Dale

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Julio Cort谩zar

Alberto Laiseca

Ignacio Guido

Daniel Melero

dale

D

r evis t a cult ur al

no v i em b r e 201 4

Liliana Heker

Marcos Lopez

路n1路 1



Dale es una revista inquieta. Pero para leer quietos y atentos, o no.



¿PARA QUÉ SIRVE EL ARTE?


/ a rte

bienal de san pablo

La discusión sobre el papel del arte en la realidad social y política parece la verdadera obra colectiva de esta edición.

P o r Me rce d e s P e re z B er g l i aff a

P

ara qué sirve hoy el arte contemporáneo? ¿Tiene —debería tener— alguna utilidad? Y si llegara a tenerla, ¿se puede ser optimista al respecto, en un mundo en el que queda poco espacio para los optimistas? El team de siete curadores de la 31a Bienal de San Pablo en Brasil —la segunda más antigua del mundo después de Venecia y una de las más importantes a nivel internacional—, integrado por el inglés Charles Esche, los israelíes Galit Eliat y Oren Sagiv, los españoles Nuria Enguita y Pablo Lafuente, y los curadores asociados brasileños Benjamin Seroussi y Luiza Proença responde que sí, que el arte contemporáneo tiene la capacidad de hacer reflexionar y actuar sobre la vida, el poder y las creencias. Sin embargo para actuar, para cambiar el mundo, dicen los curadores, antes hay que imaginar; y ahí es donde se vuelve fundamental el papel de los artistas, especialmente de los seleccionados aquí: el 70 por ciento no tiene galería. Por lo menos, no la tenía hasta la inauguración de la Bienal: porque rápidamente muchos de ellos consiguieron, antes de la apertura de la Bienal al público, apoyos, coleccionistas interesados y galeristas. Algunas situaciones cambiaron, en la imaginación y en la vida real. «How to (...) that don't exist» [«Cómo (…) cosas que no existen»] es esta vez el título de la Bienal, con un paréntesis con puntos suspensivos para que el público lo llene a piacere . Los curadores proponen algunas posibilidades en cierto orden: primero, cómo hablar de cosas que no existen; luego cómo convivir con ellas; más tarde, cómo usarlas, para después luchar u oponérseles; y por último, cómo aprender de ellas. Pero hay muchas otras


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acciones que pueden llenar ese hueco: cómo documentar cosas que no existen, cómo construirlas, cómo negociar con ellas, cómo reconocerlas y hasta cómo nombrarlas. La lista podría ser infinita. ¿Qué son estas «cosas que no existen»? ¿Qué tipo de obras pueden representarlas? Esche —curador principal de la Bienal— lo explica en detalle. Mientras tanto, nosotros podemos hacer un breve paseo por el delicioso pabellón Ciccillo Matarazzo del Parque Ibirapuera. Bajo la forma de 250 proyectos artísticos y obras de arte, realizadas por más de 100 artistas provenientes de 34 países, hay problemas cotidianos que siguen siendo tabú exponiéndose en esta Bienal de manera muy específica. Refieren a problemas que las sociedades sufrimos, como el aborto –y aquí el colectivo artístico Mujeres creando (Bolivia) paseó por el Parque Ibirapuera úteros gigantes de tul donde las personas se posicionaban y expulsaban a sí mismas–, el cruce de géneros sexuales, el reclamo social de los marginados, la posibilidad de crear y producir en otras economías. Las «cosas» a las que refieren el título y la propuesta de la Bienal son soluciones, formas alternativas, estructuras posibles que crean algunos artistas —artistas especiales, que llevan a cabo acciones antes que obras, marchas, asambleas, que reúnen fuerzas, que se mantienen a un costado de la estética que dicta el mercado— en relación a las estructuras económicas, sociales y políticas del mundo; a las limitaciones que las condiciones de esas estructuras imponen a las poblaciones; a la creciente reducción de los marcos de pensamiento y a la frialdad de la lógica de la eficiencia, que impone una deshu-

manización, y una violencia hipócrita de los vínculos personales. En el recorrido por los tres pisos del pabellón Matarazzo sobresalen los retratos gigantes de chicos de barras callejeras, pintados en forma de murales por el brasileño Eder Oliveira —los hace regularmente en paredes abandonadas, son pintura urbana—; la maravillosa instalación del colombiano Mapa de teatro: Laboratorio de artistas (fuerte y cínico a la vez, basado en un discurso de Pablo Escobar, el narco de Medellín); Línea de vida, del Museo Travesti del Perú, una organización que narra con una línea aparentemente cronológica una historia fracturante de los modelos dominantes de producción de imágenes y cuerpos. La exquisita Tierraversación (Landversation) de la nigeriana Otobong Nkanga, proponiendo delicados jardines y ecosistemas de tierras y plantas en constante estado de cambio, hace presente la protesta ecológica de manera sutil. Las acciones No hay ideas, de la brasileña Marta Neves, pintadas sobre modestos pasacalles con leyendas como «C. nunca tuvo idea de cómo abordar sexualmente a su ex-profesor de economía y actual alcalde. Su vida de homosexual solitario es amarga hasta el día de hoy.» También está presente cada vez más frecuentemente en las exhibiciones, no sólo en las bienales: los nuevos usos de las colecciones de documentos y archivos como obras, visibles en Archivo FX, del español Pedro G. Romero. Los derechos de otras minorías, tema de la instalación Arbol de sangre, del brasileño Thiago Martins de Melo, y de Wonderland, el potente video del turco Halil Altindere. Y la polémica y muy comentada videoins-


talación «Infierno», de la israelí Yael Bartana: es la inauguración y luego destrucción de una réplica del templo de Salomón pero en San Pablo, con influencias de la Iglesia Universal del Reino de Dios. Un mixing. Ya derrumbado, queda en medio de la ciudad un muro de los lamentos. La obra evoca la construcción de la industria de la fe, propia de las luchas por el capital simbólico. En «Infierno», el pasado mítico anuncia las ruinas por venir.

estalló el conflicto

La obra de Bartana tiene un peso especial si se considera que a pocas horas de la apertura, 56 artistas —liderados por el libanés Tony Chakar— hicieron pública una carta en la que cuestionan el esponsoreo de la Bienal por parte de Israel. «Hemos sido confrontados —dice la carta— con el hecho de que la Fundación Bienal de San Pablo aceptó dinero del Estado de Israel y de que el logotipo del Consulado de Israel aparece en el pabellón de la Bienal además de aparecer en sus publicaciones y sitio web. En este mo-

mento en que el pueblo de Gaza retorna a sus hogares convertidos en escombros, destruidos por el ejército israelí, no creemos que sea aceptable recibir patrocinio cultural de Israel. Aceptar esta financiación socava nuestro trabajo artístico en esta Bienal (...) Rechazamos el intento de Israel de normalizar su presencia en el contexto de este importante evento cultural en Brasil». La respuesta por parte de los curadores fue inmediata y también pública: «Apoyamos y comprendemos a los artistas y su posición. Creemos que la declaración y la demanda por los artistas también deben ser un disparador para pensar acerca de las fuentes de financiación de grandes eventos culturales. (...) La Fundación Bienal ha mantenido muy bien sus acuerdos en todo. Por nuestra parte, nos ayudó en la recaudación de fondos internacionales. Sin embargo, como consecuencia de esta situación, junto con otros incidentes en eventos similares en todo el mundo, está claro que las fuentes de financiación cultural tienen un impacto cada vez más dramático en la narrativa curatorial y artística supuestamente ‘independiente’ de un evento (…) Si bien este es un tema más amplio que el de la 31a Bienal de San


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Pablo, le pedimos a la Fundación revisar sus normas actuales de patrocinio (…)». Por último —y ante el revuelo que se armó a partir de la carta de los artistas y de la toma de posición de los curadores—, el mismo presidente de la Bienal, Luis Terepins, declaró que en esta edición se recibieron 21 apoyos internacionales, entre ellos los de España, Turquía, Francia e Israel, y que nada cambió, en relación a las ediciones precedentes de la Bienal, en la política de estos apoyos institucionales. ¿Tienen los artistas derecho a pedir el retiro de logos y patrocinios, una vez que las obras están ya prácticamente concluidas? Los curadores, una vez aceptado el trabajo, ¿pueden pedir a quienes los contrataron que “revisen las normas de patrocinio”? ¿O acaso deberían renunciar? El arte —ejercido y expuesto a gran escala— exhibe también grandes problemas. La Fundación Bienal de San Pablo, en respuesta a lo ocurrido, detalló que el dinero aportado por Israel se utilizó para financiar el trabajo de los artistas israelíes, y que los logos siguen presentes en los pabellones y en la página web pero acotados. Es decir, existió una respuesta ante el planteo. Y sobre todo se realizó un

llamado de atención importante, ya anunciado en la carta de los curadores, sobre la cuestión de la proveniencia de las fuentes de financiamiento. Es un tema fundamental, especialmente en una exhibición cuyo eje central gira en torno a la transformación político-social del mundo, a través de la imaginación artística. Una vez comentado y resuelto el problema, con presiones y comentarios de todo tipo, a favor y en contra, las obras expuestas —cuyo eje pasa por imaginar posibilidades colectivas de acciones, pensamientos y cambios para un mundo mejor— deben ser comprendidas de otra manera. Volvamos al principio: ¿para qué sirve el arte? ¿Debería tener alguna utilidad? En los márgenes del pabellón Matarazzo de la Bienal, en medio del Parque de Ibirapuera, los artistas, al terminar los encuentros con los coleccionistas, galeristas y periodistas, se reunían al caer el sol a discutir sobre la situación del mundo y sus posibles cambios. En esta 31ª edición de la Bienal, la mejor obra fue esa: la reunión de fuerzas, la posibilidad de encuentros inesperados, la creación de soluciones imaginativas. Y la llegada —comprobable— de una respuesta a los reclamos. //



Marcos Lopez


Polémica Julio Cortázar - Liliana Heker

la polémica [1]

F

ui amiga personal de Cortázar, lo admiré y lo sigo admirando como escritor; me alegré, con los de mi generación,

cuando optó por el socialismo. Todo lo cual no me impidió disentir con él en una circunstancia histórica concreta. La muerte de Cortázar, que fue vivida por mí como algo desoladoramente injusto e irreparable, no me hace arrepentir de esa disensión. Creo en la polémica y en la pasión por las ideas, creo, también, que con el enemigo real no se polemiza. Con Pinochet, con Videla, toda controversia sería inimaginable (casi resulta inimaginable que tengan alguna idea). Por otra parte, la última vez que Cortázar estuvo en Buenos Aires modificó sus conceptos sobre lo que había llamado “genocidio cultural en la Argentina” y nos prometió, a la gente de El Ornitorrinco, un diálogo. Diálogo que no pudo cumplirse: Cortázar murió dos meses después.

Po r L i l i a n a H e r ke


15 exilio y literatura

En los últimos tiempos —y según ciertos enfoques más emotivos que rigurosos— los escritores argentinos damos la impresión de no ser ya individuos diversos, discutibles en tanto escritores, conscientemente inmersos o no en nuestra realidad; un milagro ha borrado los matices; hoy somos una especie de abstracción que cabría dentro de una de estas dos categorías neoplatónicas: radicados en el exterior, lo que equivaldría a «condenados fatalmente a vivir lejos de la patria», o radicados en la Argentina, lo que equivaldría a «mártires o muertos en vida».[2] No discuto que, en muchos casos, la difusión de este esquema responda a un propósito de solidaridad intelectual. Tampoco discuto que se origine en situaciones individuales bien concretas. Lo que pongo en duda es que la situación general del escritor argentino — que, por ejemplo, no es exactamente igual a la del escritor paraguayo o chileno; que tiene características, problemas y salidas propios y que por lo tanto exige que se lo analice en su peculiaridad—, dudo, decía, que esa situación encaje en el esquema consignado. Y también pongo en duda la eficacia histórica de erigir masivamente en víctimas a los artistas e intelectuales de cualquier país. En primer lugar, esto proporciona una coartada y justifica la inacción; si estamos afuera, el exilio por sí mismo ya supone una 'causa' e implica una 'protesta', ¿para qué intentar algo más? Si estamos en el país, la realidad nos impone el silencio; nada podemos hacer, sin contar con que «a cargamos con nuestra cruz» por el simple hecho de estar acá. En segundo lugar, este esquema postula implícitamente el congelamiento de la cultura nacional, su imposibilidad absoluta de desarrollarse en —contra— una

nueva circunstancia histórica y, en consecuencia, de incidir sobre esa circunstancia; en el exterior, la fatalidad misma del exilio impondría la desvinculación con el proceso cultural argentino; en la Argentina, el medio nos obligaría a la parálisis. Un artículo publicado por Julio Cortázar en la revista colombiana Eco (N° 205, noviembre de 1978) contribuye —no intencionalmente pero de manera decisiva— a este esquema. Que Cortázar sea uno de nuestros mayores escritores y tal vez el más universalmente querido por nosotros, que su actitud haya sido siempre solidaria con los pueblos de Latinoamérica, vuelve dignas de atención sus declaraciones, muchas veces negligentes, sobre nuestra realidad cultural. Ya que no se le puede atribuir mala fe, al menos puede suponérsele cierto apresuramiento, una necesidad a ultranza de hacer causa común con los exiliados aun a riesgo de dar una imagen maniquea de la realidad, valiéndose de recursos más pasionales que científicos. Cortázar lo reconoce: “No tengo ninguna aptitud analítica: me limito aquí a una visión muy personal, que no pretendo generalizar sino exponer como simple aporte a un problema de infinitas facetas”. Pero pese a este propósito explícito, Cortázar generaliza, hace del “de afuera” y del “de adentro” dos condenados sin atenuantes, acomoda la situación de todos los intelectuales residentes en Latinoamérica a los requerimientos de su artículo y, con dolor, nos aplasta de un plumazo. El artículo se llama «América latina: exilio y literatura», y su intención general no sólo no es imputable sino que puede considerarse generosa. Postula algo así como una ética y una estética del escritor exiliado; propone la no utilización del exilio como disvalor (mera lamentación o doloroso regodeo

en la propia impotencia) sino como conversión lúcida en una acción positiva, en un estímulo creador. Que un escritor use sus palabras para impulsar a otros escritores a que escriban: eso es lo que considero un propósito generoso. Que para eso se valga de recursos lírico-demagógicos, que reemplace con retórica lo que llama falta de «aptitud analítica», no me parece siquiera justificable, sobre todo en alguien que conoce como pocos el valor y el manejo de las palabras.

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La primera parte de esta polémica se publicó con

el título Exilio y literatura, en El Ornitorrinco N° 7, 1980. La carta personal de Cortázar, la “Carta a una escritora argentina”, de Cortázar, y la respuesta a esa carta se publicaron en El Ornitorrinco N° 10, 1980. [2]

Naturalmente esta calificación no alcanzaría a los

que Abelardo Castillo caracterizó como “inteligencia nucleada alrededor de Sur que, aunque algo raleada por la Decrepitud o la Muerte, es la que hoy vuelve a representarnos, junto a Menotti ante el mundo” (Abelardo Castillo, “La década vacía”, El Ornitorrinco, N°6). Mujica Lainez, por ejemplo, parece hallarse en un país bastante floreciente para las letras. “Estamos allí muy tranquilos (declaró en España, refiriéndose a los escritores). Estamos todos. Borges, Sábato, Silvina Ocampo, Bioy Casares, yo, todos los grandes (...). El único escritor de prestigio que no está en la Argentina es Cortázar, que hace veinte años vive en Europa.” Dejando de lado que por lo menos dos de los escritores citados —Sábato y Cortázar— difícilmente suscribirían el espíritu optimista de ese párrafo, y sin poner en discusión el indudable valor literario de los escritores que, según Mujica Láinez, constituyen toda la literatura argentina, vale la pena señalar el criterio elitista y la actitud de jactarse en la propia ignorancia de lo que pasa fuera de la elite, que caracterizaría a los escritores que se “sienten bien” en épocas culturales como la que estamos viviendo.


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Lo primero que vamos a tener en cuenta es el punto de vista del artículo. Cortázar afirma escribir desde el exilio, continuamente aporta elementos que lo ubicarían, de manera inapelable, como exiliado: «...me incluyo actualmente entre los innumerables protagonistas de la diáspora. La diferencia está en que mi exilio sólo se ha vuelto forzoso en los últimos años (...) Al exilio que podríamos llamar físico habría de sumarse el año pasado un exilio cultural (...) Un exiliado es casi siempre un expulsado, y éste no era mi caso hasta hace poco. Quiero aclarar que no he sido objeto de ninguna medida oficial, y es muy posible que si quisiera viajar a la Argentina podría entrar en ella sin dificultad; lo que sin duda no podría es volver a salir (...) mi reciente exilio cultural, que corta de un tajo el puente que me unía a mis compatriotas en cuanto lectores y críticos de mis libros, ese exilio insoportablemente amargo para alguien que siempre escribió como argentino y amó lo argentino...». ¿Tantas palabras para demostrar su condición de exiliado? ¿No bastaba con testimoniar la situación de los que sí debieron abandonar sus países? El propio Cortázar tuvo la honestidad de declarar alguna vez que él se fue de la Argentina en 1951 porque los altoparlantes peronistas no lo dejaban escuchar tranquilo a Bartok. Nunca, hasta ahora, intentó justificarse por su condición de exiliado y si algo realmente lo justificó, para nosotros, fue la obra literaria excepcional que escribió, en París, pero con lenguaje argentino, y su manera de ir modificando aquella primera concepción sobre el ruido y Bartok. Ahora, sin embargo, declara que su “exilio sólo se ha vuelto forzoso en los últimos años”, o sea, que antes no era forzoso pero sí era exilio. ¿Exilio? Es válido suponer que al referirse a sus primeros 25 años pasados en Europa, Cortázar está utilizando el término “exilio” en sentido poético, es decir: nostalgia de la tierra en que transcurrieron la infancia y la juventud, extrañeza del idioma, extrañeza de las costumbres, etcétera (literalmente, el recurso no es más criticable que cualquier otro: un hombre puede sentirse un exiliado mientras camina entre una multitud en la calle Florida, o en medio de una familia que

no lo comprende; más melancólicamente, y siempre en sentido poético, hasta se podría afirmar que todo ser humano es una especie de exiliado). Tal vez Cortázar quiso decir que de un exiliado en sentido poético se convirtió “en los últimos años” en un exiliado en sentido político. Pero no lo dice. Hago hincapié en esto porque varios de los malentendidos del artículo se sustentan en el sentido ambivalente que se le da al término “exiliado”. La nostalgia del que, voluntariamente o no, vive lejos de su tierra y la situación del que obligadamente ha debido marcharse se aluden de la misma manera; las características de uno y otro se amontonan y así resulta que todo aquel escritor que vive lejos de su patria es un escritor exiliado, lo que lo convierte a la vez en un nostálgico irremediable y en un expulsado político. Ya refiriéndose a los últimos años, Cortázar habla de su exilio físico y su exilio cultural. En cuanto al exilio físico, declara que si bien es muy posible que pudiera entrar en la Argentina sin dificultad, lo que sin duda no podría es volver a salir. Creo que los dos modos adverbiales son un poco excesivos: matemáticamente es probable que si Cortázar decide venir, se presente algún tipo de dificultad, salvable o no; en cuanto a que «sin duda lo que no podría...», ese mecanismo de argumentar a priori se parece bastante al de la autocensura, algo que siempre hace más daño que la censura misma. Verbigracia: si María Elena Walsh hubiera supuesto que sin duda su magnífico artículo "Argentina país-jardín de infantes" (Diario Clarín, suplemento Cultura y Nación, agosto de 1979) no iba a ser publicado y, por lo tanto, no hubiera hecho ningún intento por que se publicara, los argentinos habríamos perdido algo que hace directamente a nuestra cuestión cultural y a nuestra libertad. Son los avances que va dando un escritor respecto de los límites impuestos, y no la aceptación protestona de la fatalidad, lo que modifica la historia cultural de un país y, por lo tanto, la historia. Cortázar puede elegir o no la tentativa de venir, de acuerdo al sentido que le otorgue a un posible viaje; lo que no puede es justificar su no-viaje presuponiendo la in-

falibilidad de la derrota, porque eso es estar fijando, también, un modelo de conducta. En cuanto al exilio cultural, Cortázar lo fundamenta en que la publicación de su libro Alguien que anda por ahí sólo habría sido autorizada si se suprimían dos cuentos. Como corresponde, se negó a publicar su libro cercenado, pero ¿esta situación alcanza para determinar el exilio cultural de un escritor? Arbitrariedades o barbaridades como las que consigna Cortázar constituyen el ámbito en el que, salvo épocas excepcionales, han creado y opinado todos los grandes escritores rebeldes en sus países. Y no es que yo, ahora, defienda la censura, la política editorial antinacional, la prohibición de obras y autores universalmente reconocidos, la desjerarquización de la cultura y hasta la franca cerrazón que debe soportar el sector intelectual —para no hablar de otros sectores bastante más castigados—. Simplemente digo que es ésta, y no otra, la situación de nuestros países, la que pretendemos cambiar también con nuestras palabras. Y que, aun bajo estas condiciones, Latinoamérica viene dando una literatura realmente grande, capaz de encontrar un estímulo y un sentido para el acto creador justamente en la hostilidad del medio. Y este trabajo continuo por hacer prevalecer la propia concepción del mundo hace que un intelectual o un artista se sienta culturalmente integrado a su país; de ninguna manera un exiliado cultural. Hay pocos casos en que la expresión «exilio cultural» es apropiada. Uno es el de Leopoldo Marechal, tal vez el más admirable de nuestros escritores, y le pasó entre los años 1955 y 1967 sin que hubiera salido nunca de la Argentina. Pero ese silencio que se le impuso —o se impuso—, esa casi muerte obligada, no tiene nada que ver con lo que ocurre con Cortázar, que sigue teniendo absoluta vigencia para nosotros, de quien seguimos comprando libros y a quien hasta tenemos la suerte de leer en los suplementos culturales de los diarios, pese a la declaración del propio Cortázar que su «reciente exilio cultural corta de un tajo el puente que me unía a mis compatriotas en cuanto a lectores y críticos de mis libros...».


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Que Cortázar sea uno de nuestros mayores escritores y tal vez el más universalmente querido por nosotros, que su actitud haya sido siempre solidaria con los pueblos de Latinoamérica, vuelve dignas de atención sus declaraciones, muchas veces negligentes, sobre nuestra realidad cultural.

