La Negra

Page 1

Julio Carreras

La Negra


Julio Carreras

La Negra

I Agosto de 1973. Yo 23 años. El lugar: un local muy grande en la calle Maipú, ciudad de Córdoba. Mucha gente, casi todos jóvenes, las diez de la mañana. Se debate desde temprano pues hay una asamblea del FAS (Frente Antiimperialista por el Socialismo). Casi todos están en el ancho patio, es un día seminublado, yo justo debajo de unas columnas y una galería. Desde allí la veo. Es tan hermosa que casi parece imposible. Tiene traza de colegial, con su falda escocesa, zapatos abotinados de gamuza, camisa blanca a cuadritos azules, pelo con trenzas y moños a los costados. Un poco alta – 1.68 calculo – , perfectamente proporcionada. Da Vinci podría hacerse una fiesta con ella. El orador habla de un modo durísimo criticando no sé qué desviaciones burguesas de uno de los partidos que integra el Frente. Pero yo solamente la miro a ella. Inútilmente, creo, puesto que a muchacha tan hermosa es absolutamente imposible encontrarla sola. Alguien debe de habérseme anticipado ya; aunque allí está sola, parece. Parece. Su cabello


es castaño, perfecto: se nota aún desde la distancia que sus bucles son extraordinariamente naturales, que deben de ser suaves como los pétalos de una rosa. El orador – del PRT – dice que es inadmisible seguir tolerando las absurdas vacilaciones pequeñoburguesas del Partido Obrero Trotskista y solicita a la Mesa Directiva del FAS la expulsión lisa y llana de los trotskistas – entre quienes no hay ningún obrero, son todos universitarios, dice – de persistir en su tesitura “contrarrevolucionaria”. Me subleva interiormente tanta dureza dialéctica entre compañeros, tanta soberbia en un supuesto dirigente revolucionario y pienso que ella debe de ser trotskista. Es que los trotskistas tienen un tipo, así como los PRT, los “chinos”, los PC, los Montos... cada uno de estos grupos tiene un tipo fisonómico propio. Los trotskistas son todos pequeños burgueses muy refinados, y lindos, en serio, sean hombres o mujeres, todos lindos, pertenecen a esa raza de hijos de inmigrantes, a veces mezcla con criollos, que da especimenes tan perfectos como la que estoy mirando hoy. Absolutamente perfecta, miren, de la cabeza a los pies. Y basta. Porque no me miró, ni siquiera se dio cuenta que yo estaba allí, pese a mi arrobada actitud en ningún momento percibió ni siquiera por un instante mi presencia. Después de que algo extraordinario sucede uno se acuerda de cosas. Que al parecer no tienen nada que ver. Como que por aquél tiempo yo había terminado de leer Cien años de soledad, y me había impresionado profundamente. Andaba mucho tiempo pensando en los mundos que imaginara con Cien años de soledad y busqué otra experiencia semejante. Entonces empecé a leer El coronel no tiene quien le escriba, de la misma saga. Era un libro chiquito, recuerdo, lo llevaba a todas partes. Aquella mañana en que vi por primera vez al ángel lo tenía entre mis manos, o en uno de los bolsillos de mi campera. Pero no me gustó, desde las primeras páginas sentí que no recrearía en mí


las emociones de Cien años de soledad. Lo deseché para siempre, pues. Pasó el tiempo y me olvidé. Hasta que la vi aparecer ante mí de una manera tan sorpresiva que casi me voy de nuca. Apareció, nada más, ahí a cuatro metros de distancia y encima avanzando hacia mí. Yo estaba sentado ante el escritorio de entrada en la revista Rebelde, hablando por teléfono. Había una puerta cancel, con vidrios, como es habitual, y poco más allá una puerta principal que casi todo el tiempo permanecía abierta. Entró un grupo de cuatro o cinco compañeros, todos “pesados” del Partido, y junto a uno de ellos, como de cuarenta años o más, venía ella. “No puede ser su compañera”, me acuerdo que pensé “el tipo es un viejo”. Pasaron junto a mí saludándome con la mano y yo me quedé tan azorado que en todo el tiempo que duró la reunión, pese a que la hicieron en la ancha sala de Redacción donde también estaba mi mesa de dibujo no me atreví a entrar ni una sola vez. Cuando se fueron yo aún estaba ahí. Me alcanzó esa fugaz aparición para notar que ella estaba cambiada. Su rostro y su cuerpo seguían siendo los de una adolescente, pero ya no vestía como antes. Iba ahora desaliñada, con ropas raídas y una pollera azul muy larga, por lo cual concluí que por fin había terminado incorporándose al PRT. Se cultivaba ese agresivo abandono indumentario en las filas del “partido de cuadros” que también yo integraba. Luego de irse el grupo alguien hizo respetuosos comentarios sobre “Bigote” Carletti, de quien pese a los tabicamientos imprescindibles se conocía que había sido oficial subalterno del ejército, luego hippie, ahora un importante cuadro revolucionario. Alguien hizo un comentario admirativo acerca de la joven compañera que venía con ellos, a quien mencionaron como “la Negra”. En ese tiempo había muchas “Negras”. Era un orgullo decirse “Negra” o “Negro”, era ser proletario. Hasta las rubias se hacían llamar “Negras”, pues representaba una reivindicación de


aquellos a quienes la burguesía aplicaba el nombre con desprecio. Aunque también había negras en serio, es decir, morochonas fuertes o refinadas; para el PRT eran como el arquetipo. La Negra de que ahora hablamos no era ni uno ni otro extremo. De tez blanca, su raza pertenecía a ese intermedio exquisito del mediodía europeo, tan agradable a los clásicos renacentistas, y quizá por ello para mí (estudiante de pintura desde la infancia) tan extraordinariamente motivadora. II Éramos duros. Éramos implacables, especialmente con nosotros mismos. Éramos los militantes más estrictos. Cualquier preocupación por algo que no fuese la lucha revolucionaria se consideraba “una desviación pequeño burguesa”. Recuerdo particularmente una reunión para fijar los salarios de los periodistas de la revista Rebelde, quienes éramos a la vez militantes. Cada uno debía decir cuánto necesitábamos para sostenernos. Luego de una arenga del compañero responsable – quien hablaba con tono quedo y deliberadamente vacilante, pues era además obligatorio ser humilde, como se suponía a todo proletario de verdad – , una arenga donde se tocaron las virtudes de los revolucionarios, la escasez de recursos del Partido y sus grandes erogaciones por las titánicas tareas emprendidas debido al auge de masas, finalizando con un pedido de ajustar a un mínimo posible la valoración de lo solicitado. Todos habían dejado esa valoración librada a lo que el Partido quisiera darles. Cuando me llegó el turno dije sin vacilar: “120 pesos”. Y todos se miraron. Hubo un silencio incómodo. El compañero responsable me preguntó con esa suavidad de monje benedictino que practicaba si no me parecía mucho, teniendo en cuenta que estaba solo y básicamente tenía mis necesidades resueltas, ya que no debía pagar alquiler, impuestos, electricidad, gas, etcétera, dado que vivía en una casa del Partido (la Redacción de


