a configurarlo como una forma personal de estar en la realidad, gobernante o médico, economista o psicólogo, bueno o malo. La misma palabra consejo –se acaba de apuntar– implica propiamente la idea de una consulta mantenida entre varios. Viene a ser como la sesión o junta en la que muchos toman asiento, para consultar. Pues bien, para conocer algo cierto en cosas particulares y contingentes, deben tenerse en cuenta muchas condiciones o circunstancias, difícilmente abarcables en su totalidad por uno solo; mientras que entre muchos son detectadas con más acierto, pues uno puede observar lo que a otro se le escapa. Obviamente en las cosas necesarias y universales el examen es más absoluto y sencillo, y por lo mismo bastaría el esfuerzo suficiente de uno solo. Pero la indagación del consejo se refiere propiamente a lo singular contingente. Ciertamente en cosas de tal índole el conocimiento de la verdad no ofrece en sí a la voluntad un aliciente tan grande como en el de las cosas universales y necesarias: no obstante se apetece lo que es conveniente a la operación, puesto que las acciones se ejercen sobre cosas
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contingentes y singulares13. El consejo implica comparaciones acerca de lo que ha de hacerse. Por este motivo la prudencia aconseja hacer consultas acerca de acontecimientos venideros, con miras a utilizar la posible noticia para obrar o evitar algo14. En conclusión, el consejo versa propiamente sobre nuestras acciones, esto es, sobre los actos humanos que salen de nosotros y son puestos para algún fin. El consejo busca seguridad en cosas dudosas. Lo que frena la duda en las operaciones humanas suele ser aquello que nos dirige por vías precisas a determinados fines, cual sucede en las artes, que para esas operaciones suministran reglas fijas, según las cuales el escritor, por ejemplo, no consulta cómo trazará las letras, porque eso se lo enseña el arte15. En el caso de sucesos insignificantes, suele frenar dudas también la escasa importancia que tiene el hacer las cosas de un modo o de otro: tales modos influyen poco en facilitar o dificultar la consecución del fin. Así pues, hay dos cosas sobre las cuales no pedimos consejo, aun cuando se relacionan con el fin: de un lado, las que están ya determinadas respecto al modo de ejecutarlas, como sucede con las operaciones del arte16; de otro lado, las que son de poca monta. No así algunas conjeturales, como las referentes a las medicinas, a los asuntos comerciales y otras17. Como se puede apreciar, para que las cosas hacederas caigan bajo el consejo deben ser: primero, contingentes la mayoría de las veces; segundo, no inmediatamente obvias ni claramente determinadas por la ley. Y estas condiciones deben concurrir de manera acumulativa. En dos niveles no puede haber objeto de consejo en las cosas humanas hacederas: en el exceso, por ser claras e indubitables; en el defecto, por ser completamente imprevisibles y fortuitas, o porque carecen de importancia para lograr el fin.
13
STh I-II, q. 14, a. 3. STh I-II, q. 14, a. 2 ad 3. 15 “Aristóteles indica las artes que están o no sometidas a consejo. Afirma que sobre las disciplinas operativas que tienen modos ciertos de obrar y son por sí mismas suficientes –de suerte que el efecto de sus obras no depende de la acción de algo extrínseco–, sobre estas artes, digo, no hay consejo, ni tampoco de las letras que se escriben. La explicación de esto reside en que solamente nos aconsejamos acerca de las cosas dudosas; no se pone en tela de juicio cómo se debe escribir, porque el modo de escribir es determinado y no hay duda de ello; en realidad el efecto de la escritura solamente depende del arte y de la mano del escribiente. Pero pedimos consejo sobre las cosas que son hechas por nosotros, o sea, las que nos conviene predeterminar cómo serán, porque en sí mismas son inciertas e indeterminadas” (In III Eth, lect. 7. n. 467). Es mayor la intensidad del consejo en aquellas operaciones nuestras que tienen un objeto más indeterminado. 16 Aristóteles Eth III, c. 3. 17 STh I-II, q. 14, a. 4. 14
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Ahora bien, en virtud de que la elección presupone el consejo –con su juicio o fallo–, por lo mismo, cuando éste es notorio sin la indagación, tampoco se requiere investigar18. En verdad, sobre lo que es manifiesto la inteligencia no investiga, sino que inmediatamente juzga; por consiguiente no es necesaria la indagación del consejo en todas las operaciones del ser humano, pero sí en muchas19. En resumen, quedan fuera del consejo aquellas cosas que no muestran incertidumbre, sea porque tienen razones de por sí determinadas – como acaece en cosas regidas por las artes–, sea porque son insignificantes y de poca importancia.
2. La forma resolutoria del consejo
1. El consejo se desarrolla de forma resolutaria. El consejo está para resolver dudas e incertidumbres; y se hace mediante un fallo fundado y de modo firme. Santo Tomás explica que en toda indagación es preciso partir de algún principio. Si este es primero en el conocimiento y además es primero en la realidad, habrá un proceso compositivo o sintético; pues proceder desde causas a efectos es componer, ya que las causas son más simples que los efectos. Pero, si lo primero en la intención mental es posterior en la realidad, el procedimiento será resolutorio, analítico, como cuando juzgamos acerca de efectos complejos, resolviéndolos en causas simples. Ahora bien, en el consejo indagatorio e inventivo lo que figura como principio es el fin, el cual es primero en la intención mental, pero último en la realidad –adviértase que la inteligencia comienza por lo que es primero en sus conceptos, mas no siempre por lo que es lo primero en el tiempo–20.
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Indica Aristóteles aquellas cosas que deben someterse a consejo, considerando las condiciones de esas cosas; y acerca de esto establece algunas condiciones de las cosas hacederas que se someten a consejo. Así lo comenta Santo Tomás: “En primer lugar, conviene aconsejarse acerca de aquellas cosas que acaecen frecuentemente, pero que podrían ocurrir de otra manera, siendo incierta la manera en que pueden acontecer. Porque si alguien quiere deducir en el consejo las cosas que acaecen muy raramente, por ejemplo que caiga un puente de piedra por el que se pasa, el hombre nunca obraría. En segundo lugar, conviene aconsejarse acerca de aquellas cosas en las que no está determinada la manera en que conviene obrar. Pues el juez no toma consejo acerca de cómo dictar sentencia sobre las cosas establecidas por la ley, sino más bien sobre los casos no determinados por la ley” (In III Eth, lect. 7, nn. 470-471). 19 STh I-II, q. 14, a. 4 ad 3. 20 STh I-II, q. 14, a. 5 ad 2.
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El consejo procede de modo resolutorio. Para la gnoseología tardomedieval, el proceso resolutorio empieza en algo que es primero en el conocimiento y postrero en la realidad. El principio de la investigación propia del consejo es el fin, el cual es primero en la intención mental y posterior en la realidad misma 21. Atendiendo a la distinción psicológica que se hizo de “aprehensión” y “juicio”22, debemos aclarar que la voluntad solamente es movida por el objeto propuesto mediante “composición y juicio”, y no por “simple aprehensión”. Porque a la voluntad no sólo le compete el acto de tender al objeto, sino también el de huir de él: y esto presupone que el sujeto discierne entre lo conveniente o lo nocivo; pues si de otro modo fuera, podría quedar dañado el sujeto que tiende al objeto. Así pues, el objeto propuesto no está en la “simple aprehensión” del objeto, si ésta no viene acompañada de la diferencia entre conveniente o nocivo. Ahora bien, esto se produce solamente conociendo que una cosa es conveniente y otra no lo es; esto exige evidentemente estructura y composición, pero también a la vez una selección incluida en el juicio. Eso no sucede en otras facultades que tienden precisamente a sus objetos, pero no versan sobre cosas opuestas –de ahí las dudas– ni los sortean con acto alguno. Por lo tanto, la inteligencia que asiente y disiente también compone y divide; y suponiendo esa actuación intelectual, la voluntad se conforma al objeto. En cambio, el apetito del animal se conforma a la estimación o instinto natural que representa la conveniencia de una manera sólo lejanamente similar al juicio23. En efecto, el apetito sensitivo no es motivado por una composición y división estricta, establecida por la relación de los extremos. Pero sí es motivado por una composición y división tomada en sentido lato, la cual es como el reflejo lejano de un juicio que discierne una cosa de otra, la conveniencia o no conveniencia de un medio para un fin; y esto sucede por instinto natural. En cambio, la voluntad es motivada por el juicio de composición o división propiamente dicho. 2. Se ha objetado a veces que el consejo sigue un proceso al infinito. Uno de los problemas que plantea el consejo, cuyo proceso discursivo es patente, es que su indagación podría prolongarse al infinito, por cuanto se hace sobre cosas particulares, en las que recae la operación. Y no sólo son infinitos los singulares, sino también los obstáculos. Por lo que la indagación del consejo –a diferencia de la demostración estricta que parte de unos principios evidentes en sí mismos–, parece que podría perderse en una indagación interminable hasta el infinito.
21 22 23
J. Poinsot, In I-II, q. 15, n. 15. Capítulo II, 1: “La moción de la inteligencia práctica sobre la voluntad”. J. Poinsot, In I-II, q. 15, n. 9.
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Para resolver este problema Santo Tomás recurre a una clara enseñanza aristotélica: nadie se mueve hacia lo que le es imposible alcanzar; y es imposible rebasar lo infinito. Si, pues, la investigación del consejo tuviese esas características, nadie la iniciaría.24 En efecto, la indagación del consejo queda limitada en acto por ambos extremos, el comienzo y el término. En ella afloran dos tipos de principios: unos propios, como el fin, sobre el cual no se investiga, sino que comparece como algo axiomático; y otros asumidos de otras fuentes, a la manera que unas ciencias demostrativas aceptan, como bases, ciertas verdades sentadas por otras y sin nueva demostración. Estos principios, que en el consejo indagatorio no se discuten, son las verdades o hechos conocidos mediante los sentidos, como “esto es pan” y “esto es hierro”; pero son también las nociones generales adquiridas por alguna otra ciencia especulativa o práctica, como que el homicidio es perverso, o que el hombre no puede vivir sin alimentarse convenientemente. Sobre estas cosas no indaga el que se aconseja. Ahora bien, está en nuestra potestad poner en inmediata ejecución el término de la investigación; pues si el fin tiene carácter de principio, lo que se hace por razón del fin viene a ser una conclusión. De ahí que lo primero que se ha de ejecutar es a su vez la última conclusión, objeto final de la indagación, y en la que esta termina. En nada se opone a esto que el consejo sea infinito en potencia, en el sentido de que pueden ofrecerse a la deliberación diversos asuntos en número ilimitado. Porque las cosas singulares no son infinitas en acto, aunque sí en potencia25. Habría otra manera de prolongar la deliberación al infinito, a saber, recayendo sobre el fin y no sobre los medios. Aristóteles ponía el ejemplo del fin que se propone el médico: en caso de que éste se preguntara si debe o no curar a sus pacientes, no podría comenzar la cura, ni tampoco hacer el diagnóstico26. Este mismo problema podría plantearse un sujeto que viene siendo sometido a psicoanálisis interminables. Quizás comenzaría a pensar que el fin no se establece en su caso como principio de la investigación emprendida por la deliberación. En cuanto este principio queda desautorizado se ciega el proceso de investigación. El fin ha de conservarse intuitivamente a lo largo de la investigación de los medios. En resumen: la investigación propia del consejo no puede prorrogarse hasta el infinito. Pues nada ni nadie se mueve a lo que es imposible de conseguir. Pero es imposible transitar al infinito, por ejemplo, mediante un proceso de psicoanálisis interminables. Por eso el consejo que intentara proseguir al infinito no podría aconsejar, porque nunca llegaría a la última conclusión acerca de 24 25 26
Aristóteles, De coelo, I, cap. 58. STh I-II, q. 14, a. 6. Eth III, 5, 1112 b 12.
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las cosas hacederas27. De ahí que el consejo debe proceder de modo resolutorio y determinado, sin perderse en un proceso vacío. Procede de modo resolutorio, porque va analíticamente de los efectos a las causas, pues trata de las cosas que se han de hacer. El que delibera se pone a indagar y resolver (zètein kai analuein)28, siendo el principio de su indagación el fin. Esta indagación de medios no es una deducción o una síntesis en sentido estricto. Los medios no se deducen del fin como si fueran efectos, cosa que sucedería mediante un razonamiento sintético. El orden práctico no se estructura con razonamientos sintéticos, sino analíticos, los cuales van de los efectos a las causas y se abren en arborescencias sucesivas que permiten, a partir del fin establecido, progresar de medio en medio hasta llegar a los que parezcan adecuados. El orden de ejecución de los medios en orden al fin es inversa al del análisis que parte del fin para desubrirlos. Y procede de modo determinado y no infinito, porque, por arriba, cuenta con paradigmas ya fijados y, por abajo, con medios positivos, definidos y determinados, pues de otro modo la operación nunca comenzaría. Sin embargo, el consejo puede ser infinito en potencia, debido a las muchas cosas que pueden sobrevenir sin límite. Pero volvamos al consentimiento, objeto de la voluntad.
3. La esencia del consentimiento 1. El consentimiento es un acto de la voluntad humana: es un acto volitivo aplicado a sentir o experimentar una cosa que complace: “Consentir (cumsentire) significa la aplicación del sentido a algo. Lo propio del sentido es conocer las cosas presentes, pues la imaginación capta las imágenes corpóreas, aun en ausencia de los objetos representados; mientras que la inteligencia capta los conceptos universales que puede percibir de los objetos singulares indiferentemente presentes o ausentes. Y como el acto de la facultad apetitiva es cierta tendencia a la cosa misma, previa alguna representación de ella, la aplicación misma de esa facultad al objeto, en cuanto le está unido, recibe el nombre de sentido (sensus), pues en cierto modo toma del objeto, al que está adherida, cierta experiencia, en cuanto se complace en él. Conforme a esto, consentir es acto de la facultad apetitiva”29.
27 28 29
D. Álvarez: q. 14: De consilio; disput. 55, p. 155. Eth III, 5,1112 b 20. STh I-II, q. 15, a. 1.
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Si a veces Santo Tomás atribuye el consentimiento a la razón, lo hace considerando incluida en ésta la voluntad. Y aunque sentir pertenece propiamente a la facultad perceptiva sensorial, el con-sentir, por la semejanza de experiencia, compete a la voluntad. El consentimiento es una aplicación del movimiento apetitivo a algo que, como el consejo, preexiste ya en poder del operante. Y esta afirmación le da pie a Santo Tomás para poner en relación la voluntad de fines y la voluntad de medios: “En el orden de las operaciones lo primero que debe considerarse es la aprehensión cognoscitiva del fin, después la volición del fin, luego el consejo acerca de los medios, y por último la volición de los medios. Pero la voluntad tiende naturalmente al fin último; por ese motivo, la aplicación del movimiento apetitivo al fin conocido no tiene carácter de consentimiento, sino de simple volición; al paso que los medios conducentes al fin son como tales objeto del consejo, y sobre ellos puede consiguientemente recaer el consentimiento, puesto que el movimiento del apetito se aplica a lo que en el consejo ha sido juzgado. Mas no es que el movimiento apetitivo hacia el fin se aplique al consejo, sino al contrario, el consejo se aplica a ese movimiento apetitivo. Por lo tanto, el consejo presupone la volición del fin; mientras que la volición de los medios presupone el fallo del consejo. Así la aplicación del movimiento apetitivo a esta determinación del consejo es precisamente el consentimiento propiamente dicho. Y como no hay consejo sino acerca de los medios conducentes al fin, estos mismos y solo ellos son el objeto propio del consentimiento”30. Este hilo argumental es diáfano. Es claro que cuando, en el contexto de la acción humana, Santo Tomás habla de “consentimiento” se está refiriendo a un acto de la voluntad. Y sin embargo, en varias obras indica que se trata de un acto de la inteligencia. ¿Cómo es eso? Consentir significa sentir a la vez uno con otro. Y como sentir es un acto de los sentidos en el ámbito de la experiencia, “consentir” significa que los sentidos se aplican a sentir algo, haciendo experiencia de una cosa singular que se les presenta. Pero con el tiempo el significado primitivo del acto de sentir se ha desplazado analógicamente al plano intelectual, introduciéndose, por ejemplo, en la palabra “sentencia”, por lo que el consentimiento implica también la unidad de sentencia o juicio entre dos o más personas. Esto significa que inicialmente el consentimiento es un acto emitido por una facultad cognoscitiva: consentimiento tiene que ver con “sintiendo”, un acto del conocimiento sensitivo; pero también con “sentenciando” o juzgando, también un acto del conocimiento intelectual, tanto del especulativo como del práctico: “El consentimiento implica un juicio acerca de aquello en lo que se consiente; 30
STh I-II, q. 15, a. 3.
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pues por ejemplo, la razón especulativa juzga y sentencia acerca de las cosas inteligibles, y también la razón práctica juzga y sentencia acerca de los cosas hacederas”31. Primariamente es un acto de la razón práctica; y secundariamente de la razón especulativa. Pero “consentimiento” es también el acto humano que acepta el juicio práctico o la conclusión del silogismo práctico que se da en forma de sentencia. Viene a ser la consumación del consejo. Quien acepta la sentencia de otro, le presta su consentimiento. Y en cuanto aceptación del juicio o de la sentencia de otro hombre o de otra facultad del mismo hombre es un acto emitido inmediatamente por la facultad apetitiva, la voluntad. La facultad apetitiva se dirige inmediatamente a la cosa real tal como es en sí. Por tanto, esa aceptación no es todavía fruición íntegra, sino un gozo incoativo, llamado complacencia, una adhesión y conexión experimental no sólo con la sentencia o juicio, sino con la cosa juzgada. En tal sentido, el consentimiento es un modo incoativo de amor, cuyo acto primordial se complace en el ser o existencia del objeto querido. 2. Con lo cual se confirma que el consentimiento no es un acto con doble e igualado mordiente formal, el intelectual y el volitivo, sino un acto simple de la voluntad que, no siendo primero, supone un acto anterior, el de la razón práctica que emite su juicio. El consentimiento se puede atribuir a la voluntad de manera propia, porque lo emite; pero secundariamente a la razón, que es presupuesta como su causa directiva. La voluntad tiende a lo que está juzgado por la razón32. “La voluntad mira a una facultad precedente, a saber, la inteligencia; y por eso asentir pertenece propiamente a la inteligencia, pero consentir es propio de la voluntad, porque consentir es sentir a la vez con otro”33. Al decir que el consentimiento es un acto de la voluntad, se excluye que lo sea del apetito sensitivo: estrictamente es la aceptación que el apetito volitivo hace de la conclusión o de la sentencia de la razón práctica, que no es propia del animal. El apetito volitivo emite su acto siguiendo esencialmente no la forma natural, sino la forma conocida. Esa complacencia que es esencialmente el consentimiento equivale a una aceptación activa y perfecta. O sea, no es pasiva, ni natural, ni ejecutiva, sino directiva. La aceptación activa, perfecta y directiva es propia del apetito volitivo, informado por la razón y no por los sentidos. “En los animales irracionales hay una determinación del apetito a las cosas de manera meramente pasiva; pero el consentimiento implica una determinación del apetito que no es sólo
31 32 33
STh I-II, q. 74, a. 7. In III Sent dist. 23, q. 2, 2 qla, 1 ad 1. Ver q. 14, a. 1 ad 3.
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pasiva, sino sobre todo activa”34. En el consentimiento se aplica el movimiento apetitivo a obrar; y esta aplicación pertenece al agente activamente, no es un hacer obligado y ejecutivo. Porque aplicar el bastón a golpear el suelo es algo que corresponde a quien tiene la potestad de mover activamente el bastón, que golpea sólo ejecutivamente: en cierto modo se deja o se usa para golpear35. El consentimiento es una aplicación del movimiento apetitivo a algo que, como el consejo, preexiste en poder del operante. “En el orden de las operaciones lo primero que debe considerarse es la aprehensión cognoscitiva del fin, después el apetito del fin, luego el consejo acerca de los medios, y por último el apetito de los medios. Pero el apetito tiende naturalmente al fin último; por ese motivo, la aplicación del movimiento apetitivo al fin conocido no tiene carácter de consentimiento, sino de simple volición; al paso que los medios conducentes al fin son como tales objeto del consejo, y sobre ellos puede consiguientemente recaer el consentimiento, puesto que el movimiento del apetito se aplica a lo que en el consejo ha sido juzgado. Mas no es que el movimiento apetitivo hacia el fin se aplique al consejo, sino más bien el consejo a ese movimiento apetitivo. Por lo tanto, el consejo presupone la volición del fin; mientras que la volición de los medios presupone el fallo del consejo. Así la aplicación del movimiento apetitivo a esta determinación del consejo es precisamente el consentimiento propiamente dicho. Y como no hay consejo sino acerca de los medios conducentes al fin, estos mismos y solo ellos son el objeto propio del consentimiento”36. En cuanto a la distinción que existe entre “consentir” y “asentir”, el Aquinate afirma que asentir es como sentir con referencia a otra cosa, denotando en esto cierta distancia de aquello a que se asiente; y consentir es sentir a la vez, concomitantemente, lo cual supone cercanía entre el objeto y el sujeto que consiente. Asentir no indica el movimiento de la inteligencia a las cosas, sino al concepto mental de la cosa. “De aquí que de la voluntad, a la que incumbe tender a la cosa misma real, se dice con más propiedad que consiente; al paso que de la inteligencia, cuya operación no se ejerce con movimiento hacia la cosa, sino más bien a la inversa –pues va de lo real a lo mental o ideal–, es más exacto decir que asiente, por más que en el lenguaje común se usen indistintamente esos dos verbos. Puede también decirse que asiente la inteligencia, en cuanto es movida por la voluntad”37. El consentimiento –que antecede a la elección y es causa de ésta– puede tomarse en dos sentidos. En sentido amplio, es cualquier complacencia sobre el 34 35 36 37
STh I-II, q. 15, a. 2. J. M. Ramírez, q. 15, § 3, pp. 373-377. STh I-II, q. 15, a. 3. STh I-II, q. 15, a. 1 ad 3.
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objeto; en esta acepción, el consentimiento puede ser sobre el fin, aunque en el modo de complacencia y fruición. Mas en sentido estricto, es una complacencia referencial o comparativa, puesto que una cosa complace en orden a otra: y así, los medios agradan en orden al fin38. Esto es propiamente lo que significa consentir: estar de acuerdo una cosa con otra, o en orden a otra39. Y, dado que pueden ofrecerse muchos medios para un solo fin, siendo posible que todos agraden y que todos estén de acuerdo, sin embargo, no hay posibilidad de elegirlos todos –la elección es la que determina un medio entre varios–, por ello el consentimiento precede a la elección40. No obstante, el consentimiento y la elección pueden realmente identificarse en un solo acto (aunque bajo diversas formalidades) cuando la elección recae en un solo medio, puesto que entonces la voluntad es llevada determinadamente a ese solo elemento, a la vez que consiente.
38
Consentir es aprobar, asentir: “Voluntas tendit in id, quod est ratione iudicatum. Unde consensus potest attribui et voluntati et rationi” (STh I-II, q. 74, a. 7 ad 1; ib. 7; 15. 4); “Unde cum Augustinus attribuit consensum rationi, accipit rationem, secundum quod in ea concluditur voluntas” (STh I-II, q. 15, 1 ad 1). Habría, pues, un consentimiento de la razón y un consentimiento de la voluntad (STh II-II, q. 35, a. 3; CG III, cap. 25). En sentido estricto, el consentimiento pertenece a la voluntad: “consensus proprie loquendo importat applicationem appetitivi motus ad aliquid agendum” (STh I-II, q. 15, a2). “Per delectationem tracta fuit voluntas ad consensum peccati” (CG III, cap. 158). “Haec violentia seu coactio potest esse in consensu, qui est actus voluntatis” (In IV Sent dist. 29 q. 1, a. 1). Es preciso indicar que Santo Tomás refiere varios tipos de consentimiento. Está el consentímiento condicionado (In IV Sent., dist. 29, q. 1, a. 3, ad 1). Y está también el consentimiento deliberado (STh I-II, q. 77, a. 8; mal. 7. 5 ad 10): hecho por motivos bien ponderados racionalmente. Asimismo, el consentimiento expreso y el interpretativo (In IV Sent dist. 28, q. 1, a. 2, ad 2, ob. 2; Ver. q. 15, a. 4 ad 10): el segundo es una acción interpretada como consentimiento. Entre las formas concretas, se cita el consentimiento matrimonial o nupcial, en cuanto es mutuo. 39 Consentir viene del latín cum-sentīre: significa que una diversidad de partes tienen un punto de correspondencia entre sí. De ahí pasó a significar permitir algo. En tal sentido, el consentímiento es un acto de la voluntad. Por ejemplo, la conformidad que expresan las partes sobre el contenido de un contrato. 40 Aristóteles en los capítulos 2 y 3 del libro III de su Ética tiene en cuenta que en el seno de la elección se dan cita primariamente los factores volitivos y, en segundo lugar, los factores intelectuales propios del consejo racional. Por eso describe etiológicamente la elección indicando que, de manera esencial y primaria, pertenece a la voluntad; pero de manera esencial y secundaria, a la razón deliberativa. Es un acto propio del libre arbitrio; libre, por la voluntad; arbitrio, por el juicio de la razón práctica. Santo Tomás matizó este planteamiento: el consejo se ordena, según él, a la elección de manera mediata, pero de manera inmediata y primaria se refiere al consentimiento. De modo que a través del consentimiento y del último juicio práctico se regula la elección. Cfr. C. Koellin, t. I, q. 14, De consilio, a. 1.
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3. Con lo dicho puede entenderse que no haya consentimiento en los animales, puesto que, a pesar de tener ellos experiencia y sentimiento de placer, sin embargo, no aplican el apetito libremente o estableciendo relaciones, sino que lo aplican por el instinto de la naturaleza. De ahí que no exista en ellos el consentimiento, pues este implica relacionar. No teniendo los animales consejo o juicio, tampoco hay en ellos consentimiento: “El consentimiento implica aplicar el movimiento apetitivo a ejecutar alguna acción; y esta aplicación es propia de aquel sujeto en cuya potestad está el movimiento apetitivo: así tocar la piedra conviene ciertamente al bastón, mas aplicarlo a golpear la piedra compete al que tiene en sí poder de moverlo. Pero en los animales todo depende del instinto natural: por lo que el animal apetece ciertamente, aunque no aplica el movimiento apetitivo a cosa alguna. He aquí por qué se dice que sólo la naturaleza racional propiamente consiente, pues su moción apetitiva está bajo su arbitrio, pudiendo por lo mismo aplicarlo o no a una cosa o a otra”41. En sentido estricto, repito, el consentimiento no versa sobre el fin, sino sobre los medios. Como ya quedó explicado, la acción que versa sobre el fin es la simple volición –o complacencia–, puesto que para complacerse del fin no se mueve la voluntad aplicándose a otra facultad y moviéndola, sino primeramente queriendo. Mas para aplicarse a los medios necesita la voluntad de orientación intelectual: es lo que hace previamente el consejo.
4. Los medios como objeto del consentimiento 1. Los medios constituyen el objeto del consentimiento. Guarda cierto paralelismo el consejo con el consentimiento. Y como el consejo se ciñe a los medios que conducen al fin, igualmente ocurre con el consentimiento. El consentimiento exige cierta indagación, hasta el punto de incluir también como término de la busca el juicio, o sea, el consejo. Dicho consejo procede de modo resolutivo o analítico, y así, incluye la resolución que es el término de la indagación. Efectivamente, cuando se busca y nunca se llega a una resolución, no hay ningún consejo. Y porque contiene indagación, hay en el consejo una imperfección, puesto que sólo se investiga lo que incluye dudas o se ignora parcialmente. Por este motivo, el consejo supone imperfección, y la indagación desemboca en el juicio sobre las cosas que no estaban seguras. Si el hombre lo conociera todo, no tendría que acudir al consejo42. 41 42
STh I-II, q. 15, a. 2. J. Poinsot, In I-II, q. 15, n. 1.
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De donde resulta que a la elección precede siempre el consejo, o sea, el juicio y la sentencia que determina lo que ha de elegirse. Por ese motivo dijo Aristóteles43 que se identificaban el objeto de elección y el objeto de consejo, esto es, el objeto de un juicio. Pero en tanto que el consejo conlleva pregunta e indagación, no siempre es requerido para hacer una elección, sino que el sujeto puede proceder a realizarla sin indagación. En efecto, uno podría elegir alguna cosa y no tener duda alguna, si la conoce a fondo. Por otra parte, Santo Tomás advierte que en los asuntos mínimos no es necesario el consejo, esto es, la investigación. Ciertamente Aristóteles enseña siempre que es objeto de elección el mismo objeto de consejo, y eso se compadece con que acerca de los asuntos mínimos o cosas insignificantes no exista deliberación aunque haya elección. La indagación sobre lo dudoso no es requerida pura y simplemente para la elección, dado que, algunas veces se supone que el medio elegido ya está determinado por la experiencia; o que el hecho es tan insignificante que sobra la investigación. Por lo demás, sobre los hechos que son determinados y ciertos, Aristóteles enseña que no hay deliberación. Y lo mismo acaece en las cosas insignificantes44. 2. Del consentimiento puede haber un enfoque fenomenológico y otro metafísico. El consentimiento para obrar ha de hacerse bajo el amparo de las razones más elevadas que la mente humana pueda conseguir, razones incluso metafísicas, no meramente ancladas en los contenidos propiciados por el mundo sensible que nos rodea. Así pues, el consentimiento, tanto en el acto mismo como en la emisión de la operación, pertenece a una mente metafísica, esto es, a la parte o al oficio de la inteligencia que considera las razones superiores, puesto que para ejercer el acto es requerido el último y final juicio sobre la cosa real; juicio que sólo existe deliberando hasta lo último que puede ser deliberado, pues, en tanto que quede algo por deliberar, aún no hay juicio definitivo. Los autores tardomedievales insisten en que el juicio o fallo definitivo es siempre competencia del superior, a quien toca juzgar sobre los demás; pues, en tanto que no se ha juzgado sobre lo propuesto con todas las razones competentes, no se ha de formular el fallo final. Pero sólo una mente metafísica tiene competencia para juzgar sobre todo; porque juzgamos de lo sensible por la razón, y de lo concerniente a las razones físicas por las metafísicas45. El consentimiento implica un cierto juicio de aquello en que se consiente: pues así como la razón especulativa juzga y dictamina acerca de las cosas inte43 44 45
Aristóteles, De Anima III, cap. 3. J. Poinsot, In I-II, q. 15, n.2. STh I-II, q. 15, a. 4.
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ligibles, así también la razón práctica juzga y dictamina acerca de las cosas prácticas. Mas hay que tener en cuenta que en todo juicio la sentencia última corresponde al tribunal de la razón: como también en lo especulativo la última sentencia sobre alguna proposición recurre a los primeros principios. Por lo tanto, aunque consentir es un acto de la facultad apetitiva, no lo es de un modo absoluto, sino consiguientemente a un acto de la razón que delibera y juzga; pues el consentimiento termina en esto: en que la voluntad tiende a lo que ha dictado la razón46. 3. El juicio o la sentencia determinante con la que se pone fin a la investigación y por la que es regulada la elección, es siempre un juicio de composición o división, el cual pertenece a la segunda operación de la inteligencia, pero nunca es suficiente la simple aprehensión de los términos, como ocurre en la primera operación de la inteligencia; ni basta la sola composición enunciativa que antecede al juicio47. En este punto están de acuerdo casi todos los autores, sobre todo los tomistas. Y es que la elección no se produce sin establecer la relación de un medio con otro (cuando son muchos los medios y se debe escoger uno) o, al menos, sin una relación del medio al fin, en el caso en el que el medio sea uno solo; por este motivo en los animales no se da elección, al no obrar por el albedrío ni establecer comparaciones, sino movidos por el instinto solamente. Ahora bien, el juicio que se formula tras cotejar, ordenar y aquilatar es el juicio de composición y división que no puede encontrarse en los animales; el juicio de composición es requerido en la elección. Y lo mismo debe decirse de todo acto de la voluntad que es regulado por una comparación y ordenación de una cosa a otra: y así es la intención, el uso, el consentimiento, etc. Incluso un espíritu puro que no tuviera composición ni división o discurso formalmente, tendría una cosa más eminente: la comprensión por la que, a través de actos simples, haría todo lo que el hombre realiza con actos comparativos y compuestos. No obstante, Gabriel Vázquez sostenía que para que la voluntad emita un acto de querer algo, es suficiente la simple aprehensión de lo conveniente o no conveniente, como ocurre en los animales48. Para querer algo, en sentido estricto, no haría falta un juicio de conveniencia de la cosa –un juicio de composición acerca de la conveniencia–, bastaría la simple aprehensión cognoscitiva de la conveniencia49. 46
STh I-II, q. 74, a 7. J. Poinsot, In I-II, q. 15, n.3. G. Vázquez: disp. 44, cap. 3, n. 11. Sobre la distinción de “simple aprehensión”, “composición enunciativa” y “composición o división”, véase el capítulo tercero de mi libro Intelecto y razón, cap. II, § 2, pp. 50-70. 48 G. Vázquez: disp. 44, cap. 2. 49 STh I-II, q. 9, a. 1, ad 2; In II Sent dist. 24, q. 2, a. 1. Cfr. J. Poinsot, In I-II, 15, n. 5. 47
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Pero lo que realmente enseña Santo Tomás es que la voluntad no es movida sin una estimación de conveniencia o no conveniencia, estimación que es un juicio de composición o división50, pero no una aprehensión de lo conveniente o no conveniente. En cinco proposiciones podría resumirse la enseñanza de Santo Tomás al respecto. Primera, en general, la voluntad no recibe ni es motivada por la simple aprehensión. Segunda, a la aprehensión simple se contrapone la aprehensión de lo conveniente o lo nocivo como tales. El conocimiento de la conveniencia o no conveniencia, no equivale a la simple aprehensión, sino a la aprehensión de composición o de juicio. Tercera, la aprehensión de lo conveniente y no conveniente se produce en nosotros componiendo o dividiendo. Cuarta, no se limita sólo a lo que es terrible y esperable, sino que añade la disyuntiva universal: esperable o bueno, terrible o malo, incluyendo con los nombres de mal y de bien todo objeto de la voluntad. Quinta, aunque se excluya de la fantasía la composición y la división, sin embargo, en su lugar efectúa lo mismo la estimación natural, esto es, el instinto que, aunque no componga ni divida, sin embargo, emite un juicio sólo semejante a la afirmación y a la negación. El Aquinate glosa lo que había dicho Aristóteles51: que cuando el sentido discierne entre lo agradable y lo molesto, es como si afirmara o negara; puesto que afirmar o negar es propio de la inteligencia, pero el sentido sólo hace algo semejante a esto, cuando aprehende una cosa, agradable o triste. La inteligencia simplemente afirma o niega. 4. Podemos terminar comparando fenomenológicamente los actos de consejo, consentimiento, intención y elección. Se debe recordar que un consentimiento tiene el mismo objeto que un consejo que culmina en sentencia o juicio. Ya se tome el consentimiento como investigación o como conclusión que culmina en juicio, se refiere siempre a los medios y no al fin como tal. O más exactamente: el consentimiento versa sobre la bondad positiva y absoluta de los medios visualizados por el consejo. Pero, ¿no se dirige también la elección a los medios? Desde luego que sí. Pero el consentimiento se dirige de modo global a esos medios como bienes útiles que llevan al fin: converge absolutamente en los medios que han sido propuestos por el consejo como positivamente buenos. Pero la elección se orienta de modo singular y comparativo a los medios, en cuanto uno es mejor o más útil que otro: implica de suyo una selección y comparación, desembocando en aquellos medios que han sido propuestos por el consejo comparativamente como mejores o más útiles. Incluso cuando se ha estimado que sólo es bueno y útil un 50 51
In De anima, III, lect. 4. In De anima, III, lect. 11.
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único medio, entonces tanto el consentimiento como la elección convergen ónticamente en ese objeto o medio, aunque formalmente los aspectos en que confluyen sean distintos, porque el consentimiento converge en este medio de modo absoluto considerado como un bien, pero la elección converge en ese mismo medio, considerado en tanto que es mejor para conseguir el fin. En la elección va siempre implicada la selección. Y ciertamente no siempre puede decirse que elige quien apetece por un fin, sino quien selecciona una cosa con preferencia a otra: y eso no ocurre sino donde el apetito puede dirigirse –en apertura trascendental– a muchas cosas, o sea, a muchos medios o a muchos modos de un mismo medio real. No debemos olvidar que el consentimiento –que pertenece a la voluntad de medios– no se encamina a los medios del mismo modo que la intención –que pertenece a la voluntad de fines–, la cual también se dirige a los medios de manera global y genérica, pero no de modo resuelto y determinado, pues tienen que ser determinados por la deliberación y el consejo. El consentimiento se dirige de manera ya resuelta y determinada mediante el consejo a los medios como bienes válidos; ahora bien no se dirige a ellos de manera abstracta, sino concreta e indistinta; en cambio, la elección lo hace de manera concreta y distinta. De todos modos, el consentimiento dista más de la intención que de la elección; incluso está más cerca de esta52. El consentimiento, como acto volitivo, se aplica a la determinación hecha por el consejo, enfocando la bondad o validez positiva y absoluta de los medios respecto del fin. Por último, recuérdese que puede haber una intención trascendental sin ningún consentimiento y elección, porque todavía no están determinados y hallados por el consejo los medios adecuados. También puede haber consejo sin elección, pues alguien puede aceptar muchos medios absolutamente como buenos y válidos, sin que todavía un nuevo consejo investigue y concluya acerca de la bondad comparativa y relativa que estos tengan para que se produzca la elección. Esta es naturalmente posterior al consentimiento, pues añade a éste cierta selección y distinción. El consejo –que culmina en el juicio práctico absoluto y general acerca de la bondad de los medios respecto al fin– regula el consentimiento; y mediante éste surge un nuevo consejo comparativo de los medios en singular y confluye en el último juicio práctico (llamado práctico-práctico) que inmediatamente regula la elección. “Y así, el consejo es absoluto antes del consentimiento, pero es comparativo después del consentimiento y antes de la elección”53.
52 53
J. M. Ramírez: q. 15, § 3, pp. 377-380. J. M. Ramírez: q. 15, § 3, p. 381.
Capítulo VIII RADICACIÓN Y OBJETO DE LA ELECCIÓN
1.
El sujeto radical de la elección: la voluntad
1. En primer lugar conviene analizar la relación del bien con el sujeto. Cuando se examinan los actos de la voluntad relacionados con los medios existentes para llegar al fin, se reconocen tres pulsaciones dinámicas: el consentimiento, la elección y el uso. La elección es el primer acto que, una vez actualizada la voluntad del fin –tanto absoluta como relativa–, versa directamente sobre los medios por parte de la voluntad. En este momento es conveniente recordar también la distinción que existe entre fruición, intención y elección. La fruición mira el fin de un modo absoluto como un bien en sí, un bien que satisface el apetito y lo deleita. La intención no versa sobre el fin de un modo cualquiera, sino en cuanto entraña una secreta relación a medios que sean útiles para conseguir el fin, pues “in-tendere” es tender mediante una cosa a otra. Por su parte, la elección versa sobre el medio que, resaltado entre otros, explícitamente se remite al fin y sólo expresa bondad si participa del fin. Por tanto, el medio no puede ser deseado a no ser en orden al fin, por el que tiene la bondad. Sobre la elección misma pueden considerarse tres aspectos: el sujeto o la voluntad, el objeto o el bien, y el modo o la libertad. Estos aspectos responden a tres cuestiones, que diversifican las tres partes de este capítulo. La primera se refiere a la facultad que elige: ¿es la voluntad o la inteligencia? La segunda plantea si la elección se limita a los medios conducentes al fin, o si hay también elección del fin; asimismo, y en cuanto a la extensión de lo elegible, si solamente es lo posible o también lo imposible. Y una tercera: si elige el hombre por necesidad, o libremente; este último punto ha sido fuente de largas diatribas. Para discernir los objetos hacia los que la voluntad se dirige –sea de manera libre o necesaria–, hay que observar en ella no sólo lo referente a la especificación, sino también lo tocante al ejercicio. La necesidad de especificación proviene del objeto, o sea del principio especificativo, pues ese objeto representa un bien que no puede ser odiado, sino amado, y así excluye la libertad de contrariedad. La necesidad de ejercicio reside en el sujeto, o sea, en el principio operante. Y existe cuando el sujeto está afectado de tal modo que no puede suspender el
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acto sobre un objeto; y, así, excluye la libertad de contradicción, que es querer o no querer. Por tanto, desde el punto de vista del ejercicio, es necesario aquel acto que emite el sujeto con una disposición tal que no puede dejar de emitirlo. La libertad de especificación y la libertad de ejercicio no deben confundirse. Puede pensarse una situación hipotética en que exista un objeto hacia el cual se sienta la voluntad necesitada en cuanto al ejercicio –porque el objeto sature, por su universalidad real, al propio sujeto que emite el acto–. Sin embargo, esta necesidad no provendría formalmente del objeto, como objeto, sino de la disposición del sujeto sobre el objeto1. La razón de esto es que, en el caso propuesto, el objeto sería sólo formalmente principio de especificación, y así no provendría de él formalmente la necesidad de ejercicio, pues el ejercicio o la emisión procede formalmente del sujeto operante; y esa necesidad vendría de tal disposición y estado del sujeto. En efecto, la voluntad es de tal naturaleza que si es dirigida totalmente hacia el objeto, lo hace necesariamente, puesto que no quedaría nada en ella que pudiera detener o suspender la emisión de su acto. Ahora bien, es dirigida totalmente cuando el objeto, incluso con advertencia plena del sujeto, se adecua a la universalidad apetitiva de la voluntad misma. Porque la voluntad, por su propia naturaleza está determinada al bien como tal, y cuando el bien se le propusiera totalmente en toda su plenitud y universalidad, no habría indiferencia en la voluntad, sino una determinación total al bien. Pero aunque la voluntad se orientara de modo natural y necesario, no sería dirigida como un apetito innato, sino como un apetito emitido conscientemente por ella misma –un apetito elícito–, aunque necesariamente. De esta manera, el apetito espiritual sería natural y necesario, pero no innato; en efecto, el apetito espiritual procede del conocimiento, o de la plena advertencia y, por ello, es máximamente voluntario. De un lado, procedería de la visión de un objeto universal máximamente satisfaciente; y de otro lado, procedería también de un principio interno, la propia inclinación apetitiva y afectiva de la voluntad. Pues bien, dentro de la tradición del Siglo de Oro –apoyada en Santo Tomás– se afirmó que, en cuanto a la especificación, el objeto necesario también se da en nuestra vida y es solamente uno: la felicidad en común, en cuanto que es el aspecto formal por el que son deseados los bienes2. 1
Cayetano, In STh I, q. 27, a. 2; D. Báñez, In STh I, q. 27, a. 2. Para Santo Tomás, felicitas y beatitudo son sinónimos: “Beatitudo sive felicitas” (STh I, q. 26, a. 1, ad 2; CG III, cap. 25). La beatitud es, por su contenido mismo, un estado perfecto que lleva agregados todos los bienes: “est status omnium bonorum aggregatione perfectus” (STh I, q. 26, q. 1 ad 1). Exige también una estabilidad o confirmación del sujeto en el bien: “de ratione beatitudinis est stabilitas sive confirmatio in bono” (STh I, q. 62, a. 1). Además ese bien perfecto es de naturaleza espiritual o intelectual: “nihil enim aliud sub nomine beatitudinis intelligitur, nisi bonum perfectum intellectualis naturae”. Y por último, la beatitud o felicidad se realiza en una perfectísima operación del ser racional “beatitudo sive felicitas est in perfectissima operatione 2
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Ahora bien, en la felicidad se dan dos requisitos: tanto el ser o existir como el estar bien o felizmente. Si un individuo no existe, tampoco es feliz y, de un modo semejante, si uno no está bien, no es feliz. De esta manera, el propio existir y el estar bien son necesarios respecto a la especificación. Y todo lo que es necesario respecto a la especificación, se reduce a una cosa de estas. Todo lo demás que no tiene conexión necesaria con estas dos, es libremente deseable3. Ahora bien, en cuanto al ejercicio, si la voluntad procede con advertencia, solamente le es necesario un bien absoluto y universal claramente visto4. Esto significa que el bien necesario sería, en cuanto a la especificación, aquel que, en su propia índole formal –que especifica a la voluntad–, solamente tiene naturaleza de bien. Sin embargo, si la voluntad se saliera de los límites de su especificación, cambiaría su esencia y su especie. Por consiguiente, cuando el objeto es solamente el propio especificativo de la voluntad, entonces no es susceptible de odio. Si la voluntad se dirige a él, es necesario que tienda a modo de amor, puesto que sólo hay en el objeto el bien –lo especificativo del amor–. De aquí se sigue que la felicidad exigida por la voluntad no es la felicidad ónticamente tomada en una cosa u objeto deseado; sino la felicidad que, en su habentis rationem et intellectum” (In II Sent dist. 4, q.1, a. 1); esa la felicidad consiste en un acto del intelecto: “beatitudo intellectualis naturae consistit in actu intellectus” (STh I, q. 26, a. 3). Por tanto, las condiciones de la felicidad son tres: que exista un bien perfecto, que ese bien sea suficiente por sí mismo, y que provoque gozo en el sujeto. “Sunt autem tres condiciones felicitatis secundum Philosophum (in I. Eth, c. 8), scilicet quod sit quoddam perfectum bonum et per se sufficiens et cum delectatione” (Mal q. 13, a. 3). En la esencia de la beatitud se incluyen dos notas: primera, el fin último que es el bien sumo; segunda, la consecución y fruición del mismo bien: “in ratione beatitudinis duo includuntur, scilicet ipse finis ultimus, qui est summum bonum, et adeptio vel fruitio ipsius boni” (STh I- II, q. 5, a. 2). La beatitud reside en la más perfecta operación del ser racional: “Beatitudo sive felicitas est in perfectissima operatione habentis rationem et intellectum” (In II Sent dist. 4, q. 1). Distingue asimismo una felicidad activa y otra contemplativa (STh I, q. 26. a. 4; CG I, cap. 102; III, cap. 25; In II Sent dist. 19, q. 1, a. 1). Así entendida, puede decirse que el hombre desea naturalmente la beatitud: “Homo naturaliter desiderat beatitudinem” (STh I, q. 2, a. 1, ad 1; q. 26, a. 2; q. 60, a. 2). Pero esto es desear una felicidad en general o en común, no en particular y en concreto, porque no todos saben el tipo de felicidad que les es conveniente (STh I-II, q. 5, a. 8). 3 STh I-II, q. 10, a. 2, ad 3: “El fin último mueve necesariamente a la voluntad, ya que es el bien perfecto; y, semejantemente, aquellas cosas que se ordenan a este fin, sin las cuales el fin no puede conseguirse, como el ser, vivir, y semejantes”. 4 Mal q. 6 a. 1, ad 7: “La capacidad de la voluntad solamente es superada por un bien que la mueve necesariamente: el que es bien, según toda consideración; y este solo es el bien perfecto, que es la felicidad, a la que la voluntad no puede no querer, esto es, de manera que quiera lo opuesto. Sin embargo, puede no querer en acto, puesto que puede apartar el pensamiento de la felicidad, en cuanto que mueve a la inteligencia a su acto”. Cfr. También STh I, q. 82 a. 2; Ver q. 22 a. 5 y 6.
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inmediatez, se presenta como un aspecto formal por el que una cosa es deseada. En efecto, todos desean poseer el bien que haga feliz, y este bien es el fin último; un bien que todos buscan, y, por eso, viene a ser el aspecto formal universal por el que todas las demás cosas son apetecidas, pues esa misma cualidad que expresa el aspecto formal es lo deseado en el fin. En efecto, cuando una cosa es tenida como fin, intentamos reposar en ella, como en el bien. Por consiguiente, la felicidad, el descanso último en el bien, es no sólo el aspecto formal por el que se desea el fin, sino también la motivación por la que se desean los demás bienes. Luego en cada uno de sus actos la voluntad debe dirigirse a un fin y ser motivada por el fin. Esta motivación consiste en querer descansar en el bien. Por lo tanto, si la felicidad se considera ónticamente como una cosa en la que se encuentra la índole formal del apetecer, la voluntad no se siente constreñida o necesitada por ella de modo objetivo, a no ser que al sujeto volitivo le sea evidente y manifiesto que en aquella realidad convienen adecuada y universalmente todas las condiciones de la felicidad, lo que significa que es todo el bien; pero esto sólo ocurriría viendo al ser infinito y absoluto personalmente. Y aún así habría que introducir una limitación: este ser absoluto e infinito no podría ser conocido en sí mismo, sino por connotación o relación a los seres finitos y por vía de remoción. Pues aunque en sí mismo fuera el sumo bien, sin embargo, al no aparecer positivamente en sí mismo, sino por sus efectos, no sería término adecuado de la voluntad, ni le sería necesario en la especificación, puesto que la negación no es lo especificativo de la voluntad, sino la presentación del bien; ni le es necesario a la voluntad un bien con limitaciones. Todos los bienes que no son representados como bienes plenamente, incluso que no tengan conexión necesaria con el bien pleno, pueden no ser del agrado de la voluntad y no le son necesarios. Quizás podría argumentarse, a modo de objeción, que quienes se suicidan sienten con desagrado el ser y el vivir, pues estas cosas serían consideradas como la plenitud de las miserias; luego la felicidad no sería necesaria en cuanto a la especificación y como un bien adecuado y pleno, sino como objeto de desagrado por algún aspecto. Esta objeción no ve que quien se suicida odia el ser considerado ónticamente y como sujeto de miserias, pero no considerado formalmente, puesto que el suicida desea el no ser bajo una índole de ser o existencia, esto es, bajo el aspecto de quedar libre de las desgracias, las cuales son males y defectos de ser. Podría incluso decirse que quien se suicida desea más intensamente el ser, considerado formalmente, que quien no se suicida, dado que, por el hecho de que desea estar sin miserias tan ardientemente que no puede tolerarlas ni carecer de quietud o deleite, se mueve a destruir la miseria tan intensamente que incluso no quiere tolerar al sujeto mismo de la miseria: la vida. Vida que es soportada por otro sujeto que no desea tan ardientemente encontrarse sin miserias. Por lo tanto, quienes se suicidan desean sobradamente la
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felicidad y sus condiciones: el placer, la abundancia, la carencia de miserias, etc. No soportan ni por un momento carecer de tales beneficios, hasta el punto de que, si no los tienen, quieren incluso destruir al sujeto que carece de ellos. 2. Un fin absolutamente último es inelegible. Decir que un fin absolutamente último es inelegible viene a ser una expresión redundante o tautológica. Porque si es verdaderamente último, ya no habría nada más que pedir: ese fin como tal no caería bajo elección alguna. Quien poseyera el fin último, descansaría colmadamente en él con sus deseos y aspiraciones: sería plenamente feliz, en plenitud teleológica. La posesión completa de ese fin último es la forma que constituye al hombre feliz como tal. Dicha posesión no podría ser un medio para ser feliz: como tener la blancura no es medio para ser blanco, sino que es ya ser blanco; al igual que poseer riquezas no es medio para ser rico, sino que es ser rico. La plenitud teleológica es la forma que constituye al hombre que es feliz sin fisuras. Por eso decía Aristóteles que “lo necesario no entra en la elección” (Eth, 3). Se eligen los medios para llegar al fin. En realidad, lo que es absolutamente último no puede ser medio, el cual se visualiza intencionalmente como noúltimo, al estar ordenado a otra cosa. Aunque el fin que se ordena a otro fin ulterior –y que por lo tanto es ya medio– puede ser objeto de elección. Dicho de otra manera: la elección, en sentido propio, es tan sólo de los medios. Lo que se acaba de expresar es un principio práctico de evidencia inmediata: la plenitud teleológica no admite deliberación, al ser directamente evidente su conveniencia y al no estar en manos del hombre plenamente feliz prescindir de ella. Si, por un equívoco, esa no fuera la plenitud teleológica, habría que tomarla como medio para ir a una plenitud verdaderamente última; habría que seguir buscando. Cuando se da, es por tanto necesaria y no entra en la elección5. Por tanto, el principio hermenéutico que enhebra estas consideraciones –de origen aristotélico– viene a decir que es imposible que haya elección formalmente del fin último en cuanto es último6. Lo último como último no es para otra cosa, no es medio. La voluntad no puede elegir aquello a lo que está necesariamente determinada en cuanto a la especificación y al ejercicio.
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No es preciso, en este punto, extender las reflexiones hasta el plano sobrenatural, donde la plenitud teleológica se ha entendido como “visión beatífica”. Basta pensar que si se diera el caso de un hombre que negara toda finalidad, incluida la propia, y que por tanto con definitiva firmeza se considerara a sí mismo y al mundo entero como un absurdo, carente de inteligibilidad, ese sería el punto de su plenitud teleológica. Lo extraño –e imposible– es que se viviera plenamente feliz en ese estado. Un hecho contradictorio: querer ser feliz con la infelicidad. 6 In III Eth, cap. 2; In VI Eth, cap. 12.
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No obstante, durante nuestra vida histórica la plenitud teleológica se nos suele presentar en términos oscuros –por la imperfección del conocimiento humano–, y en esas condiciones puede entrar en la elección. En realidad la plenitud teleológica no es necesariamente deseada en nuestra vida histórica, ni es representada bajo la omnímoda índole de bien, sino bajo la índole de bien particular. Luego puede ser objeto de elección y ordenarse como medio a conseguir la plenitud teleológica en general. Porque el bien particular se ordena al bien general. En nuestra vida histórica la plenitud teleológica no es necesaria en cuanto a la especificación, pues a veces nos separamos de ella –detenidos o fijados en asuntos económicos, políticos o sociales–, o sea, en bienes particulares que no se presentan bajo la índole de bien en general, sino de bien particular: si se presentaran bajo la índole de bien en general, sería necesaria en cuanto a la especificación. La plenitud teleológica que comparece en nuestra vida histórica es propuesta libremente: no tiene la índole de lo necesario7.
2. Inteligencia y voluntad en el acto de elección
1. En el acto de elección cumplen un papel muy especial la inteligencia y la voluntad. La elección es la inicial aceptación de una cosa respecto de otra, por lo que ineludiblemente ha de recaer sobre varias elegibles, y por consiguiente no puede tener cabida en las acciones que ya están completamente determinadas a un solo objetivo (ad unum). Hay, por otra parte, diferencia entre el apetito sensitivo y la voluntad: porque aquel está determinado por la misma naturaleza a un objeto particular; al paso que la voluntad, si bien está determinada naturalmente a un objeto común y bueno, no lo está respecto a diversos bienes particulares. Por consiguiente a la voluntad compete elegir, y no al apetito sensitivo –el único que poseen los irracionales, los cuales no ejercen elección–. Por lo que no todo apetito que se dirige a una cosa con relación al fin se llama elección, sino el que va acompañado de cierto discernimiento comparativo entre uno y otro medio objetivo; lo cual no puede tener lugar sino cuando el apetito tiene la posibilidad de ser llevado a más de una cosa. Esta posibilitación es otorgada por la inteligencia. El animal toma ciertamente una cosa con preferencia a otra, porque su apetito está ya naturalmente determinado a la que prefiere: y tan pronto como sus sentidos o su imaginación le representan alguna cosa, a la que propende naturalmente, se mueve hacia ella sin elección. En resumen, la elección es formalmente un acto de la voluntad, aunque presupone un acto de la inteligencia que ordena y relaciona una cosa con otra: eso ayuda a ver si un medio es más valioso que otro. Con todo, la elección 7
G. Martinez: t. I, q. 13, a. 3, 743-747.
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formalmente se ejerce y se consuma en el acto que acepta una cosa con preferencia a otra. Y esta aceptación, propia de la voluntad, confirma que lo elegido es bueno y conveniente a ella. Aristóteles indicaba –en Eth. VI cap. 2– que la elección es “inteligencia apetitiva” o “apetito intelectivo”, dejando aparentemente indecisa la cuestión de si la elección es un acto de la inteligencia o de la voluntad. Santo Tomás busca saber –lo hemos dicho– a qué facultad pertenece de modo directo el acto de la elección, y a cuál pertenece de modo antecedente o como presupuesto. Su tesis final es clara: la elección es sustancialmente un acto de la voluntad, y sólo presupone antes la inteligencia que ordena y dirige la elección, de suerte que el modo de dirigir con que procede la inteligencia, al comparar y relacionar una cosa con otra, se participa también en la voluntad. Pero ya en tiempo de Santo Tomás no faltaron autores que asignaron la elección a la inteligencia, y no a la voluntad. Venían a decir que la elección implica cierta comparación, mediante la cual una cosa es preferida a otra; y como la comparación es función intelectual, resultaría que la elección pertenece a la inteligencia. La elección vendría a ser como una conclusión práctica, siendo así que concluir y formar silogismos pertenece a la inteligencia. Esta teoría señala aspectos importantes de la elección. De hecho, el Aquinate indica que en la elección se entraña algo que compete a la inteligencia, pero también y muy principalmente algo que pertenece a la voluntad. Como siempre que concurren dos cosas a constituir cierta realidad, una de ella se comporta como forma respecto de la otra. En el entramado psicológico del sujeto humano, el acto propio y esencial de una facultad toma su forma y especie de otra facultad superior, en cuanto lo inferior es regido por lo superior: en el caso que nos ocupa, la inteligencia precede en cierto modo a la voluntad, ordenando su acción, porque esta tiende a su objeto en virtud de la intimación que viene de la inteligencia, pues la facultad aprehensiva propone su objeto a la apetitiva. El acto por el que la voluntad se dirige a lo que le es propuesto como bueno, –y la inteligencia se lo presenta ordenado al fin–, es acto de la voluntad ónticamente, aunque formalmente lo sea de la inteligencia. En este caso la onticidad o sustancia del acto convive con el orden formal impuesto por la facultad que opera transversalmente: y así es como la elección, esencial u ónticamente tomada, no es acto de la inteligencia, sino de la voluntad; y se consuma en cierto movimiento del sujeto hacia el bien elegido, que es lo que hace la facultad apetitiva o voluntad8. Por tanto, aunque la elección implica ciertamente una comparación racional previa, no por eso es esencialmente la misma comparación. Asimismo, la conclusión del silogismo, que se forma en los raciocinios prácticos, pertenece a la 8
STh I-II, q. 13, a. 1.
