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Noticias varias

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tancia del charco es la misma sustancia que formaba la gota de cristal ó de rocío de la pasada aventura. ¿ Yerá la extensión líquida como nosotros la vemos?

De ninguna manera; para nosotros lo dominante en una superficie líquida es la idea de la horizontal. El sabio pequeñito sólo distinguirá los bordes y verá una superficie curva, que sube por las paredes, como si el agua quisiera escaparse por ellas. La física demuestra por la capilaridad este fenómeno, que para nosotros es pequeño, que para él sería enorme.

De suerte que, como observador exacto y minucioso, apuntará en su diario: «La superficie libre del agua es una superficie curva, que se eleva rápidamente por las paredes como ladera de montaña».

Pero hay más: si á la parte horizontal llega al fin, por ella podrá caminar sin hundirse, pues siempre la tensión superficial del agua será más poderosa que. el peso del sabio: porque ya sabemos que nuestro .sabio pesa muy poco; puede decirse que no es un sabio pesado.

Y consignaría esta nueva observación: «El hombre puede andar sobre las aguas sin hundirse»; lo que para nosotros sería un milagro, sería fenómeno natural y sencillo entre gentecilla de tan ruin tamaño, como hemos supuesto.

Después de todo, su vida ordinaria no habría de ser muy cómoda. ¡Qué angustias para llenar un vaso

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de agua! ¡Y qué esfuerzos para verterlo! Pondría el vaso boca abajo y ¡nada!, el agua sin caer. ¡La capi- laridad siempre oponiéndose á los experimentos del cbiquituelo! ¡Y qué de afanes para encender lumbre! ¡Por rozamiento, por choque, por presión, imposible! ¡Un ser tan pequeño tiene poca fuerza!

En suma: disminuyendo el tamaño del observador, los fenómenos que dependen de la gravedad se obscurecen; los fenómenos de cohesión, de capilari- dad, de atracción moleculares, se agrandan y preponderan. La ciencia de tales seres, si llegaran á tenerla, no empezaría por la gravedad, sino por las acciones de las moléculas entre sí.

La gravedad, ¿qué sería para ellos? Al principio, nada flotarían en el agua y casi flotarían en el aire. Y al agua podrían arrojar piedrecillas, pedazos metálicos, los cuerpos más densos, sin vencer la tensión superficial de las láminas líquidas.

Pues pasemos á los hombres gigantes, á los observadores mayúsculos, á los sabios pesados, aún más que los nuestros. ¡Otros fenómenos! ¡Otras apariencias! ¡Otro mundo! ¡Y qué efectos tan extraños y tan originales!

Basta decir, que así como los hombres pequeñitos del primer ejemplo, difícilmente podrían encender fuego ni aun con el fósforo más fulminante, los hombres enormes de este segundo ejemplo apenas po-

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drían moverse sin producir altísimas temperaturas.

Y esto se comprende: ellos y todos sus órganos y miembros serían grandes masas, que con grandes velocidades, porque veloces y bruscos serían sus movimientos, tendrían que producir considerables fuerzas vivas, las cuales, anuladas de pronto, se transformarían instantáneamente en calórico. ¿Chocan las manos dos gigantes, con el impulso que á su tamaño corresponde? Sus manos arden. ¿Se besan dos amantes, de estos de estatura gigantesca? Pues sus brazos y sus besos y sus apasionadas caricias, se convertirían materialmente en fuego, y morirían abrasados. No con el incendio retórico de los nuestros, sino carbonizados cuando menos, volatilizados acaso por la pasión. ¡Ah! el amor en estos seres titánicos sería muy peligroso. Amar sería morir: sería consumirse en puras llamas.

Y digamos dos palabras de la tercera hipótesis.

Supongamos una clase de hombres cuyos sentidos fueren perezosos para apreciar la duración de los fenómenos. Supongamos, digo, que lo que para nosotros es un segundo de tiempo, fuese para ellos un día, ó por lo menos doce horas.

Pues esto sería bastante para que entre otros fenómenos curiosísimos se produjera éste: que no podrían ver el sol como astro aislado é independiente.

Verían en el firmamento una cinta de fuego co-

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rriente de Oriente á Occidente; un arco luminoso en pleno azul: el sol, nunca.