la revista). Dije que no pues yo tenía algunos gastos extra que me obligaban a un presupuesto mayor al de un cordobés común. “¿Como cuáles?”, me dijeron. Mencioné la necesidad de viajar a Santiago de vez en cuando, para visitar mi familia... y los libros... Por el modo en que se miraron comprendí que lo de los libros no cayó muy bien. Con la paciencia de quien trata de inducir hacia el camino correcto a un niño, Ragnero me preguntó otra vez: “¿Los libros te parecen una necesidad vital?” Decidido a ignorar por completo el desdén que se percibía mantuve mi Rebelde con firmeza: – Sí – dije. Rodrigo – un compañero destinado a morir durante el copamiento del cuartel militar de Villa María – , preguntó: – ¿Y qué libros te interesan tanto? – Bueno, dije, acabo de comprar el Tomo I de la Historia de la Revolución Rusa, de Trotsky; me interesa por cierto comprar el tomo II y III cuando salgan. Son bastante caros. Estaba embarrándola peor. El Partido acababa de salir de una relación traumática y tempestuosa con la IVª Internacional, estaba en plena y acelerada stalinización (aunque yo aún no lo sabía) así que venir a citar un Trotsky como necesidad vital era por entonces medio parecido a agitar una ristra de ajo en la casa de Drácula. Pero no me importó. En aquellos tiempos yo creía en la sinceridad absoluta. Y en la libertad individual. Por ello me dirían después “liberal”. Mas volvamos al momento. Finalmente negocié una rebaja de sólo 20 pesos, quedándome con 100, pese a que Rodrigo abogó entre fastidiado e irónico para que me valiera de la biblioteca que teníamos en la revista o le dijera a él los libros que quisiera para conseguírmelos en préstamo. “No es lo mismo”, dije. “Algunos títulos son elementos de consulta permanente para mí”. Eso me trajo aún más miradas reprobatorias y cuchicheos, pero no me importó. Como dije, tenía 23 años y aún creía en la absoluta honestidad.


¿Quieren saber algo más de la Negra? Bueno. El verdadero encuentro sucedió durante una fría noche a finales de mayo de 1974. Yo llevaba un pesado saco negro de corderoy, hecho a medida durante mis épocas de prosperidad, pero lo arruinaba con un viejo vaquero y borceguíes. Me había puesto el poncho azul oscuro que me dejara mi abuelo, al morir pocos días atrás. Esa tarde había ido al cine, a ver una película sobre la vida de Luis de Baviera y Wagner que me había impresionado muy hondo. Lleno de imágenes y emociones había salido abismado. Tenía hambre y me puse a buscar un kiosco para comer un sándwich. Hacía frío y pensaba en un gran choripán con chimichurri y al menos un cuarto de buen vino tinto. De repente recordé la peña del FAS, organizada esa noche de sábado para recaudar fondos. Tuve pereza de caminar hasta allí – había al menos unas diez cuadras – mas pronto salió el duendecillo autocrítico a reprenderme: “¿Vas a dejar tu dinero a cualquier comerciante, en vez de ir a apoyar a los compañeros?”. Caminé bajo el frío sin sentirlo pues iba bien abrigado y mi cabeza llena aún con las imágenes de la película. El lugar era una cancha de básquet, en la puerta algunos militantes cobraban la entrada; pagué, saludé con la mano a una muchacha y otros compañeros que reconocí entre la gente, y fui a sentarme solo cerca del escenario. Era temprano aún – tal vez las diez de la noche – y no estaba lleno, pese a los esfuerzos de los militantes, que habían acarreado a muchas personas de los barrios pobres en colectivo. Es que el local era demasiado grande. Por suerte todo estaba cubierto por un tinglado, así que no hacía frío. Me puse cómodo quitándome los abrigos y esperé, observando a un tipo joven, más entusiasta que afinado, cantar acompañándose con guitarra chacareras y zambas sobre el desnudo escenario. Vino una de las chicas del FAS y preguntó que me servía. Un choripán bien grande, le dije. Y medio litro de vino tinto. La compañera me trajo todo enseguida. Luego del primer choripán


y dos vasos de vino las cosas empezaron a parecerme más lindas. Ahora ponían música de cumbias y algunos bailaban. Ocurrió un incidente. Un borracho perseguía a una muchacha, tratando de tomarla del brazo, pero ella, con cierta familiaridad aunque firmemente reclamaba respeto de él. Reconocí en el acto a la muchacha. Era la chica del FAS, aquella con quien no me había atrevido a soñar. Impensadamente se sentó a mi lado y tomándome del brazo me dijo al oído: “¡Salvame!¡Salvame!”. Me paré como si tuviera un resorte y plantándome frente al tipo – pelo lacio, rudo, fuerte, jediente de vino, bigotito fino – le dije: – ¡Qué te pasa macho... la señorita no quiere ser molestada! ¿No has oído? Yo no las tenía todas conmigo. Pero el tipo se achicó. – ¡Eh!, ¡ahhh!, ¡bueno! – hipó – ¡Yo no quería molestar! ¡Yo solamente le pedía bailar una pieza! – No, ella no baila con nadie porque está conmigo. Así que retirate ¡ya! – le espeté duramente. El tipo se fue pidiendo disculpas. Ella volvió a tomarme del brazo y me dijo riéndose: – ¡Lo has corrido! ¡no lo puedo creer! ¡Es un tipo pesado, camorrero, y peligroso! ¡Vive en el barrio que nosotros trabajamos! El que no lo podía creer era yo. Estaba allí, a mi lado y tomándome del brazo, la muchacha más hermosa que viera en mi vida, de la cual me había negado la menor esperanza por considerar a priori imposible su amor. Me trataba con familiaridad y afecto – pero seguramente porque la libré del borracho, en el acto pensé. ¿He dicho ya que tengo una mente horriblemente racionalista y formal? Una vez que me hago una idea resulta difícil apartarme de ella y en este caso la idea que me había hecho de esta chica es que no era para mí. Actué absolutamente en consecuencia, con total frialdad exterior. La miraba con simpatía, con cariño, estaba feliz y estimulado por el vino, la música vivaz, el humo de las parrilladas, los cigarrillos,