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inteligencia, y se llama dictamen o juicio, y esa misma conclusión se inyecta en la elección subsecuente. Que la elección sea sustancialmente un acto de la voluntad es la tesis más común entre los autores que siguen a Santo Tomás. El fundamento propio y esencial de esta conclusión está en que el objeto de la elección es el medio ordenado al fin, es lo útil que sirve para la consecución de un fin. Y como lo útil está contenido bajo la noción de bien, se sigue que el objeto de la elección es formalmente el bien9. Mas ¿por qué motivo no podría consistir la elección en un acto ordenante propio de la inteligencia, aunque consistiera de manera antecedente en un acto eficaz de la voluntad? Antes de responder a este interrogante se debe recordar que el objeto nunca concurre como emisor del acto, pues sólo es especificativo extrínseco del acto: especifica desde fuera el acto de una facultad. En el caso de la elección, el bien ordenado por la inteligencia es el objeto esencialmente especificativo; y la inteligencia es la que proporciona o presenta el objeto ordenado por ella. De una manera clara enseña el Aquinate que cuando dos cosas concurren en un punto, una como ordenante y dirigente, otra como ordenada y dirigida, ésta última representa el aspecto óntico –esencial y sustancial– que ha de ser ordenado, mas la primera representa la forma ordenante –que se introduce directivamente en lo óntico de modo transversal–. Dicho de otro modo: la onticidad o entidad de un acto pertenece a la facultad en la que se ejerce y se consuma, no a la facultad por la que es formalmente ordenado y dirigido. Luego la elección pertenecerá de modo sustancial a la voluntad, pero a la inteligencia de modo directivo y regulativo10. La elección no pertenece a la inteligencia. En su caso, la elección es ejecutada con un movimiento del sujeto hacia el bien elegido; es la inteligencia la que confiere el orden a este movimiento, puesto que ella es la que ordena a la voluntad cómo debe moverse a su objeto. “Luego la elección es producida y movida a un bien ordenado por la inteligencia”11. En resumen: para Santo Tomás, el acto que, como la elección, es producido y dirigido hacia un bien ordenado por la inteligencia es ónticamente propio de la voluntad, pero formalmente es propio de la inteligencia. La elección se lleva a cabo en el movimiento de la voluntad12.
9 10 11 12
STh I, q. 83, a. 1; I-II, q. 12, a. 1. J. Poinsot, In I-II, disput. VI, a1, n. 6. J. Poinsot, In I-II, disput. VI, a1, n. 7. Ver q22 a15.
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Ahora bien, por mucho que la inteligencia prefiera una cosa a otra, la voluntad sólo se pone a obrar tan pronto como se inclina a una cosa más que a otra, pues no necesariamente sigue a la inteligencia13. Está claro que la elección pertenece a la inteligencia de manera antecedente –en su origen y fundamento–, pues la elección comienza en la inteligencia, en cuanto ésta da la norma y el orden a la voluntad para elegir. Pero la elección pertenece a la voluntad de manera principal, completa a la voluntad: la esencia de la elección no se entiende sin la interna “emisión” de la voluntad14. ¿De qué manera incluye la elección una impronta de la inteligencia? La ordenación o disposición que hace la inteligencia de los medios al fin es de dos maneras. En primer lugar, “activa”; y así esa ordenación es un acto de la inteligencia que permanece en la inteligencia misma, y por eso no es forma intrínseca del acto de la elección ni pertenece a su esencia, sino que es tan sólo algo presupuesto: en este caso el acto de la inteligencia se supone para el acto de la voluntad. En segundo lugar, de manera “pasiva”, como efecto resultante en la voluntad misma, el cual procede de la ordenación activa de la inteligencia. Y de este modo, la elección incluye formalmente la ordenación de la inteligencia como forma propia e intrínseca que existe en la voluntad. 2. En cuanto al sentido de la relación que, dentro del proceso de la elección, hay entre inteligencia y voluntad, se presenta una cuestión ontológica de gran calado, referida al comportamiento de una causa que está subordinada a otra causa superior: ella puede ser capaz de dos tipos de actos: primero, de los que surgen de su propia naturaleza; y segundo, de otros que no se deben también al concurso peculiar de la causa superior. Por ejemplo, al ser la voluntad una facultad subordinada a la inteligencia, ocurre que la voluntad tiene operaciones que le son convenientes por propia naturaleza, y tiene también otras que se deben al concurso e influjo de la inteligencia. Lo mismo ocurre con la inteligencia respecto a la voluntad, pues aquella se somete a ésta en un género diverso. En efecto, la inteligencia posee operaciones que le son propias. Pero también tiene otras operaciones suscitadas por un concurso peculiar de la voluntad, como las del mandato o imperio. En realidad, hay un doble concurso de la inteligencia sobre la voluntad. Uno es general: propone el objeto que evidentemente se requiere para todo acto volitivo, puesto que a través del conocimiento se aplica el objeto a la voluntad. El segundo es un concurso peculiar: propone el objeto relacionalmente, expresado en el orden de una cosa a otra y en el consejo. También la voluntad posee actos de dos tipos: unos se corresponden con aquel primer concurso general; otros se 13 14
Aristóteles, Eth III, c. 2. G. Martínez: t. I, q. 13, a. 1, dub. 1, p. 732.
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corresponden con el segundo concurso especial. Los primeros competen a la voluntad de un modo absoluto. En cambio, los segundos competen a la voluntad en orden a la inteligencia, debido al peculiar concurso de ésta. Ya dijimos que la inteligencia se llama “intelecto” y también se llama “razón”, debido al diverso modo de proceder en sus operaciones, a pesar de ser dos funciones y expresiones de una misma facultad. En cuanto aprehende simplemente –intuitivamente– es llamada “intelecto”; sin embargo, en cuanto de una cosa conocida pasa a conocer otra se llama “razón”15. Pues bien, el acto de la elección –que es intrínsecamente un acto de la voluntad– no sólo expresa una dependencia general respecto de la inteligencia, como cualquier otro acto de la voluntad, sino que además implica de suyo un orden especial pasivamente recibido de la “razón”. De manera que el acto de la elección expresa internamente orden a una inteligencia que es también “razón” discursiva y mediata, cosa que no conviene a los demás actos trascendentales de la voluntad. La inteligencia es la que “ordena” y relaciona una cosa con otra en cuanto es “razón”. También en la intención volitiva trascendental existe una “ordenación”, pero ésta no es tan propia de la razón como la que se encuentra en la elección, la cual acontece por deliberación. En cambio aquella no, pues no existe deliberación sobre el fin: la voluntad se dirige al fin determinadamente, aunque por referencia a las cosas que, como los medios, son para el fin. En efecto, la voluntad exige un acto de deliberación, propio de esa suerte de razón que es el “consejo”, el cual expresa búsqueda e investigación, pero acompañado de cierta duda, debido a la imperfección de la facultad humana. El consejo determina aquel medio que no tiene una conexión necesaria con el fin, pues siempre hay otro medio que podría ser determinado16. En cambio, el amor, el deseo y la fruición no expresan un orden de esta índole, sino una relación más inmediata o directa. Esto da pie para volver a indicar que el acto de la elección, por su propia sustancia y entidad, pertenece a la voluntad; pero, por el aspecto formal y la ordenación pasiva, pertenece a la inteligencia, pues lo formal, en este caso, no es otra cosa que un cierto modo real causado en la voluntad por una inteligencia que aconseja de manera formal y objetiva–: la voluntad, no obstante, tiene su propio ser de causa eficiente. Dicho de otra manera, lo formal y el modo real antedicho provienen eficientemente de la inteligencia, aunque la sustancia a la que pertenece el modo provenga eficientemente de la voluntad. De hecho, al ser la voluntad y la inteligencia mutuamente causas entre sí, y al tener entre ellas
15 16
STh I, q. 79, a. 8. G. Martínez: t. I, q. 13. a. 1, dub. 2, p. 734.
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mismas una conexión íntima, puede acaecer que el acto intrínseco de una facultad reciba el modo eficiente de la otra. Lo formal real que una facultad causa en otra no es algo realmente distinto de la sustancia del acto afectado, sino algo modalmente distinto; y sin embargo es real el modo que proviene de la otra facultad. Hay que tener en cuenta que, en el caso que nos ocupa, el modo “cualifica” el acto de la voluntad y, en cuanto pertenece a ella es un “bien”; pero como acto de consejo o deliberación es algo “verdadero”: bajo esta última perspectiva es alcanzado por la inteligencia. Por tanto, lo que pertenece a lo verdadero como acto permanece solamente en la inteligencia, pero lo que le pertenece como modo, también puede encontrarse en otra facultad distinta de la inteligencia, aunque causado por esta17. Todo lo dicho nos lleva a la conclusión de que el acto de la elección existente en la voluntad no queda constituido esencialmente como propio de la elección antes de intervenir una inteligencia que razona y aconseja. Y bajo esa perspectiva debe ser llamado acto de la razón aconsejadora, una facultad distinta de aquella en la que está18.
3. El objeto de la elección: los medios posibles 1. Acerca de este punto debemos mostrar atención a los medios posibles. Imaginamos muchas cosas en las que nos complacemos: nos figuramos un monte de oro y lo apetecemos, deseamos tener un cuerpo diamantino y nos recreamos en él. En los cuentos infantiles, en los libros de poemas y en las novelas están escritas muchas cosas que son totalmente ficticias y no sólo imposibles accidentalmente, sino también esencial e intrínsecamente, como la metamorfosis de los hombres en dioses, en aves, o en árboles. Y todas estas cosas, a pesar de su irrealidad, son leídas con placer; incluso a veces uno desea para sí mismo cosas semejantes, aunque no eficazmente. En verdad, sobre lo imposible no puede darse una voluntad eficaz, pues es eficaz la voluntad que persigue la con17
G. Martínez: t. I, q. 13. a. 1, dub. 2, p. 735. Hay una cierta dificultad metódica en el tratamiento que hace Santo Tomás del plexo consejoelección. Esta dificultad viene de que la elección presupone formalmente la ordenación de la inteligencia llamada “consejo”. ¿Por qué razón no trató Santo Tomás antes el consejo que la elección? Cayetano responde que el Aquinate trata antes de la sustancia (la elección) y, a continuación, de sus causas (el consejo), porque el conocimiento global del objeto es antes que sus causas, o sea, el asunto de la “esencia” ha de ser tratado antes que su “génesis”, un criterio fenomenológico razonable. La elección es el fin del consejo, pues el recto consejo se ordena a una elección recta; de ahí que en el orden del conocimiento, el fin es antes que las cosas que son para el fin, es decir, antes que los medios. Cfr. Aristóteles, Phys I, cap. 1; Eth I, cap. 4, Phys II, cap. 9. 18
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secución y la existencia de algo real. Lo que se juzga imposible es conocido como imposible e incompatible con la existencia; y en tanto que lo imposible esté sometido a semejante juicio intelectual, no puede ser pretendida su consecución o existencia, ni puede ser regulada por un dictamen racional19. Mas aunque lo imposible, considerado como imposible, no pueda ser elegido, sí puede ser querido de alguna manera. Ejemplos, además de los mentados: deseamos que siga viviendo el padre que acaba de morir; o exclamamos en momentos de dolor físico: ¡ojalá, yo no tuviera cuerpo!, y otras expresiones semejantes que apuntan a lo manifiestamente imposible. Quiero indicar aquí algunos nexos que traman la distancia entre el querer y el elegir, importantes para determinar la estructura misma de la elección. Cuando se pregunta por el objeto de la elección, podría pensarse que ésta no se limita a los medios conducentes al fin, sino que pica en el fin mismo, en aquello por cuya causa se hace algo. Además, la elección envolvería en sí la preferente aceptación de una cosa respecto de otra; y esa pre-aceptación podría aplicarse no sólo a un fin entre varios fines, sino también a los diversos medios oportunos: en consecuencia, cabría elección de los medios y del fin. A este respecto Aristóteles había enseñado que el querer originario tiene por objeto el fin, mas la elección tiene por objeto sólo los medios conducentes al fin20. El último fin no entra de ningún modo en la elección; aunque donde concurran varios fines, puede haber elección entre ellos, si todos se orientan a ese único fin último21. Pues lo que aparece como el fin de una operación volitiva, a veces se ordena a su vez a otro objeto como a un fin, y en este caso puede ser objeto de elección22. Cabe recordar, para aclarar este punto, que la elección se sigue de un dictamen o juicio intelectual, como un resultado análogo a la conclusión de un silogismo práctico. Y por lo tanto es objeto de elección lo que se halla en un caso similar al de la conclusión que se saca de semejante silogismo. Pero en el orden práctico el fin ocupa el lugar de un principio, no el de una conclusión; por consiguiente el fin en cuanto fin no cae bajo elección. Otra cosa es que, en el orden especulativo, el principio de una demostración sea la conclusión de otra demostración; aunque el primer principio indemostrable nunca podría ser conclusión de alguna ciencia o demostración. Articular algunos supuestos antropológicos y metafísicos de aquella tesis aristotélica, tal como Santo Tomás lo intentó, será el objetivo de esta sección, teniendo especialmente presente la polémica que se despertó en varias escuelas 19 20 21 22
J. Poinsot, In I-II, disp. VI, a. 3, n. 7. Aristóteles, Eth III, c. 2. STh I-II, q.1, a. 5. STh I-II, q. 13, a. 3.
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tardomedievales a propósito de la eficacia e ineficacia de la voluntad acerca de lo posible como objeto de la voluntad; así como del papel que la voluntad ejerce cuando en la elección se hace motivo de sí misma. Acerca del objeto de la elección, una pregunta obligada fue si la elección misma se limita a las cosas posibles; pues como es un acto de la voluntad, quizás podría ejercerse sobre lo posible y lo imposible. En realidad estamos ante una tesis de enorme interés filosófico, la cual podría desdoblarse: la elección quizás podría recaer o sobre lo que es imposible en sí mismo, o sobre lo que es imposible para quien elige. Téngase en cuenta que lo posible es aquello que puede existir por tener un núcleo de notas compatibles entre sí, o sea, incontradictorias. Imposible es lo que no puede existir porque sus notas son incompatibles, o sea, contradictorias. Lo posible, en un sentido amplio –aquello que puede ser– se opone, de un lado, a lo actual y, de otro lado, a lo imposible y a lo necesario. “Hablamos de posible en dos sentidos. En un sentido, se contradistingue de ser necesario, y así decimos que son posibles las cosas que pueden ser y no ser. […]. En otro sentido, lo posible es común a las cosas que son necesarias y a las cosas que pueden ser y no ser; en cuyo caso, lo posible se contradistingue de lo imposible”23. En este último sentido, lo posible abarca lo necesario y lo contingente, por cuanto todo lo que es o existe –con necesidad o sin ella– no existiría si no fuera posible; por tanto, lo que es necesario que exista, es posible que exista. Por último, se habló del posible incondicionado –absolute– y del posible condicionado –ex suppositione–24. En el primero no hay referencia a causas, ni superiores ni inferiores, sino que sólo es considerado en sí mismo: “A veces se dice que algo es posible de modo absoluto, a saber, cuando los términos de un enunciado no tienen repugnancia entre sí”25. Por su parte, lo imposible es aquello que tiene un núcleo de notas contradictoriamente incompatibles entre sí, por lo que ni es, ni puede existir: está determinado a no ser. Se opone, por lo tanto, a “necesario” y a “posible”26. De varias maneras describe Santo Tomás el estatuto filosófico de lo “imposible”: ni es ni puede ser, contraponiéndolo a lo necesario y a lo posible. En frases contundentes: lo imposible está determinado solamente al no ser27; lo imposible es necesario que no sea28; lo contrario de lo imposible es lo necesaria23 24 25 26 27 28
In IX Met, 3. STh I, q. 25, a. 3; III, q. 46, a. 2. Pot, q. 3, a.14. Pot q1 a, 3; In I Perih, 14. In I Perih, 14. Pot, q. 1, a. 3
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mente verdadero29. Sus tipos más generales son lo imposible absoluto (absolute) y lo imposible condicionado (ex suppositione)30. Lo imposible absoluto lo es por la relación incoherente entre los términos, porque el predicado repugna al sujeto, como cuando se dice que “el hombre es asno”: esta proposición incluye que lo racional es irracional31. Lo imposible condicionado es en verdad un posible que supone la presencia de una condición que lo anula32, como cuando aparecen unas circunstancias adversas: no sería un “imposible absoluto” o en sí. La voluntad se puede tensar hacia lo posible y a lo imposible. Pero la voluntad es determinada y completa si está referida tan sólo a lo posible. Es incompleta –y suele llamarse ‘veleidad’–, si está referida a lo imposible. Y en torno a esta tesis se vuelven a concentrar las mismas diatribas que se despertaron a propósito de la elección de los medios. 2. Quizás no ha quedado suficientemente subrayado que estamos tratando de lo posible en el orden práctico y existencial. Por referencia al objeto de la voluntad, que es el bien, las cosas posibles como tales no pueden denominarse, en sentido estricto, propiamente buenas. La noción completa y absoluta de bien envuelve necesariamente la noción de fin apetecible. Las cosas puramente posibles como tales, con exclusión de todo orden actual y explícito a la existencia, no pueden decirse apetecibles, pues no pueden perfeccionar al sujeto apetente: la índole perfecta y absoluta de bien se refiere necesariamente a la existencia: las cosas posibles como tales no pueden denominarse rigurosamente buenas, por carecer de existencia. La tendencia e inclinación de todo apetito a un bien recibe su complemento y última perfección mediante la unión y posesión real de la cosa apetecida: pero lo que no existe, no puede unirse realmente con el sujeto apetente ni figurar como término del acto de apetecer, ni mucho menos del acto de posesión. Cuando amamos y deseamos la ciencia, la virtud, la salud o cualquier otra perfección, no deseamos la ciencia o la salud en cuanto posibles, sino una ciencia y una salud que tengan existencia real en nosotros; pues las deseamos porque aun no las poseemos, sabiendo al propio tiempo que hay facultad de adquirirlas. Reconocemos que sólo las amamos porque y en cuanto pueden realizarse y existir en nosotros. 29
Es importante advertir que lo posible y lo imposible no se refieren solamente a la “potentia” y a la “impotentia”, sino también “a la verdad y falsedad del juicio que encierran las proposiciones” (In V Met, 14, l). 30 STh I, q. 25 a. 3; a. 4 ad 1; III. 46. 2 c; In I Sent dist. 42, q. 2, a. 3 ; Pot q. 1, a. 4 ad 1; In I de Caelo, c. 25 (26 b & 29 b). 31 STh I, q. 25, a. 3 ad 4 32 STh I, q. 25, a. 3.
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Por tanto, no hablamos aquí de lo posible en sentido especulativo, sino práctico, referido a la voluntad y a la existencia. Con pura especulación o teoría no aparece nada como apetecible. Captarlo como apetecible ocurre con un conocimiento práctico, es decir, afectivo o que es movido por el afecto. La razón práctica, en su sentido más original, está conectada necesariamente a la afectividad, a la voluntad y a la existencia. La praxis se refiere a las obras y al ejercicio: lo cual no puede considerarse sin relación a la existencia. Pero consideradas en el estado de pura posibilidad, fuera de la praxis o del ejercicio, las cosas no se refieren a la existencia. En resumen, si yo miro la posibilidad de una cosa sólo teóricamente, pero no prácticamente, está claro que lo posible no se me muestra en sintonía y en relación con mi voluntad, sino sólo como no incompatible en sí mismo, sin ninguna comunicación y conveniencia conmigo: lo cual significa que no es apetecible en el orden de la acción.
4. Querer lo imposible: la veleidad 1. Un punto clave de esta investigación es el papel que juega la “existencia” en lo posible y en lo imposible. Lo cierto es que con mi voluntad puedo poner en marcha el mecanismo psicológico –deseos e imaginaciones– dirigido a lo que no existe en la realidad; pues, para que una cosa sea amada humanamente se requiere, desde luego, una relación a la existencia, pero no siempre a una existencia real, pues bastaría la mera existencia mental, otorgada por la inteligencia. La voluntad sólo es atraída y excitada por algo conveniente que ella pueda poseer o disfrutar; y esto sucede en el orden práctico cuando hay una existencia, real o ficticia. De modo que incluso una cosa imposible puede ser apetecida por mí si le otorgo al menos una existencia aparente. Sólo la voluntad humana puede complacerse en una cosa ficticia o imposible, como cuando me deleito en fábulas y ficciones, o cuando deseo ser un hombre lobo. Ahora bien, de la misma manera que puede la voluntad complacerse en la esencia de una cosa posible, puede también desear o complacerse en una cosa imposible, a saber: otorgándole una existencia mental, meramente ficticia, como le ocurría a Don Quijote. En resumen: las cosas posibles se pueden amar si son captadas como algo que tiene algún tipo de ser o existencia, bajo la ficción mental de que aquella posibilidad no es sólo una incontradicción, sino incluso una oportunidad de existir; luego podrían ser apetecidas bajo esa relación. En realidad, cuando la cosa ficticia o fabulosa o imposible agrada a la voluntad es que el sujeto le ha proyectado mentalmente el aspecto de una existencia irreal, mediante la cual es recibido aquel objeto como idóneo y conveniente a la voluntad; y es así como
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agrada. Prescindo aquí de que este fenómeno sea síntoma de una enfermedad mental; pues si lo fuera, posiblemente muchos estaríamos un poco locos. Sobre la existencia ficticia –prestada por la mente– cabe recordar que la imaginación, actuando a su manera y en su propio orden, ofrece correspondencias virtuales entre dominios separados, apunta a lo posible, pero a lo posible con estatuto normalmente irreal33. Esta relación de lo imaginario con el mundo es la expresión de la abierta finitud del hombre, y de la necesidad que él tiene de insertar sus objetos en cuadros que lo desbordan, en hipótesis imaginarias –no necesariamente fabulosas– que actúan normalmente luego como condición del conocimiento intelectual. Pero si esas hipótesis de posibilidad son empujadas por afectos o emociones, hacen que la razón se despliegue con una practicidad errática. De modo que sólo en el hombre puede haber una practicidad errática, en la que seguramente confluyen, de un lado, la inquietud afectiva de la voluntad y, de otro lado, la agitación ficcional de la imaginación. Por tanto, cuando se dice que las cosas posibles no pueden ser amadas en estado de posibilidad, esta afirmación merece ser matizada. Porque eso es cierto en un estado de posibilidad pura, una vez eliminado todo existir y todo orden al existir; pero otra cosa es si se consideran en relación práctica a una existencia y a una bondad al menos imaginada o fingida. Así, cuando alguien dice que las cosas posibles no son amadas bajo este estado, debe tener en cuenta que habla del estado de la posibilidad en cuanto que se opone a todo ser tanto futuro, como presente y pretérito; tanto verdadero como imaginado. Pero si las cosas posibles se revisten siquiera mentalmente de un orden al ser, pueden ser amadas, al menos bajo ese aspecto. 2. Un modo amplio de voluntad incompleta es la “veleidad”. En realidad la También lo imposible, aunque sea conocido en sí como imposible, puede enmascararse bajo alguna bondad y relación a su propia existencia, incluso imaginada34. Al respecto es conocida la tesis de Aristóteles, ya citada: no hay elección de cosas imposibles35. Y Santo Tomás, siguiendo el hilo de esta afirmación, indica que nuestras elecciones se refieren siempre a nuestros actos, y estos nos son posibles: por lo que la elección no es sino de cosas posibles. Asimismo el motivo de elegir algo es para que por ello podamos conseguir el fin o lo que conduce al fin; y nadie puede conseguir el fin por medio de lo imposible: buena prueba de ello es el hecho de que, si, al deliberar, topan los hombres con algo 33 34 35
E. Husserl, Cartesianische Meditationen, Nijhoff, The Hague, 1963, p. 60. J. Poinsot, In I-II, disp. VI, a. 3, n. 15. Aristóteles, Eth III, c. 2.
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que les es imposible, desisten, no pudiendo continuar. Y debe recordarse que el medio que conduce al fin es el objeto de la elección y se comporta con el fin como la conclusión con el principio; y es evidente que una conclusión imposible no puede deducirse de un principio posible. Así tampoco un fin puede ser posible, si no es posible el medio que a él conduce. Nadie se mueve a lo que es imposible; y nadie por lo tanto tendería al fin si no le constase la posibilidad de los medios. Por consiguiente lo que es imposible no es objeto de elección36. No es lo mismo “querer” que “elegir”. Esta conclusión responde a un planteamiento “razonable” de la voluntad misma. En realidad la voluntad está situada entre la inteligencia y la operación exterior, pues la inteligencia propone a la voluntad su objeto, siendo la misma voluntad causa de la acción exterior. Así pues, aunque la voluntad esté tensada a la existencia, el principio del movimiento motivador de la voluntad está en la inteligencia que aprehende algo como bien. Y sólo bajo esa motivación intelectual se mueve la voluntad hacia su bien. Pero no todo está dicho con esta argumentación. En primer lugar, porque no estamos hablando en el orden teórico, sino en el práctico. Y, en segundo lugar, porque ajustados al orden práctico, falta por indicar –y así lo hizo Santo Tomás– dos tipos de voluntad: la completa hacia lo posible y la incompleta hacia lo imposible. Hay, claro está, una voluntad completa, que no es sino de lo posible, que es el bien para el que está queriendo. Pero habría también una voluntad incompleta, que es de lo imposible, que fue llamada veleidad, porque alguien querría eso si fuera posible. Estos son mecanismos internos de la voluntad en cuanto finita, y no en cuanto voluntad en sentido estricto. De nuevo, es preciso distinguir entre “querer” y “elegir”: la elección expresa el acto volitivo que está ya determinado a lo que debe hacerse concretamente; por tanto, no es sino de lo posible37. La “veleidad” es en realidad un querer condicionado e imperfecto, un querer que no desemboca fácticamente en un acto, ni llega a completarse. Se contrapone así a una voluntad absoluta y completa o perfecta. Por ejemplo, el juez quiere de modo absoluto que sea castigado el homicida, aunque de modo relativo o accidental quisiera que viviera feliz, a saber, en cuanto es un hombre. Este último querer del juez se llamó “velleitas” y no voluntad absoluta. En realidad no es preciso que la veleidad sea, en principio, un acto especial, sino una determinación que acompaña a un acto de la voluntad en sentido estricto; y lo hace entonces consectariamente, connotando un objeto desvaído. La voluntad imperfecta, la veleidad, se refiere a lo imposible que podría ser querido si fuese posible. Es esa una voluntad relativa, a saber, si algo no se opusiera. Por lo tan36 37
STh I-II, q. 13, a. 5. STh I-II, q. 13, a. 5, ad 1.
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to, “la voluntad que se llama de los imposibles no es una voluntad perfecta que pretenda conseguir algo, porque nadie tiende a lo que estima como imposible. Es una voluntad imperfecta, llamada veleidad, porque alguien quiere aquello que estima imposible, pero bajo la condición de que fuera posible”38. Pero ocurre que, también en el orden práctico, esa veleidad connotativa puede separarse de su raíz volitiva adecuada y empezar a ejercer un acto propio. Comienza a asimilarse a un proceso psicológicamente mórbido. Pues como el objeto de la voluntad es el bien aprehendido intelectualmente –y así comparece como motivación–, se ha de juzgar de él tal como se halla en el conocimiento: y, así como la voluntad se propone a veces lo que es estimado bueno, no siéndolo en realidad, del mismo modo la elección puede recaer alguna vez sobre una cosa que, según el juicio práctico del que elige, es posible, y que sin embargo no lo es para él. La relación que la voluntad mantiene con lo imposible es análoga a la que sostiene con el no-ser y el mal. Para una conciencia no atrapada por imaginaciones ficticias, el no-ser no es apetecible por sí mismo, sino accidentalmente, por cuanto que es apetecible la eliminación del mal que le está unido: “El no-ser en cuanto tal no es apetecible, sino sólo accidentalmente. Ejemplo: la desaparición de algún mal es apetecible porque el mal desaparece al no existir. Y la desaparición de un mal sólo es apetecible en cuanto que el mal priva de algo. Así pues, aquello que en cuanto tal es apetecible, es el ser. El no-ser, en cambio, sólo lo es accidentalmente. Y esto se debe a que el hombre apetece un determinado ser del que no soporta verse privado. Así también, y accidentalmente, se llama bien al no-ser”39. Por tanto, el mal no es deseable de suyo, pero accidentalmente es apetecible en la medida en que sigue o acompaña a un bien: “Algún mal es apetecido accidentalmente, en cuanto que reporta algún bien. Y esto se da en cualquier tipo de apetito. Pues lo que busca el agente natural no es la privación o la corrupción, sino una forma a la que se le una la privación de otra o la producción de algo que conlleva la corrupción de otro. Ejemplo: cuando el león mata al ciervo, busca comida, lo cual conlleva la muerte del animal. El mal que va unido a un bien implica privación de otro bien. Así pues, nunca será apetecido el mal, ni siquiera por accidente, a no ser que el bien que conlleva el mal sea más apetecido que el bien del que se ve privado por el mal”40. Asimismo, algo esencialmente imposible no incluye ninguna bondad ni entidad; por lo que no puede ser deseado. En realidad el bien se convierte con el ser y expresa orden a la existencia; mas lo imposible carece de ser y lógicamente no es un bien. Lo apetecible es el bien y sólo lo que tiene bondad en sí puede ser 38 39 40
Mal q. 16, 33, ad 9. Cfr.: STh I, q. 19, a. 6 ad1; STh I-II q. 13, a. 5 ad1; STh III q. 21, a. 4. STh I, q. 5, a. 2, ad 3. STh I, q. 19, a. 9; cfr. también STh I, q. 25, a. 5; De potentia, q. 1, a. 3 ad 9.
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deseado “absolutamente”. Incluso los bienes particulares son apetecibles de modo absoluto, pues participan del bien en general, siendo formalmente bienes “en sí” mismos. Por eso son apetecidos de modo absoluto. En cambio, lo que tiene sólo la bondad de modo “accidental”, debido a una circunstancia o condición, sólo puede ser deseado relativa o condicionadamente, en función de esa circunstancia. Así como el mal es ajeno al objeto de la voluntad, así también lo es lo imposible. Pero a veces la voluntad se dirige a una cosa mala que es considerada como buena: su motivación ha sido afectada entonces por una ilusión. De modo semejante, puede desear un imposible que es considerado imaginariamente como posible. Así lo explicó Cayetano41. A propósito de esta distinción entraron en la polémica autores como Pedro de Lorca42, Gabriel Vázquez43 y Juan de Salas44, entre otros. Esta polémica –muy interesante, por cierto, pero bastante sutil– se sale de los límites de este trabajo. Para una conciencia intelectualmente resuelta, lo accidentalmente imposible es algo que por naturaleza tiene entidad y posibilidad, pero se hace imposible cuando en él se cruza una condición. Tal imposible accidental puede ser querido absolutamente. Esto significa que lo esencialmente imposible no tiene, por propia naturaleza, entidad y bondad, por lo que no puede ser querido absolutamente. Pero lo accidentalmente imposible puede ser querido absolutamente… como posible. Lo imposible esencial incluye una contradicción en sí –una incompatibilidad de notas–, sin necesidad de condición alguna, pues la incompatibilidad en sí, la 41
Tomás de Vío Cayetano: In Primam Partem Commentarium, q. 63, a. 3. Cayetano insistió en la diferencia entre dos tipos de imposible. Habría un imposible esencial e intrínseco, que implica contradicción; y otro imposible que sería accidental e incluiría alguna hipótesis o supuesto v. g., el padre muerto es un imposible, pero no en razón de sí mismo absolutamente y por los predicados intrínsecos, sino en razón de la preterición (pues no existe de presente, aunque existió en otro tiempo) y de la muerte. Afirma, pues, que el imposible esencial no puede ser apetecido absolutamente y en razón de sí mismo, pues por implicar contradicción carece de todo fundamento de apetibilidad. Puede, no obstante, ser apetecido accidentalmente y en razón de alguna consideración añadida: por ejemplo, los condenados por sentencia firme desean que el juez no exista, pero no en sí mismo, sino porque con su no existencia ellos habrían escapado de la pena infligida. En cambio, lo imposible del accidental puede ser deseado en razón de sí mismo y esencialmente, como si yo deseara que mi padre viviera, atendiendo a lo que abstractamente es propio del padre, y prescindiendo de la condición que lo acompaña, a saber, su estado de difunto, pues con ambos elementos juntos (padre-difunto) yo no puedo desear que mi padre muerto viva. 42 Pedro de Lorca, Commentaria in Primam Secundae, Alcalá, 1609: disp. 17, Pars II. 43 G. Vázquez, Commentaria in Primam Secundae, Alcalá, 1605; disp. 42, cap. 2-5. 44 Disputationes in Priman Secundae Divi Thomae, Barcelona, 1607; tract. VI, disp. 1, secc. 5, q. 6.
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contradicción, va de suyo. Ejemplo de imposible esencial: “el hombre es irracional”. En cambio, lo imposible accidental no conlleva de suyo semejante incompatibilidad de notas –por lo que sería un posible–, aunque la implicaría si existiera una condición. Por ejemplo, que “Pedro no ha mentido” no implica de suyo contradicción. Pero suponiendo que ya mintió es imposible no haber mentido, pues no hay potencia o poder de modificar el pasado. Por eso, la voluntad no puede dirigirse con un deseo absoluto a un imposible que es esencialmente imposible. Pero lo que en sí mismo es accidentalmente imposible, o hipotéticamente imposible, puede ser querido absolutamente. Lo cual significa que lo esencialmente imposible puede ser querido de modo condicionado; y lo accidentalmente imposible puede ser querido de modo absoluto45, como ha quedado dicho. Sutileza fenomenológica no le falta a esta tesis. Pero adviértase que “querer” no es sinónimo de “elegir”. El imposible esencial no funda de suyo ni bondad alguna ni perspectiva de consecución. De ahí que para ser deseado, deba revestirse de alguna bondad, al menos imaginada o fingida, que complazca una vez representada. En cambio, el imposible accidental tiene bondad de suyo, por el valor del objeto, pero se vuelve imposible e inalcanzable por un accidente circunstancial sobreañadido. Por este motivo, la voluntad no tiende a conseguir ni el imposible esencial, ni el accidental como tales, puesto que la consecución es incompatible en ambos casos y además es captada como inconciliable. Ahora bien, en cuanto el querer originario o simple se ordena a la bondad de la realidad, pero no a su consecución, el imposible esencial no puede ser amado en sí mismo por la voluntad; pero si agrada a la voluntad, debe ser por alguna cosa extrínseca añadida e imaginada, pues es amado por su bondad aparente o fingida. En cambio, el imposible accidental puede ser deseado de por sí, sin añadirle algo extrínseco e imaginado, pero sólo cuando se ha separado racionalmente la condición por cuya incidencia se torna imposible; como yo puedo querer que viva mi padre muerto, separando la muerte y considerando sólo el padre. En resumen, desde el punto de vista fenomenológico, sobre lo esencialmente imposible –cuyas notas conllevan contradicción– no puede haber de suyo un querer originario o absoluto; pero sí un querer condicionado o relativo, en función de un bien adjunto al objeto. Por ejemplo, quien va a ser condenado por homicidio desea que no exista el juez, no por la persona misma del juez, sino por un bien que le sobrevendría si el juez no existiera, pues se libraría de la condena. Mas de lo que es imposible de modo condicionado y accidental puede 45
T. Cayetano: In Primam Partem STh q. 63, a. 3 dub. 1 y 2; C. Koellin: In Primam Secundae, q. 13, a. 5; F. S. Ferrara: In III Contra Gentes, cap. 109, dub.; J. Capreolus: In II Sent., dist. 4, q. 1.
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haber volición absoluta en sentido estricto. Por ejemplo cuando un homicida tiene este deseo: “Quisiera no haber matado”. El “no matar” es en tal hombre un bien y una conveniencia moral, a pesar de que, en ese caso, es un imposible, por el supuesto o la condición añadida de que el matar ya ocurrió –no existe ya de presente, aunque existió en otro tiempo–: la voluntad podría desearlo de modo esencial y absoluto.
5. Voluntad eficaz y voluntad ineficaz 1. A la comprensión cabal de la voluntad incompleta ayuda la distinción entre voluntad eficaz y voluntad ineficaz. Hasta aquí se han mostrado dos tesis sobre “elegir” y “querer”. Primera, la elección sólo puede ser de los posibles. Segunda, la voluntad imperfecta puede ser de lo imposible: es voluntad imperfecta la llamada voluntad ineficaz, la veleidad, como habría dicho Escoto46. Sobre la tesis primera no hay dificultad en aceptar que la elección es la voluntad determinada y eficaz de los medios en orden a la consecución del fin. Pero la consecución del fin es incompatible con un medio imposible; luego si un medio es reconocido y juzgado como imposible, jamás se producirá con tal medio una tendencia volitiva a la consecución del fin. Ahora bien, si no se conoce esta imposibilidad –o mejor, si sólo se conoce una ficción–, podría haber accidentalmente elección de semejante medio imposible; eso ocurre porque media un acto mental cognoscitivamente seducido; habría, pues, elección de una cosa que, siendo en sí imposible, es juzgada posible47; y eso significa que en su aspecto formal y motivador sería posible, pues la voluntad es regulada, en su acción práctica, por el juicio de la mente, no por lo que existe en la realidad. La voluntad quiere lo real, mas para conseguirlo se regula por la inteligencia. En todo lo dicho gravita la tesis de que la inteligencia atrae las cosas hacia sí, justo para conocerlas, dándoles una existencia mental. En cambio la voluntad se dirige a las cosas que están en la misma realidad e intenta contactar con su 46
Joannes Duns Scotus, In II Sententiarum, dist. VI, q. 2. Según Escoto, hay una voluntad eficaz y una voluntad ineficaz; y afirmaba que la voluntad no puede dirigirse al imposible con voluntad eficaz, aunque sí con voluntad ineficaz, la cual no es cosa distinta de la pura complacencia en el objeto. Para Escoto la volición eficaz que tiene un enfermo respecto a la salud que él espera conseguir no puede versar sobre un objeto imposible; pero sí puede haber una volición ineficaz de un objeto imposible, al que puede dirigirse con un simple acto de complacencia. Por ejemplo, el enfermo puede desear por simple complacencia la salud que él ni espera ni procura con medios para conseguirla. 47 J. Poinsot, In I-II, disp. VI, a. 3, n. 1.
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existencia. Luego como las cosas imposibles no pueden existir –aunque sean perfectamente conocidas por la inteligencia– la voluntad no puede tender a ellas de modo absoluto, pero sí de manera relativa. La tesis más común entre los intérpretes del Aquinate es que hay dos niveles voluntarios: el eficaz y el ineficaz. Habría un acto de la voluntad que es eficaz y absoluto, y otro que es ineficaz y condicionado, el cual se expresaría en tiempo verbal optativo. Mas, ¿qué alcance tendría la voluntad eficaz? Siguiendo a Santo Tomás, Poinsot explicó que de lo imposible –sea esencial, sea accidental– no puede haber volición eficaz, tal como se da en la elección estricta. –De nuevo llamo la atención sobre la distinción entre “querer” y “elegir”. Sólo mediante elección la voluntad se dirige eficazmente al bien concreto – lo conveniente aquí y ahora– teniendo presente el fin intentado. Ciertamente todo lo imposible, sea de la clase que fuere, no tiene naturaleza de bien ni es conveniente aquí y ahora respecto al fin intentado. Eso significa que lo imposible no puede ser eficazmente apetecido mediante elección. En realidad, el bien concreto –conveniente aquí y ahora– expresa existencia; pero esto no puede darse en un imposible, sea el que fuere. Es claro que el bien concreto es apetecido para ser poseído y gozado; pero lo imposible no puede ser poseído, ni consiguientemente tampoco disfrutado de manera eficaz y eficiente. Lo cierto es que “de la voluntad eficaz se sigue la obra”, la cual no resulta de la voluntad de lo imposible, voluntad que no es eficaz. Ni se puede emitir un juicio absoluto sobre semejante objeto mediante el imperio; y es que la voluntad tampoco puede conseguirlo eficazmente. Ahora bien, conviene recordar otra vez que el objeto de la voluntad es el bien propuesto por la inteligencia; y como la inteligencia puede, mediante reflexión, separar las cosas que están unidas, podrá proponer a la voluntad una bondad separada de la imposibilidad que le esté unida accidentalmente; y de este modo, la voluntad podrá dirigirse a aquélla. Sólo por la acción de la inteligencia, acuciada por la voluntad, se produce una desconexión que redunda en un sorprendente acontecimiento volitivo. 2. ¿Se puede querer lo accidentalmente imposible? Resulta que en la normal secuencia del acto psicológico no puede haber elección de las cosas imposibles, ni siquiera de las accidentalmente imposibles. Pues la elección supone consejo que, evidentemente, no ha lugar sobre lo imposible. Efectivamente, nadie es aconsejado sobre cómo no morir, al ser esto imposible; de ahí que cuando un consejero llega a lo imposible, de inmediato desiste de su empresa.
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Y es que la elección implica un juicio práctico referido a lo que deberá hacerse. Ahora bien, de los imposibles no puede haber un juicio práctico eficaz para que vengan a ser. Luego tampoco puede haber elección de ellos. Con todo, si no por elección, lo accidentalmente imposible puede ser querido –como se ha dicho– con una volición perfecta y absoluta. Querer no es todavía elegir. La clave de esta proposición está en que la inteligencia puede representar por separado, de un lado, la bondad de la cosa imposible y, de otro lado, la imposibilidad. Además, el querer ineficaz puede ser premeditado: puesto que la voluntad, sin tender a la consecución, y complaciéndose sólo de modo simple, puede surgir con plena advertencia de la inteligencia, determinándose y moviéndose premeditadamente. Por ejemplo, un hombre que siente complacencia en una quimera, puede moverse a quererla o complacerse en ella; aunque juzgue que esto es imposible física y psicológicamente. Y de modo similar, uno puede desear ardientemente un monte de oro; pero su consecución es imposible. Y con mayor razón puede darse la voluntad impremeditada sobre todos esos imposibles, puesto que es menos atenta y, así, ni siquiera repara en la imposibilidad de amarlos. Por último, es claro que acerca de los imposibles esa voluntad ineficaz puede ser absoluta, puesto que uno puede representarse alguna bondad –o posibilidad de deleite– en el objeto imposible, sin condición alguna o en sí mismo, sabiendo que es imposible conseguir esa cosa48. 3. Por otra parte, puede darse una voluntad ineficaz condicionada, existiendo la condición adherida al objeto y no al acto que existe realmente en la voluntad49. Esto es patente en las experiencias cotidianas: en efecto, hacemos muchas promesas, tratos y alianzas con actos de presente, diciendo que un acto de estos es firme y válido si se cumple esta o aquella condición objetiva, y no de otro modo. La voluntad, a su vez, no está condicionada por el acto, puesto que el acto de prometer, tratar, o aliarse está realmente en la voluntad; y no se suspende su existencia, sino la ejecución de la cosa propuesta; y así está condicionada por el objeto, el cual se muestra bajo condición; pero, insistamos, no está condicionada por el acto, el cual es realmente emitido; y de hecho causa placer o aprobación la bondad del objeto representada y propuesta bajo condición50. Un acto no puede recaer sobre un objeto que solamente tenga su índole formal bajo condición, al igual que la visión no puede versar realmente sobre un objeto que tiene color bajo condición, el cual realmente no sería entonces objeto 48 49 50
J. Poinsot, In I-II, disp. VI, a. 3, nn. 8-9. J. Poinsot, In I-II, disp. 20; y disp. 5. J. Poinsot, In I-II, disp. VI, a3, nn. 10-11.
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de color. Ahora bien, para que realmente haya un objeto que motive a la voluntad, no se requiere que de hecho tenga en sí la bondad presencialmente existente, pues muchos actos versan sobre una realidad futura o pretérita; es suficiente que posea la bondad conocida realmente y con orden a un ser, ya sea condicionado, ya sea posible, ya sea imaginado, puesto que la voluntad es guiada por el conocimiento. Y de este modo la voluntad puede emitir un acto absoluto y realmente producido por ella sobre un objeto realmente condicionado en cuanto a su existencia, pero conocido de hecho en su bondad y con orden a una existencia. Al igual que sobre una cosa inexistente y carente actualmente de la bondad real puede versar un acto de la voluntad, para lo que le es suficiente la bondad conocida intelectualmente51.
6. La figura antropológica del “como si” Ahora se pueden matizar algunas dudas que han ido surgiendo. Por ejemplo, es claro que el imposible carece de entidad y de bondad en sí –en su propio sujeto o en lo real–; pero no es así en cuanto se trata de un objeto aprehendido intelectualmente, o sea, en cuanto que es aprehendido por la inteligencia como si fuera un bien, prescindiendo de lo que es propio de la bondad. Y así puede ser deseado con un acto absoluto e ineficaz en cuanto a la bondad aparente e imaginada, o con un acto condicionado en cuanto a la consecución. Podría argüirse que el objeto condicionado no es realmente un bien, ni es fácticamente objeto de la voluntad, sino que sólo es mero objeto, y sería un bien si se pusiera la condición. Debe responderse que, desde la perspectiva entitativa y existencial, el objeto condicionado permanece no-ente y no-bien en sí mismo; sin embargo, objetivamente y en la aprehensión intelectual mantiene, a su modo, la bondad como aprehendida y como motivadora: y en función de esa bondad puede ser término de la simple volición, no de la elección. En efecto, aunque la voluntad sea atraída hacia la bondad del objeto en sí, sin embargo, es regulada por la aprehensión intelectual como con una condición exigida: y de ésta se reviste el objeto para ser deseado, aunque en realidad no exista, ya que también puede ser deseado el bien aparente. De ahí que este imposible no esté fuera de la esfera del objeto de la voluntad, puesto que tal objeto no es sólo el bien verdadero, sino también el aparente o imaginado. Y todo lo conocido que puede motivarla, puede también ser término de su acto. Ahora bien, el imposible no puede motivarla por su propia entidad, pero sí por gracia de la inteligen-
51
J. Poinsot, In I-II, disp. VI, a. 3, n. 12.
VIII: Radicación y objeto de la elección
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cia que lo aprehende como un bien y lo reviste de una bondad imaginada y extrínseca52.
52
J. Poinsot, In I-II, disp. VI, a3, n. 14.
Capítulo IX LA LIBERTAD EN LA ELECCIÓN
1. Lo necesario y lo libre 1. Cuando se plantea el problema de «fines y medios» humanos conviene advertir que, además de la cuestión del «fin último y definitivo» del ser humano –el fin llamado por los metafísicos de la beatitud o «bienaventuranza» –, suele surgir el problema de los fines más comunes o «vitales», es decir, propuestos para hacer la vida en el mundo: ahí entran los fines de «bienandanza» concernientes al centro personal de la profesión, de la vocación, del amor, etc; fines que, siendo permanentes, son también elásticos en el curso de la vida. En otro nivel de fines vitales están también los menos personales de «bienestar», referentes a prosperidad, salud, riqueza, acomodo, placer cotidiano; estos son todavía más flexibles y, además, están marcados por la caducidad. En todos esos niveles de fines que hacen referencia al bien humano – bienaventuranza, bienandanza, bienestar– comparece la relación de los “medios” a los “fines”. Y es claro que por referencia al fin de la bienaventuranza, tanto los fines de bienandanza como los de bienestar sean a su vez “medios”, que pueden elegirse de un modo o de otro. Desde el punto de vista psicológico y fenomenológico debe estudiarse esa relación de medios a fines, sea cual fuere el nivel en que se producen o suscitan. Un estudio metafísico o moral de tales fines y medios quedó aquí metódicamente excluido desde el principio, no por inútil, sino para dejar expedito el camino de ese estudio antropológico más específico. Pero una cosa es que algunos fines se conviertan en medios para lograr un fin superior; y otra que en la articulación misma de fines y medios sólo comparezca la libertad en un determinado nivel o que sencillamente no aparezca. ¿El hombre elige por necesidad o libremente? Esta es la cuestión. En verdad, a lo largo de la historia del pensamiento aparece con insistencia la tesis de que el hombre elige por necesidad. En primer lugar, desde una perspectiva racionalista se ha argumentado que, respecto a lo elegible, el fin se hallaría en la misma relación que los principios con las consecuencias de ellos deducidas; y si las conclusiones se derivan necesariamente de los principios, también el hombre estaría movido
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a elegir por necesidad en razón del fin. Además, la elección sería resultado de un juicio de la razón sobre lo que ha de hacerse; y la razón juzga inevitablemente acerca de algunas cosas por la fuerza necesaria de las premisas: parecería, por lo tanto, que la consiguiente elección se hace por necesidad. 2. En segundo lugar, se ha acudido a la indiferencia volitiva para negar la libertad en la elección. Supongamos dos cosas enteramente iguales: entonces el hombre no se inclinaría más a la una que a la otra; por ejemplo, un hambriento, a la vista de dos manjares igualmente apetitosos y a igual distancia, no propendería al uno más que al otro. Supongamos además que hay dos cosas, una poco valiosa y otra muy valiosa: no se podría elegir la que se considera en menos, postergando la que se tiene en más. Luego entre dos o más objetos, de los que uno aparece mejor que los demás, es imposible elegir otro que no sea ése, el cual es elegido por necesidad. Por lo tanto, en ambos casos, toda elección se haría por necesidad, puesto que siempre tendría que recaer sobre lo que de algún modo se presenta como lo mejor. Contra esta tesis se levanta, de nuevo, Aristóteles, para quien la elección es acto de la facultad espiritual, que puede funcionar indiferentemente sobre cualquiera de dos cosas opuestas1. Este es el punto central del argumento de Santo Tomás: el hombre no elige por necesidad. Ahora bien, la posibilidad de elegir o no elegir se evidencia por la doble potestad del hombre, el cual puede querer esto o aquello, como se desprende de la índole misma de su razón. Porque la voluntad se dirige a todo aquello que la razón puede concebir como bueno, esto es, no solo lo que constituye el querer o el obrar, sino también el no querer y el no obrar. Por otra parte en todos los bienes particulares se puede notar la presencia o la ausencia de algo bueno, en la que se entraña la índole de algo malo; y bajo este doble aspecto puede la razón estimar cada uno de estos bienes como aceptable o como rechazable2. Es importante retener que la elección no recae sobre el fin, sino sobre lo que se ordena al fin3; y que no versa sobre el bien perfecto –que sería la beatitud eterna–, sino sobre los bienes particulares: de ahí se sigue que el hombre no elige por necesidad, sino libremente4.
1
Aristóteles, Met IX, c.3 Solo el bien perfecto –la beatitud– no puede ser captado por la razón bajo concepto alguno de mal ni de carencia de bien; y por eso mismo el hombre quiere necesariamente la beatitud, sin que al respecto esté en su arbitrio querer no ser feliz o ser desventurado. 3 STh I-II, q. 13, a. 3. 4 STh I-II, q. 13, a. 6. 2
IX: La libertad en la elección
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En cuanto a la propuesta racionalista, antes indicada, Santo Tomás advierte que ni siquiera la conclusión procede siempre de los principios por necesidad, sino sólo cuando los principios no pueden ser verdaderos porque la conclusión es falsa. Igualmente tampoco es necesario que el hombre tenga siempre necesidad de elegir los medios a causa del fin, pues no todo medio es tal que sin él no pueda conseguirse el fin; o, si fuese así, no siempre es considerado bajo este aspecto. Y por último, nada obsta a que, al proponerse dos cosas iguales bajo un solo y mismo aspecto, se pueda considerar en una de ellas alguna condición que la haga prevalecer, de modo que la voluntad se incline hacia ella con preferencia a la otra. Por lo dicho quedan sólo apuntados algunos problemas que debemos desarrollar a continuación. En primer lugar, el sentido de la necesidad en la voluntad. En segundo lugar, el sentido de la libertad cuando la voluntad sólo tiene un solo medio posible para alcanzar el fin. Y en tercer lugar, el sentido de la libertad en una voluntad que puede elegir lo peor entre varias cosas buenas o regulares.
2. El sentido de la necesidad en la voluntad libre 1. Explica el Angélico que «necesario» se dice en dos sentidos: de modo absoluto, o de modo relativo5. Se juzga que algo es necesario de un modo absoluto por el contenido de los términos: bien porque el predicado está en la definición del sujeto, como, por ejemplo, “es necesario que el hombre sea animal”; bien porque el sujeto pertenece a la esencia del predicado, como, por ejemplo, “es necesario que un número sea par o impar”. Por otra parte, no es necesario de modo absoluto, por ejemplo, que un sujeto esté sentado. Mas aunque no sea absolutamente necesario, sí puede ser necesario de modo relativo, debido a un supuesto, por ejemplo: en el supuesto de que tal sujeto esté sentado, es necesario que esté sentado mientras está sentado. Además, en sentido absoluto el término “necesidad” tiene dos acepciones, según se considere que, en un ser concreto, esa necesidad proviene de su principio intrínseco o de un principio extrínseco. Primera, atendiendo al principio intrínseco, es necesario lo que no puede no ser. Como los principios intrínsecos son, en lenguaje aristotélico, la materia y la forma, tal principio puede ser material, como cuando decimos que 5
STh I, q. 82, a. 1.
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todo compuesto de contrarios necesariamente debe corromperse; o puede ser formal, como cuando decimos que todo triángulo necesariamente tiene tres ángulos iguales a dos rectos: es ésta una necesidad esencial y absoluta. Segunda, otra acepción de necesidad se aplica a un sujeto por razón de uno de sus principios extrínsecos, que son el final y el eficiente. 2. Por el primero, decimos que el fin no puede conseguirse o es difícilmente alcanzable sin mediar algo determinado, y en este sentido, para la vida es necesario el alimento, o para viajar es necesario el caballo: esta es la necesidad de fin, o de utilidad. La necesidad de fin no es contraria a la voluntad, cuando no se puede llegar al fin nada más que de una manera; por ejemplo, quien decide voluntariamente atravesar el mar, es necesario que en su voluntad esté el propósito de embarcarse. Por el segundo principio extrínseco, el eficiente, un sujeto es obligado por otro agente a realizar algo, sin serle posible obrar de otro modo: es la necesidad de coacción. Esta necesidad de coacción es contraria absolutamente a la voluntad. Pues llamamos violento a todo lo que va contra la inclinación natural de algo. Así pues, con respecto a la voluntad, hay que tener presente que es absolutamente necesario querer el fin; sin embargo, no lo es querer todos los medios que se refieren al fin. Asimismo una facultad puede tener una relación necesaria con su propio objeto, como la vista con el color, porque lo propio de su naturaleza es tender a ello; y así también nuestra voluntad quiere necesariamente el bien, que es su objeto propio. “Las cosas que, sin ser el fin, están orientadas como medios al fin, no son queridas por nosotros necesariamente, a no ser que sin ellas, por ser medios, no podamos alcanzar el fin que queremos. Ejemplo: queremos el alimento en cuanto que deseamos conservar la vida; queremos el barco en cuanto que deseamos cruzar el mar. Pero no queremos por necesidad aquello sin lo cual también podemos conseguir el fin, por ejemplo: el caballo para pasear, pues sin caballo también podemos pasear. Y así sucede con muchas cosas”6. Lo que se acaba de decir se basa en el hecho de que el movimiento de la voluntad es una tendencia hacia algo. Y así como se llama natural lo que es conforme con la tendencia de la naturaleza, así también una cosa es llamada voluntaria en cuanto que es conforme con la tendencia de la voluntad. Por lo tanto, siendo imposible que algo sea a la vez natural y violento, también es imposible absolutamente que algo sea violento y voluntario al mismo tiem6
STh I, q. 19, a. 3.
