Julio Carreras (h)
cueRtos Cuentos cortos y relatos
PAPILLÓN
Arrepentimiento -Padre, perdóneme: ¡he pecado!- exclamé, en un súbito rapto de compunción. El sacerdote estaba inmóvil en su casilla de confesor, frente a mí. -Tenga piedad de este miserable gusano... ¡no me niegue su absolución!-imploré. Los ojos fríos del padre estaban fijos en mi rostro; pero nada me respondía. -¡Oh!... ¡Qué torpe y perverso he sido, frágil hoja de alerce, juguete inerme en el torbellino de mis innobles pasiones! ¡Violento y cruel, irreflexivo, temerario desafiador de la ira de Dios!... El sacerdote ni se movía. -¡Malhaya la hora en que permití a mi mano volar a la espada! ¡Malhaya mi sangre española, heredera de endriagos milenarios! ¡Malhaya mi facilidad para la estocada!... Nada me decía.
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-Padre... ¿no ha de perdonarme? ¿Va a dejarme cargar por siempre con esta cruz en mi conciencia? ¿Tan terrible fue mi pecado?... Tal iba a ser mi destino, al parecer, pues el cura no modificó ni un ápice su fría expresión. Me retiré, entonces, acongojado y llorando. Por desgracia, mi estocada había sido demasiado certera. Su corazón, agujereado, ya no le daba vida para responder.
Hembra
Felipe estaba solo. Muy solo. Por eso le pareció un sueño cuando la muchacha aceptó bailar con él. (Y más sueño le parecería luego, cuando aceptara ir a su rancho). Nadie la conocía. Las escasas mujeres del poblado la miraron con odio. Y los hombres lo miraron a él con envidia, cuando se la llevó. Necesitó dos tubos de ginebra para animarse, pero lo hizo. Nunca gozó Felipe deleites tan hondos y sostenidos como esa noche, en su cama. Entre vahídos de placer le pidió, en la oscuridad: "¡quédate a vivir conmigo!" Ella aceptó. En la rosada penumbra de la paloma Felipe recordó la noche pasada, y percibió el bulto del cuerpo a su lado. Como quien constata la materialidad de su dicha estiró la mano. Tocó una piel peluda. De un salto, se levantó. El grito debe haber asustado al animal, pues abandonó la cama con la velocidad de un relámpago. Dando un brinco poderoso la mula salió por la ventana. Felipe, con la boca abierta, la vio perderse, entre las retamas.
Sangre fría
Lo maté de un solo tiro. Después, con mi cuchillo de caza, le corté la cabeza y la tiré hacia atrás; sin darme vuelta a mirar dónde caía, pedí tres deseos. Finalmente me fui a desayunar (café con leche con chipaquitos) al bar de la estación YPF. Me percaté recién, a través del vidrio sucio, que al salir había dejado desierta la sala de videojuegos.
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Amnesia -Yo escribo para olvidar -sostenía un poeta amigo de mi padre. Trataba de justificar así quizá sus faltas de ortografía. Pues sus escritos prescindían fatalmente de puntos, comas, haches, acentos o distinción alguna entre "ve" cortas o "be" largas.
Un libro apócrifo de Aldous Huxley
No existe lo fantástico: todo es real. André Breton En el comienzo hay alguien que parte, en un tren. Se describe la estación, y el andén. Es de mañana en el primer párrafo. Lo cual no impide que el segundo comience con la siguiente frase: La luna reina serenamente en un cielo violeta, sobre las nubes. El argumento me cautiva. Trata de un hombre gusta de vivir del modo más agradable que sea posible, viajar y gozar de las exposiciones de arte, del mejor licor y de las diversiones. En las últimas páginas, descubrimos que el protagonista sufre un desdoblamiento, por el cual, no es él quien goza de los placeres sino otro hombre, que habita en su interior, y lo utiliza como vehículo de sus impulsos. Entonces el personaje lleva sobre sus hombros la parte más pesada de los placeres del otro: así, cuando quien habita dentro de él decide trasladarse de un lugar a otro, es él quien debe sufrir el peso del camino, haciendo de caballo. Sin embargo, exteriormente se viste y perfuma como si de verdad él fuera el otro. Hoy, él y el otro van a salir a dar un paseo por el bosque, a caballo. Meditando tristemente, da los últimos toques a sus brillantes botas y a sus breeches. Comprende que de esa forma sólo está vistiendo al otro, que se ha posesionado de una manera tiránica de su voluntad, no a sí mismo. Trata de escapar y de mirarse, pero no puede, ya que una oftalmanía lo obliga a fijar su vista en una mosca que se ha posado sobre una pared, y le es imposible apartar los ojos de ella. Afuera, se oye el gorjeo de los pájaros. Amanece. En la cárcel de Córdoba, una tarde calurosa de 1980.
El tango que me llevó 3
Me fui a caminar por entre las callejuelas de Villa Siburu en busca de una casita humilde para alquilar. Había dejado sólo por un momento a mis hijas, con ese objeto. Mientras conversaba con una señora intuí que algo le sucedía a la más pequeña. Regresé presuroso y la encontré llorando. Había vomitado sobre el cubrecama donde durmiera, y el suelo. Resignadamente limpié todo, asombrado interiormente por el modo en que mi hija había percibido mi ausencia. Cuando regresó Cecilia salí de nuevo tratando de hallar una peluquería. Era una noche nublada. Mientras reflexionaba parado en una esquina acerca del camino a seguir, me apoyé en el ventanal tapiado de una casa abandonada y me puse a cantar un tango. De tras la pared me contestó el eco -eso creí, al principio. Me gustó el efecto, y una y otra vez repetí frases del tema ("Vuelvo al Sur"), para provocar al eco. Me quedé pasmado, ustedes se imaginarán, cuando habiéndome callado, el eco siguió cantando aquel tango que iniciara, hasta agregar una estrofa completa. En ese momento cruzaba por la esquina un agricultor, de quien me daba cuenta que hacía tiempo me quería conocer. "Al sólo efecto de participarle" la rara situación, lo llamé. Se acercó contento, pues la oportunidad de entablar relación se había presentado. Un hombre robusto, seguramente de origen italiano, como de cuarenta años. Me explicó que esto era un fenómeno frecuente, producto según él de que allí mismo había muerto un estudiante de magia. Me invitó a su casa. En el umbroso living estaban a mi lado, sobre unos fofos sillones, además de mi nuevo conocido su esposa y sus hijos, todos ellos gente muy agradable. Particularmente me agradó e inquietó la hija del agricultor, quien fijaba sus ojos azules en mí todo el tiempo. No se molestaron cuando les dije que no gustaba de tomar nada, pero me fue imposible eludir el disfrute de un par de masitas. Cuando regresaba, cerca de la Terminal vi una peluquería abierta y me introduje. Antes miré el reloj: la una y cuarto de la madrugada. No hallé al peluquero. Estaba por retirarme cuando por una entrada lateral se presentó de un modo truculento un peluquero skin head. Sólo para darme una tarjeta rosada, con los horarios de atención -que no incluían al presente- y ofrecerme además los servicios de su esposa como hechicera. Cecilia me dijo al llegar a casa que debía desconfiar de los hijos del agricultor. Según su criterio, el "estudiante de magia" que reproducía mi voz desde el interior de la casona en ruinas, era él. O ella, Cecilia sostenía que todos eran andróginos, pues manejaban de un modo artero las energías de la tierra. Recuerdo todos estos sucesos desde un siniestro bar, en la Costa del Marfil, mientras cantan unos mariachis importados, y en la cabecera de mi mesa bromea con uno y otro esa morena joven, flaca, sensual. Sé que no es ella, pues bajo de esa manifestación estoy reconociendo la energía vital de la hija del agricultor, a quien conozco ya demasiado bien; tiene la camisa abierta y escapan un poco sus pechos medianos y largos, morenos, duros. Le indico esto pues supongo que no se dio cuenta y al advertirlo la molestará. Mas ella me dice que no lo piense, por el contrario se siente muy cómoda así. Ella ha logrado quitarme de mi casa, usando los ecos del tango.
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Partido mi corazón, no atina sin embargo al regreso -aunque tampoco dispongo de un centavo para ello. Compungido al extremo por mi suerte, no me queda otro camino, entonces, que llorar.
La Paja del Ojo Germán Loy tuvo la posibilidad de editar una revista perfecta. Púsole de nombre "La Paja del Ojo" (por aquello de la vieja sentencia, y también porque sería un verdadero eretismo para la visión). Polisémico sentido. No crean que exagero. La revista era un regodeo para los ex-tetas. Los llevaba al límite. En la tapa, verbigracia, solían alternarse los Rúbens, Boticelli, con las mejores fotos de Drtikol, Vallejo, Deborah Tuberville: salpimentando, Boccioni, Aleksander Archipenko, Giacomo Balla, Carlo Carrá, Rougena Zatkova... ¡para qué seguir! Todo en huecograbado, papel ochenta quilos, cada número venía en caja de cartón. El primer número detuvo los latidos de varios. De Leopoldo Marechal, incluía dos poemas en cuerpo doce; Marinetti, un poema, Juan L. Ortiz, un poema. En ficción, contaba con cuentos de Juan Bautista Zalazar, Diana María Noronha, y un inédito de Alberto Moravia. Artículos: La influencia del barroco medieval en América, Alejo Carpentier, Filosofía y Cultura, Luis Jorge Jalfen. Era... cómo decir... como si a Marisa Berenson veinteañera le hubieran injertado el talento de María Callas y la inteligencia de Marguerite Yourcenar. En la Academia de Bellas Artes se formaron grupos para degustarla de consuno. La Paja del Ojo salía trimestral. Se esperaba su llegada con ex, pec, tación. Asesor visual: Carlos Alonso. Asesor literario: Juan José Arreola. Diagramador: Fattoruso. Germán Loy estaba que no cabía en mí de gozo. El éxito había sido rotondo. Pero duró poco. El problema empezó con la preocupación de los directivos de Bellas Artes (quienes, obviamente, no eran artistas). Los alumnos se desviaban: gozaban. Esa inquietud fue llevada al concejo deliberante, que en pleno consideró propicia la cuestión para aumentarse las dietas. De allí pasó a la legislatura. Los di, puta, dos, luego de imitar el edificante ejemplo de sus colegas conce, já, les -en lo referido a las dietas-, pasaron el asunto a comisión, con lo cual se dio oportunidad de crear cinco nuevos cargos de secretarias y taquígrafos. Finalmente el asunto fue a recalar en el Ministerio del Interior. El impertérrito, previa consulta a la Suprema Corte, ordenó ipso pucho clausurar La Paja del Ojo. Razones: ningún Derecho, desde el Mosaico hasta el Romano, el Francés ni el Johnsoniano, contemplaban en sus articuliados la posibilidad del orgasmo colectivo. Por tanto, no existía. Y un hecho que no existe, no puede seguir sucediendo. Ergo: La Paja del Ojo, no podía seguir saliendo. Germán Loy se preguntaba, tristemente, si luego de haber beneficiado a tantos legisladores no merecía se hubiera decretado algún arti (culito) ad-hoc. O al menos que, 5
personalmente, lo pensionaran por inhabilitación ex-tética. Y mientras esto pensaba, untaba, con chimichurri, el panchito, que ofrecía al gusto popular en la bizarra esquina de Sarachaga y Fragueiro.
Fernández, en junio de 1988.
Tribulaciones de un escarabajo Gregorio Samsa patalea panza arriba, mientras lo ataca una legión de hormigas coloradas. Los animales, seguros en su superioridad numérica, avanzan sin apuro, con las fauces abiertas. Gregorio se siente al borde de la desesperación. Lo inmovilizan el cansancio y el pavor, y se queda quieto, entregado a su suerte. En eso ve unos inmensos pedúnculos rosados, que lo toman con firmeza, pero sin lastimarlo. Se siente levantado. Sin transición se ha incorporado a su mente otro temor. Pero al menos -piensa- me han sacado del peligro de las hormigas. La fuerza lo deposita en una jaula transparente. En los rincones, hay comida. Gregorio comprende que ha sido hecho prisionero. La angustia parece no tener fin. Pero se consuela, diciéndose que es preferible estar preso y no despedazado.
*** El doctor Juhazs, entomólogo, se despertó en la noche al oír un fuerte ruido que venía de su laboratorio. Cuando abrió la puerta encontró, entre los tablones de la estantería desbaratada, a un hombre. Llevaba traje gris oscuro, era delgado, tenía grandes orejas y parecía muy aturdido. Observó también que tenía raspones en la cara y en las manos. -Bueno -le dijo el doctor, que era un hombre aplomado -podríamos tomar un tecito, mientras conversamos.
La Cultura A Mempo Giardinelli 6
Cuando conseguí escalar los peldaños de piedra de La Cultura luego de intentarlo por caminos cerrados durante muchos años, me sobrecogió una escena impresionante. Hacía frío. En su cima -era muy alto- llegué a sentarme completamente desnudo. Desde allí se veía la mera Tierra, mas los otros edificios habían desaparecido. Todo era un desierto. Las nubes se habían convertido en gases de color violeta pálido, y envolvían al mundo hasta donde se podía ver. Cuando percibí las nubes nuestro cielo estaba tibio, ya no sentí más frío. Entonces arribó un pájaro muy grande, parecido al cóndor. Y desplegando sus alas, se me acercó para dejar caer un envoltorio de trapo muy rústico. Lo tomé y lo abrí. Adentro había un manojo de tierra, y unos granos rugosos, pinteados de color ocre. Después ya no pude ver, pues me quedé dormido. Al despertar me encontré cubierto, por una enredadera en flor. Campanas rojas se apoyaban en mi frente, y en el centro mismo de la planta respiraba una flor blanca. Desde la distancia me pareció que el sol inspiraba a esa planta un cierto fulgor. Y en tal instante mi corazón se sintió feliz y muy contento, de una manera que jamás antes había presentido.
Vida de pobre Mi padre se niega a darme dinero. Voy a la pieza de mi abuela y a duras penas consigo extraerle dos billetes: uno de diez mil y otro de quince mil pesos. Voy al estudio de abogado de mi amiga Nadia, pero lo pienso mejor, y antes de entrar prefiero visitar a su tío y de paso cambiar el dinero. El Turco Julián está como siempre, tras del mostrador con la caja. Este hombre acaricia dinero inmundo todo el día -pienso- y luego intenta escribir poesía. Lo peor es que haya "profesores de literatura" que encima le llaman "poeta". Es obeso, calza pesados anteojos de miope, sobre su nariz de carancho pichón. Debo hacer cola. En la cola me toca pararme detrás de una criollita deliciosa, muy pintada, que me dedica una sonrisa. Pero después se hace a lado. En menos tiempo del que pensaba llego al mostrador. El Turco, por reflejo negativo, me dice que duda si tiene cambio, pero como me considera "un colega" (en el ámbito de las letras) finalmente saca el dinero y me lo entrega, luego de sujetar mi crujiente billete colorado. En el momento en que lo guardaba me entra la duda de si le habré dado un billete de diez o de quince mil pesos. Siempre soy un poco distraído con la plata. La vez pasada se me cayó todo lo que tenía en el bolsillo del pantalón, al pedalear en mi alta bicicleta. Comoquiera que fuese, ya me resigno. Ahora no sé bien cuánto tengo.
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Al llegar al rancho donde habito, solo, encuentro que me está esperando mi tío. Sin permitirme que abra la boca, me dice que deje ya de joder con hacerme el pobre. Y me entrega la llave de mi BMW, para que vaya otra vez a dirigir las empresas de la familia.
Fernández por la ventana de mi taller Una tarde diáfana de principios del invierno. El sol cayendo despacio, ilumina las hojas de los árboles con un amarillo transparente. Las paredes blancas de las casitas, facetadas por las sombras difuminadas y los reflejos rojos de las tejas. Verjas con lajas, verjas con revoques rugosos, con rejas blancas, con rejas rojas. Un quiosco. La columna del alumbrado como un gigante flaco abriendo los brazos: sobre uno de ellos, un pájaro. Cables, hacia el sur y hacia el norte, cruzando postes negros a través de aislantes de loza fusiformes, subiendo, bajando, entrando y saliendo de las casas. Un perro que ladra en las cercanías -siempre hay un perro que ladra, aquí. Rumor de autos lejanos; alguno pasa de a ratos por frente al rectángulo de la ventana. Cuando pasan, levantan un polvillo moroso que cambia el ambiente por unos instantes, formando una niebla leve que tamiza la luz ya distante del sol. Gajos oscuros de paraísos, saturados de pocotos amarillos que parecen absorber todo el resplandor del ocaso. Contrastes agudos entre los racimos de hojas iluminadas y los que le siguen inmediatamente debajo; verde brillante, amarillo, y sombra; verde oscuro y sombra. Un pollo bermejo holgazanea por entre el césped cuidado del jardín de enfrente. Dos caballos sufridos y marrones pastan tranquilamente entre la vereda y el pavimento, seleccionando cuidadosamente las hierbas. Varios niños juegan y corren, llenando de grititos alegres el silencio, antes cargado de sonidos opacos. Prendo la radio para escuchar música. Me entero de que están atacando con misiles valuados en un millón de dólares cada uno al país que en otro tiempo, albergó a Gilgamesh.
Enseñanza oriental
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No pises este lugar -dijo el monje Shao Lin-: porque encierra bajo de sí el bien y el mal. El teniente Stallone observó la redonda laja que ornaba el umbral del templo. -No creo en tus sandeces religiosas- escupió-. Pero, a ver, ¿qué mal podría venirme de este buda gordo, acostado en la piedra? -Te arriesgas a ser presa del caos original -contestó el monje Shao Lin. El teniente Stallone efectuó la última pregunta. Estaba ya decidido a apresar al monje idiota, pero su novato ayudante observaba y debía aleccionarlo, acerca de cómo obrar con estas ratas indochinas. -¿Y qué bien nos podría dar? -Si volvieras tranquilamente por donde viniste, sin ofenderlo con las plantas de tus borceguíes, podrías partir con su bendición y en paz. -Ahhh! ¿Sí? -gritó Stallone- ¡Pues mira lo que un buen marine norteamericano hace con tu sagrada laja! Inmediatamente saltó con todo el peso de su corpacho, sobre la rugosa figura del buda en el suelo. El estallido encegueció y quitó la audición por un momento al novato, que sólo después de un rato vio caer a unos veinte metros al casco de Stallone. La moraleja de esta breve experiencia debería ser (pensó el soldado novato): "nunca creas que los monjes Shao Lin hablan solamente de metafísica".
Hipóstasis
1 Sólo el canto triste de la corneja rompe el silencio gris y me acompaña. La oración extiende unos dedos largos, se desliza entre cuadros amarillos y va llenando de fantasmas la habitación. Aquí habitó alguna vez la luz. Sobre el sencillo tapizado del sillón, en otros tiempos, se posaron tus espaldas. ¿De dónde te oigo? En momentos de extendida soledad fluye, como una sombra transparente, atraviesa con rozar de tules, tu presencia. ¿A dónde vas? ¿Por qué no quedas? El día ha terminado y no has querido acariciarme, hoy tampoco. Estoy solo, frente a mis papeles. Voy a seguir esperando. Tal vez mañana pueda verte. 2 Busca -busco- en el vacío de la noche una señal que nos sitúe, en algún sentido cualquiera sea- para orientar los pasos. 9
Bajo la llovizna, los faroles lejanos han hecho azul el brillo de las calles mojadas, y no hay sonidos, más que el sonido del girar del Universo. Cae la lluvia lentamente. Asusta el rumor rabioso de un auto, que pasa como una liebre, mojándome, a mi lado, y se pierde en la noche. Alguien está parado en la esquina, bajo la lluvia, bajo el farol. Ni me apuro ni me detengo, pues sé que mis pasos, con sólo dejarlos que me lleven, en algún momento cercano pueden dejarme frente a esa figura inmóvil. Llueve con líneas azules. Me acerco a la figura, envuelta en un impermeable con capucha. Me mira. Es una mujer, como de treinta años. Está pálida como una porcelana. Las gotas de lluvia chorrean lentamente sobre su piel. Me mira. Sus ojos, grandes, son oscuros. Estamos así, durante un largo rato, bajo la llovizna. Después, yo me doy vuelta, y me voy llorando. 3 Hasta aquí ha llegado el perfume de tu voz. Bordando el marco de la ventana, las gotas. Tiemblan, colgando de los vidrios, se alargan, y a través suyo se ven las copas de los árboles y el jardín. Espero anhelante, como el personaje de un sueño, porque sé que has de aparecer. Por el sendero se oye el murmullo de tus pasos rápidos. Vuelca de pronto en el cielo una nube su luz. No puedo apartarme y dejar de mirar, a través de las gotas; creo que soy feliz. Te veo, reducida y multiplicada, a través de las gotas de lluvia. Aún estoy frente a la ventana cuando tu cabello humedecido me roza la piel. Cárcel de Córdoba, 6 de diciembre de 1979.
Dos gorriones
Esta mañana sorprendí a dos gorriones adormecidos que se acurrucaban en las molduras de la ventana de mi celda. Estaban, redondos y somnolientos despertándose al sol cuando los hallé. Uno de ellos me miró: nos quedamos, él y yo, sin saber qué hacer. ¡Hubiera querido tanto que aceptaran el calor de mi mano! Tiritaban de frío. Pero cuando me acerqué huyeron, dejando en mis dedos un relente de melancolía. 10
Cárcel de Sierra Chica, 6 de julio de 1977.
Geraldine De una oscura pasión o algún esfuerzo, de un puro golpe de amor, de cierta manera de hablar y sorprenderse no podrás evadirte sin dejar una huella, algo que te descubra. Rodolfo Alonso El Maestro de Música tomó entre sus manos la mano pequeña de Geraldine. Estaba exangüe. Miró por la ventana. Una niebla gris cubría los contornos de la ciudad. La desesperación fue derramándose, la sintió por las cavidades interiores de su cuerpo, hasta llegar al estómago y paralizarle los pies. "No", pensó: "por favor, no me dejes". Echándose sobre el sillón en un impulso brusco la abrazó, como para alentarla. Su cuerpo estaba frío. Entonces rompió en sollozos, que lo sacudieron recordándole estúpidamente a su madre golpeando un felpudo en el patio. Geraldine, pensó. Desde la primera vez que me miraste supe que me amabas. No imaginé, en cambio, que ibas a llegar tan hondo en mí. Mezclada con la gente en el concierto, sorprendía tus ojos contemplándome y te ruborizabas, mirabas con premura hacia otro lado, con esa gracia que sólo es posible a tu edad. Yo lo tomé como un juego, dejándome llevar displicente por los ruidos de la calle. ¿Cuándo se te ocurrió aprender piano? Llegaste una tarde, acompañada de tu mamá, mientras yo auscultaba la penumbra de mi sala con el corazón trémulo pues intuía que algo iba a suceder. Al principio rehusé, con excusas elípticas, sugiriendo ocupaciones o falta de hábito en la docencia. Tenía miedo de amarte. Confinaba ese oscuro sentimiento, que había nacido el mismo día que te viera pasar junto a mí, en el concierto. No lo sabías, ni yo mismo lo tenía claro, pero fui el primero en enamorarme. Yo no había tocado; no me conocías. Ensayábamos con el cuarteto en la cabina acústica que está al costado del salón... ¿por qué me levanté y fui a la puerta? Al correr un poco la cortina te vi pasar, con esa levedad que tienes, y ni te diste cuenta. Después, te amé. Las horas fueron vuelo de inexpresables alas, los sentimientos crearon la luz que nos dio forma, sentido, razón, si esta existe. -Despierta, Geraldine- dijo el Maestro de Música, y se sintió en el acto dolorosamente grotesco. Un espejo oval le devolvió su rostro, el cabello enmarañado de mesárselo, las ojeras brillando violetas bajo las lágrimas. -¿Por qué tenía que dejarme ahora?... ¿Es que estoy condenado para siempre al dolor? le preguntó a su propia cara en el espejo.