el girar de las parejas sobre la pista de baile, pero principalmente porque ella estaba a mi lado, y me miraban sus ojos marrones, tan grandes y expresivos como nunca conociera, los bucles maravillosos derramándose en guedejas lucientes sobre sus finos hombros, sus labios entreabiertos y húmedos sonrientes, aceptando mi vino y hablando como si nos conociéramos desde hace años, yo me consideré sobradamente pago con eso y no dije una sola palabra fuera de la más estricta cortesía hacia una dama que había pedido mi ayuda y a la cual se la ofreciera con el mayor desinterés. Había algo más que me impedía ensayar galanterías: mi compromiso con Fiama. Fiama había viajado a Río Cuarto para conversar con su familia sobre la posibilidad de casarse conmigo... Y una mordiente conciencia culposa por mis anteriores fallas, por mis anteriores caídas (hablo de cuando aún ni siquiera conocía a Fiama) me inmovilizaba totalmente. La muerte de Laura, desde que sucedió – poco más de un año atrás – actuaba en mí como una horrenda llaga que comenzaba a sangrar apenas la posibilidad de actuar en contra de lo correcto se me presentaba. Entonces a pesar de la hermosura, a pesar de lo amable de esta situación, mi corazón estaba inmóvil, yerto, como el de Amfortas ante el cofrecillo del Grial. Pronto me dejó solo con mis cavilaciones, y fue a proseguir sus tareas, ya que era una de las militantes afectadas a la organización de la peña. Pedí otro choripán y otra jarrita de vino; me dieron ganas de compartirlos, por lo cual me fui con un grupo de militantes que conocía, agrupados ante una mesa larga. Entonces ella vino de nuevo a pedirme que la acompañara un rato pues la habían puesto en la puerta, para controlar las entradas. Nos sentamos junto a la mesita dispuesta para ello, pero no estuvimos ni un minuto solos, ya que la gente entraba y salía todo el tiempo, y muchos compañeros acercaban una silla y se quedaban allí a conversar.


Así, entre idas y venidas llegó la hora de terminar la peña. Eran como las dos de la madrugada, el límite que se habían puesto los militantes pues había muchas familias con niños a quienes debían acarrear a los barrios pobres – bastante lejos. Como no tenía parte en tal asunto, discretamente me deslicé a la calle con la idea de buscar un taxi o tomar un colectivo. Había caminado algunos metros hacia la oscuridad cuando escuché su voz que me llamaba: – ¡No creo que consigas colectivo! – me dijo, desde el ancho portón del club. Qué hermosa estaba, con su poncho de vicuña que la cubría hasta los muslos y sus pantorrillas sólidas emergiendo bajo la falda de lana para introducirse otra vez en los pequeños borceguíes guerrilleros, que le quedaban tan bien. – Creo que tomaré un taxi... – balbuceé sin mucha convicción. – No conseguirás taxi. Están de paro – dijo, sonriente – . Si quieres, te llevaremos con nosotros, en nuestro colectivo. Debemos dejar a la gente en la villa antes, pero volveremos hasta plaza España... ¿te queda cerca, no? Dije que sí. Todo aquello me superaba. Como a una bola de nieve que empieza a ser llevada por el alud, primero serenamente, luego a mayor velocidad. Caminé hacia la Negra con los brazos colgados. Ella se fue presurosa a ordenar el transporte de la gente, y al salir con un grupo de villeros me indicó uno de los antiguos colectivos que se estacionaban frente al local. Subí en medio de la multitud mientras ella volvía para buscar más gente. En la semioscuridad me ubiqué en el primer asiento, junto a una anciana. Pero ella subió con otro grupo y tomándome del brazo me llevó hacia atrás: – Los asientos de adelante se los dejamos para los más viejos e inválidos... – me dijo con suavidad. – Sentate aquí – ordenó. Obedecí. ¿Qué iba a pasar? No lo sabía aún. Por primera vez en mi vida, me veía totalmente inducido a una conducta pasiva,


expectante. Lo aceptaba de buen grado, pero me sentía extraño, irreal. Ella pidió al colectivero que apagara las luces de atrás. Vino y se sentó a mi lado. Viajamos unos minutos en silencio. Luego, ella susurró como en suave queja: – Ay... Tengo que decirte algo... Y no dijo más. Tomó una de mis manos y la apretó, tibiamente... en la penumbra vi que sus inmensos ojos marrones se habían humedecido, como si fuese a llorar... entonces me acercó sus labios... No pensé más... entré en una felicidad suave que borró de mis sentidos cualquier otra sensación... hasta que sentí una corriente de alerta en la cervical... abrí los ojos... y me encontré con la mirada horrorizada de Silvia, una muchacha que me conocía. Me separé bruscamente y nuestra intimidad quedó arruinada. A la vez me invadían en oleadas sensaciones de culpabilidad. Mi novia en Río Cuarto pidiendo autorización para casarse conmigo y yo con esta muchacha. El Grial. Y la sagrada lanza extraviada por mi exclusiva culpa. La herida comienza otra vez a sangrar. Con estas turbulencias en mi corazón llegamos a la villa, la gente baja, un poco aquí, otro poco allá, hasta los penúltimos. Al final, quedamos tres o cuatro regresando al centro en la oscuridad. Silvia aún está allí, aunque ya no me mira. Mi amiga se acurruca en mí. “¿Adónde vas a bajar vos?”, pregunto, con repentino miedo de que me deje solo, culpable y solo. “No sé”, me dice.”No tengo adónde ir”. De repente siento mucha ternura, mucha compasión por ella. Siento una tristeza profunda en su ser, una tristeza como la mía, y se estremece mi alma. “Venite a casa conmigo”, susurro. “Tomaremos matecocido caliente”. Ella se acurruca un poco más y llegamos. La ancha rotonda de Plaza España está aún desierta y la sensación de caminar sobre un planeta deshabitado se acentúa por el transcurrir veloz de algún auto que apenas ilumina la calzada. El frío levanta copos de niebla sobre los ligustros de las


empalizadas. Abrazándonos como podemos bajo nuestros ponchos y tiritando caminamos las diez o quince cuadras que nos separan de casa. Qué levedad el amor. Todo parece cerca, el minutero no existe, no nos hace de cierto al fin y al cabo ni frío ni calor, más que como otro dato risueño de nuestra extendida felicidad. Si cae una hoja como de oro antiguo a nuestro paso rozando las sombras de nuestros ponchos levemente inflados por la neblina es un acontecimiento arrobador. Qué felicidad más inmensa la de esa noche. Momentos que representan milenios. Alegría interior que justifica varias vidas. III Llegamos a casa y luego de indicarle el sofá para que descargara su poncho, su tapado y la mochila hice matecocido abundante, en un gran jarro de enlozado indiscernible. Esa misma tarde había comprado dos grandes tortillas santiagueñas, de las cuales quedaban una y media – era otro de mis “gastos reservados” – . Pocas combinaciones son tan exquisitas. Matecocido caliente; tortilla al rescoldo. El rostro de la Negra se puso colorado y satisfecho; una gotita de vapor temblaba graciosamente justo en la cova de su pequeña nariz; sus labios, hacía poco amoratados y secos por el frío, lucían ahora rojos y carnosos como la pulpa de una ciruela madura. Qué felices éramos. El vapor del matecocido entre nosotros, humedeciendo cálidamente los rostros, el olor denso de viejas comidas acogiéndonos como un amable útero virtual. Cierto es que se debe llevar una vida dura para valorar las pequeñas ventajas del confort como se debe. Pasamos a la habitación. Mi humilde cama de una plaza nos acogió. Tenía tres viejas frazadas que fueran de mi abuela, queridas prendas cargadas de tantas imágenes hermosas de mi lejano hogar. Ella se desnudó con naturalidad. La oscuridad era