IX: La libertad en la elección
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po. Lo importante en la argumentación expuesta es que la necesidad natural no es contraria a la voluntad. Por el contrario, es necesario que, así como la inteligencia asiente por necesidad a los primeros principios, así también es necesario que la voluntad se adhiera al fin último, que es la felicidad plena. Por otro lado, somos dueños de nuestros propios actos en cuanto que podemos elegir esto o aquello: pero no se elige el fin, sino los medios que llevan al fin. Y es que no somos dueños del deseo del último fin. No debemos olvidar que la voluntad, en cuanto que naturalmente quiere una cosa, expresa mayor relación al intelecto (inteligencia intuitiva de los primeros principios) que a la razón (que opera mediante discurso orientado a posibilidades opuestas). Por eso la voluntad es una facultad más intelectual que racional. Pues el fin es, en el orden práctico, lo que los principios en el orden especulativo. En verdad, lo que le compete a una cosa de modo natural e inmutable es necesario que sea principio y fundamento de todo lo demás, porque la naturaleza es lo primero en cualquier ser, y todo movimiento deriva de algo inmutable. La naturaleza que tiende a un fin, necesariamente pone los medios imprescindibles para la consecución de dicho fin. De modo semejante, también el agente libre, al proponerse con entera volición un fin libremente, pone necesariamente el medio preciso para la consecución de tal fin. Hay una conexión necesaria entre el medio y el logro del fin; y en este logro del fin, el medio se comporta como antecedente respecto al fin mismo, pues la conquista del fin se sigue del medio. Luego de la misma manera que la naturaleza produce un animal y necesariamente le confiere las facultades o miembros para desplazarse, así también, del hecho de existir la volición eficaz del fin se sigue necesariamente la elección del medio. El fin, como objeto de la intención volitiva, implica orden intrínseco a los medios: pues es imposible querer eficazmente el fin por la intención y no querer un medio correspondiente. Y si el medio es sólo uno y es juzgado necesario por la inteligencia, la voluntad se dirige a él en la práctica necesariamente. Porque de la misma manera que el medio se comporta de un modo absoluto respecto al fin, así también un medio determinado se comporta de un modo absoluto respecto a un fin determinado; y a la inversa. Luego de la misma manera que, existiendo volición eficaz del fin, es necesaria la elección de la volición del medio absolutamente, así, existiendo la volición eficaz de un fin particular es necesaria la elección de un medio particular, único y necesario, así considerado. Y por último, si de una volición absoluta y eficaz del fin no se siguiera necesariamente la elección del único medio, conocido como tal, ocurriría que puede existir volición eficaz del fin sin volición del medio. Pero esta ilación es falsa. Porque de la misma manera que la verdad de un principio puede existir sin la verdad de una conclusión que no se sigue necesariamente
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de él, así también puede haber volición eficaz del fin sin volición del medio, si no se sigue necesariamente.
3. El apremio del único medio posible 1. En lo que sigue es importante tener presente la distinción entre necesidad absoluta y necesidad relativa. En el Siglo de Oro se mantuvo la tesis de que el hombre elige siempre libremente, no sólo en cuanto al ejercicio, sino también en cuanto a la especificación. Pero ¿se puede decir que la elección es siempre libre cuando hay un solo medio para lograr el fin? Desde luego, el hombre tiene intención (intentio) del fin; pero a partir de ahí se podría dudar si la voluntad elige necesariamente un único medio existente, cuando no hay otro para conseguir ese fin. Por ejemplo, un sujeto anhela eficazmente la salud y sabe que el único y necesario medio para alcanzarla es la amputación de la mano: ¿esa amputación es aceptada por el sujeto de manera libre o necesaria? Hubo una opinión que militaba a favor de la completa libertad de la voluntad humana, en caso de que contara con un solo medio. Venía a decir que si la voluntad elige libremente, también lo haría cuando contara con un solo medio. Sin embargo, esa argumentación no tenía en cuenta que si bien la voluntad elige de un modo absolutamente libre, eso no quita que la voluntad elija de un modo relativamente necesario, porque esas dos cosas no son opuestas. Es en esta «necesidad relativa» donde está la clave de la solución. Así pues, cuando se dice que el ejercicio de la voluntad está sometido a «necesidad», convendría diferenciar la necesidad absoluta y la necesidad relativa, fundada esta última en una suposición o hipótesis. La primera corresponde al acto considerado en sí mismo y de modo esencial, sin que se considere que media una suposición o hipótesis. La segunda se daría cuando la necesidad no afecta al acto de un modo absoluto, sino de un modo relativo, por ejemplo, suponiendo previamente una condición. Junto a esta importante diferencia ha de ponerse la distinción que existe entre voluntad eficaz y voluntad ineficaz. 2. De nuevo conviene referir la distinción entre voluntad eficaz y voluntad ineficaz. La volición es de dos clases: una es absoluta y eficaz; otra es condicionada e ineficaz. Aunque existen dificultades para explicar la naturaleza de ambas voliciones.
IX: La libertad en la elección
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Para unos, la volición absoluta y eficaz es aquella de la que se sigue el efecto, de suerte que el sujeto procede a obrar. Pero esta explicación tan sólo se fija en la consecución del efecto; no explica en qué consiste la naturaleza de esa volición, sígase o no el efecto. Para otros, la eficacia de la volición consiste en la intensidad, por ejemplo, situada la fuerza de las voliciones comparativamente del uno al cinco, una es intensa cuando llega por lo menos a cuatro. Pero lo cierto es que la intensidad no consigue que la volición sea eficaz; pues la volición condicional –la velleitas– puede ser mucho más intensa que la voluntad absoluta, de la que se siguen eficazmente las obras. Por ejemplo, un enfermo que no tiene esperanza de conseguir la salud, pensando que ya no es posible curarse, tiene una veleidad de querer la salud con una fuerza más intensa que la expresada por la voluntad absoluta de un individuo sano. Además, si la intensidad fuese requerida para la eficacia, eso sería principalmente porque la voluntad actúa con oposición de los miembros del sujeto. Pero los miembros no se oponen al movimiento de la voluntad, pues aunque las emociones y pasiones resistan a la voluntad de modo antecedente, sin quererlo la voluntad, sin embargo, no hay resistencia en los miembros si la voluntad está dispuesta a imperarlos. Luego la intensidad no es necesariamente exigida para que la voluntad sea eficaz. Bien es verdad que, en igualdad de condiciones, la intensidad conduce a una mayor eficacia. ¿Qué volición es esa que tiene o no tiene eficacia por su propia esencia? Se acaba de señalar que volición absoluta y eficaz es la que tiende al objeto, sin que haya presupuesta una condición cualquiera. Por su parte, la volición condicionada o ineficaz es la que sólo tiende al objeto suponiendo una condición. De ahí que la primera se explique expresando el verbo en modo indicativo y la segunda expresándolo en modo optativo o subjuntivo7. Ahora bien, para que la volición sea absoluta o eficaz no es suficiente tender al objeto de cualquier modo y sin condición, o expresando el verbo en modo indicativo –aunque esto fuese un requisito–, sino que además es necesario tender al objeto con otras condiciones singulares, como desear un objeto concreto, situado en un espacio y un tiempo precisos. Por ejemplo, el acto “quiero comer” no es eficaz ni suficiente para ir a comer, si no se determina qué deseo comer y a qué hora. Por otra parte, para que la volición sea condicionada, basta que la condición comparezca de manera sobrentendida, aunque el sujeto volente no se percate de ella, es más, aunque ese sujeto piense lo opuesto. De ese modo acaece con frecuencia que en apariencia la volición se muestra eficaz, a pe-
7
Gregorio Martínez, Super Primam Secundae, t. I, q. 13, a. 6, dub, 1, p. 760-762.
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sar de que en realidad es ineficaz, porque la condición es desconocida por el sujeto volente. Pues bien, hablando en términos absolutos, no se produce con necesidad la elección de un medio cualquiera, sea único o no lo sea. Porque un acto absolutamente necesario sería aquel que, en sí y sin condición alguna, incluye una necesidad inexorable o lógica. Ninguna elección implica una necesidad así; pues ninguna versa acerca de un bien que sea totalmente perfectivo, o sea conocido como sumo bien, extremo que, sin duda, es exigido para que la voluntad tienda a él de un modo absolutamente necesario. Otros piensan que la necesidad de elección no proviene del medio: porque éste no es deseable por sí mismo, sino que lo es a causa de otra cosa distinta de él. Tampoco provendría del fin al que pertenece el medio; porque el deseo del fin sería necesario tan sólo en cuanto a la especificación, pero libre en cuanto al ejercicio. Y como el deseo del medio es libre no sólo en cuanto al ejercicio, sino también en cuanto a la especificación, resulta que aún manteniéndose el deseo del fin, en la elección no habría resquicios de necesidad. Esta argumentación pasa por alto el hecho de la intención (intentio), pues la exigencia de elección proviene del fin, en cuanto el fin está bajo la eficaz volición y conexión del medio con él, de tal suerte que no proviene del fin en sí mismo considerado, es decir, directamente, pues el fin como tal no mueve a la voluntad necesariamente al ejercicio. Pero en cuanto el fin está bajo dicha volición de elección, puede causar una necesidad de índole “relativa”, es decir, de un modo indirecto conectado al acto de la intención. En cuanto al ejemplo de la mutilación, algunos han argumentado que un sujeto desea intensísimamente curarse y piensa con conocimiento de causa que el medio necesario e imprescindible es la amputación de la mano; y, sin embargo, no desearía que se la amputasen. Luego el medio único no es elegido necesariamente, aun incluso manteniéndose firme el deseo del fin. Esta argumentación tampoco cae en la cuenta de que sin amputarse un miembro, en términos absolutos no desea la salud. Es verdad que las voliciones de los fines de esta índole a veces comienzan siendo absolutas y eficaces, pero cuando se llega a la ejecución de medios difíciles y arduos, la voluntad se retrae y no quiere poner tales medios; pero en esas circunstancias la volición del fin deja de ser eficaz y absoluta. En definitiva, cuando existe una volición absoluta y eficaz del fin, se sigue necesariamente la elec-
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ción del medio único, si se conoce como tal. Pero esta necesidad no es absoluta sino relativa o condicional (por un supuesto)8.
4. La elección entre dos bienes iguales 1. Cuando a la voluntad se le proponen dos medios o bienes iguales y además existe igual juicio práctico sobre ambos, es preciso preguntarse de qué manera la voluntad puede elegir uno de ellos. Para responder a esta pregunta, no han faltado autores que, como Lorca, aseguraban que la voluntad no puede elegir un bien menor, pero sí puede elegir, de entre bienes iguales, a cualquiera de ellos9. Pero así no se da una respuesta precisa a la cuestión central: ¿por qué la voluntad se determina a uno más bien que a otro? Lorca sostiene que la voluntad se mueve por un impulso de la misma naturaleza y como por azar. De ahí que en ese planteamiento no habría perfecta elección. O sea, el hombre obraría solamente a impulsos de la naturaleza, no de la voluntad estricta. Pero la pregunta arriba enunciada no parece resuelta si el movimiento voluntario queda reducido a un impulso natural. Más cuidadosa metódicamente parece la respuesta de quienes afirmaban que ninguno de los medios obliga a la voluntad, ni en cuanto a la especificación, ni en cuanto al ejercicio10. Ciertamente en nuestra vida ningún medio obliga a que la voluntad se ponga en ejercicio. Por lo que ella puede elegir cualquiera de ellos. Pues ningún medio ónticamente considerado obliga al sujeto. Por consiguiente puede elegir a cualquiera o a ninguno de los medios presentes. Ahora bien, en el caso de que quiera elegir, está obligado a elegir el mejor formalmente y puede poner en cualquiera de ellos el motivo calificado de “mejor”, partiendo de la aprehensión cognoscitiva que le haya motivado. Pensemos que incluso el medio menos conveniente o relativamente conveniente conlleva carácter de bien. Luego la voluntad puede dirigirse a él. 8
Tomás de Vío Cayetano, In STh I, q. 81, a. 1 ad finem; Bartolomé de Medina, In Primam Secundae, q. 13, a. 6. 9 Pedro de Lorca (1561-1612), In Primam Secundae, disp. 18, p. 336-340. 10 Enrique de Gante (1217-1293) o Henricus Gandavensis, el Doctor Solemnis, Quodlibeta Theologica (París, 1518; Venecia, 1608 y 1613), Quodlib. 4, q. 16; Ricardo de Mediavilla (1249- 1308), In II Sententiarum, dist. 38, a. 2, q. 4; Marsilio de Padua (1275-1342), Doctor Solidus, q. 16 a. 4; Joannes Mayr o Maior (1535-1615), In II Sententiarum, dist. 38, q. 1; Joannes Buridanus (1300-1358), In III Eth, q. 4; Bartolomé de Medina, In I-II STh q. De electione; Joannes Salas, In I-II STh tract. 6, disput. 1, sect. 5, q. 8.
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Pues, como dice San Agustín, “un bien menor, incluso comparado con un bien mayor, no tiene carácter de mal, sino de bien; y, consecuentemente, tiene índole de apetecible”11. Además si el bien menor hubiera sido propuesto a la voluntad aisladamente y por separado, ella podría tender a él. Pero el caso es que no pierde su bondad por el hecho de ser propuesto juntamente con un bien mayor. Luego podrá ser elegido. Y si el bien que es menor puede ser elegido, entonces podrá ser elegido asimismo un bien igual y no será necesario elegir siempre el bien mayor. Un posible reparo a esta tesis podría venir de las propias palabras de Santo Tomás, cuando dice: “Ofrecidos dos bienes iguales a la voluntad, nada impide que ésta pueda recurrir a la inteligencia para que investigue alguna cualidad que sobresalga más en uno de esos bienes que en el otro; y de este modo, ella pueda inclinarse más a él”12. ¿Habla aquí el Angélico de que la voluntad habría de elegir lo que es intelectualmente representado como el bien más conveniente? No. Lo que al parecer dice aquí Santo Tomás es que las cosas que son iguales bajo una sola perspectiva o consideración, pueden ser desiguales bajo otra perspectiva distinta. Pero no dice que, permaneciendo dos cosas iguales en todo, no pueda elegir a ninguna de las dos. Enseña el Aquinate que la raíz de la libertad está en la inteligencia; pero eso no significa que el acto de la voluntad deba estar siempre conforme con el juicio de la inteligencia. Es posible que la inteligencia juzgue que una cosa es buena y que la voluntad adopte una posición negativa respecto a esa cosa. Como también es posible que la inteligencia juzgue que un bien es más conveniente y que la voluntad siga el menos conveniente. Ahora bien, la voluntad sigue a la inteligencia de una manera precisa: como la inteligencia no está determinada a conocer una sola cosa, tampoco la voluntad, siguiendo esta determinación abierta, está determinada en la elección a escoger un medio o bien determinado. Además, en el caso propuesto, las órdenes de la inteligencia son desiguales, dado que, por un lado, ella da órdenes a la voluntad para que siga una cosa y no otra; mas, por otro lado, la voluntad no elige siempre lo asignado por la inteligencia. De ahí que las órdenes dictadas por la inteligencia sean desiguales en su ejecución. Esta tesis podría ser llamada neutralizante. 2. Para otros, y en el caso antes expuesto, la voluntad no puede elegir un bien menor ni uno igual, sino que, hablando formalmente, elige siempre el
11 12
San Agustín, De natura boni, cap. 14. STh I-II, q. 13, a. 6, ad 3.
IX: La libertad en la elección
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bien mejor13. Esta interpretación parece tener alguna base en Aristóteles14, para quien la voluntad elige siempre el medio en que la inteligencia conoce alguna bondad que no reconoce en otro medio. Incluso afirma que elegimos lo que es considerado mejor15. De modo que si la deliberación se propone conocer el bien mayor, entonces la elección versa siempre sobre el bien mayor propuesto por la inteligencia. Pero si las cosas son así, resulta que el que comete una falta moral es un «desconocedor», un ignorante. Hay ribetes de un sutil racionalismo en esta conclusión: significaría que la voluntad tan sólo podría dirigirse a un medio más que a otro si hay algo que la determina más en un sentido que en otro. En el caso propuesto, no habría nada que la determinase a un objeto o medio más que a otro. Luego por sí misma no se movería ni a uno ni a otro. Ahora bien, de la misma manera que la voluntad estaría orientada para moverse hacia un objeto, también estaría organizada para moverse a uno más que a otro. Mas si todos los objetos fueran iguales, no podría señalarse cuál es el determinante: no sería el objeto mismo, porque uno sería igual que otro; tampoco sería la inteligencia, porque serían iguales sus juicios y dictámenes; ni lo sería la voluntad, porque esta es indiferente ante bienes que serían iguales. Por lo tanto, la voluntad debería ser determinada por alguna otra cosa, pues no sería suficiente que ella de por sí fuese libre, a no ser que, o por parte de la inteligencia o por parte del objeto, se señalara algo que inclinara a la voluntad especialmente hacia una de las partes. Luego si una vez propuestos dos bienes, la voluntad elige uno y no otro, eso ocurre precisamente porque la inteligencia considera el primero como conveniente y no el segundo. Por tanto, la elección es siempre del bien mejor, al menos juzgado y conocido como el mejor. Podría esta tesis ser llamada meliorista. Pero si el argumento se queda aquí, estaría muy cerca del racionalismo moral. 3. La tesis que al parecer interpreta mejor la enseñanza de Santo Tomás viene a decir que la voluntad no se determina al ejercicio ni por el objeto ni por un agente extrínseco, sino que se determina por sí misma en virtud de su propia libertad16. Pero la voluntad no hace esto de modo inmediato, sino por 13
Esta postura fue defendida por Cayetano; también por Francisco Silvestre de Ferrara, el Ferrariense (1474-1528), In III Contra Gentes; Paulus Barbus, Soncinas (1400-1494), In IX Metaphysicorum, q. 14; y Gregorio de Rimini (1300-1358), In I Sententiarum, dist. 41, q. 1, a. 2. 14 Aristóteles, De Anima, III, cap. 11 y13. 15 Eth III, cap. 1. 16 Tesis muy bien argumentada tanto por Gregorio Martínez como por Juan Poinsot.
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medio de la aprehensión, del juicio y del imperio emitidos por la inteligencia. Por lo tanto, para explicar por qué la voluntad se mueve o no se mueve al ejercicio y por qué se mueve a este bien y no a otro, se puede recurrir en último término a la indiferencia de la voluntad, desde luego, pero hay que contar de manera próxima o inmediata con la inteligencia, que es donde se sitúa la indiferencia, la razón de operar o de no operar, y la razón de hacer esto o aquello: mediante la inteligencia la voluntad se mueve a sí misma. Además en la inteligencia existe un doble juicio: uno especulativo, otro práctico. Este último incluye la orden que mueve a la voluntad a obrar, pues no existe motivación ni orden sin juicio práctico17. Pues bien, a pesar de ser probable la opinión neutralizante, sin embargo la meliorista es más probable, si se esquiva el peligro racionalista. En efecto, no es comprensible que la voluntad se mueva o no se mueva, que se mueva a esto o a lo otro, si no hace eso mediando la inteligencia. Si la voluntad elige esto y no lo otro, la inteligencia ha emitido ya necesariamente un juicio sobre la conveniencia de esto y la no conveniencia de lo otro, o sobre la mayor conveniencia de lo primero. De ahí que en virtud de tal juicio, la elección versa formalmente siempre sobre lo que prácticamente es considerado mejor aquí y ahora. Por esta causa, establecida la absoluta igualdad por la inteligencia, es imposible que por parte de la voluntad exista desigualdad en la tendencia voluntaria. Efectivamente, la razón especulativa no induce a obrar; esto lo hace la razón práctica. Por eso se ha insistido en que la inteligencia debe considerar “prácticamente” lo mejor o el bien mejor, porque “especulativamente” podría juzgar que ambos bienes son iguales; es más, en teoría podría ser mejor bien el que la voluntad abandona; luego puede ser elegido el bien que es juzgado especulativamente como un bien menor. Esto acaece precisamente porque la inteligencia conoce “prácticamente” como mejor aquí y ahora lo que especulativamente había juzgado menos conveniente. Y esto es suficiente para que formalmente y en la práctica se verifique que la voluntad tiende a lo mejor. 4. Para terminar, parece oportuno referirnos a la vieja cuestión que, acerca de estos mismos puntos, desató la ocurrencia del llamado “asno de Buridán”. Un maestro parisino del siglo XIV imaginó el caso de un asno que se muere de hambre porque no sabe elegir entre dos montones de heno que le parecen iguales. Este maestro se llamaba Joannes Buridanus; y su imaginado burro quedó marcado con el nombre de “asno de Buridán”. 17
En este punto anduvo errado Medina, para quien la moción y la orden podrían darse sin el juicio práctico.
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El llamado “asno de Buridán” no es en realidad un animal, sino un intelectual puro que no sabe ejercer sus dotes intelectuales prácticas. El ejemplo es aberrante. Porque un asno verdadero es más práctico de lo que un maestro parisino podría imaginar. Sencillamente porque carece de “inteligencia” especulativa. Su conocimiento se limita a lo que su estimativa, ligada a los instintos, le abre para calmar sus necesidades. El asno de Buridán, si se comportara como un auténtico animal, no dudaría: primero se comería una porción de heno y luego otra, y otra; hasta acabar con los dos montones. Sólo el filósofo podría preguntar, mirando de reojo al asno de Buridán, cómo se comportaría la voluntad humana en caso de que sean propuestas dos cosas absolutamente iguales: ¿Desearía las dos? ¿No desearía ninguna de las dos? ¿Desearía una de las dos? Si no deseara ninguna de las dos, se comportaría como el imaginado asno de Buridán. Si desea las dos, parece superfluo, pues con una basta. Si desea una, la tesis neutralizante parece la verdadera. En realidad puede elegir una de las dos, porque puede fácilmente juzgar prácticamente la mayor bondad en una y no quedar en suspenso como el burro. Ahora bien, en la suposición de que no quiera indagar o conocer la mayor bondad en una de ellas, no importa que se quede en suspenso, puesto que esa circunstancia queda así por decisión propia; y esta decisión no la tiene el asno, sino que éste quedaría en suspenso por necesidad, o sea, por falta de heno.
5. La elección de lo peor 1. Atendamos, en primer lugar, a la elección entre lo más bueno y lo menos bueno. Un punto problemático acerca de la libertad humana está en saber si la voluntad puede elegir, entre varios bienes, el bien menos bueno o el que es igual de bueno18. La dificultad surge cuando la voluntad elige siendo consciente de que hay un bien menor que otro, o un bien igual que otro. Pero si no es consciente, ni se percata de ello, sino que procede por ignorancia, está claro que puede elegir el que, velado en su ser, es en sí un bien menor. No obstante, esto sucede accidentalmente, y no por el arbitrio e intención de la voluntad, sino por defecto de la inteligencia que considera mentalmente que es mejor lo que en realidad es un bien menor. Por tanto, la dificultad está en saber si el sujeto que es consciente de que hay un bien menor puede formalmente elegirlo
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J. Poinsot, In I-II, disput. VI, a. 3, n. 15.
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voluntariamente bajo ese motivo menor19: o sea, si la voluntad, una vez que le son propuestos dos bienes iguales, no sólo teóricamente y en sí mismos, sino también prácticamente y respaldados por un juicio o dictamen que los considera iguales o incluso uno de ellos menor, puede por sí sola y por el ejercicio de su libertad elegir el bien menor bajo aquel motivo menor, y bajo el dictamen o juicio que lo declara menor, y ello sin que se cambie el juicio y sin que sea propuesto un nuevo motivo, ni provoque una nueva consulta a la inteligencia20. 2. Preciso es también mantener la distinción entre la realidad elegida y el motivo de la elección. La dificultad antes mencionada nos lleva a indicar, primeramente, que en la elección, una cosa es la realidad elegida, y otra cosa es el motivo de la elección; y ambos aspectos son propuestos y manifestados por la inteligencia. Ahora bien, supongamos que en lo real hay algo que, habiendo sido elegido realmente y conocido teóricamente en sí, es un bien menor que otro y, sin embargo, por el motivo de la elección –motivo del que se reviste concretamente en la práctica– aparece mejor y más eficaz para motivar. Entonces, el dictamen práctico informa que es mejor concretamente, más conveniente, a pesar de que considerado teóricamente en sí mismo sea juzgado menos conveniente. Por eso muchos hacen y eligen lo que ellos personalmente juzgan teóricamente que es algo pésimo o desatinado. Aún más, alguien puede incluso elegir la muerte, que, juzgada teóricamente, es cosa menor que la vida; y, sin embargo, bajo la presión vehemente de un dictamen práctico, elige morir, puesto que con ello quiere en unas circunstancias concretas evadirse de la miseria o del dolor; y es empujado y movido en ese instante a refugiarse en la muerte más que a conservar la vida. Y finalmente, propuestos dos bienes iguales, la voluntad puede inclinarse libremente a uno antes que a otro solamente porque quiere; y este “porque quiere” se lo propone a sí misma como motivo que irradia en un objeto o en un dictamen que lo destaca “con preferencia a otro”, puesto que en ello quiere experimentar su libertad21. 3. El análisis categorial de este proceso nos pone ante dos tipos de elección: la mediata y la inmediata. Debemos indicar, además, que aunque no estuviera en el poder de la voluntad mejorar, empeorar o cambiar las cosas, sin embargo, en sus manos está el revestirlas de diversas razones y motivos; ella no hace eso directamente, sino mediante la inteligencia que formula 19 20 21
J. Poinsot, In I-II, disput. VI, a. 2, n. 1. J. Poinsot, In I-II, disput. VI, a. 2, n. 5. J. Poinsot, In I-II, disput. VI, a. 2, n. 2.
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estas consideraciones y propone los motivos. Por lo que elegir con preferencia un bien mayor o un bien menor sucede de dos modos: mediata o inmediatamente. Inmediatamente, cuando el bien propuesto como bien menor, y bajo el motivo de bien menor, es elegido por la voluntad sin que varíe el dictamen o juicio intelectual, por la sola libertad que acompaña a la misma elección, no por una libertad motivada objetivamente –atenida a razones–, sino incluso sin una razón motivante, puesto que en el ejercicio quiere recrearse la libertad. Mediatamente, cuando la voluntad elige un bien menor, pero urgiendo a la inteligencia para que encuentre nuevas razones o motivos y los ponga en su punto de mira. Entonces el objeto –que de otro modo aparecería en sí mismo como un bien menor y menos amable–, puede ser elegido una vez que sea revestido de nuevos motivos. Y así, gracias al motivo, no será un bien menor, sino mayor, aunque realmente sea de por sí un bien menor; lo que equivale a decir que por los motivos se dirige siempre a un bien mejor22. Así pues, la solución a la dificultad mencionada –de por qué se elige un bien menor– está en que la voluntad puede elegir y querer lo que en sí mismo es un bien menor propuesto realmente, siempre que al considerarlo específicamente quede revestido de un mejor motivo. Pues así, formal y prácticamente, es un bien mayor, es decir, más conveniente. Y ese motivo consigue que la cosa enfilada se presente como más aparente para ser elegida. La voluntad puede elegir un bien igual o menor después de haber desechado el mejor, al menos mediatamente, esto es, urgiendo a la inteligencia para que nuevamente considere y busque otros motivos. Y así, la voluntad anhelará y elegirá el objeto revestido de un motivo nuevo y más conveniente: la voluntad consigue entonces que el objeto se haga y vuelva más conveniente y mejor, al menos en apariencia, y de ese modo lo elija antes que a otro23. Es lo que enseñaba Santo Tomás24: 4. De no menor calado, para nuestro asunto, es el problema de la elección de lo menos bueno. En la solución a la dificultad antes apuntada se enzarza-
22
J. Poinsot, In I-II, disput. VI, a. 2, n. 3. J. Poinsot, In I-II, disput. VI, a. 2, n. 4. 24 “Si dos bienes iguales son propuestos bajo una sola perspectiva , nada prohíbe que sobre uno de los dos se considere una condición por la que sobresalga, y la voluntad se incline a él más que a otro”. STh I-II, q. 13, a. 4 ad 3. 23
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ron varios maestros renacentistas, tales como Suárez y Salas25, por un lado, y Koellin, Ferrariense, Soncinas, Martínez, Cayetano, Vázquez y Lorca26, por otro lado. Una voz muy matizada y certera fue la de Poinsot, quien enseña de manera rotunda que, en sentido simple y absoluto, la voluntad puede elegir un bien menor o un bien igual; mas para esto es preciso que concurra un nuevo motivo o juicio, o una propuesta de la inteligencia, de manera que sobresalga más alguna razón o motivo para incitar hacia uno antes que hacia otro. Así pues, propuestos dos bienes, la voluntad tiene la libre facultad de elegir un bien menor o igual; pero la voluntad sólo puede hacer esto sirviéndose de la motivación que es obra de la inteligencia, incluso urgiéndola para que recapacite de nuevo y proponga razones o motivos, u oculte y suprima otros para que ella pueda elegir lo que de otra manera le parecería un bien menor, si debe actuar mediante la elección y el arbitrio. En cualquier caso, la voluntad es guiada por el consejo y la razón, ya sea el recto y prudente consejo, ya sea el temerario o imprudente. En realidad, esto es lo que ya enseñaba Santo Tomás27, para quien el hecho de elegir un bien antes que otro se reduce al diverso motivo que puede prevalecer más e inclinar la voluntad. Ahora bien, un bien no prevalece más que otro, si no es representado por la inteligencia, puesto que una mayor conveniencia que no es representada queda oculta y no motiva: por tanto, se halla respecto a la voluntad como si no existiera; voluntad no puede ser motivada por lo desconocido. Pero si lo desconocido no puede inclinar o motivar la voluntad, lógicamente se requiere, para que ella quede motivada e inclinada, otro bien que sea distinto del que así prevalece y domina la voluntad, y que ese otro bien sea propuesto a la voluntad como más eminente, o más conveniente, inclinándola en tal sentido. Luego aunque el objeto no sea siempre el mejor y el más conveniente, y aunque la inteligencia conozca que este objeto es un bien menor, sin embargo, lo que últimamente motiva a la voluntad para elegir ese bien menor debe serle a ella propuesto por la inteli25
Francisco Suárez, Disputationes Metaphysicae, disp. 19, sect. 6, n. 13. Juan de Salas, Disputationes in primam-secundae D. Thomae, Barcelona, 1607-1609, 2 vols, tratado VI, disp. 1, sect. 17, q. 6. 26 Conradus Koellin, Expositio in STh I-II Divi Thomae (1589), q. 13, a. 6. Francisco Sylvestre de Ferrara, In Summam Diui Thomae Aquinatis contra gentiles (1579), cap. 162. Paulus Soncinas, Quaestiones metaphysicales (1576), In IX, q. 15. Gregorio Martínez, Commentaria Super Primam Secundae (1617), In q. 13. A. 6 dub. 2. Thomas de Vío Caietanus, Commentaria In I-II Divi Thomae, In I-II, q. 13, a. 6; Gabriel Vázquez, Commentaria In I-II Divi Thomae, disp. 43, cap. 2. Pedro de Lorca, Commentaria et disputationes in vniuersam Primam secundae Sancti Thomae (1609), disput. 18. 27 STh I-II, q13, a6.
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gencia para elegirlo: o porque ella lo quiere libremente, o por algún otro motivo; en efecto, es preciso que el bien, cualquiera que fuera, sea representado para motivarla, pues si el bien no aparece ni es propuesto, en nada afecta a la voluntad28. El fundamento de esta conclusión está en que la voluntad, puesta ante cualquier bien, sea menor o igual, solamente puede ser atraída y estimulada por tal bien; luego no puede inclinarse a uno más que a otro, si no es estimulada y atraída por él con preferencia al otro. Pero cualquier estímulo y atracción del objeto debe hacerse mediando el juicio o dictamen de la inteligencia. Luego la voluntad es hasta tal punto libre que puede dirigirse a un bien menor, abandonado el mayor, lo que debe llevarse a cabo mediante una mayor atracción y estímulo de un bien antepuesto razonablemente a otro; porque la voluntad no es seducida y atraída si no existe la atracción y el estímulo objetivos. Pero es preciso que tanto el estímulo como la atracción aparezcan y sean propuestos mediante la inteligencia, pues de otro modo no hay objeto. Ahora bien, si el objeto aparece en la motivación y es propuesto como atrayendo y estimulando más que cualquier otro objeto, por esto mismo, cuando se elige a un objeto “antes que a otro” aparece un objeto más conveniente o mejor y sobresale más que otro en la propuesta que hace la inteligencia. De este modo la voluntad es siempre atraída al bien mejor prácticamente, propuesto por el juicio racional, aunque el objeto no sea el mejor en sentido absoluto y simple, pero lo sea al menos en apariencia.
6. La voluntad como motivo de elección de sí misma 1. Y un punto decisivo: la voluntad como motivo de la elección de sí misma. La voluntad no puede apetecer si no está orientada a un objeto; por tanto, si no se da la influencia de tal objeto sobre la facultad; ahora bien, la influencia del objeto apetecible sobre la voluntad es estimulación y atracción, puesto que el objeto motiva como bien, el cual “mueve”29 al apetito atrayéndolo y estimulándolo. En resumen: si un objeto cualquiera influye y causa atrayendo y estimulando, si además este objeto atrae más que otro, y si la voluntad es atraída y estimulada hacia un objeto antes que a otro, es preciso que también en el objeto exista la atracción y el estímulo más que en otro. 28
Aristóteles, Eth, III cap. 2. Este movimiento fue llamado “metafórico”, o sea, en sentido traslaticio. Aquí la palabra “motus”, “movimiento” se usa para significar o denotar algo distinto de lo que con él se expresa cuando se emplea en su acepción primitiva o más propia. Así, la “motivación” es un movimiento metafórico. 29
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No puede entenderse que la voluntad sea excitada y atraída hacia un objeto más que a otro, sin que correlativamente el objeto mismo no atraiga y estimule activamente más que otro. Pues bien, como el acto de apetecer depende necesariamente del objeto y de su influencia –ya que el acto no puede entenderse sin el objeto–, ocurre que si la voluntad está en este objeto antes que en otro, tal objeto debe influir y atraer más que el otro30. Es claro que “la voluntad no puede de por sí suplir la influencia del objeto, de modo que ella misma se incline a un objeto con preferencia a otro, si el primer objeto no influye más que el segundo. En verdad la voluntad de por sí sólo tiene la capacidad de tender al objeto bajo la forma de inclinación e impulso, pero no puede suplir con esto el concurso del objeto, puesto que ella solamente es un «apetito no apetecible», y no puede amarse a sí misma, ni ponerse como motivo, a no ser que se ponga y proponga a sí misma como objeto mediante la misma reflexión realizada por la inteligencia. Luego no puede suplir el concurso del objeto, de modo que se pueda decir que ella es llevada y atraída a una cosa con preferencia a otra y que el objeto no atraiga y estimule con algún motivo más que otro objeto”31. De aquí se sigue también que el objeto sólo atrae y estimula a la voluntad como conocido a través de la inteligencia. Luego si ese objeto atrae más, y con preferencia a otro, es preciso también que conscientemente sea propuesto y prevalezca más. Porque si el objeto no es conocido, si queda oculto, entonces ni motiva ni estimula. Y si esto es así, esta mayor atracción y estímulo es una conveniencia al menos aparente; luego es un bien mayor o un bien más aparente y eminente en el juicio; y también mejor prácticamente. En verdad es imposible que, cuando la voluntad elige un bien menor libremente y quiere tender a él, la inteligencia no conozca qué es lo que motiva a la voluntad y la determina concretamente al menos con un motivo temerario e imprudente, pero que es conveniente para ella en ese momento y la inclina de hecho. En efecto, no puede ocultársele a la inteligencia lo que hace la voluntad; y la determinación de la voluntad a un objeto con preferencia a otro no puede no depender del objeto que la determina de modo especificativo y objetivo. Y así, cuando la voluntad se determina aquí y ahora a 30
J. Poinsot, In I-II, disput. VI, a2, nn. 10-11. “Nec potest voluntas de suo supplere hanc influentiam objecti, ita quod ipsa feratur in unum prae alio objecto non magis influente prae alio, quia voluntas de se solum habet tendere in objectum tendentia quadam inclinationis et impulsus, concursum vero objecti de suo supplere non potest, quia ipsa solum est appetitus non appetibile, nec potest se ipsam amare, aut se pro motivo ponere, nisi se ipsam ponat, et proponat pro objecto per reflexionem. Non ergo supplere potest concursum objecti, ut dicatur ipsa ferri et trahi in unum prae alio, et quod objectum non trahat et alliciat aliquo motivo saltem extrinseco prae alio”. J. Poinsot, In I-II, disput. VI, a. 2, n. 12. 31
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elegir un bien menor, es necesario que vea esa determinación y pueda dar cuenta de por qué elige así, y al menos, elige así porque lo ha deseado con su libertad, hasta el punto de ser éste el motivo. Efectivamente esto puede presentarse como razón o justificación; y todo lo que puede presentarse como razón se encuentra adherido al objeto o al motivo objetivo. “Luego es necesario que, cuando la voluntad elige un bien menor abandonando el mejor, la razón por la que elige, sea la que sea, aparezca más y sobresalga más en el conocimiento y en el juicio, puesto que determina más; y al determinar y al motivar puede ser presentada como razón justificativa por la inteligencia cognoscente; luego se encuentra en el orden del objeto conocido. Es evidente que determina más, puesto que motiva de hecho, no moviendo el otro objeto; luego, de hecho motiva más que éste”32. Podría objetarse que la voluntad no necesita un determinante mayor en el objeto, sino que bastaría con que le fuera propuesto un bien al que dirigirse si quiere; y, así, por su libertad sería determinada a un bien menor y propuesto como menor, no por el objeto, sino por ella misma, aunque no aparezca una conveniencia mayor, sino sólo porque la propia voluntad quiere. En verdad, es erróneo afirmar que no hay un determinante mayor en el objeto: pues sólo existiría lo que la voluntad quiere. Es cierto que el objeto no tiene de suyo un determinante mayor por sí mismo, porque es un bien menor y necesita así ser ayudado por un motivo extrínseco, y este motivo está en que la voluntad quiere. Pero es falso que este querer de la voluntad no se encuentre respaldado en el motivo, sino sólo en la voluntad que quiere y actúa. Y el error está en que, como la voluntad elige el objeto porque quiere, y como este “porque” puede expresar tanto la causa eficiente o emisora, como la causa objetiva o estimulante, algunos autores piensan equivocadamente que no se requiere que exista lo motivador y estimulante, sino bastaría que estuviera como eficiente y emisora, sin necesidad de un nuevo motivo. En cambio, Poinsot subraya que “se requieren las dos cosas: que la voluntad esté como causa eficiente –porque en general todo lo que se elige y se hace voluntariamente proviene de la voluntad a modo de emisor–, y porque en especial lo que aquí y ahora toma la voluntad como motivo de elección es su suma libertad, esto es, porque así quiere”33. 2. En realidad la voluntad elige «porque quiere». Cuando decimos que la voluntad elige un bien menor porque quiere, si este «porque quiere» sólo explicita la causa agente o emisora, señala únicamente la causa general, la que interviene también cuando elige un bien mayor; pues, como ahí obra 32 33
J. Poinsot, In I-II, disput. VI, a. 2. J. Poinsot, In I-II, disput. VI, a. 2, n. 15.
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voluntariamente, evidentemente ejecuta y emite porque ella quiere. Pero, al contrario, cuando elige el bien menor y lo elige porque quiere, ese «porque quiere» está de manera especial en el motivo –que se presenta como razón de una elección hecha–. Todo ello es conocido y advertido por la inteligencia, la cual, al no encontrar en el bien menor qué es lo que motiva suficientemente por el contenido del objeto, propone a la voluntad que elija libremente utilizando ese «porque quiere»; y así se goza de sí misma sirviéndose de su poder. Luego el «porque quiere» concurre “como motivo por parte del objeto, y se presenta como motivo racional; y todo ello es advertido por la inteligencia y es propuesto por ésta a la voluntad. Luego se inclina al objeto menos bueno no solamente «porque quiere» como emitente y de manera efectiva, sino también porque aparece nítidamente así en el motivo y en el objeto, moviendo de hecho más a este objeto que a otro”34. Esta conclusión es de sentido común. Pues cuando la voluntad elige un bien menor o igual, abandonando al otro, lo hace porque quiere, de modo que la voluntad misma se convierte en motivo racional o causa. Si, pues, la voluntad se antepone como motivo racional o causa, entonces, cuando el hombre es preguntado ¿por qué eliges así?, responderá: porque quiero; luego en esa elección la voluntad aplica un motivo racional más fuerte en el objeto, esto es, porque le aplica su gratuita complacencia. Por consiguiente, la voluntad es movida por un mayor motivo o una mayor complacencia en este objeto menor, a saber, por el beneplácito y la gracia que la voluntad aplica a este objeto más que a otro; y, así, su gracia y su beneplácito debuta como motivo que inclina la balanza a esta parte más que otra. Pero si el motivo de su beneplácito no fuese conocido, ni fuera propuesto a la voluntad, ésta no sería movida por él, puesto que el motivo, si no es conocido, no opera ni influye en la voluntad. Así en cuanto a la especificación no puede determinarse por sí sola, a no ser que esté presente un principio extrínseco determinante, a saber: el objeto, del cual depende toda la especificación. Cuando es elegido un objeto menor, y no el mayor, la voluntad no sólo determina por ella misma, sino también es representado un motivo o una conveniencia que motiva desde el objeto menor y no desde el mayor. Luego como aquel objeto obra antes en la motivación, “se dice que desempeña las veces de un bien mayor, esto es, de un motivo mayor y más operante, o que mueve más que otro”.
34
J. Poinsot, In I-II, disput. VI, a. 2, n. 16
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7. El mejor de los mundos posibles y la libertad humana 1. Hasta ahora se ha debatido la cuestión de si la voluntad puede elegir lo menos valioso cuando tiene delante también lo más valioso. Esa cuestión puede llevarse hasta el plano de lo absoluto, y preguntar si Dios puede elegir un bien menor, descartando uno mejor, existiendo el mismo juicio práctico e idéntico conocimiento. Entre los clásicos solía responderse que Dios puede elegir un bien menor. Dios podía formar mejores criaturas y crear otro mundo mucho más perfecto que este; aún más: podía crear otros infinitamente más perfectos, pues siempre tiene y ve todas las razones, tanto especulativas como prácticas, con las que podría motivarse, si quisiera formar criaturas más perfectas y abandonar las que acaba de hacer; y sin embargo, de hecho ha elegido este mundo y estas criaturas que son mucho más imperfectas que otras que podría hacer infinitamente mejores; luego, sin variar el motivo y sin variar el dictamen y juicio, Dios puede elegir un bien menor, y de hecho lo elige, abandonando un bien mejor y más perfecto. Para fundamentar más ampliamente esta tesis se indicaba que también la voluntad humana puede tender a un fin menos bueno, dejando otro mejor; luego, también podría elegir un medio menos bueno, abandonando el mejor. Porque la voluntad no es menos libre al elegir los medios que al tender al fin. En efecto, propuestos dos objetos deleitables, la voluntad humana puede elegir el menos placentero, abandonando el más agradable, o elegir lo placentero, abandonando lo honesto; y, finalmente, puede amar un fin depravado, abandonando las normas morales; y esto, sabiendo que elige lo peor. “Ciertamente, ninguno de estos fines obliga a la voluntad en cuanto a la especificación; luego, por su libertad puede elegir cualquiera de entre ellos”35. Sin embargo, la aparente claridad y contundencia de este razonamiento exige serias puntualizaciones. En primer lugar, acerca de la voluntad divina cabe decir que Dios elige lo que es menos bueno por parte de la realidad elegida, pero siempre elige lo que es mejor y más conveniente por parte del motivo, ya que se mueve por pura gracia y liberalidad cuando elige unas criaturas con preferencia a otras. De este modo, el motivo que Dios tiene para dar sitio a unos más bien que a otros, es su misma voluntad y gracia. Por otra parte, en las cosas que son hechas por pura gracia y liberalidad, el motivo de la gracia, o sea, el “porque quiere”, es lo que prevalece e inclina la balanza más a este objeto que al otro cuando es elegido, aunque intrínsecamente sea en sí un bien menor, pues es un bien mayor o mejor en razón de ser un bien gratuito y en cuanto que es un bien dotado de la gracia divina. 35
J. Poinsot, In I-II, disput. VI, a. 2, nn. 18-19.
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Por lo tanto, la graciosa liberalidad y voluntad de Dios están representadas en él como motivo que hace inclinar más la balanza en orden a elegir lo que, de otro modo, es un bien menor en su bondad intrínseca, pues no es esta bondad intrínseca la que mueve la voluntad divina, sino sólo su propia bondad y voluntad. Y así Dios hace siempre lo mejor y más conveniente por parte del motivo que es su gracia, no lo mejor por parte de la bondad intrínseca de la realidad36. “Ahora bien, Dios produjo todas las cosas de la nada, y así el motivo de su producción fue la sola gracia y liberalidad que siempre sobresalen y son de más valor, no la diversa bondad de las cosas que son elegidas”37. En Dios no se buscará un motivo por parte de las criaturas, que ante Él son como nada, sino que todo motivo es su gracia y voluntad que aplica a quien quiere, y la elimina de quien quiere, teniendo siempre más peso lo más conveniente por parte de su gracia, no por parte de la libertad creada38. De entre dos fines alguien puede tomar el que ónticamente es peor en sí, pero que, formalmente por parte del motivo o juicio, es considerado mejor o más conveniente para el sujeto que así tiende, ya sea porque la bondad, aunque de por sí sea inferior, sin embargo, en relación al sujeto es juzgada más apta y más conveniente aquí y ahora; ya sea porque el bien menor es revestido por algún motivo extrínseco, por ejemplo de libertad o de gracia, o de experiencia de la propia voluntad, o por otro motivo; y una vez revestido así, se vuelve mejor o más conveniente al menos extrínsecamente y respecto al sujeto que así quiere en su momento39. 2. La verdad es que la voluntad puede pura y simplemente elegir cualquier bien, incluso el menor o igual, pero siempre mudando el juicio, y revistiendo el bien de un motivo mejor y más conveniente, en razón del cual sea prácticamente mejor, aunque en sí o incluso teóricamente sea menor; pero no permaneciendo el juicio y el dictamen invariables bajo un motivo menor. “Y, dado que la voluntad puede pura y simplemente cambiar así los dictámenes y los juicios, de entre cualquier bien propuesto puede absolutamente elegir al que ha deseado, aunque sea un bien menor, puesto que puede revestirlo de un motivo mayor y más conveniente; y de esta forma, siempre elegirá el más
36 37 38 39
STh I q21 a4. J. Poinsot, In I-II, disput. VI, a. 2, n. 20. J. Poinsot, In I-II, ad q. 25. J. Poinsot, In I-II, disput. VI, a. 2, n. 21.
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conveniente, al menos en la práctica y por parte del dictamen que mueve aquí y ahora”40. En resumen, hay necesidad de elegir lo mejor por parte del motivo; esto proviene de la naturaleza de la voluntad y de su modo de operar, no en cuanto que lo natural se opone a lo indiferente, sino en cuanto que en el modo de obrar depende intrínseca y esencialmente del objeto y del motivo propuesto por la inteligencia. Y, de la misma manera que la voluntad, por su propia naturaleza, no puede ser arrastrada a lo desconocido, así tampoco puede ser determinada a un objeto con preferencia a otro, si no tiene algún motivo que la determine en esa preferencia, sea el motivo intrínseco al objeto o no lo sea; puesto que la voluntad es por su naturaleza una facultad que es movida –en el sentido de motivada– por su objeto, y solamente puede operar cuando es movida así por él. Por lo tanto, si son propuestos dos bienes y la voluntad es motivada por uno más que por el otro, este objeto que así mueve es más conveniente y mayor, al mover más que el otro41. Los motivos pueden permanecer iguales por parte de su bondad intrínseca, pero no por parte de los motivos extrínsecos y del dictamen práctico. En efecto, estos motivos, al ser tantos y tan variados, y al surgir de entre unas circunstancias tan diversas, no pueden ser iguales siempre y de todos los modos. Porque la voluntad, por experimentar la propia libertad, puede conseguir que un motivo sobresalga con preferencia a otro, y sea así propuesto por la inteligencia; y esta proposición hace el dictamen mayor o más conveniente en la práctica y en razón de motivo. Y entonces la voluntad puede a su antojo aplicar a la inteligencia a formar o cambiar el dictamen, al igual que le es posible conseguir que sean propuestos diversos motivos. Y es que la voluntad puede determinarse sobre un bien menor o igual; pero es preciso que por parte de la inteligencia le sea propuesto y representado el motivo por el que es movida para aceptar uno antes que otro; y el motivo por el que es movida con preferencia a cualquier otro, sobresale más y se le muestra como más conveniente. Por parte del motivo, ella siempre elige el mayor o el más conveniente; mas por parte de la realidad puede elegir también el bien menor42.
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“Et quia voluntas potest simpliciter sic mutare dictamina et judicia, potest simpliciter ex quocumque bono proposito eligere quod voluerit, etiam si alias minus bonum sit, quia potest maiori et convenientiori motivo illud vestire et sic semper eliget quod convenientius est saltem practice et ex parte dictaminis moventis hic et nunc”. J. Poinsot, In I-II, disput. VI, a. 2, n. 27. 41 J. Poinsot, In I-II, disput. VI, a. 2, n. 22. 42 J. Poinsot, In I-II, disput. VI, a. 2, n. 31.
Capítulo X LIBERTAD FORMAL Y LIBERTAD TRASCENDENTE
1. Niveles semánticos de la libertad 1. La distinción entre libertad trascendente y libertad formal tiene un innegable abolengo medieval, aunque no en su tenor literal. Los contenidos de ambas expresiones carecen en sí mismos de novedad, aunque ellas no fueran entonces nombradas así. Pero es preciso rescatarlas en su sustancia, porque sobre ellas pivota toda la teoría clásica de la acción y, además, desde ellas se entienden mejor, por contraste, muchos esfuerzos de la filosofía moderna, como los de Spinoza o Hegel, los cuales –para decirlo sumariamente– hubieran preferido hablar de libertad trascendente antes que de libertad formal, tal como aquí se determinan. Santo Tomás y el tomismo renacentista del más variado signo habrían acordado hoy que las dos nociones son imprescindibles para entender la acción humana. Los conceptos de «libertad formal» y «libertad transcendente» se podrían incluir en la quinta acepción de libertad que indica Heidegger en su comentario al libro de Schelling Sobre la esencia de la libertad humana (1809): “1. Libertad como capacidad de autocomienzo. 2. Libertad como desligadura, «libertad de» (libertad negativa). 3. Libertad como «autovinculación a», libertas determinationis, «libertad para». 4. Libertad como dominio sobre la sensibilidad (libertad impropia). 5. Libertad como autodeterminación desde la ley de la propia esencia (libertad auténtica), concepto formal de libertad: encierra en sí mismo las otras determinaciones”1. No puedo entrar a discutir este marco conceptual. Pero basta indicar que en ese quinto punto (donde la voluntad se determina siguiendo la ley de su propia esencia) tienen cabida los dos conceptos de libertad antes propuestos, aunque su dirección ontológica no coincida con la de Heidegger, punto que tampoco entro a discutir ahora. 2. Fue Kant el filósofo que introdujo con gran plasticidad el término de “libertad trascendental”, pero le dio un sentido que escapaba al conocimiento intelectual. Distingue entre la libertad negativa (libertad de presiones internas y 1
M. Heidegger, Schelling: Vom Wesen der Menschlichen Freiheit, en Gesamtausgabe, Abt 2. Vorlesungen 1923-1944. Bd. 42. Frankfurt a. M., 1988. p. 152-153.
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externas) y la positiva (libre albedrío, libertad para hacer). Según Kant la libertad es primeramente libertad trascendental, entendida como la espontaneidad de obrar por sí mismo, un poder que el hombre tiene para iniciar un estado por sí mismo o para hacer un nuevo comienzo. Pero esa libertad trascendental es una Idea de la razón y, por tanto, es algo conceptualmente nulo; es decir no podemos ser conscientes de ella ni tener experiencia suya. En la libertad trascendental funda Kant el concepto práctico de libertad, definido negativamente como la independencia que la voluntad tiene frente a los impulsos de la sensibilidad. Esta libertad negativa es condición de la libertad positiva, la capacidad que la razón tiene de darse leyes a sí misma2. Importante es, en el planteamiento de Kant, que esa libertad se opone a la naturaleza. Schelling criticó las teorías de la libertad que pretendían definir la libertad humana como algo independiente de la naturaleza, y pregunta además si el hombre es libre ante un Dios calificado de omnipotente. "Los defensores de la libertad sólo piensan en mostrar que el hombre es independiente de la naturaleza; pero eso es muy fácil. Ahora bien, dejan de lado la independencia interna del hombre respecto de Dios; lo más difícil es argumentar precisamente esa propia libertad suya respecto de Dios". La libertad específicamente humana se define, según Schelling, por una doble libertad negativa: "Por el hecho de que el hombre está entre la naturaleza y Dios, justo en medio, es libre de ambos. Es libre de Dios porque tiene una raíz independiente en la naturaleza, y es libre de la naturaleza porque en él se despierta lo divino”3. Esta referencia teológica de Schelling, junto a su dialéctica medial de independencias, era en el planteamiento de Santo Tomás una dialéctica medial de dependencias, también con un matiz teológico. Pero esto hay que explicarlo. En primer lugar, el Aquinate indica que todo lo que hay en la realidad es cierta naturaleza: incluso la misma voluntad es una naturaleza. Por eso, en la voluntad conviene subrayar no sólo lo que es más propio de la voluntad –la autodeterminación–, sino también lo que es propio de la naturaleza –la apetencia directa del bien–. Cualquier realidad creada apetece naturalmente el bien. También en la misma voluntad habita un apetito natural dirigido hacia el bien que le es conveniente; además de eso, apetece algo por propia determinación, no por necesidad, y eso le compete por ser voluntad. Pero hay más: el orden de las cosas que son queridas naturalmente por la voluntad se refiere, como fundamento, a las cosas que son objeto de su propia e íntima determinación, y no de la naturaleza. Desde luego, la naturaleza es el fundamento de la voluntad; por lo que el objeto apetecible que es naturalmente deseado constituye el fundamen2
Kritik der reinen Vernunft, Der Antinomie Dritter Widerstreit, B 472 ss. F. W. J. Schelling, Stuttgarter Privatvorlesungen, en Sämtliche Werke, Stuttgart 1856-61, Bd. VII, I. Abt., p. 458. 3
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to y el principio de las demás cosas apetecibles. Y en este aspecto “natural” tiene su lugar el planteamiento de una libertad trascendente. Lo veremos más adelante. Ese estribo natural de una voluntad que apetece cosas por libre iniciativa es el fin, fundamento y principio de los medios, o sea, de las cosas que se ordenan al fin: estas, por ordenarse al fin, sólo son apetecidas en razón del fin. Dicho de otro modo, lo que la voluntad quiere por necesidad, determinada a ello como por una inclinación natural, es el fin último –en sentido teológico, la beatitud– y también las cosas que se incluyen en él –como el ser, el conocimiento de la verdad y otras por el estilo–. Fuera de esta inicial disposición, no se determina a las demás cosas por necesidad con una inclinación natural, sino por propia disposición y sin necesidad alguna. En este último punto gravita la noción de libertad formal, expresión realista de lo que Kant entendía por libertad trascendental. Ahora bien, los seguidores de Santo Tomás, fieles al maestro, enseñaron que si bien la voluntad quiere el fin último con una inclinación necesaria, no está en ese querer suyo original coaccionada hacia aquel fin. Lo violento y coactivo se opone, primariamente, a lo natural. Pues la coacción no es otra cosa que el influjo de una violencia. Lo violento surge des un principio que está fuera del ser coaccionado; y la energía del ser que padece violencia queda entonces sin salida y sin dirección propia: como la piedra que es lanzada hacia arriba no se inclina de suyo a ese movimiento de subida. Mas como la voluntad misma es un apetito naturalmente desplegable, no es posible que quiera algo sin que su inclinación no se dirija a ello. “Así no es posible que la voluntad quiera algo coaccionada o violentada, aunque quiera eso con necesidad natural. En conclusión, la voluntad no quiere necesariamente algo con necesidad de coacción, pero quiere necesariamente algo con la necesidad de una inclinación natural”4. En la tensión que aquí se observa, dentro del orden de la acción, entre el fundamento y lo fundamentado, debe entenderse asimismo la distinción terminológica que propongo entre libertad trascendente y libertad formal.
2. Necesidad en la libertad: el acto eminentemente libre 1. La tesis sobre la congruencia de una “libertad trascendente” tiene sus recursos ontológicos en la más profunda psicología humana. Santo Tomás había dicho que “la voluntad, en cuanto quiere naturalmente una cosa, responde más al intelecto [intellectus] de los principios naturales que a la razón [ratio], la cual está orientada al conocimiento de los opuestos. De ahí 4
Ver q. 22, a. 5.
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que consiguientemente la voluntad sea una potencia más intelectual que racional”5. ¿Qué quiere decir esto? Que el simple intelecto de los primeros principios se encuentra ya incluido de modo eminente en el complejo discurrir de la razón, discurrir que acontece con el movimiento que hila una cosa con otra; pero el intelecto posibilita que la razón mantenga cierta “indiferencia” para deducir las diversas conclusiones: los contenidos racionales están virtual y eminentemente en los principios, de los que se deducen las conclusiones. De modo semejante, la voluntad, en cuanto inclinada naturalmente al fin, o a la felicidad en general, expresa mayor relación al intelecto de los principios; por tanto, contendrá en sí la potestad e “indiferencia” en orden a muchas cosas de modo más hondo que la voluntad formalmente libre –la que no es inclinada por la naturaleza, sino por el albedrío, siendo así que el apetito del fin último no está entre las cosas que dominamos6–. Luego congruentemente aquel apetito y amor al fin último y a la felicidad contemplada con claridad –aunque fuese una inclinación natural y necesaria– habría de contener en sí profundamente la indiferencia hacia los seres finitos, puesto que se correspondería con la visión intelectual del primer principio real: Dios mismo. 2. Adelanto a continuación el contenido de la tesis que, a mi juicio, ha presidido indudablemente la configuración de la libertad en Santo Tomás: un amor saturante o saciativo –que ex hipothesi se podría identificar con el amor beatífico–, en cuanto se refiere al principio absoluto que lo colmara, sería en sí mismo necesario, mas respecto a los demás seres sería indiferente o libre, puesto que ellos no encierran un sumo bien que impusiera necesidad: dicho amor, que sería necesario respecto al principio real absoluto, tendría a su vez fuerza y forma de acto libre respecto a los objetos particulares. Son muchas las tesis metafísicas implicadas en el abrupto compendio que encierran las anteriores líneas (por ejemplo, la tesis gnoseológica del realismo y de la posibilidad de probar la existencia de un primer principio metafísico; también la tesis metafísica de la posibilidad real de una trascendencia de la voluntad; y otras). Las doy aquí por supuestas, y no entraré en ellas. Pues el objetivo de este capítulo se centra en un aspecto de la estructura metafísica de la libertad humana. Ciertamente en un sentido general y formal la libertad posee la indiferencia propia que, por su espiritualidad, le da la “universalidad” en el obrar respecto a muchas cosas; y, de modo semejante, posee “contingencia” para querer o no querer. Pero un amor que se ordenara necesariamente a un principio real absoluto implicaría la “indiferencia” más perfecta hacia las demás cosas, aunque no 5 6
STh I q. 82, a. 1, ad 1. STh I q. 82, a. 1, ad 3.