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Atrás, Geraldine reposaba como dormida. La miró reflejada en el vidrio, recorrió aquella imagen pálida, sus labios como siempre entreabiertos, sus dientes pequeños, sus ojos marrones... sus ojos... ¡Geraldine! ¡Había abierto los ojos! El Maestro de Música se dio vuelta hacia ella y se quedó mirándola, pasmado. -¿Estabas dormida? -preguntó por fin. Ella, sin decir nada, enlazó su cuello con esos brazos largos que tenía y apoyó la cabeza en su hombro izquierdo. Luego susurró: "te amo".
Dinaleh Corazón y latido no son dos cosas, sino dos palabras. Julio Cortázar Dinaleh se presenta cada tarde en casa de Froilán. Se ha vuelto igual que el crepúsculo. Cada vez que ella entra Luis Alberto Spinetta se pone a cantar con Fito Páez Asilo en tu corazón y Froilán tiembla, de placer y de temor. La primera vez que se unieron a duras penas pudo salir de ella. Se fue llevando uno de sus pies. Luego de la tercera se resignó a aceptar la fatal condición de aquel amor. Hoy ha venido hermosa con sus cabellos al aire, el sol tranquilo la trasciende; Froilán se limita a contemplarla con arrobo, ha perdido todo movimiento. Dinaleh lo envuelve y apaga el televisor, una lasitud dulce le enerva todos los sentidos, es feliz. Esa tarde Dinaleh se queda a vivir en la casa de Froilán. Sola, con su corazón. Fernández, agosto de 1988.
Encuentro con Maia Para qué hablar de lo que sentí cuando llamé y no contestaba; había viajado novecientos quilómetros sólo para verla -en realidad era eso, me mentía a mí mismo que no era lo central, me decía tengo un montón de cosas que hacer en la ciudad, pero en realidad sólo viajé por ella: (como otras veces, mi corazón es un sensible pulsador de emociones y matices de los sentimientos, me lleva, por suerte no he acumulado en el cerebro tantos prejuicios como para evitarlo), después del pésimo viaje en tren, decía, que prometí no repetir nunca más - ese estúpido culto por la austeridad de los europeos con quien trabajo-, decía, esperé tres días (ella había ido a pasarlos en Santa Teresita, con la familia) que pasaron muy lentos para mí, claro, y ahora la llamo y la guanaca no contesta; mientras marco de nuevo el maldito número hojeo "El Clarín" sobre la cama y veo: "Litto Nebbia y los Músicos del Centro", en el Odeón a las ocho, voy a verlos, me digo, a escucharlos y ya 12
me engancho con eso, aunque no sin dolor; ya me empiezo a preparar el alma para no verla; no quiere, me digo, no levanta el tubo a propósito, me digo, se ha reconciliado una vez más con su marido, la fiesta, el encuentro, los días de campo, la arena, los niños, me la imagino tomando sol junto al mar, sus piernas sólidas pies pequeños vientre blancodorado ombligo grácil (aunque en la única vez que nos encontramos antes no la hubiera visto sino con campera negra y jeans), a su lado la hermana, la mamá, blancos cabellos pesados, y él, su compañero de muchos años difíciles ella diciéndose: "no, no voy a seguir con esto, la separación no es más que otra de las tantas, lo intentaremos de nuevo", y luego caminando juntos contra el rojo del mar ya no como enamorados, no, no de la mano, no, sino como... ¿amigos?..., o mejor, socios, de una empresa en bancarrota, contándole todo y diciéndole "él me iba a dar cierta luz que entre nosotros no existe": por eso el teléfono mudo, carajo, y yo aquí como un boludo marcando después de haber viajado al pedo, pero es mejor así, me miento, por sus niños, deben intentar de nuevo, lo voy a ir a ver a Litto Nebbia, todo está bien, a ese teatro fuimos una vez con Susuki a ver "A quemarropa", Lee Marvin, buen recuerdo (no Lee Marvin sino las gambas larguísimas de Susuki Pedretti apretando con fuerza mis dedos para que no suban más) salgo a la calle, limpio, bañado, perfumado, listo para el amor pero me río en el acto, "amor del aire" pues Maia es ya sólo un recuerdo, toda la gente camina en sentido contrario a mí -me parece- tomo un colectivo, voy a la empresa de los europeos y llego justo para una maldita reunión social, atravieso los grupitos elegantes, llego al teléfono, marco: nada, la puta que lo parió, me digo, lo voy a ir a ver a Litto Nebbia y chao, esta mina no me va a matar la alegría, me escabullo como puedo de los requerimientos; entonces una determinación se va abriendo paso, autónoma, en mi corazón: voy a ir a su casa, a mí no me va hacer venir para borrarse sin al menos decime "gracias por cumplir con la cita, pero no va más" y me encuentro caminando hacia la terminal, me encuentro en la terminal, me encuentro con el boleto en la mano haciendo cola para los colectivos que van a La Plata; ya no voy a ir a ver a Litto Nebbia, seguro: son las 8 y veinte, conservo el rostro inexpresivo mas miro con ansiedad a los costados, ¿por qué imagino que puede bajar de uno de los colectivos que van y vienen?, miro hacia atrás, veo una cabellera caoba, leve, enmarañada y de bucles hondos, me sobresalto, casi la encuentro, así me pasó luego de la primera vez por el centro, la vi pasar, piernas bellísimas, salí corriendo, nalgas subversivas entre la multitud, la llamo por su nombre tomándola del brazo, sólo para recibir una mirada feroz de la muchacha, bastante parecida, me consuelo, mezcla frecuente en Buenos Aires, de español, italiano y alguna sangre centroeuropea produciendo esa belleza que, fíjense ustedes, ya Rafael Sanzio preanunció; al fin me toca subir al colectivo veo sus ojos azules frente a mí el domingo siguiente, a las tres de la tarde, con el fondo de los antiguos marcos marrones de las puertas y ventanas del café y los autos perezosos que transcurren las calles angostas de Congreso, veo la plaza con las enormes estatuas, las palomas, el edificio reiterando en mi memoria su simbolismo ambiguo del poder en tiempos de paz, siento su abrazo, sus pechos hermosos redondos contra mi cuerpo, su boca en mí, gente pasando, mirándonos, mirasonriendo, hacemos linda pareja, siempre hice lindas parejas, la veo frente a mí sentada en la silla antigua del café, contándome que al hecho de que su padre era camarista en la época del proceso le deben el haber salvado la vida, tuvimos que irnos a Salta, cinco años metidos en el campo de mi tío, el usó su título de ingeniero agrónomo, habíamos estado con Montoneros, aquí, me dices y yo termino de aceptar que esa hermosísima mujer de voz suavemente grave está ahí, para comprobarlo te 13
tomo de la mano un poco bruscamente y en el movimiento vuelco el vaso con soda, qué hacés loquito me dices, otra vez, te ríes, se te marca esa arrugita tan única de la comisura, me muestras tus dientes de coneja refinada, voy mirando con curiosidad los bloques de edificios por la ventana, mientras, anochece, nos metemos en un túnel negro y desembocamos sobre un puente tenebroso, todo evoca muerte, por acá se manejaban las patotas de secuestradores, me digo, cuánta muerte en mi país, mi Dios, y pienso nuevamente en vos, cómo te has metido en mí, muchacha, qué pasa, otro colectivo se ha parado en el camino y la gente haciendo señas, sonamos; nos detuvimos, el otro chofer explica y sube la gente, renegando, transpirando, aún espero encontrarla entre ellos pero ya débilmente, ausentemente, una certidumbre se me va gestando en el corazón a medida que nos acercamos a La Plata, a medida que aparecen los edificios blancos, casitas bonitas, estaciones de servicio, no sé en qué momento nos pusimos en camino entonces te veo llegar, sábado por la noche, ojos arcanos, cabello humedecido, toda de negro y marrón, me mataste, pienso, camisa en seda bordada pulóver pelo de llama sobre los hombros, sandalias, franja de cuero sobre tu empeine bellísimo y un medallón de hierro: "me mató", pienso, mientras te miro por tras del vidrio y las rejas coloniales, hierro forjado y quebracho en la puerta cancel, me demoro con la gran llave para mirarte bien, las once en punto, sonríes, te beso; cierro la puerta de calle y vuelvo: cenamos con cerveza y dos velones en el ancho comedor, aparece La Plata en la distancia, abro la ventana, enseguida estamos en medio de las calles intrincadas y los pocos autos, la terminal, bajo embotado de pensar en ella con tanta intensidad, una terminal vieja y amarillenta bajo los focos, voy al teléfono público, marco (corazón palpitando en la boca) me atiende un niño, voy a llamarla me dice, oigo tu voz (aún no lo creo): "¿estás aquí, en serio?", me dices, "¿no quedamos en que vendría?", digo, "¿de dónde me hablas?", "de la terminal", "¿en serio?", te ríes, "claro", digo, "¡qué loco!", me contestas, "estaba saliendo para despedir a Papá que viaja a España, está bien, dices, me arreglaré para no ir, me arreglaré, en cuarenta minutos estoy ahí, a las once menos diez tu cuerpo blanco como en La merienda campestre, de Manet, sólo el slip oscuro, bordado, tus pies hermosos junto a los míos, mi cuerpo quemado por el sol, tu delicado olor, me despierto en medio de la noche y te encuentro en mí, tengo que esperar (¿por qué habrá dicho "menos diez"?), pregunto la hora, me voy a caminar por las calles aledañas, esta ciudad me recuerda a Río Cuarto, una avenida ancha, descendente, parecida también a La Cañada; calles oscuras, gente vestida de un modo provinciano, camino media hora y recojo todos los olores de esa noche primaveral yo conozco un lugar, dijiste aquél sábado, bajamos de tu auto pequeño, un boliche coqueto, con escalinatas de piedra, en las afueras de la ciudad, carlitos y cerveza, medialuz, muchachos y chicas danzando tranqui tranqui, "esta noche, es una noche sensacional", decía Porcheto, estoy loco por vos, lo sabes, quizá tú también, pero por qué a la tarde siguiente, luego que todo hubiera pasado y se acercaba el momento de la despedida, antes de cruzar la anchísima 9 de Julio, tuve temor de que me empujaras bajo el horrendo vértigo de los autos, y retiré el brazo que me aferrabas; habíamos andado -después del boliche-, hasta el amanecer, querías ir conmigo a Buenos Aires, vacilabas por los niños, "mañana", te dije, a la postre ahora estaba menos impaciente que vos, "mañana", y qué julepe cuando me llevabas a la terminal y al salir de un giro encontramos una pinza, "como las del proceso", dijimos después, porque hasta pasarla nos quedamos mudos, una mujer joven se ha puesto a darme la lata, me he sentado en un banco sucio de la terminal; me da pena imaginar su decepción cuando Maia aparezca 14
(¿aparecerá?), pero es imposible no ser cortés: estoy contento al mango; la conversación se ha puesto animada, ella se acerca un poco y me cuenta que dentro de una hora va a viajar a Mar del Plata, de repente siento algo, me doy vuelta, allí está, acreciéndose por el pasillo con pantalón negro, escarpines y un buzo amarillo con capucha, el pelo recién lavado; me levanto, dejando a la mujer del banco sorprendida, tus increíbles ojos lapizlázuli se humedecen y sonríen, me besas, suavemente, en la mejilla: "Tengo el auto aquí a la vuelta", dices. Y nos vamos.
Eufemia
I ¡Ah, tu cabeza me asustó!... Fluía de ella una ignota vida... Parecía no sé qué mundo anónimo y nocturno... Delmira Agustini 1 Quién iba a decirme que el amor iría a traer aparejada esta angustia, tres amores después de la ida, y el alma que no acierta en la alegría, melancolía, destellos de segundos, más, belleza más perfecta pero no calma el corazón, cada vez. Deambula el espíritu del poeta de aquí a allá sin posarse, las manos, delgadas, largas, y su voz, honda y lenta, ojos de almendra, pelo de cerveza efervescente y esa ausencia, ese silencio, tal vez fuera el camino por el que yo no debiera de haber ido. Tres idas y se repite: de nuevo estoy a las puertas del sepulcro. 2 Pero regreso y te encuentro, inmóvil frente a mí, tu nariz de aletas anhelantes, los labios en serena sonrisa, qué raro, me dices, sí, me parece extraño tu amor, y ya lo creo, puesto que no soy más que la caparazón apenas contingente de un monstruo de mil facciones, sangre violenta y me miras, y tus ojos derraman una pátina de frescor sobre mi escaldada alma, Eufemia, te digo, no entiendes nada, no sabes nada pero sientes o vas a sentir, no sé, eres exquisitamente distante de todo y próxima, en tu alma (sensación de distancia como en el cuadro, en el cuadro del desierto ocre y plano, cubierto de líneas marrones convergentes y mi figura solitaria en algún lugar, mirándote, desde fuera y tú en el horizonte). 3 15
Alberto encarna el suspiro de un niño nacido en el balbuceo de un pensamiento, Eufemia flota silenciosa en la alborada, a su lado. Los algarrobos sin hojas destejen harina sobre el cielo violáceo; amanece. Flota, tu pelo espumoso, tu velo, celeste, en el aire de la madugada, tus pies largos, tus manos largas. Eufemia. Rodillas agudas y piernas doradas. Se acercan unidos por los hombros a la orilla del agua, luego la muchacha arrima su pie. Se estremece, le mira, riendo (risa de dientes, Eufemia, risa dorada). De pronto, cae. Las manos de Alberto se estiran, horror no puede alcanzarla, Eufemia lentamente cae, flotando y el agua la traga, abajo del río se la ve difusa, figura de pájaro azul que se desvanece horror y Alberto no puede alcanzarla. Después desaparece para siempre. 4 -Has vuelto a la vida puede afirmarse... y lo haces llorando -me dijo Adriana con ademán de perplejidad. -Es cierto. No sé qué me pasa -mentí. Aún tenía el rostro mojado. Me sequé con el borde de la sábana. Me toqué la cabeza con cautela. La tenía cubierta con algo duro. El médico, benevolente, me explicó: -Se la hemos vendado con gasa enyesada, para proteger la zona de la operación.
II Por ti me duelen los pesados perfumes del estío: por ti vuelvo a acechar los ginos que precipitan los deseos, las estrellas en fuga, los objetos que caen. Pablo Neruda 1 Que renunciar a ti fue como arrancarme el corazón, no lo sabes. No soportar los tirones de los sentimientos no poder aclarar un camino; los recelos, las miradas, esa maraña interior que laboriosamente ha creado sobre nosotros y en nosotros la Humanidad (Adriana, los chicos, mi madre, mi padre, mis parientes, los parientes de mis parientes, toda la ciudad está llena de ellos aquí y allá, hacia atrás en el tiempo, las paredes están cargadas de sus pensamientos) rostros de humo que sobrevuelan mi ánimo al ir a verte, mi corazón en vez de cantar al cielo se desliza como apesadumbrado, tiene miedo... ¡miedo de amar, Eufemia, estoy loco!... Adriana me mira desde dentro de mí, incapaz de darme alegrías pero bien capaz de impedírmelas, hasta el grado de que no puedo amar, Eufemia. ¿Producirá tal vez un milagro tu voz distante, la no escuchada, o te consumirás callando? La simple enunciación sea quizás una esperanza, acaso no esté perdido mi corazón aún. 2 La sola idea de que me olvides acentúa aquel escocer atávico del alma sin cambiar el escepticismo esencial de mi razón; la voz de tus imágenes se vuelve, por ratos, más verdadera que lo que supuestamente hay de verdad en esto y sin embargo sucede, se arrastra inevitable por entre los segundos, ¡qué pesadez el pensar, Eufemia, si tan sólo pudiera 16
abandonarme a la paz de tu cuerpo, tu flotar; pero ni aun me está permitido en esta cárcel el dejarme ir sin hacer nada! Tanto mi cuerpo como mi pensamiento son ajenos y no puedo remediarlo. A menos que tu amor sirva el milagro de hacerlo todo posible sin mortandad ni violencia, se que yo solo no pudiera; tal cometido excede la dotación que se me dio poseer. 3 No viniste. La plaza estaba llena de ruidos bajo el cielo gris, gente cruzando a mi lado y mirándome -siempre me miran- las torres de la iglesia infladas de luz, sobrevolando el pórtico, tallas barrocas de terminación sutil, vitraux, fragmentos de vidrios astillados por alguna pedrada cruel percibo, la Virgen, no viniste. Mi corazón pese a estar preparado incubó tristeza, la tristeza angustia, melancolía de ti. Luego me fui caminando despacio, por entre el humo de los autos, la niebla, las luces de los comercios, el violeta espeso del cielo. 4 Adriana te sacude tomándote del brazo te sacude con violencia y la miras sorprendida, el corazón lo tengo dentro de esa leve opresión que no cesa, las manos y los pies atados sin poder hacer nada, tiemblas sin defenderte y Adriana sigue su tarea precisa, por fin consigue conmover tu cuerpo y un pedazo de tu cabello, cae, luego tu frente y así de a pedazos vas desmoronándote y por fin desapareces. Al lado se oyen las respiraciones y el silencio, el fru-fru del delantal almidonado de alguna enfermera y esta soledad que no cesa. Adriana se ha ido apenas se desmoronó tu cuerpo, seguramente ha subido satisfecha a su auto gacel, ha viajado las pocas cuadras hasta casa aspirando su propio perfume de colonia y cosméticos y tal vez un cigarrillo francés; mi corazón está aquí de nuevo, junto a lo que no soy, adentro de este cuerpo. ¿Adónde vagarás ahora que no puedo imaginarte? 5 Ella me miró como asombrada con sus ojos café. -¿Te sucede algo? -me dijo. -No sé. Tal vez he estado soñando. Eufemia se quedó mirándome largo rato, junto al río. Yo seguía silencioso. Cuando se me dio hablar, dije: -¡Qué extraño!... Adriana... los chicos... mi familia, la familia de mi familia... ¡parecían tan reales!
Orillas del Limpopo, 6 de julio de 1988.
El otro yo de Mr. Hyde
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Lord Snowdon esperaba, en la humilde salita del Mr. Hyde. Había venido a encargarle un trabajo sucio. De repente vio salir de su habitación a un desconocido alto y buenmozo, quien lo saludó con una suave inclinación antes de retirarse. Lord Snowdon lo observó con curiosidad, pues había creído hallar algo extraño en él (aparte de haber emergido impensadamente de la pieza de Hyde). En efecto, tras una fugaz ojeada, comprobó que pese al refinamiento de su porte, la ropa del caballero le quedaba chica. Esperó infructuosamente a Mr. Hyde, durante una hora. Al cabo, decidió entrar. Encontró en la habitación el desorden previsible, mas algo le llamó la atención. No sabía que Hyde tuviera veleidades de alquimista. Sobre una mesa reposaban redomas, probetas y alambiques, junto a instrumentos varios de medición; tras de ella un armario-vitrina ostentaba innumerables frascos y cajitas, etiquetados cuidadosamente y ordenados con escrúpulo. Un libro de anotaciones, abierto, mostraba fórmulas complejas asentadas a pluma, con letra regular y precisa. A su lado, un vaso de experimentación humeaba aún, vacío. Lord Snowdon se fue intrigado y decepcionado. Era evidente que Hyde se había escabullido por alguna salida secreta. Algunos días después‚ Lord Snowdon concurrió a una velada, en compañía de su joven y adolescente esposa, la bella Lady Christinne. Allí les presentaron al distinguido caballero que había visto salir de la pocilga de Mr. Hyde. Les dijeron que era el Dr. Jekill, descendiente de una familia de científicos, emigrados a Norteamérica‚ en tiempos de la colonia. Según declaró, muertos su padre y su madre, no le quedaba razón para permanecer en el cada vez menos soportable "nuevo mundo". Lord Snowdon se alejó un poco del grupo, para contemplar a Jekill a su gusto y reflexionar. Sí, seguía hallando algo de extraño en aquel individuo. Decidió investigarlo. No le fue difícil dar con su dirección. Por esas cosas del snobismo burgués‚ -rasgo característico de la época- se había convertido, a poco de llegar, en el médico de moda. Luego de un paciente control, que le insumió varios anocheceres y madrugadas, llegó a establecer que el médico practicaba una inusual rutina. Era ésta: llegaba a su consultorio muy temprano en la mañana. Desde ese momento permanecía en el edificio, hasta la hora del crepúsculo, o a veces hasta altas horas de la noche. A esas horas, iba al reducto de Mr. Hyde, donde aparentemente pernoctaba. Algunas veces le perdía de vista, en las intrincadas callejuelas de Londres, pero una cosa era cierta: dormía indefectiblemente con Hyde. Lo extravagante del asunto consistía en que este Dr. Jekill -o como se llamase- había comprado una amplia casa en la zona residencial, amoblándola por completo. Allí, había instalado su consultorio, e incluso había contratado a un valet, un ama de llaves y numerosa servidumbre. ¿Por qué, entonces, iría a dormir con Hyde, en un incómodo departamento de ocho por cuatro en los barrios bajos? Lord Snowdon no era demasiado inteligente pero poseía mucho tiempo. Le llevó muchas noches completas de paciente control la investigación que obtuvo, como premio, establecer las raras costumbres de estos dos individuos. En esos períodos de estática vigilancia, ora frente a la vivienda de Hyde, ora frente a la de Jekill, meditaba. Se le ocurrió una explicación bastante absurda, pero luego de mucha vacilaciones la aceptó. ¿Acaso el famoso chevalier Dupin no había llegado por este método a la resolución de varios crímenes? Por una serie de indicios encadenados, Lord Snowdon arribó a la convicción, decíamos, de que Mr. Hyde y el Dr. Jekill... ¡eran la misma persona!