tan absoluta que encender el velador hubiera resultado brutal. Prendí pues mi radiograbador, que estaba sobre la mesita de luz; un resplandor suave emergió desde su farito plástico. Dulce resplandor, deslizándose sobre los hombros tersos, los pechos como granadas a punto de madurar, el vientre combo, las piernas largas, adorablemente sólidas, onduladas. Los pies pequeños y perfectos. El calor de la habitación emanaba de nuestros cuerpos y nos sentíamos tan bien, pegados de la cabeza a los pies el uno al otro. Éramos del mismo largo. O casi. Un tiempo incalculable fue el que duró nuestra unión, delicada, respetuosa y perfecta como jamás conociera antes ni conocería después. Navegación de livianos esquifes sobre la mar infinita en calma. Buceo espiritual por las profundidades avanzando entre un ancho panorama de formas azules y armoniosos seres con un majestuoso acorde sin disonancias que nos envuelve junto a la dulcísima sensación de volar, a un ritmo lento, en un itinerario apenas inducido por una corriente invisible que a la vez infunde serenidad y paz. Nos quedamos allí escuchando el latir acompasado de nuestros corazones, durante largo rato. La radio, apenas con un poquito de volumen, difundía música suave. Te diré rápidamente cómo es ser feliz: es como no haber nacido y pese a ello estar consciente de todas las sensaciones hermosas que suscita el universo. Pero en este mundo también cuando eres de verdad feliz todos los escorpiones, las arañas, las víboras, los ciempiés salen de los rincones. El mundo imperfecto que habitamos abomina de la armonía. Si llegas a un momento de equilibrio ideal siempre aparecerá algún plomo a molestar. Habíamos descolgado el teléfono con la vana ilusión de escapar a la conocida fatalidad. Pero empezaron a sonar unos golpes fenomenales en la puerta. Se me heló el corazón. Pocos meses atrás habíamos sufrido un allanamiento policial. Golpeaban con la misma brutalidad. O me pareció.


– No es la cana – dije, por intuición o deseos. La Negra se había puesto tensa junto a mí. Volvieron a golpear. – No le demos pelota. Ya se van a ir. – No se van a ir – dijo la Negra, que intuyó a compañeros y conocía el paño. Siguieron golpeando. A la cuarta vez, como amenazaban derribar la puerta, le dije: – Voy a tener que atender. Luego de ponerme el vaquero me acerqué al hall y sin abrir la puerta grité: – ¡¡Quién es!! – ¡El Tano! – me dijo – Abrí. Se me congeló la sangre. El Tano era el Responsable General del Partido en la Regional Córdoba. La autoridad máxima. – No está ninguno de los compañeros – alegué, con la esperanza de alejarlo. – No importa, abrime – ordenó. – Esperá un poco, voy a buscar la llave – contesté para ganar tiempo. Regresé atribulado a mi habitación, y le dije a la Negra: – ¡El Tano! ¡Qué hijo de mil putas! ¡Siempre aparece en los momentos menos esperados! Vamos a tener que vestirnos. Sin ningún comentario ella comenzó a hacerlo. Salí ya con algo puesto y al abrir la puerta casi lo atajé diciéndole: – Mirá, disculpame, vas a tener que tabicarte un rato hasta que salgamos... no estoy solo, y es mejor que no veas con quien estoy... El Tano se sorprendió un poco pero no puso reparos, era uno de esos tipos para los cuales la disciplina estricta y los códigos se vuelven mecánicos. Grandote, rubio, desaliñado – como corresponde – era famoso por comer cualquier cosa y en cualquier lugar y porque aparentemente no dormía. Los militantes podían verlo participando de reuniones o tareas durante días enteros, mañana, tarde o noche, con ese mismo


talante cansino y bonachón. Era además rígido como el basalto en el cumplimiento de las pautas establecidas. Lo hice pasar a una oficina donde funcionaba la Dirección de la revista y sentarse de espaldas a la puerta. No sé por qué sentí una fugaz y profunda tristeza al verlo allí inmóvil, con la cabeza baja y los brazotes colgando a los costados, como un niño en penitencia, cuando pasamos presurosos y en punta de pies con la Negra. Salimos a las calles desiertas de la gigantesca ciudad como un par de gaviotas lanzándose a sobrevolar el océano. Vivía yo en la zona más alta de una calle con pronunciado declive; llevados por la gravedad y de la mano comenzamos a bajar, los ponchos y su tapado flotando en la oscuridad. Hacía muchísimo frío – 5 grados bajo cero, había dicho la radio – pero no lo sentíamos. Sentíamos únicamente esa tibia luminosidad interior que provee la felicidad. Conversábamos de temas personales mientras bajábamos por Primera Junta pues yo quería mostrarle el edificio que había comprado el Partido para instalar allí la imprenta. Empezábamos a rozar ya cuestiones que debían ser secretas, pero hacía rato que había dejado las prevenciones para entregarme completamente a esta muchacha con quien todo era tan armonioso y fácil como si nos hubiéramos conocido durante siglos. De allí seguimos bajando, por Boulevard Junín... hacia la Terminal. Queríamos tomar algo caliente y el primer lugar que se me había ocurrido era el bar de la gigantesca Terminal, que para mí, como foráneo, era una referencia confiable. El bar estaba muy concurrido, pero era tan inmenso que uno podía encontrar mesas apartadas sin dificultad. Era uno de los bares, en realidad, pues había varios. Estaba en el último piso, y desde sus anchas vidrieras se podía ver el ir y venir de los colectivos – que en aquel tiempo comenzaban a ser espectacularmente grandes – , una linda plaza que había o parte la ciudad. Elegimos sentarnos junto a una vidriera desde donde se podía ver otro bar, con algunos pocos pasajeros esperando