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la “contingencia” con respecto a aquel principio; por esta razón, tendría libertad trascendente, pues sería “eminentemente libre” por cuanto la libertad nace de la universalidad propia del poder que un sujeto tiene respecto a muchas cosas – universalidad que es también la raíz de la libertad formal–. De modo que la voluntad no sería eminentemente libre cuando implica contingencia y mutabilidad, puesto que necesariamente se movería hacia tal o cual fin visto en particular. La voluntad, pues, si fuese eminentemente libre, no se movería a amar necesariamente aquel bien u objeto supremo mediante la luz de un juicio limitado o coartado que lo propusiera imperfectamente, sino que se movería por la presencia intelectiva de una plenitud del bien universal que llenaría la capacidad y la universalidad entera de la voluntad. Por lo tanto, de esa universalidad nace, hacia abajo, la libertad formal –la libertad trascendental de Kant– con su indiferencia formal respecto a los objetos particulares que no adecuan o igualan toda su capacidad y virtualidad; pero también habría, hacia arriba, una tendencia necesaria respecto al objeto que adecuara y colmara toda esa universalidad. Si no estuviera determinada coactivamente a una sola cosa, y en sí misma quedara completada y satisfecha toda la indiferencia y la potestad universal a muchas cosas, tendría libertad trascendente y además sería eminentemente libre, puesto que quedaría plenificada toda la universalidad e indiferencia de la facultad. Por otra parte, la eminencia de la libertad –o libertad trascendente– no es nada más que la facultad o potestad total y universal, en cuanto que es completada y colmada por el bien universal, ya que la universalidad de la voluntad es una raíz de la libertad. Y el caso es que la libertad formal se ejerce cuando esta potestad universalísima se relaciona con bienes determinados y limitados, de los que ninguno iguala y llena la universalidad entera de la voluntad7. Ahora bien, hay en el seno de esta tesis algunas implicaciones ontológicas y antropológicas que conviene dilucidar. 3. Una vez que Santo Tomás establece la diferencia entre el acto voluntario perfecto y el imperfecto, indica que el voluntario perfecto no se identifica con el formalmente libre: en virtud de la constitución interna de la voluntad, puede darse un voluntario perfecto que sea necesario; con todo, ese voluntario sería libre en sentido eminente, aunque no lo fuese en sentido formal. De ahí la distinción que propongo entre libertad trascendente y libertad formal. Así lo vieron también los autores de la Escuela de Salamanca –como Medina y Báñez– y sus epígonos –como Araújo y Juan Poinsot–. O sea, el voluntario perfecto sería siempre libre, o bien de manera trascendente y eminente o bien de manera formal; aunque no fuese siempre formalmente libre, porque podría ser necesario. 7
J. Poinsot, In I-II, q. 6, disp. 3, a. 2, nn. 22-24.
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Esta tesis es establecida en función de la posibilidad de un amor plenamente saturante, que sería a la vez formalmente necesario y perfectamente voluntario. ¿Cómo es posible pensar aquí la necesidad en la libertad? Analizaré estos conceptos, ciñéndome a los comentarios de Juan Poinsot, quien aclara admirablemente la doctrina de otros autores que le precedieron, como Medina y Báñez.
3. Acto formalmente libre y acto eminentemente libre 1. Voluntario perfecto es el acto que procede de la voluntad –del principio intrínseco– con plena advertencia y con perfecto conocimiento del fin, o sea con conocimiento intelectivo que conoce el fin en cuanto es fin, esto es, en razón de la aptitud que tiene para ser fin. El acto voluntario libre es el que en sí mismo puede obrar o no obrar, puestas todas las condiciones para actuar, de modo que el obrar o no obrar está en sus manos –en el propio albedrío– y no proviene de un principio extrínseco que lo aplique o impida. Tal acto libre exige una facultad no coartada o restringida a este o aquel objeto, sino una potencia amplia, universal, abierta a todo bien; pues de ello depende que, respecto a cualquier bien determinado que colme toda su universalidad, no se vea compelida a aceptar tal bien o a operar sobre él8. De ahí nace la distinción de lo “libre” en cuanto al ejercicio y lo “libre” en cuanto a la especificación. En efecto, la libertad de ejercicio es la indiferencia en el poder que tiene el sujeto para emitir sus actos; y así se explica que esta libertad fuese llamada “de contradicción”: es la potestad que se tiene para que el acto se realice o no, y para que salga de una manera o de otra. En cambio, la libertad de especificación es la indiferencia en el poder que el sujeto tiene sobre los diversos actos específicamente manifestados; y, dado que la especificación viene de los objetos, esta libertad es considerada según los diversos objetos, en cuanto que la voluntad puede alcanzarlos. Mas como el objeto principal de la voluntad humana es, en cuanto humana, el bien y el mal, y como estos conllevan entre sí contrariedad, esta libertad se llama “de contrariedad”, pues en la voluntad existe la potestad para obrar el bien o el mal, y no sólo para obrar o no obrar pura y simplemente. Es en esta perspectiva donde ha de integrarse la citada definición que Schelling ofrece de la libertad como “poder del bien y del mal”; sólo que en el esquema tomista la “y” copulativa es en 8
J. Poinsot, In I-II, disp. 3, a. 2, n. 11.
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realidad una “o” disyuntiva: diferencia que permite delimitar en ambas representaciones la estructura de la libertad. 2. Hablar de un acto formalmente libre y de un acto eminentemente libre – que, sin embargo, sea necesario–, implica haber entendido que el acto “formalmente libre”, por el que se define la libertad formal, es el que procede con indiferencia formal y con contingencia –sin ninguna necesidad–, de modo que puede no proceder u ocurrir: es lo que sucede cuando comúnmente operamos en nuestra vida espiritual. Por su parte, el acto “eminentemente libre”, por el que se define la libertad trascendente, es el que procede sin esa indiferencia formal, pero con necesidad, aunque no originada por una coacción o coartación de la facultad, sino por la adecuación –o saturación– de toda la universalidad de la potencia en su obrar. Este es el punto que se le escapaba a Schelling. En efecto, dado que la raíz de la libertad nace en nosotros de la universalidad de esta facultad que se abre a todo ser o a todo bien, de ello resulta que, siempre que la voluntad opera con esta universalidad, obra con libertad, puesto que la universalidad conlleva la indiferencia o es la raíz de la indiferencia. Ahora bien, esta indiferencia y universalidad se comportan de manera que, respecto a un bien que es limitado y no se adecua a la universalidad entera de la facultad –no la satura plenamente–, la voluntad opera con indiferencia y libertad formal; en cambio, con un bien universalísimo y sumo –como para la metafísica clásica es Dios contemplado con claridad–, se saturaría toda la universalidad y se rebasaría la indiferencia de la voluntad. De ahí que hacia semejante objeto no podría operar indiferentemente, aunque actuara según la raíz de la indiferencia, que es la universalidad de la voluntad con plena advertencia cognoscitiva: y ahí está la libertad de modo eminente, la libertad trascendente. Así pues, la necesidad de la voluntad puede provenir de dos fuentes, una inferior, otra superior. Primero, de la imperfección y coartación del conocimiento a una sola cosa y, consecuentemente, del alejamiento de la indiferencia de la voluntad, de modo similar a como acaece en los animales o en nuestros movimientos indeliberados. Segundo, de la adecuación y saturación de toda la universalidad de la facultad, y entonces no permanece la indiferencia formal para obrar o no obrar, puesto que no puede quedar dentro de una adecuación completa; con todo, permanece la universalidad en el obrar con plena advertencia cognoscitiva, que es la raíz y la eminencia de la libertad9.
9
J. Poinsot, In I-II, q. 6, disp. 3, a. 2, n. 13.
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4. Polémica áureosecular sobre los niveles de la libertad 1. La tesis de que el perfecto acto voluntario no se identifica con el acto formalmente libre fue defendida coherentemente por los autores más importantes de la Escuela de Salamanca, como Medina10, o por los que a estos siguieron, como Juan Poinsot. Esta tesis está explícita en Santo Tomás, cuando dice que “la necesidad natural no elimina la libertad de la voluntad, pero ésta es suprimida por la necesidad de coacción”11; o también: “que la voluntad sea llevada necesariamente a algo por inclinación natural no es signo de impotencia, sino de fuerza o virtud, al igual que un cuerpo grave o pesado tiene tanto más poder cuanto con mayor necesidad es llevado hacia abajo”12; o finalmente: “la necesidad natural no es incompatible con la dignidad de la voluntad, sino que con ésta es incompatible la sola necesidad de coacción”13. El Aquinate claramente afirma que el acto voluntario perfecto en nada se ve empequeñecido por el hecho de ser necesario y por expresar una inclinación natural, puesto que en ello no existe, sin más, necesidad de coacción. Por lo tanto, si el acto voluntario se produce con plena advertencia y conocimiento perfecto, cuanto más natural sea, tanto más íntimo y perfecto voluntario será. Es claro que, como teólogo, el Aquinate está pensando concretamente en la forma del “amor beatífico”, el cual sería necesario y, sin embargo, también sería perfectísimamente voluntario. Pero esa forma de amor ejemplifica la tesis de que la esencia del acto voluntario perfecto no está en el acto formalmente libre, sino que puede también hallarse en el acto necesario14. Sólo con la negación metafísica de la posibilidad de ese amor saturante –negación que a mi modo de ver anida en la filosofía moderna– se hace inútil la tesis de un acto humano “eminentemente libre”. Que los enfoques psicológicos modernos no admitan la posibilidad de semejante “libertad eminente” es el índice de una preocupante quiebra filosófica. Juan Poinsot explica este interesante punto de la siguiente manera15: si el hombre obtuviera la visión beatífica, reluciría en ella el carácter de bien sumo por parte del objeto (Dios, claramente contemplado) y, a la vez, tendría la fruición o gozo sumo por parte del sujeto, o sea del acto volitivo con el que se le ama. No habría ningún aspecto de mal ni en el objeto –para que no fuese amado–, ni en el acto –para que se alejara del sumo ser–; por consiguiente, existiría 10 11 12 13 14 15
Bartolomé de Medina, Expositio in Primam Secundae (Alcalá, 1577); q. 6. STh I, q. 82, a. 2, ad 2. Ver q. 22, a. 5, ad 1. Ver q. 22, a. 5, ad 4. STh I, q. 82, a. 2. J. Poinsot, In I-II, q. 6, disp. 2, a. 2, nn. 1, 5, 8, 11, 15-19.
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la necesidad en el acto y en el objeto. La libertad no sería ya un poder del bien «y» del mal, como pretendía Schelling. Pues dado que toda la universalidad de la facultad volitiva se cumpliría en el amor del bien universalísimo, no quedaría lugar ya para la indiferencia en la voluntad, de modo que ésta pudiera alejarse del acto o del objeto. Y aunque en esta vida el amor fuese perfectamente voluntario e inclinara voluntariamente a Dios, tal amor se perfeccionaría en la visión espiritual de Dios, no sólo por parte del conocimiento –ya que ver a Dios sería un conocimiento más perfecto que el poseído en esta vida–, sino también por parte de la inclinación y del principio intrínseco, puesto que con total fuerza y empeño se movería hacia Dios con entera voluntad, sin coacción o imperfección alguna. De modo que con el amor perfecto cesaría, en la visión beatífica, el carácter del acto libre formal, pero no cesaría la perfecta índole del acto voluntario: ese amor sería de tal modo necesario que colmaría perfectamente la voluntad y procedería con todo empeño y plenitud de la voluntad; en consecuencia, el acto voluntario sería mayor y más perfecto. Es más, los autores de la Escuela de Salamanca subrayaron que en el acto del amor beatífico se encontraría de manera total y perfecta la definición del acto voluntario. Recuerdan que la definición de lo voluntario conlleva dos aspectos: el proceder de un principio intrínseco y el conocimiento del fin. Entonces, lo voluntario es perfecto cuando es perfecto el conocimiento que influye sobre él y lo causa: tendrá su origen en la plétora del conocimiento y no en un impulso natural ciego. Ahora bien, en aquel acto exuberante se hallaría, de un lado, el principio intrínseco, esto es, la voluntad orientada con toda su fuerza vital hacia Dios; y de otro lado, el conocimiento consumado –la visión intelectiva de Dios que influye perfectamente en ese amor–. El amor procedería de la voluntad no por un ciego impulso –como sería el de un apetito natural carente de conocimiento–, sino por la influencia de esa visión intelectiva y de la representación del sumo bien, la cual implicaría un conocimiento adecuado a toda la universalidad del intelecto y de la voluntad, mas no un conocimiento coartado a un solo objeto: se trataría, pues, de un acto voluntario perfecto16. Y en él reside la libertad trascendente. 2. Pero algunos autores del Siglo de Oro español no aceptaron esa tesis: así ocurrió con Vázquez17 y Salas18, influidos quizás por Almaino. Vázquez vino a decir que la visión beatífica y el amor que le sigue serían más perfectos de mo16
J. Poinsot, In I-II, q. 6, disp. 3, a. 2, nn. 15-16. Gabriel Vázquez, Commentariorum in primam-secundae, 2 vols. (1598-1605); disp. XXIII, cap. 4. 18 Juan de Salas, Disputationes in primam secundae 2 vols. (1607-1608); disp. I: De voluntario, sect. 2. 17
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do entitativo y específico por parte del objeto, pero no lo serían de modo psicológico y moral por parte del sujeto. O sea, no habría en el sujeto una libertad trascendente, sino formal. Si el acto voluntario sólo pudiera llamarse tal por parte del sujeto –puesto que lo voluntario pertenece al modo de proceder de una voluntad que se mueve una vez conocido el fin–, entonces la perfección de un objeto que saturara adecuadamente toda la voluntad impediría la perfección del acto voluntario, que está en el sujeto, puesto que no dejaría que esa facultad pudiera moverse perfectamente con pleno dominio e indiferencia. Probablemente sería ésta la objeción que Schelling enfrentaría a la tesis de una voluntad “eminentemente libre”, o sea, a una libertad trascendente. Juan Poinsot replica que el punto débil de Vázquez está en haber pasado por alto que en el amor beatífico el acto voluntario sería más perfecto no sólo por parte del objeto, sino también por parte del sujeto. Su perfección sería tanto objetiva como subjetiva: no consistiría solamente en que tiene el objeto más perfecto –Dios en sí–, sino también en que la voluntad, con dicho acto, no se movería de un modo ciego, sino por la fuerza de la visión intelectiva y por la representación perfecta del sumo bien, de modo que cuanto más perfecto fuese el conocimiento, tanto más intensamente y con tanta más perfección se movería la voluntad hacia el objeto más perfecto. Luego en la emisión de este acto de amor, la voluntad sería regulada y dirigida por la propia intelección espiritual, no por un impulso ciego –semejante a un apetito innato instintivo–: sería llevada por un apetito elícito, alumbrado por el conocimiento. Este modo del acto voluntario no sólo es más perfecto en el orden especificativo –por parte del objeto–, sino también en el orden subjetivo, el de la emisión directa –elícita– del acto: porque el acto procedería, por una parte, de la fuerza vital íntegra que dinamiza toda la voluntad y, por otra parte, del conocimiento que adecuaría la universalidad entera de la voluntad. Si hay universalidad completa de la voluntad y advertencia cognoscitiva perfecta de la intelección cognoscitiva, evidentemente el acto voluntario es perfecto no sólo por parte del objeto –esto es, Dios en sí mismo–, sino también por parte del sujeto y del modo en el que procede de él. Realmente en los demás actos libres, el modo del sujeto consiste en proceder también de toda la potencia de la voluntad y del conocimiento perfecto del fin19. Para Poinsot no puede decirse que a ese acto exuberante le falte otro aspecto del acto voluntario, el que desde el sujeto se refiere al objeto, a saber, la indiferencia y el dominio por el que el acto puede proceder o no proceder del sujeto. Pues una cosa es que el acto esté más en nuestras manos –en nuestro libre dominio–, y otra es que sea más voluntario, esto es, que provenga de una mayor inclinación de la voluntad –cooperando el juicio– y del conocimiento del fin. Si, 19
J. Poinsot, In I-II, q. 6, disp. 3, a. 2, n. 18.
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como es el caso, el acto voluntario y la inclinación son regulados y se despliegan debido a la misma representación intelectual del bien que atrae y estimula la tendencia de la voluntad, resulta que cuanto más crece el bien que así atrae por un conocimiento mayor, tanto más crece la inclinación de la voluntad y la propia índole de lo propiamente voluntario; y si el bien es sumo, será suma y perfecta la índole de lo voluntario. 3. Ahora bien, el acto “formalmente libre”, el de la libertad formal, no es regulado por un bien cualquiera, sino por un bien que es indiferente y limitado, de modo que no llena toda la capacidad de la voluntad, sino que deja en ella espacio para poder moverse o no moverse hacia el bien, para emitir el acto o interrumpirlo. Por lo tanto, aunque ahí crezca o se conserve la indiferencia de la libertad, no por eso se sigue que lo voluntario crezca y se perfeccione. En cambio cuanto más crecen el bien y su manifestación, tanto más crece lo propiamente voluntario, puesto que entonces la inclinación es más profundamente estimulada y atraída; de modo que si la universalidad entera de la voluntad se adecuara perfectamente y se inclinara totalmente, también se haría voluntaria y gozosa, aunque la indiferencia quedara eliminada, puesto que ésta no puede mantenerse respecto a un bien que satura adecuadamente toda la abertura de la voluntad: la libertad formal se comporta inadecuadamente respecto al bien, lo cual ocurre de cara a un bien limitado. Y ese es su propio ámbito. Podría parecer que en la visión beatífica sólo habría, por el lado del intelecto, un juicio sobre la bondad del objeto, y no sobre la operación de la voluntad. A esto responde Poinsot que el juicio sobre la bondad del objeto y de la conveniencia del acto influiría en el acto de amor beatífico más que en los otros actos libres dirigidos a los bienes particulares: porque en la visión beatífica no sólo se manifestaría que la suma bondad es amable por parte del objeto, sino también que el ejercicio del acto de amar es bueno y conveniente hasta el punto de que su cesación no podría ser propuesta de ningún modo, en cuanto que es un acto apetecible. En realidad el acto eclosionaría como fruición o gozo del bien sumo y de la felicidad perfecta, la cual nunca podría ser juzgada inconveniente u onerosa; por consiguiente, el juicio práctico que el sujeto se formaría de la visión beatífica, no solamente calificaría la bondad del objeto, sino también la conveniencia del acto –la operación de la voluntad–, no menos que en los demás actos libres20. Poinsot recuerda asimismo que hay una doble indiferencia en el hombre. La primera es la indiferencia propia del dominio y de la universalidad de la facultad, en cuanto que la voluntad es capaz de extenderse a muchos actos y también a su cesación; de esta forma la voluntad posee la indiferencia o universalidad 20
J. Poinsot, In I-II, q. 6, disp. 3, a. 2, n. 20.
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respecto a ellos y, así, su poder de obrar se opone a la coartación y la coacción a una sola cosa; si se elimina esta indiferencia, la libertad desaparece. La segunda indiferencia es la que reside en la irresolución, que viene a ser como una indeterminación, fluctuación o perplejidad; y existe a modo de potencialidad e imperfección, esto es, cuando el sujeto no queda inclinado más a una parte que a otra; o, si se inclina, lo hace débilmente, o incluso no se determina concretamente aquí y ahora, quedándose en potencia para obrar; esta indiferencia potencial es imperfecta, y le impide obrar, puesto que siempre que un sujeto se halla en ese estado, no se decide y, así, no opera perfectamente. Por consiguiente, la determinación o la resolución de la indiferencia propia del dominio y de la universalidad no suprimiría la libertad, sino que la ayudaría y conduciría al acto21.
5. Problemas hermenéuticos 1. La tesis moderna sobre la «libertad trascendental» –planteada por Kant– es que el acto voluntario más perfecto no es el necesario, sino el formalmente libre, tesis que tiene hilos argumentales muy sutiles. Por uno de ellos encontramos la objeción de que es voluntario el acto que procede de un principio intrínseco con un conocimiento del fin; pero no sería voluntario perfecto el acto que procede del conocimiento que más influye en el acto de la voluntad; porque el acto voluntario perfecto proviene del conocimiento indiferente y formalmente deliberado, no del conocimiento que elimina la indiferencia y la necesidad en la propia voluntad, por muy elevado y noble que fuese tal conocimiento; luego el acto voluntario más perfecto sería el formalmente libre, no el necesario. Bajo este hilo argumental se insistiría en que cuando el acto voluntario es libre formalmente, la voluntad se mueve más por sí misma y no es movida desde fuera, al estar en su potestad el moverse o no moverse; en cambio, cuando la operación es necesaria, la voluntad es guiada más por otro que por sí misma Hay algún texto de Santo Tomás que aparentemente induce a cambiar la vinculación que tiene el acto voluntario perfecto con el conocimiento. Dice: “El acto voluntario, en su noción perfecta, sigue al conocimiento perfecto, esto es, en cuanto que, una vez aprehendido el fin, uno puede, deliberando sobre el fin y sobre los medios que pertenecen al fin, moverse o no moverse hacia él; en cambio, el acto voluntario imperfecto sigue al conocimiento imperfecto del fin, esto es, en cuanto que aprehendiendo el fin, no delibera sobre él, sino que súbita21
J. Poinsot, In I-II, q. 6, disp. 3, a. 2, n. 21.
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mente se mueve hacia él”22. Vázquez estimaba que este pasaje fija claramente en el conocimiento el concepto perfecto del acto voluntario, puesto que un sujeto, después de deliberar sobre el fin, puede moverse o no moverse hacia él. Según este autor, Santo Tomás dice que el voluntario perfecto debe ser libre, y debe serlo formalmente –sería el de la libertad trascendental kantiana–, puesto que puede moverse o no moverse hacia el fin. Sin embargo, Poinsot hace observar que el pasaje citado de Santo Tomás, aisladamente tomado, tiene varias interpretaciones. Y hay dos que parecen más conformes con la doctrina completa del Aquinate. Según la primera interpretación, cuando Santo Tomás dice que “el acto voluntario perfecto sigue al conocimiento perfecto” expone el concepto íntegro del acto voluntario perfecto; en cambio, cuando dice que “una vez aprehendido el fin, uno puede moverse o no moverse hacia él”, solamente expone un ejemplo de acto voluntario perfecto, mostrando lo que nos es más conocido, a saber, el acto libre. El sentido de las palabras de Santo Tomás sería el siguiente: el acto voluntario perfecto sigue al conocimiento perfecto del fin cuando, una vez aprehendido el fin, el sujeto puede, deliberando, moverse o no moverse, cosa que corresponde al acto libre. De modo que la expresión “una vez aprehendido el fin”, no es una parte de la definición del acto voluntario perfecto, como si esa parte perteneciera a todo lo voluntario perfecto, sino que es una explicación de él con un ejemplo; pues realmente el acto libre es voluntario perfecto y nos es más conocido, siendo el más apto para explicar el acto voluntario perfecto. Por último, cuando Santo Tomás habla del voluntario imperfecto, añade a modo de ejemplo: “Esto es, en cuanto que, aprehendiendo el fin, no delibera sobre él, sino que súbitamente se mueve hacia él”. Pero es evidente que no todo acto voluntario imperfecto es un movimiento súbito; puede ser lento o puede quedar detenido. De modo que el amor supremo –el que tendría el hombre en contacto con Dios– es de algún modo voluntario, ya que procede de la voluntad y conlleva conocimiento; sin embargo, no procede como un movimiento súbito y repentino; luego no está en la línea del acto voluntario imperfecto. Cuando Santo Tomás pone en la línea del acto voluntario imperfecto aquel en que el hombre se mueve súbitamente, no está diciendo que todo acto voluntario imperfecto es un movimiento súbito: se limita a indicar que el movimiento súbito e indeliberado es un ejemplo que explica el acto voluntario imperfecto. Y lo mismo cabe decir del acto voluntario perfecto: Santo Tomás aduce el movimiento libre o deliberado como un ejemplo para explicar el acto voluntario perfecto, no porque pertenezca al concepto de todo acto voluntario perfecto. Según la segunda interpretación, Santo Tomás admitiría que todo acto voluntario perfecto es libre. Pero Poinsot matiza que el Angélico habla del acto 22
STh I-II, q. 6, a. 2.
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libre que puede serlo o de manera eminente o de manera formal, y no habla solamente del formalmente libre. Por otra parte, el amor supremo –en contacto con Dios– es eminentemente libre, no formalmente, puesto que procede de la voluntad según la adecuación total de su capacidad y según toda la universalidad e indiferencia que posee. Esta universalidad es principio de la libertad formal cuando se refiere a los bienes particulares. Tal es la vida de la libertad formal. De suerte que el sentido del texto de Santo Tomás es éste: cuando uno delibera sobre el fin, puede moverse o no moverse hacia él, esto es, cuando el fin es de tal índole que puede haber deliberación sobre él, como ocurre con el bien particular y limitado fuera de Dios. En cambio, cuando el fin no admite que se delibere sobre él, puesto que es el sumo bien, contemplado claramente en sí mismo, entonces no hay posibilidad de moverse o no moverse formalmente hacia él, sino sólo eminentemente, en cuanto que procede de toda la universalidad y de toda la capacidad y adecuada indiferencia de la voluntad. Y tal es la vida de la libertad trascendente23. 2. Algo semejante –prosigue otra objeción– ocurriría por el lado del conocimiento: pues el conocimiento indiferente parece que influye más en el acto de la voluntad, ya que tal conocimiento no sólo propone el objeto, juzgando su bondad, sino también juzgando el propio acto y la conveniencia de ponerlo en práctica o no, pues esto pertenece a la indiferencia del ejercicio. Mas en la visión del principio real absoluto no se presentaría ese conocimiento o juicio y, consiguientemente, no se daría su influjo; pues una vez propuesto el bien supremo, no habría necesidad de juzgar si el acto es conveniente ni si hay que ponerlo en práctica, ya que se produciría necesariamente y por el impulso de la naturaleza; de este modo, la visión intelectiva no influiría en el acto de la voluntad por modo de motor intrínseco24 –ya que el conocimiento es un motor intrínseco–. Poinsot argumenta en contrario, negando que la voluntad se mueva más desde su interior con el conocimiento indiferente que con la visión intelectiva del principio real absoluto. Para probarlo indica que cuando la voluntad es formalmente libre se mueve más que cuando ejerce un acto necesario, si el acto es necesario por la imperfección y coartación del juicio que propone algo a la voluntad y la mueve. Pero si el acto de la voluntad es necesario cuando la necesidad se origina de la plenitud del conocimiento, de la universalidad del objeto que iguala y adecua toda la capacidad de la voluntad, esta necesidad e impulso no disminuye la índole del acto voluntario, puesto que la voluntad se mueve desde su interior tanto más cuanto que proviene de un conocimiento más perfecto y de la bondad más universal del objeto. Aquella necesidad e impulso coinci23 24
J. Poinsot, In I-II, q. 6 disp. 3, a. 2, nn. 33-40. J. Poinsot, In I-II, q. 6, disp. 3, a. 2, n. 41.
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de más con la inclinación de la voluntad y así consigue que la propia voluntad se mueva más desde su interior, al moverse con una inclinación mayor y más plena, puesto que toda necesidad en el obrar proviene de la plenitud y de la adecuación de la voluntad con el objeto. 3. No obstante, un moderno podría decir que con el conocimiento indiferente la voluntad libre se mueve más porque puede detenerse, o también omitir el acto y así sería más dueña de sí misma. Poinsot alegaría que esto no es moverse más absolutamente, de manera pura y simple; más bien, sería moverse en sentido relativo, bajo el supuesto de la imperfección del objeto: por un bien determinado y no adecuado a la capacidad de la voluntad. Así pues, la perfección de operar que tiene la voluntad, moviéndose e inclinándose al objeto, no consiste absoluta y simplemente en que pueda o no pueda realizar el acto o abandonarlo, sino en que sea atraída por una mayor universalidad y plenitud hacia el objeto, partiendo de un conocimiento más perfecto y pleno del bien. Efectivamente, cuando el conocimiento fuese más perfecto y el bien más universal, la voluntad se movería más perfectamente si es adecuada o saturada por tal bien y es movida a él según toda su universalidad y según su indefinida capacidad; pues entonces la inclinación sería mayor, aunque la contingencia o libertad formal –la libertad trascendental– fuese menor. Bajo este aspecto del acto voluntario, la perfección pura y simple se expresa en la mayor inclinación si es universal y si procede de un bien más universal que adecua o iguala toda la capacidad de la voluntad con un conocimiento perfecto. Ahora bien, en el supuesto de que no fuera adecuada o colmada toda la universalidad y la capacidad de la voluntad, sino que el bien fuese inadecuado y limitado respecto a la voluntad, es claro que la libertad se movería más perfectamente cuando conservara la contingencia de ejecutar o no la operación; sin embargo, esto no es pura y simplemente más perfecto, sino en el supuesto de que el objeto no fuese el sumo bien, ni fuese adecuada o llenada toda la voluntad. Sólo bajo ese supuesto se mantendría la libertad formal. Tal es el citado punto en que la modernidad se distanciaría del pensamiento de Santo Tomás o de sus discípulos. Y en lo que respecta al influjo del conocimiento en el acto de la voluntad, Poinsot indica que, en el caso del amor orientado al principio real absoluto, el conocimiento influiría más que en los demás actos libres; porque la visión intelectiva de ese principio real y absoluto no sólo propondría la bondad del objeto, sino también originaría un juicio –referido a la emisión del amor– carente de indiferencia y contingencia, siendo expresivo de la adecuación y la plenitud de todo el bien, de modo que la interrupción o cesación del acto de ningún modo podría proponerse como buena.
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6. Conclusión 1. Uno de los puntos que diferencian el pensamiento medieval y el moderno consiste en que aquél admitió la posibilidad de una libertad que no fuese constitutivamente búsqueda y exploración continua, o dicho de otro modo, la posibilidad de un acto voluntario perfectamente saturable o saciable, no remitido a ulterior complemento. Ese punto se encuentra ligado a los muchos vectores medievales metafísicos que sufrieron variaciones y reorientaciones en la modernidad. Por ejemplo el vector que une la “voluntad de fines” a la “voluntad de medios” lleva consigo el vector que une el intelecto a la razón, interpretado a veces de tal manera que hizo desaparecer la aportación original que el pensamiento medieval atribuyó al intelecto y, con ello, a la voluntad de fines. A propósito de la voluntad humana, esa reorientación moderna impide valorar la tesis tomista de que un acto de libertad trascendente –que es “eminentemente libre”– pueda no ser un acto de voluntad que es “formalmente libre”. Esta terminología expresa un problema que quizás no está demasiado alejado de las preocupaciones modernas. Cuando Schelling afirma que la libertad es un “poder del bien y del mal”25, obliga a pensar que con esa “y” copulativa se estructura formalmente la libertad, o que ésta no debe ser comprendida de otra manera. Sin embargo, cuando Santo Tomás indica que la voluntad se rige internamente por la “universalidad” apunta a la posibilidad de una libertad que, siendo eminentemente libre, supera la “indiferencia” sin deponer la universalidad. La libertad trascendente es filosóficamente una posibilidad positiva, que sólo la fe podría llenar de contenido real. Sería inaceptable que al filósofo se le negara la exigencia de pensarla, teniendo en cuenta el alcance de la misma naturaleza humana y de sus facultades. El hecho de que en su análisis psicológico un investigador admita o no la posibilidad de semejante “libertad trascendente” es el índice también de dos épocas de la psicología filosófica: la antigua y la moderna. Y sería ésta una ocasión importante para equilibrar el sentido de lo que Heidegger llamó transzendentale
25
“Der Idealismus gibt nämlich einerseits nur den allgemeinsten, andererseits den bloß formellen Begriff der Freiheit. Der reale und lebendige Begriff aber ist, daß sie ein Vermögen des Guten und des Bösen sey”. Cfr. Philosophische Untersuchungen über das Wesen der menschlichen Freiheit, 1809, p. 28.
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Freiheit, que no podría ser confundida con lo que aquí he llamado libertad trascendente. La de Heidegger viene de otras sendas de matiz agnóstico. 2. En fin, podría quizás pensarse –objetando– que el acto de amor saturante, por su amplitud, no sería propiamente “humano”, ni quedaría regulado por normas morales, pues lo que es necesario no necesita de normas; luego en cuanto al modo de operar sería menos propio del hombre en cuanto hombre. Pero Poinsot –reflejando el sentir de una larga tradición– niega que el amor saturante no sea humano y moral de un modo superior y más eminente. Pues nuestros actos libres son morales y humanos en cuanto regulables por la norma de la razón, norma que se les aplica y que ejerce su regulación de modo extrínseco, la cual puede aplicárseles o no. En cambio, el amor saturante sería humano y moral no porque la norma le fuese aplicada extrínsecamente, sino porque estaría unida a él de manera íntima e inseparable. En este amor saturante se encontraría proporcionalmente la libertad, pero no de manera formal y contingente y con defectibilidad respecto a la norma o regla, sino de manera eminente y con la indefectible unión a la norma. Y aunque sería un acto necesario, no lo sería con la necesidad de lo imperfecto, ni mediante una aplicación extrínseca y defectible, ni mediante una unión indefectible, sino que tendría la necesidad de la adecuación, con la íntegra indiferencia y la universalidad de la voluntad, necesidad que hace eminente a la libertad26. En él se cumpliría la quinta acepción de la libertad que nombró Heidegger: elegir según las leyes internas del propio ser.
26
J. Poinsot, In I-II, q. 6, disp. 3, a. 2, nn. 43-48.
Capítulo XII PRESENCIA DE LA VOLUNTAD EN EL IMPERIO
1. La facultad que propiamente impera o manda 1. Un rasgo especial del acto voluntario y libre es su envite interno para conseguir lo que ha sido elegido: en él se manda u ordena que eso se logre. A este envite ordenativo se llamó “imperio”. En el lenguaje de Tomás de Aquino “imperium” es una orden en el sentido estricto de la palabra; es hecha por la inteligencia que manda que se haga algo; y en ese acto va implicada una cierta incitación o “moción”1. Por lo que “imperar” es mandar por la inteligencia, bajo el presupuesto de un acto de la voluntad que le confiere dinamismo2. Sólo en un sentido muy amplio se aplicó “imperar” a las facultades apetitivas en general, fuesen espirituales o sensitivas3. En realidad las facultades apetitivas sensitivas no mandan o “imperan” de modo libre. No obstante, pudo decirse analógicamente que esas facultades inferiores mueven, por su imperio, a los órganos que ejecutan el movimiento4. De suerte que en el concepto de “imperio” se decanta, de modo jerárquico y esencial, toda una antropología referente a la constitución dinámica de la persona. Puestos a comparar la conducta humana y la animal, se advierte que el ímpetu5 a obrar es de diversa índole en los animales y en los hombres; en estos 1
“Imperium nihil aliud est, quam actus rationis ordinantis cum quadam motione aliquid ad agendum”, STh I-II, q17 a. 5; I, q. 21, a. 2 ad 1; I, q. 43 a. 1. 2 STh I-II, q. 17, a. 1. 3 In IV Sent disp. 15 q. 1 a. 1 ad 3; STh I-II, q. 17, a. 2, ad1. 4 STh I, q. 18, a. 3. 5 El “ímpetus” viene a ser, en el lenguaje tomasiano, un impulso primario e indiferenciado de todo ser vivo, por lo que aparece de una manera en los animales y de otra manera en el hombre. En éste el “ímpetu” está dirigido a obrar mediante una ordenación racional, por lo que tiene el sentido de un imperio. Pero en los animales ocurre que el impulso a obrar acontece por medio del instinto natural, pues una vez que ellos captan inmediatamente lo que les es conveniente o inconveniente, el apetito se mueve a perseguirlo o, por el contrario, a evitarlo. Puede decirse que ellos no se ordenan por sí mismos a obrar, sino por la naturaleza. Hay en ellos “ímpetu”, pero no imperio: “Homines enim faciunt impetum ad opus per ordinationem rationis, unde habet in eis impetus rationem imperii. In brutis autem fit impetus ad opus per instinctum naturae, quia scilicet
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acontece en virtud de la ordenación de la inteligencia, de donde toma el carácter de imperio; mas en aquellos procede del instinto natural, en cuanto su apetito se mueve naturalmente a perseguir o evitar inmediatamente lo captado como conveniente o inconveniente. Están dispuestos por naturaleza a obrar, y no se disponen u ordenan a sí mismos a la acción: hay en ellos ímpetu, mas no imperio6. En fin, no se puede decir que los animales imperan7, a no ser de modo muy general e impropio. Pues en ellos la facultad que impera el movimiento es la apetitiva sensible, y la que lo ejecuta reside en los músculos y nervios: poseen una estructura operativa distinta de la humana. En sentido propio, el imperio es acto de la inteligencia humana; los animales no lo tienen. De ahí que “imperar” no sea otra cosa que ordenar o disponer, con cierta provocación intimativa, a que se ejecute algo. Y ese es acto exclusivamente propio de la inteligencia humana, no del animal, que se mueve por el empuje de su instinto, no habiendo en él correlación de imperante a imperado, aunque sí de motor a movido. 2. En virtud de que las facultades humanas se relacionan en el sujeto formando un organismo psicológico que es un sistema dinámico, existe un nexo interfacultativo que permitió hablar de un “imperio de la inteligencia” y de un “imperio de la voluntad”. El primer problema que se suscita es el de aclarar si el acto imperado, en el que confluyen la inteligencia y la voluntad, pertenece propiamente a una o a otra facultad. Varios autores opinaban que imperar no es acto propio de la inteligencia, sino de la voluntad: porque si imperar es mover algo, entonces a la voluntad competería mover todas las demás fuerzas psicológicas. Además, si el imperio no es un gesto vano, debería culminarse inmediatamente en un acto, donde no hubiera hiato entre decir y hacer; pero resulta que el acto de la inteligencia no es inmediatamente seguido de un acto operativo tajante, pues el que juzga intelectualmente que algo debe hacerse, no lo ejecuta al momento: por consiguiente imperar no sería acto de la inteligencia, sino de la voluntad. Ahora bien, Aristóteles indicó ya que el fenómeno del mandar o imperar había de verse desde el nivel superior del que manda sobre el que recibe el
appetitus eorum statim apprehenso convenienti vel inconvenienti naturaliter movetur ad prosecutionem vel fugam”: STh I-II, q. 17, a. 2, ad 3; vgl. ib. II-II, q. 156, a. 1, ad 2; CG I, c. 89; III, c. 2. 6 STh I-II, q. 17, a. 2, ad 2. 7 STh I-II, q. 17, a. 2.
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mandato. Mas por la disposición de las facultades, el apetito volitivo es el que obedece a la inteligencia8 y, en consecuencia, a ella compete imperar. 3. Hay en esta explicación tres tesis imbricadas. Primera, imperar es acto de la inteligencia, aunque lleve implicado o presupuesto otro acto de la voluntad. Segunda, los actos de la voluntad y de la inteligencia pueden recíprocamente preponderar el uno sobre el otro, ya cuando razona la inteligencia acerca de que exista un querer, ya cuando quiere la voluntad que se razone: se trata de dos direcciones distintas. Tercera, en el organismo de las facultades la eficacia de un acto anterior puede persistir en el posterior, por lo que sucede a veces que un acto de la voluntad conserva virtualmente en sí algo del acto de la inteligencia, cosa que también ocurre, por ejemplo, en la elección9. Y a su vez, algún acto de la inteligencia participa del acto de la voluntad, en virtud de que algo de este acto permanece en aquella10. 4. En lo esencial, el acto de imperar es propio de la inteligencia, toda vez que el imperante dispone al imperado para que ejecute alguna acción, intimando o advirtiendo; y disponer u ordenar así, a modo de intimación, es propio de la inteligencia. Pero la inteligencia puede intimar o prescribir algo de dos modos: uno de manera absoluta, que suele formularse en indicativo, como cuando alguien dice a otro: debes hacer esto; otro, moviéndole a obrar en forma imperativa, como diciendo: haz esto. Mas, en el nexo de las facultades, lo que mueve primordialmente a la ejecución de un acto es la voluntad11; lo cual significa que aquello que la inteligencia hace imperando, tiene su origen en el impulso previo de la voluntad. De modo que imperar es acto de la inteligencia, si bien presupone otro acto anterior de la voluntad, en cuya virtud la inteligencia mueve, por su mandato, al ejercicio del acto. Pero este “acto” intelectual del imperio no es un acto cualquiera: viene a ser una intimación enunciativa que se dirige a otra facultad o a otra persona. Esta prioridad causal –no eficiente, sino motivadora– de la inteligencia sobre la voluntad no parece que pueda ser objetada. Por ejemplo, ya se dijo que el sujeto de la libertad es la voluntad; pero se advirtió también que la voluntad puede dirigirse libremente a diversos objetos precisamente porque la inteligencia concibe el bien bajo diversos aspectos. De ahí que Santo Tomás no rechace 8 9 10 11
Aristóteles, Eth I, cap. 13. STh I-II, q. 13, a. 1; STh I-II, q. 16, a. 1. Capreolo In III Sent, dist. 36, q. 1. STh I-II, q. 9, a. 1.
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la siguiente definición del libre albedrío: “es el juicio libre de la inteligencia”, en el sentido de que esta facultad es la causa de la libertad. En resumen: para Santo Tomás el imperio es formalmente ejercido por un acto de la inteligencia, aunque presuponga la voluntad que de suyo aplica eficacia, puesto que el imperio se realiza mediante la intimación de la cosa imperada, como ocurre en preceptos y leyes. El imperio es, de un lado, dictamen ordenativo de lo que se deberá hacer; pero, de otro lado, es intimación. El dictamen ordenativo es asunto de la inteligencia; y como esto se hace intimando u obligando eficazmente, supone la voluntad.
2. El imperio como juicio práctico 1. El acto del imperio consiste en un juicio práctico que sigue a la elección, cuando la voluntad impulsa a la ejecución; y, con semejante impulso, la inteligencia forma el dictamen y el juicio de lo que ha de hacerse, mas no a modo de simple enunciado, sino a modo de intimación, expresada por este juicio: ‘haz esto’; obtiene, pues, la eficacia del impulso que la voluntad imprime para la ejecución; pero se dirige inmediatamente a la voluntad para que use y se aplique a la ejecución; y se dirige mediatamente a las facultades ejecutantes de las que usa y a las que la voluntad aplica utilizándolas; a continuación, el imperio se dirige a las otras personas, si se les ha de imperar, mediante la palabra oral o escrita. 2. Suárez piensa de otra manera12. Sostiene que, después del acto de la voluntad con el que ella quiere determinadamente y eficazmente una cosa con sus circunstancias, no se da un acto de la inteligencia que se dirija a las facultades ejecutoras, puesto que no corresponde a la inteligencia aplicarlas, ni las demás facultades pueden recibir su acto o imperio. Pero eso no es lo que dice Santo Tomás: “No todo acto precede a este acto de la inteligencia que es el imperio; sino que alguno le precede, esto es, la elección; y alguno le sigue, esto es, el uso. Porque la voluntad elige después de la determinación hecha por el consejo, que es un juicio de la razón; y después de la elección, la razón impera a quien debe ejecutar lo elegido; sólo entonces, finalmente, la voluntad del sujeto empieza a usar, ejecutando el imperio de la razón. Unas veces, es la voluntad de otro, cuando uno impera a otro; otras veces
12
Francisco Suárez, De legibus, I cap. 4, n.11; De praedestinatione I c. 16-c. 17; De religione IV, c. 3.
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es la voluntad del mismo que impera, cuando uno se impera a sí mismo”13. Santo Tomás no sólo habla del imperio en relación a otro, al que se le intima a través de la palabra, sino también habla del imperio respecto al propio sujeto y a sus facultades –lo cual niegan Vázquez y Suárez–. Así pues, Santo Tomás sostiene claramente que el imperio sigue a la determinación del juicio y a la elección de la voluntad. Después de la elección, “la inteligencia impera a la facultad por la que ha de ejecutarse lo elegido, y en ese momento la voluntad comienza a usar”. Por consiguiente, después de la elección surge el acto de la inteligencia que se extiende a las facultades ejecutoras: “impera a la facultad, por cuyo medio ha de ejecutarse lo elegido”; luego el acto del imperio es dirigido a las facultades ejecutoras, y este acto sigue a la elección; por consiguiente, es posterior a la voluntad determinada y eficaz, ya que la elección es ya la ‘voluntad determinada’ y acepta el medio determinado, aceptando particularmente a uno con preferencia a otro. Por este imperio y después de él, la voluntad empieza el uso ejecutando –llevando a cabo– el envite de la inteligencia. Mas el uso es la aplicación misma por la que la voluntad emplea las otras facultades a la ejecución14. Luego el imperio, según Santo Tomás, es el acto intelectual que se dirige a la voluntad para que se aplique a las facultades ejecutoras, puesto que la inteligencia dirige su imperio a la facultad que ha de ejecutar lo elegido; y esto se opone directamente a la opinión de Suárez. Esta dirección se hace de modo inmediato por la inteligencia sobre la voluntad para que use, esto es, para que se aplique a las otras facultades; y mediante este uso, se dirige a ellas, ya que el uso –como se verá– es la aplicación voluntaria a las demás facultades para que ejecuten la orden15. 3. De lo dicho se desprende que, después de la elección –que es una ‘voluntad determinada’, pues elige una cosa con preferencia a otra–, la voluntad también impulsa a la ejecución eficazmente, en cuanto que depende de la fuerza de la elección. Pero este impulso para la ejecución no es ciego o natural, sino racional y dirigido por el albedrío. De este modo la voluntad aplica eficazmente lo que interesa en la ejecución y en la obra, poniendo en uso unas veces un moderado equilibrio, otras veces un mayor empeño y fuerza; y otras veces la perseverancia, la constancia y la paciencia. Puesto que a veces de la misma obra e insistencia en la acción nacen las dificultades, los cansancios, los sufrimientos y otras contradicciones que, aunque podrían haber sido previstas anteriormente, sin embargo, como están todavía ausentes, no mueven de la misma manera que cuando están presentes. 13 14 15
STh I-II, q. 17, a. 3, ad 1. STh I-II, q. 16, a. 1. J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a. 2, n. 15.
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En una palabra: en la vida humana no hay cosa más difícil que llevar a cabo con perfección las propias ejecuciones. Por consiguiente, también después de la elección y determinación es preciso que comparezca el juicio intelectual para dirigir la ejecución, incluso respecto a las facultades ejecutantes, puesto que la aplicación de las facultades está sometida a diversas y nuevas dificultades que solamente son comprendidas y superadas por el juicio intelectual. Y este juicio debe ser nuevo, puesto que pueden surgir inesperadas dificultades, o si accidentalmente no surgieran, es preciso al menos aplicar ejecutivamente aquí y ahora el juicio precedente que sin duda concierne a un nuevo modo, siquiera en el ejercicio, sobre el que la inteligencia también juzga, puesto que también este juicio se produce racionalmente. Estas aclaraciones son suficientes para comprender el sentido del imperio16.
3. El modo del juicio imperativo 1. Por otra parte, ya se ha dicho que el juicio debe tener la forma de una notificación obligatoria y no sólo de una pura y simple enunciación, puesto que la naturaleza del imperio consiste en regular la ejecución obligando y urgiendo para que se realice algo con dominio y potestad. Luego no ha de ser simple enunciación, la cual puede también encontrarse en quien no impera –porque simplemente delibera–. Debe consistir, pues, en una notificación obligatoria y eficaz, la cual se reconoce también en la firme comunicación a otro cuando decimos: haz esto. Y cuando el hombre tiene que hacer algo por sí mismo, impera interiormente de ese mismo modo: la voluntad se impera a sí misma y a las demás facultades –aunque mediando la inteligencia– para llevar a cabo la ejecución. A veces encuentra resistencias, a veces no17. 2. Pero contra la tesis de que el imperio se dirige a las facultades ejecutoras es erróneo argumentar que las otras facultades no perciben qué es lo que la inteligencia propone: para que la voluntad siga a la inteligencia, y sea ordenada o dirigida por ella, no se requiere que la voluntad perciba lo que la inteligencia propone, sino que lo apetezca. Tampoco la tendencia del animal opera percibiendo por sí misma. Lo que el hombre percibe mediante la inteligencia, lo sigue la voluntad apeteciendo por sí misma. Es más, antes de la ejecución, en la elección y en los demás actos, la voluntad es dirigida por la inteligencia, aunque no perciba qué propone la inteligencia. 16 17
J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a. 2, n. 16. J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a. 2, n. 17.
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En lo referente a las otras facultades ejecutantes, al ser inferiores a la voluntad y al ser aplicadas por ésta mediante el uso, son también movidas por el imperio mediatamente, esto es, mediante el uso o la aplicación de la voluntad que, dirigida por la inteligencia, usa de ellas, como ejecutoras del uso, aplicadas y movidas pasivamente18. La voluntad mueve estas facultades con un cierto orden, a saber, moviendo la imaginación, para que a su vez mueva al apetito, que a su vez mueve a la facultad motriz y a las demás facultades sensitivas, las cuales, con su movimiento propio, pueden aplicarse a sus usos19.
4. El envite del imperio a la ejecución y a la objetualización 1. Acerca de la ejecución que debe hacerse en un momento dado, el ‘imperio’ mueve, de un lado, a obrar y, de otro lado, a objetualizar. Respecto al obrar –al ejercicio–, el imperio mueve gracias a la eficacia presupuesta de la voluntad, por la que posee la capacidad de obligar y constreñir. Esta eficacia nace de la voluntad ya determinada antes por la elección. Efectivamente, una vez producida la “elección” –o sea, elegidos, aceptados y determinados los medios–, la voluntad impulsa a la ejecución, y con este impulso mueve a la inteligencia para que ella ordene definitivamente cómo debe hacerse en un momento concreto y para que dirija el obrar con su ordenación; de este modo comunica su eficacia al imperio, ya se haga esto mediante alguna simpatía natural –por la correlación estructural y dinámica de las facultades– o mediante una impresión real20. 2. En cuanto a la objetualización –la determinación o constitución específica del objeto– el imperio mueve a ello, pues la inteligencia propone, juzga y discierne lo necesario para llevar a cabo la ejecución en un momento concreto, de acuerdo con las circunstancias que se presentan, y lo hace eficazmente y obligando a ello. A ese todo formado por lo propuesto, discernido y juzgado debe ser llamado propiamente “objeto específico” en el orden práctico. Y todo esto requiere internamente un juicio propio y una dirección distinta de la que regula la “elección”, debido a las múltiples dificultades que pueden presentarse en la ejecución, las cuales necesitan de juicios y de ordenaciones diversos21.
18 19 20 21
STh I-II, q. 16, a. 1. J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a. 2, n.18. J. Poinsot, De Anima, q. 12, c. 6. J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a. 1, n. 13.
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Efectivamente, el impulso voluntario requiere de una ordenación intelectual. No basta para obrar el simple impulso de la voluntad carente de ordenación y dirección intelectual, pues las dificultades necesitan de discusión, juicio y representación de lo que habrá de hacerse. De modo que deben concurrir las dos partes: de un lado, la instancia y urgencia o eficacia de la voluntad para obligar e impulsar; y, de otro lado, la dirección de la inteligencia para mostrar –en un objeto representado– cómo se obrará en un momento concreto y con cuánto empeño o con qué moderación se hará. Y por esto puede decirse que, en el orden práctico, el imperio mueve también a la objetualización, a la representación objetiva adecuada. Es cierto que el juicio y la ordenación se dirigen a culminar la ejecución, haciéndolo con eficacia y exigencia, pero no versan sobre la especie o naturaleza específica y esencial del objeto en sí y sin referencia a la práctica. Sin embargo, como el imperio promueve esa ejecución –porque en su actividad objetualizadora la inteligencia propone, ordena y manifiesta qué es lo que se habrá de realizar en la práctica–, resulta que el imperio mueve a que se especifique más, una vez propuesta y manifestada la ejecución; pues también la ejecución es manifestable como un objeto y, en cuanto tal, puede mover o motivar si es manifestado. Y esto es, de un lado, mover para que el objeto propuesto especifique, ya que en la moción objetualizadora comparece la especificación. En efecto, la función del objeto es especificar, dar sentido objetivo, fuera de la moción puramente impulsiva. Este sentido objetivo y especificativo redunda en el ejercicio, donde la voluntad funciona como agente e impulsor22. 3. Es preciso comprender también cómo el conocimiento se participa en la voluntad. En cuanto a saber si el ‘imperio’ mueve a la voluntad y a las otras facultades, cabe decir que mueve a la voluntad por motivación, proponiéndole el objeto; y, mediante la voluntad, mueve a las otras facultades. Ahora bien, se suele objetar –ya se ha visto antes– que la voluntad no conoce o no es cognoscitiva; y, así, no podría ser movida a través del imperio; por esta razón no debería ser movida por ningún objeto propuesto, ni siquiera en la elección, ni en cualquier otro acto de la voluntad, puesto que la voluntad no conoce objeto alguno. Santo Tomás aclara esta duda apelando a la sinergia estructural y funcional del organismo psíquico, cuyas fuerzas irradian del sujeto –del suppositum, o si se quiere, del yo–: dice que de la misma manera que el ojo ve en beneficio de todo el cuerpo y no solamente en provecho propio, así la inteligencia conoce en beneficio de todas las otras facultades. Y por el hecho de que el hombre conoce 22
J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a, 1, n. 14.
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con su inteligencia, quiere con su voluntad, aunque la voluntad no conozca. Y del mismo modo que no es necesario que el pie o la mano vean para ser dirigidos por los ojos, sino que estos ven en lugar de las manos y los pies, así no es preciso que la voluntad conozca para ser movida por la inteligencia y por su imperio23. Por otra parte, la inteligencia mueve, en un orden inferior, a las facultades sensitivas mediante la imaginación, cuya aprehensión cognoscitiva está subordinada a la inteligencia y es movida por ella. Por la imaginación es regulado el apetito sensitivo, y por éste es regulada la facultad motriz y los miembros del cuerpo24. De la misma manera jerárquica ha de ser visto el acto de imperio. Es suficiente la ordenación efectiva y exigente del superior al inferior, para que este último se mueva. Porque las facultades están radicadas en el mismo sujeto y subordinadas entre sí, justo por esa radicación: una es inferior y recibe de la superior la orden y el modo de operar. Las facultades son capaces de imperio, puesto que son susceptibles de subordinación y de recibir la orden de otro, ya sea mediatamente, ya sea inmediatamente. Pero las facultades inferiores, por el hecho de estar en el mismo sujeto, están conectadas a la propia voluntad: ésta es facultad de todo el sujeto y gobierna todas sus potencias25. En virtud de la profunda unidad que guardan todos los momentos de la acción humana en la unidad del sujeto, de modo que unos se pueden reflejar en otros, no hay inconveniente en que el imperio se tome o bien generalmente como un acto cualquiera de la inteligencia –acto que ordena lo que se debe hacer–, o bien especialmente como el acto que ordena la ejecución de la cosa elegida. Del segundo modo, el imperio viene siempre después de la elección; en cambio, del primer modo, también puede anteceder a la elección. En efecto, aunque para elegir los medios la voluntad no se sirva del ‘imperio’ propiamente, sino del previo ‘consejo’ y ‘juicio’ –que también son actos de la prudencia, aunque menos principales que el imperio–, sin embargo, para formar el ‘consejo’ mismo –que necesita de investigación, de discurso y de varia información–, sí puede la voluntad servirse del ‘imperio’ por el que la inteligencia prescribe y ordena cómo debe ser adquirida la información –o por investigación o por doctrina ya sabida– y recurrir también al ejercicio de las facultades sensitivas que solamente son dirigidas mediante el imperio y el uso de la voluntad. Este imperio precede a la ‘elección’, ya que antecede al ‘consejo’. Ahora bien, para que la voluntad elija no tiene sentido poner además del ‘consejo’ y del ‘juicio’ que son requeridos para la ‘elección, otro acto de imperio’, tomado en sentido propio. Efectivamente, una vez puesto el ‘consejo’ y el 23 24 25
STh I-II, q. 17 a. 5 ad2. J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a, 1, n. 15. J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a, 1, n. 16.
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‘juicio’ sobre la cosa que se elegirá y la elección que se hará, la voluntad posee todos los principios necesarios y suficientes para elegir. En cambio, no es requerido aquel acto de ‘imperio’ oriundo de una voluntad que se sirve de la inteligencia para imperar. La elección es suficientemente regulada por el ‘consejo’ y el ‘juicio’, por los que con suficiencia se propone lo que debe ser elegido y por los que se aceptará una cosa con preferencia a otra26.
