El conde de Icaño

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Julio Carreras

El Conde de IcaĂąo

Historia

Quipu Editorial


ÂŽ 2013. Quipu Editorial

Imagen de portada, pintura de Toulousse de Lautrec (fragmento).

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Dn. Fabián Tomás Gómez del Castaño y Anchorena.

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El conde de IcaĂąo

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“…me construí palacios, planté viñedos, me hice huertos y parques y planté toda clase de árboles frutales, me hice albercas para regar el soto fértil; adquirí esclavos y esclavas, tenía servidumbre y poseía rebaños de vacas y ovejas; acumulé también plata y oro, contraté cantores y cantoras y tuve un harén de concubinas para gozar como suelen los hombres… Cuanto los ojos me pedían se lo concedía, no rehusé a mi corazón alegría alguna… Después examiné todas las obras de mis manos y la fatiga que me costó realizarlas: todo resultó vanidad y caza de viento… nada se saca bajo el sol.” Qohelet (La Biblia). Siglo IV antes de Cristo. “La vida me quitó todo, no para hacerme más pobre sino para que tuviera más”. Fabián Tomás Gómez y Anchorena, conde Del Castaño.

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El 25 de julio de 1918 un pequeño cortejo se encaminó hacia el cementerio de Icaño bajo la llovizna. En un modesto cajón de algarrobo, reposaba el cuerpo sin vida de quien fuese durante 67 años el Conde Fabián Del Castaño. Había sido reconocido hacia 1875 con este título nobiliario, por el rey de España, luego de que colaborase de un modo decisivo para la restitución de su trono. El féretro permaneció algunos años en el cementerio, pero repentinamente se profanó su tumba y alguien se lo robó. Dicen que vieron a un pequeño grupo de “porteños encopetados”, que llegando subrepticiamente contrataron un peón para extraer los restos, y se los llevaron. Se supone que eran familiares del Conde –los Anchorena, de Buenos Aires–. Esto permanece en el misterio hasta hoy. De un modo semejante a muchas de las acciones en la historia de Fabián, singular como pocas. Pero veamos someramente los datos principales que trascendieron en la vida de Fabián, por algunos llamado “el Conde de Icaño”. Fabián Tomás Gómez y Anchorena nació el 29 de diciembre de 1850, en Buenos Aires. Era hijo del santiagueño Fabián Gómez del Castaño y la porteña Mercedes de Anchorena y Arana.

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Tomás acaba de cumplir tres años cuando muere su madre; tres años después, siendo él un niño de seis, fallece también su padre. A partir de entonces el niño será criado por su abuela, Estanislada Arana de Anchorena, quien le designa instructores particulares para atender su educación. “No concurre a ninguna escuela, es educado en la casa por preceptores privados y se desarrolla su incipiente personalidad colmada de mimos y halagos”, dicen sus biógrafos. En 1868 –aún no había cumplido los 18 años–, se enamora perdidamente a una diva del Teatro Colón, Josefina Gavotti, italiana, “a quien obsequia lo mejor del famoso bazar de Perasé, una cupé con sus guarniciones y un collar de perlas traído de Soufflot et Robert”, de París. “Corre mayo de 1868, en Buenos Aires. Tiempos de la presidencia de Sarmiento y de la Guerra del Paraguay”. Tristes tiempos, en que centenares de inmigrantes europeos llegan famélicos y se alimentan “a pan y cebolla” en el puerto de Buenos Aires, hasta conseguir que el gobierno les asigne una chacrita o la colocación como obreros de una fábrica. Y los indios, convertidos en vagabundos o borrachos, cosechan el desprecio de los hombres blancos, que los han arrojado a sobrevivir en pequeños bolsones alejados de la civilización. Pero las clases adineradas tenían entonces cómo eludirlos. Gracias a las inmensas necesidades de carne de Europa y los países industriales de Norte, un puñado de familias terratenientes de Buenos Aires había acumulado fortunas inmensas dedicándose al negocio de hacer criar, faenar y exportar carne de vaca. Favorecidos por la Conquista del Desierto, donde Roca y otros militares profesionales arrebataron sus tierras a los indios luego de asesinarlos, para repartir millones de hectáreas entre sus amigos y parientes, se había formado esta oligarquía que, hacia fines del siglo XIX, brillaba ante el mundo entero por su poder económico y sus dislates exhibicionistas. La familia Anchorena era una de las