allí, y un pasillo ornamentado con gigantescas macetas y plantas. Tomamos café con leche y comimos medialunas. Entonces fue que ella me dijo que no estaba sola. Vivía, desde unos meses atrás, con un hombre... un compañero del Partido. Lo sospechaba: difícilmente una mujer como esta podía estar sola. Además aquella visita a la Redacción, con “Bigote”... Sólo que yo había preferido no mirar, negar interiormente esa posibilidad. Ella continuó: era pareja, efectivamente, de “Bigote” Carletti... ¡Gran problema! “Bigote” – de quien conocíamos el nombre por ser un representante “legal” del partido – , era otro de los responsables generales del partido en Córdoba, miembro del Comité Central.... – aunque se suponía que yo, oficialmente no lo sabía aún. Más por si hiciera falta: estaba embarazada como de un mes y medio (todavía no se notaba, pero la prueba había dado positiva). Me puse grave y serio cuando dije: – ¿Te quieres venir conmigo? Me haré cargo de tu hijo. Ella dijo que sí. Quería venirse conmigo. – Pediré que nos cambien de Regional – continué. – Iremos al campo, en Santiago. Allí militaremos entre los hacheros, viviremos en una casita entre el monte y criaremos al niño... Me parecía todo fácil; noté que ambos lo imaginábamos al expresarlo... Estuvimos allí un larguísimo rato, acurrucándonos el uno con el otro, como dos náufragos sobre una pequeña balsa entre los témpanos y la oscuridad. Acabábamos de entender las grandes dificultades que se abrían por delante. Empezó a clarear. Ella no sabía si quedarse conmigo o volver a casa. Le dije que llamara por teléfono, avisando que iría enseguida, que fuera a descansar y nos encontráramos más tarde. Vivían junto a otros compañeros – tres parejas más – en una casa


operativa. En ese momento “Bigote” no estaba; había viajado a Rosario, pues se preparaba un gran congreso del FAS. – Debemos hacer las cosas bien – le dije – . No escapar como ladrones. No estamos haciendo nada malo. Tenemos derecho a amarnos, ¿no? Volvió de la cabina telefónica con expresión triste, luego de haber hablado con el encargado de la casa. – Me retó. Me dijo que soy una irresponsable. Estaban todos preocupados pues no sabían dónde andaba. La acompañé hasta que subió a un taxi y le puse en el bolsillo dinero para que lo pagara. Volví a mi cueva. Estaba tan cansado que no pensaba en nada. Al llegar encontré la puerta infranqueable. El Tano se había llevado la llave. Era de esperar. Ellos, los capos, poco se preocupaban por un pinche como yo. Durante un momento traté de levantar la liviana cortina de madera pues a veces dejábamos alguna hoja de las ventanas abierta; así había entrado la cana aquella vez que nos llevaron a Ragnero, a Matarollo y a mí. Desistí enseguida; era un trabajo engorroso, la ventana demasiado alta y si levantaba de un lado la cortina bajaba del otro. Decidí meterme por el pasillo de una casa chorizo, de departamentos, que había al lado. Una vecina asombrada me miró escalar la tapia: “perdí la llave”, le expliqué y lo creyó, pues me conocía. Por suerte la ventana de atrás, que daba a mi pieza, estaba semiabierta. Así que entré y en el acto me acosté a dormir. Cuando desperté estaba cayendo la oración. Me levanté en el acto. A las 8 iba a venir otra vez la Negra; debía bañarme y ponerme listo para esperarla. Fue puntual. Olorosa a madreselvas con el pelo mojado. No quise someterla al esfuerzo de escalar la ventana ni a que los vecinos cuchichearan viéndola subir a las tapias, así que le pedí sostener la persiana para salir. Ya fuera, la invité a cenar. Había pasado el momento de la mutua apetencia sexual, ansiábamos conocernos, conversar, estar juntos, en esa


comunión dichosa que se vive al encontrar a alguien con quien armonizamos desde lo más íntimo. Fuimos al Rincón Salteño. Era un lugar mágico donde preparaban comidas del Norte y muchas veces actuaban folkloristas, espontáneamente. La Negra no lo conocía. Pronto la noté fascinada. Pedimos empanadas, locro, chanfaina. Vino tinto. El mesero – un hombre elegante de rasgos incaicos – se ubicó en el centro del salón haciendo unos bellos pasos de zamba y revoleando con gracia la servilleta blanca para comenzar a recitar un poema de Jaime Dávalos. Lo hizo con tanta sensibilidad que todos callaron para escucharlo y se notaron algunos ojos brillosos. Enseguida anunció que entre los concurrentes estaban dos de Los Cantores del Alba e iban a actuar. La Negra abrió grandes los ojos (ya los tenía bastante grandes, les recuerdo). Ellos estaban vestidos como gauchos, de blanco y algunos toques negros. Con guitarra y bombo atacaron temas conocidos. La Negra estaba fascinada. Y yo doblemente feliz. Amo mucho a mi tierra, a mi cultura, a mi raza. No olvido cómo me lastimaba el alma cuando, a los 13 años, estando por primera vez en Buenos Aires, los adolescentes porteños se referían a nuestras costumbres como “cosas de negros” y me llamaban “santiagueño” con un tonito de desprecio burlón en la voz. Por obstinación decidí entonces no renegar jamás de mi querida Patria, Santiago del Estero y todo el Norte argentino, pues compartimos un bagaje similar. Así que cuando alguien disfrutaba de mi música, mis comidas y mis paisanos como lo hacía la Negra esa noche – se le notaba en el rostro – yo me sentía en el colmo de la felicidad. Esa noche estuvimos como hasta la una de la madrugada allí, escuchando folklore y poemas, tomando algo de vino y mirándonos a los ojos tomados de la mano durante largos ratos, sin necesitar nada más. Otra vez debí darle dinero para el taxi, y eso también me gratificó.


Sin embargo, cuando iba llegando a mi barrio luego de caminar deliberadamente para pensar un poco sobre la situación no me sentía muy bien. Intuía – o temía – que la felicidad se iba a terminar. Comenzarían otra vez las pesadumbres y el dolor. La pequeña parada en esa isla paradisíaca se aproximaba a su final. Pronto seríamos llevados de regreso al mar de lágrimas. IV El lunes por la mañana el mundo volvió a la normalidad. La Redacción recuperó su ritmo alocado, con gente que iba y venía a cada rato, reuniones en todas las salas, humo de cigarrillos, restos de comida y café aquí o allá, el teléfono que no cesaba de sonar. Fiama regresó esa tarde y llamó. Por el tono de mi voz percibió claramente que iba a decirle algo grave, cuando fuera a encontrarme con ella “unos minutos”, como le prometí. Aproveché que debía retirar varias resmas de papel de un depósito para correrme en la camioneta hasta su departamento. Le pedí disculpas diciéndole que disponía de muy poco tiempo, pues necesitaban la camioneta para viajar a Oncativo – lo cual era cierto pero ayudaba a justificar mi deseo de pasar por ese trago muy rápido – ; así, me quedé frente al volante luego de invitarla a sentarse a mi lado. Tuvo que ayudarme para que le confesara todo, con cuentagotas, pues sólo quería por mi parte romper el compromiso. Me sentía incómodo y culposo, aunque decidido a llegar hasta el final. Repentinamente asumió la situación y se fue, haciendo temblar la pequeña camioneta con su portazo. Me di cuenta que pese a haber tratado de limitar al mínimo mi diálogo con Fiama habíamos ocupado con ello más de media hora. Tendría que haber regresado con las resmas a la Redacción antes de las 9 de la noche; eran las 9:26. Sudoroso y atribulado, casi choco a un camión por meterme de contramano en una