5. Insistencia de voluntad e imperio en la ejecución 1. Para que exista una aplicación a la ejecución, no basta la sola operación de las facultades externas, aplicadas y movidas, pues éstas no llegan a ejercer dicha operación si no son compelidas por la voluntad que mueve y quiere. La facultad externa es aplicada y movida por la voluntad para obrar, porque muchas veces fracasaría en la operación y rehusaría el ejercicio si no fuera insistente el peso de la voluntad, como cuando el cuerpo es expuesto al peligro y las facultades se debilitan y, a pesar de todo, ellas operan y no cejan precisamente por la insistencia de la voluntad. Luego aparte de la operación de estas facultades hay algo que no sólo aplica, sino que urge e insta desde la voluntad. Por consiguiente, existe una aplicación activa o un uso de la voluntad, distinto de la operación de la facultad movida y aplicada, por el que las facultades son voluntariamente aplicadas y operan; cosa que de otro modo rehusarían sin la insistencia de la voluntad27. 2. De aquí se sigue que para la ejecución se necesita de un nuevo juicio y ordenación de la inteligencia, el ‘imperio’. Si para la ejecución se presentan nuevos inconvenientes y dificultades, como igualmente se presentan para la elección, es preciso no sólo mover y aplicar con mayor eficacia y empeño –que es propio de la voluntad–, sino también juzgar y ordenar de un modo nuevo sobre las cosas que se harán –lo cual es propio de la inteligencia–. Pues, aunque las cosas que han de ser ejecutadas puedan ser previstas y juzgadas antes de la elección, sin embargo, bajo el modo y las circunstancias en que acaecen, cuando son ejecutadas en un momento concreto, son juzgadas después de la elección. Dicho de otro modo, no se requiere que las cosas que concurren en una elección sean juzgadas y ordenadas de la misma manera que las que concurren a la ejecución. Efectivamente, para la ‘elección’ es tenida en cuenta la utilidad y la congruencia de los medios en orden al fin; en cambio, 26 27
J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a. 2, n. 20. J. Poinsot, In I-II, disput. VII, a. 1, n. 8.
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para la ‘ejecución’ se tiene en cuenta la aplicación y la conveniencia de los medios con las circunstancias concurrentes. Conforme a esto, se permite a veces la dilación, para no llevar a ejecución lo que se eligió cuando se juzgaba que era congruo o útil. Por este motivo es preciso dar cabida a otro tribunal –a otro juez– en el que se ordenen y juzguen en último lugar las ejecuciones según la última individuación y la aparición de las circunstancias; y entonces la inteligencia ordene la resolución definitiva diciendo: haz esto de este modo. Si hubiera una inteligencia que con su juicio lo conociera todo profunda y perfectamente antes de la elección, y no necesitara de nuevas informaciones posteriores para la ejecución de las cosas, esto sería de modo accidental, en virtud del limitado sujeto que así comprende, mas no por el carácter formal de los respectivos objetos y dictámenes. Lo cual no quita que, por su carácter formal y sus exigencias, esos actos o juicios sean distintos o tengan de por sí objetos distintos28. 3. Por otra parte, estas dificultades que se dan en la ejecución no sólo aparecen en orden a los otros hombres, sino, también respecto a un mismo sujeto, según sus diversos actos o facultades; efectivamente no sólo encontramos dificultades en aquellas cosas que han de ser ejecutadas por otros, sino también en las que han de ser hechas por nosotros mismos. Y en la misma ejecución es preciso muchas veces resolver las cosas de un modo distinto del que antes se pensaba cuando la realidad estaba elegida, bien porque las facultades están dispuestas de otra manera, bien porque sobrevienen nuevos impedimentos que antes no eran considerados o estimados. Luego es preciso dar cabida al hecho posible de que en esas realizaciones varíe el juicio y la ordenación antes hecha, o al menos, ser confirmadas y aplicadas de nuevo, de acuerdo con las circunstancias que sobrevienen, para que la ejecución se haga con eficacia. Pues el hombre no aplica las facultades a la ejecución si no es disponiendo, previendo y juzgando las cosas que aquí y ahora sobrevienen para que la ejecución se produzca o no, o se lleve a cabo de este o aquel modo, v. g., con rapidez o lentitud, con empeño o relajación, etc. Pero todas estas cosas no han podido ser juzgadas ni aplicadas antes, sino en el momento espacio-temoporal en que la ejecución apremia29.
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J. Poinsot, In I-II, disput. VII, a. 1, n. 9. J. Poinsot, In I-II, disput. VII, a. 1, n. 10.
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6. Los límites del voluntarismo: el imperio, la ley y el dominio 1. ¿Hay un solo tipo de voluntarismo? En general los comentaristas del Aquinate que se distribuyen en el Siglo de Oro siguen esta tesis: el imperio es, tanto en el orden formal como en el orden dinámico, un acto de la inteligencia, pero presupone un acto de la voluntad, de cuya eficacia e impulso participa para obligar y coaccionar30. Pero esta posición tiene tres opiniones que le son adversas. a) Está, en primer lugar, la tesis voluntarista mitigada, la cual sostiene que el imperio consiste en un acto de la voluntad, aunque requiera un acto de la inteligencia, tanto antecedente –con el que se propone a la voluntad lo que debe imperar–, como subsiguiente –con el que se comunica y se expone a la voluntad lo que hay que hacer–. Se atribuye esta opinión a Enrique Gandaviense, Gabriel Biel, John Maior, Guillermo de Occam, Juan de Medina y otros. b) En segundo lugar comparece una tesis bicípite, la cual defiende que el imperio y la ley consisten en ambos actos –el de la inteligencia y el de la voluntad–, puesto que los dos son exigidos y confluyen en el imperio. Esta opinión tuvo pocos defensores. c) Por último está el voluntarismo extremo, el cual enseña que el imperio pertenece a la voluntad por su propia naturaleza; y ello no acontece por la participación de la inteligencia, a la que le correspondería establecer el orden y la relación de una cosa con otra. La defendió Escoto31. 2. Las distintas teorías han preguntado antes acerca de la relación que hay entre imperio, ley y dominio. La tesis voluntarista sostiene que el imperio está formalmente en el acto de la voluntad y no en el acto de la inteligencia, pues consiste en el mismo acto que expresa la eficacia y la obligación de la ley, toda vez que la ley es preceptiva y se explica por el precepto. Ahora bien, como toda la eficacia y fuerza de la ley está en la voluntad, resulta que el imperio humano pertenecería a la voluntad, al igual que también la propia ley establece el orden mandando32. Hasta aquí la tesis voluntarista. Ahora bien, la relación que, a propósito de la ley, establece esta objeción entre el imperio y la eficacia preceptiva ha de ser revisada. Porque la ley y el imperio no están formal y sustancialmente en la eficacia misma, ni en la obligación impuesta por ella sola por separado; pero sí está en esa eficacia en cuanto 30
STh I-II, q. 17, a. 1; I-II q. 90, a. 1; II-II, q. 83, a. 1. Duns Scoto, In II Sent d. 6, q. 1 y d. 38, q. 1, ad ultimam; Quodlibetales XVII; In III Sent d. 26, q. 1, a. 2. 32 J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a. 2, n. 23. 31
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notificada y ordenada, cosa que se produce mediante la inteligencia. Y en tanto que no se notifique y se forme el dictamen o juicio intelectual, el imperio no se ejerce, puesto que un imperio ordenativo es notificativo de la voluntad y consiste en este medio notificativo, aunque lo notificado sea la voluntad del superior33. Por lo tanto, de aquí no puede concluirse que la ley y el precepto consistan o estén formalmente en el acto de la voluntad, sino que lo suponen; y la voluntad que ha sido declarada obligatoria y dictada u ordenada por la inteligencia es la ley y el imperio. Pero la ordenación o notificación se producen formalmente mediante el acto de la inteligencia. Ahora bien, dado que el primer motor es la voluntad, y que la cosa ordenada por el imperio es querida, a veces los preceptos son llamados voluntades del superior. Y por esto, el precepto es ‘voluntad de signo’ o el signo de la voluntad: el precepto es el signo mismo, y éste pertenece a la inteligencia, pero la voluntad no es el precepto, sino la cosa preceptuada y notificada por este signo. Más preciso aún: el precepto es el signo y la notificación cuando dice: haz esto. El “esto” es lo querido o la cosa notificada; el “haz” es el signo notificante, y este signo notificante es formalmente el precepto34. Por último, y en lo tocante al imperio humano, cuando se afirma que en la ley está lo que al gobernante le ha parecido correcto, no se habla de la ley atendiendo al acto en el que formalmente consiste, sino al objeto sobre el que versa. Efectivamente, la cosa prescrita por la ley es lo que le parece correcto al gobernante, y eso presupone un acuerdo en la voluntad, pero formalmente consiste en el dictamen y en la notificación imperados por dicho beneplácito35. 3. Para argumentar a favor de la pertenencia del imperio a la voluntad, el “voluntarismo” ha insistido en que el imperio pertenece formal y sustancialmente a la facultad vinculada al dominio, puesto que imperar sería un acto de dominio que va del superior a los inferiores. Como el dominio reside formalmente en la voluntad, se ha dicho también que a ella pertenecería el imperio. El dominio es formalmente una potestad libre y de propio derecho (sui iuris). Y como esa libertad y potestad está en la voluntad, no en la inteligencia, se ha concluido que el imperio sería propia y formalmente un acto de la voluntad, aunque directivamente fuera un acto de la inteligencia, puesto que es propio de la inteligencia dirigir la voluntad, aunque el dominio y la libertad residirían en la voluntad.
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J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a. 2, n. 28. J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a. 2, n. 28. J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a. 2, n. 28.
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A la misma conclusión llega el voluntarismo acudiendo a otra condición requerida para el imperio: la eficacia y la fuerza obligante que lo mueve. Cierto es que lo propio del imperio es mover al ejercicio –no a la especificación– puesto que mueve coaccionando y obligando, para que se lleve a cabo una cosa, pero no estimulando y atrayendo, que es propio del objeto especificativo. Mas tanto la moción dirigida al ejercicio, como la eficacia misma de esa moción, son propias de la voluntad y de ella nacen, no de la inteligencia. Por eso mismo los voluntaristas estimaron que el imperio que así mueve y obliga sería de manera formal y ejecutiva un acto de la voluntad36. La inteligencia sería entonces imperada más bien que imperante, y la voluntad sería la que impera; el imperio sería formalmente un acto de la voluntad37. La respuesta que se dio, muy lógicamente, a esta tesis “voluntarista” consiste inicialmente en afirmar que el acto del imperio responda solamente a una facultad moviente y volente; porque debe ser también ordenante y notificante. De otro lado, si el dominio pertenece formalmente a la voluntad es sólo por radicación, y porque en ella está el acto principal de mover; mas no le concierne de modo ordinativo y participativo en cuanto a la notificación y al establecimiento del orden. Lo cual significa que el imperio no es un acto de dominio como acto meramente motor, sino como acto regulativo, directivo y notificante; en efecto, pertenece al dominio que se ordena racionalmente no sólo a mover e impulsar a los súbditos e incluso a obligar, sino también a gobernar de modo razonable y moderado; y esto es regular y dirigir, notificando con la inteligencia. Por lo que el imperio no es un acto de dominio puramente impulsivo y coactivo, sino regulativo. Primero, presupone el acto de dominio que es la moción, y bajo este aspecto pertenece a la voluntad, pero a título de presupuesto y motor. Segundo, el imperio se consuma en la regulación y en la dirección y, por ello, se ejerce en la inteligencia, la cual posee también el dominio o lo ejerce por participación de la voluntad, en cuanto que es un dominio regulado y moderado, y no es puramente coactivo y moviente. Pues el imperio es irracional si se entiende que la voluntad obliga hasta tal punto que la propia coacción e impulso sean el último y consumado sentido del imperio; en cambio, lo propio del imperio racional es obligar y mover de modo que el hombre pueda regular y moderar. Por este motivo, el imperio racional, propio del hombre, se consuma en la regulación y en la notificación prescriptiva: manda y ordena mediante intimación38.
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J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a. 2, n. 24. J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a. 2, n. 25. J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a. 2, n. 31.
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Lo mismo cabe decir acerca de la moción eficaz que se encuentra en el imperio, aunque participada y originada de la voluntad. Ese factor coactivo está implicado y ejercido en la regulación y notificación intimativa; y bajo este aspecto, mueve también en orden a la especificación: pero no sólo en cuanto a la especificación, sino también en cuanto al ejercicio, por la moción de la voluntad. Por este motivo no mueve tan sólo estimulando y aconsejando, sino también obligando; ni siquiera solamente obligando, sino también moderando y razonablemente notificando; de este modo, la eficacia y la moción mueven a la vez en cuanto a la especificación y en cuanto al ejercicio, pero bajo diversas formalidades39. En fin, no hay contradicción en que el mismo acto de la inteligencia sea imperado, al igual que es imperado también el acto de la voluntad. Santo Tomás pregunta cómo el acto de la inteligencia es imperado, dado que la propia inteligencia es la imperante, y responde que “la inteligencia se impera a sí misma, al igual que la voluntad se mueve a sí misma, esto es, en cuanto que ambas facultades vuelven, como por reflexión, sobre sus propios actos y de uno tienden a otro”40. Así pues, la voluntad puede mover e impulsar a la inteligencia para que formule la notificación y el dictamen; lo cual acontece como un acto de reflexión que se manda a sí mismo; de este modo se distingue el acto imperado del acto imperante. Este acto de reflexión es como un imperio del acto de la inteligencia. Y aunque no siempre advertimos estas reflexiones, sin embargo, percibimos los juicios y los dictámenes al hacer un acto de prudencia y juzgar que es conveniente hacerlo aquí y ahora41. Pero, ¿por qué no se puede decir entonces que el acto del imperio sería, en su presupuesto, algo propio de la inteligencia, pero que formalmente sería algo propio de la voluntad? Pues porque el acto del imperio se consuma últimamente y se ejerce en la notificación intimativa y en la ordenación de las cosas que han de ser llevadas a cabo. Ciertamente, si primero comenzara la inteligencia estableciendo el orden y notificando intimativamente, y si a continuación siguiera la eficacia de la voluntad moviendo, la inteligencia no podría representar y notificar esa eficacia de la voluntad mediante un acto anterior, al no existir aún la eficacia, sino que necesitaría de otro acto intelectual que siguiera y fuera posterior, y entonces en él consistiría el imperio. Ante todo corresponde al imperio manifestar y notificar la eficacia de la voluntad, pues el imperio no obliga, si no la notifica; pero no puede notificarla, si no ha precedido. “Luego la moción de la voluntad debe preceder y ser presupuesta, aunque ha de ser consumada en la notificación y en el acto intelectual que manifiesta la eficacia de la voluntad; y 39 40 41
J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a. 2, n. 32. STh I-II, q. 17, a. 6. J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a. 2, n. 32.
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así dirige y mueve tanto a la voluntad como a las demás las facultades a ejecutar eficazmente”42.
7. Proponer e imperar 1. Se ha dicho también, a favor del voluntarismo, que no hay en la inteligencia un acto asignable que exprese convenientemente el imperio. Luego el imperio se habría de constituir en la voluntad. Se argumenta esta objeción diciendo que todo lo que en la inteligencia antecede a la volición del superior para obligar no tiene fuerza de precepto ni de imperio, sino de simple proposición del objeto, y no puede imponer una obligación. En cambio, todo lo que sigue a la volición es signo de imperio y precepto ya establecido; e incluso el juicio y el dictamen son signo de la voluntad preceptiva43. Una respuesta razonable a esta objeción consiste en indicar que el imperio es un acto mental o juicio que ordena lo que se debe hacer respecto a la última ejecución; y de esta manera sigue a la voluntad que quiere obligar y que impulsa a la ejecución. El acto que sigue a esa voluntad es evidentemente signo manifestativo de la voluntad, pero no supone el imperio constituido, sino más bien lo constituye, por el hecho de que el imperio es signo de la voluntad y él mismo consiste en el carácter manifestativo y notificativo de la voluntad. Y esta manifestación es concebida primero en la mente, a continuación se expresa al exterior mediante los signos vocales o escritos (que son los signos exteriores del imperio). Toda obligación procede de la eficacia de la voluntad y, de modo semejante, ocurre lo mismo en el imperio. Esto confirma que “el imperio procede de la eficacia y de la moción de la voluntad y las presupone, pero no prueba que el imperio consista en dicha eficacia y moción”44. 2. Pero la objeción insiste en que a la inteligencia no le convienen las condiciones por las que el imperio le es atribuido, sino que más bien le convienen a la voluntad. Luego el imperio se ha de constituir en la voluntad Se pretende probar esta objeción pasando revista a las tres condiciones del imperio que se venían atribuyendo a la inteligencia: primera, ser regla o medida de las acciones humanas; segunda, iluminar y dirigir; y, tercera, establecer el orden notificando preceptivamente qué cosas se deben hacer. Lo primero, ser medida, pertenecería más bien a la voluntad, puesto que la voluntad del superior 42 43 44
J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a. 2, n. 34. J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a. 2, n. 27. J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a. 2, n. 36.
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es la regla de las cosas que debemos hacer, y a la que debemos conformarnos. Lo segundo, iluminar y dirigir serían efecto de la ley, o del precepto, pues realizarían este efecto en el súbdito, es decir, le darían información de la voluntad preceptiva del superior. La ley solamente iluminaría al súbdito y le daría información de la voluntad del superior. Lo tercero, establecer el orden rectamente pertenecería a la voluntad, puesto que ésta ordenaría los medios al fin, y establecería la orden de la locución de la inteligencia a otro para notificarle qué se debe hacer. Por lo tanto, es verdad que la voluntad del superior no es suficiente para el imperio, a no ser que dicha voluntad sea expresada con intimación, debido a la condición requerida por parte del súbdito de que la ley le sea notificada; pero esta notificación no es el acto formal del imperio, sino condición o signo del imperio. Ahora bien, por parte del ordenante, la intimación no es más que la voluntad de prescribir con una obligación; luego por esta parte, el imperio no pertenecería a la inteligencia, sino a la voluntad45. A esta objeción se debe responder que las condiciones expuestas no competen a la voluntad desde el aspecto formal y elicitivo, sino sólo desde el aspecto motriz. Primero, ser medida de lo que se ha de hacer únicamente es imperio en cuanto la medida es manifestada, notificada y racionalmente ordenada, pero no tan sólo en cuanto impulsa y coacciona. Precisamente por ello, el imperio debe ser ejercido por la inteligencia que notifica y establece el orden, no por la voluntad que obliga, puesto que el imperio debe más bien notificar, establecer el orden y moderar la eficacia de la voluntad. Segundo, iluminar conviene al imperio de manera activa, y a lo imperado de manera pasiva. Por este motivo, no hay equívoco alguno en esto, pues la ley y el imperio producen en el súbdito este efecto de la iluminación, de modo que debe provenir de una luz o manifestación notificativa por parte del imperante; si fuera de otro modo, ¿de dónde se iluminaría el súbdito, si el superior no lo manifiesta, ni establece el orden? Esta ordenación, pues, debe estar primero en la inteligencia, después en la voz o en la escritura. Tercero, ordenar o establecer el orden corresponde de manera formal y elicitiva a la inteligencia, pero de manera motriz y eficaz a la voluntad, puesto que la ordenación no es pura y simplemente obligatoria y motriz, sino que lo es de modo racional, ordenante. Y cuando se dice que por parte de quien manda la intimación es la voluntad de intimar o prescribir, debe entenderse que la voluntad de intimar o prescribir no es formalmente la intimación, sino la realidad intimada y la fuerza eficaz para intimar; en cambio, la intimación o prescripción se produce formalmente mediante la notificación, y ésta acontece en la inteligencia mediante el dictamen y la regla notificativa46
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J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a. 2, n. 27. J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a. 2, n. 37.
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8. Jerarquía y subordinación recíproca de facultades espirituales 1. ¿De qué manera se subordinan entre sí las facultades de entender y querer? El Aquinate enseña la presencia jerárquica de la inteligencia y de la voluntad en el imperio: el acto del imperio, aunque requiera un acto de ambas facultades, sin embargo, no puede exigir la presencia inmediata de dos actos que tengan la misma pretensión constitutiva; por tanto, si ambos comparecen, lo hacen con cierto orden: y así, uno de ellos pertenece al imperio sólo como condición o presupuesto, y el otro como algo formal o constituyente. Es cierto que para constituir la operación práctica han de convergir los actos de esas dos facultades, las cuales no pueden concurrir simultáneamente, ni en pie de igualdad, sino que una de ellas será esencialmente antes que la otra, y la relación entre ellas será de subordinación: la inteligencia y la voluntad están, esencialmente y por sus propias cualidades, esencialmente subordinadas: una tiene prioridad sobre la otra, puesto que una mueve a la otra e influye en ella. Luego los actos que proceden de esas facultades no pueden constituir simultáneamente y con el mismo derecho una tercera cosa, si no existe la subordinación de uno a otro y la prioridad de uno sobre el otro. Por este motivo, en la constitución de esa tercera cosa converge un acto como algo formal, y otro acto como condición o presupuesto: de modo que uno se comporta de manera causal respecto al otro. “No concurren ahí cada una de modo inmediato o directo, sino una subordinada a la otra”47. Es importante aclarar que, dentro de este orden, no se relacionan entre sí como la materia y la forma. En el compuesto constituido de los coprincipios de materia y forma, estos dos elementos concurren entitativamente en pie de igualdad y simultáneamente para componer algo, de modo que recíprocamente el uno es causa del otro. Sin embargo, las cosas que causan de manera eficiente o final, o de manera formal objetiva –bajo el aspecto de objeto y especificación–, no pueden comparecer en pie de igualdad –ni de manera simultánea e inmediata– para componer o constituir una tercera cosa. Y esto es así, porque la materia y la forma constituyen ónticamente un solo ser por la unión y la conveniencia de los coprincipios implicados; por lo que no es extraño que concurran en pie de igualdad e inmediatamente. En cambio, el elemento eficiente, el fin y el objeto específico se comportan como causas extrínsecas respecto a sus efectos, y no pueden constituir algo con ellos uniendo, sino causando y emitiendo. Por lo tanto, la tercera cosa que acogería en su seno tales causas y efectos es imposible que se componga de ambos por igual e inmediatamente: porque implica a uno como presupuesto acucioso, pero consiste ónticamente en el otro. Ahora bien, la voluntad y la inteligencia –con sus actos respectivos– no son 47
J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a. 2, n. 4.
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requeridos ónticamente de aquel modo para el imperio y para los otros actos en que se mezclan ambas facultades; y no lo son como se demandan ónticamente la materia y la forma: puesto que las dos facultades –inteligencia y voluntad– no son una sujeto de la otra, sino que la voluntad mueve de modo eficiente y la inteligencia mueve de modo final y objetual. Luego la plausible tercera cosa estructurada, que procede de ambas facultades y está constituida por sus actos, no puede ser fundada por ambas en pie de igualdad e inmediatamente, ni los actos de las dos pueden concurrir por igual y de modo inmediato a constituir esa tercera cosa. Efectivamente, dichas facultades, por su propiedad esencial y natural, concurren de modo que no se encuentran por igual e inmediatamente, sino que una está en el orden causal antes y como presupuesto, y la otra está después. En resumen, el imperio se comporta como una estructura, un acto mixto y dependiente de ambas facultades: requiere no solamente la facultad que mueve o fuerza e impulsa (cosa propia de la voluntad), sino también la facultad que ordena o dirige y prescribe lo que se debe hacer (cosa propia de la inteligencia). Luego el imperio no puede ser constituido por igual e inmediatamente por las dos facultades, ni puede ser un compuesto óntico de ellas48.
9. Participación mutua de inteligencia y voluntad 1. ¿Cómo la inteligencia queda participada en la voluntad? Por su propia naturaleza la voluntad no puede establecer un orden y relacionar una cosa con otra si no es con la participación de la inteligencia. Al igual que la inteligencia no puede mover eficazmente con sus propios recursos, ni puede estimular, si no es con la participación de la voluntad. Este es un punto que Duns Scoto, por su actitud voluntarista, no podía admitir. En cambio, los discípulos de Santo Tomás indicaban que poder establecer un orden y relacionar una cosa con otra –o lo que es lo mismo, tener la capacidad ordenadora y comparativa– no es la sustancia misma de la voluntad ni de la inteligencia, sino una propiedad de ésta última; ni es el predicado genérico de ambas facultades, puesto que establecer un orden y relacionar pertenece al modo de operar, no a la sustancia de la operación. Efectivamente, en la sustancia de la operación práctica del imperio resaltan tres aspectos o niveles: el nivel de acto vital (aspecto genérico básico), el nivel espiritual (aspecto genérico superior), el nivel aprehensivo o apetitivo (estas son diferencias añadidas). La voluntad y la inteligencia convienen, pues, en ser 48
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facultades vitales, espirituales o inmateriales; difieren, porque una es apetitiva a modo de inclinación y gravitación; la otra es aprehensiva, a modo de iluminación y representación. Poinsot comenta al respecto que el modo de ordenar o de establecer un orden y de entablar relaciones no es propiedad del nivel común básico que es la vitalidad, puesto que hay muchas facultades vitales que, como las corporales, no establecen un orden, ni relacionan. Ni es propiedad de un nivel común superior, como es la inmaterialidad o espiritualidad. Puesto que las facultades espirituales de suyo no ordenan ni relacionan una cosa con otra, si no existen dos condiciones. La primera condición: que la facultad ordenadora sea superior y dirigente respecto a la ordenada, puesto que el establecer un orden pertenece a la facultad superior dirigente, como el quedar ordenado pertenece a la facultad inferior y ejecutora. Y la segunda condición es que la facultad que primordial y esencialmente ordena y relaciona sea la que compone una cosa con otra (es lo que ocurre mediante el discurso humano): pues por muy superior que sea una realidad respecto de otra, si no compone, ni sabe combinar algunos extremos, no puede poner en orden lo que se deberá hacer, aunque pueda influir en ello. Por ejemplo, la estimativa de los animales influye en el apetito, y el apetito en los miembros, y sin embargo no ordena, porque no sabe ni atribuir una cosa a otra, ni componer. Incluso si en el hombre mismo falta el juicio de composición y atribución, la voluntad no actúa ordenadamente y con arbitrio –como si obrara por instinto–, porque sólo procedería de manera fija y unidireccional. Por este motivo, por la sola inmaterialidad y espiritualidad nadie puede establecer el orden en muchas cosas, ni es capaz de disponerlas con apropiadas relaciones, a no ser que esta ordenación se inicie con un conocimiento de los extremos acompañado de una cierta composición y atribución. 2. Efectivamente, eliminado este conocimiento, todas las facultades espirituales se comportarían como fijadas unidireccionalmente, y no establecerían orden alguno. Luego ordenar y relacionar no convienen primordial y esencialmente a la voluntad, ni siquiera en virtud de la inmaterialidad o espiritualidad que ella posee, puesto que todo esto puede mantenerse y existir sin proceder ordenada y comparativamente, esto es, procediendo la voluntad con la fuerza de su poder natural, sin contar con la ordenación de composición y juicio por parte de la inteligencia. “Luego establecer un orden pertenece primordial y esencialmente a la inteligencia, ya que es ella quien primordial y esencialmente compone y divide, relacionando una cosa con otra; en cambio, la voluntad sólo posee estas perfecciones participativamente”49.
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De modo que primordial y esencialmente la ordenación está en una facultad, y puede estar en la otra sólo participativamente; al igual que las propiedades de una realidad solamente se encuentran fuera de ella por comunicación o participación suya, como la luz existe por participación e influjo del sol. Ocurre además que la voluntad, por su puro y simple querer espiritual, puede ser llevada a unos objetos necesariamente, y a otros libremente; y cuando es llevada necesariamente –como en los movimientos espontáneos de la voluntad trascendental– opera espiritual e inmaterialmente, y sin embargo, lo hace sin ordenar ni relacionar, sino como ligada o determinada a una sola cosa: luego la espiritualidad e inmaterialidad existen sin esa ordenación. Pero cuando opera libremente, procede con orden y estableciendo relaciones, asumiendo una cosa y dejando otra; ahora bien, esa opcionalidad nace de la indiferencia del juicio en la que radica la libertad; pero una vez eliminada la indiferencia, queda suprimida toda ordenación de la voluntad. “Por consiguiente, establecer el orden y relacionar se encuentran primordial y esencialmente en la inteligencia que es capaz de componer, dividir y relacionar un extremo con otro”50. En la naturaleza –o en las cosas naturales– hay un orden salido de la inteligencia de su autor: “La obra de la naturaleza es obra de la inteligencia”. En cambio, en las cosas voluntarias –como en las elecciones y en otros actos libres–, el orden procede del ‘consejo’ y del ‘juicio’ que establecen referencias entre muchas cosas. Pero eliminado ese orden de la inteligencia, no hay orden alguno en la voluntad, sino que ésta queda fijada unidireccionalmente; “luego establecer el orden es primordial y esencialmente un acto propio de la inteligencia”51. 3. Y a su vez, ¿cómo queda participada la voluntad en la inteligencia? También existe la participación de la voluntad en la inteligencia. El imperio es, de modo óntico y sustancial, el acto intelectual que establece un orden y dirige; pero presupone un acto eficaz de la voluntad, con el que participa del empuje para mover y obligar. Por muy eficazmente que la voluntad apetezca una cosa, no puede ejercer el ‘imperio’ si no es dirigiéndose a otro y manifestando lo que ella desea; de modo que la cosa imperada debe, sin duda, ser primero querida por elección, y querida de tal suerte que la propia voluntad empuje a la acción o ejecución. Mas para que este impulso y volición eficaz sean llevados a otras personas –o a otras facultades dentro de la misma persona–, necesitan de la manifestación y de la notificación que dice: haz esto. Pues aunque la voluntad quiera las cosas que
50 51
Thomas de Vio Caietanus, In I-II, q. 17 a. 1. J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a. 2, n. 7.
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tiene dentro de sí, no puede imponer que otras personas las hagan, a no ser manifestándoselas. Ni puede la voluntad mover a las otras facultades que están dentro del hombre, si no es mediante una manifestación. Efectivamente, estas facultades o son espirituales –como la inteligencia–, o sensitivas –como el apetito–. Sin duda, no puede mover a la inteligencia, si ésta no lo percibe y, por tanto, no lo manifiesta. A su vez, el apetito sensitivo solamente puede ser movido si la imaginación se lo propone y lo dirige; de este modo debe ser manifestado a la imaginación para que el apetito sea movido y, consiguientemente, para que sean movidas las facultades que dependen del apetito, al igual que las facultades motoras y las demás sensitivas que obedecen a la inteligencia. Luego la voluntad, ya sea fuera de sí misma respecto a los demás, ya sea dentro de sí misma respecto a las facultades, solamente puede mover mediante la manifestación intelectual que dirige y notifica qué es lo que la voluntad quiere que se haga. Ahora bien, el imperio es el medio o instrumento por el que la voluntad impulsa y estimula a la ejecución que debe ser llevada a cabo mediante las otras facultades o personas; luego el imperio es ejercido de modo sustancial y entitativo mediante la manifestación cognoscitiva y el dictamen de lo que la voluntad quiere que se haga. Pero la manifestación y el dictamen son actos de la inteligencia; luego lo óntico y sustancial en el imperio “pertenece a la inteligencia, aunque comience en la voluntad de manera motriz y originaria”52. 4. Este argumento tiene una cara jurídica que ratifica lo dicho. Pues la promulgación de la ley –o del imperio– se produce mediante la manifestación y la palabra (pues se dice que la manifestación y expresión de la ley no es la ley, ni el precepto, sino su signo). Pero también la formación y el dictamen del precepto y de la ley deben hacerse mediante la inteligencia, por el hecho de que la voluntad, cuando impulsa a la ejecución, no procede de modo ciego, sino con arbitrio, reflexión y ordenación de las cosas que se han de hacer, y del modo como se han de hacer; pues de otra manera no impulsaría de manera racional y humana, sino que lo haría como algo insensible que sencillamente ejecuta, pero ni ordena, ni discierne lo que debe hacerse. Ahora bien, la voluntad no mueve impulsando simplemente, sino que lo hace ordenando y discerniendo qué es lo que hay que hacer. Luego ella forma la prescripción ordenando y juzgando las cosas realizables, con el objetivo de mover de este o aquel modo y con un empeño mayor o menor según convenga. Mas para esto es necesario que utilice el juicio o el conocimiento como medio de mover e imperar, pues de otro modo impulsaría y movería ciegamente. Luego el acto de imperar debe ser sustan-
52
J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a. 2, n. 8.
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cialmente un acto de la inteligencia, ya que ahí se consuma y ejerce la moción ordenadora, aunque sea incoada por la eficacia de la voluntad53.
10. El imperio en la prudencia y en la ley 1. ¿Cómo se imprime el imperio en la prudencia y en la ley? El acto de la prudencia y de la ley implica el imperio. El imperar es un acto de la prudencia, que es la capacidad de gobernar y jerarquizar lo que se ha de hacer; pero imperar es propio de quien gobierna y dirige. Como la prudencia reside en la inteligencia, también imperar es un acto de la inteligencia. De modo semejante, la ley es un cierto precepto e imperio, pues el acto de la ley es ordenar y prohibir. En verdad la ley es un dictamen regulador al que se conforma la voluntad; pero no puede ser un acto de la voluntad, pues de otro modo la regla a la que se debería conformar la voluntad sería la propia voluntad y su acto, cosa que es absurda. En realidad la ley y el precepto no son actos de la voluntad, sino de la inteligencia54. Quede, pues, claro que “el imperio presupone el acto de la voluntad, del que la inteligencia recibe –como del primer moviente– la eficacia de imperar y de obligar”55. En conclusión, el imperio, por su propia naturaleza, dispone solamente la ejecución de lo que ha de hacerse y, por ello, supone que la elección de la realidad ya ha sido hecha. El imperio es un acto de prudencia que versa sobre lo más difícil, a saber, sobre la ejecución de la cosa; ahora bien, la prudencia dispone de los medios en las circunstancias que concretamente se presentan y es guiada por el arbitrio, no por el instinto. Efectivamente, corresponde a la prudencia arbitrar y dejarse guiar por el arbitrio en conformidad con lo que la inteligencia dicta en concreto. Pero si imperar es un acto de la prudencia, no es posible que el imperio se lleve a cabo por instinto, ni antes del acto de la voluntad, sino que se llevará a cabo por el arbitrio. Tampoco es posible que el imperio verse sobre el fin, sino sobre los medios y su ejecución, ya que contempla las circunstancias en concreto, y se manifiesta diciendo: haz esto; lo que señala la ejecución de la cosa individualmente, y, en consecuencia, con sus circunstancias. Y es que, después de la elección, debe haber un acto que establezca la orden de llevar a cabo la ejecución con eficacia: entonces la voluntad impulsa la ejecución, y así, debe ponerse un acto que establezca el orden de la ejecución; ese acto es el imperio; y de este acto tratamos ahora. “Luego ese acto supone nece53 54 55
J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a. 2, n. 9. J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a. 2, n. 9. STh I-II, q. 17 a. 5 ad 3.
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sariamente el acto de la voluntad por el que es movido, puesto que supone la elección y supone que la voluntad impulsa a la ejecución”56. No contradice lo expuesto el hecho de que antes de ese acto, la voluntad quiera por orden de la inteligencia. Efectivamente, esa orden no es el imperio que mira a la ejecución; esa orden o es el ‘consejo’, si antecede a la elección; o es una simple proposición de querer o intentar el fin. Por otra parte, puede darse un imperio de la voluntad sobre los actos, puesto que el imperio no se da acerca de todos los actos de la voluntad; se da sólo acerca de aquellos que pertenecen a la ejecución de la voluntad después de la elección. Como si se le ordena a la voluntad que se oriente hacia el acto de una virtud –como el de justicia o el de templanza–; pues estos actos y otros semejantes son imperados, pero suponen otra voluntad anterior por la que le resulta grato el acto y el ejercicio de la virtud y, a partir de ahí, ella impulsa a ejecutarlo. 2. Además, el imperio exige en gran manera o implica el libre gobierno sobre la realidad imperada. El imperio es ante todo un acto de dominio y de gobierno o régimen sobre los súbditos y que surge de esa potestad de régimen o de dominio. Ahora bien, no hay dominio si no existe la libertad que reside en la voluntad; y el gobierno no existe sin arbitrio y sin administración libre. Pues los hechos que se hacen por impulso natural no son producidos por nuestro albedrío, ni por nuestro dominio. Ahora bien, imperar es un acto de dominio oriundo del albedrío y del gobierno. El imperio o precepto requiere o presupone la voluntad. Se ha discutido sobre si uno mismo puede imponerse una norma, pues parecería que nadie se impone una ley a sí mismo. Pero quien esto dice, olvida que la ley es una regla que ordena sobre el bien común, no sobre el privado; y, por ello, uno puede imponerse una obligación sobre un bien privado, pero no establecer para sí mismo una ley que, no versando sobre uno mismo solamente, se dirija al bien común y contemple a la multitud. No obstante, el gobernante, al dar una ley para la multitud, debe observarla él mismo, no con imposición coactiva –la cual es sólo respecto a otro–, “sino por equidad natural, con el fin de que la cabeza no desentone de los miembros”57.
56 57
J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a. 2, n. 12. J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a, 1, n. 17.
Capítulo XII ÍNDICE CATEGORIAL DE ACTOS IMPERABLES
1. Vínculo psicológico entre consejo, juicio, elección e imperio 1. Los actos intelectuales de ‘imperio’ se distinguen del ‘consejo’ y del ‘juicio’ que anteceden y regulan la elección. El ‘consejo’ lleva integrado el discernimiento; y el ‘juicio’ la sensatez, actos que confluyen, a su vez, en el ‘imperio’ que dimana de la prudencia. Todos estos actos son distintos; y tods pertenecen a la inteligencia, en la que reside la prudencia1. Algunos actos intelectuales se detienen en forma de consejo o de juicio, pero no de imperio, al quedar atenuados en la ejecución: entonces no aflora el imperio con la debida ordenación y resolución. Por consiguiente, el imperio se distingue del juicio y del consejo que regula la elección, por cuanto el imperio sigue a la elección. Efectivamente, mandamos o imperamos que se haga lo que ha sido elegido y aceptado por la voluntad. A la inteligencia pertenece el imperio, puesto que es el acto principal de la prudencia2. 2. Al ligar el destino del imperio al de la prudencia, se ha llegado a decir que a la prudencia sólo le corresponde guiar directivamente el imperio y el precepto; pero no ejecutivamente; puesto que la prudencia da la regla y el modo de aplicarla, pero no ejecuta nada. En cambio, esto le correspondería de manera formal y ejecutiva a la justicia, la cual tiene su sede en la voluntad, otorgando a cada uno lo que es suyo; de este modo, a los súbditos les envía los preceptos y los mandatos, puesto que a ellos les pertenecen. La justicia hace referencia también a la potestad de jurisdicción o de dominio, pues por muy prudente que sea uno, no podrá imperar, ni tendrá validez su imperio, si no posee jurisdicción ni dominio sobre aquellos a quienes impera. Luego eso sería señal de que el acto del imperio no es formalmente un acto de la prudencia, sino de la voluntad, en la que estaría la jurisdicción y el dominio3.
1 2 3
STh I-II, q. 57, a. 2; II-II, q. 48 y q. 51. J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a. 1, n. 11. J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a. 2, n. 26.
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Este argumento, en lo que tiene de objeción, presenta notables deficiencias. Debemos recordar que a la prudencia pertenece imperar de manera interna y efectiva, o sea, producir el acto de imperio, y no sólo imperar de manera regulativa. Porque como el precepto e imperio es norma y dictamen del obrar, se identifica con la prudencia que se comporta de manera regulativa y efectiva al emitir el imperio, ya que en esta emisión se muestra la regla y ordenación del obrar. Por otra parte, cuando se dice que imperar pertenece a la justicia, se olvida que tal acto no es propio de la estricta justicia, sino más bien del gobierno y de la dirección; pues muchas cosas son imperadas en razón de una buena dirección, no en razón de justicia; incluso muchas cosas son imperadas con un mal criterio y en contra de la justicia. Luego en general no todo imperio proviene de la justicia, ni todo imperio es justo. Y si alguna vez el imperio proviene de la justicia legal que mira al bien común, esto ocurre porque la justicia legal mueve y se sirve de la inteligencia para imperar, pero ella no emite formalmente el acto del imperio. No obstante, “el imperio es un acto de jurisdicción, pero como lo es el acto de dominio, esto es, como presupuesto, aunque de manera formal y ejecutiva sea un acto de dominio manifestado y notificado mediante la inteligencia”4.
2. Identidad de imperio y acto imperado 1. Además conviene reparar en la identidad de imperio y acto imperado. No todos los actos pueden ser imperados y sometidos al mandato de la inteligencia. Pueden ser imperados los actos que están en nuestra potestad o arbitrio y los que pueden ser abarcados por la inteligencia. No está sometido al imperio lo que está fuera de ese ámbito intelectual. Y así pueden ser imperados los actos de la voluntad, los de la misma inteligencia y los del apetito sensitivo, puesto que son regidos por la regla de la inteligencia. El apetito sensitivo ofrece a veces alguna resistencia y no está totalmente sometido al imperio, puesto que depende de la disposición corporal y puede ser instigado por ella. A su vez, están sometidos al imperio de la inteligencia los miembros externos en su movimiento local, en cuanto que están supeditados a la aprehensión sensible. Por otro lado, los actos fisiológicos de la vida vegetativa no pueden ser imperados, al no quedar regulados ni controlados por la inteligencia, puesto que no
4
J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a. 2, n. 35.
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siguen a una aprehensión cognoscitiva ni a un apetito sensible, sino a una tendencia puramente natural. Asimismo, el movimiento que depende de alguna alteración fisiológica, aunque sea estimulado por algún conocimiento sensible, no está sometido al imperio de la inteligencia, pues se produce por las fuerzas naturales. 2. Del apartado anterior podría sacarse la falsa idea de que el acto ya imperado no se identifica con el acto mismo de imperar: porque si los actos de diversas facultades son diferentes y si a una facultad pertenece el acto ya imperado y a otra distinta el imperio o mandato mismo –pues una es la que impera y otra es la imperada–, resultaría que no son un mismo acto el imperado y el imperio. Además como son diversas entre sí las cosas que pueden separarse una de otra, y a veces el acto imperado se separa del imperio, consiguientemente uno sería el acto de imperar y otro el acto imperado. El acto imperado no siempre se sigue de la intimación del imperio; o sea, una vez que se produce éste, no es seguido por aquél. Se confirmaría aquí que una cosa es diversa de otra si puede separarse de ella. Es más, son diversas dos cosas si media entre ellas la relación de anterior o posterior; y como naturalmente el imperio precede a lo imperado, se seguiría que son actos diversos. Toda esta argumentación se despliega, a modo de objeción, utilizando las expresiones “diversidad de facultades”, “superior e inferior”, “anterior y posterior”. 3. Frente a esta tesis dispersiva se levanta la escueta y profunda afirmación aristotélica de que donde una cosa es o existe por relación a otra, allí hay solo una5. Lo que aplicado al caso que nos ocupa, significa que como el acto imperado no es sino por el imperio, ambos actos son uno mismo. Para apoyar la tesis aristotélica acerca de la unidad del acto, Santo Tomás argumenta que no hay contradicción en que varias cosas sean, a la vez, muchas y una bajo diversos aspectos. Bien al contrario, las cosas múltiples pueden ser en algún sentido una sola. Hay cosas que esencialmente, como sujetos, son muchas; pero accidentalmente, como partes, una sola; mientras que en otras cosas ocurre lo contrario6. El acto humano de una facultad inferior se halla 5
Aristóteles, Top. III, c. 2. “Quae vero sunt diversa secundum substantiam, et unum secundum accidens, sunt diversa simpliciter, et unum secundum quid, sicut multi homines sunt unus populus, et multi lapides sunt unus acervus; quae est unitas compositionis, aut ordinis [...]. Sicut autem in genere rerum naturalium, aliquod totum componitur ex materia et forma, ut homo ex anima et corpore, qui est unum ens naturale, licet habeat multitudinem partium; ita etiam in actibus humanis, actus inferioris potentiae materialiter se habet ad actum superioris, inquantum inferior potentia agit in 6
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respecto del acto superior en la relación de materia a forma, en cuanto que la facultad inferior funciona en virtud del movimiento que le ha sido comunicado por otra superior. En lo que a este tema concierne, el acto imperante y el imperado son un solo acto humano; a la manera que cualquier todo es uno, aunque sea múltiple en las partes que lo constituyen. Esta explicación, de claro corte metafísico, está enfocada al hecho psicológico de la acción humana; y desde ella se puede concluir que si las diversas facultades no estuviesen relacionadas en un orden recíproco –como acontece en un organismo vivo–, sus actos serían diversos absolutamente. Mas, cuando una de ellas está moviendo a la otra, los actos de ambas son en cierto modo un acto único, por cuanto es uno mismo e idéntico el acto de la que mueve y de la que es movida, según había dicho Aristóteles7. Y si, en algún caso, el acto imperante y el imperado pudieran separarse uno de otro, es que serían más de uno en cuanto a partes; como en el hombre pueden disgregarse las partes que constituían un todo único. Por último, en las cosas que son muchas en cuanto las partes, pero una en el todo, no ofrece ningún inconveniente la prioridad de una respecto de otra.
3. Extroversión e introversión del imperio 1. Por otro lado, Santo Tomás enseña que el imperio no se da sólo hacia los otros sino también hacia uno mismo, como cuando un hábito o facultad impera a otra. Dice: “Corresponde a la inteligencia no sólo imperar a las facultades inferiores y a los miembros del cuerpo, sino también a los hombres y a las cosas que le han sido sometidas; todo lo cual se produce imperando”8. De modo similar, Santo Tomás distingue la prudencia con la que uno se gobierna a sí mismo, de la prudencia que gobierna a la multitud9; y, en cualquier caso, el principal acto de la prudencia es imperar10. Luego al igual que se da la prudencia no sólo hacia otro, sino también hacia uno mismo, así también se da el imperio hacia uno mismo, y no sólo hacia otro. Este ‘imperio’ se distingue del ‘consejo’ y del ‘juicio’ que son actos anteriores a la prudencia, y por los que es regulada la ‘elección’.
virtute superioris moventis ipsam, sic enim et actus moventis primi formaliter se habet ad actum instrumenti”. STh I-II, q. 17 a. 4. 7 Aristóteles, Phys III c. 20 y 21. 8 STh II-II, q. 83 a. 1. 9 STh II-II, q. 47 a. 9; q. 48 a.1. 10 STh II-II, q. 47 a. 8.
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2. Incluso puede darse un imperar sobre el mismo acto de la inteligencia. Lo hasta aquí explicado podría llevar a concluir que no puede ser imperado un acto de la inteligencia misma; porque si ésta es la que impera, habría algo de contradictorio en que uno se mande a sí mismo. Además es imperado aquel acto que está en nuestro arbitrio; pero es acto de la inteligencia el conocerlo y juzgarlo como verdadero, y eso no siempre está en nuestra potestad; por consiguiente no podría ser imperado un acto de la inteligencia. Pero esta conclusión es precipitada. Porque la inteligencia se flexiona sobre sí misma, o sea, re-flexiona. Y si emite órdenes sobre los actos de otras facultades, también puede emitir órdenes sobre su propio acto; el cual, por lo mismo, puede ser imperado. Es de advertir que un acto de inteligencia puede considerarse de dos modos. Uno en cuanto al ejercicio del acto, y así siempre puede ser imperado, como ocurre cuando a uno se le intima que atienda y que use de su inteligencia. Otro en cuanto al objeto, y en este sentido surgen dos actos de la inteligencia. Por el primero, aprehende la verdad acerca de algún objeto, y esto no está en nuestro arbitrio, pues depende de la propia y primaria luz natural; y por lo mismo no puede ser imperado. Por el segundo, la inteligencia asiente a lo que aprehende o concibe; si a esto aprehendido la inteligencia le da naturalmente su asentimiento –como sucede con los primeros principios–, entonces el asenso o disenso no está en nuestro poder, pero sí en el de la naturaleza misma de la facultad; por este motivo, hablando con propiedad, depende del ímpetu de la naturaleza misma. Mas otros objetos se aprehenden de tal manera que no convencen a la inteligencia, dejando margen al acto de asentir o disentir; y entonces el asenso o el disenso está en nuestro poder11. Y en lo que concierne al poder que la inteligencia tiene de flexionarse sobre sí misma, o re-flexionar, es claro que se puede imperar a sí misma, al igual que la voluntad se mueve a sí misma12. Una y otra facultad se flexionan sobre sí mismas y actúan sobre su acto respectivo13. Incluso la inteligencia puede participarse a sí misma: pues dada la diversidad de objetos que se someten a sus actos, nada impide que, por ejemplo, en el conocimiento de las conclusiones vaya entrañado el de los principios14. 3. También puede darse un imperar sobre el acto de la voluntad. Hay una buena batería de argumentos que apoyan la tesis de que el acto mismo de la 11 12 13 14
STh I-II, q. 17, a. 6. STh I-II, q. 9, a. 3. STh I-II, q. 17, a. 6, ad. 1. STh I-II, q. 17, a. 6, ad. 2.
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voluntad no es imperado15. ¿Puede ser imperado el acto de querer? Esta es la cuestión. Primero, siendo la voluntad diferente de la inteligencia –que es la que entiende el mandato–, quizás se debería llamar “imperada” la facultad que puede entender el mandato, cosa que no puede hacerla la voluntad; y por lo tanto no sería imperado el acto de la voluntad. Y segundo, un punto más metafísico: se ha dicho que un acto de la voluntad precede al de la inteligencia imperante; pero si este acto de la voluntad es a su vez imperado, a ese imperio precedería asimismo algún acto de la inteligencia, y así hasta el infinito: lo cual es contradictorio, pues nunca se daría un acto. Por consiguiente, no sería imperado el acto de la voluntad: ni en el orden de la esencia, ni en el orden de la operación. Frente a estas dudas, la tesis definitiva del Aquinate es que todo cuanto está en nuestra potestad, queda sometido a nuestro imperio. El imperio no es otra cosa que el acto de la inteligencia que ordena, con cierta intimación, hacer algo; eso ocurre porque la inteligencia puede disponer del acto de la voluntad; y así como puede decidir que es bueno querer algo, puede igualmente ordenar, mandando que el hombre lo quiera: esto evidencia que el acto de la voluntad puede ser imperado16. Lo dicho no impide que se pueda distinguir entre imperio perfecto e imperfecto. Tan pronto como la inteligencia impera perfectamente que se quiera, se empieza a querer. Y si alguna vez impera y no se sigue el querer, eso se debe a que no impera perfectamente: y este imperio imperfecto consiste en que la inteligencia se halla fluctuando entre imperar o no imperar, moviéndose entre ambos extremos, sin imperar decididamente17. El Aquinate llama la atención no sólo sobre la conexión que tienen todos las facultades en el organismo psicológico, sino también sobre su unidad profunda. También en el orden biológico existe esta unidad: cada uno de los miembros corporales no obra para sí solo, sino para el cuerpo todo, como el ojo ve para todo el cuerpo. Lo mismo sucede en las facultades espirituales: la inteligencia entiende para todas ellas, no para sí sola; y la voluntad no quiere sólo para ella misma únicamente, sino para todas. Así es que el hombre se impera a sí mismo su propio acto de voluntad, porque él es quien entiende y quiere18. Y en lo referente a un proceso al infinito (inteligencia-voluntad-inteligencia, etc.), el Aquinate indica que el imperio es acto de la inteligencia, siendo imperado todo acto que se somete a ella. Mas el primer acto de la voluntad no
15
STh I-II, q, 17 a, 5. STh I-II, q, 17 a, 5. 17 STh I-II, q, 17 a, 5, ad 1. 18 “Et ideo homo imperat sibi ipsi actum voluntatis, inquantum est intelligens et volens”. STh III, q, 17, a. 5, ad 2. 16
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depende del mandato de la inteligencia, sino del ímpetu natural, o de causa superior: no hay un procedimiento interminable al infinito19.
4. Imperio sobre las facultades no espirituales 1. También puede darse un imperar sobre el apetito sensitivo. El apetito sensitivo puede a veces rebosar de pasión, momento en que no parece estar sometido a nuestro imperio. Además, el acto de ese apetito lleva consigo cierto cambio formal del cuerpo, como el correspondiente a la tensión nerviosa y a la relajación muscular, lo cual sería una prueba de que el acto de ese apetito no depende del imperio humano. Y por último, el motivo propio del apetito sensitivo es lo aprehendido por los sentidos o por la imaginación; y lo cierto es que no siempre está en nuestro poder el percibir algo por los sentidos o por la imaginación: por consiguiente no parece que estuviera bajo nuestro imperio el acto de dicho apetito. La tesis tomasiana es que el apetito sensitivo, en sus formas fundamentales – inmediato y mediato, o sea, concupiscible e irascible– está subordinado al imperio intelectual. Efectivamente, un acto se somete a nuestro imperio en cuanto está bajo nuestro poder. Y así, para entender cómo un acto del apetito sensitivo depende de nuestro imperio es preciso examinar hasta qué punto está en nuestro poder. Ya dijimos que el apetito sensitivo se diferencia del espiritual –o voluntad– en que es una facultad con órgano corporal, cosa que no lo es la voluntad. Pues bien, todo acto de una facultad que usa de un órgano corporal depende no sólo de esa facultad psicológica, sino también de la disposición del tal órgano: como la visión depende tanto de la facultad visiva como de la cualidad del ojo, por la que aquella es auxiliada o entorpecida. Es decir, el acto del apetito sensitivo depende no sólo de la facultad apetitiva –facultad psíquica que se despliega gracias a una aprehensión cognoscitiva–, sino de la disposición corporal. A su vez, el conocer imaginativo, que es particular, se regula por la aprehensión intelectual, que es universal, de la misma manera que ontológica la fuerza activa particular se regula por la universal. Por este aspecto, el acto del apetito sensitivo se subordina al imperio de la inteligencia. Mas no así la cualidad y disposición del cuerpo; y en consecuencia, por este lado puede haber obstáculo a que el apetito sensitivo, en su movimiento, se someta completamente al imperio de la inteligencia.
19
STh I-II, q. 17, a. 5, ad 3.
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A veces también sobreviene al movimiento del apetito sensitivo una excitación instantánea producida por la imaginación o simplemente por la percepción sensorial; y entonces aquel movimiento se sustrae al imperio de la inteligencia. Por eso decía Aristóteles20 que la inteligencia preside al apetito sensitivo mediato e inmediato –el concupiscible y el irascible– no con una dominación despótica, o mando señorial prominente, sino con cierto dominio político, semejante al que se ejerce sobre personas libres21. En lo que concierne a la invasión o inundación psicológica que pueden hacer las pasiones, es claro que a veces el hombre quiere no apasionarse, y no obstante es arrebatado por la pasión: eso puede provenir de la disposición corporal, que impide que el apetito sensitivo siga totalmente el imperio de la inteligencia. También debe advertirse que la excitada cualidad corporal se halla en dos distintas relaciones con el acto del apetito sensitivo: ya como precedente, según que exista una disposición corporal a esta o aquella pasión; ya como consiguiente, como le sucede a quien se enardece por impulso de la ira. La cualidad corporal precedente no se somete al imperio de la inteligencia, ya porque procede de la misma naturaleza, ya por alguna otra moción anterior que no puede disiparse instantáneamente. Mas la consiguiente se pliega al imperio de la inteligencia, siguiendo la estimulación de las conexiones neuronales, la cual se actúa diversamente según los distintos actos del apetito sensitivo22. Sobre el aspecto veritativo que posibilitan los sentidos Santo Tomás indica que para la percepción sensorial se requiere un objeto exterior sensible y presente; pero la presencia misma de este objeto no está siempre en nuestro poder. El hombre puede hacer uso de sus sentidos, cuando quiera, siempre que no tenga impedimento en el órgano respectivo. En cambio, el conocimiento imaginativo se somete a las órdenes de la inteligencia según la actitud de vigor o debilidad de la misma facultad imaginativa. Que el hombre no pueda imaginar lo que la inteligencia examina ocurre o porque el objeto no es imaginable, cual es el incorpóreo, o porque la facultad imaginativa es débil por alguna indisposición del órgano23. 2. Es claro que la actividad fisiológica, propia de la vida vegetativa no tiene un carácter imperable. Siendo el hombre un microcosmos –un mundo en pequeño–, sería lógico que todo lo que en él existe obedeciera al imperio intelectual. De ahí que si las fuerzas de la vida sensitiva están sometidas al imperio de 20 21 22 23
Aristóteles, Polit. I, c. 3. STh I-II, q. 17, a. 7. STh I-II, q. 17, a. 7, ad 2. STh I-II, q. 17, a. 7, ad 3.