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privilegiadas con estas prebendas. Cierta noche en que se representaba el Fausto de Gounod en el Teatro Colón, un miembro lateral de estos Anchorena se enamoró de la soprano Italiana que lo interpretaba. Fabián Gómez y Anchorena tenía entonces casi 18 años. Había reservado uno de los primeros asientos, durante cada noche del período que durase la representación operística, sólo para ver desde lo más cerca posible a su amada. Ella era Josefina Gavotti, una italiana con más de treinta años y casada ─aunque esto lo sabría él bastante después. La mujer se entusiasmó con los regalos recibidos y la fortuna de su cortejante, debido a lo cual no tuvo reparos en cometer bigamia, casándose con Fabián en Buenos Aires. Ello despertaría las iras de su abuela, doña Estanislada, quien inmediatamente pidió la anulación del matrimonio: “esta boda es el gran escándalo social de la época; doña Estanislada pide anulación del matrimonio por haber estado en la minoría de edad y sin su consentimiento. En plena luna de miel (Fabián) es conducido preso por haber obligado violentamente al cura a realizar esa boda” (ayudado por un grupo de muchachones). Así narra el incidente Carlos Páez de la Torre, en la revista First. Pero finalmente la pareja quedó libre y partieron rumbo a Europa, momentáneamente eufóricos. Muy pronto comenzarían los problemas. Fabián y la Gavotti “no se entendían”. Especialmente cuando él se enteró de que ella estaba anteriormente casada –y no divorciada–, con un italiano. El 14 de enero de 1870 el diario La Nación reproduce los avisos que estaba haciendo publicar en Europa este niño mimado de la sociedad argentina, Gómez y Anchorena. En ellos se ofrecía un millón de pesos (suma extraordinaria, en esa época de muy gordas vacas argentinas), a quien “aportara datos de un tal Fiori”, marido legal de la Gavotti. Cuando lo halló, el incipiente play boy argentino tramitó y obtuvo

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inmediatamente el divorcio. Los hados lo protegían. En 1873 falleció su abuela dejándolo como único heredero de una gigantesca fortuna, calculada en más de ochenta millones de pesos fuertes, cantidad que provocaba mareos con sólo pronunciarla. El peso argentino era por entonces una de las monedas más poderosas del mundo. La herencia incluía estancias, mansiones en diferentes ciudades y “manzanas enteras en el Barrio Norte” de Buenos Aires. “Lógicamente –dicen los biógrafos porteños–, para sus ansias de buena vida, la Argentina le quedaba chica, y Fabián se trasladó a París”. Allí comenzó a vivir una vida plena de exotismo y aventura: “en su palacio a orillas del Arno, vive en compañía de un príncipe tuareg, de una bailarina circasiana, de su amigo Felipe Haymer y de una corte de ociosos, afectos a la vida regalada. Allí, entre fiestas, comienza la leyenda de su riqueza inagotable”. Viaja a través de toda Europa, haciéndose admirar por donde va con su “prodigalidad de gran señor”. Para librarse de los mendigos, que lo asedian, “ha hecho vestir con sus ropas a un lacayo parecido a él y por su intermedio distribuye limosnas a quien se las pide”. En su palacio de la Ciudad Luz, celebraba banquetes donde hacía servir “delicadezas”, como un salmón de dos metros relleno de caviar. Pronto iba a comprar otro palacio más gigantesco aún, en Madrid. Su dispendiosidad, elocuencia, ingenio y atildamiento lo habían convertido ya en un “perfecto dandy” (hoy se lo denomina playboy), célebre por sus aventuras mundanas y lances amorosos. En ellos exagera sus despilfarros y parece siempre sobreactuar. Pero esto agrada a la permanente claque de su entorno. Entonces ocurre uno de los hechos más importantes de su vida: conoce a la destronada reina de España, Isabel II y a su hijo Alfonso, parrandero y bon vivant como él. Alfonso era