Y acá llegamos a una segunda cuestión que vale la pena señalar, la negligencia con que Cortázar, que sí parece haber cortado un tajo con nosotros, sobrevuela nuestra realidad cultural. «Y si hay algo peor (escribe), es lo que podríamos llamar el exilio interior, puesto que la opresión, la censura y el miedo en nuestros países han aplastado in situ muchos jóvenes talentos cuyas primeras obras tanto prometían. Entre los años 55 y 70 yo recibía cantidad de libros y manuscritos de autores argentinos noveles, que me llenaban de esperanza; hoy no sé nada de ellos, sobre todo de los que siguen en la Argentina». Sólo me referiré a algunas imprecisiones de este párrafo: 1) Si se le preguntara a cualquier escritor argentino in situ, y con un mínimo de lucidez, qué es lo que más lo aplasta en la actualidad, probablemente citaría en primer lugar la situación económica. Su respuesta sonaría menos patética que la enumeración antes consignada pero se acercaría más a nuestra realidad y, sobre todo, denunciaría un factor realmente efectivo de censura y de represión cultural. 2) La censura, en efecto, obstaculiza y reduce la difusión de obras literarias, aunque no creo que aplaste la creación literaria; en cuanto a la opresión y el miedo, no sólo nunca han conseguido aplastar la producción artística sino que, en general, le han otorgado un sentido y hasta han generado nuevas corrientes formales. ¿Que muchas veces retardan y dificultan la difusión de una obra? Cierto. Pero Cortázar no habla de la falta de éxito de los “talentos” sino de su rotundo y fatal aplastamiento. 3) El hecho de que Cortázar ya no reciba tantos libros y manuscritos de escritores argentinos noveles no indica, necesariamente, que los «jóvenes talentos» hayan sido aplastados por nada sino, tal vez, que ya no se les ocurre mandar sus manuscritos


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a París. Puedo intentar una explicación. En la década del 60, Cortázar era el acontecimiento literario más detonante de la época, y tal vez el más polémico —justamente porque vivía en París—. Para los que empezábamos a publicar entonces, era una especie de contemporáneo generacional, de amigo importante. Un escritor cercano, pese a la lejanía cronológica y física. Para la generación que empieza ahora, en cambio, es una especie de clásico; muy querido y admirado, pero clásico al fin. Ya no se lo discute; su obra ha decantado sola, y el Cortázar esencial que queda es sin duda un maestro de la narrativa, pero no tan próximo como para que a alguien se le ocurra mandarle un libro primerizo o un manuscrito. En cuanto a esos jóvenes talentos que en el 55 o el 60 llenaban a Cortázar de esperanza (¿Oliveira no diría que lo “llenaban de hesperanza”, Cortázar?), ya no son tan jóvenes; una parte ha madurado literariamente y, con las dificultades ya consignadas, va configurando su obra. Otra parte ni siquiera tenía verdadero talento. Suele suceder. Por otra parte, la década del 60 fue tan brillante, tan eufórica —para toda la literatura latinoamericana— que, en comparación, otra época literaria puede parecer opaca. Con malicia, también se podría preguntar qué fue de ese aluvión de obras espléndidas —Cien años de soledad, Rayuela, La ciudad y los perros, El siglo de las luces, Las armas secretas, Los funerales de la Mama Grande, Conversación en La catedral— que a los jóvenes talentos nos llenaban de esperanza en la década del 60. Por supuesto que esa fiesta tenía que ver con un fenómeno histórico que parecía extenderse por toda América. Pero ¿qué hacemos los escritores, ciertos escritores, cuando el fenómeno se revierte? ¿Enmudecemos hasta que vengan épocas mejores? ¿Cambiamos

de país? ¿Agotamos nuestras palabras en lamentaciones por nosotros mismos? ¿O asumimos, por fin, con los riesgos que implica, el poder modificador que, en épocas más propicias, solemos asignarle a la literatura? La tercera cuestión que quiero señalar es cierta tendencia de Cortázar a generalizar y dramatizar excesivamente cuando se refiere al exilio de los intelectuales, y sobre todo, a su propio flamante rol de intelectual exiliado. “Creo que las condiciones están dadas entre nosotros, los escritores exiliados, para superar el desgarramiento, el desgarramiento que nos imponen las dictaduras (...) El hecho está ahí: nos han expulsado de nuestras patrias (sic). En términos compulsivos y brutales (el exilio) tiene el mismo efecto que en otros tiempos se buscaba en América latina con el famoso ‘viaje a Europa’ de nuestros abuelos y nuestros padres. Lo que ahora se da como forzado era entonces una decisión voluntaria y gozosa (...) Ya no se trata de aprender de Europa, puesto que incluso podemos hacerlo lejos de ella (...) se trata sobre todo de indagarnos como individuos pertenecientes a pueblos latinoamericanos...” Súbitamente, Cortázar parece haber olvidado que él hace veintiocho años que se fue a París, que su viaje a Europa no es demasiado diferente del que emprendieron “nuestros abuelos y nuestros padres”, que no se fue “forzado” sino por “una decisión voluntaria”, y que en estos veintiocho años regresó una sola vez en calidad de escritor a nuestro país. Hechos, todos estos, que no desmerecen su obra literaria excepcional ni su opción afectiva (y a la distancia) por los movimientos progresistas de América latina. Pero lo desautorizan como latinoamericano brutalmente expulsado de su país en los últimos años. Creo que Cortázar se ha dejado llevar has-

ta la exageración por el valor emotivo de las palabras y, a medida que avanzaba en su artículo, se iba olvidando de algo que él mismo planteó al principio: lo que estaba tratando era “un problema de infinitas facetas”. Si fuera válido el equivalente exiliado-expulsado que él mismo propone, sólo una mínima parte de los escritores argentinos en el extranjero entraría dentro de esta categoría. Un enfoque menos desgarrador pero más realista nos permite ver que el éxodo de muchos escritores argentinos obedece a razones diversas. Entre otras: 1) dificultades económicas y laborales (que, naturalmente, no afectan sólo a los escritores), 2) un problema editorial grave, que obstaculiza las tareas específicas del escritor, 3) una cuestión de aguda sensibilidad poética: sentir que él no puede soportar lo que sí soporta el pueblo argentino, 4) la búsqueda de una mayor repercusión o de una vida más agradable que ésta, 5) la búsqueda de un ámbito de mayor libertad. Y es este último punto el único en que conviene detenerse, ya que plantea una cuestión de fondo. La libertad, ¿no es el ámbito que le corresponde a un intelectual, a un creador? ¿No es el ámbito que necesitan para desarrollar plenamente su pensamiento y su obra artística? Sin duda que sí. Las restricciones a esa libertad, entonces, ¿no son una razón suficiente para que un escritor se sienta obligado a irse aun cuando nadie, explícitamente, lo expulse? Para responder a este interrogante puede considerárselo según dos aspectos: el de la creación y el del testimonio inmediato. En cuanto a la creación (independientemente del trámite posterior, y por supuesto que necesario, de la publicación), sólo el autor puede decidir cuál es el ámbito que necesita para su trabajo. Si le basta con la libertad de su pieza, si necesita una at-


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mósfera cultural libre, si le hace falta oír su idioma y recorrer su barrio y palpar la realidad de su gente, o si por el contrario sólo a la distancia y a través de la nostalgia consigue testimoniar su mundo, ésas son elecciones que, a priori, no son ni buenas ni malas. Turgueniev escribió su obra en París y Tolstoi nunca salió de Yasnaia Poliana; Hemingway necesitó vivir los lugares; Cortázar, recordar su Buenos Aires personal desde París; Rulfo, quedarse en México. Sólo sus obras justificarán o no estas elecciones. Son elecciones egoístas, en el sentido unamuniano, que tienen que ver muy poco con el exilio político; no se explican sino por la paradójica condición egoísta del acto creador y sólo pueden ser juzgadas a partir de la obra que produce esa actitud egoísta. Si Gauguin hubiera sido un pintor mediocre, su famoso acto de libertad se habría transformado en una intrascendente canallada de entrecasa. Algo similar puede aplicarse a la obra de pensamiento a largo plazo, a la obra científica, sólo que en ese caso el “ámbito propicio” suele consistir en recursos materiales concretos que, con mucha más frecuencia que en el caso de la creación artística, vuelven necesario el éxodo. En cuanto al aspecto testimonial, al ejercicio inmediato de la libertad que sólo tiene sentido en tanto actúa ahora y aquí sobre los otros, siempre está condicionado por esos otros. En una isla desierta yo puedo hacer un ejercicio total de mi libertad de expresión, puedo decir mi verdad sobre el mundo tal como la concibo, pero ¿para qué y para quién la digo? Y yendo a una situación menos extrema: ¿qué sentido tiene, para un escritor nacional, testimoniar su verdad si no va a ser leída por aquellos, fundamentalmente sus compatriotas, para quienes esa verdad está destinada? La escritura como acto político necesita el receptor adecuado, no es un grito en el vacío ni tiene un valor absoluto: su valor es circunstancial, y, por lo tanto, debe estar inmersa en la circunstancia sobre la que pretende actuar. De modo

que, en este caso, la búsqueda de un ámbito de mayor libertad de ninguna manera tendría un carácter compulsivo. Esto no invalida la elección personal de un escritor de irse a vivir adonde le parezca: y mucho menos niega el hecho de escritores que han debido irse sin posibilidad de elección. Simplemente, intenta desvirtuar ciertas generalizaciones que nos están transformando en extraños para nosotros mismos y que nos imponen una realidad estática y aplastante. No somos héroes ni mártires. Ni los de acá ni los de allá. El alejamiento, la permanencia en el propio país, en sí mismos, carecen de valor ético. Los “esfuerzos que los sufridos intelectuales llevan a cabo para mejorar un aspecto de la Argentina” de que habla Marta Lynch en “El duro oficio de ser argentinos” (Clarín, Cultura y Nación, 2 de agosto de 1979) también son una bonita generalización, una manera retórica de salvaguardarnos en montón. Se puede ser un traidor adentro o afuera, un gran escritor en el propio país o en el extranjero. Se puede asumir una perspectiva nacional aun en el exilio y escribir desde la torre de marfil en el propio suelo. Qué hizo, qué hace un escritor con sus palabras, ésa es la cuestión última. Ya sabemos que no estamos en el mejor de los mundos. Que muera o se silencie un solo hombre, aquí o en cualquier lugar del mundo, sin que nadie responda por su libertad y por su vida, ya es un hecho de tanto peso como para que signe cada una de nuestras palabras y de nuestros actos. Pero no aceptamos que se lo transforme en nuestro símbolo. Porque eso sería aceptar como símbolo la muerte. Y a nosotros, acá, nos toca hacer aquello que Cortázar, ahora sí con toda su lucidez de escritor, recomienda a los latinoamericanos residentes en Europa: sumergirnos en nuestra situación y volverla un hecho positivo. No aceptamos, de París, la moda de nuestra muerte. Es la vida, nuestra vida, y el deber de vivirla en libertad lo que nos toca defender. Por eso nos quedamos acá, y por eso escribimos.



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carta a liliana heker

26 de noviembre, 1980 Querida Liliana, Recibí el artículo y tu carta. Al final me decís que te escriba a lo de tu mamá en la calle Bulnes, pero muy lilianamente te olvidas de ponerme el número. Sin duda me lo diste en París, y yo muy julianamente lo perdí. De modo que mando esto como una botella al mar aprovechando una vaga indicación del protervo Ornitorrinco en el sentido de encaminar las cartas a la SADE, horresco referens. Pero a lo mejor te llega. De todas maneras el texto de mi respuesta se lo doy a EFE, y las razones las encontrarás en él si te llega, o si alguna vez te lo hacen llegar desde cualquier otro país donde se publique. Como comprenderás, me parecería idiota que El Ornitorrinco lo publicara, a menos que me engañe totalmente sobre lo que ocurre en Buenos Aires.[3] En fin, creo que en esas pocas páginas esto queda sobradamente explicado. Si tenés algún comentario que hacerme (desde luego me gustaría, porque sé que todo esto es materia resbalosa y no pretendo entenderla bien ni mucho menos estando tan lejos del lugar de los hechos), te pongo mi nueva dirección parisina. Saludos a los ornitorrincos en bloque, y mi afecto de siempre.

Julio

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Contra la suposición de Cortázar, su “Carta a una escritora argentina” y esta carta fueron publicadas en El Ornitorrinco.


21 carta a una escritora argentina

Querida Liliana Heker, Tu artículo “Exilio y literatura” (en El Ornitorrinco, Buenos Aires, enero-febrero de 1980) lleva como subtítulo “Polémica con Cortázar”. Nunca he olvidado que “polémica” se emparenta con “polemos”, la guerra, y por eso detesto la palabra y prefiero sustituirla mentalmente por “diálogo”; del tono de tu texto deduzco que también ésa es tu intención, y que lo de “polémica” es más bien una ranada del ornitorrinco, si me permitís la hibridación, para que los lectores más belicosos se relaman las fauces anticipando sillas rotas, tirones de camisetas y otras demostraciones propias de intelectuales ansiosos de verdad. No les daremos el gusto, pero desde luego buscaremos la verdad, tan lejos el uno del otro en el espacio pero desde un terreno común que, lo sé de sobra, compartimos y queremos. Para esto, sin embargo, hay un problema que no parecés haber pensado: al hacer públicas tus críticas, me invitás obviamente a responder a través de El Ornitorrinco o de cualquier órgano de prensa argentino. ¿Pero qué prensa? A mi afirmación de sentirme dolorosamente separado de mi pueblo en el plano cultural, después de prohibiciones inequívocas, contestás que exagero puesto que incluso se me lee en “los suplementos culturales de diarios”. Sí, es cierto, en la medida en que esos suplementos seleccionan los textos que les envía la Agencia EFE, a la cual destino también esta carta y que distribuye sus materiales en diversos países. ¿Te has preguntado qué textos seleccionan esos suplementos? Respuesta: los exclusivamente literarios, cuando en estos últimos tres años he escrito sobre todo artículos directamente referidos al estado de cosas en nuestro y nuestros países. ¿Qué satisfacción puede tener alguien como vos leyendo un texto mío cuya publicación depende exclusivamente de que no contenga una sola línea que moleste a los dispensadores de la libertad de expresión? En resumen: si quiero que esta respuesta, que EFE va a enviar a esos diarios que todavía me publican allá, te llegue como carta abierta, tengo que redactarla como vos has redactado tu texto, es decir hablando de todo menos de lo que pone en marcha ese todo. Y pasa que yo no tengo por qué escribir así, puesto que mis artículos se publican en muchos otros países y ésa es mi manera de dar a conocer lo más ampliamente posible lo que me parece necesario y útil, y a la vez confiar en su ingreso, por diversas vías, a su destinataria natural que es la Argentina. Curi-


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oso cambio de cartas abiertas, como ves, en el que vos evitás hablar de lo único que en el fondo me interesa hablar a mí, y yo preveo que mi respuesta sólo te llegará un día indirectamente y no en los suplementos dominicales de Buenos Aires, a menos que éstos te la ofrezcan amablemente recortada ad usum delphini. Para empezar este imperfecto diálogo, se me ocurre que no tenías demasiadas críticas que hacerme, en todo caso, el hecho de que apruebes mi punto de vista general sobre el exilio de tantos intelectuales latinoamericanos (en el sentido de volverlo afirmativo y combativo, quitándole toda la negatividad que encierra como noción estereotipada) anula casi totalmente tus discrepancias colaterales; pero me gustaría dejar en claro algunas cosas, precisamente para que esa noción positiva del exilio se dé en todos nosotros, aquí y allá, sin ambigüedades peligrosas. Empiezo, muy rápidamente, por una rectificación personal: te molesta que yo haya explicado con cierto detalle por qué y cómo me considero un exiliado de la Argentina, y parecés creer que he buscado sumarme ahora —después de tantos años de vivir en Europa— a los que han debido abandonar más o menos forzosamente sus países. Aunque en las frases que citás queda bien claro que no solamente no me estoy “mandando la parte” de exiliado sino que me fui hace mucho del país porque me dio la gana, agrego ahora para vos que las circunstancias actuales me llevan a sentirme tan exiliado como cualquier otro, y que sólo en esas condiciones me he creído y me creo con derecho a hablarles a mis coexiliados de toda América latina para invitarlos a una lucha positiva y no a la usual nostalgia llorona. No solamente no reclamo una antigüedad injustificada en este triste empleo, sino que en muchas entrevistas, que desde luego no conocés por razones ut supra, he insistido en la noción para mí compulsiva del exilio, y por lo tanto en que no era para nada mi caso; si en el artículo que criticás se me fue eso de que el exilio “sólo se me ha vuelto forzoso en los últimos años”, lamento la patinada involuntaria y dejo definitivamente en claro que jamás fui ni me creí un exiliado hasta eso que más arriba llamé “circunstancias actuales”, concretamente el golpe militar del 76 y la censura subsiguiente, expresa o tácita, que impide cosas como la publicación de parte de mis textos de la misma manera que te impide a vos ahondar explícitamente en las causas fundamentales del exilio. En cuanto a que considerés exagerada mi afirmación de que salir de la Argentina me sería más difícil que entrar, lamento que hayas pasado por alto la fecha en que se publicó esa afirmación, a fines del 78, cuando la escalada de la tortura, los asesinatos y las desapariciones llegaba a su punto más monstruoso. Ya sé que ahora, mientras escribías tu artículo, la paz del cementerio deja crecer poco a poco los pastitos del olvido, y que casi seguramente nadie se metería conmigo en la Argentina a pesar de viejas cuentas por cobrar, la del Tribunal Russell, por ejemplo, y pará de contar. Estas aclaraciones personales eran necesarias aunque sin importancia esencial; lo importante me parece la tremenda contradicción entre el principio y el final de tu artículo.


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Hacia el final te alegrás de que yo haya tomado partido por una dinámica —para mí lo más belicosa posible— del exilio; pero al principio me acusás de contribuir directa o indirectamente a una división abstracta y mortecina entre exiliados en el exterior, “condenados fatalmente a vivir lejos de la patria”, y exiliados en la Argentina, o sea, “mártires o muertos en vida”. Bueno, si esto fuera así, me pregunto para qué diablos andaríamos yo y muchos otros removiendo el hormiguero si no hay más que mártires o condenados que remover. Precisamente, el temor de que estos destinos puedan pegarse como etiquetas prefabricadas (por la Casa Rosada) en la espalda de los exiliados es la razón que nos lleva a muchos a decirle a la junta por todos los medios a nuestro alcance que el tiro del exilio le ha salido por la culata, y que vamos a seguir peleando desde adentro y desde afuera por el único exilio que nos parece válido: es el que les espera a ella y a sus cómplices internos y externos, igualito que a Somoza, igualito que a Batista. Pero hablando ahora de nuestro oficio, Liliana, hay algo que no entiendo en tu razonamiento. Discutís mi noción de “exilio cultural” en el sentido de que la supresión o censura del pensamiento escrito es materia corriente en nuestros países, y una vez más te parece que exagero. En primer término, hay eso de que mal de muchos, consuelo de tontos; en segundo, lo que ahora nos interesa concretamente a vos y a mí es la Argentina en ese plano, y el hecho de que en Guatemala o Bolivia lo censuren a Fulanito no modifica para nada mi repulsa a toda censura en nuestro país. Vos decís que a pesar de esa situación general, Latinoamérica sigue dando “una literatura realmente grande”, lo cual es archicierto porque los escritores decentes respondemos casi siempre al principio del “challenge and response”. Pero aquí no se trata de los escritores sino de los lectores, Liliana; el verdadero exilio se produce cuando cualquiera de nosotros escribe algo y después de haberlo escrito no lo puede publicar en su país. ¿Por qué, como siempre, poner el acento en el escritor, hacer elitismo gremial, cuando el escritor se defenderá como gato panza arriba dentro o fuera del país, y seguirá siendo siempre un escritor? El problema no es ése, sino que de golpe el escritor queda privado de sus lectores, roto el puente de la comunicación; y si esto es duro para nosotros, poco importa frente al hecho infinitamente peor de que todo un sector de lectores queda privado del escritor. Ahí los verdaderamente exiliados son los lectores, que día a día enfrentan un panorama en el que faltan la mayoría de los libros o artículos escritos en el exterior, y sólo cuenta con los del interior en la medida en que su contenido no vaya más allá de lo tolerado. Acabo de leer en México los textos de Gregorio Selser sobre el grotesco episodio en torno a El principito, nada menos; acabo de publicar en México un libro de cuentos que contiene dos o tres que jamás podrían ver la luz en la Argentina. Que mis lectores leyeran esos cuentos sería mi más alta recompensa, no por haberlos escrito sino porque estarían donde deben estar, en manos argentinas. No será así, salvo mínimas excepciones, y vos lo sabés


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de sobra. Claro que nadie se va a morir por no leernos a los de afuera o a los de adentro; pero, como dice la gente, no te morirás pero te irás secando. Para terminar me acusás de exagerado (lo soy con frecuencia) al hablar de las razones del exilio exterior. En vez de denunciar la causa central de ese exilio (ya sé que no podés hacerlo, pero entonces no habría que tocar el tema públicamente y con fines polémicos) acumulás otras razones que yo parezco ignorar: dificultades económicas, problemas editoriales, cuestiones de “aguda sensibilidad política” que vuelve insoportables las condiciones internas y búsqueda de un “ámbito de mayor libertad”, todo eso es cierto y malditamente cierto, pero todo eso es nada frente a la razón esencial. Si a los escritores sumás los artistas y los científicos argentinos desparramados en el mundo, te encontrás con un país atrozmente empobrecido en el plano cultural. Y la gran mayoría de esa gente no se ha ido por las razones que enumerás; si no siempre han sido obligados por la amenaza, lo han sido por la imposibilidad de seguir diciendo lo que creían su deber decir; cuando un Rodolfo Walsh lo dijo, lo eliminaron cínicamente al otro día. Esto, Liliana, no nos da a los de afuera ninguna jerarquía con respecto a los que siguen en el país, simplemente, aquellos que un día decidan decir lo que verdaderamente piensan tendrán que reunirse con nosotros fuera de la patria. Hay y habrá, claro, lenguajes cifrados en la Argentina, muchas cosas se dicen hoy entre líneas, y eso ya es mucho; pero ese tipo de comunicación críptica no va más allá del círculo que conoce las claves, y escapa por completo al lector de la calle y del vasto interior, ese lector en cambio comprendería tan bien los últimos cuentos de Humberto Costantini que, por supuesto, serán publicados en México y no en Buenos Aires. Tenés toda la razón, Liliana, no somos ni héroes ni mártires; una vez más somos gente barrida afuera o aplastada adentro. Discutir estas cosas entre nosotros es perder un tiempo que no pierden los que nos barren y nos aplastan; por eso no te he contestado para polemizar, como creo que tampoco vos me escribiste para eso. Una vez en un club de aficionados de provincia vi a dos boxeadores que se sublevaron al mismo tiempo contra el árbitro y le anunciaron que le iban a romper la cara si no los dejaban seguir como les daba la gana en vez de pararlos y censurarlos a cada momento. Así, Liliana, así creo que vamos a seguir todos nosotros desde afuera y desde adentro; el ring es grande, y al árbitro lo conocemos de sobra. Julio Cortázar


21 respuesta de liliana heker  [4]

Cortázar, La etimología de la palabra “polémica” no modifica su connotación actual, que la aproxima más a la controversia que a la guerra. El hecho de que usted deteste esa palabra (“...’polémica’ se emparenta con ‘polemos’, la guerra, y por eso detesto la palabra”) no debió impedirle advertir que en mi nota “Exilio y literatura” (El Ornitorrinco, N° 7) se ponían en discusión algunas cuestiones: 1) el rol que debe o no corresponderle a un escritor bajo un régimen militar como el que actualmente gobierna la Argentina; 2) si, en términos de eficacia, pesa más el cómodo ejercicio de la libertad en el autoexilio o el ejercicio riesgoso de una libertad restringida en el medio que se pretende modificar; 3) el alcance de las expresiones “exilio” y “exilio cultural”. Yo basaba mi nota en algunas opiniones suyas de “América latina: exilio y literatura” (Eco, N° 205), con las que no coincidía y que citaba rigurosamente. Si a su vez usted hubiera discutido mi texto nos habríamos aproximado un poco más a la verdad. En eso reside la virtud de las polémicas; nadie las gana o las pierde, ni matan a nadie, como ocurre con las guerras: permiten conocer una opinión y sus objeciones. No se trataba de romper sillas (“...para que los lectores se relaman las fauces anticipando sillas rotas, tirones de camiseta y otras demostraciones propias de intelectuales ansiosos de verdad”). “Romper sillas”, “darse tirones de camiseta” son expresiones que aluden más a la sensibilidad futbolística que a la confrontación de ideas entre escritores que disienten entre ellos. Tampoco se trataba de responderle a una cordial interlocutora imaginaria, como usted en definitiva lo hizo. Vale decir: usted eludió la discusión. En su “Carta a una escritora argentina” no hay una sola cita ni una sola síntesis rigurosa de mis palabras; tampoco, el menor indicio de que las haya leído con atención. En cambio, su retórica sugiere una misteriosa polemista que escribe movida por sentimientos personales (“...te alegrás de que yo haya tomado partido...”, “...te molesta que yo haya explicado con cierto detalle...”, “...parecés creer que he buscado sumarme ahora...”); una polemista bastante original ya que, en términos generales, está de acuerdo