Si acaso, los sabios, después de discurrir mucho podrían á modo de atrevida hipótesis, afirmar que la cinta luminosa era una apariencia no más, producida por el rápido movimiento de un astro. Pero lo que para nosotros es un hecho, una verdad indiscutible, sería para ellos una hipótesis, y para el vulgo una invención de los sabios; un mentir solemne; puras imaginaciones de cerebros alucinados.

Y basta de ejemplos.

El interesante y hermoso discurso de M. Crokes prueba ciertamente que las apariencias de los fenómenos pueden cambiar del todo si las condiciones de nuestro organismo cambian en gran escala, pero no prueba que las leyes de la Naturaleza cambiasen; como que en las leyes hoy conocidas se funda el ilustre físico para sus peregrinas lucubraciones.

De todas maneras, resulta que nuestro tamaño actual es de los más cómodos, para vivir con vida medianamente aceptable.

E L A C E T I L E N O

Todo progresa, digan lo que quieran los pesimistas: hasta la luz.

Progresa brillando cada vez más, y en ocasiones dejando de brillar, como le sucede á los rayos X, que van por esos mundos entre tinieblas obrando- maravillas, sin que nadie los vea.

La luz primera de que el hombre hizo uso fué sin duda la humosa tea de las cavernas. Y desde aquellos tiempos prehistóricos hasta los nuestros, el progreso del alumbrado ha sido verdaderamente admirable.

Á la tea primitiva, que da la luz rojiza envuelta en humo, seguirían las lámparas de grasa y las toscas mechas,progreso quedebió exigir muchos siglos*

Y á las grasas, los aceites más ó menos impuros,

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y las mechas más ó menos toscas. ¡Qué mucho, si ha llegado hasta nosotros el clásico candil y el afrancesado quinqué con su tufo correspondiente!

Después, en fila interminable, las velas de sebo y las velas de cera y las velas olorosas. ¡Y siempre lo mismo: grasas y mechas!

Y luego vino el petróleo; y luego se consumó la gran revolución: la del gas del alumbrado, que se emancipó de la mecha tiránica. El gas arde por sí. no necesita impregnar un cuerpo poroso. ó en esta estupenda y pacífica evolución que se realiza á través de siglos y siglos, la forma varía pero el fondo es el mismo.

Desde la tea de las cavernas al gas de los gasómetros que circula por las cañerías y se inflama en los mecheros, el espíritu inflamable, si se nos permite darle este nombre, siempre es el mismo: un hidrocarburo, uno ó varios. Pero siempre una combinación del carbono con el hidrógeno.

Hidrocarburos se desprenden de la tea, contemporánea acaso del oso de las cavernas; hidrocarburos se desprenden de las grasas, y de los aceites, y de las cilindricas velas y de los mecheros de gas. Las formas varían: unas groseras y toscas, otras elegantes y artísticas, otras refinadas y pulidas; pero lo que alumbra, lo que emite vibraciones etéreas, lo que da luz, en suma, siempre es el mismo espíritu inflamable.

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Sucede con esto lo que sucede con el hombre: semifiera en los tiempos primitivos; cada vez más civilizado; nervioso y refinadísimo hoy; con crecientes atildamientos, con vestiduras variadas y siempre el mismo espíritu; siempre el alma desprendiendo rayos de luz, á veces de claridad purísima; otras veces, entre nubes de humo y tufo nauseabundo, rayos rojizos.

Y, volviendo á nuestro objeto, repitamos lo que ya hemos dicho. En la rama resinosa que arde, en el hachón que chisporrotea, en la vela aromática, en la lámpara de relojería, en el candil que alarga su pico para sostener la humilde mecha, en el mechero de g-as que se abre en abanico, el fondo es el mismo: un gas compuesto de dos cuerpos que nos son bien conocidos: el carbono, cuerpo simple; el hidrógeno, cuerpo simple también. ¿Y por qué los hidrocarburos engendran la luz? Porque entre estos dos cuerpos y el oxígeno del aire existe una atracción inmensa, una afinidad poderosa, un profundo amor inorgánico, si la palabra es lícita, y ¡quién sabe si lo será! ¿Que sabemos nosotros de los amores de la Naturaleza?