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“legalmente” hijo de la reina Isabel II y su primo, el príncipe don Francisco de Asís de Borbón. Pero debido a la homosexualidad de Francisco de Asís, diversas fuentes apuntan como probables verdaderos progenitores al capitán de ingenieros Enrique Puig Moltó o al general Francisco Serrano, ambos conocidos amantes de su madre. El triunfo de la Revolución de 1868, que a través de un golpe militar derrocó a la Reina, los había obligado a exiliarse en París. Durante los años de exilio Alfonso completó su formación académica y militar en París, Viena y Sandhurst (Inglaterra). Fabián Gómez de Anchorena se convirtió en uno de los preferidos de la Reina Madre, especialmente cuando juró poner toda su fortuna, si era necesario, para restituir en el trono a los borbones. En 1870, su madre abdicó en favor de su hijo Alfonso. Las dificultades internas de la I República, la prolongación de la guerra con Cuba y el inicio de la tercera guerra carlista hicieron que aumentara el número de partidarios de la causa alfonsina. Tras el golpe de Estado del general Pavía, que acabó con la I República, Cánovas del Castillo restauró la monarquía borbónica, con el apoyo del Ejército, en favor de Alfonso. Con la firma del Manifiesto de Sandhurst (diciembre 1874), el futuro monarca se declaraba partidario de la monarquía parlamentaria. El 29 de ese mismo mes, en Sagunto, el general Martínez Campos proclamó como nuevo Rey de España a Alfonso XII mientras que Cánovas del Castillo se hizo cargo del Gobierno en espera de la llegada del nuevo rey, desde el exilio.

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El rey Alfonso XII de España.

Alfonso XII llegó a Barcelona en el mes de enero de 1875 y tres días más tarde a Madrid. Con la restauración monárquica se consolidó un sistema político dominado por el caciquismo de la aristocracia rural y una oligarquía bipartidista: el Partido Conservador, liderado por Cánovas del Castillo, y apoyado por la aristocracia y las clases medias moderadas, se repartía el poder político con el Partido Liberal, liderado por Sagasta, y apoyado por industriales y comerciantes. La consolidada amistad del joven Fabián Gómez y Anchorena con el monarca le hará obtener el título nobiliario de Conde del Castaño. Según Pilar Lusarreta, su primera biógrafa, “como el padre santiagueño de Fabián, por su segundo apellido, Del Castaño, podía tener lejano derecho a un título de nobleza, el rey encargó a sus genealogistas realizar los