Premeditadamente eludo el tuteo en mi respuesta. Por razones cronológicas resulta natural que Cortázar utilice este tratamiento para dirigirse a mí. La recíproca, en cambio, conferirá a mi texto un tono algo ajeno al carácter que pretendo darle a mi respuesta. Ésta no es una carta personal: es un texto en el que se discute, no sólo con Cortázar, cuál debe ser la militancia de un escritor en el país que eligió como suyo. (Nota que pertenece al texto original). [4]


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con las opiniones que pretende cuestionar (“...se me ocurre que no tenías demasiadas críticas que hacerme...”, “...el hecho de que apruebes mi punto de vista general...”, “... anula casi totalmente tus discrepancias colaterales...”). Pero el caso es que en todo mi artículo no he expresado un solo sentimiento personal, le propongo que los busque atentamente. Es más, recurrir a sentimientos personales cuando se está tratando una cuestión ideológica indica endeblez en los argumentos, o demagogia. Y, además, yo no apruebo su punto de vista general; al contrario: uno de los asuntos que discuto en particular es el punto de vista de su texto, el que usted haya abordado el problema del exilio considerándose a sí mismo un exiliado.[5] Lo que sí destaqué es la intención general de ese texto. Dos veces: en el cuarto párrafo y en el párrafo final. Concretamente escribí: “Su intención general no sólo no es imputable sino que puede considerarse generosa (...) propone la no utilización del exilio como disvalor, sino como conversión lúcida en su acción positiva, en un estímulo creador”. Y en el párrafo final: “Y a nosotros, acá, nos toca hacer aquello que Cortázar, ahora sí con toda su lucidez de escritor, recomienda a los latinoamericanos residentes en Europa: sumergirnos en nuestra situación y volverla un hecho positivo”. Ahora que tiene esta nueva oportunidad de leerme, tal vez advertirá a qué queda reducida la “tremenda contradicción entre el principio y el final de tu artículo”. Cuidemos los adjetivos, Cortázar. Una contradicción no se vuelve más contradictoria porque se la califique de “tremenda”. Si además esa contradicción no existe, hay derecho a pensar que usted a veces utiliza las palabras como meros ruidos. El hecho, supuesto por usted, de aprobar yo el punto de vista general (yo escribí “intención”) de su artículo anularía casi totalmente las discrepancias colaterales. Esa apreciación suya es puramente subjetiva. Las cuestiones que usted considera “colaterales” —y que constituyen el tema central de mi discusión— son las que atañen a la actitud que, a través de la historia, han venido asumiendo en todos los países los escritores con conciencia nacional: entender que la literatura y el pensamiento cumplen un rol dentro de un proceso muy vasto y complejo, en el que participa todo el pueblo, y que es a los intelectuales a quienes corresponde definir el signo y la gravitación de ese rol, y resistir y oponerse a una “cultura” impuesta por el orden dominante. ¿Estas cuestiones le parecen colaterales? Pero tal vez eso no tendría que sorprendernos. En 1951 a usted le desagradó la realidad del peronismo; no intentó entender esa realidad ni modificarla: simplemente se fue a París. Nadie lo echó, no huyó por motivos

Usted me dice “...si en el artículo que citás se me fue eso de que el exilio ‘sólo se me ha vuelto forzoso en los últimos años’ lamento la patinada involuntaria...”. Ocurre, sin embargo, que en su texto usted hace quince menciones a su condición de exiliado. Dice, entre otras cosas: “Nos han expulsado de nuestra patria...”. Como verá, resulta muy difícil atribuir su autodenominación de exiliado a una “patinada involuntaria”. [5]


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políticos: se fue. Queda muy claro, y usted lo admite, que no era un exiliado, y también queda muy claro que no consideraba la cuestión nacional como asunto suyo. En treinta años, usted sin duda ha modificado su concepción general del mundo: viajó a Cuba, dice haber optado por el socialismo, adhirió a los movimientos de liberación. Pero nunca volvió a la Argentina. Por último, ya hace años, eligió nacionalizarse francés. La historia de lo que usted enfáticamente llama “mi pueblo” seguía sin parecerle asunto suyo. Cierto, sí, una vez volvió: en abril de 1973 visitó nuestro país. En esa oportunidad nos confesó a la gente de El Escarabajo de Oro que no entendía la realidad argentina. Es natural: un país, visto de cerca, es complejo. Desde 1951 hasta 1973 habían pasado muchas cosas: obreros, intelectuales, políticos, estudiantes, habían actuado, habían sido silenciados, habían disentido, habían retrocedido o avanzado, habían ido modificando con sus actos la realidad nacional hasta llevarla a esa situación de abril de 1973 que usted consideró favorable para visitarnos. En esa época se adhirió de hecho al proceso que estaba viviendo la Argentina. Publicó una novela, Libro de Manuel, que de ninguna manera estaba a la altura de sus mejores textos, pero que yo misma defendí como opción (El Escarabajo de Oro, N° 46, 1973). Ese libro no valía por su poder modificador ni como hecho artístico; su valor circunstancial residía en demostrar tácticamente que Julio Cortázar, uno de nuestros mejores narradores actuales y muy leído por la derecha, Cortázar, que empezó publicando en Sur, había roto manifiestamente con la derecha. Ese libro era una adhesión. Y, si me permite definir su conducta, yo diría que en general usted actúa de adherente. Apoya movimientos, se manifiesta partidario, se solidariza. Ése es un rol legítimo, sin duda, y le permite hacer pesar su prestigio. Y sus privilegios. En efecto, le guste a usted o no, su situación es de privilegio: escritor no exiliado, no habitante de un país sometido, difundido internacionalmente y además, ahora, casi francés. No sé del caso de muchos argentinos que se hayan ubicado en una situación tan cómoda para luchar por “su pueblo”. Pero, si usted quiere, admitamos que en eso, en la impune lejanía que usted ha elegido, resida su eficacia. La suya. Lo curioso es que ahora, en virtud del riesgo que otros hombres han corrido por quedarse en su patria, y aun de la muerte de otros hombres, usted convierte su vivir en París en una —la— elección combativa: usted ahora es un escritor con conciencia nacional que ha elegido el mejor camino. El único posible, al parecer. Lo recomienda a los otros escritores argentinos. Escribe: “Simplemente, aquellos que un día decidan decir lo que verdaderamente piensan tendrán que reunirse con nosotros fuera de la patria”. Quiero señalar tres puntos de ese párrafo: 1) El uso de “nosotros”. ¿En qué legión se está enrolando mediante el pronombre “nosotros”? ¿En la de los escritores argentinos que desde hace treinta años viven en París? ¿En la de los escritores argentinos que, ante la deprimente situación nacional, han de-


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cidido vivir más cómodos en el extranjero? ¿En la de los poquísimos escritores argentinos que, profundamente ligados siempre a la realidad nacional, han debido irse por razones políticas concretas? La aclaración sería importante ya que su carta, como usted mismo lo advierte, está destinada a lectores extranjeros, quienes, al no tener referencias, darán a su frase cualquier sentido, o el sutilmente heroico (¡ah, “polemos”!) que desliza su retórica. “Tendrán que reunirse con nosotros” implicaría una orden militar, llegar en pelotón a esa especie de puesto de avanzada de la literatura nacional, puesto en el que usted ya se ubicó irrevocablemente por la gracia del pronombre “nosotros”. Usted ya lo ha elegido; ahora, los valientes tendrán que seguirlo. No es la única vez que usted se ampara en el “nosotros”. En la respuesta que le da a Julio Huasi, y que publicó en parte Reportaje a la cultura (N° 2), dice: “¿Dónde están, quiénes son los verdaderos exiliados? ¿Nosotros, dispersos en el planeta, o todo un pueblo privado de sus mejores artistas y escritores?”. Acá la expresión “nosotros, dispersos en el planeta” confiere a su situación particular un dramatismo que, al aplicarlo a su situación real, resulta un poco cómico. Y no voy a enumerar por ahora a todos los dramaturgos, narradores, poetas, actores, directores de teatro, pintores y músicos que actualmente viven en la Argentina porque la sola expresión que usted utiliza, “los mejores”, dentro de la cual se enrola, es tan megalómana que no necesita ser refutada.[6] En cambio le voy a recordar que “todo el pueblo” siempre ha estado privado de sus mejores artistas y escritores. Y no sólo por la censura. Ésa es una de las razones por las que ciertos escritores decidimos quedarnos: porque es este país nuestro el que queremos cambiar. Esta realidad —un pueblo real que no tiene acceso a la cultura, gente que a veces no tiene para comer, desocupados, desaparecidos por los que nadie responde, hombres a los que echan del trabajo por plegarse a un paro—, todo esto es la realidad nacional. ¿Se puede, a la vez, elegir afrontarla y elegir vivir en París? Quizá. Pero, ¿se debe? 2) La expresión “decir lo que verdaderamente piensan”. Usted escribe: “...aquellos que un día decidan decir lo que verdaderamente piensan tendrán que reunirse con nosotros fuera de la patria”. Y yo le pregunto: ¿a quién se lo van a decir entonces? Cito lo que ya escribí: “’Qué sentido tiene, para un escritor nacional, testimoniar su verdad si no va a ser leída por aquellos, fundamentalmente sus compatriotas, para quienes esa verdad está destinada? La escritura como acto político necesita el receptor adecuado, no es un grito en el vacío ni tiene un valor absoluto: un valor es circunstancial y, por lo tanto, debe estar inmerso en la circunstancia sobre la que pretende actuar”. Su planteo sobre la escritura de sus textos políticos es exactamente el opuesto del que yo propongo: usted desplaza al receptor en beneficio del derecho de Cortázar a decir lo que se le ocurra. Pero decir lo que a uno se le ocurre no es lo mismo que tener lucidez política. Usted escribe: “...yo no tengo por qué escribir así puesto que mis artículos se publican en muchos países y ésa


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es mi manera de dar a conocer lo más ampliamente posible lo que me parece necesario y útil”. Usted se emociona con su libertad. “Yo no tengo por qué escribir así puesto que mis artículos se publican en muchos países.” Lo felicito. Pero ocurre que para algunos intelectuales argentinos “publicar en muchos países” no atemperaría el hecho de “publicar intrascendencias en la Argentina”. Esos intelectuales no ponen el acento en “publicar” sino en “testimoniar la realidad nacional”. No los calma ser difundidos a través del planeta: buscan pesar sobre la circunstancia argentina. Usted podría argumentar con todo derecho que ése no es su propósito. Pero no lo argumenta; elige, al parecer, la ubicuidad: el párrafo que cité (“Yo no tengo por qué escribir así puesto que mis artículos se publican en muchos países...”) termina: “...y confiar en su ingreso, por diversas vías, a su destinataria natural que es la Argentina”. Esa confianza en que sus textos llegarán “por diversas vías” es un proyecto demasiado vago, demasiado fundado en el azar —o en el trabajo y el riesgo de otros—. ¿Se ha preguntado, Cortázar, si sus textos políticos son lo bastante sólidos, si están fundados en un conocimiento de la realidad nacional lo suficientemente profundo como para que valga la pena que alguien aquí se haga cargo de esa “clandestinidad” que usted propone para su difusión? 3) La conducta que usted propone —que los que tengan algo que decir se vayan de la Argentina— es curiosa. La derecha no lo habría expresado mejor. Yo no creo que aquellos que forzosamente han debido irse suscribieran esa frase suya. No creo que un escritor profundamente argentino como Humberto Costantini, al que usted cita, que un escritor con clara conciencia nacional como David Viñas, a quien no cita, les recomendara a todos los escritores de la Argentina que tienen algo que decir lo mismo que usted les recomienda. El exilio es una fatalidad, o una desdicha, no una militancia demoledora. Un escritor, individualmente, puede elegir irse: su obra y sus actos justificarán o no esa elección. Lo que no puede es erigir su decisión personal en programa político; no puede proponer el éxodo en nombre de una presunta combatividad fundada en “decir lo que verdaderamente se piensa”. Decírselo a quién, y para qué, ésos son los interrogantes que debe plantearse todo intelectual lúcido y a partir de las respuestas que se dé decidir si su camino más eficaz es el de marcharse. Proponer el éxodo como “praxis” supone creer que la historia de los pueblos la dirige Dios. Un día pondrá un gobierno a nuestro gusto y todos volveremos gozosos. No, Cortázar. Un país no es un hotel turístico en el que nos quedamos cuando la estadía nos resulta grata, y al que abandonamos cuando la atención no nos satisface. Un país, el sentido de su historia son entrañables cuestiones

Sin entrar por ahora en consideraciones de eficacia política, le recuerdo que en la actualidad viven en la Argentina escritores como Borges o Sabato o Bioy Casares o Mujica Lainez. Este hecho hace que su juicio taxativo sea, por lo menos, discutible. [6]


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que nos conciernen a todos. Los intelectuales, los artistas, tenemos un papel que cumplir; no el más importante, desde luego, ya que siempre es el pueblo el que define un proceso. Pero la función que nos corresponde no la vamos a dejar en manos de otros. Usted tiene demasiada fe en la censura, en el orden establecido. Nadie puede alterar ese orden, de ahí que todo intelectual —usted en particular— bajo la censura sea un exiliado cultural. También es posible invertir el razonamiento; usted necesita llamarse a sí mismo exiliado, de ahí que acepte que la censura es inamovible e inexorable —de no ser así, tendría que buscar los modos de traspasarla, en lugar de condolerse por su condición de exiliado—. Le dejo a usted decidir el orden de las proposiciones. Lo cierto es que escribe: “A mi afirmación de sentirme dolorosamente separado de mi pueblo en el plano cultural, después de prohibiciones inequívocas, contestás que exagero”. Voy a dejar de lado el análisis de las expresiones “dolorosamente” y “mi pueblo”. Y apenas voy a señalar que lo que usted sintetiza “contestás que exagero” es un fragmento de mi texto (pág. 4, col. 1, líneas 46 y ss.) donde, entre otras cosas, hablo de la situación de los pueblos latinoamericanos, de la situación en que han creado siempre los escritores rebeldes en sus países, y donde, para fijar el alcance de lo que podría llamarse “exilio cultural”, hago un paralelo entre el silencio a que fue sometido durante doce años en su propia patria uno de nuestros mayores y mas íntegros escritores, Leopoldo Marechal, y la difusión que, aun residiendo usted en el extranjero, tienen sus textos en la Argentina. Advertirá que la frase “contestás que exagero” traiciona un poco mi pensamiento. Voy a detenerme ahora en la expresión “prohibiciones inequívocas” que explicaría la separación entre usted y “su” pueblo y, por lo tanto, su exilio cultural. Toda prohibición es en sí un hecho absoluto: difícilmente admite un adjetivo como “inequívoca”. En nuestro país, en particular, suele manifestarse sin ninguna sutileza. Nadie necesita agregarle adjetivos para darle dramatismo. Pero además ocurre que, entre tantas obras prohibidas como hay en la Argentina, sus obras no están prohibidas. Como usted mismo afirmó, en el caso de Alguien que anda por ahí un representante del gobierno le sugirió a Editorial Sudamericana que no publicara dos cuentos de ese libro —vale decir que, en última instancia, eso habría sido una autorización equívoca y no una “prohibición inequívoca” y lo cierto es que el libro, completo, figura desde hace tiempo en la lista de best-sellers”—. O sea que, como en el caso de la “tremenda contradicción”, hay derecho a suponer que se está disimulando el uso de un sustantivo —”prohibiciones”— tras el ruido del adjetivo, “inequívocas”. Si la presunta prohibición de su libro le daba derecho a declarar en Colombia que a usted lo habían expulsado de su patria, ahora que el libro se vende en todos los quioscos y librerías, ¿qué va a declarar?: ¿que el gobierno argentino lo ha recibido con los brazos abiertos? Hay otro hecho, más significativo, que invalida su frase “sentirme dolorosamente sep-


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arado de mi pueblo en el plano cultural”. Mucho antes de que Bruguera difundiera Alguien que anda por ahí, la revista Contexto publicó el más explícitamente comprometido de sus cuentos: “Apocalipsis en Solentiname”. Y eso tal vez le recuerde algo que parece olvidar: la cultura de un pueblo no la decretan sus gobiernos. Se abre paso como puede, a pesar de la censura y de la represión. Crea sus propias vías, cuando se le cierran todas las vías. Espero que esto le ayude a “entender mi razonamiento”. Usted dice: “...hay algo que no entiendo en tu razonamiento. Discutís mi noción de ‘exilio cultural’ en el sentido de que la supresión o censura del pensamiento escrito es materia corriente en nuestros países, y una vez más te parece que exagero”. Y luego de este párrafo —tan poco claro, por lo demás, que sólo usted y yo sabemos lo que quiso decir—, me explica con paternal condescendencia eso de “mal de muchos, consuelo de tontos”. Gracias. Pero yo no decía algo tan estúpido como “que en Guatemala o Bolivia lo censuren a Fulanito” (el hallazgo es de su prosa) vuelve menos inquietante la censura en la Argentina. Nada de eso. Textualmente decía: “Arbitrariedades o barbaridades como las que consigna Cortázar constituyen el ámbito en que, salvo épocas excepcionales, han creado y opinado los escritores rebeldes en sus países. Y no es que yo, ahora, defienda la censura (...). Simplemente digo que es ésta, y no otra, la situación de nuestros países, la que pretendemos cambiar también con nuestras palabras. Y que aun bajo estas condiciones, Latinoamérica viene dando una literatura realmente grande, capaz de encontrar un estímulo y un sentido para el acto creador justamente en la hostilidad del medio. Y este trabajo continuo por hacer prevalecer la propia concepción del mundo hace que un intelectual o un artista se sienta culturalmente integrado a su país; de ninguna manera un exiliado cultural”. Como verá, su frase “una vez más te parece que exagero” una vez más ha traicionado mi pensamiento. Usted dice no entenderlo del todo; trataré de iluminarlo con esta pregunta: ¿Desde cuándo un escritor espera que el oficialismo lo autorice a ser parte de la cultura de su pueblo? En situaciones como la que estamos viviendo, el escritor utiliza sus palabras para revertir la muerte cultural que le quieren imponer desde arriba. Se escribe a pesar de la censura y contra la censura. Y ya que las palabras son un riesgo, se aprende a no dilapidarlas, a explotar al máximo sus posibilidades de eficacia. Un ejemplo negativo explicará mejor lo que quiero decir. Usted manifiesta lo que, según su deseo, le esperaba al gobierno argentino; dice con infantil enojo: “Igualito que a Somoza, igualito que a Batista”. Como argumento político, admitirá que no es de los más lúcidos que se hayan expresado en el destierro. No tiene más finalidad que la de dejar inscripta su santa indignación. Supongo que es fácil, y hasta gratificante hacerlo, sobre todo si el riesgo de publicar las palabras que uno pronuncia lo corren otros. Pero acá, cada uno de nosotros corre el riesgo por sus propias palabras, de ahí que, al pronunciarlas, tratemos de que sirvan a una causa concreta, y no a nuestra propia vanidad. Usted me dirá que no


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le exigió a nuestra revista que publicara su carta. Cierto. Y le diría más: usted eligió que su carta no se publicara en la Argentina. Entre el exabrupto ese de Batista y Somoza y la posibilidad de que sus palabras fueran leídas por lectores argentinos, eligió el exabrupto. Usted no parece creer que haya una acción posible en tanto oficialmente no lo autoricen a la acción: revela una fe excesiva en la represión y en la censura. Me pregunta: “¿Qué satisfacción puede tener alguien como vos leyendo un texto mío cuya publicación depende exclusivamente de que no contenga una sola línea que moleste a los dispensadores de la libertad de expresión?”. Coincidirá conmigo en que el término “satisfacción” no es el más afortunado para vincularlo con un texto literario. Un plato de ravioles satisface. La literatura inquieta, o conmueve, o moviliza. Pero dejando esto de lado, ¿qué conclusiones se pueden extraer de ese párrafo? Yo extraería, fundamentalmente, dos. Según usted, ningún texto suyo publicado actualmente en la Argentina merece ser leído por “alguien como yo” —supongo que “alguien como yo” es alguien que piensa que la literatura no es un mero pasatiempo—. Y me pregunto: si sus textos no merecen un lector así, ¿qué lector merecen?, ¿qué lector frívolo supone usted para esos escritos? Y también me pregunto: ¿Es ético que un escritor permita la publicación de un texto suyo si cree que sólo va a admitir una lectura pasatista? Usted me dice: “¿Te has preguntado qué textos (míos) seleccionan esos suplementos?”. Le respondo: ni más ni menos que los que usted ha escrito. Un escritor es responsable de todas las palabras que publica. Si las cree triviales, tiene una solución: no darlas a conocer; sobre todo, no mandárselas a “su” pueblo, y le recuerdo que la valoración negativa que usted hace de los textos que publica en la Argentina es suya, no mía. Pero vamos a la segunda conclusión. Usted dice: “...un texto mío cuya publicación depende exclusivamente de que no contenga una sola línea que moleste a los dispensadores de la libertad de expresión”. Está muy claro que su convencimiento del carácter infalible de la represión y la censura lo lleva a hacer del autoexilio una actitud de combate: la única posible. En otro párrafo dice, refiriéndose a la carta que me dirige: “...preveo que mi respuesta sólo te llegará un día indirectamente y no en los suplementos dominicales de Buenos Aires”. Y yo le pregunto: ¿Desde cuándo la única vía directa de expresión que tiene un escritor son los suplementos dominicales? No, Cortázar, un intelectual no tiene por qué ser tan candoroso; no espera que ningún gobierno le dé permiso para expresar sus ideas, ni que los suplementos dominicales lo inviten a manifestar su pensamiento. Cuando los medios masivos acceden a difundir parte de ese pensamiento, mucho mejor. Pero aun si eso no ocurre, siempre hay modos de ingeniárselas. Y es precisamente en épocas como ésta cuando se hace más necesario crear vías marginales y aprovechar todos los recursos posibles —la sutileza, por ejemplo— a pesar de los decretos oficiales. Es cierto, la censura vuelve nuestra prosa menos explícita; pero también es cierto que la


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realidad hace a nuestras palabras más eficaces. Hoy, en la Argentina, hasta Borges se ha vuelto un escritor político. Qué paradoja: para los argentinos, una declaración de Borges publicada en un diario de acá es mucho más revulsiva que las de usted, publicadas en otros países. Declaraciones, solicitadas, movimientos teatrales, talleres literarios, revistas de literatura, son hechos que usted sin duda ignora. Usted vive en París y, al parecer, confía en los suplementos dominicales. No son buenas maneras de entender la realidad cultural de nuestro país. Pero, ya que sus fuentes de información son tan precarias, podría, al menos, tener el cuidado de no generalizar acerca de lo que pasa en la Argentina. En la repuesta a Huasi que antes cité, usted dice: “Los que han seguido allá (se refiere a los escritores y artistas argentinos que vivimos acá) están obligados a volver a una especie de ‘arte por el arte’”. ¿A qué se refiere concretamente? ¿A la obra de Manauta, de Tejada Gómez, de Blaisten, de Castillo, de Beatriz Guido, de Asís, de Lastra, de Martini Real, de J. J. Hernández, de Marta Lynch, de Manzur, de Piglia, de Fogwill, de Brailovsky, de Rabanal, de Medina, de Ana María Shua, de Gusmán? ¿Al teatro de Cossa, de Dragún, de Halac, de Somigliana, de Pavlovsky, de Aída Bortnik, de Griselda Gambaro, de Viale? ¿A los textos críticos de Beatriz Sarlo, de Pezzoni, de Romano, de Kovadloff, de Sasturain? ¿A la poesía de Juarroz, de Veiravé, de Aguirre, de Alonso, de Boido, de Olga Orozco, de Aulicino, de Pozzi, de Freidemberg, de Irene Gruss, de Genovese? ¿A todos los escritores jóvenes que se están formando en los talleres? ¿A los cuarenta y dos autores y directores y a los doscientos actores de Teatro Abierto? ¿A la pintura de Berni, de Alonso? ¿Cuáles obras de cuáles autores serían consideradas por usted “arte por el arte”? Y a ver si acabamos de entender su severo criterio estético: ¿Dónde ubicaría cada una de sus propias obras? Último round; Sesenta y dos, modelo para armar; Un tal Lucas; cuentos como “La banda”, o “La barca o nueva visita a Venecia”; ¿cómo los calificaría ¿arte comprometido, frivolidad, arte por el arte, mala literatura? No, Cortázar, lo más probable es que cuando se juzgue históricamente la literatura de esta época, se advierta justamente nuestra ruptura con el “arte por el arte”. Para no hablar de que quienes hemos vivido desde dentro este proceso argentino estamos en mejores condiciones que usted de crear una literatura de testimonio. Y algo más. Usted me dice: “En cuanto a que consideres exagerada mi afirmación de que salir de la Argentina me sería más difícil que entrar, lamento que hayas pasado por alto la fecha en que se publicó esa afirmación, a fines del 78...”. Y me explica, desde París, lo que ocurría entonces en la Argentina. Lamento que usted haya pasado por alto, Cortázar, que a fines del 78 yo estaba en la Argentina. Me privo de conmoverlo contándole por qué mi situación era menos confortable de lo que podría haber sido la suya acá. No importa demasiado. Esa inconfortabilidad es la que la mayoría de nosotros eligió. Muchos estamos para la resistencia. Otros ya vendrán para los festejos.