Ello es, que cuando una causa determinante, por pequeña que sea, un punto en ignición, una pequeña llama, facilita éstas bodas misteriosas del carbono v del hidrógeno de un hidrocarburo con el oxígeno del aíre, los átomos del oxígeno se precipitan frené-

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ticos sobre los átomos de carbono y sobre los átomos de hidrógeno, y de este choque infinitesimal, pero formidable, brota el calor y brota la luz. Son bodas que, como todas, se celebran con fuego de pasión y resplandores de alegría.

Porque los átomos de carbón vibran y vibran ra- pidísimamente, y estas vibraciones se transmiten al éter, y llegan en ondas á la retina de nuestros ojos, y de aquí resulta que sólo vemos, por este hecho: por la afinidad, por el amor [que el hidrocarburo y el oxígeno se tenían.

Si nuestros propios amores nos ciegan, según dicen los pesimistas tradicionales, los amores inorgánicos nos hacen ver y dan claridad á nuestos ojos y alegría á nuestro espíritu.

Y éste fenómeno, químico al principio y físico al fin, es el mismo, siempre el mismo, que viene reproduciéndose desde los primeros albores de la civilización, desde que el hombre semibestia supo encender la rama de un árbol y penetrar con ella en el socavón de una montaña. Si los hidrocarburos y el oxí-, geno no se atrajesen con tan poderosa atracción, la mitad de los siglos que van transcurridos, los que están formados por ese inmenso rosario de cuentas negras que forman las noches, hubieran sido de incurable ceguera para la humanidad.

Y como estas mismas atracciones, ese bombardeo de átomos de oxígeno sobre átomos de carbono es el

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que también engendra la vibración del calor, si á la afinidad poderosa se sustituyese la helada indiferencia, la combustión no existiría, ni existiría el fuego del hogar, ni existiría siquiera la vida, porque el calor interno de nuestro cuerpo procede también de la combustión.

Si la naturaleza no se amase mucho á sí misma y sobre sí misma no se precipitase con el frenesí de la pasión, y perdóneseme la imagen, ni calor, ni luz. ni vida; negrura, frío y muerte, reinarían en toda la extensión del cosmos.

Vinieron, por fin, en esta serie progresiva, las lámparas de incandescencia, para hablar sólo de las que hoy nos alumbran con preferencia á las de arco voltáico. Y aquí varía ya, radicalmente, el sistema del alumbrado. En el interior de una lámpara de incandescencia casi no hay aire, y puede decirse que no hay combustión. La tradicional mecha ha desaparecido: en su lugar vemos un hilo muy tenue de carbono, que finge diferentes figuras, sólo para ganar en poco espacio mayor longitud.

Ya no hay combustión: el carbono no se consume; quiero decir, que no se combina con el oxígeno; pero vibra, se conmueve, se estremece al paso de la corriente eléctrica.

Ser que no se estremece, casi no existe.

Alma que por nada se conmueve, es alma muerta.

Hilo de carbono que no vibra, no da luz.

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La inmovilidad es la nada.

Pero ante la lámpara eléctrica se lia presentado últimamente un nuevo rival, á saber, la lámpara de acetileno.

Ahora bien, el uso del acetileno para el alumbrado, ¿representa un progreso para la lámpara de incandescencia?

Físicos eminentes, inventores ilustres, opinan en sentido afirmativo; pero yo creo lo contrario, y lo creo modestamente, pero con profunda convicción.

El acetileno, á mi modo de ver, es, tratándose del alumbrado, una verdadera reacción, que reviste deslumbradoras formas de progreso: la tiranía y el absolutismo con vestidura democrática; pero que nos hace retroceder al empleo de los hidrocarburos, porque al fin y al cabo, el acetileno, del cual hablaremos en otra ocasión, no es más que un compuesto químico de carbono y de hidrógeno.

El compuesto mas rico en carburo, seguramente, pero de la familia de aquellos gases que alumbraron con la primera tea y que aún brillan en los mecheros de gas.

La luz del acetileno es purísima, deslumbradora; vence á la luz eléctrica, sobre todo cuando la luz eléctrica se deja vencer; podrá llegar á ser barata y su preparación es facilísima, basta echar en agua una sustancia que se llama carburo de calcio para que del hidrógeno del agua se apodere el carbono de

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