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zurcidos y empalmes correspondientes… de allí salió un título para Fabián, con escudo de armas y todo…” En los años locos de su existencia, con el rey de España y el conde de Tamames “forman un trío inseparable”. Fabián tiene un yate, el “Enriqueta”, lujosamente equipado y siempre lleno de un grupo de amigos que se titulan a sí mismos “Los Peregrinos del Placer”. Juega desbocadamente a los naipes, a la ruleta, a los caballos. Frecuenta los más caros cabaréts. Sus amores son siempre tempestuosos. En 1878, visitando el Museo de Armas, el marido de la bellísima joven húngara que lo acompañaba los sorprende juntos e intenta matarlo. De un salto Fabián Gómez y Anchorena se apodera de un gran sable histórico que estaba en exposición y enfrenta a su agresor, que portaba un cuchillo. Lo pone en fuga. El Conde adquiere alhajas carísimas, de las cuales recubre paredes enteras de su palacio en Madrid. Emprende una obsesiva persecución de obras de arte, obteniéndolas a cualquier precio. Entonces, ya que tiene título de nobleza, quiere obtener su propio feudo: en Europa, por supuesto. Así es que se pone a financiar a movimientos revolucionarios de Los Balcanes, bajo la promesa de ser coronado rey en caso de triunfar alguna de las revoluciones que impulsa. Pero ninguno de los grupos a quienes apoya logra el poder y otros sólo le sacan dinero para “vivir de arriba”. Descreído entonces de sus posibilidades como soberano europeo, se postula para diputado en el parlamento de España; pero su partido no obtiene los votos suficientes. Entonces se fatiga y abandona la idea de gobernar. Enamorado otra vez, se casa con una joven marquesa española, Catalina de Henestrosa y Chacón. Orgulloso de ella, la trae a vivir a Buenos Aires, donde le ha preparado “una casa fabulosa en la manzana de Esmeralda, Suipacha, Arenales y Sargento Cabral”, una de sus propiedades.

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La marquesa española Catalina de Henestrosa y Chacón, primera esposa del conde Del Castaño.

Mas no bien llegados, ella empieza a sentirse mal de una rodilla, afectada por un viejo golpe por una caída del caballo. La dolencia se agrava y aunque consultan a los mejores médicos de Europa, no queda más remedio –según ellos– que amputarle una pierna. Lo hacen, y pese a ello Catalina, en poco tiempo, muere. El desconsuelo de Fabián es grandísimo: anuncia que a partir de entonces ingresará a un monasterio, para dedicar su vida a Dios viviendo como un monje sin bienes. Pero pronto olvida ese propósito y regresa, al parecer con más bríos, a la vida desordenada. París, Venecia, Madrid, Roma; mesas de juego, fiestas locas. Cabaréts. Cierta novelista cuenta una “anécdota famosa” entre la oligarquía porteña, “la comida que

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ofreció al Príncipe de Orange, donde una cocotte célebre, Cora Pearl, surgió desnuda del interior de un pastel de hojaldre”. Sin embargo Pilar Lusarreta dice que no estaba completamente desnuda: colgaba de su cuello –afirma la historiadora– “un collar de perlas, de ocho vueltas”, regalo de Fabián. Finalmente la fortuna de Fabián Gómez y Anchorena, Conde Del Castaño… se acabó. En 1890 –a los 40 años– el Conde se encuentra en agudas dificultades económicas, ya. “Ordena a sus administradores que empiecen a vender casas y tierras y giren el importe. Así tira un tiempo más”, informa el periodista Páez de la Torre. “Pero deberá volver, pobre, a Buenos Aires.” Su abogado lo aloja –como ironía de la vida– en su casita de la estancia de ocho leguas cercana a Mar del Plata, que Fabián le había regalado, algunos años atrás. Con la decadencia económica vienen aparejadas las fallas de salud. En 1897 aparece en La Nación una nota anunciando su fallecimiento, junto a una enjundiosa reseña de su vida. Pocos días más tarde, el director del diario recibe una carta, firmada por “Fabián T. Gómez de Anchorena, Conde Del Castaño”, que desde el pueblo de General Pirán agradecía “los para mí halagüeños conceptos de mi anticipada necrología”. Pero les avisa que aún permanecía con vida. Pese a ello, una aguda enfermedad ha obligado, extrañamente, a que le amputen una pierna: igual que a su difunta esposa, la marquesa española. En este período tan sensible de su vida, en que su personalidad experimenta al parecer un vuelco místico, conoce a quien sería el ángel guardián en la última etapa de su tan agitada existencia. Una mujer viuda de la clase media alta, con quien se relacionaría por intercesión de sus amistades. Victoria Ponce, santiagueña, se convertiría en su tercera y definitiva esposa. El 16 de noviembre de 1912, según consta en el Registro Civil de esa localidad bonaerense, contrae enlace con ella. Dulce y refinada, doña Victoria conserva su tonada,