Me interesa la realidad, el delirio tambiĂŠn.


Alberto

Desde el umbral del edificio se escucha el timbre quejándose en un departamento de la calle San José de Calazans; nadie responde. En el oscuro pasillo se recorta la figura de un hombre alto y de caminar templado. Alberto Laiseca nació en los suburbios de Rosario, en 1941, pero se crió en la exigua localidad cordobesa de Camilo Aldao. Realizó diferentes oficios golondrina que lo pasearon por distintas provincias del Norte.

Laiseca

po r V í ct o r Ma l u m i á n


Las cuatro Torres de Babel | 2004

El Artista | 2010

Cuentos Completos | 2011

Manual Sadomasoporno (Ex Tractat) | 2011

Beber en rojo (Drácula) | 2012

iluSORIAS | 2013

Por favor ¡plágienme! | 1991

El jardín de las máquinas parlantes | 1993

Los sorias 1998

El gusano máximo de la vida misma | 1999

Las aventuras del profesor Eusebio Filigranati | 2003

Sí, soy mala poeta pero... | 2003

Su turno para morir | 1976

Matando enanos a garrotazos | 1982

Aventuras de un novelista atonal | 1982

Poemas chinos | 1987

La hija de Kheops | 1989

La mujer en la muralla | 1990

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M

ientras elaboraba sus textos dedicó seis años de su vida como empleado telefónico y durante otros diez fue corrector de pruebas en el diario La Razón. Lai, como le dicen Ricardo Piglia y el resto de sus amigos, se muestra tan alto como afable. Sus enormes bigotes se descorren como un telón antiguo revelando una sonrisa exagerada y unos dientes afectados por el cigarrillo. Abre la puerta de su casa e inmediatamente percibimos algo diferente: sus tres gatos, Greta, Lenin y Chop salen a nuestro encuentro como si fueran perros que están obligados a recibirnos, en cambio, su perro se mantiene distante y enigmático. Sus dedos son largos y amarillentos; siempre sostienen un cigarrillo encendido. Intentó estudiar ingeniería, pero abandonó y se volvió un autodidacta, desde la física cuántica y la economía, hasta la astrología y la historia de los Sumerios. Se proclama pagano y politeísta. El cenicero está abarrotado de cigarrillos y una infaltable botella de cerveza descansa vacía sobre el escritorio. ¿Cómo es el proceso creativo? Bueno, ese es uno de los grandes misterios. Él único que pretendió haberlo revelado fue Edgar Allan Poe y estaba muy equivocado, cuando dijo que había hecho todo “El Cuervo” de una manera cerebral —respira profundamente y luego califica— es un delirio. Nadie le creyó, yo tampoco. El proceso creativo es una cosa muy extraña, muy misteriosa, en la medida que uno intenta detectarlo, ahí se jode todo. No se puede seguir un proceso determinado. En realidad, uno no sabe de donde le vienen las ideas, de las cosas que uno ha vivido, de las desesperaciones, de la cultura que tiene, de los deseos sobre todo. Pero si vos me preguntas por un proceso definido, no. No hay. No existe. Escribo mejor de noche, soy lo que los astrólogos llaman un hombre lunar. Cuando sale nuestra madre, la Luna, nos da mucha fuerza, pero eso tiene su precio: el cuerpo apela a una energía extra que se gasta y uno se cansa demasiado, por lo que trato de escribir de día. La gorda Dorys no cree en la teoría del «Big Bang». ¿Cómo se filtra su pensamiento en ese personaje?


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Ah si, yo tampoco creo en eso. Claro que me identifico mucho con la gorda y ahora que estoy panzón más -se mira la panza, ríe cómplice y continúa- cuando lo escribí era flaco, pero ahora que estoy panzón me siento completamente identificado. Yo creo que es una de esas ideas de tipo totalitario que están muy de moda y sobretodo en boga, pienso que la creación es otra cosa, la creación del universo es muy distinta de la que nos imaginamos. Pienso que son fuerzas descentralizadas. Hay muchas ideas totalitarias que intentan dar un orden comprensible a las cosas, por ejemplo la unificación de la física, las cuatro fuerzas, el electromagnetismo, fuerzas fuertes y débiles y por supuesto la gravitación. Yo no creo que se puedan unir, son fuerzas colaborantes pero descentralizadas. Lo mismo que su origen, no es único, a tal hora, a tal día a tal fecha, ¡tac! Empezó todo. No creo en nada de eso. ¿Cuándo relee sus libros reconoce la influencia de algún escritor en particular? Pues mi querido amigo quién no ha sido influido, todos cargamos una enorme deuda, todos. Qué sé yo qué le debo a Oscar Wilde, por ejemplo, al propio Poe, Edgar Allan, ¿no? Una mujer que me formó mucho a mí es una escritora norteamericana que acá ni se la conoce, se llama Ayn Rand, escribió “El Manantial, «La Rebelión de Atlas», «Lo que vivimos», esa mujer pienso que estaba muy equivocada en muchas cosas pero a mí que me importa. Las cosas buenas y positivas que me dio, esas me las dio. Esa mujer me dio la fuerza de vivir a mí. En relación a esto que conversábamos de cómo se transforman los personajes en el “alter ego» del autor, en el «gusano máximo de la vida» describe una infancia aterradora ¿Cuánto tiene que ver con la suya?. Si, mucho, Yo siempre que hablo de la infancia tomo cosas verdaderas de mi vida, eso seguro. Y si, tuve una infancia bastante totalitaria, yo siempre digo que viví en la Unión Soviética. Mi padre era Jhosep Visainovich Vlasvili Stalin, lógicamente el único refugio que yo tenía era la imaginación, era el único lugar donde era libre, después era un soldadito del consumo. Tenía que cumplir órdenes absurdas, órdenes contradictorias, castigos absurdos. No quiero hablar de eso ya bastante he hablado en mis novelas —ríe con ganas—. ¿Cómo se le explica el «realismo delirante» a un lector que todavía no ha pasado por las armas de Laiseca? Mire, a mí me interesa mucho la realidad, nunca la pierdo

de vista. Uso el delirio, en primer lugar como arma, como un proceso para ganar tiempo. Si escribimos una cosa lineal también se puede decir lo que uno piensa pero ahorra tiempo el delirio, las distorsiones de la realidad y las exageraciones. Uno lo que hace es que a la realidad se la pueda ver con un fuerte foco, como con una lupa, entonces lo mío es delirio pero no solo, sino delirio delirante. Yo siempre suelo citar el caso de Raymond Russel que me gusta mucho, pero no es lo que yo haría. Por ejemplo, «Impresiones de África» de este mismo autor, es simplemente delicioso. Esas máquinas absurdas que fabrica pero, posiblemente, debajo vemos un gran nihilismo por parte de Russel. Aclaro, yo no soy nihilista. Entonces me interesa la realidad, el delirio también. Fabrico máquinas absurdas y procedimientos absurdos pero sin nihilismo y con un profundo respeto por la realidad. ¿Cómo fue la preparación para escribir «Los Soria»? Tenemos entendido que tuvo que asesorarse en cuanto cuestiones de suministros, tácticas y fabricaciones militares. Ah, si. Empecé con la industria pesada y luego continué con las ciencias militares. Todavía tengo los libros de los oficiales retirados que compré en las librerías de viejo. Seguramente cuando un oficial se moría la familia que no le interesaba esos textos los vendía ahí por la avenida de Mayo. Por otra parte también leí íntegra la obra de Von Clausevitz de la guerra, pero no los leía como quién lee al pato Donald. Era una lectura como si yo fuera a entrar a la milicia, como si fuera un oficial; sino, no tiene seriedad el escrito. Ve, ahí está, Los Soria es una novela muy delirante, con máquinas rarísimas y sin embargo ya ve como he respetado la realidad, porque las batallas están escritas desde el punto de vista militar, no hay cosas hechas al pedo dentro de la batalla. Pienso que un militar no tendría nada para decir, por que he estudiado mucho. No sólo eso, la adquisición de metales también ha sido estudiada. ¿Recuerda alguna anécdota que en su momento lo incomodó y ahora le causa gracia? No recuerdo, y si algo me incomodó me sigue incomodando ahora, en ese sentido no cambio. Cada tanto uno se encuentra con algún loco. Recuerdo que hace mucho estábamos presentando con Ricardo Piglia uno de mis libros, y un loco empezó a los gritos a decirme cualquier cosa, de muy mal modo, sabe Ud. la gente lo echó a patadas. Me incomodó y supongo que también a Ricardo.


uno no sabe de donde le de las cosas que uno ha vivido, de las desesperaciones, de la cultura que tiene, de los deseos sobre todo.

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¿Recuerda sus primeras publicaciones? Si, claro. Tamara Camense me dijo «Mirá Lai a mi me gusta mucho lo que vos escribís, te voy a presentar a dos personas al Gordo Soriano y a Tomás Eloy Martínez» que por aquel entonces ambos trabajaban en el viejo diario La Opinión de Timerman que quedaba en el micro centro. Tanto Soriano como Tomás Eloy Martínez gustaron mucho de mis cosas. Martínez me publicó fragmentitos de algunas cosas. Y Soriano directamente mi novela. A su turno la llevó a Corregidor. Con el espaldarazo del gordo me la publicaron. Así fue como empezó la cosa. En la novela «La mujer en la muralla» se observa que el Estado Chino se deshumaniza paulatinamente, sucede lo contrario en «Los Soria» ¿por qué esa inversión? Bueno, al Monitor lo inventé yo, es un personaje mío y a mí lo que me interesa es que la gente se humanice no se deshumanice. En cambio, el caso del Emperador Chino es la historia verdadera de él. Era un buen chico, hasta que se enteró que su madre cogía con su preceptor; y se rayó. De ahí empezó a ser cada vez más duro y más hijo de puta. El gusano también empezó siendo un hijo de puta y después se humaniza. Esas cosas tan humanas que tiene de ayudar al loco de la cripta… hay que ayudar a los demás también, ¿no? Esto se relaciona con la construcción de la pirámide y los gastos que le representan al Faraón que toma una decisión radical con su hija. Todo cuesta, aquellos que construyeron las pirámides no eran esclavos como se dice por ahí. Las cosas habían que pagarlas, la mano se pagaba, no era esclava. Entonces decide prostituir a su hija para aumentar la recaudación. En las primeras dinastías egipcias casi no había esclavos en Egipto, si había eran muy pocos. Egipto se inundó de esclavos a partir de Tudmosis III, que era un rey guerrero. Pero hasta la quinta dinastía eran todos faraones constructores. Entonces ¿de donde voy a sacar esclavos? Tengo que invadir a otros países para conseguirlos. Se pueden comprar algunos pero son muy caros; es mucho más barato si voy al país vecino y traigo parte de la población como esclavos, es más sencillo.

¿Por qué para entender a los egipcios hay que volverse politeísta? Yo soy pagano, no soy monoteísta. Creo en los dioses grecorromanos, los afro-americanos y algunos dioses escandinavos. ¿Cómo surge la idea de inmiscuirse en el mundo televisivo? Se le ocurrió a Gastón Luprat que hace mucho que es amigo mío y a Marcelo Khoen. Me vinieron a ver, antes yo vivía en San Telmo, y me dijeron “mirá Lai quisiéramos hacer una prueba porque nosotros pensamos que vos podes contar bien cuentos”. Como acepté trajeron cámaras. Le aclaro, la idea fue de él. Entonces yo conté “La pata del mono” de W. Jacobson y salió muy lindo. Lo llevaron a I-Sat y así empezó todo. Llega un momento que el abanico de cuentos se termina y comienza un trabajo investigativo. ¿Cree que en la Argentina el reconocimiento a los escritores les llega un poco tarde? Si, claro que llega tarde y nunca va a ser tanto como uno necesitaría, lo cual es peligroso para la obra. Yo se que mientras siga vivo, mas o menos me van a seguir dando pelota. El problema es cuando me muera si no he conseguido ser traducido va a ser peligroso para mi obra. Se murió Laiseca y veinte años más tarde escuchás “Laiseca, nunca oí hablar de él” y sino te nombran una sala Alberto Laiseca. Mi obra no gana nada con eso. Yo lo que quiero es que mi obra quede. La imaginación es lo más importante, porque la forma de escribir se puede corregir con lectura pero la originalidad no es algo que se encuentre por ahí. Esa es una forma de volverse inmortal. Si, la única forma de hacerlo, mucho me temo. Por último, ¿qué consejo daría a los que se inician en la escritura? Lo primero por lo que hay que preocuparse es por desarrollar una obra, un estilo propio y todas esas cosas. Hay un libro de Stephen King que se llama Mientras escribo es una especie de mezcla de consejos literarios y autobiografía. Me sorprendió mucho ese libro que es muy bueno porque dice dos de las tres cosas que siempre dije: no hay una isla secreta de las ideas, la única solución para escribir, para ser un escritor es leer más y escribir más. Eso es exactamente lo que yo había dicho siempre. Lo único que no dijo es esta tercera cosa, vivir más. //


En 1949 Julio Cortázar escribe Divertimento (Alfaguara), que es publicado recién en 1986, dos años después de la muerte del escritor. Esta novela, reúne a distintos personajes en torno a la bohemia y el cruce entre la literatura, la plástica y la música. La historia es narrada por Insecto, -una especie de alter ego de Julio Cortázar-, amigo del pintor surrealista Renato Lozano y su hermana Susana y también amigo de los Vigil, Jorge y Marta, una extraña pareja de hermanos, mientras Jorge declama poemas que se le ocurren en el momento, Carmen los debe transcribir a la brevedad para que queden registrados. También están las hermanas Dinar, Laura y Moña, que enredadas en un ovillo son las últimas en hacerse parte de este singular grupo. Todos ellos se juntan en el Vive como puedas, un lugar de reunión en el que hablan de pintura, poesía y música, el centro de operaciones de esta bohemia bonaerense que preanuncia el célebre Club de la Serpiente de Rayuela. Uno de los misterios principales en Divertimento es la necesidad de descubrir un “algo” en la pintura que realiza Renato en ese momento, un algo desconocido e intrigante, una especie de premonición del futuro que no permite a Renato pintar tranquilo y que se convierte en el gran tema de discusión en el Vive como Puedas. Es así, como los personajes concluyen que necesitan la ayuda de Narciso, un mago o un charlatán, quien en una sesión de espiritismo convoca a un fantasma para que les entregue la clave que necesitan para que Renato pueda terminar la pintura. El cruce

JULIO CORTÁZAR | ALFAGUARA, 2013

Divertimento

LDescartes dice algo muy interesante en el “Discurso del Método”. Estamos gobernados por nuestros deseos y por nuestros maestros, que a menudo son contrarios unos a otros y tal vez, ni los unos ni los otros nos aconsejan siempre lo mejor.

PERLA SUEZ | EDHASA, 2012

Humo Rojo

entre pintura y literatura recorre toda la novela, con reflexiones profundas y entretenidas como la importancia del título en un cuadro “Si hay algo que un cuadro no aguanta bien es el título. Fijate que termina siendo una especie de marco mental para la gente, mucho más durable y peligroso que el de madera”. Cortázar profundiza en la vida bohemia de Buenos Aires escribiendo esta novela poco tiempo antes de irse a vivir a París, el mundo intelectual, las referencias culturales exquisitas de los juegos de palabras y discusiones de los personajes, y el lenguaje melancólico y armónico de la narración. Podemos identificar en Divertimento algunos elementos recurrentes de la pluma de Cortázar, como lo es la adelfogamia, presente en el círculo de amigos de Insecto, estas parejas de hermanos en extremo dependientes como las que vimos anteriormente en Casa Tomada y Los Reyes y también la discusión bohemia e intelectual como la que encontramos en Rayuela, sin dejar de mencionar el absurdo y la ironía, ejes fundamentales en toda su bibliografía.

Acá se abre la primera llave. Hay una escena en la novela de Peter Cameron llamada “Algún día este dolor te será útil”, más o menos así: el protagonista, un joven de 18 años, yendo hacia la casa de su abuela, se cruza con unos mexicanos que trabajan cortando el césped. Un chico que está en ese grupo de más o menos la misma edad, lo saluda con la mano y le sonríe; él piensa: “es como si su vida fuera una pirámide, un iceberg, y yo solo viese la punta, la minúscula punta, pero el resto se extiende por debajo, más y más, toda su vida bajo de él, dentro de él, todo lo que había sucedido, todo acumulándose para converger en un momento, en el instante en que me sonrió”. Acá se abre la segunda llave. Dos hermanos, el padre y la madre. Desde ahí, se ramifica el árbol familiar hacia adelante y hacia atrás en el tiempo. La historia transcurre en Los Arribos, y desde las primeras páginas sabemos que algo sucedió entre los hermanos. No sabemos qué es. Ahí, la primera punta del primer Iceberg del libro. Perla Suez comienza entonces a dar pasos hacia atrás en el tiempo de la narración, viajando al pasado de Whilhelm (padre de Oskar y Thomas), para entrever los porqué de sus maltratos a Ute, su mujer, y a Oskar. Una mezcla inteligente, real, sutil, con un tra-

bajo literario sólido, para ir conectando algunos pasados a varios futuros, unidos a los elementos ajenos que naturalmente influyen en la vida (corrupción, miseria, ambiciones, envidias). Los tiempos de la narración, como dije, más los tiempos verbales, van girando y se van alternando con una tercera y primera persona. El conflicto central es la pelea entre los dos hermanos. Cuando Thomas bebe el aguardiente y le echa la culpa a Oskar, se produce el quiebre de la relación. Pero sospecho que Thomas hasta ese momento lo quería al hermano, y sabe dios porqué, aprovecha, más allá de estar borracho, la situación. Porque luego no vuelve, con la sobriedad, a ser el de antes. Y luego, impecablemente trazado por la autora, se va construyendo a sí mismo como “empresario”, hasta la desgraciada muerte de Ungar. Y a propósito de ese quiebre, Oskar dice o el relator dice que está convencido de que Thomas fingía honestidad como un delincuente. “Por primera vez sintió que conocía a su hermano tal cual era”. La novela está llena de oraciones demoledoramente claras, precisas, con lenguaje austero, como cuando Oskar regresa a la casa y está Greta –su mujer- somnolienta por la medicación, y él le pregunta si no quiere que le haga una sopa, y ella asiente desganada. Entonces, “Él la mira y piensa que sin ella no va a ninguna parte”.

| re s e ña s


La casa del amor es una visión de Anaïs Nin acerca del amor. Un sueño empapado de aquello que nos da pudor pensar, desear y tal vez, ser. De una manera muy rara, Nin, describe tres, o quizás más situaciones en las que enseña distintos modos incestuosos de amar. Como si hubiese pensado en una estrategia de redacción, la autora, no deja muy en claro cuáles son las partes de la novela, salvo aquello que comprende el propósito del libro: el incesto. Comienza con un sueño del que parece no despertar en toda la historia. Y una oración es esencial para entenderla -a Nin, a Sabina, a Jeanne, a la bailarina- : Mi primera visión de la tierra fue de agua secreta. La tierra es de agua; éste amor es una pavesa desconocida que arde en el estómago fulminantemente. Anaïs Nin es una perfecta traductora del mundo real al universo de la metáfora. Es dulce, femenina y sincera; ninguna palabra es cruel. Las situaciones de su realidad pasan a través del pensamiento y se transforman en imágenes que podría decirse han sido experimentadas. Prácticamente no hay inventos; todo el relato ha sucedido en algún tiempo en una casa con mil habitaciones, bajo el mar, entre colores y perfumes sexuales. Por lo que dejan ver los personajes de la novela, algo de narcisismo se encuentra en una relación incestuosa. Un párrafo tan breve como puede ser aquel que es una simple oración -tan simple como compleja- revela: Cuando te vi, Sabina, elegí mi cuerpo. Una mujer huele a todo su cuerpo que gotea en la boca de su hermano; el amor es un organismo que desea a otro organismo, no importa quién sea quién; a quién le importa esta forma de entregarse si es un placer que será

ANAÏS NIN | LABREU, 2011

Una espía en la casa del amor

La fluidez y la elocuencia con que un texto, o un autor, dialogan con el resto de la literatura lo da el paso del tiempo. Y, así como hay autores que enuncian su canon en artículos periodísticos más o menos olvidables, hay otros que lo hacen visible de otra manera, mucho más cabal: en su propia literatura. En ese sentido, es doblemente expresivo leer así la obra cuentística de un autor: reunida en un volumen, y ordenada cronológicamente desde el principio: no sólo permite ver su evolución o desarrollo sino también su sistema de lecturas, influencias y homenajes. Abelardo Castillo arrastra desde hace tiempo el estigma de ser algo así como "el" escritor de los '60. La renovación de la literatura argentina que supuso esa generación suele resumirse y trivializarse en pocas palabras . En cambio se da como obvio algo que no lo era en absoluto hasta entonces: a principios de los '60 empezó a leerse a Borges no en contra de sino en paralelo a autores como Arlt, Marechal o Cortázar. Desde entonces, la literatura argentina pudo integrar con naturalidad dentro de un sistema de lecturas lo que hasta entonces era una dicotomía insalvable. Mientras Cortázar disimulaba a través de

ABELARDO CASTILLO | ALFAGUARA, 2012

Los mundos reales

eternamente sepultado. Todo el libro sabe a inconcluso porque estos amores son prohibidos y pudorosos. Cierta voz parece susurrar un triste poema: lo que deseo va más allá de lo que soy capaz de entender acerca del amor.

sus pirotecnias estilísticas que estaba escribiendo siempre el mismo puñado de cuentos, Borges, en cambio, lo hacía enfáticamente explícito (aun cuando no lo fueran). Una y otra modalidad son, en realidad, anverso y reverso de la misma cosa. Después de Borges y Cortázar, no puede no saberse esta lección, y estos Cuentos completos permiten ver por qué Castillo es el cuentista más poderoso de los '60 (sólo Walsh y Briante, en sus mejores cuentos, están a la altura de los mejores de Castillo, pero uno y otro, por diferentes motivos, dejaron una suma de cuentos menor). Los primeros relatos incluidos en este volumen tienen casi cuarenta años y, los últimos menos de cuarenta semanas. Pero Unos y otros funcionan como piezas sucesivas e indispensables en el desarrollo de un universo propio, nítido, original y absolutamente coherente. Desde su primer libro, Castillo parece señalar las coordenadas de su mundo literario; luego vuelve a escribir una y otra vez los mismos relatos, mostrando la evolución de sus obsesiones corno escritor y, por debajo, y en los cambios topográficos y existenciales el territorio donde instala esos cuentos. El primer relato de cada libro parece dar el tono en que va a transcurrir el resto. Así se salta de "La madre de Ernesto" (que inicia Las Otras Puertas, en 1961) a "Capitulo para Laucha" (de Cuentos crueles, 1966). Hay cinco años de distancia, los dos cuentos ocurren en San Pedro pero en el segundo el narrador está de paso, ya vive en Buenos Aires y San Pedro es su pasado, el territorio de su inocencia perdida. En el primero se refiere a uno de los episodios iniciales de esa pérdida; en el segundo rescata un momento

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anterior, desde la certeza de esa pérdida. Entre Cuentos crueles y Las panteras y el templo hay diez años . Entre El cruce del Aqueronte y Las maquinarias de la noche también hay diez años (1982-1992). Pero uno y otro período de silencio tienen características casi opuestas. Dejando de lado lo evidente (lo que ocurrió en el país en esas dos décadas), entre 1966 y 1976 circuló un torrente de hectolitros de alcohol por el organismo de Castillo. Entre 1982 y 1992, en cambio, publicó sus dos novelas: El que tiene sed (1984) y Crónica de un iniciado (1991). El cuento inicial de Las Panteras y el Templo ("Vivir es fácil, el pez está saltando") da cuenta en forma magistral de lo que ocurrió en la escritura de Castillo, en esos diez años, además de alcohol. Lo mismo sucede con el acorde inicial de Las maquinarias de la noche: leer "Carpe diem" después de Crónica de un iniciado es, para usar palabras de Castillo, como la noche de ciertas plazas, cuando la neblina y la humedad enrarecen la luz de los faroles y hacen brillar los bancos de piedra. Ese efecto alcanza su cabal nitidez en otros dos cuentos de ese mismo período: la lacónica revelación de "El hermano mayor" y el perfecto homenaje a Florencio Sánchez en "El tiempo y el río". En su construcción, estos cuentos parecen dialogar más con Chejov y Maupassant que con Borges, Cortázar o Arlt, tal como lo hacían los relatos iniciales de Castillo. La tensión es más subterránea y, a la vez, más cristalina. Varios cuentos comienzan casi de la misma manera: un hombre, sentado frente a otro, da cuenta de una perplejidad, con resignación, con serenidad ecuánime, como si lo que cuenta no hubiese podido ocurrir de otra manera.