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La aserción adquirió solidez poco a poco en su mente. Hyde era un delincuente, un marginal de la sociedad, que, harto de tal degradación había encontrado el modo de huir de su condena existencial. A través de quién sabe cuan largas y misteriosas experimentaciones -quizás guiado por algún científico loco- había logrado una fórmula para cambiar de personalidad. Logrado este propósito, convertido en un ser que era precisamente su contrario -y justamente por eso agraciado y amable- no le resultó difícil encandilar a la frívola sociedad londinense. Sin duda contaba con abundantes fondos -producto seguramente de toda una vida de pillerías-; de otro modo le hubiera sido imposible dotar a su creación del nivel de vida que ostentaba. Era evidente, sin embargo, que no había logrado la receta para permanecer definitivamente en su aspecto de "Jekill". Sin tal supuesto no se explicaría que se viese obligado a regresar, noche tras noche, a la infame madriguera de Mr. Hyde. Todo esto meditaba el Lord, mientras vigilaba. Pese a las quejas de su joven esposa, Lord Snowdon persistió en sus agotadoras investigaciones nocturnales. Se le había fijado en la mente un empeño: iba a develar este caso. Noche a noche, semana tras semana se mantuvo como un soldado, alternativamente ante las moradas de Jekill y de Hyde. Así esperaba acumular al serie de evidencias que, llegado el momento, le permitirían entregar el caso resuelto a las autoridades. Una noche esperó en vano. Ni el Dr. Jekill ni Hyde se mostraron. ¿Qué sucedía? Tal vez había llegado el momento de actuar. Presuroso, Lord Snowdon acudió a Scotland Yard. Cuando regresó con los agentes, halló la vivienda del abominable Hyde vacía. Corrieron a la casa de Jekill. Tampoco había nadie. El pájaro había volado. Los criados no estaban, el consultorio no daba muestras de haber sido usado en varios días, y los guardarropas desocupados indicaban que su propietario había emprendido un largo viaje. ¿Bajo qué personalidad lo había hecho? Tal vez nunca lo sabría. Desalentado, Lord Snowdon regresó caminando a su residencia. Allí, le esperaba una sorpresa: no encontró a su esposa por ningún lado. Atacado de repentina suspicacia, corrió a la caja fuerte. La halló despojada de caudales. Desconsolado en extremo, tuvo que acudir nuevamente a Scotland Yard. Luego se retiró a descansar, en su casa de campo. Creía merecerlo. El largo período de investigación y los últimos acontecimientos le habían agotado. En aquel lugar, varios días después, los detectives tuvieron que narrarle el conjetural destino del "otro yo" de Mr. Hyde. Al parecer había partido, cargado de equipaje y dinero dejaba abundantes propinas por donde pasaba- hacia un paradisíaco lugar de Suramérica, donde proyectaba radicarse definitivamente. Quienes los vieron, juraban que la joven dama que le acompañaba, con el muy presumible propósito de endulzar sus horas, era la mismísima, adolescente y bella, Lady Christinne.
Alberto después de la cloaca Bien, miren, para no hacerles perder tiempo, trataré de contar esto rápido. No sé si será muy interesante. Yo iba caminando, una noche brumosa, por la calle Olaechea y Alcorta, al
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lado del Parque. Reconozco que había tomado mis dos copas. Pero no iba machado, no. Apenas contento. De repente, me caigo. No sé cómo ni dónde, porque el suelo desapareció bajo mis pies. Sin dolor, me encontré sentado en el suelo de un recinto como de 30 metros cuadrados, similar en su forma a una bombona de las que se usan para guardar elementos gaseosos. A izquierda y derecha agujeros, con sus bocas redondas. -¡Zas -digo-, me he caído en una encrucijada de cloacas!- Y me dispongo a ver el modo para salir de allí. De sólo mirar me convenzo de que no me va a ser posible trepar. Ni se ve la boca de salida. Debe ser por la noche, pienso. Lo cierto es que me largo por una de las tuberías. No sin aprensión, claro, pero a poco me sorprendo porque está todo limpio. Ni sombra de suciedad. Una vez andados cerca de 100 metros me percato de que las supuestas cloacas eran de un material muy liso, como plástico o algo así, no cemento. "Habría que felicitar al gobierno", me digo. No termino de pensar esto cuando, ¡bum!, caigo de nuevo. Otra vez en una bombona de tuberías. Bueno. Elijo otra tubería al azar y me largo nuevamente. Al final de ella, encuentro como una conexión, dos bocas a izquierda y derecha. Hago ta-te-tí y me zampo en la de la izquierda. Pero qué les cuento, no llego ni a la mitad, cuando: ¡bum! De nuevo abajo. "Esto se está poniendo poco original", pienso. Y decido seguir. Por suerte está todo limpio. Mi traje ni siquiera se ha salpicado. Así continué un rato largo, subiendo y bajando, al este y al sur, y también al norte, y quizá al noroeste, hasta que agarré al fin un tubo que ascendía. Subí y subí, esta vez sin caídas, y cuando vi la luz del exterior como a cincuenta metros, tuve miedo. No vaya a ser que justo ahora caiga de nuevo, dije (en voz alta, total nadie me escuchaba). Pero no. Tranquilamente, llegué al final. Y salí a mi ciudad. ¡Oh sorpresa! Ya no era la misma. Yo, a Santiago la conocía como a la palma de mi mano. Los veinticinco años que tenía los había pasado aquí. Era Santiago, pero... ¡cómo había cambiado! La gente iba vestida de un modo diferente. Todo estaba lleno de autos muy feos y el ruido era insoportable. Había emergido cerca del Mercado. -Disculpe señora- le dije a una chipaquera, que vendía en la calzada- ¿en qué fecha estamos? -2 de agosto- me contestó la vieja, sin dejar de masticar. -Pero ¿de qué año?- digo. La vieja me mira como si fuera opa, y me contesta: -De 1989 , pues. ¡Qué! ¡Han pasado 54 años! ¿Cómo puede ser? ¡Con razón está todo tan distinto! Rápido agarro por la Pellegrini, en busca de mi casa. Llego a la 25 de Mayo y doblo, con el corazón a toda carrera. Media cuadra. Allí está. Mi casa. Apenas un poquito más vieja, pero bien pintada. Cuando estoy por abrir la puerta digo: "no, quién sabe si ha cambiado de dueños". Y decido tocar el timbre pues la aldaba ya no está. Son las diez de la mañana. Me atiende una morenita como de diecinueve años. -¿Señor? -me dice. -Digamé, ¿quién vive aquí? -le pregunto. -La familia Revainera. -Ah, entonces he venido bien, le contesto, porque yo también soy Revainera.
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Me hacen pasar y conozco a la dueña de casa. El marido no está, trabaja en el banco. Pregunto el nombre del marido. No me suena. Pregunto cuántos años tiene el marido, veintinueve, me dice. ¡Lo parió! ¡Es mayor que yo! Cuando vuelve el tipo del trabajo no puede creer que yo soy Alberto Revainera. -¡Pero si ha muerto hace más de cincuenta años! -me sostiene. -Y ¿de qué ha muerto? -digo sin convicción. -¿Sabe que no lo sé?... -contesta-. Y ahora que lo dice... mi padre y la familia solían comentar que el tío Alberto había desaparecido de un modo muy raro... Al fin mi sobrino-nieto tuvo que creerme que yo era yo. Le mostré la libreta. Toda una prueba, como se sabe. De a poco, los viejos de la familia empezaron a desfilar para observarme. Los viejos eran mis sobrinos, mis primos menores. ¡Qué cosa! Con el tiempo, todos se habituaron a mí y a nadie llamó la atención verme a diario. Por suerte mi sobrino-nieto no se negó a darme la misma habitación que ocupaba hace cincuenta y cuatro años. Conseguí un puestito en la municipalidad. ¿Qué más se puede pedir? Bueno. Esta es la historia. No sé si les habrá parecido interesante, como para poder figurar en algún anecdotario. Hace poco me he puesto de novio. Ella es muy buena y le encanta escucharme contar historias de mi tiempo, como el fusilamiento del cabo Paz, por ejemplo. Lo único que no me gusta, de las chicas de ahora, es que son un poquito liberales.
Doble compulsión
Estábamos acomodando el departamento con mi mujer. Era un departamento de techos bajos, muy espacioso, con paredes recubiertas de madera veteada color claro. Los muebles hacían juego. Estábamos en el dormitorio, preparando las camas. Eran amplias, de madera lisa, con sábanas celestes muy claras. Nos desnudamos y nos metimos con mi mujer en la cama. Yo admiré la tersura y el color trigueño de su piel. Su piel era suave y sus cabellos acariciaban mis hombros cuando la besaba. Estuvimos allí gozando de nuestras desnudeces hasta que tuvimos que salir. Era de mañana. Una mañana nublada. Ambos debíamos salir a trabajar. Íbamos a juntarnos de nuevo al atardecer. El departamento estaba en la zona baja de la ciudad, en el final de una escalinata de piedra laja que descendía levemente a lo largo de varias cuadras, con escalones del ancho de la calle misma, por lo que aquella escalera constituía todo el camino por un largo trecho. A los lados las casas tenían un tipo de las que se construyen en zonas frías, de piedra, con techos de madera. Nuestro departamento constituía una excepción, ya que era de ladrillos, con una edificación basada en planos y líneas rectas. Al mirarlo desde la escalinata daba la impresión de un gran bloque de madera, cuadrado, chato, en franco contraste con los demás edificios. Ya he dicho que estaba a un lado de la escalinata; precisamente, al final, del lado izquierdo. Subí por la escalinata de piedra hasta su culminación. Sucede que en el extremo opuesto al del primer departamento, 21
donde terminaba la escalera, en lo alto, yo poseía otro departamento, muy semejante al primero. Este había sido situado en el lado derecho. En el tiempo que demoré en subir la escalinata, atardeció. Llegamos al segundo departamento al mismo tiempo con mi tía, y entramos juntos. Ella extrajo de un gran sobre de papel madera una hermosa reproducción en tela de un cuadro de Gustav Klimt. Me dijo que lo había traído de regalo para mí. Lo recibí sin sorpresa, pues ella acostumbraba obsequiarme uno cada semana, cuando venía a pasar el día conmigo. Desenvolvió un gran ramo de flores y las colocó en una vasija de cristal que había frente a un espejo con marco de bronce, sobre una mesa de piedra, mientras yo pensaba en la ubicación que le iría a dar al cuadro. Ella comenzó a desvestirse, y yo a sentirme embarazado, pues temía que ella deseara acostarse conmigo. Me sentía atraído por ella, es verdad, pero al mismo tiempo rechazado, además de acordarme que debía regresar apresuradamente al otro departamento, a compartir la cama con mi legítima esposa. Prometiendo a mi tía volver pronto, salí nuevamente, en dirección al otro departamento. Si hacemos abstracción de la figura que formaban los dos departamentos, en los extremos opuestos de la escalinata, tendríamos un dibujo aproximado al de una Z abierta. Bajé corriendo los escalones, y me di cuenta de que había salido casi desnudo, sólo con un short, fabricado de un viejo vaquero que tenía las piernas deshilachadas. En la calle era carnaval, y unas muchachas con baldes mojaban a los transeúntes del sexo opuesto que pasaban por allí. Temí que me mojaran, pues debía hacer un trámite judicial. Pero esto no sucedió. Llegué a una oficina, que estaba en una calle lateral, y entré. Allí estaban varios detenidos con libertad vigilada, esperando frente a una ranura, practicada en una pared de madera, que les otorgaran los papeles necesarios para irse del país. Eran tiempos de dictadura militar. Luego de estar largo rato allí una mano salió de la ranura y le extendió unos papeles a Colautti. Era el documento de su excarcelación y el permiso para salir del país. Yo sentí un poco de envidia, porque mis papeles no llegaban. El estaba muy contento, mostrándoles a todos sus papeles. Salí de nuevo, porque se me hacía tarde para estar con mi mujer. Llegué al departamento; ella me esperaba. Nos acostamos. Pero yo no podía expulsar de mi mente el recuerdo de mi tía, que me estaba esperando, en el otro departamento.
Córdoba, abril de 1980.
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El mensaje
¡Ay del que construye con sangre la ciudad y asienta la capital en el crimen! - Habacuc, 2,12.
1 Un mes hace ya desde que he llegado a Beirut. Después de la primera semana no he dejado de llorar, cada noche. No puede afirmarse de mí que sea un blando. He participado de muchos combates, en mis treintaidós años, he conocido cárceles de las peores. Sin embargo, mi cerebro no ha aprendido a soportar el espectáculo atroz del padecimiento humano. 2 El cargamento que he traído alcanza para hacer volar en pedazos el cuartel general de Obeid, y después derribar algo que pudiera quedar en pie de esta ex-ciudad. No he tomado contacto sin embargo con mi enlace libanés. Debí de haberlo hecho apenas llegado, pero me detuve por una oscura impulsión. En mi ajetreada vida he aprendido a respetar más mis intuiciones que mis razonamientos, así que decidí esperar. 3 Hace un mes que vago por Beirut. He visto niños y mujeres despedazados por las balas. He visto barrios enteros de pobres chozas convertirse en cenizas bajo los bombardeos. No puedo describir lo que he visto. Supera demasiado mi capacidad de expresión. Hace unas noches me desperté en la mitad de un sopor pesado, sin imágenes, y escuché una voz que me dijo con claridad: -Toma en tus manos el fuego y destruye a Moloch. 23
4 Nos hemos sentado con Mirnah en lo que otrora fuese una bella placita en medio de la zona de los Hoteles Internacionales. Aquí firmaron autógrafos Omar Sharif y Gina Lollobrígida. Otrora. No sabemos de qué hablar. Nos hemos amado cada día de los quince que hacen desde que la conocí. Me fue imposible evitar pese a ello culminar cada uno de nuestros acoplamientos sin llanto. Para mi sorpresa ella no me consideró un idiota, sino que me apaciguó envolviéndome en silencio con sus larguísimos cabellos, negros, ensortijados. -Ven -me dice de repente, con su voz hermosa- te llevaré con mi familia. 5 El hermano de Mirnah me muestra el funcionamiento de un pequeño fusil de alta velocidad, con sistema láser de ajuste al blanco, que han recuperado de una base norteamericana. Por cortesía me ha dicho que simpatiza con los argentinos, y ha llegado a recitarme unas estrofas del Martín Fierro en francés. No les ha molestado saber que soy católico. Me asombra el modo en que esta gente me acepta en su seno sin indagar. Mirnah tiene evidentemente una gran ascendencia entre ellos. Esa noche cenamos humildemente con un numeroso grupo, en un sótano. Yo asisto con respeto a su sensible ceremonia religiosa, y musito a mi vez el Padrenuestro. Después de cenar Mirnah me lleva en su moto con silenciador al hotel. Se queda en mi piso hasta la madrugada. Esta vez le ha tocado a ella. Sin comprender, bebo sus lágrimas y trato como puedo de apaciguarla. Me digo que no he visto en mi vida hermosura mayor que la de aquellos ojos grandes color sombra, húmedos con una tristeza que parece venir de la esencia más profunda de la condición humana. Se niega a que la acompañe otra vez, y me deja una opresión en el alma, al perderse entre la llovizna en la ciudad escombrosa. 6 Leo en primera página del An Nahar que el coronel de inteligencia israelí Uri Hirsch resultó muerto, además de otros tres oficiales, en el atentado suicida realizado ayer por el Hezbollah. Los judíos tratan de explicarse cómo hizo para ingresar un automóvil cargado con explosivos en la zona de seguridad. El vehículo estalló al chocar frontalmente contra la camioneta que llevaba al coronel Hirsch, y ambos volaron en pedazos. Lo conducía una mujer, quien luego fue identificada como Mirnah Obahmani, dirigente de una importante columna del Hezbollah.
7 He decidido tomar contacto con los destinatarios del envío que traigo. Alegando seguir instrucciones solicito una entrevista con el nivel máximo, como condición para entregar el armamento. Me lo han concedido. Cuando llego al suburbio ruinoso y diviso las moles del Ministerio de Defensa, me detengo y, dándome vuelta, pongo 24
en funcionamiento el mecanismo que llevo bajo el asiento trasero del Jeep. A partir de este momento, tendré siete minutos. Exactamente el tiempo que demoraré en llegar al centro. No hay problemas para pasar por los tres controles. La credencial que me ha dado mi enlace vale. El sol del mediodía abrasa despiadado. Siento el sudor correr desatado por mi espalda y mojarme el culo y los testículos. El general Aoun conversa con otro de su rango, bajo un techo de cemento, rodeado de un séquito escudriñador y un bullir de soldados que van y vienen. Enderezo el Jeep hacia él, y luego de poner con un crujido la segunda aprieto el acelerador. Al comienzo hay sorpresa. Luego me apuntan tres, cuatro fusiles. Se astilla por completo el parabrisas, pero ya estoy encima. El vientre se me ha bañado en sangre. Veo la cara de horror de Aoun. No han podido pararme. Por suerte, he entendido el Mensaje. Fernández, 7 de julio de 1987.
Jericó * ...no busquéis a Betel, no vayáis a Guilgal, no os dirijáis a Berseba; que Guilgal irá cautiva y Betel se volverá Betavén.- Amós, 5:5 Codorlahomer, rey de Petra, desmontó y besó la tierra. Diez mil soldados relucientes le seguían. Tras ellos, un pueblo innumerable, compuesto en su mayoría por desarrapados. Codorlahomer observó el lugar donde sus abuelos le contaran se levantaba Jericó. Un desierto ocre, inanimado, bordeado por bajas colinas. Seguido por sus mariscales, se retiró a orar en Galloti, el mismo sitio que Josué pisara descalzo. Después, visitó el monolito de Acán. El rey de Petra tenía una obsesión: reconstruir la ciudad-fortaleza de Jericó. Y había logrado despertar en su pobre pueblo la pasión que lo desvelaba. Finalmente abandonaron Petra, ciudad de soldados y mendigos, en busca de la tierra prometida. Una sola persona se había opuesto con tenacidad al proyecto: Sirah, preferida de Codorlahomer y madre de sus dos hijos. Ellos mismos -ambos oficiales del ejércitohicieron ingentes argumentaciones para convencer a su madre. No hubo caso. La construcción de los cimientos dio trabajo a todos, y consiguió la confraternidad de pobres y ricos. Allí ocurrió la primera desgracia. Nadie sabe de qué manera el cargamento de piedras que traía un carro se desmoronó, sepultando a un joven trabajador de las zanjas. Cuando lograron desenterrarlo, un soplo de pavor excitó al pueblo. Quien había muerto era el hijo mayor del rey. Codorlahomer, atravesado por la espada del dolor, peregrinó nuevamente a la tumba de Acán. Allí interrogó a Dios sobre cuál pecado había cometido. Pero las piedras permanecieron mudas; el Señor no se dignó a dar respuesta. 25
Pese a los ruegos y plañidos de Sirah, la madre del infortunado, la construcción siguió. La hermosa mujer madianita decidió entonces no peinar más sus cabellos, y se paseó cubierta sólo de harapos, en señal de protesta. Codorlahomer no le hizo caso, y duplicó las raciones de trigo para los obreros que se destacaran. Tras dos años de dura tarea, el milagro se materializó. Donde antes fuera desierto, se levantaba imponente una roja y reluciente muralla. Precisamente allí fue donde ocurrió la segunda desgracia. Fue al trasladar las inmensas puertas de hierro que sellarían la ciudad. Inexplicablemente, una de ellas se desplomó luego de colocarla. Alguno se consoló apresuradamente, pues aunque era alta y voluminosa había aplastado solamente a un hombre. Mas esa ligereza se transformó en ayes, cuando se comprobó que el muerto era Benjamín, el último hijo del rey. El desconsuelo de Codorlahomer le agregó muchas arrugas a su frente. Había perdido a toda su descendencia en la construcción de la ciudad. Y Sirah, la única mujer que alguna vez le satisficiera, vagaba, convertida en mendiga, conviviendo con las alimañas. A pesar de todo ello, él había cumplido su objetivo: Jericó existía, de nuevo. Un oscuro rincón de su alma había quedado en paz. Ordenó que se realizara una semana de festejos. Al final de ellos, dejó inaugurada oficialmente la ciudad, de la cual se proclamó Padre Supremo, Sacerdote y Rey. Fue entonces que Sirah regresó. Como en los mejores tiempos, dio su cuerpo a las esclavas para que lo hermosearan. Había sido desposada a los trece años por Codorlahomer; ahora, a los treintaiuno, alcanzaba la plenitud de su belleza. El exquisito perfume de la mirra la precedió en el aposento real. El Dueño de Jericó la recibió alborozado, y ordenó a los guardias que hasta su llamado, nadie los molestara. Cuando Sirah se quitó las livianas vestiduras, el deslumbramiento del rey le impidió ver un raro objeto que la mujer, con disimulo, depositó junto a la cabecera del lecho. El vino de Sidón, las pasas de Sefela, hicieron su efecto, y el rey, luego del incomparable apareamiento, quedó hondamente dormido. Entonces la madianita cumplió su comisión. Lo hallaron dos días después, cuando se atrevieron a entrar. Una procesión de moscas recorría su rostro ya hinchado y de su pecho, a la altura exacta del corazón, se elevaba atroz el mango labrado del puñal. Codorlahomer era hijo de Surisaday; Surisaday era hijo de Quenaz; Quenaz era hijo de Ohlibamá; Ohlibamá era hijo de Us, el que fuera pastor de ovejas en los Llanos de Moab. Codorlahomer era tataranieto de Rajab, la prostituta. Fernández, 25 de julio de 1988. * Josué, 6, 26
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Amor perfecto Estoy enamorado, y soy correspondido. Esta vez será para siempre, me siento seguro de ello. Las pautas que hemos fijado para nuestra relación capitalizan experiencias de fracasos anteriores, y no nos permitirán fallar. Los resultados están a la vista. Hace tres años que nos conocemos, y nunca hemos peleado. Nunca una diferencia por nada, nunca un desacuerdo. Nuestro diálogo es profundo y acrecentador, además de respetuoso. Ella me dice lo que piensa, in-extenso, y si hay algo que me fastidia o estoy en desacuerdo, no contesto en el acto. Me tomo mi tiempo para pensar. Y luego de madurar cada palabra que le diré recién doy mi opinión. De tal modo evito herirla... Ella hace igual conmigo. Hace tres meses nos hemos casado. Sin ceremonia de ningún tipo: para nosotros fue sólo una cuestión de papeles. Mucho antes ya nuestro amor estaba consolidado. Somos felices. Yo le cuento mis inquietudes más íntimas, ella me dice luego -y le creoque las comprende. Agrega las suyas propias, además de contarme las técnicas que usa en sus bordados, los secretos de su cocina. Cerca ya de los cincuenta, hemos encontrado el equilibrio sentimental perfecto. Eso sí, establecimos para nuestro matrimonio una norma de hierro: no convivir jamás. Ella vive en Santa Fe, yo en Santiago del Estero. La conocí por correo. Y así pensamos seguir nuestra relación, hasta la muerte.