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más el aroma profundo de la cultura norteña. Por entonces ha logrado arreglar un litigio judicial con sus tíos, los Anchorena, y obtiene como resultado una pensión mensual, que les permitirá vivir sin lujos, pero dignamente, el resto de su vida. Entonces decide trasladarse a Santiago del Estero, la provincia natal de su señora y de su padre. Hay diferentes versiones de los motivos que llevaron a este hombre, que conoció las mayores ciudades de Europa, el lujo y el placer de las cortes más ricas del mundo, a decidirse finalmente por vivir en un pueblo tan modesto como el de Icaño. Hay quienes dicen que su destino final era Añatuya, pero el tren tuvo un desperfecto y debió detenerse dos días aquí. El Conde y su señora, alojados en un pequeño hotel, se enamoraron del lugar (por entonces todavía montuoso) y decidieron quedarse para siempre. Otras versiones apuntan que sencillamente el Conde decidió venir directamente a Icaño, por haber conocido a personas destacadas de esta población, como los Mansilla, en Buenos Aires. Esta parece más pertinente, teniendo en cuenta que el terreno le fue vendido por don Antenor Mansilla, perteneciente a una de las familias fundadoras de la actual comunidad de Icaño. Antes de construir su propia casa, se había alojado con su compañera en el “Hotel Neme”, mudándose más tarde a la casa solariega de otro amigo, don Erminio Sosa. La casa y el terreno fueron escriturados a nombre de doña Victoria. En el frontis de la vivienda, modesta pero cómoda, hizo labrar un escudo, que decía “V. del Castaño”: por su esposa. Las últimas descripciones de Pilar Lusarreta dicen que “allí vivió hasta el 25 de julio de 1918, cuando un ataque cardíaco terminó con su vida”. En esta etapa se lo describe como “alegre, chistoso y aunque mantenía el orgullo de su linaje, jamás dejó de atender con su habitual finura, a toda persona, de cualquier categoría que fuese, que quisiera

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conocerlo” (Páez de la Torre). Orestes Di Lullo visita Icaño, hacia los años 40, y conoce aquí a su anciana viuda. Dejemos por un momento la voz a ese prestigioso cronista: “Compraría un terreno a D. Antenor Mansilla, sobre el Canal Rams y allí levantaría su pequeña casa, para él y la condesa del Castaño y para una corte de cuatro mujeres y dos mocetones, familiares de Doña Victoria, y con ellos asistiría a la coronación de la obra, cuando el rústico albañil construiría el escudo, que aún yace en tierra, desprendido del parapeto y que ostenta la siguiente leyenda: «Casa fundada en 1915» y más abajo: «V. del Castaño». “Allí pasaría sus últimos años D. Fabián, al lado de Doña Victoria y de los suyos, que le respetaban con adoración y a los que nunca contó la historia de su vida. Allí, a orillas del Canal Rams, a pocos kilómetros del Río Salado, viviría acunado por sus recuerdos él que sólo recuerdos tenía de su pasada grandeza. Allí, rodeado de humildes labriegos, de rostros curtidos por el sol, de desarrapados pobladores, de viejitas y de niños, a los que reunía de vez en vez en el patio de su casa; allí, cuidando de un par de burritos que él cubría personalmente con mantas como a caballos de carrera, burritos que le servían para tirar de un pequeño coche en que paseaba, sentado en un sillón, presidiendo el ruedo familiar y amistoso, ya viejo, pero siempre pulcro, acicalado, donairoso, manteniendo secreto su apellido materno, hermético en sus referencias personales, D. Fabián Gómez de Anchorena murió el 25 de Junio de 1918.” Una de las grandes ventajas de residir en un poblado pequeño y campesino es que con muy poco dinero se vive bien. La modesta pensión de don Fabián Gómez –como se hacía llamar en Icaño–, le alcanzaba para vivir dignamente e incluso para retomar la costumbre de las limosnas. Al salir en su tilburí, con doña Victoria, se dice que lo hacía detener donde había grupos de humildes niños jugando para repartirles