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Telescopios invertidos

Po r Ju a n L a x a g u e b o r d e

E

l material con el que trabaja César Aira es el sinsentido razonado. Para él, la historia no tiene fin, empieza cada vez. Y la literatura si para algo sirve es para que algo no sirva para nada, casi un milagro. Su escritura está esmaltada por una capa de preciosismo. Su obra, emperifollada por una marquesina que exclama: “¡qué manera de heredar!”. La fisonomía literaria es la de palabras superpuestas en un corcoveo machacante, como si Duchamp hubiese girado la tómbola del habla humana a más no poder y desparramado el producto en un galpón literario leído por todos. Compone con la mística infinitesimal de la mirada borgeana. Traduce el tarareo pampeano de los jinetes lamborghinianos. Reescribe las esquirlas somnolientas de los versos de Pizarnik. Proyecta el espiral payasesco de Copi. Pero la clave está en que más allá de la tradición tímbrica de su escritura, Aira ha inventado un género que se autoregula. Se pare a sí mismo novela a novela. Es un linaje en cinta de Moebius. Ante los ojos, Moreira, su primera novela publicada. ¿De qué año es este librito flaco? ¿1972, cuando se escribió? ¿1975, cuando se imprimió y el año de edición que el propio libro nos informa? ¿1980, cuando se imprimen las tapas, se confecciona el libro y finalmente se distribuye para la venta? Hasta hay una figuración de esta espera: Aira publicó hace unos años La vida nueva (Ed. Mansalva), una novelita donde impera una estructura que se repite. Es el diálogo entre escritor veinteañero y editor sobre su primera novela; el libro no termina nunca de salir. Hay las promesas del editor, hay la paciencia del autor. Pasan años, décadas, el infinito. Y la espera continua. El editor en la realidad fue Horacio Achaval, bibliófilo, empleado de la editorial Granica que había fundado su pequeña empresa paralela en el arte de la edición independiente. Pero con un laurel ineludible: su participación en el club de patafísica porteño. Esto último le da a la propia anécdota, a la novela y por qué no a toda la narrativa de Aira, el fogonazo necesario para que también pueda entreverarse entre los patafísicos locales. En su primera novela Aira encripta el ecosistema nacional en una pulpería llamada ABC. Ahí suceden los hechos -¿en el lenguaje?-. Como Deleuze en aquella célebre entrevista hecha libro, Aira trenza todo. Dice todo. El relato está sumergido en la abulia pampeana de tantos de sus libros pero sobregrabado de habichuelas, borrachines, putas faroleras, cantineros cancheros, biología de la buena (todo este preciosismo recuerda tanto a Marosa Di Giorgio o César Vallejo, como a los contemporáneos Manuel Alemián o Fernanda Laguna). Está ahí el teatro de Aira

fosforeciendo. El cuerpo de la fábula argentina ligada a la barbarie dispuesto decúbito frontal esperando el remate mortal. Y un coro loco avisando “te están buscando, Moreira”. En ABC todos esperan la sangre del héroe. Con esas letras primarias Aira parece ungir la paleta lingüística que oficiará de baqueana durante su extensa obra; que continúa hasta hoy. No hay moraleja en Moreira, ni en Aira, ni en la literatura así de plena. Su realismo siempre es para criminalizar la mímesis. Para ponerla en evidencia. Hay tantas imágenes en Moreira... “Habla, todo él es un significante que abraza la pampa”: porque para hablar de Juan Moreira, que es un tótem, hay que estar a la altura. Incluirlo todo, creérsela. No morir en el intento de saltearse épocas, ontologías, realidades efectivas, para llegar al hecho que ya olvidado es nebuloso: mítico. En esto Aira siempre ha sido un maestro y su obra es un seminario de técnicas para estar cómodo en las leyendas, desordenarlas pictóricamente a su modo. Payarlas lindo. Hay tantas imágenes en Moreira...“Aunque me calle siempre se está hilando un discurso, una conversación”: porque si de legar se trata, incluso la propia obra narrativa de Aira se va entreheredando en una dialéctica caótica que tiene saltos para adelante, reversas violentas, aceleres. Estas son palabras de uno de los personajes “realistas” de Moreira, pero ciñen un dato clave. Como si la idea de conversación fuese una primera intuición tan potente que bastara para insuflarle largo aliento a ese cosmos identificable que son todos sus libros dispuestos como en un mapa. Hay tantas imágenes en Moreira....“Con ironía suspiró el gaucho judío: su cerebro se había desembarazado de toda sabiduría ready-made”: porque ya aparece el término duchampiano por excelencia que varias décadas después sería el concepto vector para las reflexiones de Graciela Speranza sobre el propio Aira. La propia imagen que citamos incluye también el término “ironía”, que no sólo volverá a aparecer en varias de sus novelas, sino también en la literatura semiológica de Pablo Katchadjian. Otra de las figuras eternas, casi sagradas de cualquier historia de los relatos, la guerra, se asoma en la novela. Esta vez de un modo singular: es entre individuos y no entre ejércitos. Juan Moreira va matando de a uno a los agentes del orden que en turba vienen a detenerlo, pero que, tan ingenuos como humanistas, proponen pelear mano a mano porque Moreira no tiene ejército. Es solo. La guerra aquí es la forma de lo inconciliable, pero a la vez es la batalla épica reducida borgeanamente a un duelo de a dos facón en mano. Moreira es una especie de viejo vizcacha


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artaudiano y barroco al que los gauchos no entienden y que produce una “literatura teórica”. Moreira es la bravura engalanada por atuendos de lujo que refulgen de dorados y plateados. ¿Qué es todo esto? La literatura desconectando mitos truncos para organizar significantes más elocuentes. Moreira es la literatura de Aira ya condenada a graficar el delirio, el viento, la sinrazón de la historia, lo arbitrario del azar y la belleza de la imaginación. Aira se autohereda: cuarenta años después de Moreira escribe Entre los indios (Ed. Mansalva). También hay territorio más infinito que prominente: la pampa. Hay el mismo arroyo de la zona de Sierra de la Ventana: el Pillahuinco. También hay un mito que nos espanta por su frivolidad corrosiva: Lucifer. También hay zoología y botánica espolvoreadas sobre el libro como brillantina. También una teoría de la guerra. También el desenfado de hombres ociosos viviendo la buena vida lejos de la acumulación. De hecho, hay frases que podrían estar en una o en la otra, como piezas trocadas. Algunas: “La estrategia es el único arte liberal; luego está el arte psíquico, que corresponde a la represión”, “Los ñandúes corrían a la par, engalanados con la plumita negra sobre el ojo”, “Porque descubrí que para ejercer una acción eficaz no me bastaba con contemplar desde mi palco privilegiado de espectador (el alma humana) sino que debía participar”. Pero no son equivalencias perfectas. La falla la provee el tiempo, pues sepamos o no cuándo se escribió cuál sabemos que nunca puede haber sido al mismo tiempo. Donde hay un trozo de materia nunca puede haber otro trozo de materia. La posibilidad de hacer del tiempo algo cíclico, anormal, irregular, aleatorio, disfrutable por su presente condenatorio, es lo que abren las lecturas de Aira. Lo demuestra este par de novelas que hemos escogido bajo la idea de “cuarenta años después” o el que sea. Aira no es una máquina, ni un sistema perfecto del que se liberan libros, sino que su artesanía está llena de atonalidades, rítmica, aura formal, pases de magia: la libertad del crear bajo la influencia anímica más pura, muy lejos del supuesto sostén técnico de una mente hiperproductiva y calculadora. No hay que hacer todo lo que se nos ocurre. No toda idea “brillante” es realizable. Probablemente no todas las ocurrencias “geniales” que se incuban en una sobremesa amistosa sean dignas de su realización. El cotidiano “tengo una idea...” tramita inconscientemente algo del orden de la persecución de una recompensa, de una devolución concreta o simbólica de esa idea a través de su concreción. Si escribimos cada ocurrencia el mun-

do perceptivo colapsa. Hay algo de económico en el mundo de las cosas que impide que cualquier imaginación llegue a término. No hay lugar para todas las ideas. Cuando se hace todo se está más cerca del automatismo que de lo prolífico. Cuando las cosas se hacen sólo como reacción apresurada a una idea juvenil y jocosa muchas veces se nota, se le ven los hilos. Es el caso del malogrado experimento de Ariel Idez, La última de César Aira (Ed. Pánico el Pánico). Que es tanto un “homenaje” bonachón, como una inocente interpretación de que se puede escribir como Aira. Pretende el juego, el disparate, lo insólito. Todo lo que está en algunas novelas de Aira. Pero como ya está en las novelas de Aira, se nota la inutilidad del cálculo al tratar de emular. Es falsamente dadaísta el texto de Idez porque es coherente; Aira es incoherente y por eso no es una máquina. Nadie puede escribir como nadie. O mejor: Idez escribe como Idez y comete el error de titular así su novela, logrando más un efectismo de costo nulo que una reflexión vanguardista del vanguardismo de Aira. Por el momento el libro de Idez es un documento, puro absoluto, pura respiración mecánica. Aira escribe novelas bellas que, como dice Adorno, “se mueven contra la pura existencia”, sigue manteniendo su magia formal y no molesta a nadie. Lo que sí hace sin proponérselo es entusiasmar a muchos escritores a encolumnarse como herederos u homenajeadores laureados. La mayoría no lo logran. Porque lo que hacen es producir artefactos sin más. Objetos cerrados que no llegan a ser otra cosa que una cosa. La obra de arte lo es cuando es más que lo que se ve, cuando excede lo que comunica su apariencia. En todo caso, la pretendida destrucción del arte por manos de la vanguardia se realizó a medias, no terminó de fracasar del todo. Quedó un legado vanguardista en muchos artistas. Esto es: no se destruyó el arte como institución autónoma pero éste se vio obligado a convivir creativamente con la memoria vanguardista que lo acecha con resultados desiguales. La crítica a la tradición es necesaria pues produce el lazo. La obra crítica con respecto al pasado no debe pretender una sinonimia tal que lo pulverice. No debe hacer algo “tal cual” como modo de desenmascarar su supuesta artificialidad. Debe situarse críticamente en el arte anterior pero con estéticas nuevas. La tradición nos impulsa pero no necesariamente nos condiciona. A los maestros no hay que negarlos, “matarlos” o imitarlos. Lo que hay que hacer es mantener esa cuerda de aprendices atentos por siempre. Porque no se trata de luchar, se trata de incorporar. La orfandad es imposible.


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A partir de esto último podríamos arriesgar: así como Aira puede rastrearse en una saga polisémica de fuentes literarias y tradiciones a las que se suma con prepotencia noble, con los años vamos notando la incursión al cosmos airano de buenos reemprendedores de muchas de sus credenciales estilísticas. Se va punteando el legado. Es conocida la conferencia en la que el propio Aira reivindica a Pablo Katchadjian, centralmente por sus libritos en torno al canon argentino: el orden alfabético por el que tamizó al Martín Fierro y el engordamiento de El aleph de Borges. Todavía no ha llegado -¿llegará?- la obra que hace años, en su intervención, inquietaba a Aira: El matadero de Echeverria toqueteado por Katchadjian. Pero Katchadjian también escribió sus tres novelas en donde impera una atmósfera que integra renovaciones formales en la literatura argentina novísima, juntadero de imágenes surrealistas con respecto a lo que significa hablar, defensa libertaria de la Libertad, decadentismo significativo, nihilismo limpio. No queda otra que arriesgar, Katchadjian hereda a Aira: 1) aunque este último siga en plena actividad artística, 2) aunque no se lo proponga -justamente por eso-. Los linajes se conforman siempre por fuera de las voluntades de los nombres. A diferencia de una cadena, en las bellas artes de la literatura y el conocimiento, para ser eslabón hay que repetir signos de lo anterior pero pintar como único e irrepetible. Singularizarse, correrse. Lo mismo pasa con Ricardo Strafacce. No queda otra que arriesgar, Strafacce hereda a Aira: 1) aunque lo admire, dicte cursos sobre él, 2) justamente por eso, porque con el piso de sentido que fraguó como lector voraz de Aira (pocos han leído, cómo él, todo lo que escribió el pringlense) pudo dialectizarlo, hacer comedias más realistas, de mayor volumen dramático y probablemente mucho más terrenales o situables; aunque esto último sea una característica que, justamente, le da carácter de autor distinto a Strafacce. Strafacce es mejor comediante que Aira porque aprendió de él. Hay que escribir una teoría de la comedia en la que las novelas de Strafacce sean leídas como lo más refinado del género en la historia literaria argentina. El crisol desopilante de Strafacce posee dosis altas de Aira pero el regusto reflexivo del humor de este último se desarrolla con mayor eficacia en el primero a partir de frases drásticas, diálogos que son guillotinas en el lector. Fotogramas que agarran desvalido al transeúnte de sus novelas. Katchadjian hereda por el vector patafísico de Aira, Strafacce por el grotesco. Si existiese el detallismo como género discursivo Aira sería el referente. Es otra de sus fuentes distinguibles. ¿No es acaso la primera de las Tesis sobre filosofía de la historia de Walter Benjamin una escena propia de Aira? «Es notorio que ha existido, según se dice, un autómata cons-

truido de tal manera que resultaba capaz de replicar a cada jugada de un ajedrecista con otra jugada contraria que le aseguraba ganar la partida. Un muñeco trajeado a la turca, en la boca una pipa de narguile, se sentaba a tablero apoyado sobre una mesa espaciosa. Un sistema de espejos despertaba la ilusión de que esta mesa era transparente por todos sus lados. En realidad se sentaba dentro un enano jorobado que era un maestro en el juego del ajedrez y que guiaba mediante hilos la mano del muñeco. Podemos imaginarnos un equivalente de este aparato en la filosofía. Siempre tendrá que ganar el muñeco que llamamos “materialismo histórico.” Podrá habérselas sin más ni más con cualquiera, si toma a su servicio a la teología que, como es sabido, es hoy pequeña y fea y no debe dejarse ver en modo alguno.» Los territorios airanos son así de cristalinos, pero también así de impúdicos. Como los objetos de papel que empiezan dotando formas elementales y terminan por reproducir la coronación de Napoleón en el cuentito En el café; la sofisticación de un objeto perturbador en El cerebro musical; las pequeñas maquetas a cuerda que el protagonista de La cena encuentra adornando las repisas de la casa de su amigo; “el telescopio invertido, del que procede la miniatura”, como dice en su Copi; etcétera. Para Aira la nimiedad del vivir se dice en la literatura. Lo inútil nos constituye. Estamos poblados de enanos, de fantasmas, de magos, de monstruos inofensivos, de viejas insolentes. Es nuestra propia cabeza la que es gobernada por tantos personajes. Somos uno de esos personajes, a la vez, en la cabeza del otro. Nuestro mundo, si se lo mira bien, es una miniatura de papel glasé hiperrealista. Cualquier movimiento despierta a los demás. César Aira sigue acumulando palabras en los sentidos de sus lectores. Irradia frases que son gritos lanzados contra el murallón de la literatura y se multiplican como ecos. Cada lectura es un mundo que se nos debe permitir. El eco, generalmente, es una herencia impredecible. En Aira la escritura es como un club del truque a cielo abierto en el que existen auto-adquisiciones tanto como incorporaciones borgeanas, tramoyas con Raymond Roussel, usufructos kafkianos, y así siguiendo. A fines del siglo XIX se discutía si la herencia no era una tara para el desarrollo humano de la competencia económica libre. Porque al no ser regulada, garantizaba los aposentos de apellidos celebres por décadas y décadas. Contrariamente, la literatura le debe a la herencia su posibilidad continua de reinvención sin costo. Es gratis notarse influido. No hay cortes en la historia de la relación entre literatura y herencia. Es una sola cosa. Un pastiche sin fueros ni cálculo ni escasez ni acumulación ni excedente. Hay literatura porque hay mediaciones infinitas entre textos, voces, nombres y estéticas. A esas mediaciones le llamamos herencia. //


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Cuando Ignacio conoci贸 a Guido


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Cuando hace casi dos meses se supo que Estela de Carlotto había recuperado a su nieto Guido, la conmoción fue tremenda y la expectativa que generó la conferencia de prensa en la que aparecieron juntos frente al público, tan emocionante como inolvidable. Ahí, la Argentina y el mundo se fueron enterando de que Ignacio Guido Montoya Carlotto tiene 36 años, es pianista, toca en un septeto y lleva grabados varios discos, fue adoptado en Olavarría y en esa ciudad enseña música y dirige una escuela municipal. El próximo miércoles dará un concierto en el marco del Primer Encuentro Nacional Arte por la Paz, en el Espacio Cultural de la Memoria Haroldo Conti, y el 1º de noviembre tocará en el ND/ Teatro. En esta entrevista, Ignacio Guido recuerda su infancia en el campo, habla de su vida actual antes y después de la gran noticia y explica el lugar de privilegio que ocupó la música antes, durante y siempre.

p o r J u a n P a b l o B e r t a zza


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espués de que su abuela le diera la palabra, justo tras los aplausos, apenas antes de chequear el micrófono y largar el iniciático saludo «hola, buenas tardes», Ignacio Guido tuvo un gesto que habría resultado notable —o, al menos, mucho más evidente— si la tremenda emoción de aquella conferencia de prensa, su presentación en sociedad, no lo hubiera acaparado todo. Tomó aliento y respiró hondo durante un eterno instante como quien se dispone a sumergirse bajo el agua. Fue un suspiro que dejó el tiempo en suspenso, tal vez como en esas únicas cinco horas que pasó con su madre, Laura («Cinco horas de milagro en el medio del infierno / sin goteras monocordes ni sabor a Armagedón / sin suplicios ni traslados, sin oscuros simulacros / cinco del azul celeste entre las nubes del horror», según describe la flamante canción de la banda platense La Caverna), un parar la pelota con múltiples significados: afrontar las filtraciones de semejante noticia y disponerse, como él mismo dice, a todo esto —dar una conferencia de prensa— que no es lo realmente importante («lo que importa es el encuentro íntimo») pero que también es importante («porque si no ¿para qué vienen?» como les dijo esa tarde a los periodistas). Y también una forma de abordar el escenario y salir a la cancha y sumergirse en aguas artísticas, en esa condición anfibia de la creación que oscila entre lo público y lo privado, entre la instancia íntima y solitaria del repliegue para comprender lo que ni siquiera se puede nombrar y luego arrojarlo hacia afuera. Respirar hondo significó para él sumergirse definitivamente en ese pasado que (también presente, también futuro, tan círculo) lo alcanza, y en esos libros de Historia en los que (queriéndolo o no) ya sabe que va a entrar («y es un peso que hay que llevar»). En definitiva, en ese gesto que marca el momento de mayor expresividad de toda la conferencia de prensa podría cifrarse el encuentro de Ignacio con Guido. «Claro que me acuerdo de ese momento. Y sí, lo de tomar aire, es cierto, es el mismo gesto que tenés cuando vas a tocar: respirar y hacer lo mejor posible. Yo tengo en claro que esa conferencia fue más importante para los demás que para mí. Igual fue un momento iluminado, todo lo que tenía para decir lo dije ahí y no sé sí lo voy a poder hacer mejor», reflexiona Ignacio Guido Hurban Montoya Carlotto, sentado en un banquito junto al piano donde, entre mate y mate, irá a buscar alguna nota a manera de ejemplo o de apoyo cuando se queda sin palabras, o en los muy escasos momentos en que no hace un chiste o no esboza esa sonrisa que ilumina un día lluvioso. La entrevista transcurre en la Escuela Municipal Hermanos Rossi de la ciudad de Olavarría, a 353 kilómetros de Capital Federal. Ignacio Guido es el director de la escuela y Olavarría es una ciudad que, al parecer, se toma con calma la convulsión por el juicio por los crímenes del centro clandestino de detención Monte Peloni (que comenzó el martes pasado y que tiene como querellante a su tío Remo Carlotto), y por la noticia de la aparición de Guido, desde ahora su personalidad más destacada, al que la estación de micros de Olavarría parece rendirle un involuntario pero poético homenaje con la misteriosa presencia de un piano cerrado con llave, arrumbado en un rincón junto a discos de vinilo de Strauss y Beethoven, en una suerte de living con viajeros y perros que rompe el protocolo de cualquier estación y donde también se apura en dar la hora una especie de reloj cucú sin cucú.