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intelectual, podría quizás pensarse que también lo están los actos fisiológicos, tales como la nutrición y la generación. Sin embargo, la vida vegetativa tiene una estructura y una evolución interna especial que es ajena al control de la razón. Es claro que existen actos que proceden del apetito natural, otros del apetito sensible y otros del apetito espiritual. El apetito natural, al buscar su fin, no va precedido de aprehensión cognoscitiva alguna, pero sí el apetito sensitivo y el apetito espiritual. La inteligencia impera debido a su índole de facultad aprehensiva: de ahí que los actos procedentes del apetito espiritual o sensitivo pueden ser imperados por la inteligencia; no así los que radican en el apetito natural, que son propios de la vida nutritiva y generativa, como la digestión y la formación del cuerpo humano24. 3. Pero sí pueden ser imperados los miembros externos. En razón de lo que ocurre con la vida vegetativa, se podría extender el argumento anterior a los miembros externos del hombre. En realidad, los miembros corporales distan más de la inteligencia que las fuerzas vitales o vegetativas, por lo que se podría dudar si obedecen en sus actos a la inteligencia. Santo Tomás soluciona esta duda indicando que los miembros no se mueven a sí mismos, sino que son movidos por facultades psíquicas tales como los sentidos externos e internos, algunos de los cuales están próximos a la inteligencia: los miembros del cuerpo son órganos o instrumentos de tales sentidos. Por tanto, en cuanto a obedecer a la inteligencia, las facultades sensoriales y los órganos corpóreos se hallan en idéntica circunstancia. Mas las facultades sensoriales están sometidas al imperio de la inteligencia, pero no lo están las fuerzas naturales. De ahí que los movimientos de los miembros que son instados por facultades sensoriales obedezcan al imperio; aunque no caigan bajo éste los que proceden de las fuerzas naturales25.
5. Simpatía interfacultativa y concurso simultáneo 1. En primer lugar, acerca de la participación mutua de ambas facultades, comparece el hipotético principio de simpatía universal. Cuando dos facultades psíquicas se encuentran de manera que una está subordinada a la otra y es mo-
24 25
STh I-II, q. 17, a. 8. STh I-II, q. 17, a. 9.
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vida por ésta, ¿se requiere en la facultad movida una moción física y real impresa por la facultad motriz?26 Muchos autores opinaban que eso no es preciso, porque sería suficiente la radicación y unión de esas facultades en el sujeto, o sea, mediante una simpatía natural entre ellas; de manera que operando una sola facultad, la otra que le está subordinada acaba operando y acompañando. Esta opinión tuvo varios seguidores en el Siglo de Oro27. Ya mucho antes, Escoto afirmaba que el influjo de Dios sobre las causas segundas se produce por simpatía28, no por una cualidad impresa, sino por la mera subordinación de las causas segundas a la causa primera. A esta simpatía algunos la llamaron influjo o moción moral, entendida como una subordinación extrínseca, ya que no pone nada en la realidad movida. Otra opinión reconocía solamente el concurso simultáneo de la voluntad con las otras facultades: de la voluntad y de la facultad inferior se constituiría una sola causa íntegra que produce el efecto; pero eso no quería decir que con su moción la voluntad imprimiera algo en las otras facultades para obrar29. La tercera opinión defendía que, mediante la moción efectiva de una facultad sobre otra, se imprime algo real en la facultad movida: de este modo opera como subordinada a la otra30. Quienes mantienen esta tesis son fundamentalmente tomistas: sostienen que una sola facultad o el hábito de una sola facultad es capaz de poner una impresión real, con su moción, en otra facultad. 2. ¿Existe entonces la impresión real de una facultad en otra? A propósito de este asunto hay que precisar bien las términos, porque la moción de una facultad sobre otra puede ser entendida en dos sentidos. Primero, de modo que, con la moción, la facultad movida reciba una mayor capacidad o fuerza para producir una perfección, más allá de lo que es capaz por virtud propia: obraría entonces con una disposición que de por sí no podía tener. Segundo, de modo que la facultad motriz sólo aplicara y determinara a la facultad movida para ejecutar el acto que le es propio, pero éste no quedaría más elevado y perfecto de lo que es en sí; como si la voluntad aplica la vista a 26
Es esta una cuestión psicológica de gran calado ontológico, propuesta expresamente por Juan de Santo Tomás, Cursus Philosophicus, q. XII, a. 6. 27 Conimbricenses, In VI Physicorum, cap. 3, q. 1, a. 7; In I Posteriorum, c. 1, q. 4. También: Gabriel Vázquez, In Primam Secundae, disp. 34, cap. 3. Luis de Montesinos, In Primam Secundae (Alcalá, 1622), q. 3, a.1, disp. 34, q. 5, n. 92. 28 Juan Duns Escoto, In II Sent., dist. 42, q. 4. 29 Conimbricenses, In lib. Ethicorum, disp. 4, q. 3, a. 1; In III de Anima, c. 13, q. 15, a. 3. 30 Tomás de Vío Cayetano, In STh II-II, q. 23, a. 8; y q. 81, a. 4. Gregorio Martínez, In Primam Secundae, q. 9, a. 1, dub. 3.
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ver, y el oído a oír, y nada más. Es en esta segunda acepción cuando surge la cuestión de si la facultad motriz imprime algo especial en la facultad movida, algo que permanece aplicado con cierta permanencia. Santo Tomás ha enseñado al respecto que cuando una facultad inferior opera algo más allá de su propio modo habitual o permanente, sirviéndose de un acto proveniente de la participación actual de una facultad superior, ese algo no puede producirse mediante la sola simpatía y radicación en el sujeto, sino mediante una impresión real y física derivada de la voluntad o de la facultad superior31: “Siempre que hay dos agentes ordenados, el segundo agente puede actuar de dos modos: primero, obrar de acuerdo con lo que corresponde a su naturaleza; segundo, obrar de conformidad con lo que es propio de la naturaleza del agente superior. En efecto, la impresión del agente superior queda en el inferior (impressio enim superioris agentis manet in inferiori), y, partiendo de esto, el agente inferior no sólo obra por una acción propia, sino también por la acción del agente superior”32. Ahora bien, la inteligencia y la voluntad son facultades ordenadas recíprocamente la una a la otra. Por lo tanto, la voluntad puede tener dos actos: uno que le corresponde según su naturaleza, en cuanto que tiende absolutamente a su propio objeto; y este acto es atribuido a la voluntad totalmente, como querer y amar, aunque para este acto se presuponga otro acto de la inteligencia, por el que es propuesto el objeto. Pero posee otro acto que le corresponde de acuerdo con lo que se queda en la voluntad procedente de la impresión de la inteligencia (quod ex impressione rationis relinquitur in voluntate). “En efecto, como es propio de la inteligencia el ordenar y establecer relaciones, siempre que aparece una relación o una ordenación en un acto de la voluntad, ese acto no será propio de la voluntad totalmente, sino de la voluntad como movida y dirigida por la inteligencia”33. Y correspondientemente enseña lo mismo del acto de la inteligencia, en cuanto es movido por la voluntad que deja una especial impresión operativa en la inteligencia: por ejemplo, el mando o imperio es un acto de la inteligencia, pero como movida por la eficacia de la voluntad34. Esta fuerza o moción viene a ser como un impulso y una alteración: “De dos maneras se dice que algo mueve. Una, a modo de fin y así decimos que el fin mueve al agente; de esta manera la inteligencia mueve a la voluntad, porque el bien conocido es el objeto de la voluntad; y la mueve a modo de fin. Otra manera es a modo de causa eficiente; así mueve lo que altera a lo alterado y lo que impulsa a lo impulsado: de esta manera es como la voluntad mueve a la inteligencia y a todas las facultades 31 32 33 34
J. Poinsot, Cursus philosophicus, q. 12, a 6. Ver q. 22, a. 3. Ver q. 22, a. 3. STh I-II, q.17, art. 1.
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psíquicas”35. Esto es así porque, en toda serie ordenada de facultades activas – tanto en el orden natural como en el social–, la que se orienta al fin universal mueve a las demás que están referidas a fines particulares. De modo similar, también el gobernante que procura el bien común de sus ciudadanos mueve con su mandato a cada uno de los dirigentes a quienes les tiene encomendado el gobierno de las distintas ciudades. “El objeto de la voluntad es el bien y el fin en común. En cambio, cada una de las potencias se relaciona con aquel bien particular que le es propio y conveniente, como la vista se orienta a la percepción de los colores, y la inteligencia se orienta al conocimiento de lo verdadero. De este modo, la voluntad mueve a todas las potencias del alma, como causa eficiente, para la ejecución de sus respectivos actos, excepción hecha de las potencias vegetativas, que no están sometidas a nuestro arbitrio”36. 3. Ahora bien, ¿en qué sentido es “superior” una facultad a otra? Para responder a este interrogante, Santo Tomás compara la universalidad y la particularidad de los objetos de ambas facultades, la inteligencia y la voluntad. Y con ello determina el sentido de las expresiones “superior” e “inferior” que a veces se aplican a una facultad o a otra. Empieza advirtiendo que la inteligencia puede ser considerada bajo dos aspectos: uno, en cuanto que ella conoce el ser y la verdad universal; otro, en cuanto que es una cosa y una facultad particular que tiene un acto determinado. También la voluntad puede ser considerada en un doble aspecto: uno, por la universalidad de su objeto, en cuanto que tiende al bien en común; otro, por ser una facultad psíquica con una determinada actividad. A continuación, relaciona la inteligencia y la voluntad considerando la universalidad de sus respectivos objetos. En primer lugar, está la inteligencia: “Esta es absolutamente más eminente y digna que la voluntad, si se considera la inteligencia en la universalidad de su objeto, pero la voluntad es enfocada en cuanto facultad concreta, entonces la inteligencia es superior y más eminente que la voluntad. Esto es así porque, en el ser y en la verdad que la inteligencia aprehende está contenida la misma voluntad con su acto y su objeto. Por eso, la inteligencia conoce tanto a la voluntad, como al acto y al objeto de esa voluntad, de igual modo que conoce los demás objetos inteligibles particulares, como puede ser una piedra o un tronco, incluidos bajo la universalidad del ser y de la verdad”37. A continuación compara la voluntad considerada en la universalidad de su objeto, que es el bien, con la inteligencia en cuanto realidad o facultad especial; e indica que, bajo la universalidad del bien, están incluidos, como bienes particulares, tanto la inteligencia como su acto y su objeto, que es la 35 36 37
STh I, q. 82, a. 4. STh I, q. 82, a. 4. STh I, q. 82 a. 4 ad 1.
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verdad, siendo cada uno de ellos como un bien particular. En este sentido, la voluntad es superior a la inteligencia y puede moverla. “De todo lo dicho se comprende por qué estas dos facultades se implican mutuamente en su actividad. Pues la inteligencia conoce que la voluntad quiere, y la voluntad quiere que la inteligencia conozca. Y, por lo mismo, el bien está contenido en la verdad en cuanto que es conocido, y la verdad está contenida en el bien, en cuanto que es deseada”38. 4. En estos casos Santo Tomás no hace mención de la simpatía interfacultativa por simple radicación de las facultades en el sujeto, pues habla de impresión, difusión, virtud dejada por la facultad superior en la inferior; y lo más importante: ofrece la explicación de cómo esa cosa real dejada en dicha facultad inferior se ordena a un efecto real. Los partidarios de la teoría de la simpatía estructural explicaban que la voluntad eficaz impulsa ciertamente o pone su moción eficaz; y, debido a la simpatía estructural, se sigue necesariamente la operación en las otras facultades. O sea, movería como alterante de otra facultad, pero sin poner nada en esa alteración. Ahora bien, supongamos que la voluntad impulsa y altera, porque la operación de la facultad movida por ella es una alteración; o, una vez puesta la voluntad se sigue, sin otra moción, un efecto en la facultad inferior. Entonces se debe explicar cómo la voluntad llega a ser motor. Pues si la voluntad es alterante porque su efecto en la facultad movida es una alteración, queda por ver si la voluntad produce este efecto en la facultad movida alterando realmente, esto es, con una moción física o no. Está claro que Santo Tomás se inclina por la afirmativa: explica cómo mueve la voluntad, y no se limita a decir que su efecto se pone en la facultad inferior, o que simplemente hay, por simpatía, una alteración en la facultad movida. Todo lo contrario: dice claramente que las facultades movidas por la voluntad reciben de ella una forma, puesto que todo motor y agente imprime su imagen o semejanza en las cosas movidas (aliquid de formali bonitate voluntatis pervenit ad alios actus qui a voluntate imperantur)39. Y en otro pasaje: “Toda fuerza o capacidad que exista en una facultad inferior posee una forma procedente de la participación de la facultad superior. Pero la forma, por la que se constituye esta facultad, la tiene por sí misma y por naturaleza la propia facultad mediante su determinación al propio objeto; y esa facultad despliega esta forma y modo sobre su acto; pero a su vez también tiene aquella forma y aquel modo que participa de la facultad superior”40. 38 39 40
STh I, q. 82 a. 4 ad 1. In III Sent dist. 23, q. 1, a. 4, qcl.1. In III Sent dist. 27, q. 2, a. 4, qcl. 3, ad 5.
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Ahora bien, lo que posee de la facultad superior, se ha convertido ya en una cosa intrínseca y real en la facultad inferior41. En términos antropológicos: lo que del amor queda en la fidelidad, es ya algo intrínseco a la fidelidad. Es evidente que el amor mueve la fidelidad; luego, esta moción o impresión de la facultad motriz en la facultad movida no puede explicarse por la simpatía y la conjunción estructural de las facultades en el alma: la simpatía no proyecta nada intrínseco en la facultad movida; ni imprime una forma participada de la facultad superior, para imprimirla en su efecto. Luego la moción que hace la facultad superior se produce como una nueva impresión, no por simpatía. Una facultad mueve a otra no por su conjunción en la misma esencia, sino por la extensión a modo de difusión o de disposición: “Una capacidad puede pertenecer a varias facultades, de modo que en una se encuentre principalmente y se extienda a las otras facultades a modo de difusión o a modo de disposición (per modun diffusionis et per modum dispositionis), en cuanto que una facultad es movida por otra, y en cuanto que una facultad es recibida por otra”42. Algunas veces la capacidad o facultad inferior emite física y realmente el acto no sólo según su virtud propia y connatural, sino también según la virtud participada de la facultad superior. Para esto no es suficiente la simpatía y la conjunción natural de las facultades en una sola naturaleza, ni basta la sola conjunción extrínseca y la asistencia de la facultad superior a la inferior: es necesaria la nueva moción o impresión real43. Ahora bien, la simpatía y la conjunción de las facultades no cambian la facultad inferior en sí misma, ni le añaden algo nuevo para configurarla, ni la transforman en su raíz, esto es, en su propia naturaleza, puesto que cuando la facultad superior opera, no se produce ninguna mutación real en la facultad inferior por esa operación y mucho menos en la raíz de su naturaleza, ni en la unión de las facultades. El acto superior comparecería, pues, de modo concomitante, pero sin perfeccionar realmente la naturaleza de la facultad inferior. Por consiguiente, la mutación se produciría sólo en la facultad superior operante; y 41 42
43
Ver q. 14, a. 5, ad 4. STh I-II, q. 56, a. 2.
“En un acto de la voluntad permanece e irradia una virtud o energía impresa del acto anterior de la inteligencia; de modo similar a como la elección es la volición de un medio previamente aconsejado o seleccionadoa para el fin. De modo que el ‘orden al fin’ permanece en el acto de la voluntad por la operación de la inteligencia. Semejantemente, en el acto de la inteligencia permanece la virtud o energía procedente del acto anterior de la voluntad. Y, sin duda, esto aparece con más claridad en el imperio, pues por el hecho de que la voluntad elija el medio para el fin mueve a la inteligencia para que ordene poner en práctica el medio; y así la inteligencia enuncia: haz esto. La eficacia de ese acto (haz esto) depende de la impresión de la voluntad motora. Por tanto, imperar expresa materialmente un acto de la inteligencia, pero formalmente adquiere del movimiento de la voluntad”. (G. Martínez, In I-II, q.17, a. 1, p. 808).
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una vez puesto su acto, se seguiría, sin otra mutación, el acto en la inferior, sólo con la conjunción natural de la segunda facultad. 5. De la doctrina explicada sobre la “difusión” e “impresión real” se siguen algunas consecuencias de valor no sólo psicológico, sino también ontológico. Primera, la facultad que no cambia ni en sí misma ni en su raíz, no puede emitir un efecto más perfecto y más excelente que antes, puesto que una causa cualquiera, manteniéndose del mismo modo, emitiría el mismo efecto. Luego, si real y físicamente sale de una facultad inferior un efecto mayor y más excelente que el permitido por su capacidad connatural, es que necesariamente ha sido perfeccionada y cambiada realmente por una facultad superior. Segunda, si la facultad inferior –al incidir conjuntamente en su misma naturaleza y raíz con la facultad superior–, tiene una perfección mayor de modo permanente y continuo, eso no sería debido a la mera y simple conjunción “simpatética” con la facultad superior, sino a una primera dimanación recibida en su propia naturaleza. De lo que aquí se trata es de una facultad inferior que obra de modo más perfecto “no por la primera dimanación de su propia naturaleza, sino por la operación y la moción de la facultad superior”44. Y para esto, no basta la simpatía o conjunción de las facultades, sino que se requiere en la facultad inferior una nueva inmutación e impresión que le añada la fuerza para producir un efecto más perfecto. La sola unión o conjunción de facultades en la naturaleza de la facultad inferior no produce mayor disposición en esta facultad respecto al efecto determinado, puesto que la unión y la conjunción siempre permanecen iguales y de por sí son indiferentes a todos los efectos de las facultades. Luego la facultad inferior no puede volverse más capacitada por la simple unión o conjunción. Tercera, tampoco la simpatía puede considerarse suficiente para las facultades que sólo sirven a la voluntad oponiendo cierta resistencia, pues por la sola unión y conjunción con la propia voluntad no se doblegan al mandato de ella, sino que pueden resistir; luego, necesitan de una moción e impresión que venza su resistencia45. 44
J. Poinsot, Cursus Philosophicus, q. XII, a. 6. Supongamos la moción de una facultad superior, cuya misión consista en que la facultad inferior se aplique a obrar conforme a su propia capacidad, sin añadirle una capacidad mayor. En este caso ejerce una aplicación que no se produce por la sola simpatía o conjunción de las facultades en una sola naturaleza, sino mediante una real impresión y mutación en la misma facultad inferior. En este caso la facultad superior aplica y ordena sólo a la inferior, pero no le comunica una nueva capacidad operativa. En realidad las acciones procedentes de una facultad inferior, cuando se encuentran subordinadas a la voluntad, salen de un modo distinto que cuando no están subordinadas. Por tanto, no sólo cuando se confiere a la facultad inferior una nueva capacidad, sino cuando la capacidad natural propia se ejerce y se aplica al acto, es preciso que esa facultad 45
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Cuarta, cuando la facultad inferior ejerce sus actos estando ordenada y apoyada por una facultad superior, sale con una nueva disposición tanto respecto al fin de la facultad imperante como respecto a la propia eficiencia de dicha facultad. Primero, respecto al fin, porque ese acto imperado en una facultad inferior, por el hecho de que depende de aquella orden, se subordina al fin de la facultad superior, como cuando un acto de templanza se produce por amor queda subordinado al fin del amor y recibe la gracia del amor. Asume, pues, una disposición para dicho fin; y, de la misma manera que se ordena realmente a su objeto, así también mira al fin que le ha sido sobreañadido, mientras el objeto está subordinado a él. Segundo, la eficiencia de la facultad imperada, cuyo acto sale con la posibilidad real de ser detenido u omitido, nada tiene que ver con los otros actos que no están sometidos a la voluntad, como los de la facultad nutritiva o vegetativa. Luego este acto se relaciona, con una diversa disposición, a la voluntad ordenante y aplicante, cosa que no ocurre con los actos que no están sometidos a ella, ni por ella pueden ser suprimidos u omitidos. Y esta relación no es una ideal o de razón, sino real, pues la voluntad detiene verdadera y realmente algunos actos de las otras facultades y libremente se sirve de unos llanamente, y de otros venciendo resistencias. Por consiguiente, estas disposiciones o relaciones son reales; pues, el fundamento y el término son reales: esto es, las facultades y los actos, el uso y la detención o cohibición –que se producen realmente– fundan una relación real. Y, así, el acto que surge con tal relación sale de su facultad cambiado. Quinta, la simpatía o conjunción de las facultades en el sujeto no es suficiente para que una facultad inferior se determine de un modo mejor que antes para emitir –bajo el imperio voluntario– sus actos y dirigirlos a un fin más bien que a otro. En realidad, la conjunción de las facultades –la superior y la inferior– es natural, se mantiene siempre del mismo modo, es perseverante y común a todas las facultades psíquicas y a sus respectivos actos en el sujeto. Por consiguiente, es preciso preguntar por el principio que determina a una facultad para que emita un acto con una disposición a un fin concreto, y que se produzca con tal apoyo, aplicación, intencionalidad o impulso. Eso no sería posible si la propia operación de la voluntad no produjera ningún cambio en la facultad inferior, ni la determinara realmente, quedando indiferente. Ni la unión, ni la conjunción de las facultades respecto al acto de una facultad superior es principio de determine y apoye a una facultad inferior. Pues la unión y la conjunción es de por sí común e indiferente a todos los actos y facultades. Por lo que habría que preguntar nuevamente por qué principio es determinada la facultad inferior, dado que el sea perfeccionada intrínseca y realmente para que salga un acto de tal modo. Ese acto no está sujeto o fijado a un acto producido extrínsecamente, sino que nace de la facultad misma, la cual posee un principio suficiente para producirlo; y esto, sólo lo tiene del apoyo o de la aplicación de la facultad superior.
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acto de la facultad superior no pone nada, ni determina la unión, como tampoco determina a la facultad. Sexta, la simpatía tampoco opera a modo de una conexión y secuela natural46. Ahora bien, no hay “secuela natural” en aquellas cosas que se producen por el mandato libre de la voluntad: puesto que el acto de la facultad inferior no es una propiedad que acompaña a la posición de la facultad superior, ni sale de la misma facultad superior por emanación, sino que es emitido por la facultad inferior partiendo del apoyo o la aplicación de la facultad superior. Luego no hay aquí “secuela natural”, pues el acto no procede como un resultado natural, sino como emitido por la correspondiente facultad inferior que ha recibido la impresión y moción de la facultad superior. 6. A este propósito nos encontramos también con la teoría del ‘concurso simultáneo’ de las facultades. Algunos afirman que es suficiente el concurso simultáneo de la voluntad con las facultades inferiores para que se produzca un efecto nuevo, pues no sería necesaria una moción que apoya o aplica. Pero esta teoría no acierta a plantear el meollo de la cuestión. Primero, por una razón general: porque el concurso simultáneo no se produce para una causa, sino para un efecto; de ahí que el concurso simultáneo pueda convenir también a causas no subordinadas: como dos portadores de una piedra ejercen un concurso simultáneo para el mismo movimiento, pero uno no está subordinado al otro, ni es apoyado o aplicado por el otro en su obrar. Así pues, una cosa es depender de una causa para conseguir un efecto; y otra cosa es estar subordinado a una segunda causa y ser inferior a ella en el causar. Para la primera dependencia basta el concurso simultáneo de causas diversas; aún más, la causa incluso depende de la aplicación o apoyo y de las condiciones restantes, sin las que no causa; pero no les está subordinada como una causa inferior, pues para esto se requiere que la causa superior mueva y apoye o se aplique a la inferior para causar, no solamente para influir en el efecto. Segundo, la teoría del influjo simultáneo pasa por alto que la voluntad no puede tener un influjo parcial sobre el acto de la inteligencia o del apetito. Pues como su influjo y su acto es solamente la volición, no es capaz de emitir ni siquiera parcialmente un acto intelectivo. Por consiguiente, si ninguna intelección depende de la voluntad, ni siquiera parcialmente, sino que toda ella depende de la inteligencia, no puede ser que la voluntad influya con un concurso simultáneo en el acto de la inteligencia o de otra facultad a la que mueve, de la misma manera que se comportan dos portadores de una piedra, los cuales producen o emiten parte del movimiento. 46
Tesis mantenida por Luis de Montesinos, Commentariorum in Primam secundae Sancti Thomae (Compluti, 1621-1622), t. I, q. 4, a. 1.
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6. La acción inmanente de la voluntad y su dinámica transeúnte 1. En todas estas explicaciones es preciso destacar la acción inmanente de la voluntad y su dinámica transeúnte. Se ha objetado que la voluntad solamente tiene operaciones inmanentes; por lo que fuera de ella no produce efecto alguno. Pues si de otro modo fuera, la acción sería transeúnte, y no inmanente en el propio sujeto que actúa. Se argumentaba, por tanto, diciendo que la voluntad no puede obrar acto alguno que no sea interno querer o desear. El núcleo de esta tesis es que la volición se configura como un acto inmanente, y, como tal, no podría operar en otras facultades. Para obrar fuera de ella, se requeriría una acción transeúnte. No es de escaso valor esta objeción. Entre los discípulos de Santo Tomás se han dado dos respuestas. La primeradefiende, con Cayetano, que la voluntad no solamente emite el acto inmanente, sino también un acto transeúnte distinto de aquel47. La segunda es del Ferrariense, de Capreolo y de Juan Poinsot48. Estos últimos afirman que la acción inmanente es virtualmente transeúnte, y puede tener un efecto fuera de ella; en realidad el acto inmanente es más excelente que el transeúnte, ya que naturalmente es directivo de este último. En efecto, la acción transeúnte es una acción ejecutiva, y la inmanente es imperativa y directiva; pues, mediante la voluntad y la inteligencia, el hombre dirige las acciones que se han de hacer. Por lo tanto, las facultades que operan de modo inmanente son naturalmente más dignas que las facultades que obran de modo transeúnte; y estas se subordinan a las otras. O sea, el acto inmanente es más excelente que el transeúnte en la ordenación y dirección, y, así, eminente y virtualmente puede obrar de modo transeúnte, pudiendo mover las facultades inferiores con su dirección. Según esta explicación, la impresión emanaría del acto de la voluntad, el cual, aunque tuviera un término inmanente dentro de sí, sin embargo, al ser virtualmente transeúnte, podría además tener un efecto en algo fuera de él; pues no es incompatible que un acto tenga varios efectos que se correspondan de modo adecuado. La voluntad se une y toca la facultad a la que mueve virtualmente; en efecto, cuando mueve a la inteligencia, ésta se encuentra inmediatamente en el sujeto, al igual que la voluntad, la cual puede mover a la inteligencia. 2. La moción de la causa superior sobre la inferior no es una cualidad permanente y habitual, ya que la facultad inferior no está permanente y habitual47
Tomás de Vío Cayetano, In III de Anima, cap. 6. Francisco Silvestre, el Ferrariense, Commentaria in II Contra Gentes, cap. 22. Juan Capreolo, In II Sent. dist. 1, q. 2. Juan de Santo Tomás, Cursus Philosophicus, III, q. 12, a. 6. 48
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mente ordenada a la operación o aplicación: sólo lo está de modo actual, mientras la causa superior quiere. Y, así, puede recibir la moción sólo de manera transeúnte, esto es, en tanto que la causa superior apoye o aplique y mantenga su moción. Por consiguiente, la moción es una cualidad transeúnte, al igual que la causa principal se imprime en la instrumental. Ya hemos visto que Santo Tomás habla de difusión y disposición en cuanto que una facultad es movida por otra, y recibe algo de otra49. Esta disposición o difusión hace referencia a un carácter peculiar que aparece en el acto de la facultad inferior y movida. Por ejemplo: la voluntad es movida por la inteligencia y participa de ella no sólo el emitir la volición en cuanto a la sustancia del propio querer, sino también, en cuanto al modo comparativo o relacional: un querer informado por la comparación intelectual. Y de modo semejante, la inteligencia, movida por la voluntad, no sólo produce la intelección, sino que la produce con un modo determinado, esto es, con la eficacia del movimiento y con la aplicación al ejercicio. Esto no lo posee de por sí la inteligencia, sino que lo tiene participativamente de la voluntad, la cual mueve primeramente y de modo eficaz en cuanto al ejercicio. De esta manera la voluntad imprime su moción en la inteligencia, y esta produce así sus actos con eficacia para aplicarse a otras cosas50. Y si la voluntad sólo aplica las facultades inferiores a los actos propios de estas, entonces la moción de la voluntad no pone en ellas una capacidad que produzca un efecto nuevo que sobrepase la propia capacidad de dichas facultades; sólo vale para que ellas realicen su acto propio de un modo nuevo, esto es, no sólo con el sometimiento a la facultad superior, a la voluntad, sino también con una disposición y orden a un fin determinado que les ha sido proporcionado por la facultad superior. Este sometimiento o subordinación actual es una nueva disposición en el acto inferior respecto al superior; y requiere un nuevo modo o mutación que salga juntamente con éste y sea proporcionado por la facultad de la que inmediatamente sale; presupone, pues, en la facultad inferior un principio suficiente de esas disposiciones o modos para formar los actos con ellas; todo esto acontece por la moción de la facultad superior. En fin, la voluntad solamente mueve mediante el imperio o mandato: “La facultad apetitiva ordena el movimiento, en cuanto que mueve a la inteligencia imperante”51. Aún más, sólo son impulsadas por la voluntad las facultades que de suyo sólo pueden ser movidas bajo la luz de la aprehensión cognoscitiva. Por experiencia sabemos que si falta la información cognoscitiva, incluso después de que uno ha querido y elegido, ninguna facultad inferior es movida para llevar a cabo alguna cosa. 49 50 51
STh I-II, q. 56, a. 2. Ver q. 22, a. 13. STh I-II, q. 17, a. 2, ad 1.
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Por consiguiente el imperio o el mandato –o el acto práctico de la inteligencia– tiene la capacidad de mover las otras facultades, no precisamente porque la inteligencia conlleva conocimiento e información, sino porque posee eficacia prestada por la moción de la voluntad que le es adjunta y le ha sido comunicada. De modo que la voluntad mueve a la inteligencia e imprime en ella su acto. Y a continuación, la inteligencia, movida por la voluntad, puede mover a otras facultades –no sólo a la propia voluntad que le está unida en el organismo psicológico del sujeto–, sino también a la imaginación que está subordinada a la inteligencia, como lo está el agente particular a otro más universal. Y, mediante la imaginación, al apetito sensible es movido de modo corporal; y después son movidos los miembros.
Capítulo XIII EL USO Y LA HISTORICIDAD HUMANA
1. El uso en la dinámica de la libertad 1. En la conducta animal, el apetito opera con necesidad, siguiendo inmediatamente la moción instintiva. Esta inmediatez operativa no exige mediaciones tales como la del “uso”. El uso es la aplicación de una facultad a la obra. Pero en la conducta animal, la aplicación no pertenece a una potencia en cuyo arbitrio esté aplicar o no aplicar; de ahí se sigue que actos de esta índole no se encuentren en la conducta animal, puesto que el instinto obra ahí por determinación de la naturaleza y el movimiento de los miembros sigue impulsado por el mismo instinto. Así pues, en la conducta animal existe, por ejemplo, la aplicación de los pies para andar; sin embargo, no está en su poder no andar, sino que, una vez puesto el impulso de andar, sin nuevo acto, se sigue necesariamente el andar: precisamente por eso en tal conducta no existe uso. Por tanto, en la secuencia de la acción humana comparece el uso como la aplicación o el empleo que hacemos de una cosa a su operación. Un ejemplo externo: aplicamos la sierra a cortar madera1. Pero hay ejemplos internos más significativos: aplicamos los hábitos a reforzar nuestros actos diarios. El uso tiene como sujeto a la voluntad: a ella compete de manera primaria y esencial el uso activo, el usar activamente; las demás facultades reciben pasivamente el uso. 2. La palabra “usus” deriva del griego chresis, cuya raíz significa prender, tomar con la mano. Poco a poco perdió las dos letras guturales de la raíz, apareciendo el sonido “u”; y por un fenómeno de atracción la vocal “i” derivó en “u” (usus). Es interesante observar que la palabra “uso” tiene que ver con la “mano” (cheir), por ser ésta el instrumento principal y universal para conseguir cualquier obra exterior. Puede compararse la mano con el alma, pues a la manera de la universal apertura del espíritu, la mano se expresa como instrumento de los 1
STh I-II, q. 16.
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instrumentos, según decía Aristóteles2. De la operación de las manos se derivó no sólo al ejercicio puntual de cada miembro y facultad, sino a la frecuencia misma de esas operaciones que da lugar, bajo el ámbito de la libertad, al hábito y a la costumbre. Temas centrales de este capítulo: facultad, ejercicio, libertad, uso, hábito. Durando había indicado la conveniencia fenomenológica de distinguir entre usar y uso: si cortar es el uso del cuchillo, y ver es el uso del ojo, usar es aplicar la cosa a su uso: de modo que el usar se compara con el uso como el mover con el movimiento; y así como mover es causar el movimiento, usar es causar el uso. Ahora bien, el que mueve causa el movimiento o moviendo naturalmente o moviendo libremente; pero el que usa causa libremente el uso. Por eso Durando afirma que el uso puede existir subjetivamente tanto en la facultad cognoscitiva como en la apetitiva y en la ejecutiva3, pero usar sólo existe subjetivamente en la voluntad. También para Santo Tomás existe diferencia entre usar –que es propio de la voluntad– y el uso –que es propio de cualquier facultad, aunque principalmente se atribuya a la voluntad–. Sin embargo, casi siempre se toma indiferentemente el uno por el otro4. Ahora bien, una facultad usa de su acto sólo cuando es dueña de ese acto; y tal facultad es sólo la voluntad. Las demás facultades, incluida la inteligencia, realizan el uso de modo pasivo. O sea, son puestas en relación por la voluntad5. Hay, pues, un uso pasivo y un uso activo; este último sólo conviene a la voluntad, la cual hace que las demás facultades se muevan a sus actos, aplicándolas a la acción.
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Aristóteles, De anima III, cap. 8. Sanctus Thomas de Aquino, In III de Anima, lect. 13, n. 790. Durando, In I Sent d. 1, q. 3. 4 STh I, q. 16, a. 1. 5 Para San Buenaventura, usar de algo puede hacerse de cuatro maneras. Primero, como de un instrumento por el que operamos, como si alguien usara de un órgano; pero de esta manera no es posible usar de todas las cosas: por ejemplo, de las facultades que son puramente naturales –si se toma usar en sentido propio–. Segundo, como de un hábito –v. gr., la virtud– por el que regulamos nuestra vida, y así no usamos rectamente de todas las cosas, como del hábito vicioso, puesto que por él degeneramos. Tercero, como de un acto por el que nos movemos, y así ocurre que no todo acto es usado bien. Cuarto, como de un objeto al que nos inclinamos, y ocurre que todas las cosas son objeto de uso y de abuso. Pues bien, la voluntad puede asumir todas las cosas para aprobarlas o rechazarlas. Y de una manera usamos los bienes, y de otra los males. Ahora bien, la razón de ordenación al bien no se da solamente en el ordenante, sino también en lo ordenado, porque de suyo las cosas que son esencialmente bienes son usables y ordenables; pero tratándose de los males, la razón de ordenación no está en las cosas ordenadas, sino más bien en el ordenante; y en tal sentido no cabe decir que los males son de suyo usables. (San Buenaventura, In I Sent d.1, a. 1, q. 1). 3
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Lo cierto es que el uso que se hace de una cosa entraña la aplicación de esa cosa a una operación; de donde viene el llamarse uso también la operación misma: así, cabalgar es usar del caballo, golpear es hacer uso del bastón6 y gobernar es el uso de la prudencia. Mas, para ejecutar una operación, empleamos tanto las facultades psicológicas internas, como los miembros corporales: la inteligencia para entender y el ojo para ver; y además los objetos exteriores, como el bastón para golpear o la sierra para cortar. Y es evidente que en una operación nos servimos de las cosas externas mediante las facultades psicológicas, o sus hábitos, o los órganos que son miembros del cuerpo. En la dialéctica de medios y fines, es claro que la voluntad está tensada hacia el último fin. El uso se refiere a las cosas que se orientan a un fin, y tales son los medios, no el fin mismo. Usar comporta aplicar una cosa a otra, pero lo que se aplica a otra cosa es algo medial, algo que es para el fin. Por tanto, siempre se usa lo que es medial o para el fin. También las cosas que se acomodan al fin se llaman útiles, y la misma utilidad a veces se llama uso. Uso y usar, pues, se corresponden con lo útil –con el medio en orden al fin–. Usamos o tenemos algo en uso, cuando lo aplicamos en servicio y ejercicio para hacer o conseguir una cosa. Por esto, en sentido estricto el uso pertenece a la ejecución, se refiere a las cosas que se ordenan al fin; aunque en sentido amplio también puede significar una aplicación cualquiera de la voluntad a alguna cosa. Por ejemplo, el uso se relaciona con el imperio: si el uso se toma en sentido amplio, en cuanto que también es anterior a la elección, precede al imperio, ya que el imperio es posterior a la elección; pero si se toma el uso en sentido propio o estricto como ejecución, y se considera su ejecución en cuanto que es para el fin, entonces el imperio antecede al uso, puesto que precede al acto imperado por él; entonces se atiende al hecho de que el uso está unido a la operación de la cosa aplicada y ésta es ordenada. Teniendo presente la posibilidad de aplicar una cosa a otra, San Buenaventura indicó que hay cinco modos en que puede tomarse el “uso”, del más común al menos común: pues en sentido amplísimo o comunísimo es un acto que conviene a toda facultad; y en sentido estrictísimo es un acto de la sola voluntad7. 6
“Usus rei alicuius importat applicationem rei illius ad aliquam operationem; unde et operatio, ad quam applicamus rem aliquam, dicitur usus eius, sicut equitare est usus equi et percutere est usus baculi”. STh I-II, q. 16, a. 1; ib. a. 3; I, q. 67, a. 1; CG I, c. 91-92; II, 60. 7 Uso, en sentido comunísimo, se contrapone a ocio u ociosidad: es la operación natural a la que una cosa se ordena. En sentido común, el uso se contrapone a la falta de costumbre: uso es el acto emitido frecuentemente por una facultad, de modo que lo que el uso añade al acto es solamente la frecuencia. En sentido propio se contrapone a los hábitos intelectuales, como la ciencia: usar es asumir algo en la facultad de la voluntad: es, pues, un acto de la voluntad. En sentido más propio se contrapone al acto que aquieta una tensión, es decir, al gozo: usar es el hecho de que la facul-
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3. ¿Podría decirse que el origen del uso está, a la vez, en la inteligencia y en la voluntad? Como se dijo al principio de este capítulo, el “uso” no conviene a los animales, porque obran mediante sus miembros por instinto de la naturaleza, sin conocer el destino de los miembros a tales operaciones: así pues, no puede decirse con propiedad que los aplican a la acción, ni que usan de ellos8. Usar no es poner los miembros en obra, como hacen los animales, que se valen de los pies para andar y de las astas para herir. Pues usar es aplicar a la acción un principio práctico, así como consentir es aplicar el movimiento apetitivo a preferir una cosa. Aplicar una cosa es propio del que tiene arbitrio sobre ella, lo cual no compete sino a quien sabe relacionar, función propia de la inteligencia. Sólo el ser racional consiente y usa. Porque si usar es aplicar un principio operativo (una facultad, un hábito, un órgano) a la acción, ello es propio de quien tiene arbitrio sobre la cosa, y esto es exclusivo de quien sabe relacionar una cosa con otra, lo cual pertenece a la inteligencia: el animal ni consiente ni usa. Los animales hacen algo mediante sus miembros por instinto natural, mas no porque conozcan el orden de los miembros a las operaciones. Por eso, en sentido propio, no aplican sus miembros a obrar, ni utilizan sus miembros. En resumen, usar es un acto de la voluntad que aplica una cosa a una operación o a un ejercicio; y supone por parte de la inteligencia una dirección, una ordenación; pero se ejerce y se consuma formalmente en la aplicación de una potencia al ejercicio: aplicar así es propio de la voluntad. De modo que “usar” se refiere a lo útil, y lo útil se toma en orden al fin. En resumen, aunque en sentido activo el uso pertenece primariamente a la voluntad, se atribuye también a la razón práctica que la dirige activamente. Después pasa, en sentido pasivo, al apetito sensitivo y a las manos, como instrumentos integrados en el organismo; y luego al bastón o a la sierra como instrumentos separados. Y a tantas cosas más. 4. Si usar es primaria y principalmente un acto de la voluntad –la primera que mueve9–, también es secundariamente acto de la inteligencia, como facultad directiva o relacional; y por último es extensivamente un acto de las demás facultades en concepto de ejecutoras, por cuanto la voluntad se sirve de ellas en la
tad volitiva asuma algo en función de otra cosa; se trata de un acto referencial. En sentido propísimo se contrapone al acto desordenado, es decir, al abuso: usar es referir lo útil a lo que merece la pena ser gozado. En resumen, en su sentido comunísimo o meramente común es un acto de cualquier facultad; pero en sentido propio, más propio y propísimo es un acto de la voluntad. (San Buenaventura, In I Sent d.1, a. 1, q. 1). 8 STh I-II, q. 16, a. 2. 9 STh I-II, q. 18, a. 1.
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operación como instrumentos10. Esta triple función ha de ser entendida bajo la perspectiva de que el uso es una exigencia interna de la libertad humana; dicho de otro modo, tan sólo hay uso cuando las potencias humanas reciben la aplicación libre de la voluntad. La acción no se imputa con propiedad al instrumento, sino al agente principal; como la edificación se atribuye al constructor, y no a los instrumentos de que se vale: el uso es originariamente acto de la voluntad11. En el organismo de esta triple función, la inteligencia presenta la relación al objeto, o sea, relaciona una cosa con otra, dirigiendo a la voluntad y a las demás facultades ordenables por la voluntad. Mas la voluntad es la que se dirige a lo que la inteligencia le muestra relacionado; y sólo así, usar es referir una cosa a otra: la voluntad es la que aplica las facultades a obrar como instrumentos12 de un agente principal. Pero la acción no se atribuye propiamente al instrumento, sino al agente principal, a la voluntad: como la construcción al constructor, y no a los instrumentos. Incluso la voluntad aplica la inteligencia misma especulativa a entender y juzgar: bajo este aspecto la inteligencia especulativa es “usada” –en un sentido amplio del uso, según se verá– como movida por la voluntad, al igual que las otras facultades ejecutivas. 5. Además, teniendo la voluntad una constitución “reflexiva”, no sólo usa las otras facultades, internas y externas, porque las mueve, sino que se mueve también a sí misma: la voluntad, por el hecho de querer el fin, se mueve a sí misma a querer los medios que son para el fin. De la misma manera que la voluntad hace aplicación de las demás potencias a obrar, también se aplica a sí misma a obrar, hace uso de sí misma. Pero esto lo hace cuando consiente; y por eso hay uso en el mismo consentimiento. Esto ocurre en un ámbito de reflexividad profunda, de circularidad espiritual, donde unos actos se reflejan en otros. Santo Tomás advierte que nada impide que el uso de una cosa preceda a la elección de otra. Siendo reflexivos los actos de la voluntad –o se reflejan sobre sí mismos–, en todo acto de la voluntad se puede encontrar tanto el consentimiento como la elección y el uso; por ejemplo: la voluntad consiente en elegir y consiente en consentir, y además se usa a sí misma para consentir y elegir: en este sentido,
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Koellin, In STh I-II, q. 16, a.1; Medina, In STh I-II, q. 16, a.1; Capreolo, In I Sent, d. 1, q. 2, a.
4. 11
STh I-II, q. 16, a. 1. El término “instrumento” tiene aquí el sentido moderno de “artefacto”, “máquina”, “herramienta”, “mecanismo”, sino el de “competencia”, “dispositivo”, “habilidad”. Son instrumentos de la voluntad las demás potencias, las cuales son movidas como si fueran “causas particulares” supeditadas a una causa más universal y primera. 12
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puede decirse que el uso precede a la elección13. Pero es cierto que en la línea que va del principio al final de la dinámica volitiva, o sea, de los medios al fin, el consentimiento preceda a la elección; y también preceda al uso. Y también es cierto que, en el orden psíquico, la voluntad mueve de algún modo a la inteligencia y la usa para que piense la relación del medio con el fin. 6. Pero según sea la diversidad de las cosas, así también es diverso el uso. Hay cosas cuyo uso es la consunción de su sustancia, como el uso propio del vino consiste en beberlo, y en eso se consume la sustancia del vino. Pero hay cosas cuyo uso no es la consunción de la sustancia, como el uso de una casa es habitarla: el sentido del habitar no está en que la casa se deshaga; y si se deteriora o se mejora al habitarla, eso ocurre accidentalmente14. Cada cosa tiene su uso, conforme a su propia sustancia; el dinero lo tiene también; y nuestras manos y pies; y la inteligencia; y la ciencia. Los actos con que hacemos nuestra vida son “actos en uso”, penetrados de hábitos cognoscitivos y volitivos que el hombre adquiere a lo largo de su vida. Lo veremos un poco más adelante. De una cosa puede hacerse un buen uso o un mal uso, en la medida en que responda o no a su finalidad interna o a un valor que debiera realizarse con él. En cualquier caso, el objeto del uso, como acto de la voluntad, es el bien, exactamente el bien útil15. Usar implica el movimiento del apetito volitivo a una cosa en orden a otra. Eso, en cambio, no compete al apetito sensitivo, facultad que no tiene dominio de su propia actividad, pues se deja guiar por la estimativa anclada en el instinto. Los sentidos del animal no pueden captar la forma esencial de lo útil, la referencialidad, la relación que lleva al fin. La relación, en lo que tiene de más formal, no es captada por los sentidos: supone el conocimiento simultáneo de los medios y del fin y la comparación de ambos entre sí, un juicio diferencial, discretivo, que solo viene de la inteligencia que guía a la voluntad.
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STh I-II, q. 16, a. 1 y 4. “Est autem considerandum, quod diversarum rerum diversus est usus. Quaedam enim sunt, quarum usus est consumptio substantiae ipsarum rerum, sicut proprius usus vini est, ut bibatur, et in hoc consumitur vini substantia [. . .] Quaedam vero res sunt, quarum usus non est consumptio substantiae ipsarum, sicut usus domus est inhabitatio; non autem est de ratione inhabitationis, quod domus diruatur, si autem contingat, quod domus inhabitando in aliquo melioretur vel deterioretur, hoc est per accidens”. Mal q. 13, a. 4. 15 Aquí “útil” no tiene el sentido moderno de “lucrativo”, “rentable”, “servible”, sino de “favorable”, “fructuoso”, “válido”, “conveniente”. En este último sentido, “útil” se aplica a los medios que valen para conseguir el fin. 14
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2. Modos del uso en la voluntad deliberativa: elección, gozo, imperio 1. Es necesario distinguir lo que es propio del uso y lo que pertenece a otros actos de la conducta humana, por ejemplo, el acto de elección. El “uso” no se aplica a una facultad, sino a un acto o ejercicio; o mejor, es la aplicación de la facultad al ejercicio. El objeto del uso se llama “útil”; y en tanto el ejercicio es tránsito de la potencia, lleva el sello del “uso”. El uso implica una “nueva” actitud y referencia de la voluntad, una carga referencial en orden a la ejecución: la carga de posibilidades habidas. En el curso de la acción humana, en cada nueva ‘ejecución’ se presenta una dificultad mayor que en la sola ‘elección’ anterior; por lo que la voluntad necesita de una nueva eficacia y de un nuevo impulso que aplique las facultades a la ejecución; la inteligencia ha de poner una atención y una ordenación mayores que las habidas en la sola elección interna. Esa aplicación inventiva para ejecutar es el ‘uso’; y aquella ordenación es el ‘imperio’. Incluso a través de la experiencia comprobamos que muchas personas juzgan fácilmente, aconsejan y eligen o se determinan interiormente, pero después fallan en la ejecución. Efectivamente, ‘elegir’ es un acto puramente interno, en el que la voluntad sólo lucha consigo misma, y no tiene otro impedimento que el querer, si el objeto es conocido; y así, sólo mudando el querer, puede elegirse y emitirse el acto opuesto. Sin embargo, en la ejecución no sólo lucha consigo misma, sino con otros factores –como el conjunto de facultades y las cosas que puede dominar–: en ello se presentan dificultades, no solamente en el esfuerzo de las facultades o en la resistencia del apetito, sino también en los impedimentos externos. De ahí que a esto debe responder el sujeto con constancia para superar las dificultades y las frustraciones externas: “Muchas veces cae bajo nuestra potestad la elección, pero no la ejecución”, dice Santo Tomás16. Luego además del acto de la elección, la voluntad necesita de una nueva eficacia y de un impulso distinto en la ejecución, y de una diferente constancia y aplicación; esta aplicación activa e inventiva es el uso17. En realidad la elección es primera, porque es una causa ontológicamente más fecunda; pues cuantas más relaciones tiene una causa con diversos efectos, tanto más primaria es. Efectivamente en la elección se relaciona, en primer lugar, lo elegido con el fin; pero también, en segundo lugar, se relaciona lo elegido con aquellas cosas entre las cuales se elige. Mas como el uso implica una sola relación posibilitante con el fin, es claro que, por su inferior constitución ontológica, no precede a la elección, aunque sea anterior a la ejecución. El uso se inserta en la dinámica de la voluntad que mueve a ejecutar; es, por tanto, posterior a la 16 17
STh II-II, q. 137, a. 3 y a. 4. J. Poinsot, In I-II, disput. VII, a. 1, n. 7.
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elección y anterior a la ejecución: en medio de la elección y la ejecución está el uso posibilitante. 2. Ninguno de los términos que designan los actos particulares que comparecen en la acción propiamente deliberada –v. gr., elección, imperio, uso, gozo–, ha de ser tomado de modo unívoco, sino análogo. Esto significa que esos términos podrían encontrarse en otras coyunturas de la acción que reflejen relaciones similares a las que de manera principal mantiene el uso. La analogía abre una relación que va de lo imperfecto a lo perfecto. Tanto la elección como el uso pueden tomarse en dos sentidos. Primero, como uso y elección perfectos. Segundo, como imperfectos e incoados. De modo que el uso perfecto sigue a la elección perfecta y el uso imperfecto e incoativo puede preceder a la elección perfecta. Y como lo imperfecto es regulado por lo perfecto, se sigue que el uso incoado es conducido y llevado al uso perfecto, el cual sigue a la elección; de modo que en términos absolutos el uso sigue a la elección. Por tanto, el uso que precede al acto racional supuesto para la elección es el uso imperfecto e incoativo. De ahí que no importe que preceda a la elección, sobre todo y fundamentalmente por el hecho de que la elección imperfecta lo precede. Esta elección imperfecta procede de la “simple volición” o de la “intención” del fin, sin uso alguno. De ahí que, poniendo en orden sucesivo –propio de la voluntad– el consentimiento, la elección y el uso, Santo Tomás se haya planteado la cuestión de si el uso, que pertenece al orden volitivo y precede a la ejecución, puede ser anterior a la elección. Para el Aquinate, la voluntad guarda una doble relación con lo querido. Primera, en cuanto lo querido está en el sujeto volente, por un preconcierto ontológico o adecuación y proporción que dicho sujeto tiene con lo querido (se decía que lo semejante ama a lo semejante). Pero tener así el fin es tenerlo imperfectamente: es una posesión prefigurativa. Por eso, el apetito voluntario tiende a poseer realmente el fin mismo, es decir, a tenerlo perfectamente. Y ésta es la segunda relación de la voluntad con lo querido: es una posesión definitiva. En esta dinámica volitiva no sólo se quiere el fin, sino también el medio que es para el fin. En última instancia la primera relación de la voluntad desemboca, respecto al medio enfocado al fin, en la elección, pues en ella se cumple lo que sólo prefigurativamente había en el sujeto volente, o sea, la proporción ontológica de la voluntad para querer completamente el medio que es para el fin. Pero el uso pertenece a la segunda relación de la voluntad, por la que esta tiende a conseguir, con todas sus posibilidades reales, la cosa querida. Por consiguiente el uso sigue a la elección, en cuanto que la voluntad usa la facultad ejecutiva moviéndola.
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3. Así pues, no es lo mismo elegir que usar. El acto de imperio sigue a la elección en aquellas cosas que hacen referencia a la ejecución de lo que ha sido elegido. Pero, hablando con precisión, no sigue inmediatamente a la elección, porque después de la elección interviene otro acto de la voluntad, acto que destina o aplica la inteligencia a imperar. No obstante, algunos opinan que el imperio sigue inmediatamente a la elección; y ello porque la elección se consuma en la aceptación de una cosa con preferencia a otra. Ahora bien, la aplicación de las facultades a la ejecución no es elección, sino uso. Efectivamente, el uso, hablando en general, es la aplicación de la voluntad a obrar. Mas la inteligencia solamente impera en cuanto es aplicada por la voluntad; luego además de la elección se requiere otro acto por el que la voluntad electiva haga que la inteligencia se aplique a obrar, a saber, para que vea con claridad qué y cómo se efectuará la ejecución. Y este uso es el impulso que la voluntad emprende, después de la elección, para la ejecución: “El acto de la voluntad que usa la inteligencia para imperar precede al propio imperio”18. Y aunque es cierto que después de la elección, la inteligencia impera19, no es necesario entender “inmediatamente después”, sino que después de la elección está la aplicación de la voluntad para que la inteligencia impere. Y, a pesar de que la elección es ‘voluntad eficaz’, sin embargo, no es eficaz en aplicar, sino en determinar; al igual que tampoco es necesario que de la eficacia de un acto se siga inmediatamente el efecto de imperar, sino que es suficiente que se siga mediatamente20. Se ha dicho a veces que el imperio, por su constitución intelectual, es uno de los ejes de la prudencia que regula la elección, ya que ella mide y ajusta todos los hábitos positivos o actitudes fundamentales de la vida humana. Pero la elección no es regulada por la prudencia mediante el acto del imperio, sino mediante el consejo y el juicio, puesto que también estos son actos de la prudencia, aunque menos principales, y así son producidos por virtudes anejas a la prudencia, esto es, la discreción y la sensatez. Tampoco es necesario que todos los actos que están bajo nuestra potestad caigan bajo el ‘imperio’: es suficiente que caigan bajo el ‘consejo’, o basta que sean principios del ‘imperio’, aunque no sean imperados, pues también el imperio y los principios que lo anteceden están bajo nuestra potestad. Con todo, antes de la elección puede preceder un imperio, no sólo para formar la búsqueda inteligente del consejo, sino también para que la voluntad se sirva de la inteligencia y de los sentidos para ejecutar estas operaciones.
18 19 20
STh I-II, q. 17, a. 3, ad 3. STh I-II, q. 17, a. 3, ad 1. J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a. 2, n. 19.
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Parecería entonces que el uso es previo a la elección, después de la cual sólo seguiría la ejecución. Incluso por pertenecer a la voluntad, ¿no precedería el uso a la ejecución y también a la elección? 4. Ciertamente la voluntad usa de las demás facultades, pues las mueve, y también se mueve a sí misma21: en cierto modo usa de sí misma, aplicándose a obrar. Esto ocurre cuando consiente; y por lo mismo, ¿no estaría el uso en el mismo consentimiento? Mas, si el consentimiento precede a la elección22, ¿no ocurriría que también el uso la precede? La tesis de Santo Tomás –repito– es que el uso sigue a la elección. Para explicarlo, advierte que la voluntad se relaciona con el objeto querido de dos modos: imperfecto y perfecto. El primero, en cuanto que lo querido se halla de algún modo en quien lo quiere, aunque sólo en virtud de que se tiene cierta proporción a lo querido: el que es proporcionado a un fin, desea ese fin naturalmente. No puedes amar las grandes obras de arte, si no eres ya en tu interior un poquito artista. Pero esta posesión del fin es imperfecta, y todo lo imperfecto tiende a su perfección. El segundo modo de relación entre la voluntad y el objeto querido está en que tanto el apetito natural como el voluntario aspiran a poseer efectivamente el fin mismo, o sea, a tenerlo perfectamente. Cualquier tipo de posesión –imperfecta o perfecta– se refiere no solamente a lo querido, sino también al medio que conduce a él. Por esta doble referencia, lo último que pertenece a la primera relación de la voluntad con los medios conducentes al fin es la elección; en la cual se cumple la proporción de una voluntad que quiere completa y decididamente el medio que se ordena al fin. Sin embargo, el uso pertenece a la segunda relación de la voluntad, por la que esta tiende a conseguir el objeto querido. Es claro, pues, que el uso es posterior a la elección, si se entiende que la voluntad usa o se vale de la facultad ejecutiva, poniéndola en obra. Queda, pues, claro que a la ejecución misma de la obra precede la moción de la voluntad en orden al ejercicio, pero sigue a la elección: es decir, como el uso pertenece a la antedicha moción de la voluntad, ocupa el medio entre la elección y la ejecución23.
21 22 23
STh I-II, q. 9, a. 3. STh I-II, q. 15, a. 3, ad 3. STh I-II, q. 16, a. 4, ad1.