cortada para llegar a tiempo. Cuando frené sonoramente ante a la revista todos estaban en la puerta. El Viejo Cortigianni, Ragnero, Kico, Alicia, Rodrigo, la Graciela, me miraban como si emergiera de entre los muertos. Devolví las llaves a Ragnero y pasé hacia mi habitación, soportando sus regaños sin detenerme. Todo como debía ser. Estábamos reingresando al mar de lágrimas. Esto ya no iba a detenerse, ¡qué esperanza! El martes por la tarde nos encontramos con la Negra para ir a ver una habitación que planeaba alquilar. Había anunciado al posadero – un gordito de apariencia amariconada – la posibilidad de ocupar el sitio “con mi esposa”. Por ello requería un espacio reservado y baño independiente. Presenté a la Negra como mi esposa, pues. El gordo le dio la mano fugazmente y sin mirarla. Luego nos llevó a ver una habitación grande, pero espantosamente húmeda y fría – como comprobaría después – en el altillo. De allí fuimos con la Negra caminando hasta cerca de casa. Dubitábamos penosamente acerca de si debíamos separarnos o irnos a vivir juntos en ese mismo momento, sin buscar siquiera nuestros equipajes. Ella me dijo: – Tengo miedo de que cuando llegue Eduardo nos separen... Estaba afectada por severos presentimientos... – Quedate tranquila – dije yo, “hombre maduro”. – Haremos las cosas bien, podremos irnos en paz, y continuar militando... Con frecuencia me arrepentiría después de aquél conservadurismo excesivo. Mas, ¿cómo saber lo que nos depara el Destino? Tuvimos hambre y nos sentamos a comer panchos en un carrito que había justo donde doblaba La Cañada, al finalizar la declinación de Brasil. La regañé suavemente por haber permitido que sus manos se pusieran ásperas, siendo ellas originalmente tan delicadas y hermosas. Por andar con aquellas ropas raídas, ni siquiera de su talle... sólo porque el Partido


imponía ese aspecto desastrado a sus militantes. Me dolía ver su hermosura disminuida por aquel ropaje inadecuado, ajada en partes por una vida deliberadamente llena de privaciones. Cómo iba a saber que esa era la última vez que estaríamos juntos con relativa tranquilidad. V Cómo saber hacia dónde nos lleva el destino o cuáles acciones debemos elegir. Somos en los momentos más importantes de nuestras vidas semejantes a los difusos prehumanos sin ojos que se dice vagaban entre la niebla durante el período Lemúrico. Cayó sobre nosotros el peso de las leyes proletarias descargado a través de su partido revolucionario. Fuimos por algunos días el escándalo de toda la “buena sociedad” (la que se creaba en las catacumbas, por cierto, para sustituir a aquella otra y decadente sociedad burguesa). Sabía que el martes llegaba nuestro Responsable General del Frente Legal desde Rosario. Sabía que apenas llegase, su compañera le diría que se había enamorado de otro hombre, mucho más joven y de menor jerarquía que él. Considerando que ambos éramos revolucionarios, locamente nos había parecido que las cosas se resolverían fácilmente. No fue así. Esa misma tarde se citó a reunión ampliada con las tres células que actuaban en el área prensa (dependiente a su vez de la sección Legal del Partido). Formando círculo a mi alrededor, había veinte compañeras y compañeros que me observaban con expresión sombría. Sentado sobre la misma cama que acogiera aquellos instantes maravillosos con la Negra tres días antes, esperaba ahora lo que intuía iba a ser una dura embestida como resultado de nuestro amor. Me fastidiaba soberanamente que se entrometieran en mi vida personal – y la de la Negra. Por ello había decidido negarme a tratar el tema en caso de que eso fuera el motivo de la convocatoria.


Ragnero, el responsable de mi equipo, comenzó con cierto embarazo la reunión, anunciando que se iba a tratar un tema que incluía a dos compañeros y que se estaba analizando simultáneamente en otros lugares de la ciudad, debido a que afectaba seriamente a nuestra organización. Por fin me nombró, anunciándome que el Partido me daría la oportunidad de exponer mis razones, pero por cuestiones operativas ya se había tomado una resolución. Pregunté cuál había sido esa resolución; se me dijo que oportunamente se la iba a comunicar a todos los miembros del Partido de un modo oficial. Entonces dije que no iba a hablar absolutamente nada del tema ante semejante asamblea. Que me parecía una gran falta de respeto a la persona de quien se solicitaba informes. Consideraba que esto era un asunto personal que afectaba a tres: la Negra, su marido y yo. Dije que me negaba a discutir absolutamente nada sobre esta cuestión, y que si era un hombre de verdad, Carletti debía venir a tratar este asunto directamente conmigo, en vez de apelar a tan aparatosa movilización de compañeros por un asunto que le competía arreglar únicamente a él. Esto cayó como una bomba. Estaba sugiriendo que el Responsable General no tenía la suficiente dignidad y hombría para defender por sí mismo algo tan caro y personal como su propio matrimonio. Nadie contestó una palabra, el enfurruñamiento y la incomodidad se acentuaron en los rostros. La reunión fue a las tres; naturalmente, todos habían sido puntuales; se levantó a las 3,30, luego de mi negativa a tratar el tema para el cual fuera llamada. Poco después de las siete, con cierta contenida indignación repetí eso ante el propio Carletti. Le dije que si él tenía un poco de dignidad, debía respetar la voluntad de quien había sido su mujer, aceptar su libre deseo de venirse a vivir conmigo y