Un romántico afán/o Antonin copió con letra primorosa los versos que pensaba dedicar a Génica. Luego, mientras esperaba, bajo la levedad de la nieve, rogó que su amada no hubiese leído jamás a Allan Poe. La vio acercarse, entre los copos, con sus botas de piel de oso y un cargamento de libros bajo el brazo. «Ojalá ninguno sea de Edgar Allan», pensó, mientras veía crecer el manchón blanco de su rostro contra el crepúsculo, acercándose. Al fin tuvo ante sí los bellísimos ojos violeta, y sintió en una ráfaga el aliento de aquella boca que codiciaba, al darle un beso en la mejilla. -¿Leíste a Allan Poe? -le preguntó como al acaso, mientras caminaban por la rue de L’Abreuvoir tomados de la mano. -No -replicó la muchacha. Más tarde, en un banco de la plaza Jean-Baptiste-Clément, bajo la umbrosidad de un abeto, deslizó entre los dedos pálidos de su amada el papel lujoso, doblado cuidadosamente, donde había escrito aquellos versos. -¿Son para mí? -preguntó ella, luego de desplegarlo. -Sí -contestó Antonin. 27
-¿Son tuyos? -volvió a preguntar Génica, con voz soñadora. -Sí -dijo el poeta, tras una décima segundo. Luego de leerlos en silencio la hermosa muchacha exclamó: -¡Qué profundos! ¡Qué patéticamente bellos! -Me dijiste que nunca has leído a Poe, ¿no? -inquirió él de un modo extemporáneo. -No... Te lo había dicho ya...-confirmó ella, un poco extrañada. -Pues no lo hagas -recomendó Antonin. Fue sólo un mal invento de los americanos. -No lo haré -replicó quedo Génica, como quien le da razón a un loco. Tampoco la compiladora de Editions Gallimard tuvo acceso a los cuentos de Poe, al parecer. Pues en la edición que se editó en París con el título Letres à Génica Athanasiou, atribuyó a Antonin el poema que deslizara entre los dedos de Génica aquella tarde gris y blanca. Sorprendente. Pues aquellos versos coinciden, palabra por palabra, con «El palacio encantado», endecha que -según la imaginación de Poe- Roderick Usher improvisara con la lira, casi un siglo antes, dedicándosela a su mejor amigo.
Renunciamiento
No lucharé por este amor. Tampoco cabe llamarlo así. Quizá pasión, arrobo, atracción, deliciosa afinidad de espíritus. Ella es muy hermosa para la percepción de los sentidos y llena mis carencias. Casi no puedo estar sin tenerla cerca. Pero, ¿amor no es una palabra que designa cariño, dedicación, tolerancia, respeto... de uno hacia otros?... Imposible llamar de tal modo a esto pues, ya que su encanto proviene de lo que espero de ella, no de mi voluntad de dar, es sólo un ansia. Con frecuencia me digo que también es necesario en este mundo recibir algún placer, no todo puede ser deber y obligación. Pero desecho enseguida ese argumento, despreciable autoconmiseración con que se justifican los débiles. Por eso no lucharé. Pues si los «obstáculos» que debo franquear para acceder a tal cariño es el despojar del mío a quienes lo esperan, estoy ofreciendo una gigantesca ofrenda a mi egoísmo. Luego de pensar todo ésto, el granjero emprende el camino de grama que lo llevará de regreso a sus tres hectáreas donde pastan sus cinco vaquitas, retozan sus perros, y picotean decenas de pollos, que hace muy poco han dado a luz las redondas gallinas.
La Cita Encontré a Clara en medio de una calle desierta; es de noche. Su llegada me alegra el corazón. Pienso, mientras la miro, en la simpatía que parece emanar de su cuerpo, como un 28
aura. Nadie deja de advertirla, aunque no la sepan definir. Caminamos por las calles azuladas, bajo el lejano resplandor de la luna. Faroles difusos expanden desde las esquinas sus ondas como de telarña. Las copas de los árboles, movidas por la brisa, gestan por momentos sombras patéticas. Llegamos a su casa y nos despedimos, en la puerta. Voy caminando hacia cualquier lugar, tal vez sólo para que pase el tiempo; debo encontrarme nuevamente con ella, esa noche: hemos concertado una cita. En mi camino, me doy con un negrito como de veinte años, que traba conversación conmigo, y me invita a conocer su casa. No ha de apartarme de mi dirección -me dice él-; pero yo voy de mala gana: temo demorarme. Por mi cita. El va contándome que su padre posee una carnicería; repentinamente y luego de una pausa me pregunta qué hago yo. Le digo que soy escritor. El me dice que le gustaría ser mi amigo; yo contesto que cómo no, pero que ahora debía desviarme de ese camino, pues ya estaba llegando la hora de la cita. El insiste en prolongar la charla y yo empiezo a sentirme incómodo. El me reprocha que yo no quiera ser su amigo ni seguir estando con él porque lo considero inferior; yo le aseguro que para nada es así, que tengo apuro únicamente porque alguien me espera, en una cita. El ha estado importunando también para ver qué tengo en los cuadernos. Me ha preguntado qué llevo allí, y yo le he dicho: «unos cuentos que debo corregir antes de publicar»; él me ha dicho que los quiere leer. Le contesté con evasivas. Estamos frente a su casa, en la Libertad (una ancha avenida), cerca de la Moreno, en diagonal casi con el Ferrocarril. En la vereda juegan niños. En la pared, un cartel de madera blanca con filetes rojos dice: «Carnicería». El negro sigue hablando, mientras me pongo a pensar que en esa misma calle, más adelante, vive mi abuelo, solo. Mientras él era menos viejo y más fuerte debió de vivir tranquilo allí, confiado en su propia fortaleza, seguramente; pero ahora está más débil y achacado. Debe sentirse muy solo. La imagen de mi abuelo aparece ante mí. Está en su casa, solo, a punto de acostarse. Las habitaciones, demasiado grandes, llenas de sombras de los objetos, que se cruzan. El está encorvado, sentado en el borde de la cama, con ropa interior blanca, muy holgada; flaco, con esa expresión de cansancio y contrariedad de los hombres que han pensado mucho. Mira aquí y allá. Tiene miedo. Se sobresalta por un ruido cualquiera y levantando su revólver 38 largo va al comedor a ver qué pasa; siento que está solo y tiene miedo. Deseo estar con él, me digo que mi puesto es allí, a su lado, me prometo ir a vivir con él para acompañarlo y asistirlo -apenas pueda. En ese momento aparece caminando por la avenida vacía una muchacha alta, delgada, de cabello enrulado, corto y rubio, nariz pequeña, que yo conozco muy bien pero cuyo nombre no recuerdo. Se dirige, caminando lentamente, con su monedero bajo el brazo, hacia su automóvil, un automóvil pequeño, esport, rojo y amarillo, que está estacionado a nuestra izquierda, al lado del cordón, con la trompa dirigida hacia el oeste (la casa de mi abuelo). (Esta calle es de dos manos.) Me asombro íntimamente del deterioro que ha sufrido esta muchacha en poco tiempo. Está pálida, ojerosa. Hay una expresión de sumisa, vergonzante resignación en su figura esbelta; una sonrisa ausente le curva la boca. Reconozco las señales de un noviazgo que ha llegado al sometimiento de uno de los miembros de la pareja (en este caso, ella). Su novio vive allí a la vuelta. Ella viene de su casa, de ser degradada una vez más. Ni siquiera nos ve cuando llega hasta tres pasos de nosotros. Se mete en su auto. Son 29
las tres y treintaicinco de la madrugada. El negro ha conseguido al fin que le preste uno de los cuadernos; está sumido en la lectura de mis cuentos. Con desesperación, consulto en otro cuaderno y compruebo -hay allí una nota- que mi cita es a las cuatro menos cuarto. Aparece el ómnibus. Debo tomarlo. Pero el negro no quiere darme el cuaderno. Discutimos. Pasa el ómnibus frente a nosotros, por la otra mano de la calle, hacia el este, por cerca de la vereda de aquellos negocios que ostentan gruesas cortinas metálicas bajadas, rápidamente y nosotros seguimos discutiendo. Para en la esquina. El negrito me da al fin el cuaderno, pero el ómnibus arranca. Corro, mas no logro alcanzarlo. Cuando ya me estoy volviendo, decepcionado, el ómnibus se detiene otra vez, a media cuadra de distancia, y el chofer me hace señas, para que me acerque. Corro nuevamente, pero él vuelve a arrancar. Se ha burlado de mí. Regreso, desilusionado. El negro intenta darme consuelo diciéndome que no me preocupe, pues enseguida ha de venir otro. Abro el cuaderno para comprobar una vez más el horario de la cita, y me encuentro con que ha caído una gruesa gota de dulce de leche sobre la escritura, impidiéndomelo. La quito con el dedo, y me chupo el dedo. Finalmente, decido irme caminando, solo, por la ancha avenida Libertad, en medio de la luz violeta del amanecer. Queda detrás de mí el negrito solo, llorando en el umbral.
El ventrílocuo
Leonardo Simons presentó a Chasman, quien se introdujo en cámaras sonriendo y saludando a los aplausos con un brazo. En el otro llevaba, colgando, a Chirolita. Comenzó el diálogo. -¿Cómo era el nombre de ese bolero, que cantaban Los Panchos? -preguntó Chasman. A pesar de sus esfuerzos se notaba moverse un poco la comisura izquierda de su boca. -¡Como la miedra! -contestó, resuelto, con voz ronca, Chirolita. -¡Nooo! -dijo Chasman, echando una mirada que buscaba cómplices alrededor. -No, Chirolita: «Como la hiedra»... «Como la hiedra». El número siguió en ese estilo, durante unos minutos. Gran éxito de público. Los chistes, que se venían contando desde los años 50, aún resultaban. En realidad, lo que maravillaba al público era la magia de ver hablar tan verazmente a un muñeco. Entre los aplausos, las piernas bronceadas de la rubia circunstancial y la sonrisa de Simons, Chasman y Chirolita se retiraron. En el camerino, Chasman depositó en el suelo a Chirolita, se sentó sobre un taburete frente al espejo y se sacó la camisa. Entonces Chirolita, dando una vuelta a su derredor, le abrió una pequeña puerta que tenía en la espalda. Después de desconectar las pilas de su batería, no sin esfuerzo, guardó a Chasman en un lugar especialmente acondicionado del ropero. Y salió rumbo a su casa, para descansar.
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El arte y las lágrimas A Sarlanga, baqueano del corazón, en el otro lado de las cosas. Me pregunto si habrá alguna explicación para mis ganas de llorar de aquella mañana nublada en Campo Verde, cuando tenía tres años. Muchas veces he notado en mi padre o en otros hombres de mi familia ese estado indescriptible, un brillar fugaz de los ojos, un cierto aplanarse de las facciones y, principalmente, esa transformación que se percibe en su energía vital, como si el aire que lo rodea se hubiese modificado de tal manera que, aunque esto no pueda medirse, uno siente la seguridad de que en el ambiente se ha producido un cambio sustancial, provocado puramente por las emociones de un individuo. Ahora, suele suceder con frecuencia un fenómeno inverso. Como las facciones del rostro, la piel y hasta la atmósfera que nos rodea son sensibles transmisores de una energía, que bulle en nuestro cuerpo, así el paisaje, pétreo o floreciente, ondulado o anguloso, desprende también un tipo de energía interior, tan potente, que en innumerables oportunidades se impone a nuestras inclinaciones más íntimas, orientando de ese modo anónimo -pues, en este siglo, pocos son los que comprenden esto- nuestros sentimientos. La posibilidad de percibir esa energía según creo- existe naturalmente en nuestro organismo. Hay momentos, que se producen por lo general cuando uno está solo, en que nos sorprende súbitamente una abismal constatación de la existencia, la sobrecogedora sensación de que, aunque estamos solos, alguien nos observa. Solemos pasar estos momentos caminando por un parque, o alguna noche en el patio de nuestra casa. Hasta nos parece percibir como una gigantesca respiración, una presencia extraordinaria que nos produce la rara sensación de que, por ese instante, todo lo que nos rodea ha adquirido una nítida ubicación y una vida particular que lo sitúa ante nosotros, como una multitud (de las cuales jamás el buen observador deja de discernir cada rostro importante, cada mirada singular). Esta percepción produce en el hombre una especie de angustia, de extraña incomodidad, porque no está preparado para ello: igual que en el niño a quien ante una pregunta de obvio sentido alguien le ha dado una respuesta inesperada. La presencia del planeta es abrumadora para quien ha puesto barreras de cemento, vidrio y metales entre él y el Caos. ¿Había algo de esta percepción en mis deseos de llorar de aquél lejano día? Algo como eso puede haber sido. No voy a satisfacerme ahora pensando que ésta es la explicación definitiva pues los sucesos -interiores o externos- se conforman en su sencillez por una trama sutilmente compleja que uno puede, como con las nervaduras de una hoja de vid, desprender finísimos hilos de razonamiento de cada hecho pequeño de la historia. Esta percepción, que en los niños está disimulada por el cúmulo de prejuicios al cual suele llamarse "educación", es la que se manifiesta en muchos de los desconcertantes cambios de ánimo de los que están consteladas las horas de la infancia, y que cuando subsisten en algún hombre adulto, toman la denominación de "sensibilidad artística". Ha de ser el llanto la más profunda de nuestras expresiones. Recuerdo haberme encontrado infinidad de veces en trance de llorar, ante una obra de arte, ante un edificio antiguo, o sencillamente ante un árbol. Tal vez la sensación desconcertante de haber penetrado hasta el 31
espíritu de alguien, que nos deja de súbito cual visitantes en la caverna de un alma y al mismo tiempo, paradojalmente, como desnudos ante nosotros a tal punto que no podemos ocultar ya nuestras verdaderas facciones, nos produce ese relajamiento, ese bajar las defensas, ese rendido acto de confianza suprema que es el llanto. No olvido lo que me sucedió una vez, estando preso en la cárcel de Córdoba. Solía pintar furiosamente, en ese tiempo, buscando mi expresión. Pintaba figuras cargadas de material, pues creía que cada capa de óleo, cada pincelada superpuesta, transmitía una vibración única de mi espíritu, que al combinarse con las otras, iba formando un gigantesco código interior, un lenguaje para ser descifrado sólo por otro espíritu, y desencadenaba a la vez los sucesivos temblores de mi pulso, que dotaban a la textura de la obra del carácter de instantánea de aquella única circunstancia de mi vida más profunda. Había leído en aquel tiempo algo que me impresionó mucho. Ciertos aborígenes de la Polinesia denominaban con una palabra mágica a toda manifestación de fuerzas o sucesos que a sus ojos no tuvieran una explicación racional. Esta palabra servía también para nombrar a los ídolos de elaboraban, en arcilla o madera, y con los cuales creían tener una participación eficiente en la gestación de los fenómenos. Esa palabra era "Mulungu". "Los nativos -describía, aproximadamente, el libro- cuando sucede un fenómeno considerado por ellos paranormal, se echan al suelo, se arrodillan haciendo gesticulaciones y movimientos rituales y exclamando: ¡Mulungu!,¡Mulungu!, a manera de ensalmo". Según la interpretación del autor (C.G. Jung), el rito expresaba la percepción por parte de los aborígenes de uno o varios tipos de energías desconocidas. Se me ocurrió que éste era el medio más acorde a la expresión artística: la configuración de formas inventadas, fuera de los cánones tomados como naturales, que fueran testimonios de la existencia de tipos de energías y sentimientos no comprobables por los sentidos normales. Me había propuesto crear figuras de esa clase, y cuando alguien me preguntaba qué era esa figura incomprensible, medio en broma empecé a contestar: "un mulungu". Después de un tiempo casi todos mis compañeros de pabellón terminaron llamando a mis figuras "los mulungus de J.C.". Se me había puesto en la cabeza la idea de pintar la energía de la tierra. Luego de varios bocetos me puse al fin a trabajar en un cuadro, de 2 ms x 1,70, más o menos, en el cual, sobre un paisaje muy árido, sobre un cielo hondo, con una mujer y un hombre amarillos en actitud pasiva a un lado y un lejano bergantín que se dibujaba sobre una línea apenas insinuada de mar en el horizonte, junto a un camino que se hundía en la distancia, coloqué mi Mulungu de la tierra. Me ponía a trabajar por la mañana bien temprano. Para motivarme tomaba una pava entera de mate amargo. Mientras lo sorbía, mis pensamientos adquirían la forma de misteriosos organismos transparentes que se levantaban dibujando formas vacilantes al comienzo, pero iban cobrando soltura y armonía al convertirse en figuras, como de innumerables bailarines, que corrían, se tomaban de las manos y se lanzaban a los aires formando una escenificación inmensa, adentro de mi mente: en un momento dado sabía que el bullir de mi cerebro estaba maduro para encontrar un cauce. Es al momento en que tomaba los pinceles. Con esa exaltación del espíritu es que me lanzaba a la tarea, y pintaba hasta quedar agotado. Pero, he aquí que con el Mulungu de la tierra me pasó algo notable. Demoré días en este sólo fragmento de mi cuadro -fragmento por el que había empezado-, modulándolo y acariciándolo con el pincel, pues esa actividad generaba en mí un placer 32
diferente a los hasta entonces conocidos. Mas, frecuentemente debía suspender mi trabajo, por los irresistibles impulsos a llorar que me acometían mientras lo realizaba. Allí vivía rodeado de gente, así que no podía andar sollozando a cada rato. Por ello prefería apartarme momentáneamente del cuadro, lavar los pinceles y luego irme a caminar un rato por el pasillo o ponerme a mirar los lejanos árboles de la ciudad desde el enrejado balcón. En uno de esos descansos me sucedió lo siguiente: Había dejado mi cuadro colgado en una alta pared y había salido a caminar luego de guardar mis instrumentos pues ya era el atardecer y la luz no me favorecía para seguir pintando. Andaba aún pensando en el fenómeno particular que me producía aquella imagen del mulungu cuando regresé. Medio distraído entre a mi celda; pero me detuve al hallar a un hombre que, de espaldas a la puerta, contemplaba el cuadro sin terminar. Era Teobaldo (un hombre muy alto y robusto, casi un gigante, pero de los más espirituales que he conocido en mi vida). Teobaldo ni notó mi presencia, tan sumido estaba en la contemplación de la obra. Yo me quedé parado allí, detrás de él, sin atreverme a hacer ningún movimiento por miedo a interrumpir su meditación tan honda. Alguna manifestación de mí debe de haber emanado sin embargo, porque Teobaldo cambió de posición y se dio vuelta con lentitud hacia donde yo estaba. Entonces, vi sus ojos. En su maduro rostro trigueño, como asombrado, sus inmensos ojos azules estaban mojados de lágrimas. La Plata, junio de 1981
La Mar
Ese pájaro que me rozaba los dedos, burlándose de mis intentos de atraparlo, esa lengua de fuego que incendiaba mi espalda y mis costados, ese ser que arrojó sus palabras semillas para que se reprodujeran en el aire, esa suave violencia esa cadencia 33
ese andar sin saber cuándo ni a dónde. Cecilia Hynes
La Mar estaba serena. En medio de los cerros. Mirando alrededor, despaciosa recordando. Liberándose de pesos, de apuros de bocinas. Escuchando. Serena estaba la Mar. Escuchando en medio del silencio los matices de su voz. Su voz pastosa, suave, viril, acariciando las entrañas. Sintió un estremecimiento. Y recordó sus labios, de dibujo curvilíneo. La Mar estaba serena. Arriba los pájaros. Abajo el valle. Y las ondas del espíritu de él, llegando de quién sabe dónde, de allá abajo tal vez, llenándola de una sensación cálida, fortaleciéndola, levantándola como en volutas por el aire. Quizá a esta hora él estaría durmiendo. Serena estaba la Mar. Sí. Entonces sintió sus brazos, que la tomaban por atrás delicadamente, sus manos firmes que le daban vuelta la cara, despacio. Una brisa suave, el beso fresco. Después, se durmió. Claro. Ella lo miraba, nada más, pero era suficiente. Alejandro hablaba hasta por los codos. Marcela sintió que de algún modo oculto esa catarata de palabras y sentimientos iba dirigida a ella. Aunque en apariencia discutiera con el francés. Alejandro se lució. Para ella. A último momento, cuando ella vacilaba entre volver o no a San Isidro, él dijo «¿por qué no vamos a comer una pizza por ahí?». Debía terminar con Body. Definitivamente. La discusión de esta mañana había sido cruel, plagada de insultos camuflados y otros no tanto; Marcela había sentido el odio flotando, entre ella y su marido. Su exmarido. No. La supuesta reconciliación no había sido tal. Luego de seis meses de estar separados, parecía posible («por los chicos»), pero sólo duró una semana. Todo dolía. No. Sintió que Alejandro la tomaba del brazo. Qué voz cálida -pensó. Y esa sonrisa. Alejandro es un diablillo o un ángel disfrazado de hombre. La tonada provinciana, tan marcada, no es más que un recurso magistral para hacerlo más dulce, más deseable. Llovía y Alejandro dijo «tomemos un taxi». «Pese a Martínez de Hoz», se le ocurrió a Marcela. ¿Quién era este hombre, que parecía poderlo todo, que inspiraba tanta seguridad? Marcela se quedó conversando con Snipy mientras Alejandro y su hermano iban a comprar comida. Volvieron mojados, conversadores, con una caja, dos botellas de vino y dos de cerveza. Su hermano estaba chocho con Alejandro. Pobre. Creía que había venido por él, para hablar de cine y música dodecafónica. Marcela ya lo sabía. No volvería a San Isidro esa noche. Pero tampoco se regalaría. Este sentimiento indefinido no sabía a dónde apuntaba; tal vez fuera solamente la seducción de pasar un momento agradable con un tipo simpático, luego de un día negro. Desde que se acostara, en el pequeño catre, frente a su puerta, Alejandro pensó en entrar a su habitación. Lo soñó: Marcela estaba bocaarriba, parte de su cuerpo escapaba de las sábanas, su camisón celeste dejaba ver sus pezones rojos sobre los pechos nacarados, redondos, Alejandro se vio, entrando en puntas de pie, se vio sentándose en la cama, al lado de Marcela, vio su mano avanzar hacia los pechos nacarados, percibió el tacto delicioso de aquella forma bajo su mano, Marcela abrió sus ojos lapislázuli, Alejandro sintió una oleada de placer; y despertó. Estaba todo oscuro. La puerta de Marcela, cerrada. Al lado, dormía su hermano, con la puerta abierta. Alejandro se levantó, se puso el vaquero, fue en medias al baño. Miró ese rostro en el espejo: estaba pálido. Cuando salió del baño se decidió a entrar. Antes cerró, con extremo cuidado, la puerta de su hermano. Marcela estaba bocaabajo. Se había acostado con camisa, la sábana azul la tapaba hasta los hombros. Los primeros tañidos de la mañana trascendían unas cortinas rosadas. La tocó suavemente en el cuello; después apretó un poco. Por un tensarse de pequeños músculos comprendió que ella se había despertado. Demoró en volverse. Cuando lo hizo, sus ojos increíbles le escudriñaron, asombrados e inteligentes. Pero sonreían. -¿Qué hacés? -dijo. Sin decir nada, él acercó su rostro y le dio un beso. Ella enseguida apoyó una mano en su pecho. -No-, dijo -no avancés más. -Ni pienso -contestó Alejandro, sin saber muy bien por qué lo decía. -No quiero perderte.