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3. Niveles holísticos del uso 1. Una vez indicado el carácter analógico de los actos que componen la acción deliberada, cabe preguntar: ¿es el uso activo de la voluntad un acto “realmente distinto” del acto de la elección? La elección es ciertamente anterior, y sigue al uso. De hecho, la elección tan sólo indica la aceptación de un medio preciso con preferencia a los demás. En cambio, el uso expresa el ejercicio actual, en un tiempo concreto, y la puesta en práctica del medio elegido. Son dos actos distintos: cuando alguien toma el consejo puede elegir hoy el medio, pero ponerlo en práctica mañana; de modo que la elección será hoy, pero el uso será mañana. Hay aquí dos aspectos que conviene comprender. Hay un uso con el que la voluntad utiliza y mueve la potencia ejecutiva, el cual es posterior a la elección, y la sigue. Pero hay un uso con el que la voluntad aplica la inteligencia a deliberar y ocuparse de los medios: y éste es anterior a la elección, y la precede. Esto significa que la voluntad tiene un doble orden a la realidad querida. Primero, hay un orden a esa realidad querida que está de alguna manera en la voluntad, pues todo lo querido tiene cierta afinidad, armonía y proporción con la voluntad; si de otro modo fuera, no habría sido querido. En este orden la voluntad posee ya en sí de alguna manera la realidad querida, pues querer es en cierto modo poseer lo querido, aunque sea poseído imperfectamente. Segundo, hay otro orden con el que la voluntad tiende al fin para conseguirlo, cuando éste se halla entre las cosas reales. El primer orden de la voluntad con la cosa querida –cuando la voluntad está en cierta posesión de la cosa querida– es una “relación intencional”, ya que el objeto se encuentra intencionalmente en la voluntad. El segundo es una “relación real”, ya que la voluntad procede a conseguir y poseer realmente el objeto. Este doble orden hacia el objeto tiene lugar en la voluntad y no en la inteligencia. De hecho, el orden perfecto que puede tener la inteligencia respecto a la realidad misma acontece cuando la realidad está en la inteligencia mediante la especie intencional, siendo conocida así la realidad por la inteligencia. En este caso, la inteligencia no tiende a conseguir realmente la cosa conocida. Esto significa que la voluntad puede poseer la realidad primero imperfectamente, tendiendo hacia la realidad; y, después, tiende a conseguir perfectamente la realidad querida24. Por eso dice Santo Tomás que lo último en que se termina el primer orden de la voluntad, respecto a los medios, es la elección; pues en lo que es para el fin anhela ya perfectamente el fin. De hecho, primero había surgido el “querer simple” del fin; después la “intención”; a continuación el “consentimiento”; y luego 24
G. Martínez, In STh I-II, q. 16, a. 4, t. I, p. 806-807.
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viene la “elección”. De este modo el fin ha sido deseado en aquel primer orden; pero el uso es ya el principio del segundo orden; en realidad con el uso la voluntad se mueve realmente a obtener el fin. Y así, el uso sigue a la elección. En síntesis: el uso y la elección son actos específicamente distintos y tienen diversos objetos, de modo que por ello puede formularse la cuestión de cuál de esos actos es antes que el otro. Ahora bien, este planteamiento no debe ser interpretado de manera atomística, sino holística, bajo el prisma de la totalidad, como realmente acontece. No hay que ver los actos aislados, sino incluidos en los diversos hábitos que los sustentan o engloban. Cuando la elección y el uso tienen su determinación en un mismo hábito –v. gr. el hábito de fortaleza–, serán de la misma especie, por la unidad del objeto de tal hábito. Y semejantemente, la elección que está en un hábito (fortaleza) y el uso que está en otro (prudencia) se diferencian específicamente, al igual que difieren también los hábitos mismos, que son los elementos holísticos más fundamentales de la vida psicológica. Así, aunque la elección y el uso se distingan en sí específicamente, sin embargo, en cuanto se ejercen por idéntico hábito, son de la misma especie, al referirse sus actos a un mismo hábito. Y, al contrario, la elección que existe en dos hábitos distintos es de diversa especie, al igual que también lo es el hábito cuyo acto es la elección. 2. Aquí hemos visualizado la elección y el uso según la propia naturaleza de la elección y del uso en general, considerados formalmente. De este modo, los actos de la voluntad son de diversa especie y tienen diversos objetos formales. Efectivamente, el objeto de la elección es un medio aceptado previamente; en cambio, el objeto del uso es un medio propuesto y ejecutado realmente, pues aunque la elección sea eficaz, no incluye la ejecución del medio formalmente, dado que la eficacia de la elección se debe a la causa que irrumpe en el uso con el que se ejecuta realmente el medio. La elección tiende a la ejecución de modo mediato, en cambio, el uso lo hace de modo inmediato. De aquí se sigue la aplicación que la voluntad hace de las potencias o facultades a la obra; y en esto consiste el uso. Si se consigue el fin, se goza descansando en él y cesa todo movimiento. Por tanto, el imperio media entre la elección y el uso. 3. Y por último, usar no es gozar: fue éste un tópico realista que vertebró todos los comentarios medievales a las Sentencias de Pedro Lombardo. El uso no es el último eslabón de los actos de la voluntad: lo es la fruición, que es posesión y goce. El uso de los medios no es la fruición o gozo del fin. Disfrutar implica un previo movimiento absoluto del apetito hacia lo apetecible; en cambio, usar comporta un movimiento referencial del apetito hacia una cosa en orden a
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otra. El intento de hacer del fin un medio lleva al fanatismo. En la Crítica de la razón práctica de Kant resuena este tópico admirable: “Que la persona humana –decía el Regiomontano–, ni en ti ni en otro, sea considerada como un simple medio, sino como un fin en sí”. Al enfocar los fines y los medios se debe tener en cuenta que el fin último se toma en dos sentidos, pues unas veces el fin es la cosa misma25 y otras es su consecución o posesión. El fin del avaro es tanto el dinero como su posesión; pero, hablando en sentido absoluto, el fin último es la cosa u objeto, el dinero: para él es buena la posesión del dinero, porque considera que hay un bien en esa cosa. Mas el avaro no se queda ahí: para él la posesión del dinero es el último fin, toda vez que lo procura y se propone poseerlo: el avaro sólo busca el dinero para poseerlo. En sentido absoluto y propio, el avaro goza o disfruta del dinero, porque este constituye su último fin; pero usa de él, en cuanto lo refiere a la posesión misma. El uso implica un orden al goce mismo del fin, y este goce es lo que el avaro busca en el fin. La voluntad descansa así en el fin. Por eso la fruición –el descanso mismo en el fin– se llama también, de manera traslaticia y metafórica, uso del fin26. Si el gozo es la etapa definitiva en la posesión del fin (amor - intención - gozo), el uso es el momento culminante en la ordenación de los medios (elección consentimiento - uso). En sentido propio, el uso es solamente una relación posibilitante, una conexión de los medios, de las cosas ordenadas al fin. Además, no hace referencia de los medios al fin como realidad objetiva, sino al fin como posesión subjetiva del hombre27. Usar –repitamos– no versa sobre el fin último, ya que usar es relativo a lo útil en cuanto que se aplica en orden a otra cosa. Ahora bien, lo útil no es el fin, sino lo que se relaciona con el fin; de este modo, el fin es gozable, no útil. 4. El ‘uso’ sigue al ‘imperio’ y el ‘imperio’ sigue a la ‘elección’. Tal es la doctrina clásica: a la cuestión de si se suceden de manera necesaria o libre, San25
STh I-II, q, 1, a. 8; q. 2, a. 7; q. 5, a. 2. STh I-II. q16 a3. En cualquier caso, no existe un “uso del fin” último, sino que tan sólo existe uso de los medios que se ordenan a la consecución del fin. Como se ha dicho, el uso expresa aplicación de una facultad o de un miembro o de una cosa cualquiera para conseguir otra cosa. Y se llaman cosas útiles las que son sometidas a un uso. Sólo los medios son útiles. Así pues, lo que se aplica para lograr otra cosa es un medio y no un fin último. Propiamente no existe uso del fin último. Ahora bien, el “fin” se toma en dos sentidos: como cosa y como posesión de esa cosa. Pero en términos absolutos “fin” es la cosa misma, de la cual no hay uso de modo absoluto. Usar es ordenar una cosa a otra, como el medio se ordena al fin. El fin ya poseído no es usado, sino gozado. 27 STh I-II, q. 16, a. 3. 26
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to Tomás responde que en sentido absoluto siguen de modo libre; pero en sentido relativo, y mediando un supuesto, pueden seguir de modo necesario. Esto es evidente, pues el motivo por el que el imperio sigue a la elección, o el uso sigue al imperio, proviene de la eficacia de la voluntad que, después de la elección, impulsa a la ejecución, y este impulso repercute convenientemente en la inteligencia, haciendo que ella establezca el orden y mande sobre lo que hay que ejecutar. A continuación, es preciso que el uso –o aplicación de la voluntad– toque o afecte a las facultades ejecutantes. Luego la secuencia de un acto proveniente de otro no tiene una mayor necesidad que la que puede originarse de la eficacia de la voluntad, la cual es el principio de toda la secuencia de un acto proveniente de otro. No obstante, como la eficacia de la voluntad es libre, no impone una necesidad en sentido absoluto, puesto que dicha eficacia puede ser suspendida por la voluntad misma siempre que quiera y, de este modo, cesar los actos siguientes. Pero en el supuesto de que no cese, sino que continúe la voluntad eficaz para que los actos se realicen, se sigue necesariamente que se produzcan tales actos, aunque con una necesidad consecuente, no antecedente. De esto resulta que, por la sola eficacia de la elección, no siempre sigue necesariamente el imperio: pues la elección voluntaria sólo elige un medio con preferencia a otro, pero no aplica la voluntad para que se efectúe la ejecución; eso acontece por el uso y la aplicación que sobrevienen al imperio. Esta aplicación y uso de la voluntad a veces sigue a la elección, a saber: cuando, por el impulso inicial, la fuerza de la elección persevera y es insistentemente continuada; pero otras veces no sigue, si la voluntad se afloja, su preocupación baja y no establece el orden sobre la ejecución. Y ciertamente la voluntad puede hacer esto, puesto que, de la misma manera que es libre en elegir, así también es libre en mantener la eficacia y el empeño de la elección, o no continuarlos. Efectivamente, puede no preocuparse de la ejecución, al cesar la eficacia de la elección. De ello proviene que de la elección se siga unas veces el imperio y el uso, mas otras veces no28. 5. En el flujo holístico de los actos humanos que comparecen en el organismo psicológico, unos pueden preceder a otros para lograr el objetivo propuesto desde el interior del sujeto. Ahora bien, cada acto posterior de la voluntad está inicialmente incoado en el acto anterior, cuya función es de totalización. En la totalidad, cada elemento tiene una relación trascendental con el resto de elementos que la componen.
28
J. Poinsot, In I-II, disp. VII, a. 2, nn. 21-22.
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Por eso hemos indicado que el uso, en su sentido amplio, podía ser anterior al imperio, porque éste es el acto de una inteligencia que presupone otro acto de la voluntad. Y como el uso es acto de la voluntad, se seguiría que precede al imperio. Es más, todo acto de una facultad movida por la voluntad podría llamarse “uso”, puesto que la voluntad usa de las demás facultades. ¿En qué relación se halla entonces el uso con el imperio? Se puede puntualizar esa pregunta indicando que, en sentido muy general, el uso de los medios que están referidos al fin, en cuanto está pensado simplemente por la inteligencia que lo refiere al fin, precede a la elección y al imperio. Pero el uso de los medios que están referidos al fin, en cuanto se somete a las facultades ejecutivas, es posterior al imperio; pues el uso del usador está ligado al acto de aquello con lo que usa: uno no usa del bastón antes que de algún modo obre por medio del bastón. Mas el imperio no es simultáneo con el acto de lo imperado; sino que naturalmente tiene lugar antes de que sea obedecido, y esto a veces aun con prioridad de tiempo. De ahí la tesis clásica de que el imperio precede al uso29. De lo dicho se desprende que, en sentido formal, no todo acto de la voluntad precede a ese acto de la inteligencia que se llama imperio: alguno precede, como la elección; y algún otro es posterior, como el uso. Puesto que después de la determinación del consejo, que es el juicio de la inteligencia, la voluntad elige; y después de la elección la inteligencia impera a la facultad que ejecutará lo elegido. Por último, cuando la voluntad de alguien empieza a usar, ejecutando el mandato imperado por la inteligencia, pueden ocurrir dos cosas: primera, que unas veces sea esa voluntad la de otro, si uno impera a otro; y otras veces la voluntad sea la del imperante mismo, cuando uno se manda a sí propio30. Para entender dentro del organismo psicológico humano todas estas conexiones dinámicas, se debe advertir que el objeto especifica al acto, y el acto a la facultad. Como el centro de referencia fenomenológico son los actos, se decía lógicamente que los actos son previos respecto a las facultades, e igualmente lo son los objetos respecto a los actos. Ontológicamente se procede a la inversa. Pero el objeto del uso es el medio, lo que se refiere al fin. Luego por lo mismo que el imperio se refiere al fin, puede concluirse que el imperio es anterior al uso, y no posterior. Y en cuanto a la reciprocidad dinámica que aquí existe entre la voluntad y la inteligencia, es natural que el acto de la voluntad use de la inteligencia para que haya imperio, y así precede al imperio mismo; igualmente a ese uso de la volun29
“Imperium autem non est simul cum actu eius cui imperatur, sed naturaliter prius est imperium quam imperio obediatur, et aliquando etiam est prius tempore. Unde manifestum est quod imperium est prius quam usus”. STh I-II, q. 17, a. 3. 30 STh I-II, q. 17, a. 3, ad 1.
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tad precede algún imperio de la inteligencia, por cuanto los actos de estas facultades reciprocan entre sí y se flexionan unos en otros31. Esta reciprocación y flexión dinámica –de unos actos en otros– es un punto fundamental en la psicología tomasiana.
4. La historicidad de la acción humana 1. La acción humana al pasar se queda32. La acción humana como tal no se pierde: en cierto modo recurre, refluye, pasa y vuelve para quedarse. Este nivel de la acción humana no debe ser confundido con la actualidad de la sustancia o naturaleza –no todo en la sustancia humana es acción que se pasa y en parte se queda–; cabe preguntar si la acción que pasa y parcialmente se queda tiene un lugar propio en el ámbito de las facultades. Tengamos presente que facultad equivale a potencia operativa. Aristóteles dividió las potencias en dos clases: las no-operativas y las operativas. Las primeras son llamadas pasivas: su poder es un poder ser hecho, poder recibir o padecer. Esta potencia no-operativa, en cuanto potencia, es la que se distingue estrictamente del acto. La materia de cara a la forma y la esencia de cara a la existencia son propiamente las potencias pasivas; pero no solamente estas. Las potencias operativas son activas: y éstas fueron llamadas facultades en sentido estricto. La facultad es un poder de obrar o hacer algo; tiene, pues, carácter de acto y no de potencia, por lo que no se divide frente al acto. Por esto son activas, pues algo obra en tanto que está en acto. Se trata, desde luego, de un acto impuro (con potencialidad), remitido sólo a la operación. Aristóteles señaló certeramente dos dimensiones de las facultades humanas: una retrospectiva, en cuanto mira a la sustancia; y otra prospectiva, en cuanto orientada a su operación. En primer lugar, Aristóteles entendía por facultad una fuerza real, un elemento con actualidad real: se trata del acto segundo de la sustancia. La realidad de la facultad está montada sobre la actualidad primera de la sustancia. Las facultades, en esta dimensión retrospectiva, tienen continuidad genética, es decir, se transmiten con la generación: el hombre del s. XVIII tenía las mismas facultades que el del s. XX. Por eso, si sólo nos atuviésemos a esta dimensión de la facultad, podría entenderse que la acción humana redundante sólo es maduración: el hombre sería un germen que va madurando, una realidad germinal que sucesivamente desarrolla brotes de facultades. Lo que la acción recurrente manifestaría en este caso es la germinación paulatina de las facultades: desde su comienzo histórico el hombre sería completo, pero 31
STh I-II, q. 17, a. 3. En el presente parágrafo recojo lo ya expuesto en mi libro Filosofía de la historia (Pamplona, 2002), cuya base sistemática se concentra en el “uso” (cap. 10). 32
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sólo en germen. Sin embargo, esta teoría se equivoca, pues el hombre –comenta Zubiri– está desde el comienzo constituido como hombre, ya tiene todas sus facultades actualizadas33. Respecto de sí misma, la sustancia humana, con todas sus facultades, no es germinal: el hombre de Cromagnon no era una humanidad inmadura. Lo que la acción refluyente añade al hombre no es la madurez de sus facultades. ¿Qué es entonces lo que aporta? La segunda dimensión de la facultad parece dar respuesta a esta pregunta. Esta dimensión es prospectiva, ya que la facultad es una fuerza para obrar, es un poder destinado constitutivamente a producir algo: en la realidad de esta fuerza hay ya una presencia virtual de la realidad que se va a producir. Toda facultad es «para» algo; y en este «para» reside su sentido de potencia. Ahora no se trata ya de la realidad que tiene un acto segundo, como actualidad incorporada a la sustancia; esto se supone. Se trata de que, por ser una fuerza para obrar, se perfecciona con actos. En tanto que es «fuerza para», es virtualidad, poder-ser, que obviamente no se actualiza siempre de la misma manera; hay aquí un índice de variabilidad y contingencia. En este caso podría pensarse que la novedad de la acción humana recurrente es una actualización de virtualidades: la acción humana no sería ya el conjunto de lo que el hombre hace (la mera serie sumativa de sus actos), ni la maduración de sus facultades, sino la actualización progresiva de sus virtualidades. Puesto que el alcance de las facultades es desconocido, la acción recurrente nos iría revelando el despliegue de las progresivas actualizaciones de las virtualidades. Tampoco esta teoría es acertada por completo, porque hay –dice Zubiri– en este nivel de actualización dos momentos irreductibles, el del ejercicio y el del uso, sin cuya diferenciación no se aclara el carácter formal de la acción humana. Esta distinción entre «ejercicio» y «uso» está inspirada en la clásica teoría de la acción humana que estamos explicando en este libro. Desde el nivel de las facultades de la naturaleza humana, la acción recurrente sería el desarrollo de lo que el hombre era, porque el primer hombre tenía ya las mismas facultades que el actual. Desde el nivel de actualización como ejercicio, la acción recurrente sería el despliegue de lo connotado por las facultades (el despliegue de lo que las facultades pueden hacer). Pero concebida desde el nivel del uso que se hace del ejercicio, la acción recurrente es el despliegue de posibilidades reales de las facultades en cada circunstancia. Esto es lo que vamos a explicar a continuación. 2. ¿Qué es la acción recurrente que surge del uso? Entre los actos del hombre, hay unos que son ya pasados; otros son presentes; y otros son futuros. Cada acto realizado en el tiempo se distingue del anterior en dos aspectos, a saber, el cuantitati33
Las referencias a X. Zubiri están tomadas de sus artículos: "Nuestra actitud ante el pasado", en Naturaleza, Historia, Dios, 284-320, y "La dimensión histórica del ser humano" en Realitas. Seminario Xavier Zubiri, 11-64.
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vo y el cualitativo. En primer lugar, un acto es numéricamente distinto del anterior; esto es claro. Pero, en segundo lugar es también cualitativamente distinto del anterior; y ello, como dice Zubiri, por dos razones. Una, porque recoge los efectos del anterior. Así, por ejemplo, en su acto de visión nuestro abuelo usaba gafas; ahora, en nuestro acto de visión usamos microlentillas, porque nos apoyamos en una técnica heredada de la física y la química. Atendiendo a esta razón, la acción humana aparece como una sustitución progresiva de actos humanos. Pero hay otra razón distinta más profunda, y es que, aun pudiendo repetir el contenido del acto anterior, nosotros no podemos repetir su sentido: hoy podemos usar gafas también; mas por sólo este poder no nos distinguimos de nuestros abuelos; hoy usamos gafas pudiendo usar microlentillas, y este segundo poder, engarzado al primero, es el que me distingue del tiempo de mi abuelo. En conclusión, el acto humano encierra dos aspectos: el de realidad física, o sea, el acto que se hace (por ejemplo, usar gafas); y el aspecto de posibilidad real, es decir, el poder con que se hace. Por el primer aspecto el hombre del siglo XX coincide con el hombre del siglo XVIII; mas por el segundo aspecto, no. Así pues, la acción humana no es la mera sustitución de un hacer real por otro, no es el conjunto de lo que el hombre hace, sino la actualización progresiva de las potencialidades humanas. El presente de un momento histórico no es, de este modo, lo que el hombre hace, sino –como dice Zubiri– lo que el hombre puede hacer por tener disposición para ello. Acabamos de ver que la acción humana no es el desarrollo de lo que el hombre es ya, sino más bien la creación de posibilidades, sobre la que se monta toda producción de realidades. Actuar como hombre significa crear una posibilidad para producir una realidad. Como dice Zubiri, la acción humana no es un simple hacer, ni siquiera un estar pudiendo, sino hacer un poder respecto al futuro. Ello se comprende, porque la actualización de las virtualidades de una facultad tiene dos aspectos: el del ejercicio y el del uso. La actualización como ejercicio es algo natural; mas como uso está imperada por la voluntad (y guiada por la razón): las facultades están en su ejercicio dirigidas por la voluntad libre. La actualización como ejercicio es la actualización de la facultad por su objeto propio; por ejemplo, la vista por el color y la inteligencia por la verdad; así, la explicación del ejercicio de una facultad consiste en dar cuenta de la razón de ser de los actos. La vida humana está constituída, en un primer momento, por el ejercicio o ejecución de actos. Si sólo nos mantuviéramos en este nivel podríamos pensar que la acción humana no es nada más que revelación de las capacidades o virtualidades de las facultades, de modo que en el primero de los hombres estaría ya virtualmente dada toda la realidad de la acción humana futura.
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Pero la actualización como uso añade algo decisivo. El ejercicio está especificado por el objeto natural de la facultad; pero el uso se especifica por el objeto que el hombre libremente se propone. Por uso hay que entender la destinación de los actos de las facultades a un plan de conjunto. El ejercicio de la facultad es idéntico en todas las épocas, pero el uso de ésta es diferente y variable: usando las facultades el hombre se construye una vida propia. Con otras palabras: el mero ejercicio de las facultades da lugar a que los actos sean hechos; por el uso, los actos se convierten en sucesos, acontecimientos: el uso abre un curso de sucesos o acontecimientos. Pues bien, este curso es manifestación de la acción recurrente. En general, usar es aplicar una cosa a una operación: en nuestro caso, el uso de las facultades será la aplicación de éstas a la realización de sus actos propios. La posibilidad del uso viene dada porque hay facultades que están en potencia para obrar o no obrar; y para sacar a una facultad de esa potencialidad se requiere un eficiente, una moción. En el caso del hombre, tal agente es la voluntad. ¿Por qué la voluntad? Es obvio que todo agente obra por un fin. Pues bien, en la serie ordenada de facultades, la que se dirige al fin universal mueve a las demás. La voluntad tiene como objeto el fin y el bien universal; en cambio, cada facultad concreta se ordena a un bien particular que le es propio y conveniente (la vista, por ejemplo, se refiere a la percepción de colores). Por ello la voluntad mueve, a modo de causa eficiente, todas las facultades humanas a la ejecución de sus propios actos, al ejercicio34. Hay que advertir que la voluntad, como causa eficiente, mueve en el orden del ejercicio, no en el de la especificación del objeto: puede hacer que el ojo pase al acto (se abra para ver), pero no puede hacer que el ojo oiga; ni que la inteligencia quiera. El uso corresponde, pues: lº. A la voluntad como primer agente o motor; 2º. A la inteligencia como facultad directiva; 3º. A las demás potencias como ejecutoras. Éstas se relacionan con la voluntad como el instrumento con la causa principal: pero la acción se atribuye propiamente no al instrumento, sino al agente principal. Dicho de otro modo, el uso es propiamente un acto de la voluntad. Por eso no se da el uso en el animal. Éste no conoce la relación de sus miembros a sus operaciones: ejecuta actos con sus miembros por instinto natural, no los usa. El uso que hace el agente está unido al acto de aquello que usa (así, nadie usa de una microlentilla sin que el ojo actúe como órgano); el uso es simultáneo con el acto de la facultad ejercitada. Es decir, dado que la ordenación y lo ordenado constituyen un mismo todo, también constituyen un mismo todo el uso –que es una ordenación– y el ejercicio de la facultad a la que se aplica el uso. Pero, ¿de qué tipo de todo se trata? El todo que forman ejercicio y uso es un «todo absoluto» en el que pueden distinguirse dos aspectos, el material y el formal. La materia es el acto o ejercicio de una 34
STh II-II, q. 9, a. l.
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facultad inferior; la forma es el acto de una facultad superior: la materia es el acto ordenado y la forma es el acto de ordenar. Porque, como dice Aristóteles, "es uno solo el acto del motor y el del móvil"35. De modo que toda facultad humana es una estructura con dos dimensiones a la vez presentes: actualización natural (por el ejercicio) y recurso voluntario a posibilidades reales (por el uso). Toda facultad humana es naturaleza por su actuación y es acción recurrente por su recurso a posibilidades. En suma, el hombre hace su vida con su naturaleza y con sus acciones recurrentes. El hombre, por razón del uso, intercala entre la potencia y el acto un proyecto y, por tanto, una posibilidad. Pero, ¿qué significa aquí «posibilidad»? Hay dos tipos de posibilidad: la lógica y la real. La posibilidad lógica equivale a la incontradicción y se constituye en el puro acto de pensar; decimos entonces que algo es posible cuando sus notas no implican contradicción, y es imposible lo contradictorio. La posibilidad real exige, además de la incontradicción, la realidad del eficiente y de la materia (la posibilidad real de un clavo supone la productividad real humana del herrero y la realidad de la materia, a saber, el hierro). Observemos que el hierro puede existir antes del eficiente; en tal caso, el hierro era sólo un posible clavo en el orden lógico. Pero al contacto con el eficiente se convierte en un posible real, en un recurso. El ámbito de los recursos es el de las posibilidades reales o históricas, surgidas en el trato con las cosas; a ese área de posibilidades reales así surgidas se llama situación (Ortega habla de circunstancia). No se trata del conjunto de posibilidades de las cosas, descubiertas o no; la situación humana se compone de los recursos realmente disponibles. La situación –dice Zubiri– es la condición radical para que haya cosas posibles para el hombre. Por la libertad humana, el cuadro de posibilidades se transforma continuamente, en la medida en que se opta o elige entre ellas. La elección sucesiva determina el cuadro de posibilidades ulteriores. Afirmar que el hombre obra en situación significa: 1º. Que en la situación (en el conjunto de posibilidades que se le brindan) ejercita o actualiza sus facultades; y 2º. Que en la situación usa esas facultades realizando unas posibilidades determinadas y no otras. La hermenéutica de la acción humana no consiste en señalar la razón de ser de los actos, sino la razón de su suceder; ésta envuelve a aquélla36. En la acción humana, las facultades son constantes (hay igualdad entre el hombre de Cromagnon y el actual), pero las posibilidades son variables. Hemos dicho que las acciones humanas se ejecutan poniendo en juego las facultades (potencias reales) 35
Phys., 202 a 18. Juan Cruz Cruz, Fchte. La subjetividad como manifestación del absoluto, Pamplona, 2001, pp. 336-338. 36
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y las posibilidades reales. La acción humana es producto de una potencia y de una posibilidad. Y es así porque estando el hombre abierto al todo de lo real, o sea, estando obligado a dar una respuesta, tiene que optar por una. Las posibilidades elegidas constituyen el proyecto, el cual se interpone siempre entre las facultades y las acciones.
5. Posibilidad, uso y hábito. 1. Conviene distinguir cuidadosamente posibilidad, uso y hábito. Desde un punto de vista ontológico-psicológico, lo acumulado por la acción recurrente tiene la forma de hábito: no es una simple secuencia de actos que pasan, sino una secuencia de actos que, de algún modo, quedan: este «quedar» afecta a la facultad, determinándola cualitativamente. Semejante determinación es el hábito, que no es algo yuxtapuesto, pues forma con la facultad un todo absoluto. El fundamento del hábito estriba en que las facultades específicamente humanas (las superiores, y las inferiores que participan del status racional de hombre) no están determinadas unívocamente ("ad unum"), como las de los animales; precisamente esta apertura constituye la libertad transcendental. Para que tales facultades puedan 1º. orientarse hacia «una» sola cosa, y 2º. comportarse «bien» respecto de esa cosa, es preciso que recaiga sobre ellas una determinación cualitativa, que es lo que se llama hábito. El animal, en cambio, no necesita de hábitos: sus potencias están «orientadas» y «fijadas» por la naturaleza misma. La facultad no es, sin más, hábito: éste es «sólo» un principio de posibilitación. Y entre los hábitos encontramos unos que –una vez adquiridos– son constantes (v. gr., el de los primeros principios), y otros que pueden adquirirse, modificarse y perderse, aun conservándose la facultad. Así se explica que el acto humano, como ejecución de facultades y hábitos, sea un solo acto con doble dimensión: "En nosotros –afirma Santo Tomás– el principio de un acto es tanto la facultad como el hábito; por eso decimos que conocemos una cosa por la ciencia (hábito), y también por la facultad intelectiva"37. Es obvio que el hábito puede ser considerado en contraposición a la facultad, pero "también puede considerarse como una cierta disposición porque de algún modo algo se ordena al acto. Lo cual corresponde tanto a la facultad como al hábito: pues la facultad hace que el hombre pueda obrar, y el hábito, que sea apto para obrar bien o mal"38. Lo cierto es que el aspecto por el que un acto es «ejecución de facultades» se distingue del aspecto por el que es «ejecución de hábitos». De esta última es responsa37 38
STh I, q. 83, a. 2. STh I, q. 83, a. 2, ad 2m.
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ble el uso: cuando la posibilidad real queda incorporada, por el uso, a una facultad en forma de hábito, se podría decir que la facultad se ha transformado en «capacidad». La facultad puede estar capacitada bien o mal, suficiente o deficientemente; siendo entonces el hábito el principio de posibilitación. Por el uso se constituye la recurrencia humana. Con la sola sucesión temporal no contaríamos con posibilidades, sino con facultades actualizables. Pero si no hubiera sucesión, no habría posibilidades reales. Justo nuestro presente está constituido, de un lado, por el conjunto de facultades o potencias que el hombre tiene y, de otro lado, por las posibilidades con que cuenta, posibilidades habidas por lo que fuimos. 2. Porque el acto que realizamos cada vez perfecciona a la facultad y, además, modifica el cuadro de posibilidades de la facultad. Una vez que desaparece el acto en su realidad, deja la posibilidad real. El conjunto de estas posibilidades constituye nuestra situación, como dicen Ortega y Zubiri. El presente es el conjunto de posibilidades habidas por lo que fuimos ayer y para ser mañana. O sea, la presencia del pasado en el presente es en forma de posibilidad o posibilitación. En esto se distingue nuestro pasado de cualquier otra forma de ser. Nuestro pasado no produce realidades. Por lo que nuestro presente hay algo más que las determinaciones producidas por un ejercicio de facultades y algo menos que una efectiva presencia real de lo que pasó (Zubiri). Ese más y ese menos es el ámbito de las posibilidades39. El pasado se pierde y se conserva. Se pierde, no perdura como realidad subyacente. Se conserva, porque al perder su actualidad real, se mantiene como posibilidad real: permanece en la forma de estar posibilitando el presente (Zubiri); sobrevive como posibilidad real. Al pasar, no deja absolutamente de ser: sólo deja de ser actualidad puntiforme y se mantiene como hábito o posibilidad que define una situación. Por ejemplo, en el siglo XIX el hombre tenía la facultad o potencia de fabricar lentillas de contacto, pero carecía de posibilidades reales (los avances científicos y técnicos) para hacerlas; los ojos del hombre no veían mediante microlentillas, no porque careciera de facultades (la vista, la fuerza de su voluntad), sino por falta de posibilidades reales, habitualizadas en su presente. Así podemos decir que somos el pasado: no en forma de pervivencia real de éste (porque no somos ya la realidad que el pasado tuvo), sino en la forma de posibilidades reales que el pasado nos legó al perder su existencia de presente. Por eso la acción humana es siempre recurrente; y por ella el presente humano es de las posibilidades reales otorgadas por un pasado; no es una mera prolongación de la existencia anterior en el actual presente, sino el conjunto de posibilidades que, gracias al uso, el presente anterior nos dejó al perder la existencia que tuvo.
39
X. Zubiri, "Nuestra actitud ante el pasado", 284-320; "La dimensión histórica del ser humano", 11-64.
Capítulo XIV FENOMENOLOGÍA DE LA OMISIÓN
1. Negatividad de la omisión 1. Es muy probable que en las actitudes que cimentan nuestra personalidad se reproduzca con mucha más frecuencia la omisión que la comisión. Dicho de otra manera: quizás son más las cosas que omitimos que las que hacemos, hasta el punto de que nuestro carácter interior está impactado por un elevadísimo porcentaje de omisiones. Desde el punto de vista psicológico y social, para hacer una sola cosa nos vemos en la situación de omitir varias. La historicidad del hombre se articula, en buena parte, con omisiones. Usando terminología de autores modernos, por ejemplo de Sartre, si el hombre tiene la capacidad de negar, de néantir1, la omisión podría considerarse como un negar algo como si no fuera, eliminándolo de mi mundo intencional. Según Sartre, yo escapo de lo compacto y anquilosado (l’en-soi) cuando nihilizo en mí ese peso y voy hacia mis posibilidades, convirtiendo dicho peso en algo móvil2. No habría algo objetivo y real que pusiera exigencias a mi conciencia, porque yo lo nihilizaría. Es éste un comportamiento que en algún aspecto se parece al de la omisión. Pues bien, en cierto modo, también para los maestros salmantinos la omisión es una negación –ya veremos en qué medida lo es dentro de un contexto realista–. 2. Por otro lado, no es infrecuente oír que, para ser consecuentes con una moderna teoría de la acción, habría que reducir la “omisión” a una acción, pues si es voluntaria se ha de emitir con un acto. Se trataría entonces de ser fieles al principio de causalidad: pues de lo contrario, no se le podría imputar culpabilidad alguna al piloto de un barco que, por una omisión, naufraga. Parecería que si no hay acto, tampoco habría voluntariedad y, consecuentemente, no sería posible la imputación. Lo voluntario, también el de la omisión, se daría siempre con su acto. Los maestros salmantinos matizarían también esta precipitada conclusión. 1
“L'Être par qui le Néant arrive dans le monde doit néantiser le Néant dans son Être et même ainsi, il courrait encore le risque d'établir le Néant comme un transcendant au coeur même de l'immanence, s'il ne néantisait le Néant dans son être à propos de son être”. Jean Paul Sartre, Être et Néant,1943, p. 59. 2 Jean Paul Sartre, Être et Néant,1943, p. 512.
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3. En la actualidad se debate, entre los penalistas, la cuestión de si la acción y la omisión se distinguen en el orden de la causalidad3. Según la más extendida opinión, la realización de una acción, en contraposición a la omisión, debe dar lugar a un proceso causal real. Ahora bien, para endosar un efecto a una omisión debería haber siquiera una consideración hipotética de “cuasi-causalidad”4: como si (als ob) existiera esa causalidad. Y aunque éste parezca ser un lenguaje kantiano, lo cierto es que si se supone que en la omisión el sujeto no produce “nada”, no habría tampoco fundamento para atribuir responsabilidades al omitente. Para evitar esta conclusión se tiende a identificar la causalidad moral con la causalidad física, con lo que se embrolla bastante el concepto de omisión. 4. Es este un tema que no puede encararse si antes no se tiene en cuenta el sentido de la “voluntariedad” que encierran las omisiones estrictas, las cuales forman como un “banco de pruebas” en el que se materializa también lo más genuino de lo voluntario; y en el que quedan implicados otros aspectos: como el de la libertad, el precepto y la obligación. Estos puntos ya eran objeto de cavilaciones en la Edad Media: Santo Tomás, por ejemplo los abordó varias veces5. Los autores del Siglo de Oro volvieron a este asunto; y también sus epígonos como Gregorio Martínez6, Juan Poinsot7 y Francisco Palanco8, entre otros muchos.
3
Armin Kaufmann, Die Dogmatik der Unterlassungsdelikte, Göttingen, Schwartz, 1959; Bernd Schünemann, Grund und Grenzen der unechten Unterlassungsdelikte, Göttingen, Schwartz, 1971; Jesús María Silva Sánchez, El delito de omisión: concepto y sistema, Barcelona, Bosch, 1986; Georg-Friedrich Güntge, Begehen durch Unterlassen, Baden-Baden, Nomos-Verl.-Ges., 1995, p. 20; Heinz Koriath, Kausalität, Bedingungstheorie und psychische Kausalität, Schwartz, Göttingen, 1988, p. 119; Friedrich Dencker, Kausalität und Gesamttat, Dunker & Humblot, Berlin, 1996, p. 46; Günther Jakobs, Die strafrechtliche Zurechnung von Tun und Unterlassen, Paderborn, 1996; Enrique Bacigalupo, Delitos impropios de omisión, Madrid, 2006. 4 Joachim Renzikowski, “Gleichstellung von Tun und Unterlassen?”, en Restriktiver Täterbegriff und fahrlässige Beteiligung, Tübingen, Mohr Siebeck, 1997, pp. 106-111. 5 STh I-II, q. 6, a. 3; I-II, q. 71, a. 5. 6 Gregorio Martínez: t. I, q. 6, art. 3, Dub. I et II.; T. II, q 71, a 4, Dub. I, II, III, IV et V. 7 J. Poinsot, In I-II, q. 6 (1645), disp. 3 a. 1, n. 3. 8 Francisco Palanco, Tractatus de peccabilitate et impeccabilitate creaturae intellectualis, Madrid, 1713 (especialmente en la cuestión “An possibilis sit pura omissio peccaminosa absque omni actu, qui sit causa vel ocassio illius”, pp. 80-122).
XIV. Fenomenología de la omisión
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2. La estructura de la omisión 1. Cuando en la vida corriente se habla de “omisión”, se entiende sencillamente que un sujeto se abstiene de hacer o decir algo; esta es la primera acepción genérica que recoge el Diccionario. Algunos han interpretado que la doctrina de Freud sobre la raíz inconsciente de olvidos, lapsus y actos fallidos9, se refiere a casos psicológicos de omisiones. Pero, en sentido estricto, la omisión se enmarca en la vida consciente y por eso se le asigna la mayoría de las veces una connotación moral, convirtiéndose incluso en una falta por haber dejado el sujeto intencionadamente de hacer algo debido o conveniente: incurriría en esa falta quien deja de hacer aquello a lo que está obligado o vulnera un especial deber jurídico, como el juez que no hace lo que debe hacer y provoca un resultado que no debe producir; esta es la segunda acepción importante que, con gran agudeza filosófica, recoge el Diccionario10. La omisión se refleja no sólo en los antiguos estudios de moral, sino también en los modernos de psicología11 o derecho penal12. 2. La omisión era considerada por aquellos maestros tardomedievales de dos modos: o en sí misma –en su propia esencia negativa–, o en el ejercicio individual de la voluntad. En el primer caso, la omisión es pura y no implica un acto positivo, porque en sí misma sólo es la carencia de un acto y no incluye esencialmente nada más. Con terminología de Sartre: sería una néantité. Cosa distinta es la omisión surgida en el ejercicio individual de la voluntad.
9
Sigmund Freud, La interpretación de los sueños, Tomo V de Obras Completas, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1976. 10 Tradicionalmente se ha explicado que las faltas morales que se oponen a los preceptos, unas son de comisión y otras de omisión. Para la doctrina clásica, la omisión queda referida a preceptos afirmativos, como para el médico lo es el precepto de curar a un enfermo, o para el policía el de capturar al ladrón; en cambio, un precepto negativo podría ser el de no robar o de no matar. La falta moral contra un precepto negativo, como es el precepto de no robar, consiste en la acción de robar; mas la falta moral contra el precepto afirmativo consiste en la negación de la acción preceptuada, como la falta moral contra el precepto de curar a un enfermo consiste en no curarlo. En resumen, la comisión culpable se debe a la violación que un acto hace de la ley negativa o prohibitiva –v. gr. la ley de no robar–; pero la omisión culpable se debe a la violación de una ley positiva, v. gr. la ley que ordena a la policía perseguir al ladrón es violada por la omisión de perseguirlo. 11 Cfr. el valor psicológico de los “entrenamientos por omisión” (disminución de una respuesta por remoción de cosas placenteras), en Robert A. Baron, Fundamentos de psicología, México, 1997, p. 161. 12 Ver nota 3.
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Además, en la omisión existe, de un lado, la cesación del acto y, de otro lado, el efecto seguido de ella: por ejemplo, de la omisión de pilotar la nave se sigue el naufragio. Ahora bien, la cesación del acto es una privación que surge de una manera especial, a saber, por la voluntad, –por la conciencia o el sujeto, diría Sartre– y no meramente por un impedimento externo que esté fuera del poder del sujeto, o por un defecto de conocimiento, o algo parecido: en tanto que causada por la voluntad se ha llamado propiamente omisión13. Por lo hasta aquí considerado se entiende que si se elimina todo acto vital – cognoscitivo o voluntario– sobre un objeto, es imposible que haya una omisión voluntaria sobre dicho objeto: pues entonces la omisión es simplemente desconocida –con ignorancia invencible y previa–. Pero si la omisión ha sido conocida por el entendimiento y también querida directamente por la voluntad, será voluntaria, aunque no haya de por medio obligación o precepto. Es voluntaria, porque procede de la voluntad guiada por un conocimiento del fin: la voluntad quiere llevar a cabo la omisión, quiere no obrar de hecho, detenerse; por tanto, la omisión o el no querer obrar procede de la voluntad, aunque no exista precepto ni obligación de obrar. Es el caso de quien desde la orilla ve que una barca cercana corre peligro y no quiere directamente socorrerla de algún modo; se detiene y por propia voluntad no actúa: el resultado es que no socorre voluntariamente. Pero una cosa es la omisión misma, esto es, la negación de obrar y no socorrer en los casos citados, y otra cosa es el efecto que se sigue: aquellos maestros decían que éste se sigue accidentalmente. En el ejemplo de la riña observada: si el sujeto no omitiera el socorrer, no se seguiría la muerte de uno de los adversarios, muerte que sin embargo sucede… por la acción de los mismos contendientes. Para que la omisión sea voluntaria basta que proceda de la voluntad; pues por el hecho de que la voluntad presupone el conocimiento y desea no obrar, la negación de obrar es causada por la voluntad. Pero los efectos que se siguen son de otras acciones y no proceden de la omisión, a no ser que quien omite esté obligado a prestar socorro; porque la omisión –que es negación– no influye físicamente en un efecto positivo: la negación no puede físicamente influir en lo que es positivo14. Luego si influyera, sólo sería moralmente –esto es, en razón de que existe una obligación para impedir el efecto–, puesto que si hay obligación para impedirlo, y no lo impide, eso es influir moralmente en el efecto15. 13
J. Poinsot, In I-II, q. 6, disp. 3, a3, n. 2. “Hay un no-hacer físico, como hay también un no-hacer moral. El primero no expresa un acto, sino una pura negación. El segundo no expresa una pura negación, sino una privación que, como fundamento necesario, requiere un acto”, Gregorio Martínez: vol. II, q. 71, a. 5, Dub. II. 15 J. Poinsot, In I-II, q. 6, disp. 3, a. 3, nn. 7-10. 14
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3. Para que la omisión se impute como falta moral debe implicar no sólo la mera cesación del acto y el aspecto voluntario, sino el aspecto moral: así pues, en primer lugar, hace referencia tanto a la voluntad como al conocimiento, que son sus principios; en segundo lugar, la imputabilidad depende de la obligación y del precepto contra el que se obra, puesto que donde no existe la ley, no existe la violación. Por eso en los códigos civiles y penales se dice taxativamente que no impedir un evento, existiendo la obligación jurídica de impedirlo, equivale a causarlo (aunque causar y no-impedir no signifiquen lo mismo16). Esta doble relación de la omisión moral –con la causa libre y con la ley– fue continuamente señalada no sólo por los antiguos, sino también por los modernos, como Kant17. Nada tiene de extraño que en el uso corriente de tratar las cosas se considere la causa moral como si fuera una causa física, aunque el filósofo debe ser más avisado, como indica Juan Poinsot: “Tanto respecto a la omisión como respecto al efecto subsiguiente, el precepto es un principio físicamente extrínseco, pero moralmente intrínseco, en cuanto que a través del dictamen de la inteligencia deposita en la propia voluntad la obligación y lo debido. Sin duda es moralmente intrínseco a la voluntad y a la inteligencia en cuanto que el hombre se siente obligado a cumplir la ley; y, a pesar de semejante obligación conocida, omite impedir la causa de la que se sigue físicamente el efecto. En virtud de lo debido y de la obligación, es claro que el efecto proviene de la voluntad, no como de una voluntad que influye, sino como de una voluntad que debe influir, esto es, impedir; entonces la voluntad es considerada como si (ac si) influyera”18. En ese texto –que será comentado al final– se resume lo sustancial de lo que en este apartado estoy desarrollando. Considerando la presencia del precepto y la obligación correspondiente en el autor de un hecho, ocurre que el efecto malo que un sujeto causa a otro sería objetivamente imputable a su conducta tanto si el autor ha producido de modo efectivo el resultado dañoso como si ha dejado 16
La doctrina implícita en el artículo 11 del Código Penal español, que hace referencia a este punto, parece ser muy discutible. 17 Sobre Kant, cfr.: Claudia Hoppe, Warum sowohl eine Handlung als auch ihre Unterlassung vom freien Willen des Menschen zeugen?, Grin Verlag, 2008. 18 J. Poinsot, In I-II, q. 6 disp. 3 a. 3, n. 60: “Praeceptum tam respectu omissionis, quam respetu effectus secuti est principium extrinsecum physice, sed est intrinsecum moraliter quatenus in ipso intellectus dictamine, et in ipsa voluntate relinquit obligationem et debitum; quod quidem voluntati et intellectui intrinsecum est moraliter, quatenus homo sentit se obligatum legi, et cum tali obligatione cognita omittit impedire causam, ex qua sequitur physice effectus. Ratione autem illius debiti et obligationis, censetur talis effectus moraliter esse a voluntate, non ut influente, sed ut debente influere, id est, impedire: sic enim in aestimatione hominum perinde censetur ac si influeret. Effectus ergo ille indiget tali influentia morali, ut saltem moraliter voluntarius sit, quia physice non est a voluntate, nec ab ejus influentia”.
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que se produzca teniendo la obligación de evitarlo. En estos casos de omisión muchos penalistas consideran que van unidos el nexo causal y el precepto, de suerte que la “no evitación del resultado” queda equiparada (als ob, ac si) con la “causación del resultado”. Cosa que fenomenológicamente debería explicarse más cuidadosamente, según exige Poinsot.
3. Ontología de la omisión 1. Podría pensarse que, para que haya libertad, la voluntad puede omitir o abstenerse de todos los actos globalmente –y tal sería el sentido del néantir y del néantiser de Sartre–, siempre que haya conocimiento de objetos y plena conciencia, puesto que no habría ninguna cosa que coaccione a la voluntad a emitir un acto, ya que es trascendentalmente libre respecto del conjunto total de objetos; luego podría abstenerse de todo el conjunto de objetos y actos: o sea, podría protagonizar una omisión trascendental. Pero esa opinión no tiene en cuenta que, si bien la voluntad no es coaccionada categorialmente por un objeto particular dentro de la totalidad en su conjunto, pudiendo obrar en sucesivos instantes sobre diversos objetos –ya sea siguiéndolos, ya rechazándolos–, no puede abstenerse trascendentalmente de todo el conjunto a la vez. Realmente en todo el conjunto de objetos no hay nada particular que pueda coaccionar a la voluntad, porque cuando a esta le es propuesto un objeto cualquiera, puede todavía dejarlo y dirigirse a otro. Ahora bien, para que no pueda ser coaccionada por un objeto particular no se requiere que pueda abstenerse –incluso no dirigirse a otro objeto– y abandonarlos todos. Luego tampoco se requiere eso para que haya libertad. En resumen, si existe advertencia intelectual, la voluntad no puede realizar una omisión trascendental, absteniéndose de todos los actos globalmente, hasta el punto de mantener una pura suspensión natural de actos, no emitiéndolos sobre el objeto propuesto, ni dirigiéndose a otro objeto, ni moviendo al entendimiento para que proponga otro, ni continuando lo que había comenzado a querer. La voluntad puede querer o no querer –suspender la volición–; pero eso ocurre en momentos distintos, puesto que puede abandonar este acto particular o este objeto particular; puede despojarse de una forma cualquiera en un momento concreto, pero no de todas a la vez19. 2. En fin, para que la omisión sea imputable como falta moral –bien sea en sí, bien sea en cuanto al efecto consiguiente–, no es suficiente que psicológica19
J. Poinsot, In I-II, q. 6, disp. 3, a. 3, nn. 13-15.
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mente sea voluntaria o proceda de la voluntad: se requiere también que haya obligación o precepto, puesto que no puede imputarse como culpa si no hay trasgresión o violación: “Donde no hay ley, no existe violación”, decían los antiguos. Como puede apreciarse, el aspecto voluntario no se toma formalmente en orden al precepto o ley que obliga, sino en orden a una voluntad eficiente que implica un conocimiento que aparece proponiendo. Con estos prenotandos se entiende mejor la pregunta que se hace Santo Tomás sobre si puede darse una omisión voluntaria sin acto alguno. A primera vista parecería que no puede darse la omisión voluntaria sin un acto, al menos el acto de la misma voluntad. Pero el Angélico matiza mucho su respuesta: es voluntario aquello de lo que somos dueños; pero somos dueños de actuar y de no actuar, de querer y de no querer; por tanto, el no actuar y el no querer son tan voluntarios como el actuar y el querer20. Por tanto, la omisión es voluntaria no sólo cuando procede de la voluntad directamente, como de un agente, sino también cuando procede de ella indirectamente, como de un no-agente21. 3. Casi todas las dificultades surgidas acerca de la voluntariedad de la omisión versan fenomenológicamente sobre lo indirectamente voluntario, a saber, cuando la omisión no se sigue ni procede de una volición directa, sino de una volición que se había encaminado a un objeto distinto del omitido. En estas circunstancias, existen varias dudas. Primera, si se requiere un acto para que la omisión sea voluntaria, o si por la misma negación del acto se convierte en voluntaria. Segunda, si se requiere una obligación para que la omisión sea voluntaria indirectamente y respecto a otro objeto, de modo que no se diga indirectamente voluntaria sino cuando la voluntad puede y está obligada, pero no actúa; y, así, la obligación es una condición requerida para que la omisión sea voluntaria. Tercera, si se requiere la obligación para que sea voluntario el efecto que se sigue de la omisión. Hablamos aquí sólo de lo voluntario indirecto; porque si la omisión es directamente voluntaria, procederá directamente en tanto en cuanto haya sido directamente querida en sí; y entonces, es ya voluntaria, puesto que proviene de la voluntad, de la persona que la quiere. Y lo mismo acaece en el efecto que se sigue de la omisión, si ha sido querido directamente. 20
Sanctus Thomas de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q6 a3; I-II, q71, a5. Porque una cosa procede de otra de dos modos: uno, directamente, es decir, cuando procede de otra en cuanto que es agente; como la acción de calentar viene del fuego; el otro, indirectamente, precisamente porque no actúa; así, se atribuye el hundimiento de una nave al piloto, porque éste deja de pilotar. 21
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La primera duda es si se requiere un acto para que la omisión sea voluntaria, o basta que por la misma negación del acto se convierta en voluntaria22. Al buscar una respuesta a este interrogante –de orden psicológico–, surgen para los maestros tardomedievales dos consideraciones complementarias sobre la omisión voluntaria, como antes se apuntó: la de la especie o esencia y la del ejercicio. Porque si la omisión voluntaria es considerada en su esencia o especie, y en cuanto que se comporta como un no-obrar, no está constituida ni requiere ni incluye acto alguno, ni interior ni exterior. Pero si la omisión es considerada en el ejercicio mismo del sujeto operante, entonces requiere un acto, no un acto que sea constitutivo de la omisión, sino el acto que ocasiona o provoca la omisión. De esta manera, lo voluntario que se da en la omisión no requiere por su especie o esencia un acto, pero sí en cuanto que es ejercido en el sujeto individual. De ahí que tanto Gregorio Martínez como Juan Poinsot concluyan que lo voluntario puede existir en ausencia de todo acto, tanto exterior como interior; esto es, a veces se constituye lo voluntario sin que por ello exista acto alguno en su ser y en tanto que voluntario; y es lo que ocurre en lo voluntario de la omisión, tomada en su sentido esencial. Ahora bien, cuando la omisión se toma en el mismo individuo y en su ejercicio de omitir, no puede comparecer si no se da un acto provocador que o bien se oriente directamente a la omisión queriéndola, o bien tienda a otro objeto, pero de modo que dicho acto sea causa indirecta de la omisión. Si la voluntad omite un acto o lo interrumpe es porque está ocupada en otra cosa, por ejemplo, si omite ayudar al herido es porque está afanada en el juego o en el estudio, o en otro asunto, puesto que, como se ha dicho, la voluntad nunca se mantiene en suspensión de actos: si abandona uno es para pasar a otro23. 4. Es claro, pues, que la omisión no es en sí misma algo positivo. No sólo respecto al acto que la omisión suprime y del que priva –como de una cosa opuesta–, sino también respecto a la voluntad de la que la omisión proviene, la omisión comparece no por algo positivo, sino privativo, a saber, por el no-obrar. No es que la omisión proceda de la voluntad, ni que sea voluntaria porque proceda de la voluntad mediante una salida positiva: sencillamente no procede. En efecto, la voluntad por su libertad tiene la potestad de ejecutar el acto o no ejecutarlo o interrumpirlo; y este no-obrar no proviene de la voluntad positivamente, sino negativamente, puesto que la voluntad tiene la potestad no sólo de llevar a cabo el acto, sino también de no llevarlo a cabo.
22 23
J. Poinsot, In I-II, q. 6, disp. 3, a. 3, nn. 16-17. J. Poinsot, In I-II, q. 6, disp. 3, a. 3, nn. 18-21.
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En cuanto que la omisión se articula en la voluntad es una negación, y no una salida positiva, ya que la voluntad posee la potestad de contradicción (obrar o no obrar) y no sólo de contrariedad (obrar esto o aquello); los extremos de obrar y no obrar, en cuanto que provienen de la voluntad, se oponen contradictoriamente. Entonces, no obrar, ciertamente se opone contradictoriamente a lo positivo que es obrar; luego también la omisión en cuanto voluntaria no incluye nada positivo en su propia esencia, puesto que como voluntaria no incluye nada más que el no obrar en cuanto que proviene de la voluntad. En resumen, ontológicamente vista, la omisión es un extremo de la contradicción sobre el que la voluntad tiene potestad, no mediante una salida positiva, sino por una cesación o un no obrar. Para que la omisión sea voluntaria no se requiere algo positivo: es suficiente el no obrar, en cuanto que es un extremo de la libertad de contradicción, ya que la voluntad puede obrar y no obrar. 5. Otra cosa es suponer un acto en el orden del ejercicio. Porque si existe advertencia del entendimiento, ¿podría la voluntad suspender globalmente todo ejercicio del acto? El caso es que si lo suspendiera u omitiera, ya se ejercitaría en un acto voluntaria y libremente. Por tanto, en todo ejercicio de omisión se requiere un acto, o de manera concomitante o de manera antecedente, mas no debido a la misma omisión, sino al poder de la voluntad que en su ejercicio no puede libremente mantenerse en suspenso de todo acto globalmente o de no obrar en absoluto. Si de otro modo fuera, el no obrar sería puramente negativo, pero no libre y poseído voluntariamente, como lo exige una facultad que se ejercita vitalmente y de forma libre. Pues bien, el no obrar proviene de la voluntad o es voluntario consecuentemente y de modo mediato. Por su propia esencia, ni la omisión, ni alguna otra privación incluyen algo positivo; aunque sólo pueden existir o llegar a ser mediante algo positivo que las causa, en lo que se fundan o de lo que resultan. Y lo dicho vale para toda privación, considerada ya sea sólo específicamente, ya sea en su ejercicio, en su causación o en su resultado24. 6. Conviene recordar un antiguo axioma, que dice: “quien puede y está obligado a obrar, mas no obra, comete falta moral”. ¿Pero a qué tipo de no obrar se refiere dicho axioma, al negativo o al privativo? Para que la omisión sea voluntaria, es necesario que sea causada y proceda de la voluntad, no que sea causada por algo extrínseco que ponga un impedimento para no obrar. Ahora bien, la voluntad no causaría la omisión según el modo propio de la voluntad –esto es, libre y vitalmente– si se mantuviera en suspensión de todo acto y con su potencia dormida, persistiendo en la mera 24
J. Poinsot, In I-II, disp. 3 a3, nn. 22-25.
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negación que de por sí tiene la simple y pura potencia de la voluntad. Por lo tanto, si se diera la suspensión de todos los actos globalmente, el sujeto como tal no se suspendería voluntariamente, ni su voluntad sería cambiada interiormente, puesto que ni estaría determinada a cosa alguna, ni poseería otra cosa que la pura y simple potencia en sí; y ésta, como tal, carece de todo acto. Consiguientemente, si se diera la suspensión puramente negativa, ello sería debido a algún impedimento, por cuya causa la voluntad sería más bien paciente que agente y causante. Ahora bien, no es éste el caso del que voluntariamente está ocioso, o duerme, o entretiene su pensamiento, puesto que tal sujeto quiere estar ocioso o dormir o distraerse mediante un acto voluntario. En cambio, la suspensión de la que aquí se trata no se comporta como la pura y simple potencia antes de todo acto, o como lo que es paciente de la suspensión, pues la sufre. Por lo tanto, si bien la voluntad es la potestad para querer y no querer, el “no querer” no ha de tomarse de modo puramente negativo, como un padecer la negación de querer o la suspensión del acto; sino que debe tomarse de manera puramente privativa, en cuanto que la suspensión es causada por la voluntad y podría no darse. Por tanto, una cosa es padecer la suspensión, y otra cosa es ejercer o causar voluntariamente la suspensión. Si la voluntad no estuviera ocupada en nada, sino que suspendiera todo acto globalmente, ella no causaría voluntariamente la suspensión, sino sólo la padecería; y así permanecería impedida su potencia. Por eso, quien suspendiera todo acto globalmente –si es que eso pudiera hacerse–, una vez que se le propusiera un objeto, en realidad omitiría o no obraría, aunque eso no ocurriera privativamente, sino negativamente; no podría obrar de modo expreso o expedito y sólo sería paciente del no obrar; y así su omisión no sería voluntaria25.