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¿Te preguntabas si iba a aparecer el nieto de Estela? Sí, pensaba mucho en eso. Me acuerdo una vez de que estaba con mi mujer en la cama, con el control en la mano, y le dije: “Mirá vos, pobre mujer, nunca más lo va a encontrar al nieto, quizá se muere sin llegar a verlo” y era yo, te comés el flash de tu vida. Y más loco aún habría sido si antes nos hubiéramos encontrado y sacado una foto. En realidad eso pasó con una chica que trabaja en el área de investigación de Abuelas, esposa del músico Mintcho Garrammone: justo vinieron a dar una clínica acá y en un momento estuvimos todos sentados. Cuando se dio la noticia la jodían diciéndole: “Vos no encontrás una vaca en la cartera porque lo tuviste ahí”. Y después no sabés cómo se puso cuando me vio. La historia es muy increíble. ¿Cuándo comenzaron tus dudas? Los ruidos estuvieron siempre y encontré un par de cosas que me llevaron a sospechar aún más. Quizá sería mejor para mí y para todos tener un momento concreto y poder decirte que a partir de ahí me di cuenta. Pero no, fue mucho más gradual, como una sucesión de nudos. Como el ruido de fondo de esas luces que sólo percibís cuando las apagás y te das cuenta de cuánto te hinchaba las bolas y no sabías, como un nudo que tenés en algún lugar y se abre, son cosas que las venís trayendo: es muy fuerte, evidentemente, lo que traés. No sólo el parecido físico, son los llamados a hacer cosas que no tendrías por qué haberlas hecho: como ser músico, como terminar tocando todos los 24 de marzo en el Día de la Memoria y no saber por qué —yo no soy un militante ni mucho menos—, como escribir «Para la memoria» y sentirla tan propia.

vidas extraordinarias

Con letra y música de Ignacio, «Para la memoria» —la canción en cuestión— tiene una gramática compleja que dice, entre otras cosas: «Cargando en ancas los hombros / vanse quedando los años / no se han cerrado las puertas / ni las heridas de antaño». Ignacio, que desde el momento en que se enteró de que era adoptado va a una psicóloga («es excelente, no creía mucho en eso pero la verdad que está buenísimo») la escribió poco antes de un 24 de marzo, aunque aclara que hacía tiempo la venía rumiando y terminó de salir luego del impacto que le causó la muestra fotográfica Ausencias, de Gustavo Germano. Ignacio, que construye día a día el vínculo con sus dos abuelas —Estela y Hortensia—, con las que habla muy seguido, asegura que “Para la memoria” entró en su disco Musa rea casi por la ventana, como si no tuviera mucho que ver. Como no hubo tiempo para que la cantara nadie, la terminó cantando él. ¿Te habías enterado del libro sobre tu mamá y de la película sobre tu abuela en su momento? Ahora mismo estoy leyendo Laura, porque me lo regaló Maru Ludueña, la autora, hace muy poco: está muy bien escrito y sirve para encontrar más información y entender por qué hicieron lo que hicieron y tomaron esas decisiones. La película la había visto antes, pero por accidente: habíamos ido con mi mujer a ver Elefante blanco en el Festival Lucas Demare y me equivoqué de horario. Ahora me la acercó Nico Gil Lavedra, porque el 2 de octubre, al otro día del concierto, vamos a grabar una especie de escena final en la que yo salgo tocando el piano para cerrar la película, y la verdad que me di cuenta de que no me acordaba demasiado. ¿Qué te provocan los comentarios de los que dicen que todo está armado? Las teorías conspirativas son muy seductoras. Yo, desde mi computadora, soy el único en el mundo que me doy cuenta de algo y no estoy contaminado por la mentira de todos. Me mandaron al Twitter algunos mensajes diciéndome «yo sé que vos sos una mentira». Ellos sabían, ellos sabían todo, a ellos no los iba a engañar... también la insultaban a Cristina. La tapa de Barcelona fue alucinante: «El siniestro plan del Gobierno para restituir nietos cada vez que se pudre todo». ¿Aceptarías un cargo político? No, no, no tengo vocación para eso y no lo sé hacer, capaz que por ahí una elección te la gano, pero ¿qué hago después? Aparte yo lo dije en la conferencia: la actividad musical es también una actividad política. Con Estela fueron invitados a visitar al papa Francisco en el Vaticano. ¿Cómo es tu relación con la fe? Voy a hacer mía una frase muy linda del Negro (Carlos) Aguirre: yo creo en Dios pero aun no sé cómo se llama. Siento en la piel que hay una energía, una religiosidad, una espiritualidad a la cual nos tenemos que acercar, pero no le encuentro nombre todavía. Yo tuve una educación religiosa muy estricta porque


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me crié en la Colonia San Miguel, una comunidad alemana con un catolicismo muy practicante y yo hice todo el tour religioso, desde el bautismo hasta la confirmación, y cuando pude empezar a decidir un poco me alejé de eso. De todas formas, entiendo mi vida como una búsqueda espiritual constante. ¿Cómo elaborás la figura de tus padres biológicos? Porque, en algún punto, para vos nacen y mueren al mismo tiempo. Sí, es un duelo que hay que hacer: conocerlos para hacer el duelo; pero también lo que es muy fuerte es saber que tus viejos eran más chicos que vos, flash total. Es parte de lo que significa esta cosa tan extraña, extraordinaria. Y ahí está la confusión, ¿viste? Porque mi vida ahora es extraordinaria, lo cual no significa que yo sea extraordinario, porque en realidad no existen personas extraordinarias sino vidas extraordinarias. Mi caso es un ejemplo muy claro de eso.

la isla del tesoro

Conocer algo de la vida de Ignacio Guido (saber, por ejemplo, que le gustan mucho las series Breaking Bad, Black Mirror y The Walking Dead, o que siempre ve a Capusotto) implica algo similar a lo que ocurre cuando se vuelve a ver una de esas películas cuyo final sorprendente termina resignificando cada una de las escenas. En la conferencia de prensa, cuando le preguntaron si tenía algún recuerdo de aquellas cinco horas con Laura, dijo rápidamente, y con su característica honestidad, que no. Pero, al mismo tiempo, estableció una inmediata y directa relación entre ese pasado que vuelve y el hecho de dedicarse a la música. Es que es muy fuerte. Siempre había tenido esa pregunta sin respuesta, como una cuenta pendiente: ¿por qué te dedicaste a la música? Más teniendo en cuenta las características de donde vengo. No es para criticar, pero el campo tiene sus particularidades, esa situación rural a la que agradezco porque me dio un paisaje y una tranquilidad que me enseñaron cosas que no hubiera aprendido de otra forma. El paisaje rural tiene una cosa que termina girando sobre sí misma: la gente que está ahí también trabaja y son muy felices porque es su hábitat, de la misma forma que en la ciudad las personas viven contentas casi sin espacio, o por lo menos todos se quejan pero nadie se va. Entonces siempre me hizo ruido esa contradicción: yo crecí en el campo y tomé este rumbo tan particular y ajeno a ese medio ambiente —no sólo por la música sino por el jazz, por vivir a la búsqueda de lo nuevo, de cierta vanguardia, un espíritu de búsqueda constante que no me podía explicar—.

¿Qué aprendiste en el campo? A tener otro contacto con las cosas y conmigo mismo. Yo me crié muy solo pero no lo digo desde un lugar de queja, está buenísimo: la soledad como disparador creativo. Lo veo ahora que tengo edad y que, si bien aún no soy padre, con mi mujer estamos pensando un poco en eso. También porque veo cómo crecen los hijos de mis amigos. Cuando yo me retrotraigo a esa infancia primera me veo inventando todo lo necesario para divertirme, algo que hoy no es común porque la cosa viene más inventada para los chicos, ¿viste? No sólo por internet, antes, inclusive. Los juguetes... yo me fabricaba mis cosas, leía mucho, inventaba mi mundo y veía en esa llanura que había todos los castillos necesarios para que pasaran las aventuras que yo eligiera. ¿Pasabas muchas horas solo? Sí, porque en el campo trabaja el padre y la madre y los chicos tienen algunas actividades pautadas pero después hay un montonazo de tiempo libre, sobre todo en los veranos, cuando no había que ir a la escuela. Dibujaba y leía muchísimo. ¿Te acordás de qué leías? Mirá, me acuerdo de que empecé con esas colecciones amarillas de Robin Hood. Había una biblioteca en la casa de los patrones producto de las mudanzas. Me acerqué a esa biblioteca y empecé a leer sin ningún tipo de condicionamiento, porque me gustaban las tapas. Me leí todos, me gustaba mucho Salgari, hasta que llegue a un libro que me fascinó y es el que más veces leí y voy a leer en mi vida: La isla del tesoro de Stevenson. ¿Y por qué te gustó tanto? La historia es indestructible, es un libro tremendo que hay que recomendar. Está escrito en primera persona, bajo la voz y la mirada de un niño que vive en una posada medio fundida hasta que llega un pirata con un mapa y arranca la historia. Me gusta porque no es nada grandilocuente. Y hay otro libro menos conocido que se llama La vuelta a la isla del tesoro, que lo escribió otro tipo. Lo loco es que primero leí La vuelta... y después, sí, la primera parte, que tiene un final bastante abierto. Entonces llega este otro loco que lo sigue muy bien, es un libro muy poco difundido: yo tengo una copia y lo quise comprar original, pero no lo conseguí. A partir de ahí empecé a leer un montón: leí la Biblia como si fuera una novela porque nadie me había explicado qué era, me aburría un poco, adelantaba y seguía, después me asustaba un poco, viste que cuando vas llegando al final se empieza a pudrir todo..


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43 hace diez mundiales que te estamos buscando

Luego de que en las redes sociales se propusiera un adjetivo para describir el talento de Lionel Messi, la palabra «inmessionante» terminó figurando en el último diccionario Santillana. Quizá sólo un neologismo puede ayudar a describir en todo su esplendor lo que significa la aparición de Guido, que, de hecho, fue celebrada con humor como “el Messi de los nietos”. Además, no bien se supo la noticia, muchos de los mensajes en las redes sociales (que incluyeron los festejos del propio 10 de Barcelona y de Diego Armando Maradona) coincidían en que «éste era el Mundial que había que ganar». Lo cierto es que aquella frase según la cual «la vida es lo que sucede entre Mundial y Mundial» tiene también notables resonancias en el caso de Ignacio Guido: nació en cautiverio poco después de que Argentina saliera campeón de ese Mundial en eterna tela de juicio y terminó de recuperar su identidad poco después de uno de los mundiales más atractivos de los últimos tiempos. ¿Cómo viviste el Mundial de Brasil? Antes del Mundial había mandado la planilla con los datos y poco después se confirmó todo. El Mundial fue terrible, hermoso, se jugó muy lindo en líneas generales y es cierto eso de que los chicos de doce años pudieron ver todos los partidos del campeonato por primera vez. Yo me puse el pack de DirecTV con todas las cámaras y los veía sentado en el sillón como un pajero. En los partidos de Argentina soy muy cabulero: me ponía muy nervioso y empezaba a limpiar, a fregar, como loco. Para mí fue un Mundial increíble y estuvimos ahí, la puta que lo parió. Lo que nos cagó fue que no estuvo Di María y que los delanteros estaban todos rotos. Vos que sos el Messi de los nietos, ¿qué pensás de él? Y, cuando el equipo estaba para atrás, él hizo todo. No es sólo que el tipo haga goles, también es lo que provoca en el rival desde que está en el vestuario, pensando que el petiso le puede pintar la cara en cualquier momento. A mí me parece que le pedimos a Messi que sea Maradona, y después tampoco nos bancamos a Diego: pedimos su irreverencia pero después no la soportamos. Aparte Messi es un genio, el más genio de todos, y poder verlo es como haber sido contemporáneo de Bach y haber ido a esas misas, es un privilegio que se ponga la celeste y blanca, es un chabón que lo único que le importa es jugar al fútbol, nada más que eso. ¿Y de Maradona? A Messi y a Maradona los definen dos cuentos. A Messi lo define “Messi es un perro”, de Hernán Casciari. Está en YouTube. El tipo lo único que quiere es correr la pelota. Y no tiene por qué tener lo otro, es magia pura. Y Maradona es el cuento “Me van a tener que disculpar”, de Sacheri, que habla de lo que significaron sus goles a los ingleses. Ese cuento es terrible, yo no lo puedo leer sin llorar. Hay que perdonarle todo, hay que dejarlo en paz con sus cosas. Como a Messi, que no te puede mirar cuando habla, pero qué te importa. A mí me contaron los chicos de La Garganta

Poderosa que, cuando lo entrevistaron, el pibe respondía todas las preguntas mirando al piso y el único momento en que miró para arriba fue cuando le dieron una pelota para hacer jueguito. Hace poco estuviste en la cancha de River con Estela. ¿Cómo viviste el descenso? Fue tremendo (se tapa la cara con las manos y se queda varios segundos en silencio). Me volví fanático en el 90 y pico, con ese equipo que ganó todo. Después me desenganché y volví a verlo cuando el avión estaba en problemas. Me convencí de que nos íbamos a la B cuando en los partidos de Promoción le hacen una nota a Passarella y dice: «Nosotros no nos podemos ir a la B», como suponiendo que iba a pasar algo externo y mágico. Pero lo peor vino después, cuando jugamos con Boca Unidos, ésa fue tremenda: ese club con ese nombre de mierda. El que nos hizo el gol, en el último minuto, se llama (Cristian) Núñez, Núñez, ¿entendés? Además era tan fanático de River que le puso al hijo Radamel y, como si todo eso fuera poco, al otro día Boca sale campeón invicto. Acá terminó todo, pensé, mientras empezaba a ver con cariño otros deportes. ¿Y vos hacés deportes? Bicicleta, de chico andaba a caballo pero no podía hacer demasiado porque no tenía con quién, igual no cambies de tema. Volvimos, volvimos y yo pensé que iban a pasar catorce mil años hasta que volviéramos a ser campeones y Ramón lo consiguió no sé cómo, y de golpe el equipo ahora está jugando divino. No sabés el otro día que fui al Monumental con Tigre el cagazo que tenía: si llegábamos a perder iba a quedar para toda la vida como mufa, ya me imaginaba los memes con mi carita. Al final ganamos con dos goles de Mora. Te salvaste Me re salvé, una fiesta total. Después, te digo que la abuela tenía más nervios que yo. Ella es de Estudiantes, pero había ido hace unos años a un partido en Italia entre Juventus, que era local, y Roma, porque le hicieron un homenaje de la Juventus. Se fue en medio del partido porque tenía miedo de eso, de quedar como mufa, La Juve iba perdiendo 3 a 1, después empataron.

el pianista

Lo que el fútbol es a Messi, la música es a Ignacio Guido, que antes de ser Guido ya se había hecho un lugar en la música compartiendo grabaciones con artistas como Liliana Herrero, Carlos “Negro” Aguirre o Raly Barrionuevo. Y próximamente habrá dos grandes oportunidades de disfrutar su talento. La primera sucederá el próximo miércoles a las 20.30, nada menos que en el Espacio Cultural de la Memoria Haroldo Conti (ex ESMA), un encuentro íntimo y simbólico teniendo en cuenta las características del lugar (la entrada es gratuita y está sujeta a la capacidad limitada de la sala). El segundo, al que va a poder acceder mayor cantidad de personas, tendrá lugar el sábado 1º de noviembre en el ND/Teatro (Paraguay 918), y las entradas ya están a la venta en www.plateanet.com


| má s

Ignacio Guido dará a conocer el trabajo que viene realizando desde el 2008 con su septeto –Florencia Otero en voz, Valentín Reiners en guitarra, Ingrid Feniger en clarinete, Luz Romero en flauta, Nicolás Hailand en contrabajo, Juan Simón “Colo” Maddio en batería e Ignacio Montoya Carlotto en piano, composición y arreglos–, con muchas canciones de sus discos y también algunas novedades en el repertorio, pero no en su manera de encarar lo que mejor sabe hacer: “La música para mí es un eje determinante. El otro día un compañero me decía: ‘No vamos a cambiar ahora’, cuando en verdad teníamos que cambiar porque nos cagábamos de hambre, pero seguimos haciendo la misma música, no nos vamos a convertir ahora en Agapornis”. Y así como no cuenta con un momento preciso en el que haya advertido que era adoptado, hubo en su vida un momento bisagra en el que descubrió no sólo que iba a ser músico sino que, fueran cuales fueren las dificultades, no iba a hacer ninguna otra cosa: A los nueve o diez años iba con mis viejos adoptivos a unos bailes que se hacían en clubes chiquititos por acá. Una de esas veces fuimos al club Independiente de Colonia San Miguel, donde tocaba en vivo la banda de los hermanos Martel, que se

llamaba Aldaba. Yo no había escuchado nunca música en vivo, una cosa rara, aparte yo accedí tarde a la tele y teníamos radio pero llegaban muy pocas FM, así que descubrí muy tarde todo aquello con lo que hoy los chicos crecen, y flasheé muchísimo con esos tipos tocando en vivo. A partir de ese día nada fue igual. ¿Ese mismo día te decidiste por el piano? Sí, creo que me enganché con el teclado porque esa banda tenía dos. Era una época funesta, con Riki Maravilla sonando por todos lados, pero estos flacos tocaban muy bien: hacían tango, temas de onda melódica, valses, cumbia y milonga, y para mí eran la sinfónica de Londres. Les insistí a mis viejos para tomar clases y finalmente empecé con uno de los tecladistas de esa banda. Me acuerdo de que el primer día me enseñó un par de cosas sobre las notas, su ubicación y yo salí con la sensación de que había entendido todo. Pero no lo que me había explicado: entendí la vida. Mi viejo me compró un piano a pila porque no teníamos luz eléctrica y me re entusiasmé, iba dos veces por semana y tenía que hacer como 15 kilómetros en bici durante los cuales trataba de no distraerme porque tenía que memorizar todo lo aprendido. En la secundaria me encontré con un compañero que tocaba guitarra y él me


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música, no hay otra música y no hay necesidad de cambiar, lo que cambia en todo caso es el público y las condiciones, vamos a tocar en lugares más lindos, con mejor sonido, con más gente y va a replicar más. Cuando toco me siento muy bien y además siento que ésa es la verdad más verdad que tengo hoy. ¿Sos consciente de que pueden ir a ver tus conciertos por razones extramusicales? Cuando tenés en tu espalda una historia tan poderosa está el riesgo de que se termine poniendo por encima de la estética musical. No por la mirada ajena sino por lo que le pasa a uno durante la búsqueda. Quizá la preocupación pasa por no convertirse en esos libros que hablan de temas loables pero están mal escritos. “Mirá cómo habla de la abuela, qué tierno...” Estoy más tranquilo porque el repertorio es lo que yo soy y habla de mí desde un lugar que no tiene nombre ni apellido. Quizá también todo lo termines transformando en música. Es lo que estaba pasando antes y sigue pasando ahora. Lo que me puse a componer es igual que antes, no es que ahora se me iluminó el cielo para que yo me ponga a pedir a gritos nuevas partituras. Cuando uno escribe o crea pasan cosas. Del “Decálogo del buen cuentista” de Horacio Quiroga lo que más me llama la atención es que recomienda no escribir pensando en el lector. A mí ahora eso me resulta difícil porque antes venían a verme cuatro tipos y ahora lo que haga va a rebotar. De todas formas, me cuesta, sí, pero aprendo a resolverlo. ¿Cómo? Toco lo que me gusta. Hago lo mismo de siempre: me divierto como antes. Para mí componer es como jugar a la Play, no hay nada más divertido que eso. Lo que me hace estar tranquilo es que, en algún punto, yo ya sabía: con la música supe quién era antes de saber quién era. //

El Primer Encuentro Nacional Arte por la Paz se

Carlotto, León Gieco y Raúl Porchetto. Participarán,

lanza el martes en el CC Haroldo Conti con Estela de

entre otros, Susú Pecoraro, Adriana Varela, Rep y la

Compañía Nacional de Danza Contemporánea.

incentivó a estudiar, y ahí me empezaron a pasar las primeras cosas de jazz y volé. Supe que no iba a hacer otra cosa y eso que me recibí de maestro mayor de obra con buen promedio. La pasé bien en la secundaria, me hice un grupo de amigos al que sigo viendo: un camarógrafo, un músico y un piloto de avión. La secundaria era industrial y como mi especialización era de noche, no me daban los tiempos y me fui a vivir a Loma Negra, a la casa donde estoy viviendo ahora. ¿Cómo terminás estudiando en el Conservatorio de Avellaneda? En realidad me fui con Esteban, un hermanazo que estuvo en la conferencia de prensa, a vivir a Quilmes y estudiar en Avellaneda. Teníamos 17, 18 años. Eramos dos paisanitos sin experiencia, fue una época de mucho descubrimiento porque, más allá de lo lindo que es vivir acá, Dios atiende en Buenos Aires. Estudié en el Conservatorio Roma, de Avellaneda, hasta el 2001. Tampoco tuve mucha tutela durante esos años, mis viejos estaban para ayudarme pero no venían mucho. Ellos pensaron que iba a seguir algo más en la línea de lo que venía estudiando, pero en ese sentido la década del 90 me ayudó, porque si un ingeniero civil manejaba un remís yo podía hacer lo mismo pero apostando a lo que me gustaba y ahí ellos me recontra bancaron, se pusieron a buscar otro laburo porque siempre es difícil mandar un hijo a Buenos Aires, y la música tiene ese estigma estúpido e irreal del de-qué-vas-a-vivir. ¿Cuándo pudiste comprarte el piano? En el campo había una pianola que estaba hecha bolsa por las inundaciones. Hubo dos, que se llevaron puestas incluso a los pianos. El piano lo compré recién el segundo año que fui a Buenos Aires, en una casa de usados. Yo tuve un profesor muy bueno, Leandro Chiappe, en esta misma escuela de música que antes funcionaba en la calle Necochea (ahora está en Pringles). Hoy es el tecladista de Javier Calamaro y toca fenómeno. El me dice: “Vos andá a Buenos Aires, y yo te doy clases gratis”. Un titán. Me re bancó, llegué a juntar mil dólares, que para mí era una fortuna, y con él encontramos un Rönisch hecho mierda. Pero muy buen piano, como comprar un Mercedes-Benz destruido. Recién lo pude arreglar hace seis años. El piano en la vida de un pianista es un hito, porque es muy caro y te lo comprás una vez. El piano es una decisión. ¿Pensás que todo esto que pasó puede repercutir en tu música? Sí, más vale. Porque aparte esta situación me agarró en un lugar que estaba bastante bueno, a nivel artístico muy estable y cómodo, haciendo lo que quería con quien quería. Y los primeros días, sobre todo, pensé que este cimbronazo podía tener efectos devastadores sobre mi música, hasta que volví a tomar contacto con los ensayos, con los conciertos, proponiendo algún tema y me di cuenta, tocando, siempre tocando, que estaba todo en su orden exacto, que la vida tenía que ser así. De hecho, con los chicos jodemos porque la letra, los textos, todo toma ahora otro significado. Entonces me puse a pensar que puede haber una conexión entre lo que había, lo que hay y lo que va a haber, y me sentí tranquilo. Esta es la


El encargado

Definir a un artista como vanguardista introduce, desde el comienzo, una problemática. Principalmente, porque el concepto de vanguardia puede variar, debido a que existen autores que las reivindican como así también otros que las consideran simplemente pastiches o resignificaciones de creaciones anteriores, en lugar de entenderlas como fenómenos que realmente llevan en sí la originalidad y el atrevimiento que profesan. Con ustedes el Daniel Melero.