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Marcela está desnuda sobre la cama dura de Alejandro, sentada frente a él, las piernas abiertas cruzándose en los pies, sus rodillas se tocan, se contemplan. Marcela es perfecta, piensa Alejandro, y por suerte, no tiene pudor de ser mirada; ella mira también. Recordando a la Olympia de Édouard Manet (con algo de Rubens, y más refinada en su belleza, se dice), Alejandro contempla la composición que forma su cuerpo banco sobre el cubrecama bermellón y el ocre en sombras de la pared; por una vez, viéndola desnuda se olvida de sus ojos, sus pechos son como en el sueño, aunque un poco menos turgentes; a los veintinueve años, Marcela es casi perfecta. Ella lo mira y se enamora de él; sus pies se tocan, sus manos recorren los cuerpos, despacio, transmitiendo paz. Después se acuestan con la difusa luz prendida, se unen. Se duermen. Se despiertan, una encima del otro, y tornan a unirse. Así hasta la tercera vez. Cuando vuelven a abrir los ojos, el sol ya está fuerte. Son las diez de la mañana.
-Ella me mantiene -dice Alejandro-. ¿Qué podría hacer un director de cine en Salta? -¿Por qué no te vienes a Buenos Aires? La voz de Marcela se demora en tonos hondos. -Imposible. Jamás abandonaría sus campos. -Pero... puedes separarte... Alejandro la miró como si hubiese dicho algo incongruente. Ella comprendió. Pero dijo, con toda deliberación: -O mátala.
La humillación de una cuenta millonaria cuyos cheques pueden ser firmados sólo por ella. La humillación de no ser ni patrón de estancia ni artista; para lo uno le falta convicción, para lo otro, tiempo: las tareas fútiles con que debe justificar su existencia le obligan a malgastar miserablemente los días, merodeando entre los peones, que se afanan en sus tareas y le miran con un dejo de ironía. Sin darse cuenta ha apretado de más el acelerador de la pick-up; una nube de polvo, como un humo blanco, cortada por las franjas de las luces, le tapa la noche adelante. «Marcela», piensa. «Lo haré por vos». Pero después se corrige. «No», se dice. «Lo haré en realidad por mí».
Durante una siesta calurosa, soñó: Estaba junto a la ruta que pasa por Cerrillos, esperando la llegada de Marcela. Era un mediodía de sol intenso. A lo lejos, vio el brillo del «Chevalier», que avanzaba flotando, como un trasatlántico. Al fin la vería. El colectivo se detuvo. Marcela apareció en la puerta. Alejandro le preguntó por su equipaje. Pero ella le dijo que había pedido al chofer detenerse sólo para decirle que seguiría viaje. Quería estar sola. No es que tuviera nada contra él ni su cariño se hubiese enfriado. Nada más que deseaba estar sola. Antes que él dijera nada, el colectivo arrancó. Lo vio alejarse; una congoja, irremediable, lo aplastó. «La seguiré», se dijo. «Adonde vaya la seguiré». Pero recién cayó en la cuenta de que estaba sobre una silla de ruedas. No tenía piernas. Por suerte, la silla tenía un pequeño motor. Lo puso en funcionamiento, y se lanzó a la ruta por tras del colectivo, en medio del sol. La velocidad del colectivo sería normal, tal vez, para su tipo; pero para Alejandro, que iba en silla de ruedas, resultaba alucinante. El viento de fuego del mediodía, sumado al vapor del cemento, la tierra, los rayos del sol, le azotaban la cara. En un momento dado, tuvo que seguir en una curva al coche que se le alejaba. Apenas pasó el colectivo, de atrás de él apareció un inmenso camión: no lo había visto. Iba a chocarlo. El corazón se le apretó. Y despertó.
El único pariente que ella tenía era su padre, que estaba senil. Nadie notaría su ausencia. Para eso debía actuar rápido, y conseguir el certificado del Dr. Berón. Por mil dólares lo haría. Con la jeringa preparada dentro de la cajita de metal, entró a la pieza. 35
Muy bien. Allí estaba, y dormía. Como si le quisiera ayudar, distinguió su muslo, en la penumbra; había escapado de las sábanas. Con todo cuidado extrajo la jeringa, y depositó el estuche sobre la mesita. Se acercó. En ese momento, se encendió la luz. Su mujer le miraba con despectiva seriedad. La flanqueaban dos policías. -Intuía que en algún momento ibas a intentar ésto -le dijo ella-, pero me asquea comprobarlo. En la cama, Zulema, la hija mayor del capataz, le miraba como pidiendo disculpas.
La Mar estaba serena. Un pájaro oscuro pasó volando por sobre los más altos picos. Marcela lo envidió. ¿Dónde estaría él? No había vuelto a escribirle ni llamar. Claro, se había arrepentido. En el fondo era un cobarde. No es fácil poner en riesgo la comodidad, se dijo. Pero qué importa. Ya me resigné. Ya no siento nada. Una vez más. La Mar estaba serena. Ya no volveré a amar, pensó. Pero se había jurado lo mismo la vez anterior. El sol se escondió tras un pico. Una nube rojiza se unió con otra gris. Marcela se adormeció. Serena estaba la Mar.
La Mar
Ese pájaro que me rozaba los dedos, burlándose de mis intentos de atraparlo, esa lengua de fuego que incendiaba mi espalda y mis costados, ese ser que arrojó sus palabras semillas para que se reprodujeran en el aire, esa suave violencia esa cadencia ese andar sin saber cuándo ni a dónde. Cecilia Hynes
La Mar estaba serena. En medio de los cerros. Mirando alrededor, despaciosa recordando. Liberándose de pesos, de apuros de bocinas. Escuchando. Serena estaba la Mar. Escuchando en medio del silencio los matices de su voz. Su voz pastosa, suave, viril, acariciando las entrañas. Sintió un estremecimiento. Y recordó sus labios, de dibujo curvilíneo. La Mar estaba serena. Arriba los pájaros. Abajo el valle. Y las ondas del espíritu de él, llegando de quién sabe dónde, de allá abajo tal vez, llenándola de una sensación cálida, 36
fortaleciéndola, levantándola como en volutas por el aire. Quizá a esta hora él estaría durmiendo. Serena estaba la Mar. Sí. Entonces sintió sus brazos, que la tomaban por atrás delicadamente, sus manos firmes que le daban vuelta la cara, despacio. Una brisa suave, el beso fresco. Después, se durmió. Claro. Ella lo miraba, nada más, pero era suficiente. Gerardo hablaba hasta por los codos. Marian sintió que de algún modo oculto esa catarata de palabras y sentimientos iba dirigida a ella. Aunque en apariencia discutiera con el francés. Gerardo se lució. Para ella. A último momento, cuando ella vacilaba entre volver o no a San Isidro, él dijo «¿por qué no vamos a comer una pizza por ahí?». Debía terminar con Body. Definitivamente. La discusión de esta mañana había sido cruel, plagada de insultos camuflados y otros no tanto; Marian había sentido el odio flotando, entre ella y su marido. Su ex-marido. No. La supuesta reconciliación no había sido tal. Luego de seis meses de estar separados, parecía posible («por los chicos»), pero sólo duró una semana. Todo dolía. No. Sintió que Gerardo la tomaba del brazo. Qué voz cálida -pensó. Y esa sonrisa. Gerardo es un diablillo o un ángel disfrazado de hombre. La tonada provinciana, tan marcada, no es más que un recurso magistral para hacerlo más dulce, más deseable. Llovía y Gerardo dijo «tomemos un taxi». «Pese a Martínez de Hoz», se le ocurrió a Marian. ¿Quién era este hombre, que parecía poderlo todo, que inspiraba tanta seguridad? Marian se quedó conversando con Snipy mientras Gerardo y su hermano iban a comprar comida. Volvieron mojados, conversadores, con una caja, dos botellas de vino y dos de cerveza. Su hermano estaba chocho con Gerardo. Pobre. Creía que había venido por él, para hablar de cine y música dodecafónica. Marian ya lo sabía. No volvería a San Isidro esa noche. Pero tampoco se regalaría. Este sentimiento indefinido no sabía a dónde apuntaba; tal vez fuera solamente la seducción de pasar un momento agradable con un tipo simpático, luego de un día negro. Desde que se acostara, en el pequeño catre, frente a su puerta, Gerardo pensó en entrar a su habitación. Lo soñó: Marian estaba bocaarriba, parte de su cuerpo escapaba de las sábanas, su camisón celeste dejaba ver sus pezones rojos sobre los pechos nacarados, redondos, Alejandrio se vio, entrando en puntas de pie, se vio sentándose en la cama, al lado de Marian, vio su mano avanzar hacia los pechos nacarados, percibió el tacto delicioso de aquella forma bajo su mano, Marian abrió sus ojos lapislázuli, Gerardo sintió una oleada de placer; y despertó. Estaba todo oscuro. La puerta de Marian, cerrada. Al lado, dormía su hermanos, con la puerta abierta. Gerardo se levantó, se puso el vaquero, fue en medias al baño. Miró ese rostro en el espejo: estaba pálido. Cuando salió del baño se decidió a entrar. Antes cerró, con extremo cuidado, la puerta de su hermano. Marian estaba bocaabajo. Se había acostado con camisa, la sábana azul la tapaba hasta los hombros. Los primeros tañidos de la mañana trascendían unas cortinas rosadas. La tocó suavemente en el cuello; después apretó un poco. Por un tensarse de pequeños músculos comprendió que ella se había despertado. Demoró en volverse.
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Cuando lo hizo, sus ojos increíbles le escudriñaron, asombrados e inteligentes. Pero sonreían. -¿Qué hacés? -dijo. Sin decir nada, él acercó su rostro y le dio un beso. Ella enseguida apoyó una mano en su pecho. -No-, dijo -no avancés más. -Ni pienso -contestó Gerardo, sin saber muy bien por qué lo decía. -No quiero perderte.
Marian está desnuda sobre la cama dura de Gerardo, sentada frente a él, las piernas abiertas cruzándose en los pies, sus rodillas se tocan, se contemplan. Marian es perfecta, piensa Gerardo, y por suerte, no tiene pudor de ser mirada; ella mira también. Recordando a la Olympia de Édouard Manet (con algo de Rubens, y más refinada en su belleza, se dice), Gerardo contempla la composición que forma su cuerpo banco sobre el cubrecama bermellón y el ocre en sombras de la pared; por una vez, viéndola desnuda se olvida de sus ojos, sus pechos son como en el sueño, aunque un poco menos turgentes; a los veintinueve años, Marian es casi perfecta. Ella lo mira y se enamora de él; sus pies se tocan, sus manos recorren los cuerpos, despacio, transmitiendo paz. Después se acuestan con la difusa luz prendida, se unen. Se duermen. Se despiertan, una encima del otro, y tornan a unirse. Así hasta la tercera vez. Cuando vuelven a abrir los ojos, el sol ya está fuerte. Son las diez de la mañana.
-Ella me mantiene -dice Gerardo-. ¿Qué podría hacer un director de cine en Salta? -¿Por qué no te vienes a Buenos Aires? La voz de Marian se demora en tonos hondos. -Imposible. Jamás abandonaría sus campos. -Pero... puedes separarte... Gerardo la miró como si hubiese dicho algo incongruente. Ella comprendió. Pero dijo, con toda deliberación: -O matala.
La humillación de una cuenta millonaria cuyos cheques pueden ser firmados sólo por ella. La humillación de no ser ni patrón de estancia ni artista; para lo uno le falta convicción, para lo otro, tiempo: las tareas fútiles con que debe justificar su existencia le obligan a malgastar miserablemente los días, merodeando entre los peones, que se afanan en sus tareas y le miran con un dejo de ironía. Sin darse cuenta ha apretado de más el acelerador de la pick-up; una nube de polvo, como un humo blanco, cortada por las franjas de las luces, le tapa la noche adelante. «Marian», piensa. «Lo haré por vos». Pero después se corrige. «No», se dice. «Lo haré en realidad por mí».
Durante una siesta calurosa, soñó:
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Estaba junto a la ruta que pasa por Cerrillos, esperando la llegada de Marian. Era un mediodía de sol intenso. A lo lejos, vio el brillo del «Chevalier», que avanzaba flotando, como un transatlantico. Al fin la vería. El colectivo se detuvo. Marian apareció en la puerta. Gerardo le preguntó por su equipaje. Pero ella le dijo que había pedido al chofer detenerse sólo para decirle que seguiría viaje. Quería estar sola. No es que tuviera nada contra él ni su cariño se hubiese enfriado. Nada más que deseaba estar sola. Antes que él dijera nada, el colectivo arrancó. Lo vio alejarse; una congoja, irremediable, lo aplastó. «La seguiré», se dijo. «Adonde vaya la seguiré». Pero recién cayó en la cuenta de que estaba sobre una silla de ruedas. No tenía piernas. Por suerte, la silla tenía un pequeño motor. Lo puso en funcionamiento, y se lanzó a la ruta por tras del colectivo, en medio del sol. La velocidad del colectivo sería normal, tal vez, para su tipo; pero para Gerardo, que iba en silla de ruedas, resultaba alucinante. El viento de fuego del mediodía, sumado al vapor del cemento, la tierra, los rayos del sol, le azotaban la cara. En un momento dado, tuvo que seguir en una curva al coche que se le alejaba. Apenas pasó el colectivo, de atrás de él apareció un inmenso camión: no lo había visto. Iba a chocarlo. El corazón se le apretó. Y despertó.
El único pariente que ella tenía era su padre, que estaba senil. Nadie notaría su ausencia. Para eso debía actuar rápido, y conseguir el certificado del Dr. Berón. Por mil dólares lo haría. Con la jeringa preparada dentro de la cajita de metal, entró a la pieza. Muy bien. Allí estaba, y dormía. Como si le quisiera ayudar, distinguió su muslo, en la penumbra; había escapado de las sábanas. Con todo cuidado extrajo la jeringa, y depositó el estuche sobre la mesita. Se acercó. En ese momento, se encendió la luz. Su mujer le miraba con despectiva seriedad. La flanqueaban dos policías. -Intuía que en algún momento ibas a intentar ésto -le dijo ella-, pero me asquea comprobarlo. En la cama, Zulema, la hija mayor del capataz, le miraba como pidiendo disculpas.
La Mar estaba serena. Un pájaro oscuro pasó volando por sobre los más altos picos. Marian lo envidió. ¿Dónde estaría él? No había vuelto a escribirle ni llamar. Claro, se había arrepentido. En el fondo era un cobarde. No es fácil poner en riesgo la comodidad, se dijo. Pero qué importa. Ya me resigné. Ya no siento nada. Una vez más. La Mar estaba serena. Ya no volveré a amar, pensó. Pero se había jurado lo mismo la vez anterior. 39
El sol se escondió tras un pico. Una nube rojiza se unió con otra gris. Marian se adormeció. Serena estaba la Mar.
Fernández, febrero de 1987.
La muchacha, la de cabello oscuro...
La muchacha, la de cabello oscuro la que salió en los diarios... no sé su nombre, pero la llamo "compañera". Daniel Viglietti
I Subió en una parada antes de Porteña. Habíamos concertado un código para reconocernos: yo debía llevar bajo del brazo un ejemplar del diario La Opinión; al comprobarlo, me diría "Parece que López Rega se va"; le contestaría: "aún así, la caza de brujas sigue". Pero apenas subió supe que era ella. Incongruente en medio de todas las gringuitas de los poblados aledaños que iban a los boliches de San Francisco en esa noche de sábado, con su vaquero gastado, camisa blanca de hombre, el pelo oscuro, suelto, cayendo larguísimo hasta más abajo de los pechos. Pensé en lo inútil que hubiera sido disfrazarnos; esos ojos, esos modos adustos, reconcentrados... era como si un sutil uniforme vistiera, desde el éter, a los compañeros. "Pero la caza de brujas sigue", le dije y pareció tranquilizarse, aunque ella también me había reconocido y la contraseña no era exactamente la correcta. La compañera debía tomar a su cargo las tareas de enlace entre nuestra zona y las del oeste de Santa Fe. Ella sería quien traería las orientaciones generales y particulares, llevaría nuestras inquietudes, actuaría como correo eficiente de cualquier acción de último momento que debiéramos concertar. A Tadeo, su antecesor, lo habían matado hacía una semana cerca de Rosario. 40
Su nombre de guerra era Angélica; yo le di el mío, aunque en San Francisco todos los compañeros sabían que me llamaba Adelqui Dinolfi y ella pronto se enteró. San Francisco es particular -le dije en nuestra primera conversación mientras ella devoraba un bife jugoso en un bar cerca de La Rural-; no se parece en nada a otras zonas del Partido. Aquí los obreros no odian a sus patrones, los unen incluso cuestiones de raza. Y no son explotados de un modo salvaje como lo pueden ser, por, ejemplo, los hacheros santiagueños. -Eso lo sé muy bien porque soy de allí -me dijo y supe que se había traicionado pues en el acto se puso muy colorada. Supuestamente no debíamos dar detalles que develaran nuestras verdaderas identidades. Pero todo eso pronto quedaría fuera, pues yo me enamoré de ella. Menos su nombre verdadero, llegué a conocer casi todo lo de importante que había en su vida. Supe que su padre era un poeta pobre, su madre una maestra, y la habían educado esmeradamente pese a las carencias tremendas de aquellos parajes inhóspitos del campo donde se había criado hasta los once años. Supe que luego de la secundaria había decidido estudiar ingeniería en Rosario, mientras trabajaba en una fábrica textil. Y supe que me amaba, pues luego de siete meses de conocernos, una tarde color malva me dijo en una placita de Santa Fe que esperaba un hijo mío y eso la llenaba de felicidad. Entonces yo le dije que debíamos casarnos.
II Me tomaron completamente desprevenido, debo reconocerlo, volvía en motocicleta de mi trabajo en la planta de Magnasco, cuando me encerraron entre dos autos -un Peugeot 504 y un Falcon, lo recuerdo. En un santiamén me palparon de armas -alcancé a ver que ellos las tenían de todo tipo- y tomándome de la nuca, casi con cariño me hicieron subir al Falcon, dejando allí mi moto abandonada. Por la moto mi padre supo luego que me habían apresado, pero cuando fue a la comisaría de San Francisco le dijeron que me habían llevado a Córdoba. Un oficial que era primo de mi papá le dijo "presentá urgente un recurso de hábeas corpus, está en Informaciones, ahí lo van a torturar y pueden llegar a matarlo si no lo pide el juez". Mi padre hizo eso en el acto y viajó a Córdoba. No lo dejaron verme pero reconocieron que estaba allí y le dijeron que en unos días más iban a enviarme a la cárcel de Córdoba. Esos días eran para recuperarme de lastimaduras y golpes que ellos mismos me habían dado. Siempre pensé que mi vida se salvó porque aún existía aunque fuera un simulacro de legalidad en los últimos días de Isabel Martínez. Pero al segundo día de que me enviaran a 41
la Unidad Penal Nº 1 vino el golpe. Y la cárcel se transformó en un campo de concentración. Así que no pude ver a nadie de mi familia, antes de que nos sumieran en aquel infierno de requisas todos los días, torturas a los presos en los patios, carreras por los pasillos, desnudos bajo tres grados bajo cero y recibiendo los golpes y patadas de dos filas de suboficiales y soldados, que se formaban para otorgarnos ese tratamiento al menos tres veces por semana. Durante aquel tiempo comprendí el pavor de Auschwitz y la horrenda semejanza de las conductas humanas más perversas repitiéndose una y otra vez fatalmente, hasta en su gestualidad, cada cierto periodo en la historia. Mas los vejámenes y horrores cotidianos que padecíamos -incluyendo el asesinato de compañeros- pasaban a segundo plano ante la obsesión que acosaba a mi mente cada día: ¿adónde estaban Angélica... y nuestro hijo, o hija, que llevaba en su vientre? Las noticias que cada tanto nos traían los compañeros sobrevivientes de otros campos de concentración más crueles aún, como La Perla o La Rivera, eran estremecedoras. Uno de ellos, casi enajenado por las torturas, me habló cierto oscuro día de aquella muchacha de cabello oscuro con un bebé en brazos... transida por las humillaciones, permanecía todo el tiempo que podía en un rincón de la infecta cuadra cuartelera, tratando de no llamar la atención, para que no la atacaran más. Le habían permitido tener a su bebé pues aún lo amamantaba, pero todos sabían que estaba condenada a muerte, pues apenas pudiesen le quitarían el niño para entregárselo a algún represor sin hijos. El hambre, el frío, la espantosa condición de fantasmas mugrientos y temblorosos en que habíamos sido convertidos por la sistemática aplicación de aquel método de cotidiana destrucción, seguramente contribuyó para que me acosara finalmente la monomanía. Lo cierto es que no pude dejar de creer ya, con seguridad terrible, que aquella muchacha con el bebé en brazos era mi Angélica. Sufría horrores a cada despertar de las largas somnolencias -pues no podría afirmar que eran sueños-, y aún padeciendo los ataques de los militares carceleros no expulsaba de mi mente este dolor, que me hacía desear lanzarme contra sus armas y provocar así también mi muerte de una vez. Intenté hacerlo por fin. Una mañana, mientras nos llevaban con golpes y gritos como a ganado, desnudos, hacia una escalera por donde debíamos descender desde un primer piso hacia un patio, me lancé con todas mis fuerzas hacia un soldado que estaba junto a la pared, para quitarle el fusil. Lo hice con tan mal cálculo que resbalé y fui rodando por la escalera con gran espectacularidad hasta el primer descanso. Es todo lo que recuerdo, pues a causa del golpe me desvanecí. Recién cobré conciencia de existir un día después, en la enfermería, y me encontré con un brazo vendado. Más tarde me dirían que me había quebrado una muñeca.