4. Psicología y ética de la omisión 1. En la omisión se articulan lo psicológico y lo moral de manera muy precisa. Recuérdese que Husserl enseñaba acertadamente que lo psicológico no constituye por sí mismo otras esferas eidéticas, como pueden ser las de lo lógico26, a las que habría que añadir también las de lo moral: la operatividad humana en sí misma considerada, en su ser psicológico, es sólo la base –no el constitutivo– en la que se entronca la moralidad. Ya Aristóteles había señalado que de la 25
J. Poinsot, In I-II, q. 6, disp. 3, a. 3, nn. 26-28. Edmund Husserl, Logische Untersuchungen, 1900-1901, 21913, I, § 38 (Investigaciones lógicas, trad. Morente-Gaos, Rev. de Occidente, Madrid, 1967, I, § 38). 26
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misma manera que los actos artificiales son regulados por el arte, los actos humanos son regulados por la razón. Bajo esta consideración resaltan dos aspectos: la regulación misma, que desde una perspectiva ética o jurídica es como lo formal de los actos; y la propia realidad que debe ser dirigida y ordenada por dicha regulación: esa realidad es la dimensión psicológica que viene a ser como la materia de la ética misma27. Tal es la doctrina que explica Aristóteles en la Ética Nicomaquea: en cuanto psíquico, el acto es referido primordialmente al principio de donde surge, o sea, a su causa eficiente o agente; en cuanto moral es referido al fin al que se ordena y tiende. Por eso hay un bien y un mal psíquico, como también hay un mal y un bien moral. Los bienes y males morales dependen de nuestra voluntad; los meramente físicos o psíquicos son independientes de ésta. 2. Considerando ambos aspectos, el psicológico y el moral, surge la cuestión de si debe entrar la obligación o el precepto en la esencia de la omisión voluntaria. Dicho de otro modo: ¿Se requiere la obligación o el precepto para que una omisión sea voluntaria, al menos indirectamente28? Algunos autores del Siglo de Oro –como Medina y Lorca29– decían que se requiere la obligación o el precepto para que un sujeto omita voluntariamente un quehacer, puesto que, sin obligación o precepto, semejante quehacer no pertenece ni corresponde al agente que omite; de modo que si dicho quehacer no es de su incumbencia, lo voluntario no existe en él, ni se le imputa, aunque él conozca dicho quehacer. Por ejemplo, no podría imputárseme la omisión de los hechos que se producen en todo el mundo, cuyo gobierno no se me ha encomendado, en cuanto esos hechos no me corresponden ni son de mi incumbencia, por mucho que los conozca. Luego para que la omisión fuese voluntaria sería exigida la obligación. Otros autores, como Gregorio Martínez y Poinsot –también con ellos los jesuitas Salas, Valencia y Vázquez30– decían que, en el caso de la omisión, el precepto nada tiene que ver con lo voluntario, ni siquiera con lo indirectamente voluntario, puesto que el precepto es un principio totalmente extrínseco a la acción voluntaria, o a su privación u omisión. En cambio, lo voluntario mismo – 27
En cierto modo, pues, la ética se supedita a la psicología –aunque no de modo constitutivo–: decían los clásicos que está subalternada a la psicología, no por su fin mismo, sino por su objeto propio y por sus principios propios; la ética toma sus principios propios de la psicología, pues las conclusiones sacadas por ésta son principios de aquélla. 28 Esta es la cuestión que en Derecho se trata en la categoría de la “tipicidad”. 29 Bartolomé de Medina:: q. 6; Pedro de Lorca, disp. 2; Tomás de Vío Cayetano, q.6, a. 3; q. 18, a. 9. 30 Juan de Salas: q. 6; Gregorio de Valencia: t. 2, q.2. Gabriel Vázquez: q. 6.
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en su propia índole– ya sea directo o indirecto, estriba en que proviene de un principio intrínseco acompañado de un conocimiento del fin. Y así el precepto no influye en la índole misma de lo voluntario, aunque ese precepto sea requerido para poder imputar la omisión, puesto que, “donde no hay ley, no existe violación”. Ahora bien, para que la omisión sea voluntaria, basta que ella resulte, al menos mediatamente, de la voluntad; por tanto, procedería de la voluntad al modo como la negación del acto puede venir de la voluntad, a saber, de manera consecutiva y mediata respecto a otro acto; de ahí que si en un momento dado yo quiero divertirme en vez de socorrer a un herido grave, consecuentemente quiero no socorrer, aunque no hubiera un precepto al caso. Estos últimos autores vienen a decir: para que la omisión no sólo sea voluntaria, sino también imputable en sentido moral, se requiere el precepto; mas para que sólo sea voluntaria, tanto psicológica como moralmente, no se requiere el precepto. Por otra parte, el efecto que se sigue de la omisión no es voluntario, a no ser que exista el precepto. Tal tesis es irreprochable desde el punto de vista fenomenológico, en cuanto la omisión es cesación del acto. Por lo dicho se comprende que, en la omisión, la cesación del acto puede ocurrir de tres modos. Primero, cuando no hay acto alguno, tanto por parte del entendimiento, como por parte de las facultades externas. Segundo, cuando hay un acto consciente del entendimiento, pero falta un acto de la voluntad y de las potencias externas. Tercero, cuando la voluntad no tiene sobre un objeto un acto omisivo, pero sí emite un acto interno o externo sobre otro objeto en el que la voluntad se detiene afanada: en definitiva, no ejerce el acto sobre aquel preciso objeto; por ejemplo, yo quedo embelesado en un juego y omito la ayuda necesaria a un herido grave: así he llevado a cabo una omisión, por estar ocupado en otra cosa con un acto concreto. Este último caso es el que interesa examinar aquí, desde el punto de vista de la voluntariedad y de la imputabilidad. 3. Lo voluntario implicado en la omisión puede ser directo o indirecto. Lo voluntario es directo por la positiva influencia de la voluntad sobre un acto o efecto, a saber, en cuanto que algo procede positivamente de la voluntad. Lo voluntario es indirecto cuando no procede de la voluntad de manera positiva o física, como si viendo que algo perverso se lleva a cabo no quiero impedirlo31.
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Lo directamente voluntario procede verdadera y propiamente de la voluntad, ya sea como ejercicio mismo de querer –que es voluntario inmediata y formalmente–, ya sea como objeto querido de manera directa o de manera imperada –que es voluntario mediata y objetivamente–. La omisión no puede ser directamente voluntaria del primer modo, porque no puede ser un ejercicio de querer –lo es para Sartre–; pero puede ser directamente voluntaria del segundo modo, si es directamente querida o si uno quiere directamente omitir lo mandado.
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Es claro que, habiendo precepto y obligación, aquello me compete: moralmente procede del acto voluntario32. Hay en la anterior distinción un preciso matiz que no debe pasarse por alto: el acto directo es voluntario de modo actual o formal, pero el acto indirecto es voluntario de modo virtual. Sobre este último incide un proceso hermenéutico –reclamado por los penalistas–; y en el caso de que haya precepto y obligación, se deduce que sólo procede de la voluntad virtualmente –ya que debe seguirse por la existencia de una obligación–, y en función de la obligación se interpreta que así fue la voluntad del agente, puesto que debería ser tal en la originaria disposición de su querer. Esto es evidente en la llamada epiqueya, por la que puedo interpretar la ley no según lo que materialmente significa y literalmente suena, sino según lo que el legislador habría querido decir si el caso concreto se le hubiera presentado a él y no a mí33. Se interpreta entonces lo que es objetivamente debido. 4. La omisión culpable no acaece sin un acto positivo de la voluntad. Pues cuando omitimos un acto obligatorio o es porque queremos omitirlo o es porque realizamos otra cosa, que es la promotora de la omisión. En general los maestros salmantinos mantuvieron la tesis de que en el orden del ejercicio –no en el de la esencia, como antes se dijo– no puede darse una pura omisión culpable sin que medie un acto físico y positivo que sea causa u ocasión de ella; y por tanto es contradictoria una omisión pura en el orden del ejercicio. Pero ocurre que ese acto interior de la voluntad unas veces recae directamente en la omisión –como cuando alguien quiere omitir–, y entonces pertenece esencialmente a la omisión, pues de suyo es su causa, y además se da con la intención del omitente; otras veces recae en otra cosa por la que el sujeto queda impedido para realizar el acto debido –como cuando un médico quiere dedicarse al juego cuando está obligado a curar–; y entonces este acto es causa de la omisión accidentalmente, y pertenece a la omisión accidentalmente, pues está fuera de la intención; y así es como interviene un acto simultáneo o precedente que accidentalmente pertenece y causa la omisión. Por tanto, la falta propia de la Lo indirectamente voluntario, en cambio, no procede de la voluntad ni inmediatamente como ejercicio de querer, ni mediatamente como algo directamente querido; pero la voluntad se comporta entonces queriendo algo que da lugar a lo indirectamente voluntario, v. gr. cuando un policía que está obligado a perseguir a un ladrón, se para a vigilar el estado de las calles, de lo cual resulta la consumación del robo: esta omisión es voluntaria. 32 Para que una omisión sea culpable se requieren dos elementos: primero, que haya una ley que mande realizar el acto que se omite, pues donde no hay ley, tampoco puede haber violación; segundo, que sea libre y voluntaria y, en consecuencia, que se le impute al omitente como una falta moral: si el sujeto hace algo sin libertad y sin voluntad no puede darse esa falta. 33 Juan Cruz Cruz, Fragilidad humana y ley natural, Eunsa, Pamplona, 2009, pp. 74-78.
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omisión sólo puede darse o bien si hay un acto de la voluntad que de manera esencial pertenezca y cause la omisión, o bien si hay un acto que accidentalmente ocasione y cause la omisión. Por consiguiente, no puede existir omisión culpable sin un acto que pertenezca a la omisión ya de manera esencial ya de manera accidental34. En resumen, el acto voluntario a veces se refiere directamente a la omisión misma, v. gr., cuando el médico, por evitarse molestias, no quiere ir a curar –él omite eso–. Y entonces tal acto pertenece esencialmente a la omisión culpable: pues la voluntad de cometer una falta moral pertenece esencialmente a dicha falta, porque de la esencia de una falta moral es el ser voluntaria. Mas a veces el acto de la voluntad se refiere directamente a otra cosa, justo aquella por la que el médico queda frenado para llevar a cabo el acto debido. El objeto al que tiende entonces la voluntad puede ser concomitante a la omisión, v. gr., si el médico quiere ponerse a jugar cuando debe ir a curar. Pero puede ser también algo que preceda a la omisión, v. gr., si el médico quiere trasnochar, se sigue que a la mañana no irá a curar. Entonces este acto, interior o exterior, es accidental respecto a la omisión misma, puesto que la omisión se sigue sin haber tenido la intención de ponerla –pues es accidental lo que está fuera de la intención–. Entonces la omisión culpable conlleva algún acto simultáneo o precedente, que, sin embargo, está relacionado accidentalmente con dicha omisión culpable. 6. Para que la omisión sea no sólo voluntaria, sino también imputable en sentido moral, ciertamente se requiere el precepto; ahora bien, para que sólo sea voluntaria, tanto física como moralmente, no se requiere el precepto. Por otra parte, el efecto que se sigue de la omisión no es voluntario, a no ser que exista el precepto. En lo anteriormente dicho se deben subrayar tres puntos. El primero se refiere a la omisión no sólo en cuanto voluntaria, sino también en cuanto imputable en sentido moral. El segundo, se refiere a la índole de lo voluntario tomado en sí mismo, y en cuanto puede ser bueno moralmente. El tercero se refiere al efecto que se sigue de la omisión. Veamos rápidamente los dos primeros, dejando para otro apartado el tercero, referente al efecto. En cuanto a la primera parte, es claro que la omisión puede considerarse no sólo en cuanto voluntaria, sino también en cuanto imputable en sentido moral. Ahora bien, sólo se imputa moralmente la transgresión o la violación; pues “donde no hay ley, tampoco hay violación”. Si no hay violación, no hay transgresión de la ley; y quien no transgrede no es culpable.
34
J. Poinsot, In I-II, disp. 3, a. 3, nn. 61-62.
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Por lo que se refiere a la segunda parte, si se considera la índole de lo voluntario tomado en sí mismo, y en cuanto puede ser bueno moralmente, cabe indicar que no sólo hay lo voluntario psicológico, sino también lo voluntario moral. Algunos autores piensan que sin precepto puede darse lo voluntario psicológico, esto es, el causado por la voluntad, pero no el moral, esto es, lo voluntario que se sujeta a las reglas de la razón. Pero Gregorio Martínez y Juan Poinsot piensan de otro modo: porque no hay ningún acto voluntario que no esté sometido a las reglas de la razón, la cual es una medida tan universal como lo es la propia voluntad; efectivamente, “nada es querido si antes no es conocido”: todo lo que proviene de la voluntad puede ser dirigido por la razón y ser sometido a su medida; y además puede ser dirigido por sus reglas, aunque no siempre las reglas prohíban o estrictamente obliguen a someterse; es suficiente que sean consultivas o permisivas o indicativas. Muchas omisiones son voluntarias sin que haya precepto, aunque sí puedan recibir una profunda apelación axiológica, en la que, por ejemplo, está en juego un valor personal; y estas omisiones no sólo son voluntarias, sino también morales: por ejemplo, muchas omisiones que pertenecen al sacrificio personal o a la abnegación –o al heroísmo– no caen bajo precepto ni obligación, mas son voluntarias y moralmente valiosas: como si uno omite ciertos refinamientos, o se priva de algunas comodidades que podrían lícitamente agradar; y no es preciso que estas omisiones sean directamente voluntarias: es suficiente que lo sean indirecta o consecutivamente, como si uno se entrega al cuidado de un enfermo cuando podría disfrutar de su juego preferido35.
5. El efecto psicológico y ético de la omisión 1. La omisión en sí, al ser inmediatamente privación del acto o de la volición, está de suyo en el poder del omitente, como lo está el acto mismo, ya que el omitente puede ejercer o no ejercer el acto. En cambio, el efecto consiguiente a la omisión no se sigue de la voluntad esencial e inmediatamente, sino accidentalmente, esto es, mediante otra cosa; pues debe intervenir una causa que provoque el efecto, una vez puesta la omisión de aquel acto por el que podría ser impedida. Porque la omisión sola –que es una negación– no puede influir en el efecto física y positivamente; por ejemplo, si uno no socorre o no pone paz en quienes se pelean, y se sigue un homicidio, la negativa de socorro no influye de por sí, ni causa la muerte, sino que se requiere otra causa, a saber, el homicida que asesta una cuchillada a otro; al igual que quien deja de prestar socorro a la 35
J. Poinsot, In I-II, disp. 3 a3, nn. 29-39.
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nave que está en peligro inminente no la hunde, sino que ella es vencida por la tempestad. Por este motivo, dado que la omisión del acto no influye físicamente en el efecto, ni la voluntad del que omite un acto despliega otro acto con el que influya en semejante efecto, es necesario que, para que el efecto sea voluntario, haya un influjo moral, ya que no lo hay físico –pues algo es voluntario en cuanto que procede de la voluntad, ya sea con una influencia física, ya sea con una influencia moral–. Ahora bien, descartada la influencia física de la voluntad sobre el efecto, puesto que no se da, es preciso asignarle una influencia moral. Por su parte, el influjo moral de la voluntad en un efecto que no procede de ella se reduce a la regulación que la obligación ejerce sobre lo que el sujeto debe hacer, en tanto que la voluntad omite aquello a lo que estaba obligada, impidiendo el efecto. Pues el deber de impedir el efecto es considerado moralmente como un influjo (los penalistas dirían una causalidad hipotética), ya que el no poner impedimento a la causa que provoca un daño, cuando uno está obligado, hace que el daño corresponda a la voluntad que debía evitarlo; y, en tanto que no cumplió lo debido, se presupone moralmente que ha querido el efecto; en eso estriba aquí el influjo moral de la voluntad. En cambio, la omisión en sí no necesita de ninguna de estas cosas para ser causada por la voluntad y, consecuentemente, para ser voluntaria. En efecto, el obrar o el cesar el acto está de modo inmediato en el poder de la voluntad: para esto no necesita de la obligación y del influjo moral, ya que físicamente puede interrumpir el acto, al igual que también físicamente puede realizarlo, con tal de que haya advertencia racional36. 2. La omisión proviene de la voluntad mediante otra cosa, esto es, mediante un acto que nace de la voluntad de manera esencial e inmediata. Hay un acto que al ser emitido por la voluntad, lleva consigo la omisión de otro. De ahí que de manera consiguiente la omisión provenga también de la voluntad esencialmente, pero de modo mediato –no inmediatamente–, al modo como la privación puede resultar y seguirse de una cosa positiva. Sin embargo, el efecto o resultado exterior que se sigue de la omisión al margen de la voluntad –por la que es causada la omisión–, requiere otra causa exterior que de manera esencial cause tal resultado o efecto exterior; y esta causa no siempre está en el poder de la voluntad, cuando se lleva a cabo tal efecto, aunque esté en su poder impedir que se haga, puesto que omite y se detiene para no impedirlo. Y por esto, semejante efecto no nace del influjo físico-causal de la voluntad, ni en razón de ese influjo puede llamarse voluntario, como llamamos voluntario al acto emitido por la voluntad y del que se sigue de manera esencial la omisión. Así pues, para que el resultado o efecto exterior sea volun36
J. Poinsot, In I-II, q. 6, disp. 3, a. 3, nn. 40-41.
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tario –siquiera indirectamente– es preciso recurrir al influjo moral-causal que implica una obligación, aunque descuidada y omitida; luego influye, por haber obligación de impedirlo37. Si no hay precepto, la omisión es voluntaria en cuanto que proviene de la voluntad; en cambio, tendrá una configuración moral –buena o mala– según su conformidad o no con el precepto. 3. Acerca del efecto o resultado que sigue a la omisión, se suscita la cuestión de si se requiere el precepto o la obligación para que el efecto sea al menos indirectamente voluntario. Sobre la solución de este problema hay también dos opiniones. Unos defienden que el efecto que sigue a la omisión puede ser voluntario, incluso sin precepto alguno; piensan que sería imposible señalar disparidad entre la omisión y el efecto seguido de ella. La voluntariedad de la omisión puede ser comunicada al efecto que se sigue de ella, al estar conectado el efecto a la propia omisión. Recordemos los ejemplos citados: por el hecho de que uno no quiere salir de casa se sigue esencialmente la ausencia de socorro a un herido e incluso la muerte de éste; o el no ayudar a la nave que está en inminente peligro provoca el naufragio. Luego estos efectos provienen suficientemente de la voluntad, por el hecho de que la omisión se origina de la voluntad con la que están unidos. De modo que aunque no exista precepto, es suficiente que haya advertencia o conocimiento cuando la voluntad omite. En fin, la omisión, para ser voluntaria, no depende del precepto, ya que el precepto es extrínseco respecto a la voluntad. Teniendo en cuenta esto, se comportará del mismo modo respecto al efecto subsiguiente: este efecto o resultado será voluntario, independientemente del precepto, por el hecho de seguirse de la omisión voluntaria, ya que el precepto le es extrínseco. Otros autores, en cambio, defienden que el precepto es necesario para que el efecto subsiguiente sea indirectamente voluntario, cuando no ha sido querido por sí mismo y directamente, sino sólo se ha seguido de la omisión o acompañado a la omisión, aunque la omisión haya sido voluntaria o querida. Así pues, la omisión de obrar o de querer algo no influye en el efecto que es concomitante o consiguiente al poder de la voluntad omitente, a no ser que por otro aspecto competa a la voluntad impedir el efecto, cosa que solamente le corresponde si la voluntad tiene la obligación de impedir; y esto pertenece a su conexión con el precepto. Para Juan Poinsot esta segunda sentencia es la de Santo Tomás; y la aceptan todos los que exigen la obligación o el precepto para que el efecto sea volunta37
J. Poinsot, In I-II, q. 6, disp. 3, a. 3, nn. 42-47.
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rio. El efecto que se sigue de la omisión es voluntario y procede de la voluntad sólo cuando esta puede y debe obrar, o sea, cuando está obligada38. 4. Hay, en fin, que hacer una serie de aclaraciones acerca del alcance intencional unitario que tiene la omisión39. Un ejemplo anteriormente indicado delata la importancia del asunto: por el hecho de que uno omite salir de casa, sin intervenir alguna otra causa, se sigue infalible y necesariamente también no socorrer a un herido grave, no atender a un amigo y no frenar a un homicida. Realmente las negaciones así unidas, y que se siguen inmediatamente de la omisión, no se suman numéricamente a ella, sino que están comprendidas bajo la unidad intencional de la propia omisión: virtualmente están contenidas en ella; y la negación misma que recae sobre una cosa se extiende virtualmente a negar otra, como la negación de salir de casa o de moverse de un lugar tiene implícita la negación de estar en otro lugar y, consiguientemente, las negaciones de hacer o padecer las cosas que pertenecen a un lugar distinto. Por lo tanto, la omisión que consiste en no salir de casa y la omisión de estar en la calle junto a un herido, son juzgadas como una idéntica omisión; y, así, aunque dichas omisiones se distingan físicamente por las diversas realidades o formas negadas, sin embargo, moralmente son una sola omisión y es tan voluntaria la una como la otra, puesto que una implica virtualmente la otra. De este modo, por el hecho de que la voluntad se basta por sí sola sin intervenir otra causa y sin haber influjo moral, puede omitir la primera, la segunda y todas las otras unidas a ella y virtualmente en ella incluidas, las cuales están comprendidas bajo la moralidad de una sola omisión. Por ejemplo, si el piloto de la nave está ausente en el momento de la tempestad y no quiere ir a prestar socorro a la nave, por esto mismo, aunque no intervenga el precepto o la obligación, es voluntario el no estar en la nave y el no gobernarla. Y semejantemente, el no socorrer a un herido, aunque no sea preceptivo, es voluntario en quien no quiere salir de casa, puesto que todas esas cosas están comprendidas bajo la unidad intencional de una sola omisión que se continúa y extiende a través de muchas omisiones físicas conexas recíprocamente entre sí40.
38 39 40
STh I-II, q. 6, a. 3. J. Poinsot, In I-II, q. 6, disp. 3, a. 3, nn. 50-55. J. Poinsot, In I-II, q. 6, disp. 3, a. 3, nn. 55-57.
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6. Actos y omisiones 1. En las anteriores consideraciones han surgido conceptos que se imbrican en la esencia de la omisión: tales son los de voluntariedad y privación; luego también precepto, obligación e imputabilidad. 2. De la omisión podemos hablar en dos sentidos. Primero, en común, o sea, en sí misma, atendiendo a todo lo que le conviene esencialmente. Segundo, en singular y de modo individual, en el ejercicio de la existencia concreta. Acerca de la primera, que concierne a la especie o esencia, se preguntaba si en la esencia misma de la omisión hay un acto. Se ha visto que la omisión culpable, en sí misma y en su propia especie, no implica un acto, pues consiste solamente en la negación del acto exigido por un precepto (In II Sent, dist. 35, q. 1, art 3; De Malo, q. 2, a. 1). En realidad la omisión culpable se define como no hacer lo que uno está obligado a hacer. En eso se distingue moralmente la comisión de la omisión: la primera consiste en el ejercicio de un acto, pero la segunda estriba en la cesación del acto. La omisión, en su esencia propia, no incluye un acto. Porque la esencia de la omisión voluntaria es la privación o cesación de acto; luego la omisión, por su naturaleza intrínseca y propia –en el género psicológico de lo voluntario– no encierra un acto: incluye la cesación o su privación, puesto que consiste en no actuar o en no tener acto; al igual que la ceguera intrínsecamente en su propia naturaleza no está constituida por algo positivo: es una privación de la facultad, se opone a la facultad privativamente, al ser carencia de vista. Ahora bien, de la misma manera que la ceguera es privación de una facultad o potencia, así también, la omisión es privación de un acto –y a él se opone privativamente–, omisión que consiste en no obrar y no ejercer acto alguno. Cuestión distinta es que la ceguera sea ocasionada por una acción positiva que altera o elimina la disposición requerida para la visión; y de la misma manera, también la omisión es provocada por algo que le es concomitante y ocasiona la propia omisión. 3. El efecto que se sigue de la acción directa de otros no procede de la omisión: ni de modo físico, ya que el efecto es positivo; ni de modo moral, puesto que no existe influjo moral. Sin embargo, resulta que la omisión misma es voluntaria, ya que, al ser negación de obrar, tiene la causa en la misma voluntad. Pero ésta no causa el efecto, el cual no es provocado por la influencia de la omisión o del omitente, sino por las acciones de los demás: en la omisión de ayuda, la muerte o el robo acontecen por esas otras causas. ¿Es voluntario el efecto consiguiente a la omisión? Claramente no lo es, si no hay precepto. La omisión es accidentalmente su causa, mas no de un modo cualquiera, sino en tanto que
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el efecto depende de otra causa sobre la que de ninguna manera influye la voluntad, ni mediata ni inmediatamente, pues se limita a no impedir la causa que interviene de ese modo. Ahora bien, el no impedir no es influir físicamente en ese efecto. Pero su influencia es sólo moral cuando la voluntad debe impedirlo y a ello está obligada; efectivamente, por semejante deber el efecto le pertenece moralmente41. 4. Una cosa es el conocimiento de la omisión, y otra es el conocimiento de la obligación; sólo el conocimiento de la omisión influye en la omisión: se trata de un conocimiento que enjuicia y propone el objeto a la voluntad; pero el objeto es la omisión misma que la voluntad elige consecuentemente; luego solamente el conocimiento de la omisión influye en la índole de lo voluntario, pero no el conocimiento de la obligación que emana del precepto o la ley. El precepto sigue al acto voluntario y no lo constituye, pues lo supone. 5. Hay por último un aspecto causal que ha preocupado no sólo en la jurisprudencia, sino también en la filosofía y la teología, pero que ha sido resuelto distintamente por unos y por otros. En el texto de Juan Poinsot que cité páginas atrás se muestra la solución de filósofos y teólogos. Dice tres cosas importantes. Primera, que por referencia a la omisión y al efecto subsiguiente, el precepto es un principio físicamente extrínseco, pero moralmente intrínseco, pues a través del dictamen del entendimiento consigna en la voluntad humana la obligación y lo debido. Segunda, aunque es moralmente intrínseco a la voluntad y al entendimiento, de modo que el hombre se siente obligado a cumplir la ley, omite impedir la causa de la que se sigue físicamente el efecto. Tercera, en virtud de lo debido y de la obligación, el efecto proviene de la voluntad, no como de una voluntad que influye, sino como de una voluntad que debe influir, esto es, impedir; por lo que la voluntad es considerada como si (ac si) influyera 42. Por 41
J. Poinsot, In I-II, q. 6, disp. 3, a. 3, nn. 48-49. J. Poinsot, In I-II, q. 6, disp. 3, a. 3, n. 60. El estudio de la omisión es un capítulo importante y amplio de toda jurisprudencia, la cual examina causalmente los delitos de omisión, tanto de omisión pura (“omisión propia”) como de comisión por omisión (“omisión impropia”). Los primeros están tipificados expresamente por el legislador, como la omisión de prestar socorro. En tales delitos la conducta prohibida consiste en la no realización de una acción que es exigida por la ley, asociando su incumplimiento a una determinada sanción: porque el sujeto no hace lo que la ley le ordena hacer. La omisión es entonces un comportamiento pasivo que es sancionado con una pena. Algunos ejemplos que en este artículo se citan (como no auxiliar, no impedir un delito, no prestar socorro, etc.) son, para el penalista, comportamientos tipificados por la ley; y la sociedad entiende que en esos comportamientos se debe proteger un bien jurídico o un valor humanitario. Pero hay otros delitos, llamados de omisión impropia, que no están tipificados por el legislador (por lo general existe alguno, como lo indicado en el art. 176 del Código penal, o existe la cláusula gene42
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consiguiente, el efecto necesita de la influencia moral para ser voluntario al menos moralmente, ya que físicamente no proviene de la voluntad ni de su influencia. Por otra parte, para que la omisión sea voluntaria, no necesita de lo debido ni de la influencia moral, pues la voluntad, por su propio poder interior, puede por sí misma obrar y no obrar de modo inmediato.
ral del art. 11 del mismo Código) sino que se asimilan interpretativamente a tipos de comisión, pero por su estructura admiten una forma omisiva, por ejemplo, la madre que no amamanta a su hijo y lo deja morir de hambre o el médico que no da la medicación al enfermo hasta que muera: son delitos de comisión por omisión. La relación que esta forma de omisión tiene con lo legal es muy sutil, ya que muchas veces lo injusto no está indicado por la ley, sino por el juez que interpreta el caso concreto. En los casos de omisión impropia no es fácil la imputación causal del resultado o efecto, como lo es en los delitos de comisión –donde sin mucha dificultad se individualiza el autor–, pues allí hay que comprobar si no ha actuado nadie e indicar luego que, de entre los que no han actuado, uno es el responsable del efecto malo.
EPÍLOGO: EL FLUJO IMPLICATIVO DE LA ACCIÓN HUMANA
1. Estructura interna de las acciones humanas 1. La secuencia de la acción humana, planteada en este libro, no ha de verse como un proceso salpicado de hitos o parones que harían del ejercicio voluntario un concurso de saltos, sin ganancia ontológica alguna. Lo que la acción humana logra es la personalidad misma y, en su centro, la mismidad. La secuencia aludida es un fenómeno de virtualidad. Ciertamente el sujeto puede obrar por el fin presente en la actualidad de su conciencia: es el caso de quien quiere actualmente dirigirse a un medio preferido. Pero puede obrar por un fin de manera virtual cuando, desde la intención que antes existía en acto hacia el fin, soterradamente se deriva una elección dirigida a los medios que son para el fin. Algo parecido ocurre con la causa eficiente que, habiendo dejado de actuar, mantiene todavía una virtualidad suya, una impronta en los actos de otras facultades. De similar modo, cuando la intención volitiva actual deja de existir, suele mantenerse virtualmente, tácitamente: es lo que ocurre cuando alguien tiene la intención de ir de una ciudad a otra y, en virtud de esa intención, prepara su maleta con ropa y calzado, adquiere los billetes, monta en el tren, etc.; eso lo hace empujado por la intención inicial. Con la permanencia virtual de la intención –que incluye todas las dimensiones profundas de la voluntad trascendental– tiene lugar una concatenación de juicios o dictámenes prácticos, de suerte que uno lleva a otro. Y aunque esa concatenación quede interrumpida alguna vez, por ejemplo, en el sueño, se conserva la pujanza de la primera intención, depositada en la memoria vital, preservada todavía tras la interrupción. 2. Hablando de los actos que –como la elección, la intención, el imperio y el uso– corresponden a dos facultades –inteligencia y voluntad– y versan sobre objetos que se correlacionan y participan de una u otra facultad, es claro que un acto solo no puede esencialmente pertenecer “por igual” a ambas facultades. Porque las facultades son de especie o género diverso y no pueden dar a luz un acto que sea entitativamente uno y de una sola especie. Por lo que debe distinguirse, de un lado, lo que se comporta ónticamente en el acto y pertenece a su emisión –puesto que en él se consuma y ejerce el acto–, y lo que, de otro lado, se comporta presupositivamente de modo transversal.
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La distinción entre la determinación óntica y el presupuesto transversal sólo se aplica aquí en el contexto del organismo o sistema psicológico humano, donde todos los actos cumplen una función especifica. Lo óntico es el aspecto entitativo del acto, esencialmente considerado. En cambio, el presupuesto transversal del acto otorga un “sentido” a la posición de lo óntico en cada caso1. En el juego de las facultades, el acto que óntica o esencialmente es propio de una recibe como presupuesto la especie y la forma de otra facultad, en cuanto que una es ordenada por otra. Así pues, si el acto es ónticamente propio de una sola facultad posee claramente la entidad o esencia del acto emitido por esa facultad, aunque su ordenación y dirección dependa de otra como presupuesto. Por ejemplo: ocurre que en la elección, la inteligencia solamente actúa de modo extrínseco y antecedente, mientras que la voluntad es ónticamente emisora: “ésta depende de aquella en el orden previo de la motivación, no en el orden de la emisión del acto”2. Y proporcionalmente es preciso aplicar el mismo criterio a la intención, al imperio, al uso y a otros actos semejantes, de los que podría dudarse si son óntica o entitativamente actos de la inteligencia, o actos de la voluntad; lo mismo ocurre en los actos de esperanza, confianza, etc. Y dado que en estos actos ambas facultades se exigen mutuamente y son concomitantes recíprocamente, algunas veces un acto se toma por otro, como creer a veces se aplica a la voluntad porque sólo queriendo se cree; esperar se aplica al juicio, porque en él se juzga el futuro; imperar se aplica a la voluntad, porque se dan órdenes obligando y moviendo. Pero en sentido estricto no es así. 3. Sin embargo, “para discernir qué le compete propiamente a cada facultad, de un lado, y qué le conviene antes como presupuesto de su actuación, de otro lado, debe atenderse a lo que en el acto se consuma y se ejerce”3. Como aplicación de lo dicho, y volviendo a la intención, cabe indicar que ónticamente la naturaleza de su acto está en la voluntad: “intendere” significa tender a una cosa. A su vez, el imperio es ónticamente –esencial y sustancial-
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Un acto que articula la presencia de dos facultades corresponde, cuando es emitido, a la facultad en la que se inscribe ónticamente el acto. Ahora bien, la onticidad entera del acto es su esencia o materia –su constitución–, sobre la que corre presupositivamente su sentido transversal, el cual queda allí connotado consectariamente. Por ejemplo, en el imperio concurren tres factores: la ordenación, la intimación o denuncia y la moción. Los dos primeros factores –esto es, ordenar e intimar, que pertenecen ónticamente al acto indicado– son emitidos por la inteligencia. Pero el tercer factor, que es la moción, pertenece a la voluntad, porque ésta es la que en realidad mueve transversalmente: la fuerza motriz del imperio tiene su origen en la voluntad. 2 J. Poinsot, In I-II, disp. VI, a. 1, n. 23. 3 J. Poinsot, In I-II, disp. VI, a. 1, n. 22.
Epílogo: El flujo implicativo de la acción humana
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mente– un acto de la inteligencia, puesto que el imperante ordena –intimando o notificando– a quien ha de realizar alguna acción. En este momento debemos repetir que tanto la inteligencia como la voluntad son facultades inmateriales y al actuar pueden replegarse sobre sí mismas. Y de la misma manera que la voluntad es capaz de querer el querer, así también la inteligencia puede imperarse a sí misma, por lo que un acto suyo será el imperio y el otro acto, también suyo, será el acto imperado: en razón de un acto la inteligencia será imperante y, en razón del otro acto, será imperada. Asimismo, la elección es ónticamente un acto de la voluntad, puesto que se lleva a cabo en un movimiento del sujeto al bien elegido: pues por mucho que uno juzgue y por mucho que diferencie una cosa de otra, sin embargo, la elección no se consuma hasta que la cosa sea aceptada por la voluntad. Y, al contrario, la fe pertenece ónticamente a la inteligencia, puesto que, por mucho que uno quiera, sólo cree cuando la inteligencia abraza la verdad y asiente a ella: y, así, en la inteligencia se consuma el acto de fe. En cambio, en la esperanza ocurre lo contrario, puesto que, por mucho que uno emita juicios sobre la futurición o posibilidad de una realidad, no existe esperanza si la voluntad no acepta o quiere el objeto para perseguirlo y conquistarlo. Por consiguiente, en la elección interviene ónticamente el ejercicio de la voluntad: en ella se realiza un acto que culmina en la aceptación de una cosa con preferencia a otra. De ahí que toda la ordenación relacional que está entrañada en este acto de la elección y que proviene de la dirección de la inteligencia, aunque ordene y motive transversalmente, sin embargo, no constituye ónticamente la elección: “la inteligencia está aquí motivando, disponiendo y dirigiendo, no emitiendo, puesto que en su proceder no se ejerce lo último o culminante que corresponde a la elección”4. Efectivamente, en la elección concurren dos facultades: la inteligencia y la voluntad. La primera motiva a la voluntad dirigiéndola, ordenándola e imprimiendo transversalmente en ella un orden y una red de relaciones. Ahora bien, ónticamente la entidad del acto pertenece a la facultad en la que se consuma, no a la facultad por la que comienza la motivación del acto5. En resumen, de cualquier modo que esté espoleando transversalmente una facultad, y otra esté como receptora y ejerciendo propiamente el acto o consumándolo en sí, dicho acto es óntica o entitativamente emitido por la facultad receptora, no por la instigadora. Por eso, cuando en la elección propone la inteligencia el bien y el fin, motiva en dirección hacia el objeto que especifica el acto. Sin embargo, como ese objeto no es el bien de modo absoluto y en sí, sino un bien ordenado, relativo y referido a otro, queda la duda de si, debido a esto, 4 5
J. Poinsot, In I-II, disp. VI, a. 1, n. 24. Ver q. 22, a. 15.
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el acto debería pertenecer de modo originante y próximo a la facultad motivante –de la que nace la ordenación y relación formal, facultad que es la inteligencia–, o debería pertenecer a la facultad motivada que tiende al bien así ordenado –facultad que es la voluntad–. Ciertamente el acto pertenece a la facultad en la que últimamente se lleva a cabo o se consuma. 4. Otro ejemplo: atendamos a la tensión virtual que va de la intención a la elección. El ejercicio propio y la naturaleza del acto de la intención es tender al fin no con un amor simple o general, sino con un amor eficaz que arrebate y mueva hacia el fin las otras facultades y medios: mueve aplicando y exigiendo, no ordenando y dirigiendo. La intención procede de una voluntad que ya presupone la ordenación de la inteligencia y tiende impelida por esa ordenación. La voluntad sin duda no ordena, y sin embargo, tiende a una cosa según lo ordena la inteligencia. De ahí que la palabra intención se utilice para el acto de la voluntad, presupuesta la ordenación de la inteligencia que refiere una cosa al fin: “Intendere expresa el orden al fin en cuanto que hacia el fin son ordenadas todas las cosas que, como medios, son para el fin; efectivamente, dado que la voluntad se mueve hacia un objeto que le es propuesto por la inteligencia, es movida de diverso modo en cuanto que de manera distinta se le propone a ella. De ahí que, si la inteligencia le propone una cosa absolutamente buena, la voluntad se mueva a ella absolutamente, y esto es querer [velle]. Ahora bien, cuando le propone algo bajo el aspecto de bien, al que otras cosas se ordenan como al fin, entonces tiende a él con un cierto orden que se encuentra interiorizado en el acto de la voluntad; este orden no brota de su propia naturaleza, sino que responde a la exigencia de la inteligencia: y entonces, intendere es un acto de la voluntad en orden a la inteligencia”6. La intención y la elección son actos de la voluntad que presuponen un principio que dirige y ordena, principio que de ese modo motiva especificando; pero ambos actos se ejercen y se consuman en la voluntad que abraza y acepta el bien, así ordenado. No obstante existe una diferencia, por cuanto la intención versa sobre el fin y la elección versa sobre los medios. La intención se ejerce y se consuma en la voluntad suponiendo la ordenación de la inteligencia, y sólo así se tiene luego la capacidad y la eficacia de elegir los medios y de ejecutarlos, puesto que del amor al fin proviene toda la eficacia de la moción y aplicación. En cambio, la elección se caracteriza más por ser movida que moviente, por el hecho de versar sobre los medios suponiendo simultáneamente la ordenación de la inteligencia y la eficacia volitiva del amor al fin.
6
Ver q. 22, a. 13.
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5. Por su parte, el gozo o fruición –que es un acto de una voluntad cuyo objeto es el bien–, está estrechamente ligado a la volición originaria [simplex volitio], la cual no ordena una cosa a otra –como ocurre en la intención–, ni tampoco ordena una cosa con preferencia a otra –como en la elección–. Siguiendo con este análisis comparativo, el uso es el acto de la voluntad que aplica una facultad a obrar. En realidad, corresponde a la voluntad mover las facultades a sus actos, esto es, aplicarlas a operar; y por esto, el uso corresponde a la voluntad como primer moviente, aunque recibe la ordenación de la inteligencia. Se trata de un acto que presupone la dirección transversal de la inteligencia, y en este género, la voluntad emite el acto cuando ya está motivada. “Ese acto mueve activamente en otro género, esto es, en el género de la aplicación y de la obra; y esto pertenece propia y elícitamente a la voluntad”7. 6. Por último, el imperio reside óntica o entitativamente en la inteligencia: es emitido por ella; pero se debe también a la voluntad, que es aquí el presupuesto transversal de la acción, pues de la voluntad toma la eficacia (y lo mismo sucede en la prudencia cuyo acto principal es imperar). El imperio se produce con una notificación que expresa la ordenación de la inteligencia, porque se ejerce notificando y manifestando, aunque suponga una voluntad eficaz para realizar la misma notificación y manifestación. Sin embargo, en la elección ocurre a la inversa: supone la ordenación de la inteligencia que dirige y regula, pero es ejercida y consumada en la aceptación e inclinación de la voluntad que prefiere una cosa a otra. Por el imperio de la inteligencia la voluntad da a conocer y manifiesta su eficacia a los demás. Ciertamente la voluntad puede con su impulso y eficacia arrastrar y mover a otras facultades, sin embargo, no puede manifestar ni dar a conocer esta eficacia si no interviene el acto de la inteligencia, el imperio, pues la inteligencia es solo manifestadora, ya que solo ella es cognoscitiva. Por lo tanto, la voluntad no puede ordenar propiamente hablando, ni puede manifestar y notificar, si no es mediando el acto de la inteligencia. Y así, el ejercicio y la consumación del imperio, al realizarse de un modo informativo, se lleva a cabo en la inteligencia misma, aunque suponga la voluntad que mueve transversalmente con su eficacia e impulso –en el género de causa eficiente– para dar lugar a esta información. Y lo mismo cabe decir de ese tipo de imperio que es la ley, la cual es formulada exteriormente con una comunicación y notificación que corresponde interiormente a un dictamen de la inteligencia. Efectivamente, la ley es regla propia de la inteligencia y una cierta luz de aquellas cosas que deberán ser cumplidas. Y lo que se adecua a la ley, se conforma a la regla de la inteligencia, a pesar de que suponga la eficacia de una voluntad que mueve también efectivamente a la 7
J. Poinsot, In I-II, disp. VI, a. 1, nn. 32-33.
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inteligencia para que lo manifestado obligue. En cambio, aunque la elección se produce con la ordenación de la inteligencia, esta ordenación se comporta con la elección de modo regulativo, no de modo emisor: la elección no se consuma ónticamente ni se ejerce en el acto ordenante, sino en el acto que prefiere una cosa a otra. “Por mucho que la inteligencia ordene, si la voluntad no acepta y opta por una cosa, abandonando otra, no hay elección: ahora bien, la aceptación y la opción se producen por la inclinación de la voluntad”8. A su vez, la prudencia es un factor regulador y ordenante: le pertenecen tres actos: juzgar, aconsejar y ordenar9. Mediante los dos primeros actos es regulada la elección que se pondrá en práctica. En cambio, mediante la orden o imperio se regula la ejecución o el uso, que es asunto más difícil, puesto que la máxima dificultad de los actos prácticos está en una ejecución que ha de llegar hasta el último peldaño, y por ello este acto es el principal de la prudencia. No pertenece a la prudencia emitir la elección, sino dirigirla y regularla. Porque la prudencia es sólo «una» para todas las actitudes fundamentales del hombre; y su motivo formal, apoyado en la verdad, es uno solo, a saber, encontrar el término medio y aplicar y determinar la regulación intelectual en las acciones humanas. En cambio, las elecciones son diversas en razón del bien, honesto o útil, puesto que miran a los medios y estos son diversos en orden al fin, según las diversas materias y modos que tiene el bien útil y conveniente; al igual que la elección se ejecuta de un modo en la templanza, de otro modo en la fortaleza o en la justicia, etc. Por consiguiente, “la elección proviene de la prudencia por regulación, mas no por emisión”10. El tratamiento implicativo que, de modo sucinto y epilogal, se ha hecho aquí de las fundamentales palpitaciones de la acción humana, se encuentra pormenorizadamente tratado en los correspondientes capítulos que componen este libro, ceñido al texto tomasiano y hermenéuticamente ajustado a los comentarios de Gregorio Martínez y Juan Poinsot principalmente.
2. Cofluxión de la secuencia vivencial 1. En el yo se presenta una secuencia continua de vivencias, o sea, de acciones humanas, de las que el sujeto tiene algún tipo de conciencia, sea directa, sea indirecta. En general son vividas no por modo de “objetivación” pura, sino por modo inobjetivo: el sujeto las vive, sin más, como suyas, mientras se van suce8 9 10
J. Poinsot, In I-II, disp. VI, a. 1, n. 34. STh I-II, q. 57; II-II, q. 49 y 51. J. Poinsot, In I-II, disp. VI, a. 1, n. 35.
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diendo, sin enfrentarse a ellas como un vigilante, sino como un espectador implicado connotativamente en ellas. La corriente de las vivencias está regida por un “principio de cofluxión”. En primer lugar, de cofluxión interna, pues, como dice Husserl, “las vivencias de cada persona forman una corriente vivencial, cuyas interrupciones causadas por estados inconscientes son salvadas constantemente por la conciencia que despierta y sirve de enlace”11; de modo que por la unidad de la corriente vivencial, toda vivencia de un sujeto es modelada en parte por las vivencias anteriores. Y en segundo lugar, de cofluxión externa, pues un yo, con su comportamiento entero, se halla dentro de un complejo de influencias psicofísicas, juntamente con innumerables sujetos en los que influye o por los que es influido a través de comunicaciones sociales. Ahora bien, sólo me está reservado a mí eso que hace que mis vivencias sociales sean precisamente vivencias de mi yo 12. El campo de todas esas vivencias está sometido a dos tipos de influjos impersonales: uno que va de abajo arriba –influjo de las aguas subterráneas de la propia naturaleza humana que regolfan en dichas vivencias–; otro que va de fuera adentro: influjo de las corrientes de aire que –como tradiciones, opinión pública, presión social, etc.– calladamente soplan también sobre ellas. Pero sólo desde ese campo puedo hablar con otros hombres, puedo entrar con ellos en contacto psíquico y espiritual. 2. En realidad el yo presente a la corriente de vivencias muestra el rasgo de la “individualidad”: porque todo hombre es en sí originariamente distinto de cualquier otro. Esta tesis ha sido negada sistemáticamente por las teorías que han considerado el fondo más propio del sujeto humano, el yo, como una alteración pura: ese sujeto vendría a ser lo que la sociedad hace de él. Pero lo cierto es que el yo humano posee una individualidad que no es meramente impersonal o física, como pudiera ser la de una estatua, sino personal, inderivable sociogénica o aditivamente: no es una suma de propiedades o caracteres empíricos–13.
11
Husserl, Ideen, 1913, § 81-83. Thedor Litt, Individuum und Gemeinschaft, Leipzig-Berlín, 1926, p. 213. 13 “Lo íntimo del alma –explica Edith Stein–, lo que ésta tiene de más propio y de más espiritual, no es algo incoloro y amorfo, sino algo de índole muy particular: el alma lo siente cuando está ‘consigo misma’, ‘recogida en sí misma’. Esto no se deja aprehender de tal modo que se pueda designar con un nombre general, como tampoco se puede comparar con otros. No puede analizarse y disociarse en cualidades, rasgos de carácter, etc., ya que se halla en un nivel más profundo: es el cómo del ser mismo, que por su parte imprime su sello a todo rasgo de carácter y a todo comportamiento del hombre”. (Edith Stein, Endliches und ewiges Sein, 1950, p. 458). 12
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Pero de la individualidad brota también la “originalidad”, o sea, el modo propio de vencer los obstáculos, la manera particular de contener y sobrepasar libremente el principio material de nuestro ser14. Originalidad significa también “inderivabilidad”, o sea, la imposibilidad de que el individuo proceda de unos rasgos biológicos que pueden ser comunes a varios seres: bastaría detenerse ante los caso de gemelos, para comprobar o experimentar la inderivable originalidad en cada uno de ellos15. 3. Pero tan importante como la individualidad lo es también la “relación de alteridad”. En todo ser humano se dan en forma primigenia determinadas tendencias espirituales que apuntan a otras personas, y que expresan una conciencia de alteridad, en forma de percatación inmediata del otro. Esto hay que subrayarlo frente a las teorías del ensimismamiento puro: las que sostienen que el hombre carece inicialmente de relaciones reales con el mundo y con los otros. Subrayar la relación de alteridad no se reduce a indicar que existe en el yo un intercambio espiritual con los otros; ni que tiene una correlación con su entorno físico y humano; ni que por su indigencia o menesterosidad orgánica y psíquica depende de los demás y que por eso es un ser social. Lo verdaderamente radical es que el sujeto humano está llamado en su interioridad a vivir interpersonalmente. Las indigencias, los vínculos orgánicos, etc., han de ser explicados por esta condición ontológica previa16. Por lo tanto, esta condición interpersonal no excluye la conciencia de la procedencia corporal, ni la conciencia de la indigencia corporal que reclama el cuidado de otro sujeto humano, ni la conciencia de la orientación sexual a otros, ni la conciencia del desarrollo de las facultades espirituales con el auxilio de otros. Lo que ocurre es que la relación interpersonal, basada en las facultades intelectivas y apetitivas puramente espirituales, congénitas al hombre, se 14
Así lo explica atinadamente Max Scheler: “En cada hombre la persona espiritual en cuanto tal es individual en sí misma; y si a nosotros nos aparece como menos individual, como mero ejemplar de algo universal, se debe únicamente del hecho de quedar un tanto atrapada por la manera menos libre de actuarse, como también por nuestra falta de interés y de amor”. (Max Scheler, Vom Ewigen in Menschen, Berna, 1954, p. 135). 15 Con gran acierto didáctico lo indicó Edith Stein: “Naturalmente puede haber personas tan semejantes entre sí que constantemente sean confundidas por otros (por ejemplo, los gemelos). Pero quienes los tratan de cerca saben muy bien distinguirlos. Y ellos mismos se sienten tan distintos –aunque a la vez se sientan tan unidos entre sí como con ningún otro en el mundo–, que apenas les parece posible la confusión […]. Cada uno se siente en lo más intimo de su ser como algo ‘propio’ y particular y como tal es considerado por quien lo ha captado realmente”. Edith Stein, Endliches und ewiges Sein, Herder, 1950, p. 459. 16 Juan Cruz Cruz, ¿Inmortalidad del alma o inmortalidad del hombre? Introducción a la antropología de Tomás de Aquino, Pamplona, 2006, Cap. II, § 4.
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daría incluso sin la conciencia de la procedencia corporal, sin la conciencia de la indigencia física y psíquica17. Yo formo parte de un nosotros: un nosotros, claro está, que no es una sustancia, sino un orden relacional. El sujeto humano es sustancialmente persona, pero relacionalmente personalidad. Así lo hemos indicado en la Introducción. Precisamente la actualización original y constante de la persona se despliega como personalidad. Y aun dotada de una relación interpersonal primaria, cada persona humana posee, por su individualidad original, una esfera absoluta que se sustrae a toda intervención directa de otras personas. 4. En la corriente de la actividad psíquica podemos encontrar vivencias comunicables y otras que no lo son18. Comunicables pueden ser no solamente las vivencias de alteridad dirigidas a otros sujetos, sino también las vivencias solitarias (no dirigidas conscientemente a otros). Un ejemplo de vivencias solitarias que por comunicables no son íntimas lo tenemos en la comprensión y desarrollo 17
Así lo explica Max Scheler: “Incluso un ser imaginario compuesto de cuerpo y de alma, que nunca ni en ninguna parte hubiera encontrado un semejante, tendría conciencia positiva de la insatisfacción de toda una serie de tendencias espirituales pertenecientes a su naturaleza esencial, como son el amor en todas sus formas fundamentales (amor de Dios, amor del prójimo, etc.), el simpatizar, el prometer, el pedir, el dar gracias, el obedecer, el servir, el dominar, etc., y por esta conciencia de insatisfacción tendría la certeza de ser miembro de una comunidad y de formar parte de ella. Así pues, tal ser imaginario no diría: ‘Estoy solo –solo en el espacio y en el tiempo sin fin–, estoy solo en el mundo o solo en el ser en general; no pertenezco a ninguna comunidad’, sino que se diría sencillamente esto otro: ‘No conozco la comunidad fáctica a la que sé que pertenezco –tengo que buscarla–; lo que sí sé es que pertenezco a alguna’ […].Tan cierto como yo soy, somos nosotros, es decir, yo formo parte de un nosotros”. (Max Scheler, Vom Ewigen im Menschen, Berna, 1954, p. 372). 18 Ciertamente en la intimidad encontramos dos tipos de vivencias, las de alteridad y las de mismidad. De un lado, hay allí vivencias referidas a otros sujetos humanos: algunas de estas vivencias tienen necesidad de ser percibidas por otros, como preguntar y aprender; otras vivencias, siendo de alteridad, no tienen esa necesidad de ser percibidas, como odiar. De otro lado, hay allí vivencias no referidas a otros sujetos humanos: son las vivencias solitarias, las cuales no están orientadas hacia personas extrañas, y pueden referirse a contenidos materiales o mentales, en los que no desempeñan ningún papel los otros sujetos (un problema de aritmética, un invento técnico, una ley natural), o a uno mismo (por ejemplo, a mis disposiciones) o también a sujetos no humanos (por ejemplo, a mi relación con Dios). Las vivencias perceptibles de alteridad pueden ser o bien absolutamente comunicables a todos los hombres (vivencias sociales en sentido estricto) o relativamente comunicables, es decir, sólo a un determinado círculo de personas. En cambio, las vivencias de mismidad estricta son absolutamente íntimas: no son comunicables adecuadamente a ninguna persona, y son refractarias a todo influjo directo venido de otros; son accesibles sólo a Dios.
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de un problema de aritmética: es una vivencia solitaria accesible a otros y directamente contrastable. Pero, al revés, hay vivencias solitarias de alteridad que no son comunicables: por ejemplo, algunas vivencias religiosas, las cuales son especialmente íntimas; y asimismo, si yo odio a una persona en una forma que no puedo comunicar a nadie, es una vivencia de alteridad, sin dejar de ser íntima. Por otro lado, mis actos dirigidos a otros sujetos llevan consigo algo individual mío y tienen el carácter de actos míos dirigidos a otros. Todas las vivencias están enraizadas en el fondo común del yo. Lo cual significa que en el yo particular existe una conexión entre actos solitarios y actos dirigidos a otras personas: entre vivencias absolutamente íntimas y vivencias comunicables; y a su vez existe conexión entre las vivencias de diferentes personas que directa o indirectamente entran en contacto psíquico. Por lo cual, todo el yo, con toda su vida psíquica, hasta en su sector más íntimo, se halla vinculado a un gran complejo de influencias y repercusiones psíquicas que constituyen también un indicativo de valores morales objetivos y de responsabilidad subjetiva. 5. Una vez que los actos pasan, quedan en el yo habitualizadas sus intenciones, cuyo núcleo más altamente intelectivo y volitivo forma el apogeo de la personalidad. A su vez, no es posible reducir el yo a un punto: es un centro referencial, pero no un punto, pues abarca siempre un «campo», un «ámbito». En el centro de ese campo brilla siempre un núcleo o contenido intencional que da un sentido personal único a todo el campo, cruzado continuamente por muchos elementos opacos y por algunos contenidos claros que son objeto de la atención actual. Mirado todo esto desde una perspectiva dinámica, cada acción o cada vivencia es en parte configurada también por el acto precedente. Las vivencias de la íntimidad del yo que se suceden en tropel no sólo están conectadas entre sí, sino que reciben el influjo comunitario, amalgamado en la unidad de la corriente vivencial. Hay ciertamente un ámbito absolutamente intimo; pero eso no significa que exista una vivencia absolutamente exenta de toda influencia comunitaria, por ejemplo, en el simple preguntar: pues preguntar es un acto de diálogo, o del hombre con otros hombres, o del hombre consigo mismo. Por tanto, ni siquiera los contactos sociales que surgen del yo en línea recta al yo particular ajeno dejan de tener correspondencia: van de un yo a otro yo y retornan luego al primer yo. Y en esos actos que van dirigidos a otros hombres entra también indirectamente la vivencia solitaria y absolutamente íntima del yo propio. De modo que los actos dirigidos a otras personas son precisamente in-
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fluidos por nuestros actos vivenciales no dirigidos a otras personas; estos últimos dan a los primeros una cierta forma y coloración. El principio de cofluxión vivencial permite ver en la coexistencia humana el alcance de las acciones del sujeto: pues no hay acción humana que no desarrolle a su alrededor, cual piedra caída en el agua, círculos sin fin, buenos o malos19. En el universo de la acción humana se propaga la corriente amorosa de un hombre a otro, de éste a aquél, hasta el infinito. Lo mismo se puede decir del odio, de la injusticia, de la impureza. Y en todo caso, el hombre sigue siendo responsable de esas acciones, por muy lejanos que sean sus ecos20.
19
Max Scheler, Vom Ewigen im Menschen, Berna, 1954, p. 376. Juan Cruz Cruz, Creación, signo y verdad: Analítica de la relación en Tomás de Aquino, Pamplona, 2004, cap. VII, § 2. 20
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