Vanguardia, trayectoria y disco

P o r A d r i á n R o ch a


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A

un así, sería deshonesto negar la existencia de vanguardistas, ya que hubo y todavía hay iconoclastas que en su extensa o temprana carrera construyeron un camino autónomo, desafiando los límites impuestos por la cultura. Uno podría pensar en los happenings, en Marta Minujín y el Instituto Di Tella, como ejemplos de vanguardia en la década del sesenta; también en las incursiones de escritores y poetas como Osvaldo Lamborghini o Néstor Perlongher, quienes introdujeron nuevas estéticas literarias en Argentina, por nombrar sólo algunos. Es por eso que el concepto de vanguardia es muy elástico, y puede aplicarse a diferentes creadores que estuvieron situados en diversos espacios del campo cultural, renovando la experiencia estética: desde la literatura hasta el arte pop. Quizás eso que llamamos vanguardia tenga más que ver con una ruptura de orden cultural y espacial, es decir, fragmentada y particular, que con una predisposición de carácter universal, que en abstracto se define para luego aplicarse a las obras o intervenciones. En ese sentido, el mundo del rock y del pop también tuvo importantes iconoclastas, como es el caso de Daniel Melero, quien fue y sigue siendo un artista de vanguardia. ¿Por qué? En primer lugar, porque desde su primer proyecto musical, Los Encargados, introdujo en Argentina un tipo de sonoridad que no existía antes de sus incursiones, desafiando así los cánones de la época en la cual inició su experiencia compositiva. Tal como Umberto Eco entendiera a la relación entre electrónica y vanguardia: “en el caso de la música electrónica, el músico cambia en cada obra los mismos elementos fónicos, es decir, se comporta como un poeta que escribiese una primera poesía en un lenguaje inventado perteneciente a la familia de las lenguas declinables y después escribiera una segunda poesía en un nuevo lenguaje aglutinante, de forma que se viera obligado, para escribirla, a cambiar las mismas convenciones ortográficas e incluso los signos alfabéticos utilizados antes” (Umberto Eco, “La definición del Arte”. Experimentalismo y vanguardia. Pág. 236. Ediciones Martínez Roca). En segundo lugar, porque, como dijera un colega respecto de Supernatural: “Daniel Melero sólo hace un álbum cuando tiene algo para decir”. Melero acaba de lanzar su último trabajo, titulado Disco, editado en conjunto con la Universidad Tres de Febrero. Estuvimos charlando con él acerca de este nuevo proyecto y sobre cuestiones vinculadas a su trayectoria.


| mús i ca

¿Cómo es esto de trabajar con una Universidad? Conociendo tu carrera, uno podría sorprenderse, por tu formación y desarrollo autodidacta; pero al mismo tiempo no tanto, debido a tus vínculos primarios con la música electroacústica, que siempre estuvo más cerca de las aulas que de la calle. Creo que no hay que verlo como algo academicista. Ni a las intenciones de ellos ni a las mías. Nunca me interesó el reino académico, a pesar de tener varias carreras universitarias inconclusas. Me parece que fue producto del tipo de trayectoria que tuve, el hecho de que a ellos les resultara interesante llamarme. Cayó en un momento especial, porque a mis discos primero los hago y después veo qué canal encuentro para sacarlos. No soy un artista que tenga un contrato con una discográfica; hace años que estoy lejos de eso. Por eso asumo mis proyectos como una carga a mis finanzas. Disco significaba para mí un presupuesto altísimo, y sabía que sólo lo recuperaría haciendo shows; y bueno, justo la UNTREF se puso en contacto con nosotros a través de facebook. Yo en ese momento estaba haciendo un álbum con Cutaia, Disritmia. Era una posibilidad hermosa que empezara a trabajar de nuevo con él después de treinta y un años. Pero, de todos modos, el ideal para mí era Disco, porque ya en ese momento el álbum se me estaba organizando; lo veía como una pieza conceptual (y terminó siéndolo). También consideré que sería muy atractivo para una institución como la UNTREF, ya que iba a tener el mismo gesto alegre que llamaran a un tipo que no perteneciera al academicismo. Claro, por eso lo señalaba como una contradicción que en realidad no termina de ser, porque si bien tu trayectoria estuvo apartada del mundo académico, se sirvió de sus conocimientos. Hay una suerte de dialéctica. Es que fue lo más inteligente que se podía hacer. Sí, en efecto, hay una dialéctica muy extraña, y además, si te fijás, la gente suele vincularme al pensamiento de Eno, pero yo pienso en John Cage… Y bueno, más academia que esa, que aparte llegó a la obra silenciosa; el pianista sentado como obra musical, lo cual se transformó también en una muestra de humor, y para mí el humor siempre representó inteligencia. Fue muy lindo. A mí me parece que observar en los créditos del álbum la figura del Rector de la Universidad, es una maravilla (risas).

Señalaste en muchas ocasiones que la elección de los músicos, en tu caso, es casi como empezar a componer. Supongo que es un trabajo minucioso: articular capacidades individuales para trabajar en grupo. ¿Cómo sucedió en el caso de Disco? Yo creo que sé rodearme, y fundamentalmente busco artistas. Te doy un ejemplo: Tomás Barry, quien hace poco inauguró una muestra de fotos, entró en la banda porque era fotógrafo. Yo no sabía que él tocaba; me enteré el mismo día en que le dije que entrara al grupo. Me rodeo de eso, y bueno, además resulta que esas personas tienen una eficiencia altísima como instrumentistas. Pero lo más interesante es que se pueda llegar a elaborar algo en conjunto, y por ese motivo creo en el diálogo. No creo en las revoluciones, creo en el cambio, y entonces continuamente tengo que tener entropía. Por eso en cada actividad que llevamos por nuestra cuenta también estamos involucrados, como con Yuliano, con quien grabaré un disco suyo. Es interesante compartir el riesgo y la composición. Yo sé que soy el hábil declarante de este núcleo, tal como un aglutinador. Después, el arte de tapa, fue realizado por Gabriel Rud, otro miembro de la banda, y para mí era muy importante que estuviera. Él es un artista plástico bastante consagrado; ganó en el Palais de Glace el premio del Fondo Nacional de las Artes. La primera vez que lo gana un artista joven, ya que siempre se lo entregan a gente mucho más grande. Es quien hace nuestros videos desde Supernatural. Hizo la tapa deDisritmia, que es sensacional, y entró al grupo por su pensamiento artístico. Lo mismo que con Tomy. Personas que tenían que estar. Salvo dos de ellos, el resto de los miembros no se conocían cuando los convoqué. Es decir que ahí hubo un acierto, porque es toda una red, ya que al mismo tiempo yo me conocía con todos ellos y sabía que iba a funcionar. Pasa seguido. Con Félix ocurre algo así. Sigue siendo nuestro ingeniero de grabación pero no toca más con nosotros, es David quien toca el bajo ahora, de Índica. Lo mismo con Silvina, quien ahora está muy ocupada con Kellies, su proyecto fuerte, y por eso entró el baterista de Guerra de Almohadas, con quien yo también había trabajado. Está muy conformada la energía, porque hay tres o cuatro que trabajamos siempre, entonces los que se van sumando entran rápidamente en ella. Así se dio con el liderazgo de nuestro baterista a la hora de tocar, que es sensacional, y resulta que es el más nuevo del grupo; y para el tipo de música que queremos realizar, es fundamental, porque la construcción empieza en él.


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No creo en las revoluciones, creo en el cambio, y entonces continuamente tengo que tener entropĂ­a.


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En la banda no existe ofuscamiento, hay mucho sentido del humor, porque hace mucho tiempo que estamos juntos. Con Tomás hace diez años que trabajamos; con Félix tocamos casi once años, y digamos que sigue de algún modo, porque es nuestro ingeniero de sonido. Con Yuliano, intermitentemente, debemos llevar como doce años trabajando. Es un poco como lo explica Steven Johnson en su libroEmergence, nos conectamos por un principio emergente que todavía no pudimos resolver, pero estamos en contacto. Nosotros no sabemos el final de ninguno de los temas, no nos interesa; el final es cuando llega el final, y así con las estrofas, con algunos comienzos, ¿y cómo nos damos cuenta de todo esto? Estamos escuchándonos cuando tocamos. Son muchas las diferencias que hay entre Disco y otros trabajos tuyos, comoConga, Cámara o Travesti. Hay una inclinación más irónica en las letras pero menos espesa o emocional en la música. Sí, yo creo que es mi primer disco alegre (risas). No está cargado de melancolía. Para mí este disco se instaura como Travesti. Será un clásico. Está repleto de ironía, que es algo que a mí nunca me interesó. Para mí la ironía siempre debía darse entre amigos, pero no artísticamente. De todos modos, yo no traté de ser irónico respecto de la música disco. Sí, eso está claro. Me refiero a cómo está funcionando el discurso en algunas composiciones, a cómo se construyen ciertas imágenes. Por ejemplo, una de las canciones se llama “Fin del espacio publicitario”. Sí, eso es ironía (risas). “Club de músicos” también es ironía. Habla de nosotros el club de músicos, de nuestro funcionamiento. Como dice la letra, “nunca se citan, a veces se encuentran”. Son como “El club de la pelea”, juega con eso. Después, cuando fuimos al estudio -que vos ya sabrás que no teníamos ningún tema ni letra-, estábamos en el primer día de grabación y el técnico preguntó: “¿cómo se llama el primer tema?” Tomy dijo: “tanda”, y todo el concepto del disco estaba ahí. Fue impresionante, y a partir de ese momento el nombre de trabajo de “vamos a un corte” fue “tanda”. Lo mismo con otra de las canciones. Esa mañana crucé a comprar unas bebidas a un supermercado chino, y observé que en esos banderines que suelen tener colgados decía: “bienvenidos”, y me encontré con otro hiper-concepto. Esa palabra que todos los días está presente. Me asombra la cantidad de veces que escucho o leo en un mismo día la palabra “bienve-

nidos”. Mirás la tele y todo es “bienvenidos”. Entonces, una vez que esa palabra bajó, se ordenaron los dos temas. Luego vino “Dudas”, que al comienzo se llamaba “duda”, pero después, cuando empecé a escribirla, cambió. En esa canción sí hay algo de la música disco, pero ligado a lo lírico. Porque la música disco tiene muchos temas dramáticos, como “Fiebre de sábado por la noche”, que es un drama constituido por el reino de la frustración y el fracaso de cada sábado en el emporio de una supuesta alegría. Lo mismo sucede con otras canciones, como “She Works Hard For The Money”, que habla de las dificultades de ir a bailar. Al final, el baile era un rito que no te dejaba otra opción que ir. Pero porque antes había otra noción sobre los compromisos. “Dudas” habla justamente sobre lo difícil que ahora resulta cerrar compromisos. Entonces, si te vas a dedicar a estar bailando con las dudas, bueno, no. “Club de músicos” sí existía hace tiempo, lo había grabado yo solo en el 2007, y nunca fue usado en algún disco. Lo grabamos y lo mezclaron Yuliano y Félix en el mismo día. Entramos al estudio a las 11:30 y a las tres de la tarde ya estaba mezclado, y es el mismo que salió. Le vino bien a la canción que así fuera, porque tenía mucho cerebro encima. Y sí, “fin del espacio publicitario” fue en mi casa, a propósito. Recuerda a esa idea de que “esta era es sólo promoción”. Muy vinculada a la dinámica del business-now y del mercado de la cultura, que tienen bastante manoseado al mundo del rock y del pop en general. Bueno, sí. Eso de “esta nueva era es sólo promoción” ocurrió acá, en este bar. Estaba almorzando con Mariano Sónico (Mariano Roger), y me decía: “antes nosotros tocábamos y hacíamos shows, ahora nos ofrecen negocios”; y es así, que tu disco venga en un celular, que ganaste la laptop de oro… Ahora sos laptop de oro, no disco de oro (risas). Entonces me dijo: “antes nosotros hacíamos shows, hacíamos discos, ahora nos traen negocios, y yo no sé hacer negocios, esta era es sólo promoción”, y automáticamente le respondí: “hoy me diste un tema”, y después lo terminé tocando con Babasónicos, de banda, en ese disco. Por otro lado, yo desconfío mucho de “la inspiración”, así tal como una musa. La inspiración para mí es un músculo. Uno tiene que estar haciendo cosas, y así fue con este disco. Hay que ser eficiente y estar trabajando. Lo que pasa es que a veces estamos tan distraídos en lo que creemos que pasa que muchas veces no logramos ver qué es


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lo que podríamos hacer. Es que en un mundo con tanta oferta, en el cual hay un constante bombardeo publicitario, podría volverse un poco difícil orientar algunas cuestiones. Sí, sin dudas. Pero incluso cuando estás escribiendo una canción, cuando estás en ese ejercicio, estás pensando que tiene que salir de vos, y no se te ocurre que te la pueden estar dictando, y a mí me lo dictaron los banderines, por ejemplo. ¿Por qué Tomy dijo “tanda”? Todavía no lo sé, pero si yo hubiera hecho alguna objeción, habríamos perdido esa idea. En ese momento, cualquier decisión de uno servía, y el más rápido lo dijo, y esa rapidez habló también del todo final. Yo siempre que compongo tengo un montón de gente en la cabeza. La gente que me preocupa qué pensará, hay muchas cosas, y bueno, en este caso habían un montón de intersecciones en ese campo de influencias pero que eran traídas a veces por un integrante sin incluso saberlo. ¿Sabés que sobraron canciones? Esto es lo más curioso. Nos sobró un día de grabación, en el cual quedaron temas que conceptualmente no ingresaban. ¿Le prestás atención a lo que está ocurriendo actualmente en el mundo del rock y del pop, tanto a nivel nacional como internacional? No, no tengo la menor idea de quién está vendiendo discos en Estados Unidos. Yo escucho mucho a Chilly González, uno de los mejores compositores en mucho tiempo. Lo tengo en un lugar importante. Es un creador constante. Me sorprende mucho que un tipo con tanta formación —lo digo yo, que no soy academicista— tenga tanto sentido del humor, y que produzca siempre material diferente. Me gustó mucho el disco de Sysiphus.El de Tobacco también, pero porque me gusta Tobacco, y ese video a las tres de la mañana es lo mejor que te puede pasar (risas). De Argentina me gusta mucho Guerra de Almohadas, que es una

banda que tuve la suerte de producir. Hicieron un disco muy bueno conmigo, muy diferente a todos. Siempre tuve la oportunidad de trabajar con gente interesante. El disco que está haciendo Miguel Castro, de Victoria Mil, que ya lo estoy terminando, es espectacular. Me da envidia (risas). En realidad, Victoria Mil ya me gustaba. Tienen muy buenos discos, como Armas por ejemplo, que para mí es un clásico desconocido. Creo que para componer hoy en día es interesante que, en el caso de las letras, no estén tan establecidas las formas. En Disco eso se nota, y es algo que vengo trabajando desde Supernatural. Daniel, te agradecemos que hayas compartido esta entrevista con nosotros. Un gusto haberte tenido acá. Gracias a ustedes. Me encantó la nota. //


Arranquemos sin dar muchas vueltas: Juan Román Diosque es el músico argentino más particular de su generación. No solo por la belleza de sus canciones, sino por los lugares rarísimos en los que esa belleza se origina. Cualquiera que haya leído un par de números de esta revista habrá notado que por acá se suele elogiar a aquellas bandas que intentan crear un universo discursivo propio (si nos habremos peleado para “defender” a los 107 Faunos y El Mató a un Policía Motorizado, por mencionar dos ejemplos de manual), lejos de los lugares comunes, de la solemnidad, de las letras crípticas disfrazadas de poesía, de la música entendida como un ejercicio físico en el que lo único que importa es “tocar bien”, etc. Siguiendo esa línea de pensamiento, Diosque hizo de crear mundos propios un estilo, y representa entonces lo deseable. Alguno dirá que juega a hacerse el raro, y es entendible: ni las letras, ni la estructura, ni el sonido de sus canciones se relacionan con lo que habitualmente se entiende como “convencional”. Es un artista único, en el sentido de que no se parece demasiado a nadie. Sin embargo (o quizá por eso mismo), es difícil dimensionar el lugar que ocupa en el mapa de la música local. Si nos guiáramos únicamente por los métodos de grabación de su discografía oficial, su evolución sería perfectamente normal de acuerdo a la lógica de la industria: hizo I Can Cion (07), su debut, en la soledad de su cuarto con una guitarra criolla y una computadora; luego armó una banda y se metió en un estudio profesional para registrar Bote (11), y finalmente contrató

DIOSQUE

Constante un productor para Constante. Paradójicamente, el primero salió por un sello multinacional (Popart), el segundo lo lanzó de manera independiente, y el tercero ni siquiera tiene edición local (Quemasucabeza es un sello de Chile). Desde lo sonoro, Diosque apareció en escena como un cantautor de guitarra y voz, luego lideró una banda eléctrica, y finalmente se pasó a lo electrónico. Así de inclasificable es este tucumano. Constante es su mejor disco a la fecha por el simple motivo de que es el que mejor se adapta a sus múltiples talentos. Para alguien que se caracteriza por borronear los límites, tocar la guitarra puede ser justamente una limitación. Los sintetizadores, en cambio, ofrecen una paleta de posibilidades mucho más amplia. Algo de eso se intuía en Brote (12), el disco de remixes que salió algunos meses después de Bote, especialmente en la versión que la banda Michael Mike hacía del tema “Basural”. Los Michael Mike ya habían experimentado la transformación desde lo acústico hacia lo electrónico algunos años antes, y no es casualidad que dos de sus integrantes (Jean Deon y Marcos Orellana) se hayan convertido en los productores de Constante. Para mejor, además de la fascinación por los sonidos robóticos, el tucumano también tomó de Michael Mike cierto coqueteo con el hip hop, un género que le calza perfecto a su lírica dispersa. Si sus letras siempre parecieron improvisadas (en el mejor de los sentidos posibles: pura espontaneidad, frescura y rapidez de reflejos), en este disco termina de soltarse y fluye como si estuviera poseído. En “Fuego”, el primer tema del álbum, habla de esto explícitamente, en un rap cansino pero sin respiro que dice: “veo que la rima encandila, / es para desafiarla de noche y de día, / hablo de más, canto de menos, / quiere decir que solo me condeno, / pasan veinticuatro horas, contento me pone, / voy a improvisar anhelos a montones”. Es un hit infernal. Esta manera de “recitar”, además, le facilita a Diosque la tarea de encajar los juegos de palabras sobre sus habituales melodías fraccionadas e irregulares, que a su vez se acomodan mejor sobre un beat electrónico lento. La música y el mensaje vuelan a la par en Constante. Se retroalimentan y se potencian, alcanzando altos niveles de inspiración en canciones extrañas pero inmediatamente pegadizas como la eufórica“Una naranja”,

la madchesteriana “La cura” o la inclasificable “Broncedado” (un carnavalito cumbiero que parece de Daft Punk, o algo así). Hay algo zen que atraviesa toda la obra de Diosque, un artista que suele encontrar profundidad filosófica en lugares aparentemente triviales. Para que eso suceda, uno tiene que estar dispuesto a detenerse en lugares que habitualmente pasa de largo. Diosque siempre encuentra esos improbables espacios de reflexión, y en Constantese dedica a admirar la sencillez más que en cualquiera de sus proyectos anteriores (la tapa, una imagen hermosa y brillante de ¿un botón sobre una alfombra?, resume esta idea a la perfección). Por eso su música es tan fascinante: porque se siente cercana y, al mismo tiempo, nos trasciende. Esta vez, además, ese equilibrio es perfecto, natural, constante.

| re s e ña s


Los platenses abandonan abandonan un poco esa fantasía digna de Mad Max a la hora de dibujar el escenario para sus canciones. “En este mundo peligroso tenemos que estar juntos”, anticipa desde el costado más sensiblero Santiago Motorizado en El Magnetismo, el villancico sentimental que abre su último disco luego de la exitosa trilogía que los ubicó como paladines de un sonido inédito. En éste, uno de los álbumes más esperados del 2012, el cuarteto de canciones de arranque satisface todas las expectativas: primero, la punzante Mujeres Bellas y Fuertes, con un punteo afiladísimo, y luego Chica de Oro, un grito de amor en estado ramonero (la frase “Jenny, algún día, Jenny, todo lo que ves será nuestro, nena” trae al recuerdo ese lei motiv de Joey, Dee Dee y compañía: “Today your love, tomorrow the world”). Le sigue el sincericidio terrenal de Más o Menos Bien, en donde asoma la reflexión sobre la épica rockera y hasta barrial, y Yoni B, que vuelve a insistir en esos regresos que no se concretan en medio de un colchón de teclados de alma binaria. El final está reservado para La Cobra, que hereda el pulso rítmico del ya clásico Terrorismo en la Copa del Mundo (El Mató a Un Policía Motorizado, 2004) y El Fuego Que Hemos Creado, con los platenses realizando un ejercicio de extrañamiento de más de siete minutos que deja como resultado final la que tal vez sea la canción más alejada de todo su repertorio de distorsión en carne y hueso. Un gran cierre para un disco de maduración, de reeducación pop, en donde las palabras nena y amigos son los trending topics obligados de una generación callejera y enamoradiza.

EL MATÓ A UN POLICÍA MOTORIZADO

La Dinastía Scorpio

Últimos días del tren fantasma

A lo largo de su corta carrera, los Faunos se hicieron una reputación de banda desalineada, que suena mal, ensaya poco y no se preocupa por afinar, todas observaciones válidas. Sus virtudes son otras y están lejos de los rubros técnicos: hay pocos grupos con la capacidad de crear una estética propia, y ellos, gracias a la construcción de un imaginario personal, son uno de esos grupos. En la cotidianidad, donde otros ven un relato costumbrista, este sexteto platense encuentra el lugar para filtrar una imagen fantástica. Pero lo cierto es que esta vez intentaron atenerse a los estándares de sonido de la industria. Convocaron a dos productores y preprodujeron los temas nuevos durante casi un año. Y si bien las referencias musicales siguen siendo las mismas, han conseguido limpiar el sonido, potenciando algunos matices que en el pasado quedaban enterrados entre la distorsión. Entre espacios abiertos y un renovado interés por lo rítmico, los Faunos se animan también a incluir dos baladas al piano. “Jazmín chino” y “Club de observadores” funcionan, además, como un contrapunto entre el Gato y Miguel, los dos compositores principales de

107 FAUNOS

La reunión de los Pixies de hace una década fue el highlight de todas las operaciones retorno de aquellas bandas que volvían a capitalizar su aura de culto, ya que habían sido importan-

PIXIES

Indie Cindy

la banda: mientras que uno pinta un panorama tétrico, el otro celebra la vida con dulzura. Esa oposición funciona como motor del disco, con los temas de uno y otro intercalados, como si estuvieran contestándose: cuando uno, en medio de un punk furioso o de un tema despojado y triste dice que está todo mal, su compañero le replica que todo va a estar bien. En definitiva, aun en un disco en el que los Faunos hicieron el esfuerzo por “sonar bien”, el valor del grupo aparece nuevamente por otro lado. Últimos días del tren fantasma marca la disociación de dos voces bien definidas en el núcleo duro de la banda, una tensión que define a este álbum mucho más que cualquier otro elemento sonoro o estético. En el choque de personalidades, ahí donde un grupo “normal” quizá se hubiera disuelto, los 107 Faunos encontraron otro disco vital, el cuarto de una carrera que, más allá de estudios y productores, sigue corriendo por un camino paralelo, su propio camino.