aguantarse el dolor de la separación como un hombre. Nosotros no éramos débiles, por eso habíamos decidido hacer la revolución. No podíamos andar gimoteando como ahora lo hacía él, suplicando conmiseración a una mujer que no nos quería o utilizando artimañas moralistas para obligarla a quedarse. Carletti era un tipo grandote; se me ocurría que un solo puñetazo de sus tremendas y peludas manos hubiese bastado para tirarme a dos metros de distancia. Sin embargo estaba completamente derrumbado. Me había tratado constantemente de “hermano”. Sentado en la cama a mi lado – la misma cama que hace tres días acogiera nuestros cuerpos – , había soltado las lágrimas al contarme que apenas al llegar La Negra lo había sorprendido con la novedad de que se había enamorado de mí. Y lo quería abandonar, para venirse a vivir conmigo. (La Negra había cumplido fielmente con lo pactado.) Carletti me dijo que el mundo se le había venido abajo. Me contó de un anterior matrimonio, un fracaso y de sus graves depresiones, que en algún tiempo lo llevaran incluso hasta a apelar a la droga – dependencia que había superado “gracias a los compañeros del Partido”. Yo no conocía nada de eso, ni me interesaba. Sólo quería que se fuera y nos dejara en paz. Pero él siguió su monólogo. Hoy había únicamente dos cosas que le daban sentido a su vida: el Partido... y La Negra. Si yo le quitaba a su amor, no sabía lo que iba a pasar con él. Me pidió que reflexionara. Yo era joven... a diferencia de él, que ya tenía 38 años, según su criterio yo tenía mucha vida por delante y la oportunidad de construir algo sólido. Incluso sabía que ya había estado haciéndolo con Fiama, “una excelente compañera”, hasta el momento de este sorpresivo romance con La Negra, que seguramente iba a ser pasajero y del que luego seguramente nos íbamos a arrepentir. Me pidió por favor, en honor al afecto que nos teníamos y a mi lealtad al Partido, que renunciara indefectiblemente a la Negra. De cualquier modo, no


tendríamos otra alternativa. El Comité Central del Partido había decidido respaldarlo plenamente y había “ordenado” a la Negra que continuara con él, luego se me ordenaría alejarme, a través de mi responsable. Me indigné. Lo traté duramente. Le dije que solamente un pusilánime podía recurrir a esos métodos extorsivos para secuestrar prácticamente a quien ya no lo amaba. Di la conversación por terminada, e incorporándome le pedí con firmeza que se retirara de mi dormitorio. Él levantó su corpachón – bien proporcionado y seguramente atractivo para las mujeres, pero muy deslucido por el abatimiento – para salir, arrastrando sus grandes zapatos desagradablemente cubiertos por gruesas costras de barro seco. Me quedé solo y conmovido. Ahora el mundo se me estaba derrumbando a mí. Ponerme al Partido en contra significaba también perder todo lo que tenía. No era mucho, en verdad: una habitación – en un lugar muy cómodo, había que reconocerlo – , un puesto de periodista con sueldo bajo pero suficiente, la pertenencia a un movimiento que también le daba un sentido claro – aunque bastante peligroso – a mi vida. Podía vivir solo, sin embargo. A diferencia de muchos compañeros – entre los cuales se enlistaba Carletti – para mí el Partido no lo era “todo”. Por ello decidí enseguida que si para llevar adelante mi pareja con La Negra me obligaban a desobedecer al Partido... pues a la mierda el Partido. VI Muchos años después aprendería que los actos de los humanos dejan huellas indelebles. Semejante a una filmación, este registro puede consultarse incluso hasta miles de años luego, cuando se posee la sensibilidad necesaria. Pero aún sin percibir estos niveles, donde se presentan en sucesión perfecta nuestras imágenes, ellas impregnan y modifican de tal manera la


atmósfera de los sitios donde han existido, que se puede sentir suavemente su presencia si uno está en silencio y solo. Durante esas horas de soledad en que meditaba acerca de aquellos acontecimientos de los últimos días por los cuales todos nos condenaban, me acompañaban las imágenes de ese amor divino, repetidas una y otra vez en la semipenumbra de mi dormitorio por lo que yo creía una imaginaria emanación de mis recuerdos, mas luego – muchos años después – comprendería no eran otra cosa que las verdaderas, preciosas estampas de nuestros dulcísimos actos y emociones de aquella madrugada incomparable. Los acontecimientos externos siguieron el orden que un detestable sentido común podía suponer. El Partido decretó que no debíamos intentar siquiera la loca aventura de nuestra unión. Todo debía seguir como hasta entonces. La Negra con “Bigote” y yo... debería arreglarme como pudiese, pues se me prohibía estrictamente cualquier acercamiento a la muchacha. Me sobrevino una depresión extrema y un sentimiento de culpabilidad torturante. Quienes me tenían afecto y estaban más cerca de mí – Silvia, Rodrigo y su compañera, otra “Negra” – , me aconsejaban constantemente, instándome a renunciar a una pasión considerada pasajera, a un romance que tanto perjuicio traería a nuestras vidas pero particularmente al Partido, por el golpe tremendo sobre nuestro Responsable General que esto significaba. También me aconsejaban volver con Fiama. Una noche, luego de largas pláticas, decidimos entre todos que intentaría obtener el perdón de Fiama: ese debía ser el camino de mi “recuperación”. Fiama –una militante básica, prolija–, era hermana y cuñada de cuadros importantes del área militar. Algo especialmente adecuado para un pequeño burgués rebelde como yo. Seguramente el profundizar los vínculos con esa área, considerada “la crema” del PRT, iba a beneficiar mi evolución militante. Consideraban, además, que continuar el noviazgo


interrumpido iba a “curar” mis muy evidentes desconcierto y dolor. Para animarme más me llevaron con su auto hasta la mismísima puerta de la casa de Fiama. Se fueron, dejándome allí con el talante exacto del penitente, que luego de una dolorosa confesión y el rezo de innumerables pésames se adelanta para comulgar, todavía con la duda de si el sacerdote no quitará la mano, con la anhelada hostia del perdón, en el momento justo en que uno abra la boca, pues ha advertido un resto de infamante pecado en nuestra mirada. Fiama me atendió con expresión circunspecta. Estaba estudiando, lo cual dotaba de una opacidad más hosca al oscuro tono de sus ojos pardos tras los pequeños cristales. Fiama no perdonaba ninguna ofensa. Luego lo sabría yo con reiterada confirmación... ¡ay! ¡cómo lo sabría! Escuchó con escepticismo mis autoincriminaciones, mi dolida solicitud de perdón y mis mentiras acerca de que todo se había limitado a unos paseos juntos, algunas charlas en la confitería y un encandilamiento mutuo ya superado. No sé por qué me aceptó. Me di cuenta que no creía en absoluto mis explicaciones. Por naturaleza era extremadamente desconfiada. Y en lo referido a mí, se proponía aplicar una actitud precavida en todo lo que hiciéramos juntos. Me lo dijo. Ahora bien, ¿por qué lo acepté yo? ¿Por qué decidí someterme a un compromiso que íntimamente temía, con alguien que amenazaba ser para mí semejante a un fiscal permanente en mi vida? Venía demasiado golpeado por la muerte de Laura – hacía entonces poco más de un año – , la culpa era una llaga terrible, un dolor espantoso que ansiaba por todos los medios calmar; buscaba, como un sonámbulo en el infierno, algún camino para quitarme un poco de aquella lava abrasadora que recubría mi corazón, martirizándolo como si lo tuviera en las manos, expuesto a la arenosa ventisca del desierto. Cualquier felicidad