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puñados de moneditas. Tampoco dejaba pasar a un indigente por cerca de su casa, sin convidarlo aunque más no fuera con una buena sopa. Su don de gentes, su generosidad, la cordial atención que ponía a cualquier problema que los vecinos le consultaban, lo hicieron uno de los hombres más queridos de Icaño, durante el tiempo vivido allí. Que fue sin duda el de mayor provecho de su existencia, pues se había convertido en una especie de místico, bondadoso y sabio. Los vecinos lo estimaban y disfrutaban de su cordialidad. No pocas veces recibía de regalo un cabrito carneado, ya listo para ponerlo en el asador, pollos, tortitas regionales o un sinfín de manjares que las artes de los campesinos saben tan bien aparejar. En ese ámbito amable y rodeado de cariño, don Fabián falleció como quien se interna de a poquito en el agua tibia de un río lustral. Una tarde doña Victoria regresó de una breve salida que había hecho al pueblo y lo encontró sentado frente a la ventana que daba al monte, mirando la lejana cortina de los árboles. No quiso molestarlo y siguió directamente a la cocina. Pero al rato, con una repentina intuición, se acercó. Don Fabián estaba casi frío ya, con los ojos abiertos y una sonrisa en los labios. “He visitado la tumba de D. Fabián” –relata nostalgioso, Di Lullo–. “Ha llegado presuroso al cancerbero del viejo camposanto en que reposan sus restos. Es un hombre bajo, fornido, de cabellos blancos. Conoce el lugar en que fue enterrado y conoció también a D. Fabián. Me ha mostrado «el monumento, que no es suyo sino de un pariente de su mujer». Hay una lápida, que tampoco le recuerda y en torno, pequeñas tumbas, blancas, azules, rosadas y cruces. “Y ante las tumbas, pequeños bancos de mampostería, y en los caminos, pequeñas veredas de ladrillo y pastos y hierbas y

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algunos algarrobos y más allá campos de cultivo, y muchos árboles, y una cinta azul en el horizonte lejano. “He querido, luego, conocer la casa de D. Fabián. La casa es alta y ostenta una cornisa y un parapeto roídos. Posee una puerta y una ventana. Y en torno, ni un árbol, ni una sombra. Nos recibe la esposa de D. Fabián, Doña Victoria Ponce. “Doña Victoria es una viejita enjuta. Doña Victoria está pobremente vestida. Sus ojos tienen un lejano vivir. Sus cabellos son blancos y bajo la piel fina y blanca los músculos son flácidos y los huesos largos y angulosos. Doña Victoria, orgullosa nos muestra el retrato de su esposo y el suyo, en la época de su casamiento. ¡Han pasado muchos años! Lo veo en su rostro surcado de arrugas, en su boca sumida, en sus ojos tristes, ensombrecidos, nostálgicos”. Según la escritora María Esther De Miguel, doña Victoria Ponce anotaba las frases, cada vez más profundas, que pronunciaba el conde, en sus ahora serenas jornadas, contemplando el monte icañense, los pájaros que sobrevolaban la oración o el horizonte. “El no tener nada te deja ver más claro”, habría dicho una tarde de lluvia en que hubo tortas fritas. Y enseguida agregó: “La vida me quitó todo, no para hacerme más pobre sino para que tuviera más”. Hoy no queda en Icaño casi vestigio alguno de la última morada del dandy, señor de la nobleza española y finalmente monacal conde Fabián del Castaño. Pero hasta los más jóvenes saben quién fue. Su historia ha ido pasando, a través del relato oral, de generación en generación. Y su nombre, en una calle, lo recuerda.

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ÂŽ Quipu Editorial Santiago del Estero, agosto de 2013.

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