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tes en los libros pero la popularidad les había resultado esquiva. Al igual que con Pavement y tantos otros, las cosas estaban claras: lo hacían por el dinero. Pero lo hacían en buena forma. Por eso era cuestión de entregarse al trip nostálgico en sus conciertos para dejar de pensar en que todo era un negocio (era fácil: las canciones seguían siendo enormes, invencibles). Hasta se podía llegar más allá: estaba bien que volvieran a llevarse lo que debían haber ganado. A los Pixies se los banca. Pero hicieron un disco. Y dos. Y tres. Tres EPs que terminaron juntos conformando este Indie Cindy (candidato a peor nombre de disco del año). Doce canciones –cuatro por cada EP– que tienen el peso de la historia, por partida doble: por un lado, las comparaciones con lo que fueron alguna vez; por otro, la situación de que esta vez no tienen barreras que romper, no pueden ser el faro de nadie. ¿Qué es Indie Cindy, entonces? Primero, lo que no: la basura que todos dicen que es. Sí, es facilísimo caerle a lo nuevo de los Pixies. Se puede hacer hasta sin escucharlo más de una vez (así hacen carrera muchos). Pero hay que haber escuchado a los Pixies. Y, así, darse cuenta de qué va este innecesario regreso al estudio: un recorrido por el universo sonoro conocido y explotado mil veces por infinidad de bandas, pero que en manos de sus responsables (aunque con la baja importante del bajo de Kim Deal y el plus de Gil Norton en la producción) toman otro color. Porque se reconoce el gesto propio, el tacto y los detalles en la ejecución –la tosquedad de Lovering, la fantasía fuzz de Santiago, el rasgueo y las mil voces de Francis–, que nos hacen sentir como cuando volvemos a entrar a esos lugares que nos resguardaron alguna vez, y que ahora, mucho tiempo después, se sienten extraños. No hacía falta volver a entrar ahí. Pero gracias igual, de nuevo.


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El dependiente

Desde que se vio por primera vez en el Festival de Cine de Mar del Plata en 2012, 7 cajas viene consiguiendo buenas críticas y públicos fascinados, pero en estas últimas semanas se convirtió en un fenómeno del boca en boca y las redes sociales –hasta la presidenta Cristina Fernández la recomendó en un discurso–. Con 25.000 espectadores argentinos en pocas semanas, el thriller paraguayo dirigido por Juan Carlos Maneglia y Tana Schémbori ya es la película más taquillera de la historia de su país y fue filmada en el Mercado 4 de Asunción, entre comerciantes y compradores, siguiendo a su protagonista, Víctor, un chico que fantasea con ser famoso y mientras tanto maneja una carretilla entre policías, celulares robados y estafadores.

P o r Fe r n a n d o K r a p p


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tengo un fiambre y un detenido, ¿cómo no podés mandarme un móvil?”, dice un policía muy gordo a una operadora que no tiene móviles para mandarle. Minutos después, el mismo policía intenta comprarle el celular al detenido. Ante ese gesto, el público en la sala estalla de risa. ¿Cómo se explica ese fenómeno llamado 7 cajas? El afiche poco y nada dice: dos chicos que miran con desconfianza un peligro representado en un efecto de fundido medio básico de Photoshop. Los laureles que ostenta son más bien pocos. El estreno en la Argentina hace unos meses venía auspiciado por los ecos de resonancia del Festival de Mar del Plata, donde se llevó un premio fantasma que otorga el SICA, y del Unasur 2013, donde ganó por mejor montaje y mejor sonido. Pero su paso reciente por las salas se inició con muy pocas banderas, y la mayoría de los críticos resaltó el hecho de que es una película paraguaya taquillera, rasgo que claramente es destacable y llamativo, pero que no define a un fenómeno sino que más bien parece desacreditarlo. Y ahora, esta ópera prima dirigida por la dupla Juan Carlos Maneglia y Tana Schémbori viene experimentando en el público argentino un éxito basado en un boca en boca desbocado con un promedio de 25.000 espectadores en unas pocas semanas, canalizado por un poderoso éxito en las redes sociales (hasta la presidenta la recomendó por cadena nacional) que espera ansiosa la salida del DVD, para envidia de cualquier tanque, sea nacional o extranjero, estrenado o a punto de estrenar. 7 cajas es, sí, la película más taquillera de la historia del cine en Paraguay, y con más de 160.000 mil espectadores y más de ocho meses en cartel, hundió al Titanic por segunda vez, con una película hablada por momentos en guaraní, por momentos en español, y casi todo el tiempo en las dos lenguas. Es una película que, si bien baja en recursos técnicos (hablamos de un presupuesto de ¡600 mil dólares!), no se explica el nivel de calidad e ingenio técnico que tiene. La larga hilera de productores, donantes y productores ejecutivos que buscan un lugar con un loguito ilustran el largo periplo que sus directores tuvieron que recorrer para juntar la plata, salir a rodar su película, juntar plata otra vez, y salir a posproducir. Pero el principal mérito que tiene es justamente su guión: filmada en el Mercado 4 de Asunción, 7 cajas es un tour de force picaresco de Víctor, unas pocas horas en la vida de un chico que fantasea con ser la estrella ante la camarita de un celular y que, debatido en su bovarismo televisivo tercermundista, se ve involucrado en una secuencia de enredos

y malentendidos cuyo conflicto central son las siete cajas que debe llevar con su carretilla (oficio que de-sempeña en el Mercado) a destino sin más paga que un billete partido, y antes de que el destino termine con él. En el medio hay de todo: policías gordos que compran celulares robados, choripanes fritos, travestis que pelean por información en un calabozo, paraguayos chinos y chinos en Paraguay, estafadores de poca monta con pelada incluida, turcos extorsionadores, carniceros que se pasan de rosca, carrilleros a quienes no les tiembla el pulso para clavar un tramontina en los riñones, muchos celulares robados en reventa y muchas toallas con inscripciones de tigres flameando. Debido a su acotado presupuesto, los directores decidieron filmar en el mismo mercado, donde Armando Bo, admirado y reconocido padrastro del cine paraguayo, por parte de Maneglia & Schémbori, filmó su versión cinematográfica de El trueno entre las hojas, casi en un registro documental. Pero la afluencia de personas, de vendedores, compradores, policías y toda la fauna que hace a un mercado, más de ese calibre, les resultó incontrolable. Pensaron reconstruir al menos una cuadra, pero el presupuesto no daba para un despliegue así. En varias entrevistas, la Tana Schémbori cuenta la experiencia de lo que fue rodar en el mercado en tiempo real, con la gente curioseando entre los equipos, a grito pelado por un megáfono con el pedido explícito y básico de no mirar a cámara. Lo más difícil fue ganar la confianza de la gente que trabaja en el mercado. Para eso alquilaron un local al lado de una santería, y los comerciantes, al ver que ellos también estaban trabajando, o bien comerciando con algo que no era muy usual, se volvieron pares; mientras al lado se vendían televisores de plasma baratos y botellitas de cervezas tibia, ellos intentaban filmar secuencias con unos pocos extras y con algunos recursos cinematográficos mínimos. A pesar de ser un thriller con todas las letras, la violencia en 7 cajas no es el tema central por el que ronda la película, y tampoco está tratada de un modo cínico. Cuando surge en la pantalla, Maneglia & Schémbori se manejan para expresarla con una sorpresiva naturalidad, muy poco vista en el cine actual, y que no se regodea en su estética. La trama, si bien mórbida, no cae en los lugares comunes donde podría caer un film donde el comercio ilegal, la proximidad de una frontera, el imperativo por el narco y la falta de bromatología harían tentar a cualquier película que intente estrenarse más afuera que en el propio país. Los directores hacen mucho hincapié en ese tema: querían una pelícu-


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la donde el público, el destinatario, fuese el público paraguayo, algo así como crear una identidad audiovisual. ¿7 cajas es una película polémica? Claramente lo es. Sin quererlo ni buscarlo, su tratamiento (estético y narrativo) puede ser cuestionable por los latinoamericanistas más furibundos, del mismo modo en que el tratamiento de la violencia en Ciudad de Dios generó tantos adeptos como críticos con su llamada –Santo Glauber Rocha mediante– “estetización de la pobreza”. Pero el film de Maneglia & Schémbori tiene poco de Tarantino y mucho del primer Aristarain, es decir, poco de buscar una película for export y más de crear un determinado tipo de identificación cultural para un público paraguayo, cuya producción cinematográfica en su historia no supera los 30 títulos (y no hablamos de un año), algo que, por cierto, suena casi a los orígenes del cine industrial de cualquier país, desde Ford en Estados Unidos hasta la década dorada del cine argentino en los ’50. Después de comprar finalmente su celular, el policía gordo va a estar expectante con su camarita por si surge algún hecho delictivo, pero hay un detalle: el gordo no sabe usarla. Para manejar el menú le pregunta al chino (coreano, oriental, es lo mis-

mo) que tiene atrás en la cabina de la camioneta, y después de la explicación asegura: “Estos chinos sí que saben de tecnología”. Si hay algún rasgo que genere más empatía e identificación, más allá de los valores que la película pretende inculcar con su mensaje final, o de algunos resortes narrativos donde el espectador más aguzado hace un poco la vista, valga la redundancia, gorda, está en esos detalles. Porque en su trama circular, en ese viaje iniciático que Víctor hace para aprender algo que ya sabía, donde no hay prácticamente malos, sino que todos persiguen unas cajas metafóricas cuyo sentido está dado por el deseo de los propios personajes, la película se llena de códigos, de pequeñas sutilezas que despiertan emociones en cualquier espectador. Y sin forzarlo, transciende las fronteras de Paraguay, hasta llegar a lugares tan insospechados como Corea y la India (los directores dijeron que recibieron tentadoras propuestas para hacer una remake en modo Bollywood). Es que los fenómenos (los freaks), desde que el mundo es voyeurista, tienen esa dualidad: por un lado, su forma nos genera un rechazo inmediato, pero a la larga, cuando el afecto se lanza a la carrera, siempre encuentra el modo de dar con un atajo y llegarnos primero. //


Pimiento verde Cebolla Ajo Manteca Carnaza de ternera Sal y pimienta Comino Huevos

Relleno

Mandioca Harina de maíz Sal fina

Masa

100 g 200 g 1 diente 50 g 500 g a gusto 1 pizca 2

1 kg 1 1/2 taza a gusto

Empanadas de mandioca

PASTEL MANDI'O

3

2

1

Estirar la masa con rodillo espolvoreando con la harina de maíz según haga falta. Cortar los discos. En un molde para empanadas, colocar un disco, un poco de relleno de carne, huevo duro y cerrar. Freír en abundante aceite bien caliente hasta que doren. Retirar sobre papel absorbente y servir.

Armado

En una sartén, rehogar el pimiento verde, la cebolla y el ajo, en un poco de manteca. Agregar luego la carnaza de ternera hervida, una vez prov Condimentar con sal, pimienta y una pizca de comino. Picar los huevos duros.

Relleno

Pelar la mandioca y cocinar en agua con sal, estando tibia aún, pasar por un molinillo para convertirlas en un puré. Amasar en la mesada con la harina de maíz, la cual se le irá agregando de a poco hasta lograr una masa firme.

Masa


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Teotihuacán C i ud a d d e d i o s e s

A 45 minutos de México D.F y a más de 2240 metros ssobre el nivel del mar se alza Teotihuacán, nombre que se le debe a los mexicas que en su peregrinación desde el mítico Aztlán arribaron a la ciudad y la encontraron abandonada. Al ver las magnificas pirámides quedaron asombrados y concluyeron que tales edificaciones solo podían haber sido construidas por dioses de allí que decidieran llamarla La Ciudad de los Dioses (náhuatl: Teotihuácan, “Lugar donde los hombres se convierten en dioses”; Lugar donde fueron hechos los dioses; ciudad de los dioses) Los orígenes de Teotihuacán son todavía objeto de investigación entre los especialistas. En el inicio de nuestra era, Teotihuacán era una aldea que cobraba importancia como centro de culto en la cuenca del Anáhuac. Las primeras grandes construcciones proceden de esa época, como muestran las excavaciones en la Pirámide de la Luna. El apogeo de la ciudad tuvo lugar durante el Periodo Clásico (ss. III-VII después del presente) En esa etapa, la ciudad fue un importante nodo comercial y político que llegó a tener una superficie de casi 21 km cuadrados, con una población de 100 mil a 200 mil habitantes. La influencia de Teotihuacán se dejó sentir por todos los rumbos de Mesoamérica, como muestran los descubrimientos en ciudades como Tikal y Monte Albán, entre otros sitios que tuvieron una importante relación con los teotihuacanos.


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Qué visitar Además de visitar la ciudadela en la que se encuentran las pirámides del Sol y la Luna, conocer el Museo de Pintura Mural Teotihuacana y El Palacio de Tepantitla (incluidos en la entrada a la ciudadela) Costo: 59 pesos mexicanos (4, 52USD) Consejo: Ir bien temprano por la mañana para llegar a recorrer todo.

Cómo llegar En los autobuses llamados “Teotihuacanos”. Salen con una frecuencia de 20 min. desde la Terminal Central del Norte en México D.F. Costo: 30 pesos mexicanos.

Donde comer En los puestos cercanos a la puerta 2. Costo: Quesadillas por 15 pesos mexicanos.

El declive de la ciudad ocurrió en el siglo VII, en un contexto que, se supone, estuvo marcado por inestabilidad política, rebeliones internas y cambios climatológicos que causaron un colapso en el Norte de Mesoamérica. La mayor parte de la población de la ciudad se dispersó por diversas localidades en la cuenca de México. Se desconoce cuál era la identidad étnica de los primeros habitantes de Teotihuacán. Entre los candidatos se encuentran los totonacos, los nahuas y los pueblos de idioma otomangue, particularmente los otomíes. Las hipótesis más recientes apuntan a que Teotihuacán fue una urbe cosmopolita en cuyo florecimiento se vieron involucrados grupos de diverso origen étnico, basándose en los descubrimientos en el barrio zapoteco de la ciudad y la presencia de objetos provenientes de otras regiones de Mesoamérica, sobre todo de la región del Golfo y del área maya. Actualmente, los restos de esta ciudadela constituyen la zona de monumentos arqueológicos con mayor afluencia de turistas en México (por encima de Chichén Itzá y Monte Albán) Como resultado de la “new age” es muy común ver a hordas de turistas vestidos de blanco y meditando encima de las pirámides y asistiendo en su mayoría en fechas especiales como el equinoccio y el solsticio. Calzada de los Muertos: Es el eje principal en el que se basaron para trazar la ciudad, cuenta con un espacio de 4 kilómetros y sobre el mismo se alinean más de 800 sepulcros (de allí su nombre). La Calzada suele estar repleta de vendedores que no dejan de pedir que se les compre y además te lo dicen en inglés


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La Ciudadela Se cree que allí es donde fue la sede del gobierno. Hay conjuntos de cuartos de gran tamaño y dos templos superpuestos, el más antiguo dedicado a Quetzalcóatl y está decorado con grandes cabezas que representan a esta deidad y a Tláloc. Para la consagración de este templo se sacrificaron más de cien personas que fueron colocadas en entierros colectivos, más aquellos que en solitario fueron sepultados en las esquinas de la base del edificio. Pirámide del Sol Es la estructura más antigua de la ciudad y uno de los edificios más grandes del México prehispánico, llegó a alcanzar 75 metros de altura pero ahora sólo alcanza los 64 m. Delante de la pirámide hay una plaza en donde sobresale la llamada casa de los sacerdotes. La Pirámide del Sol es el mayor edificio de Teotihuacán y el segundo más alto en toda Mesoamérica (por detrás de la Pirámide de Cholula).. Tiene una altura de 64 metros, con una planta casi cuadrada de aproximadamente 225 metros por lado. Pirámide de la Luna Sus escaleras están orientadas hacia el sur y marca el final de la Calzada de los Muertos. Y aunque es de menor tamaño que la del sol, ambas se encuentran a la misma altura ya que está construida en un terreno más elevado. Palacio de Quetzalpapálotl Ubicado a la esquina de la Plaza de Luna, fue la vivienda de la élite teotihuacana. Su patio interior está adornado por pilares que presentan la figura de un animal mitológico llamado Quetzalpapálotl y rodeado por símbolos acuáticos. Dentro del edificio se encuentran varias representaciones de la Flor Teotihuacana (representación los cuatro puntos del universo) Palacio de los Jaguares Ubicado en el Palacio de Tepantitla, consta de una representación de Tláloc y su paraíso llamado Tlalocán (en donde se formaban la nubes y se reunían las almas de los muertos por agua) Teotihuacán es una de las ciudades prehispánicas que más pintura mural conservan, ejemplo de ello son Tepantitla, Tetitla, Atetelco, el Museo de murales prehispánicos Beatriz de la Fuente. El orden para la lectura de los muros está condicionado por la disposición que éstos tienen en los espacios arquitectónicos, en la mayoría de los cuales se narran mitos y cosmovisión de su sociedad. //


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Cassandro de América El hombre que se está maquillando dice que la lucha libre es para los mexicanos lo que supo ser la Commedia dell’Arte para los italianos: un espejo colectivo donde reconocerse. Desde el fondo del camarín se oye la voz ronca de otro luchador que dice: “Déjate de pinches mamadas”. El que se está maquillando murmura, con los ojos fijos en el espejo: “No son pinches mamadas.

Po r Ju a n Fo r n

L

o dijo el Monsi”. El Monsi es el gran Carlos Monsiváis, que fue hasta su muerte en 2010 uno de los más devotos seguidores de la Asociación Universal de Lucha Libre de su país. Monsiváis decía que el único lugar donde seguía existiendo el melodrama mexicano era en los rings de lucha libre, y su ejemplo favorito era el hombre que se está poniendo ahora pestañas postizas frente al espejo. Su nombre es Saúl Echeverría, pero se lo conoce universalmente como Cassandro. como monsiváis, el pequeño Saúl se hizo fanático de niño, viendo las películas de El Santo por televisión. Los luchadores mexicanos eligen sus nombres y su correspondiente máscara cuando empiezan su carrera, y nunca revelan su verdadera identidad, ni cambian su máscara. Los más populares se convierten en calcomanías, marcas de golosinas o héroes de comic. El Santo era tan grosso que llegó al cine: sus películas superaban en popularidad las de Cantinflas. En 1984, ya largamente retirado, se sacó brevemente su máscara plateada en un homenaje en la televisión: era la primera vez que mostraba su cara desde 1942. Una semana después estaba muerto, de un ataque al corazón. El hijo heredó la máscara, el nombre y la leyenda; en breve llegaremos a él, y a sus dos enfrentamientos con Cassandro, porque el joven Saúl eligió ese día su destino. Saúl había nacido en El Paso, pero desde los diez años se escapaba de su casa y cruzaba la frontera a Ciudad Juárez para asistir a las veladas de lucha libre. Con la caída de la noche se acababan los micros de Juárez a El Paso; y un día, el joven Saúl se cansó de conseguir transporte de vuelta a cambio de mamadas y se quedó en Juárez. Entró al gimnasio de Rey Misterio y, cuando estu-

vo listo para debutar y debió elegirse un nombre, Rey Misterio lo eligió por él. En Tijuana había una famosa madama llamada Cassandra, que en sus años mozos había sido la puta más solicitada por los peces gordos a ambos lados de la frontera. Con sus ganancias mantenía un hogar de madres solteras y niños de la calle. Rey Misterio sabía que se estaba muriendo y quiso homenajearla a través de su pupilo. El joven Saúl aceptó porque vio un signo: como la vieja madama, él ofrecería en el ring un cóctel de sensualidad y entretenimiento, escándalo y generosidad. Decidió que, en lugar de máscara, usaría maquillaje y que su atuendo sería un traje de baño enterizo de mujer al que adosó la cola de un viejo vestido de novia, y así subió al ring y salió del closet en un mismo movimiento. Los luchadores mexicanos se dividen en «técnicos» (los que pelean siguiendo las reglas) y «rudos» (quienes las transgreden alegremente); pero hay una tercera categoría flotante que son los «exóticos». Inicialmente, los exóticos eran dandies que subían al ring de punta en blanco, escoltados por un valet que repartía flores a las damas del ringside. Con el tiempo fueron flirteando cada vez menos con las mujeres y más con el kitsch y el amaneramiento, hasta que se convirtieron en los villanos favoritos de la lucha libre. Se suponía que actuaban el personaje y que en la vida real era tan machazos como el resto, pero los abuelos y las nietitas del público se desgañitaban gritándoles «¡Joto!» y «¡Culero!» en sus peleas. Cassandro fue el primer exótico en declararse abiertamente homosexual y en sólo dos años de carrera logró una pelea por el título con El Hijo del Santo.


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Era inconcebible que un exótico derrotara al luchador más popular de México y Cassandro no soportó la presión adversa: dos semanas antes de la pelea, se cortó las venas. Su compañero Pimpinela Escarlata lo encontró en un charco de sangre y le salvó la vida. Igual se presentó al combate: El Hijo del Santo obtuvo el título y Cassandro se ganó para siempre el respeto del público y sus colegas. A partir de entonces se sumergió en una bacanal de drogas y alcohol. «Me sentía Wonder Woman. Creía que nadie se daba cuenta.» Estaba en la cima de su carrera cuando murió su madre en 1997; él mismo la maquilló en la morgue, llorando y aspirando líneas de cocaína. En ese estado obtuvo su primer título, hizo diez defensas, pero dejó colgadas otras catorce, despilfarró todo su dinero, acabó durmiendo en el piso del Sindicato de Luchadores, consumiendo a todas horas. En 2003 cayó preso por posesión de crack y, cuando fue liberado, tuvo una sobredosis. Una cuñada lo dejó en la puerta de un centro de desintoxicación y le dijo que no quería verlo más. Era el 4 de junio de 2003. Cassandro recuerda bien la fecha porque la tiene tatuada en su espalda, debajo de un faro que simboliza el camino a seguir. La atracción máxima en la lucha libre mexicana son los desafíos; así se asciende en el ranking. Los luchadores apuestan su máscara: el perdedor es desenmascarado, el público ve su cara por primera vez, los diarios publican su nombre; perder la máscara es perder el honor, el luchador debe empezar de cero con una nueva identidad. En 2007, Cassandro desafió a El Hijo del Santo. Como peleaba con la cara al aire, el desafío fue máscara contra cabellera. Cassandro volvió a perder («¡El Hijo del Santo

no puede ser vencido!») y lo sometieron a la peor humillación: le afeitaron su hermosa melena rubia en el mismo cuadrilátero. Cassandro lloraba sin consuelo: no podría volver a ostentar jamás su look Farrah Fawcett en un ring. Pero en un gesto inédito, la Asociación le concedió el derecho a seguir usando su nombre y, cuatro años después, le arrebató el título a Doctor Cerebro y coronó su carrera. El Hijo del Santo, que ya estaba retirado y conducía su propio programa de tevé, invitó a Cassandro y le dedicó toda una emisión. El Hijo del Santo es un hombre muy conservador, hace el programa vestido de traje (aunque con la máscara puesta), sentado en un sillón alto en un decorado que parece un monasterio de clausura; pero ese día hizo un encendido elogio del coraje de Cassandro dentro y fuera del ring, le sacó declaraciones extraordinarias (“El maquillaje es mi máscara. Soy un libro abierto, no tengo secretos”; “Uso todo lo que tengo en el ring, también los labios; me encanta besar en la boca a mis contrincantes”; “¿Sabes contra quién lucho en el ring? Contra Cassandro, el tipo que necesita ser famoso”) y, para coronar el programa, hizo pasar al invitado a su santuario, donde le mostró las cincuenta máscaras que había arrebatado en su carrera (un record hasta hoy inigualado) y, a continuación, le tendió solemnemente una caja de cristal que contenía la cabellera rubia que le había rapado en 2007. Cassandro lloraba como un niño, ríos de rímel corrían por sus mejillas y manchaban su prístina camisa blanca con volados. Lástima que el Monsi ya estuviera muerto; hubiera sabido disfrutar el momento como nadie. //


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