III
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¿Por qué lo cuento ahora? Mas bien, ¿por qué lo escribo? Tal vez quienes fuimos tocados por esta singular suerte de ser sobrevivientes necesitamos constatar una y otra vez la realidad de nuestra experiencia. O sacar conclusiones. O sencillamente dotar de superlativa objetividad a cada aspecto del presente cercano, ya librado de la horrenda situación pasada. Un sacerdote logró entrevistarme durante cinco minutos un año después de mi detención. A través de él supe que mi padre había logrado -gracias a su condición de destacado Ingeniero, ex-colaborador de Onganía y ciudadano italiano-, obtener mi libertad. Pero tendría que salir del país. Tres meses después -en junio de 1977-, luego de llevarme a una celda especial y tenerme allí un día, me permitieron bañarme, me devolvieron la ropa, y me llevaron con los ojos vendados hacia el aeropuerto militar. Recién al llegar a Ezeiza los militares que me custodiaban quitaron la venda de mis ojos. En la escalerilla del avión me entregaron mis papeles y el pasaje... Adentro esperaba mi padre. Me abrazó... había sufrido tanto, que no tuve ánimo para llorar. Apenas una especie de desolación, indiferente, me agobió el alma. Sin embargo, por primera vez, al mirar los azules ojos humedecidos de mi padre sentí una leve sensación de alegría. Entonces él me dijo: -Tenemos una sorpresa para vos.
IV Escribo esto mientras desde la ventana y a través de las cortinas de color pastel trasciende levemente el sol. Son las seis y cinco de la mañana. Desde el rincón con la pequeña mesita sobre la que apoyo mi cuaderno, puedo adivinar el color plomizo del Adriático, que murmura perceptiblemente pues aún no ha comenzado el trajinar cotidiano de esta pequeña ciudad de pescadores. Sobre la pared a mi derecha hay un cuadro, un dibujo enmarcado; en su vidrio refleja dulcemente el sol. El sol esparce alrededor de la ancha cama una gasa de luz que delinea aureolando uno por uno los cabellos del niño; esos cabellos oscuros como los de su madre y la frente ancha, combada, como la de su padre. Yace dormido junto a la mujer, de rostro sereno, que aún descansa, envolviendo su hombro con la mano izquierda y apoyando sus largos dedos en el pecho del niño. Esa muchacha que al mirarla humedece mis ojos con su leve respirar sin sobresaltos, llenando mi consciencia de sentimientos que hasta hoy no conocía. Esa muchacha, la de cabello oscuro; la que subió a mi vida una parada antes de Porteña, y ya no se bajará más.
Arrepentimiento
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-Padre, perdóneme: ¡he pecado!- exclamé, en un súbito rapto de compunción. El sacerdote estaba inmóvil en su casilla de confesor, frente a mí. -Tenga piedad de este miserable gusano... ¡no me niegue su absolución!-imploré. Los ojos fríos del padre estaban fijos en mi rostro; pero nada me respondía. -¡Oh!... ¡Qué torpe y perverso he sido, frágil hoja de alerce, juguete inerme en el torbellino de mis innobles pasiones! ¡Violento y cruel, irreflexivo, temerario desafiador de la ira de Dios!... El sacerdote ni se movía. -¡Malhaya la hora en que permití a mi mano volar a la espada! ¡Malhaya mi sangre española, heredera de endriagos milenarios! ¡Malhaya mi facilidad para la estocada!... Nada me decía. -Padre... ¿no ha de perdonarme? ¿Va a dejarme cargar por siempre con esta cruz en mi conciencia? ¿Tan terrible fue mi pecado?... Tal iba a ser mi destino, al parecer, pues el cura no modificó ni un ápice su fría expresión. Me retiré, entonces, acongojado y llorando. Por desgracia, mi estocada había sido demasiado certera. Su corazón, agujereado, ya no le daba vida para responder.
Hembra
Felipe estaba solo. Muy solo. Por eso le pareció un sueño cuando la muchacha aceptó bailar con él. (Y más sueño le parecería luego, cuando aceptara ir a su rancho). Nadie la conocía. Las escasas mujeres del poblado la miraron con odio. Y los hombres lo miraron a él con envidia, cuando se la llevó. Necesitó dos tubos de ginebra para animarse, pero lo hizo. Nunca gozó Felipe deleites tan hondos y sostenidos como esa noche, en su cama. Entre vahídos de placer le pidió, en la oscuridad: "¡quédate a vivir conmigo!" Ella aceptó. En la rosada penumbra de la paloma Felipe recordó la noche pasada, y percibió el bulto del cuerpo a su lado. Como quien constata la materialidad de su dicha estiró la mano. Tocó una piel peluda. De un salto, se levantó. El grito debe haber asustado al animal, pues abandonó la cama con la velocidad de un relámpago. Dando un brinco poderoso la mula salió por la ventana. Felipe, con la boca abierta, la vio perderse, entre las retamas.
Sangre fría
Lo maté de un solo tiro. 44
Después, con mi cuchillo de caza, le corté la cabeza y la tiré hacia atrás; sin darme vuelta a mirar dónde caía, pedí tres deseos. Finalmente me fui a desayunar (café con leche con chipaquitos) al bar de la estación YPF. Me percaté recién, a través del vidrio sucio, que al salir había dejado desierta la sala de videojuegos.
Amnesia -Yo escribo para olvidar -sostenía un poeta amigo de mi padre. Trataba de justificar así quizá sus faltas de ortografía. Pues sus escritos prescindían fatalmente de puntos, comas, haches, acentos o distinción alguna entre "ve" cortas o "be" largas.
Un libro apócrifo de Aldous Huxley
No existe lo fantástico: todo es real. André Breton En el comienzo hay alguien que parte, en un tren. Se describe la estación, y el andén. Es de mañana en el primer párrafo. Lo cual no impide que el segundo comience con la siguiente frase: La luna reina serenamente en un cielo violeta, sobre las nubes. El argumento me cautiva. Trata de un hombre gusta de vivir del modo más agradable que sea posible, viajar y gozar de las exposiciones de arte, del mejor licor y de las diversiones. En las últimas páginas, descubrimos que el protagonista sufre un desdoblamiento, por el cual, no es él quien goza de los placeres sino otro hombre, que habita en su interior, y lo utiliza como vehículo de sus impulsos. Entonces el personaje lleva sobre sus hombros la parte más pesada de los placeres del otro: así, cuando quien habita dentro de él decide trasladarse de un lugar a otro, es él quien debe sufrir el peso del camino, haciendo de caballo. Sin embargo, exteriormente se viste y perfuma como si de verdad él fuera el otro. Hoy, él y el otro van a salir a dar un paseo por el bosque, a caballo. Meditando tristemente, da los últimos toques a sus brillantes botas y a sus breeches. Comprende que de esa forma sólo está vistiendo al otro, que se ha posesionado de una manera tiránica de su voluntad, no a sí mismo.
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Trata de escapar y de mirarse, pero no puede, ya que una oftalmanía lo obliga a fijar su vista en una mosca que se ha posado sobre una pared, y le es imposible apartar los ojos de ella. Afuera, se oye el gorjeo de los pájaros. Amanece. En la cárcel de Córdoba, una tarde calurosa de 1980.
El tango que me llevó Me fui a caminar por entre las callejuelas de Villa Siburu en busca de una casita humilde para alquilar. Había dejado sólo por un momento a mis hijas, con ese objeto. Mientras conversaba con una señora intuí que algo le sucedía a la más pequeña. Regresé presuroso y la encontré llorando. Había vomitado sobre el cubrecama donde durmiera, y el suelo. Resignadamente limpié todo, asombrado interiormente por el modo en que mi hija había percibido mi ausencia. Cuando regresó Cecilia salí de nuevo tratando de hallar una peluquería. Era una noche nublada. Mientras reflexionaba parado en una esquina acerca del camino a seguir, me apoyé en el ventanal tapiado de una casa abandonada y me puse a cantar un tango. De tras la pared me contestó el eco -eso creí, al principio. Me gustó el efecto, y una y otra vez repetí frases del tema ("Vuelvo al Sur"), para provocar al eco. Me quedé pasmado, ustedes se imaginarán, cuando habiéndome callado, el eco siguió cantando aquel tango que iniciara, hasta agregar una estrofa completa. En ese momento cruzaba por la esquina un agricultor, de quien me daba cuenta que hacía tiempo me quería conocer. "Al sólo efecto de participarle" la rara situación, lo llamé. Se acercó contento, pues la oportunidad de entablar relación se había presentado. Un hombre robusto, seguramente de origen italiano, como de cuarenta años. Me explicó que esto era un fenómeno frecuente, producto según él de que allí mismo había muerto un estudiante de magia. Me invitó a su casa. En el umbroso living estaban a mi lado, sobre unos fofos sillones, además de mi nuevo conocido su esposa y sus hijos, todos ellos gente muy agradable. Particularmente me agradó e inquietó la hija del agricultor, quien fijaba sus ojos azules en mí todo el tiempo. No se molestaron cuando les dije que no gustaba de tomar nada, pero me fue imposible eludir el disfrute de un par de masitas. Cuando regresaba, cerca de la Terminal vi una peluquería abierta y me introduje. Antes miré el reloj: la una y cuarto de la madrugada. No hallé al peluquero. Estaba por retirarme cuando por una entrada lateral se presentó de un modo truculento un peluquero skin head. Sólo para darme una tarjeta rosada, con los horarios de atención -que no incluían al presente- y ofrecerme además los servicios de su esposa como hechicera. Cecilia me dijo al llegar a casa que debía desconfiar de los hijos del agricultor. Según su criterio, el "estudiante de magia" que reproducía mi voz desde el interior de la casona en 46
ruinas, era él. O ella, Cecilia sostenía que todos eran andróginos, pues manejaban de un modo artero las energías de la tierra. Recuerdo todos estos sucesos desde un siniestro bar, en la Costa del Marfil, mientras cantan unos mariachis importados, y en la cabecera de mi mesa bromea con uno y otro esa morena joven, flaca, sensual. Sé que no es ella, pues bajo de esa manifestación estoy reconociendo la energía vital de la hija del agricultor, a quien conozco ya demasiado bien; tiene la camisa abierta y escapan un poco sus pechos medianos y largos, morenos, duros. Le indico esto pues supongo que no se dio cuenta y al advertirlo la molestará. Mas ella me dice que no lo piense, por el contrario se siente muy cómoda así. Ella ha logrado quitarme de mi casa, usando los ecos del tango. Partido mi corazón, no atina sin embargo al regreso -aunque tampoco dispongo de un centavo para ello. Compungido al extremo por mi suerte, no me queda otro camino, entonces, que llorar.
La Paja del Ojo Germán Loy tuvo la posibilidad de editar una revista perfecta. Púsole de nombre "La Paja del Ojo" (por aquello de la vieja sentencia, y también porque sería un verdadero eretismo para la visión). Polisémico sentido. No crean que exagero. La revista era un regodeo para los ex-tetas. Los llevaba al límite. En la tapa, verbigracia, solían alternarse los Rúbens, Boticelli, con las mejores fotos de Drtikol, Vallejo, Deborah Tuberville: salpimentando, Boccioni, Aleksander Archipenko, Giacomo Balla, Carlo Carrá, Rougena Zatkova... ¡para qué seguir! Todo en huecograbado, papel ochenta quilos, cada número venía en caja de cartón. El primer número detuvo los latidos de varios. De Leopoldo Marechal, incluía dos poemas en cuerpo doce; Marinetti, un poema, Juan L. Ortiz, un poema. En ficción, contaba con cuentos de Juan Bautista Zalazar, Diana María Noronha, y un inédito de Alberto Moravia. Artículos: La influencia del barroco medieval en América, Alejo Carpentier, Filosofía y Cultura, Luis Jorge Jalfen. Era... cómo decir... como si a Marisa Berenson veinteañera le hubieran injertado el talento de María Callas y la inteligencia de Marguerite Yourcenar. En la Academia de Bellas Artes se formaron grupos para degustarla de consuno. La Paja del Ojo salía trimestral. Se esperaba su llegada con ex, pec, tación. Asesor visual: Carlos Alonso. Asesor literario: Juan José Arreola. Diagramador: Fattoruso. Germán Loy estaba que no cabía en mí de gozo. El éxito había sido rotondo. Pero duró poco. El problema empezó con la preocupación de los directivos de Bellas Artes (quienes, obviamente, no eran artistas). Los alumnos se desviaban: gozaban. Esa inquietud fue llevada al concejo deliberante, que en pleno consideró propicia la cuestión para aumentarse las dietas. De allí pasó a la legislatura. Los di, puta, dos, luego de imitar el edificante 47
ejemplo de sus colegas conce, já, les -en lo referido a las dietas-, pasaron el asunto a comisión, con lo cual se dio oportunidad de crear cinco nuevos cargos de secretarias y taquígrafos. Finalmente el asunto fue a recalar en el Ministerio del Interior. El impertérrito, previa consulta a la Suprema Corte, ordenó ipso pucho clausurar La Paja del Ojo. Razones: ningún Derecho, desde el Mosaico hasta el Romano, el Francés ni el Johnsoniano, contemplaban en sus articuliados la posibilidad del orgasmo colectivo. Por tanto, no existía. Y un hecho que no existe, no puede seguir sucediendo. Ergo: La Paja del Ojo, no podía seguir saliendo. Germán Loy se preguntaba, tristemente, si luego de haber beneficiado a tantos legisladores no merecía se hubiera decretado algún arti (culito) ad-hoc. O al menos que, personalmente, lo pensionaran por inhabilitación ex-tética. Y mientras esto pensaba, untaba, con chimichurri, el panchito, que ofrecía al gusto popular en la bizarra esquina de Sarachaga y Fragueiro.
Fernández, en junio de 1988.
Tribulaciones de un escarabajo Gregorio Samsa patalea panza arriba, mientras lo ataca una legión de hormigas coloradas. Los animales, seguros en su superioridad numérica, avanzan sin apuro, con las fauces abiertas. Gregorio se siente al borde de la desesperación. Lo inmovilizan el cansancio y el pavor, y se queda quieto, entregado a su suerte. En eso ve unos inmensos pedúnculos rosados, que lo toman con firmeza, pero sin lastimarlo. Se siente levantado. Sin transición se ha incorporado a su mente otro temor. Pero al menos -piensa- me han sacado del peligro de las hormigas. La fuerza lo deposita en una jaula transparente. En los rincones, hay comida. Gregorio comprende que ha sido hecho prisionero. La angustia parece no tener fin. Pero se consuela, diciéndose que es preferible estar preso y no despedazado. *** El doctor Juhazs, entomólogo, se despertó en la noche al oír un fuerte ruido que venía de su laboratorio. Cuando abrió la puerta encontró, entre los tablones de la estantería desbaratada, a un hombre. Llevaba traje gris oscuro, era delgado, tenía grandes orejas y parecía muy aturdido. Observó también que tenía raspones en la cara y en las manos.
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-Bueno -le dijo el doctor, que era un hombre aplomado -podríamos tomar un técito, mientras conversamos.
La Cultura A Mempo Giardinelli
Cuando conseguí escalar los peldaños de piedra de La Cultura luego de intentarlo por caminos cerrados durante muchos años, me sobrecogió una escena impresionante. Hacía frío. En su cima -era muy alto- llegué a sentarme completamente desnudo. Desde allí se veía la mera Tierra, mas los otros edificios habían desaparecido. Todo era un desierto. Las nubes se habían convertido en gases de color violeta pálido, y envolvían al mundo hasta donde se podía ver. Cuando percibí las nubes nuestro cielo estaba tibio, ya no sentí más frío. Entonces arribó un pájaro muy grande, parecido al cóndor. Y desplegando sus alas, se me acercó para dejar caer un envoltorio de trapo muy rústico. Lo tomé y lo abrí. Adentro había un manojo de tierra, y unos granos rugosos, pinteados de color ocre. Después ya no pude ver, pues me quedé dormido. Al despertar me encontré cubierto, por una enredadera en flor. Campanas rojas se apoyaban en mi frente, y en el centro mismo de la planta respiraba una flor blanca. Desde la distancia me pareció que el sol inspiraba a esa planta un cierto fulgor. Y en tal instante mi corazón se sintió feliz y muy contento, de una manera que jamás antes había presentido.
Vida de pobre Mi padre se niega a darme dinero. Voy a la pieza de mi abuela y a duras penas consigo extraerle dos billetes: uno de diez mil y otro de quince mil pesos. Voy al estudio de abogado de mi amiga Nadia, pero lo pienso mejor, y antes de entrar prefiero visitar a su tío y de paso cambiar el dinero. El Turco Julián está como siempre, tras del mostrador con la caja. Este hombre acaricia dinero inmundo todo el día -pienso- y luego intenta escribir poesía. Lo peor es que haya "profesores de literatura" que encima le llaman "poeta". Es obeso, calza pesados anteojos de miope, sobre su nariz de carancho pichón. 49
Debo hacer cola. En la cola me toca pararme detrás de una criollita deliciosa, muy pintada, que me dedica una sonrisa. Pero después se hace a lado. En menos tiempo del que pensaba llego al mostrador. El Turco, por reflejo negativo, me dice que duda si tiene cambio, pero como me considera "un colega" (en el ámbito de las letras) finalmente saca el dinero y me lo entrega, luego de sujetar mi crujiente billete colorado. En el momento en que lo guardaba me entra la duda de si le habré dado un billete de diez o de quince mil pesos. Siempre soy un poco distraído con la plata. La vez pasada se me cayó todo lo que tenía en el bolsillo del pantalón, al pedalear en mi alta bicicleta. Comoquiera que fuese, ya me resigno. Ahora no sé bien cuánto tengo. Al llegar al rancho donde habito, solo, encuentro que me está esperando mi tío. Sin permitirme que abra la boca, me dice que deje ya de joder con hacerme el pobre. Y me entrega la llave de mi BMW, para que vaya otra vez a dirigir las empresas de la familia.
Fernández por la ventana de mi taller Una tarde diáfana de principios del invierno. El sol cayendo despacio, ilumina las hojas de los árboles con un amarillo transparente. Las paredes blancas de las casitas, facetadas por las sombras difuminadas y los reflejos rojos de las tejas. Verjas con lajas, verjas con revoques rugosos, con rejas blancas, con rejas rojas. Un quiosco. La columna del alumbrado como un gigante flaco abriendo los brazos: sobre uno de ellos, un pájaro. Cables, hacia el sur y hacia el norte, cruzando postes negros a través de aislantes de loza fusiformes, subiendo, bajando, entrando y saliendo de las casas. Un perro que ladra en las cercanías -siempre hay un perro que ladra, aquí. Rumor de autos lejanos; alguno pasa de a ratos por frente al rectángulo de la ventana. Cuando pasan, levantan un polvillo moroso que cambia el ambiente por unos instantes, formando una niebla leve que tamiza la luz ya distante del sol. Gajos oscuros de paraísos, saturados de pocotos amarillos que parecen absorber todo el resplandor del ocaso. Contrastes agudos entre los racimos de hojas iluminadas y los que le siguen inmediatamente debajo; verde brillante, amarillo, y sombra; verde oscuro y sombra. Un pollo bermejo holgazanea por entre el césped cuidado del jardín de enfrente. Dos caballos sufridos y marrones pastan tranquilamente entre la vereda y el pavimento, seleccionando cuidadosamente las hierbas. Varios niños juegan y corren, llenando de
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grititos alegres el silencio, antes cargado de sonidos opacos. Prendo la radio para escuchar música. Me entero de que están atacando con misiles valuados en un millón de dólares cada uno al país que en otro tiempo, albergó a Gilgamesh.
Enseñanza oriental No pises este lugar -dijo el monje Shao Lin-: porque encierra bajo de sí el bien y el mal. El teniente Stallone observó la redonda laja que ornaba el umbral del templo. -No creo en tus sandeces religiosas- escupió-. Pero, a ver, ¿qué mal podría venirme de este buda gordo, acostado en la piedra? -Te arriesgas a ser presa del caos original -contestó el monje Shao Lin. El teniente Stallone efectuó la última pregunta. Estaba ya decidido a apresar al monje idiota, pero su novato ayudante observaba y debía aleccionarlo, acerca de cómo obrar con estas ratas indochinas. -¿Y qué bien nos podría dar? -Si volvieras tranquilamente por donde viniste, sin ofenderlo con las plantas de tus borceguíes, podrías partir con su bendición y en paz. -Ahhh! ¿Sí? -gritó Stallone- ¡Pues mira lo que un buen marine norteamericano hace con tu sagrada laja! Inmediatamente saltó con todo el peso de su corpacho, sobre la rugosa figura del buda en el suelo. El estallido encegueció y quitó la audición por un momento al novato, que sólo después de un rato vio caer a unos veinte metros al casco de Stallone. La moraleja de esta breve experiencia debería ser (pensó el soldado novato): "nunca creas que los monjes Shao Lin hablan solamente de metafísica".
Hipóstasis
1 Sólo el canto triste de la corneja rompe el silencio gris y me acompaña. La oración extiende unos dedos largos, se desliza entre cuadros amarillos y va llenando de fantasmas la habitación. Aquí habitó alguna vez la luz. Sobre el sencillo tapizado del sillón, en otros tiempos, se posaron tus espaldas.
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¿De dónde te oigo? En momentos de extendida soledad fluye, como una sombra transparente, atraviesa con rozar de tules, tu presencia. ¿A dónde vas? ¿Por qué no quedas? El día ha terminado y no has querido acariciarme, hoy tampoco. Estoy solo, frente a mis papeles. Voy a seguir esperando. Tal vez mañana pueda verte. 2 Busca -busco- en el vacío de la noche una señal que nos sitúe, en algún sentido cualquiera sea- para orientar los pasos. Bajo la llovizna, los faroles lejanos han hecho azul el brillo de las calles mojadas, y no hay sonidos, más que el sonido del girar del Universo. Cae la lluvia lentamente. Asusta el rumor rabioso de un auto, que pasa como una liebre, mojándome, a mi lado, y se pierde en la noche. Alguien está parado en la esquina, bajo la lluvia, bajo el farol. Ni me apuro ni me detengo, pues sé que mis pasos, con sólo dejarlos que me lleven, en algún momento cercano pueden dejarme frente a esa figura inmóvil. Llueve con líneas azules. Me acerco a la figura, envuelta en un impermeable con capucha. Me mira. Es una mujer, como de treinta años. Está pálida como una porcelana. Las gotas de lluvia chorrean lentamente sobre su piel. Me mira. Sus ojos, grandes, son oscuros. Estamos así, durante un largo rato, bajo la llovizna. Después, yo me doy vuelta, y me voy llorando. 3 Hasta aquí ha llegado el perfume de tu voz. Bordando el marco de la ventana, las gotas. Tiemblan, colgando de los vidrios, se alargan, y a través suyo se ven las copas de los árboles y el jardín. Espero anhelante, como el personaje de un sueño, porque sé que has de aparecer. Por el sendero se oye el murmullo de tus pasos rápidos. Vuelca de pronto en el cielo una nube su luz. No puedo apartarme y dejar de mirar, a través de las gotas; creo que soy feliz. Te veo, reducida y multiplicada, a través de las gotas de lluvia. Aún estoy frente a la ventana cuando tu cabello humedecido me roza la piel. Cárcel de Córdoba, 6 de diciembre de 1979.