posible me estaba negada. Debía aceptar este sino para enfrentar el calvario de mi redención. Dije que sí. Estaba dispuesto a aceptar cualquier cláusula. Para sellar esta absoluta rendición invité a Fiama a monitorear mi última cita con la Negra, fijada para ese viernes. El Partido había decidido otorgar este último encuentro a su pedido, pues ella manifestó necesitar comunicarme sus sentimientos por última vez. Nos encontraríamos de día, en un bar. Para no dar oportunidad a ninguna tentación, se nos había otorgado solamente cinco minutos... con la recomendación de que fuese, en verdad, la última despedida. VII Andábamos atareados y ansiosos. Desde las nueve, en que pasara a buscar por su casa a Fiama, ella iba a mi lado observando las tareas. Entregábamos paquetes con volantes, impresos el día anterior, por diferentes lugares de la ciudad. El trabajo debía hacerlo yo, manejando la camioneta hasta los villorrios más remotos, donde el FAS tenía comités. De la parte trasera de la camioneta bajaba los atados de acuerdo a las necesidades de los compañeros. Fiama colaboraba anotando en un cuaderno la cantidad entregada en cada barrio. Continuaba su hostilidad. No había cesado de recordarme que estaba en observación, y lamentarse por haber vuelto a creer algunas de mis afirmaciones. Dudaba si esto terminaría bien. Yo trataba de convencerla. Rápidamente llegó el mediodía. Nos dirigimos al bar donde tendría lugar la cita; por suerte pude estacionar en una playa muy ancha que tenía en su frente. Fiama debía esperarme allí mientras me despedía de la Negra para siempre. Me reiteró que se lo dijera con claridad.


El bar era un infecto refugio de camioneros. Amplio y oscuro, su atmósfera, ahíta de olor a fritura y humo de cigarrillos me repugnó. Esa impresión se convirtió en súbita pena cuando vi a la Negra, que solita al lado de una mesa me esperaba. Llevaba una pollera larga, como de gitana, plena de flores rojas y negras, y los cabellos colgando a sus costados en anchas trenzas. Casi no hablamos. Me preguntó cómo estaba. Le dije que desconcertado y abatido. Pregunté a mi vez si le habían aplicado alguna sanción. Contestó que sí. De militante la habían rebajado a “contacto organizada”, el nivel más bajo del Partido. Y le habían dado tareas hasta atosigarla. Con los ojos llenos de lágrimas, me tomó de las manos; luego, sacando con extremo cuidado un paquetito de papel de un monedero artesanal que llevaba al cuello, me lo dio. Percibió mi nerviosismo y me susurró: – Andá, por favor, si te esperan... Mi corazón se sintió agradecido de la extrema comprensión que manifestaba hasta en los momentos más difíciles. Secó sus lágrimas con un pañuelito blanco apuntillado y se incorporó un poquito para besarme. Nuestros labios apenas rozaron las mejillas; me levanté y salí sin darme vuelta. Fiama me dijo que había demorado mucho. Cuando íbamos en camino, me preguntó por lo sucedido. “Escribió una carta...”, le dije. Me la pidió. Y en un gesto de cobardía que muchos años después iba repetirse, se la entregué casi como en un acto reflejo. – ¿La leíste? – inquirió. – No – contesté. Entonces abrió con rudeza el delicado paquetito, que había sido armado al estilo escolar, y con un gesto de furia lo observó. – ¿Serías tan amable de leerlo en voz alta? – supliqué. Lo hizo con voz metalizada por la ira. Las frases “te amo” o “nunca te olvidaré” motivaban comentarios sarcásticos o crueles


cada vez que aparecían en el texto, que había sido redactado con letra prolija y tinta verde sobre un fondo de tenues florecillas. En una carta que ocupaba ambas caras, la Negra me decía que se sentía culpable por haber precipitado esta situación, aunque por suerte los compañeros del Partido la habían obligado a reaccionar luego de largas sesiones. Por otra parte, los sentimientos suscitados en su corazón por nuestro encuentro le resultaban indescriptibles y seguramente no volvería a amar a nadie así. Le desgarraba el alma separarnos; entonces hablaba de las responsabilidades de los militantes y de la resolución del Partido, correcta por estar tomada con la mayor objetividad y comprensión de las circunstancias políticas en la cual nuestra actitud no encajaba. También se refería al juramento excepcional por el que nos habíamos comprometido como revolucionarios a no tener otro objetivo mayor que los intereses de nuestro pueblo y la revolución. Por disciplina, por humildad, por amor a la Revolución y a nuestro Pueblo, debíamos aceptar entonces sin protestar la decisión partidaria... Pero ello no impediría que jamás me olvidara. “Si muero en combate, como es posible que suceda, tu nombre será la última palabra que pronunciaré”, decía, antes de finalizar. Al llegar a este párrafo Fiama se negó a seguir leyendo. – Está bien... – le dije – . Está bien... – Bueno, ¿qué hago con esto? – replicó, agitando la cartita de la Negra... – No sé... dámela... – vacilé. – ¿Cómo? ¿Piensas guardar el recuerdo de esta puta?... – se indignó. – ¿Y vos qué quieres hacer? – pregunté. – ¡Romperla! – espetó como si se tratara de algo obvio. – Está bien... está bien... rompela... – concedí. Y en el acto me sentí el peor hijo de puta que hubiera pisado esta podrida Tierra durante los últimos mil novecientos setenta y cuatro años.


Epílogo Habíamos llegado a Rosario en grandes colectivos, con cerca de dos mil compañeros cordobeses, para participar del Vº Congreso del FAS. El estadio, inmenso, se veía muy concurrido, pero quedaban algunos espacios sin gente aún en las tribunas. Estaba nublado y hacía mucho frío. Yo me había inclinado, refregándome los doloridos ojos, con Fiama a mi lado y los carteles, muchas figuras del Ché y grandes banderas desplegándose alrededor. – ¿Quieren comprar la Estrella Roja? – escuché ofrecer a una voz conocida. Frente a nosotros, parada en la grada de abajo, La Negra me extendía su mano derecha con la revista. Bajo el otro brazo llevaba una pequeña pila. Vestía su tapado marrón cubriendo un descolorido pulóver; un par de botas sin lustrar sobre medias de lana emergía bajo una pollera cuadriculada (la misma de la primera vez, pensé, sólo que ahora con algunas manchas). Envolvía su cuello una vieja bufanda, sobre la cual se derramaban aquellos bucles como de bronce, con desordenada exuberancia. Se quedó allí mirándome un largo rato, como lo haría una niña abandonada. – No, gracias – dijo con acento gélido al cabo de unos segundos, Fiama. Entonces ella hizo una mueca triste, dijo “está bien”, y se fue. Guardo estas imágenes con unción en mi memoria. Pues ya jamás la volví a ver.


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.