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Dos gorriones
Esta mañana sorprendí a dos gorriones adormecidos que se acurrucaban en las molduras de la ventana de mi celda. Estaban, redondos y somnolientos despertándose al sol cuando los hallé. Uno de ellos me miró: nos quedamos, él y yo, sin saber qué hacer. ¡Hubiera querido tanto que aceptaran el calor de mi mano! Tiritaban de frío. Pero cuando me acerqué huyeron, dejando en mis dedos un relente de melancolía. Cárcel de Sierra Chica, 6 de julio de 1977.
Geraldine De una oscura pasión o algún esfuerzo, de un puro golpe de amor, de cierta manera de hablar y sorprenderse no podrás evadirte sin dejar una huella, algo que te descubra. Rodolfo Alonso El Maestro de Música tomó entre sus manos la mano pequeña de Geraldine. Estaba exangüe. Miró por la ventana. Una niebla gris cubría los contornos de la ciudad. La desesperación fue derramándose, la sintió por las cavidades interiores de su cuerpo, hasta llegar al estómago y paralizarle los pies. "No", pensó: "por favor, no me dejes". Echándose sobre el sillón en un impulso brusco la abrazó, como para alentarla. Su cuerpo estaba frío. Entonces rompió en sollozos, que lo sacudieron recordándole estúpidamente a su madre golpeando un felpudo en el patio. Geraldine, pensó. Desde la primera vez que me miraste supe que me amabas. No imaginé, en cambio, que ibas a llegar tan hondo en mí. Mezclada con la gente en el concierto, sorprendía tus ojos contemplándome y te ruborizabas, mirabas con premura hacia otro lado, con esa gracia que sólo es posible a tu edad. Yo lo tomé como un juego, dejándome llevar displicente por los ruidos de la calle. ¿Cuándo se te ocurrió aprender piano? Llegaste una tarde, acompañada de tu mamá, mientras yo auscultaba la penumbra de mi sala con el corazón trémulo pues intuía que algo iba a suceder. Al principio rehusé, con excusas elípticas, sugiriendo ocupaciones o falta de hábito en la docencia. Tenía miedo de amarte. Confinaba ese oscuro sentimiento, que había nacido el mismo día que te viera pasar junto a mí, en el concierto. No lo sabías, ni yo mismo lo tenía claro, pero fui el primero en enamorarme. Yo no había tocado; no me 53
conocías. Ensayábamos con el cuarteto en la cabina acústica que está al costado del salón... ¿por qué me levanté y fui a la puerta? Al correr un poco la cortina te vi pasar, con esa levedad que tienes, y ni te diste cuenta. Después, te amé. Las horas fueron vuelo de inexpresables alas, los sentimientos crearon la luz que nos dio forma, sentido, razón, si esta existe. -Despierta, Geraldine- dijo el Maestro de Música, y se sintió en el acto dolorosamente grotesco. Un espejo oval le devolvió su rostro, el cabello enmarañado de mesárselo, las ojeras brillando violetas bajo las lágrimas. -¿Por qué tenía que dejarme ahora?... ¿Es que estoy condenado para siempre al dolor? le preguntó a su propia cara en el espejo. Atrás, Geraldine reposaba como dormida. La miró reflejada en el vidrio, recorrió aquella imagen pálida, sus labios como siempre entreabiertos, sus dientes pequeños, sus ojos marrones... sus ojos... ¡Geraldine! ¡Había abierto los ojos! El Maestro de Música se dio vuelta hacia ella y se quedó mirándola, pasmado. -¿Estabas dormida? -preguntó por fin. Ella, sin decir nada, enlazó su cuello con esos brazos largos que tenía y apoyó la cabeza en su hombro izquierdo. Luego susurró: "te amo".
Dinaleh Corazón y latido no son dos cosas, sino dos palabras. Julio Cortázar Dinaleh se presenta cada tarde en casa de Froilán. Se ha vuelto igual que el crepúsculo. Cada vez que ella entra Luis Alberto Spinetta se pone a cantar con Fito Páez Asilo en tu corazón y Froilán tiembla, de placer y de temor. La primera vez que se unieron a duras penas pudo salir de ella. Se fue llevando uno de sus pies. Luego de la tercera se resignó a aceptar la fatal condición de aquel amor. Hoy ha venido hermosa con sus cabellos al aire, el sol tranquilo la trasciende; Froilán se limita a contemplarla con arrobo, ha perdido todo movimiento. Dinaleh lo envuelve y apaga el televisor, una lasitud dulce le enerva todos los sentidos, es feliz. Esa tarde Dinaleh se queda a vivir en la casa de Froilán. Sola, con su corazón. Fernández, agosto de 1988.
Encuentro con Maia
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Para qué hablar de lo que sentí cuando llamé y no contestaba; había viajado novecientos quilómetros sólo para verla -en realidad era eso, me mentía a mí mismo que no era lo central, me decía tengo un montón de cosas que hacer en la ciudad, pero en realidad sólo viajé por ella: (como otras veces, mi corazón es un sensible pulsador de emociones y matices de los sentimientos, me lleva, por suerte no he acumulado en el cerebro tantos prejuicios como para evitarlo), después del pésimo viaje en tren, decía, que prometí no repetir nunca más - ese estúpido culto por la austeridad de los europeos con quien trabajo-, decía, esperé tres días (ella había ido a pasarlos en Santa Teresita, con la familia) que pasaron muy lentos para mí, claro, y ahora la llamo y la guanaca no contesta; mientras marco de nuevo el maldito número hojeo "El Clarín" sobre la cama y veo: "Litto Nebbia y los Músicos del Centro", en el Odeón a las ocho, voy a verlos, me digo, a escucharlos y ya me engancho con eso, aunque no sin dolor; ya me empiezo a preparar el alma para no verla; no quiere, me digo, no levanta el tubo a propósito, me digo, se ha reconciliado una vez más con su marido, la fiesta, el encuentro, los días de campo, la arena, los niños, me la imagino tomando sol junto al mar, sus piernas sólidas pies pequeños vientre blancodorado ombligo grácil (aunque en la única vez que nos encontramos antes no la hubiera visto sino con campera negra y jeans), a su lado la hermana, la mamá, blancos cabellos pesados, y él, su compañero de muchos años difíciles ella diciéndose: "no, no voy a seguir con esto, la separación no es más que otra de las tantas, lo intentaremos de nuevo", y luego caminando juntos contra el rojo del mar ya no como enamorados, no, no de la mano, no, sino como... ¿amigos?..., o mejor, socios, de una empresa en bancarrota, contándole todo y diciéndole "él me iba a dar cierta luz que entre nosotros no existe": por eso el teléfono mudo, carajo, y yo aquí como un boludo marcando después de haber viajado al pedo, pero es mejor así, me miento, por sus niños, deben intentar de nuevo, lo voy a ir a ver a Litto Nebbia, todo está bien, a ese teatro fuimos una vez con Susuki a ver "A quemarropa", Lee Marvin, buen recuerdo (no Lee Marvin sino las gambas larguísimas de Susuki Pedretti apretando con fuerza mis dedos para que no suban más) salgo a la calle, limpio, bañado, perfumado, listo para el amor pero me río en el acto, "amor del aire" pues Maia es ya sólo un recuerdo, toda la gente camina en sentido contrario a mí -me parece- tomo un colectivo, voy a la empresa de los europeos y llego justo para una maldita reunión social, atravieso los grupitos elegantes, llego al teléfono, marco: nada, la puta que lo parió, me digo, lo voy a ir a ver a Litto Nebbia y chao, esta mina no me va a matar la alegría, me escabullo como puedo de los requerimientos; entonces una determinación se va abriendo paso, autónoma, en mi corazón: voy a ir a su casa, a mí no me va hacer venir para borrarse sin al menos decime "gracias por cumplir con la cita, pero no va más" y me encuentro caminando hacia la terminal, me encuentro en la terminal, me encuentro con el boleto en la mano haciendo cola para los colectivos que van a La Plata; ya no voy a ir a ver a Litto Nebbia, seguro: son las 8 y veinte, conservo el rostro inexpresivo mas miro con ansiedad a los costados, ¿por qué imagino que puede bajar de uno de los colectivos que van y vienen?, miro hacia atrás, veo una cabellera caoba, leve, enmarañada y de bucles hondos, me sobresalto, casi la encuentro, así me pasó luego de la primera vez por el centro, la vi pasar, piernas bellísimas, salí corriendo, nalgas subversivas entre la multitud, la llamo por su nombre tomándola del brazo, sólo para recibir una mirada feroz de la muchacha, bastante parecida, me consuelo, mezcla frecuente en Buenos Aires, de español, italiano y alguna sangre centroeuropea produciendo esa belleza que, fíjense ustedes, ya Rafael Sanzio preanunció; al fin me toca subir al colectivo veo sus 55
ojos azules frente a mí el domingo siguiente, a las tres de la tarde, con el fondo de los antiguos marcos marrones de las puertas y ventanas del café y los autos perezosos que transcurren las calles angostas de Congreso, veo la plaza con las enormes estatuas, las palomas, el edificio reiterando en mi memoria su simbolismo ambiguo del poder en tiempos de paz, siento su abrazo, sus pechos hermosos redondos contra mi cuerpo, su boca en mí, gente pasando, mirándonos, mirasonriendo, hacemos linda pareja, siempre hice lindas parejas, la veo frente a mí sentada en la silla antigua del café, contándome que al hecho de que su padre era camarista en la época del proceso le deben el haber salvado la vida, tuvimos que irnos a Salta, cinco años metidos en el campo de mi tío, el usó su título de ingeniero agrónomo, habíamos estado con Montoneros, aquí, me dices y yo termino de aceptar que esa hermosísima mujer de voz suavemente grave está ahí, para comprobarlo te tomo de la mano un poco bruscamente y en el movimiento vuelco el vaso con soda, qué hacés loquito me dices, otra vez, te ríes, se te marca esa arrugita tan única de la comisura, me muestras tus dientes de coneja refinada, voy mirando con curiosidad los bloques de edificios por la ventana, mientras, anochece, nos metemos en un túnel negro y desembocamos sobre un puente tenebroso, todo evoca muerte, por acá se manejaban las patotas de secuestradores, me digo, cuánta muerte en mi país, mi Dios, y pienso nuevamente en vos, cómo te has metido en mí, muchacha, qué pasa, otro colectivo se ha parado en el camino y la gente haciendo señas, sonamos; nos detuvimos, el otro chofer explica y sube la gente, renegando, transpirando, aún espero encontrarla entre ellos pero ya débilmente, ausentemente, una certidumbre se me va gestando en el corazón a medida que nos acercamos a La Plata, a medida que aparecen los edificios blancos, casitas bonitas, estaciones de servicio, no sé en qué momento nos pusimos en camino entonces te veo llegar, sábado por la noche, ojos arcanos, cabello humedecido, toda de negro y marrón, me mataste, pienso, camisa en seda bordada pulóver pelo de llama sobre los hombros, sandalias, franja de cuero sobre tu empeine bellísimo y un medallón de hierro: "me mató", pienso, mientras te miro por tras del vidrio y las rejas coloniales, hierro forjado y quebracho en la puerta cancel, me demoro con la gran llave para mirarte bien, las once en punto, sonríes, te beso; cierro la puerta de calle y vuelvo: cenamos con cerveza y dos velones en el ancho comedor, aparece La Plata en la distancia, abro la ventana, enseguida estamos en medio de las calles intrincadas y los pocos autos, la terminal, bajo embotado de pensar en ella con tanta intensidad, una terminal vieja y amarillenta bajo los focos, voy al teléfono público, marco (corazón palpitando en la boca) me atiende un niño, voy a llamarla me dice, oigo tu voz (aún no lo creo): "¿estás aquí, en serio?", me dices, "¿no quedamos en que vendría?", digo, "¿de dónde me hablas?", "de la terminal", "¿en serio?", te ríes, "claro", digo, "¡qué loco!", me contestas, "estaba saliendo para despedir a Papá que viaja a España, está bien, dices, me arreglaré para no ir, me arreglaré, en cuarenta minutos estoy ahí, a las once menos diez tu cuerpo blanco como en La merienda campestre, de Manet, sólo el slip oscuro, bordado, tus pies hermosos junto a los míos, mi cuerpo quemado por el sol, tu delicado olor, me despierto en medio de la noche y te encuentro en mí, tengo que esperar (¿por qué habrá dicho "menos diez"?), pregunto la hora, me voy a caminar por las calles aledañas, esta ciudad me recuerda a Río Cuarto, una avenida ancha, descendente, parecida también a La Cañada; calles oscuras, gente vestida de un modo provinciano, camino media hora y recojo todos los olores de esa noche primaveral yo conozco un lugar, dijiste aquél sábado, bajamos de tu auto pequeño, un boliche coqueto, con escalinatas de piedra, en las 56
afueras de la ciudad, carlitos y cerveza, medialuz, muchachos y chicas danzando tranqui tranqui, "esta noche, es una noche sensacional", decía Porcheto, estoy loco por vos, lo sabes, quizá tú también, pero por qué a la tarde siguiente, luego que todo hubiera pasado y se acercaba el momento de la despedida, antes de cruzar la anchísima 9 de Julio, tuve temor de que me empujaras bajo el horrendo vértigo de los autos, y retiré el brazo que me aferrabas; habíamos andado -después del boliche-, hasta el amanecer, querías ir conmigo a Buenos Aires, vacilabas por los niños, "mañana", te dije, a la postre ahora estaba menos impaciente que vos, "mañana", y qué julepe cuando me llevabas a la terminal y al salir de un giro encontramos una pinza, "como las del proceso", dijimos después, porque hasta pasarla nos quedamos mudos, una mujer joven se ha puesto a darme la lata, me he sentado en un banco sucio de la terminal; me da pena imaginar su decepción cuando Maia aparezca (¿aparecerá?), pero es imposible no ser cortés: estoy contento al mango; la conversación se ha puesto animada, ella se acerca un poco y me cuenta que dentro de una hora va a viajar a Mar del Plata, de repente siento algo, me doy vuelta, allí está, acreciéndose por el pasillo con pantalón negro, escarpines y un buzo amarillo con capucha, el pelo recién lavado; me levanto, dejando a la mujer del banco sorprendida, tus increíbles ojos lapizlázuli se humedecen y sonríen, me besas, suavemente, en la mejilla: "Tengo el auto aquí a la vuelta", dices. Y nos vamos.
Eufemia
I ¡Ah, tu cabeza me asustó!... Fluía de ella una ignota vida... Parecía no sé qué mundo anónimo y nocturno... Delmira Agustini 1 Quién iba a decirme que el amor iría a traer aparejada esta angustia, tres amores después de la ida, y el alma que no acierta en la alegría, melancolía, destellos de segundos, más, belleza más perfecta pero no calma el corazón, cada vez. Deambula el espíritu del poeta de aquí a allá sin posarse, las manos, delgadas, largas, y su voz, honda y lenta, ojos de almendra, pelo de cerveza efervescente y esa ausencia, ese silencio, tal vez fuera el camino por el que yo no debiera de haber ido. Tres idas y se repite: de nuevo estoy a las puertas del sepulcro. 2 57
Pero regreso y te encuentro, inmóvil frente a mí, tu nariz de aletas anhelantes, los labios en serena sonrisa, qué raro, me dices, sí, me parece extraño tu amor, y ya lo creo, puesto que no soy más que la caparazón apenas contingente de un monstruo de mil facciones, sangre violenta y me miras, y tus ojos derraman una pátina de frescor sobre mi escaldada alma, Eufemia, te digo, no entiendes nada, no sabes nada pero sientes o vas a sentir, no sé, eres exquisitamente distante de todo y próxima, en tu alma (sensación de distancia como en el cuadro, en el cuadro del desierto ocre y plano, cubierto de líneas marrones convergentes y mi figura solitaria en algún lugar, mirándote, desde fuera y tú en el horizonte). 3 Alberto encarna el suspiro de un niño nacido en el balbuceo de un pensamiento, Eufemia flota silenciosa en la alborada, a su lado. Los algarrobos sin hojas destejen harina sobre el cielo violáceo; amanece. Flota, tu pelo espumoso, tu velo, celeste, en el aire de la madugada, tus pies largos, tus manos largas. Eufemia. Rodillas agudas y piernas doradas. Se acercan unidos por los hombros a la orilla del agua, luego la muchacha arrima su pie. Se estremece, le mira, riendo (risa de dientes, Eufemia, risa dorada). De pronto, cae. Las manos de Alberto se estiran, horror no puede alcanzarla, Eufemia lentamente cae, flotando y el agua la traga, abajo del río se la ve difusa, figura de pájaro azul que se desvanece horror y Alberto no puede alcanzarla. Después desaparece para siempre. 4 -Has vuelto a la vida puede afirmarse... y lo haces llorando -me dijo Adriana con ademán de perplejidad. -Es cierto. No sé qué me pasa -mentí. Aún tenía el rostro mojado. Me sequé con el borde de la sábana. Me toqué la cabeza con cautela. La tenía cubierta con algo duro. El médico, benevolente, me explicó: -Se la hemos vendado con gasa enyesada, para proteger la zona de la operación.
II Por ti me duelen los pesados perfumes del estío: por ti vuelvo a acechar los ginos que precipitan los deseos, las estrellas en fuga, los objetos que caen. Pablo Neruda 1 Que renunciar a ti fue como arrancarme el corazón, no lo sabes. No soportar los tirones de los sentimientos no poder aclarar un camino; los recelos, las miradas, esa maraña interior que laboriosamente ha creado sobre nosotros y en nosotros la Humanidad (Adriana, los chicos, mi madre, mi padre, mis parientes, los parientes de mis parientes, toda la ciudad está llena de ellos aquí y allá, hacia atrás en el tiempo, las paredes están cargadas de sus pensamientos) rostros de humo que sobrevuelan mi ánimo al ir a verte, mi corazón en vez de cantar al cielo se desliza como apesadumbrado, tiene miedo... ¡miedo de amar, Eufemia, 58
estoy loco!... Adriana me mira desde dentro de mí, incapaz de darme alegrías pero bien capaz de impedírmelas, hasta el grado de que no puedo amar, Eufemia. ¿Producirá tal vez un milagro tu voz distante, la no escuchada, o te consumirás callando? La simple enunciación sea quizás una esperanza, acaso no esté perdido mi corazón aún. 2 La sola idea de que me olvides acentúa aquel escocer atávico del alma sin cambiar el escepticismo esencial de mi razón; la voz de tus imágenes se vuelve, por ratos, más verdadera que lo que supuestamente hay de verdad en esto y sin embargo sucede, se arrastra inevitable por entre los segundos, ¡qué pesadez el pensar, Eufemia, si tan sólo pudiera abandonarme a la paz de tu cuerpo, tu flotar; pero ni aun me está permitido en esta cárcel el dejarme ir sin hacer nada! Tanto mi cuerpo como mi pensamiento son ajenos y no puedo remediarlo. A menos que tu amor sirva el milagro de hacerlo todo posible sin mortandad ni violencia, se que yo solo no pudiera; tal cometido excede la dotación que se me dio poseer. 3 No viniste. La plaza estaba llena de ruidos bajo el cielo gris, gente cruzando a mi lado y mirándome -siempre me miran- las torres de la iglesia infladas de luz, sobrevolando el pórtico, tallas barrocas de terminación sutil, vitraux, fragmentos de vidrios astillados por alguna pedrada cruel percibo, la Virgen, no viniste. Mi corazón pese a estar preparado incubó tristeza, la tristeza angustia, melancolía de ti. Luego me fui caminando despacio, por entre el humo de los autos, la niebla, las luces de los comercios, el violeta espeso del cielo. 4 Adriana te sacude tomándote del brazo te sacude con violencia y la miras sorprendida, el corazón lo tengo dentro de esa leve opresión que no cesa, las manos y los pies atados sin poder hacer nada, tiemblas sin defenderte y Adriana sigue su tarea precisa, por fin consigue conmover tu cuerpo y un pedazo de tu cabello, cae, luego tu frente y así de a pedazos vas desmoronándote y por fin desapareces. Al lado se oyen las respiraciones y el silencio, el fru-fru del delantal almidonado de alguna enfermera y esta soledad que no cesa. Adriana se ha ido apenas se desmoronó tu cuerpo, seguramente ha subido satisfecha a su auto gacel, ha viajado las pocas cuadras hasta casa aspirando su propio perfume de colonia y cosméticos y tal vez un cigarrillo francés; mi corazón está aquí de nuevo, junto a lo que no soy, adentro de este cuerpo. ¿Adónde vagarás ahora que no puedo imaginarte? 5 Ella me miró como asombrada con sus ojos café. -¿Te sucede algo? -me dijo. -No sé. Tal vez he estado soñando. Eufemia se quedó mirándome largo rato, junto al río. Yo seguía silencioso. Cuando se me dio hablar, dije: -¡Qué extraño!... Adriana... los chicos... mi familia, la familia de mi familia... ¡parecían tan reales!
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Orillas del Limpopo, 6 de julio de 1988.
El otro yo de Mr. Hyde Lord Snowdon esperaba, en la humilde salita del Mr. Hyde. Había venido a encargarle un trabajo sucio. De repente vio salir de su habitación a un desconocido alto y buenmozo, quien lo saludó con una suave inclinación antes de retirarse. Lord Snowdon lo observó con curiosidad, pues había creído hallar algo extraño en él (aparte de haber emergido impensadamente de la pieza de Hyde). En efecto, tras una fugaz ojeada, comprobó que pese al refinamiento de su porte, la ropa del caballero le quedaba chica. Esperó infructuosamente a Mr. Hyde, durante una hora. Al cabo, decidió entrar. Encontró en la habitación el desorden previsible, mas algo le llamó la atención. No sabía que Hyde tuviera veleidades de alquimista. Sobre una mesa reposaban redomas, probetas y alambiques, junto a instrumentos varios de medición; tras de ella un armario-vitrina ostentaba innumerables frascos y cajitas, etiquetados cuidadosamente y ordenados con escrúpulo. Un libro de anotaciones, abierto, mostraba fórmulas complejas asentadas a pluma, con letra regular y precisa. A su lado, un vaso de experimentación humeaba aún, vacío. Lord Snowdon se fue intrigado y decepcionado. Era evidente que Hyde se había escabullido por alguna salida secreta. Algunos días después‚ Lord Snowdon concurrió a una velada, en compañía de su joven y adolescente esposa, la bella Lady Christinne. Allí les presentaron al distinguido caballero que había visto salir de la pocilga de Mr. Hyde. Les dijeron que era el Dr. Jekill, descendiente de una familia de científicos, emigrados a Norteamérica‚ en tiempos de la colonia. Según declaró, muertos su padre y su madre, no le quedaba razón para permanecer en el cada vez menos soportable "nuevo mundo". Lord Snowdon se alejó un poco del grupo, para contemplar a Jekill a su gusto y reflexionar. Sí, seguía hallando algo de extraño en aquel individuo. Decidió investigarlo. No le fue difícil dar con su dirección. Por esas cosas del snobismo burgués -rasgo característico de la época- se había convertido, a poco de llegar, en el médico de moda. Luego de un paciente control, que le insumió varios anocheceres y madrugadas, llegó a establecer que el médico practicaba una inusual rutina. Era ésta: llegaba a su consultorio muy temprano en la mañana. Desde ese momento permanecía en el edificio, hasta la hora del crepúsculo, o a veces hasta altas horas de la noche. A esas horas, iba al reducto de Mr. Hyde, donde aparentemente pernoctaba. Algunas veces le perdía de vista, en las intrincadas callejuelas de Londres, pero una cosa era cierta: dormía indefectiblemente con Hyde. Lo extravagante del asunto consistía en que este Dr. Jekill -o como se llamase- había comprado una amplia casa en la zona residencial, amoblándola por completo. Allí, había instalado su consultorio, e incluso había contratado a un valet, un ama de llaves y numerosa
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servidumbre. ¿Por qué, entonces, iría a dormir con Hyde, en un incómodo departamento de ocho por cuatro en los barrios bajos? Lord Snowdon no era demasiado inteligente pero poseía mucho tiempo. Le llevó varias noches completas de paciente control la investigación que obtuvo, como premio, establecer las raras costumbres de estos dos individuos. En esos períodos de estática vigilancia, ora frente a la vivienda de Hyde, ora frente a la de Jekill, meditaba. Se le ocurrió una explicación bastante absurda, pero luego de muchas vacilaciones la aceptó. ¿Acaso el famoso chevalier Dupin no había llegado por este método a la resolución de varios crímenes? Por una serie de indicios encadenados, Lord Snowdon arribó a la convicción, decíamos, de que Mr. Hyde y el Dr. Jekill... ¡eran la misma persona! La aserción adquirió solidez poco a poco en su mente. Hyde era un delincuente, un marginal de la sociedad, que, harto de tal degradación había encontrado el modo de huir de su condena existencial. A través de quién sabe cuan largas y misteriosas experimentaciones -quizás guiado por algún científico loco- había logrado una fórmula para cambiar de personalidad. Logrado este propósito, convertido en un ser que era precisamente su contrario -y justamente por eso agraciado y amable- no le resultó difícil encandilar a la frívola sociedad londinense. Sin duda contaba con abundantes fondos -producto seguramente de toda una vida de pillerías-; de otro modo le hubiera sido imposible dotar a su creación del nivel de vida que ostentaba. Era evidente, sin embargo, que no había logrado la receta para permanecer definitivamente en su aspecto de "Jekill". Sin tal supuesto no se explicaría que se viese obligado a regresar, noche tras noche, a la infame madriguera de Mr. Hyde. Todo esto meditaba el Lord, mientras vigilaba. Pese a las quejas de su joven esposa, Lord Snowdon persistió en sus agotadoras investigaciones nocturnales. Se le había fijado en la mente un empeño: iba a develar este caso. Noche a noche, semana tras semana se mantuvo como un soldado, alternativamente ante las moradas de Jekill y de Hyde. Así esperaba acumular la serie de evidencias que, llegado el momento, le permitirían entregar el caso resuelto a las autoridades. Una noche esperó en vano. Ni el Dr. Jekill ni Hyde se mostraron. ¿Qué sucedía? Tal vez había llegado el momento de actuar. Presuroso, Lord Snowdon acudió a Scotland Yard. Cuando regresó con los agentes, halló la vivienda del abominable Hyde vacía. Corrieron a la casa de Jekill. Tampoco había nadie. El pájaro había volado. Los criados no estaban, el consultorio no daba muestras de haber sido usado en varios días, y los guardarropas desocupados indicaban que su propietario había emprendido un largo viaje. ¿Bajo qué personalidad lo había hecho? Tal vez nunca lo sabría. Desalentado, Lord Snowdon regresó caminando a su residencia. Allí, le esperaba una sorpresa: no encontró a su esposa por ningún lado. Atacado de repentina suspicacia, corrió a la caja fuerte. La halló despojada de caudales. Desconsolado en extremo, tuvo que acudir nuevamente a Scotland Yard. Luego se retiró a descansar, en su casa de campo. Creía merecerlo. El largo período de investigación y los últimos acontecimientos le habían agotado. En aquel lugar, varios días después, los detectives tuvieron que narrarle el conjetural destino del "otro yo" de Mr. Hyde. Al parecer había partido, cargado de equipaje y dinero dejaba abundantes propinas por donde pasaba- hacia un paradisíaco lugar de Suramérica, donde proyectaba radicarse definitivamente. Quienes los vieron, juraban que la joven dama
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que le acompañaba, con el muy presumible propósito de endulzar sus horas, era la mismísima, adolescente y bella, Lady Christinne.
Alberto después de la cloaca Bien, miren, para no hacerles perder tiempo, trataré de contar esto rápido. No sé si será muy interesante. Yo iba caminando, una noche brumosa, por la calle Olaechea y Alcorta, al lado del Parque. Reconozco que había tomado mis dos copas. Pero no iba machado, no. Apenas contento. De repente, me caigo. No sé cómo ni dónde, porque el suelo desapareció bajo mis pies. Sin dolor, me encontré sentado en el suelo de un recinto como de 30 metros cuadrados, similar en su forma a una bombona de las que se usan para guardar elementos gaseosos. A izquierda y derecha agujeros, con sus bocas redondas. -¡Zas -digo-, me he caído en una encrucijada de cloacas!- Y me dispongo a ver el modo para salir de allí. De sólo mirar me convenzo de que no me va a ser posible trepar. Ni se ve la boca de salida. Debe ser por la noche, pienso. Lo cierto es que me largo por una de las tuberías. No sin aprensión, claro, pero a poco me sorprendo porque está todo limpio. Ni sombra de suciedad. Una vez andados cerca de 100 metros me percato de que las supuestas cloacas eran de un material muy liso, como plástico o algo así, no cemento. "Habría que felicitar al gobierno", me digo. No termino de pensar esto cuando, ¡bum!, caigo de nuevo. Otra vez en una bombona de tuberías. Bueno. Elijo otra tubería al azar y me largo nuevamente. Al final de ella, encuentro como una conexión, dos bocas a izquierda y derecha. Hago ta-te-tí y me zampo en la de la izquierda. Pero qué les cuento, no llego ni a la mitad, cuando: ¡bum! De nuevo abajo. "Esto se está poniendo poco original", pienso. Y decido seguir. Por suerte está todo limpio. Mi traje ni siquiera se ha salpicado. Así continué un rato largo, subiendo y bajando, al este y al sur, y también al norte, y quizá al noroeste, hasta que agarré al fin un tubo que ascendía. Subí y subí, esta vez sin caídas, y cuando vi la luz del exterior como a cincuenta metros, tuve miedo. No vaya a ser que justo ahora caiga de nuevo, dije (en voz alta, total nadie me escuchaba). Pero no. Tranquilamente, llegué al final. Y salí a mi ciudad. ¡Oh sorpresa! Ya no era la misma. Yo, a Santiago la conocía como a la palma de mi mano. Los veinticinco años que tenía los había pasado aquí. Era Santiago, pero... ¡cómo había cambiado! La gente iba vestida de un modo diferente. Todo estaba lleno de autos muy feos y el ruido era insoportable. Había emergido cerca del Mercado. -Disculpe señora- le dije a una chipaquera, que vendía en la calzada- ¿en qué fecha estamos? -2 de agosto- me contestó la vieja, sin dejar de masticar. -Pero ¿de qué año?- digo. La vieja me mira como si fuera opa, y me contesta: -De 1989 , pues.
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¡Qué! ¡Han pasado 54 años! ¿Cómo puede ser? ¡Con razón está todo tan distinto! Rápido agarro por la Pellegrini, en busca de mi casa. Llego a la 25 de Mayo y doblo, con el corazón a toda carrera. Media cuadra. Allí está. Mi casa. Apenas un poquito más vieja, pero bien pintada. Cuando estoy por abrir la puerta digo: "no, quién sabe si ha cambiado de dueños". Y decido tocar el timbre pues la aldaba ya no está. Son las diez de la mañana. Me atiende una morenita como de diecinueve años. -¿Señor? -me dice. -Digamé, ¿quién vive aquí? -le pregunto. -La familia Revainera. -Ah, entonces he venido bien, le contesto, porque yo también soy Revainera. Me hacen pasar y conozco a la dueña de casa. El marido no está, trabaja en el banco. Pregunto el nombre del marido. No me suena. Pregunto cuántos años tiene el marido, veintinueve, me dice. ¡Lo parió! ¡Es mayor que yo! Cuando vuelve el tipo del trabajo no puede creer que yo soy Alberto Revainera. -¡Pero si ha muerto hace más de cincuenta años! -me sostiene. -Y ¿de qué ha muerto? -digo sin convicción. -¿Sabe que no lo sé?... -contesta-. Y ahora que lo dice... mi padre y la familia solían comentar que el tío Alberto había desaparecido de un modo muy raro... Al fin mi sobrino-nieto tuvo que creerme que yo era yo. Le mostré la libreta. Toda una prueba, como se sabe. De a poco, los viejos de la familia empezaron a desfilar para observarme. Los viejos eran mis sobrinos, mis primos menores. ¡Qué cosa! Con el tiempo, todos se habituaron a mí y a nadie llamó la atención verme a diario. Por suerte mi sobrino-nieto no se negó a darme la misma habitación que ocupaba hace cincuenta y cuatro años. Conseguí un puestito en la municipalidad. ¿Qué más se puede pedir? Bueno. Esta es la historia. No sé si les habrá parecido interesante, como para poder figurar en algún anecdotario. Hace poco me he puesto de novio. Ella es muy buena y le encanta escucharme contar historias de mi tiempo, como el fusilamiento del cabo Paz, por ejemplo. Lo único que no me gusta, de las chicas de ahora, es que son un poquito liberales.
Doble compulsión
Estábamos acomodando el departamento con mi mujer. Era un departamento de techos bajos, muy espacioso, con paredes recubiertas de madera veteada color claro. Los muebles hacían juego. Estábamos en el dormitorio, preparando las camas. Eran amplias, de madera lisa, con sábanas celestes muy claras. Nos desnudamos y nos metimos con mi mujer en la cama. Yo admiré la tersura y el color trigueño de su piel. Su piel era suave y sus cabellos acariciaban mis hombros cuando la besaba. Estuvimos allí gozando de nuestras desnudeces 63
hasta que tuvimos que salir. Era de mañana. Una mañana nublada. Ambos debíamos salir a trabajar. Íbamos a juntarnos de nuevo al atardecer. El departamento estaba en la zona baja de la ciudad, en el final de una escalinata de piedra laja que descendía levemente a lo largo de varias cuadras, con escalones del ancho de la calle misma, por lo que aquella escalera constituía todo el camino por un largo trecho. A los lados las casas tenían un tipo de las que se construyen en zonas frías, de piedra, con techos de madera. Nuestro departamento constituía una excepción, ya que era de ladrillos, con una edificación basada en planos y líneas rectas. Al mirarlo desde la escalinata daba la impresión de un gran bloque de madera, cuadrado, chato, en franco contraste con los demás edificios. Ya he dicho que estaba a un lado de la escalinata; precisamente, al final, del lado izquierdo. Subí por la escalinata de piedra hasta su culminación. Sucede que en el extremo opuesto al del primer departamento, donde terminaba la escalera, en lo alto, yo poseía otro departamento, muy semejante al primero. Este había sido situado en el lado derecho. En el tiempo que demoré en subir la escalinata, atardeció. Llegamos al segundo departamento al mismo tiempo con mi tía, y entramos juntos. Ella extrajo de un gran sobre de papel madera una hermosa reproducción en tela de un cuadro de Gustav Klimt. Me dijo que lo había traído de regalo para mí. Lo recibí sin sorpresa, pues ella acostumbraba obsequiarme uno cada semana, cuando venía a pasar el día conmigo. Desenvolvió un gran ramo de flores y las colocó en una vasija de cristal que había frente a un espejo con marco de bronce, sobre una mesa de piedra, mientras yo pensaba en la ubicación que le iría a dar al cuadro. Ella comenzó a desvestirse, y yo a sentirme embarazado, pues temía que ella deseara acostarse conmigo. Me sentía atraído por ella, es verdad, pero al mismo tiempo rechazado, además de acordarme que debía regresar apresuradamente al otro departamento, a compartir la cama con mi legítima esposa. Prometiendo a mi tía volver pronto, salí nuevamente, en dirección al otro departamento. Si hacemos abstracción de la figura que formaban los dos departamentos, en los extremos opuestos de la escalinata, tendríamos un dibujo aproximado al de una Z abierta. Bajé corriendo los escalones, y me di cuenta de que había salido casi desnudo, sólo con un short, fabricado de un viejo vaquero que tenía las piernas deshilachadas. En la calle era carnaval, y unas muchachas con baldes mojaban a los transeúntes del sexo opuesto que pasaban por allí. Temí que me mojaran, pues debía hacer un trámite judicial. Pero esto no sucedió. Llegué a una oficina, que estaba en una calle lateral, y entré. Allí estaban varios detenidos con libertad vigilada, esperando frente a una ranura, practicada en una pared de madera, que les otorgaran los papeles necesarios para irse del país. Eran tiempos de dictadura militar. Luego de estar largo rato allí una mano salió de la ranura y le extendió unos papeles a Colautti. Era el documento de su excarcelación y el permiso para salir del país. Yo sentí un poco de envidia, porque mis papeles no llegaban. El estaba muy contento, mostrándoles a todos sus papeles. Salí de nuevo, porque se me hacía tarde para estar con mi mujer. Llegué al departamento; ella me esperaba. Nos acostamos. Pero yo no podía expulsar de mi mente el recuerdo de mi tía, que me estaba esperando, en el otro departamento.
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Córdoba, abril de 1980.
El mensaje
¡Ay del que construye con sangre la ciudad y asienta la capital en el crimen! - Habacuc, 2,12.
1 Un mes hace ya desde que he llegado a Beirut. Después de la primera semana no he dejado de llorar, cada noche. No puede afirmarse de mí que sea un blando. He participado de muchos combates, en mis treintaidós años, he conocido cárceles de las peores. Sin embargo, mi cerebro no ha aprendido a soportar el espectáculo atroz del padecimiento humano. 2 El cargamento que he traído alcanza para hacer volar en pedazos el cuartel general de Obeid, y después derribar algo que pudiera quedar en pie de esta ex-ciudad. No he tomado contacto sin embargo con mi enlace libanés.
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Debí de haberlo hecho apenas llegado, pero me detuve por una oscura impulsión. En mi ajetreada vida he aprendido a respetar más mis intuiciones que mis razonamientos, así que decidí esperar. 3 Hace un mes que vago por Beirut. He visto niños y mujeres despedazados por las balas. He visto barrios enteros de pobres chozas convertirse en cenizas bajo los bombardeos. No puedo describir lo que he visto. Supera demasiado mi capacidad de expresión. Hace unas noches me desperté en la mitad de un sopor pesado, sin imágenes, y escuché una voz que me dijo con claridad: -Toma en tus manos el fuego y destruye a Moloch. 4 Nos hemos sentado con Mirnah en lo que otrora fuese una bella placita en medio de la zona de los Hoteles Internacionales. Aquí firmaron autógrafos Omar Sharif y Gina Lollobrígida. Otrora. No sabemos de qué hablar. Nos hemos amado cada día de los quince que hacen desde que la conocí. Me fue imposible evitar pese a ello culminar cada uno de nuestros acoplamientos sin llanto. Para mi sorpresa ella no me consideró un idiota, sino que me apaciguó envolviéndome en silencio con sus larguísimos cabellos, negros, ensortijados. -Ven -me dice de repente, con su voz hermosa- te llevaré con mi familia. 5 El hermano de Mirnah me muestra el funcionamiento de un pequeño fusil de alta velocidad, con sistema láser de ajuste al blanco, que han recuperado de una base norteamericana. Por cortesía me ha dicho que simpatiza con los argentinos, y ha llegado a recitarme unas estrofas del Martín Fierro en francés. No les ha molestado saber que soy católico. Me asombra el modo en que esta gente me acepta en su seno sin indagar. Mirnah tiene evidentemente una gran ascendencia entre ellos. Esa noche cenamos humildemente con un numeroso grupo, en un sótano. Yo asisto con respeto a su sensible ceremonia religiosa, y musito a mi vez el Padrenuestro. Después de cenar Mirnah me lleva en su moto con silenciador al hotel. Se queda en mi piso hasta la madrugada. Esta vez le ha tocado a ella. Sin comprender, bebo sus lágrimas y trato como puedo de apaciguarla. Me digo que no he visto en mi vida hermosura mayor que la de aquellos ojos grandes color sombra, húmedos con una tristeza que parece venir de la esencia más profunda de la condición humana. Se niega a que la acompañe otra vez, y me deja una opresión en el alma, al perderse entre la llovizna en la ciudad escombrosa. 6 Leo en primera página del An Nahar que el coronel de inteligencia israelí Uri Hirsch resultó muerto, además de otros tres oficiales, en el atentado
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suicida realizado ayer por el Hezbollah. Los judíos tratan de explicarse cómo hizo para ingresar un automóvil cargado con explosivos en la zona de seguridad. El vehículo estalló al chocar frontalmente contra la camioneta que llevaba al coronel Hirsch, y ambos volaron en pedazos. Lo conducía una mujer, quien luego fue identificada como Mirnah Obahmani, dirigente de una importante columna del Hezbollah.
7 He decidido tomar contacto con los destinatarios del envío que traigo. Alegando seguir instrucciones solicito una entrevista con el nivel máximo, como condición para entregar el armamento. Me lo han concedido. Cuando llego al suburbio ruinoso y diviso las moles del Ministerio de Defensa, me detengo y, dándome vuelta, pongo en funcionamiento el mecanismo que llevo bajo el asiento trasero del Jeep. A partir de este momento, tendré siete minutos. Exactamente el tiempo que demoraré en llegar al centro. No hay problemas para pasar por los tres controles. La credencial que me ha dado mi enlace vale. El sol del mediodía abrasa despiadado. Siento el sudor correr desatado por mi espalda y mojarme el culo y los testículos. El general Aoun conversa con otro de su rango, bajo un techo de cemento, rodeado de un séquito escudriñador y un bullir de soldados que van y vienen. Enderezo el Jeep hacia él, y luego de poner con un crujido la segunda aprieto el acelerador. Al comienzo hay sorpresa. Luego me apuntan tres, cuatro fusiles. Se astilla por completo el parabrisas, pero ya estoy encima. El vientre se me ha bañado en sangre. Veo la cara de horror de Aoun. No han podido pararme. Por suerte, he entendido el Mensaje. Fernández, 7 de julio de 1987.
Jericó * ...no busquéis a Betel, no vayáis a Guilgal, no os dirijáis a Berseba; que Guilgal irá cautiva y Betel se volverá Betavén.- Amós, 5:5 Codorlahomer, rey de Petra, desmontó y besó la tierra. Diez mil soldados relucientes le seguían. Tras ellos, un pueblo innumerable, compuesto en su mayoría por desarrapados. Codorlahomer observó el lugar donde sus abuelos le contaran se levantaba Jericó. Un desierto ocre, inanimado, bordeado por bajas colinas. Seguido por sus mariscales, se retiró a orar en Galloti, el mismo sitio que Josué pisara descalzo. Después, visitó el monolito de Acán. El rey de Petra tenía una obsesión: reconstruir la ciudad-fortaleza de Jericó. Y había logrado despertar en su pobre pueblo la pasión que lo desvelaba. 67
Finalmente abandonaron Petra, ciudad de soldados y mendigos, en busca de la tierra prometida. Una sola persona se había opuesto con tenacidad al proyecto: Sirah, preferida de Codorlahomer y madre de sus dos hijos. Ellos mismos -ambos oficiales del ejércitohicieron ingentes argumentaciones para convencer a su madre. No hubo caso. La construcción de los cimientos dio trabajo a todos, y consiguió la confraternidad de pobres y ricos. Allí ocurrió la primera desgracia. Nadie sabe de qué manera el cargamento de piedras que traía un carro se desmoronó, sepultando a un joven trabajador de las zanjas. Cuando lograron desenterrarlo, un soplo de pavor excitó al pueblo. Quien había muerto era el hijo mayor del rey. Codorlahomer, atravesado por la espada del dolor, peregrinó nuevamente a la tumba de Acán. Allí interrogó a Dios sobre cuál pecado había cometido. Pero las piedras permanecieron mudas; el Señor no se dignó a dar respuesta. Pese a los ruegos y plañidos de Sirah, la madre del infortunado, la construcción siguió. La hermosa mujer madianita decidió entonces no peinar más sus cabellos, y se paseó cubierta sólo de harapos, en señal de protesta. Codorlahomer no le hizo caso, y duplicó las raciones de trigo para los obreros que se destacaran. Tras dos años de dura tarea, el milagro se materializó. Donde antes fuera desierto, se levantaba imponente una roja y reluciente muralla. Precisamente allí fue donde ocurrió la segunda desgracia. Fue al trasladar las inmensas puertas de hierro que sellarían la ciudad. Inexplicablemente, una de ellas se desplomó luego de colocarla. Alguno se consoló apresuradamente, pues aunque era alta y voluminosa había aplastado solamente a un hombre. Mas esa ligereza se transformó en ayes, cuando se comprobó que el muerto era Benjamín, el último hijo del rey. El desconsuelo de Codorlahomer le agregó muchas arrugas a su frente. Había perdido a toda su descendencia en la construcción de la ciudad. Y Sirah, la única mujer que alguna vez le satisficiera, vagaba, convertida en mendiga, conviviendo con las alimañas. A pesar de todo ello, él había cumplido su objetivo: Jericó existía, de nuevo. Un oscuro rincón de su alma había quedado en paz. Ordenó que se realizara una semana de festejos. Al final de ellos, dejó inaugurada oficialmente la ciudad, de la cual se proclamó Padre Supremo, Sacerdote y Rey. Fue entonces que Sirah regresó. Como en los mejores tiempos, dio su cuerpo a las esclavas para que lo hermosearan. Había sido desposada a los trece años por Codorlahomer; ahora, a los treintaiuno, alcanzaba la plenitud de su belleza. El exquisito perfume de la mirra la precedió en el aposento real. El Dueño de Jericó la recibió alborozado, y ordenó a los guardias que hasta su llamado, nadie los molestara. Cuando Sirah se quitó las livianas vestiduras, el deslumbramiento del rey le impidió ver un raro objeto que la mujer, con disimulo, depositó junto a la cabecera del lecho. El vino de Sidón, las pasas de Sefela, hicieron su efecto, y el rey, luego del incomparable apareamiento, quedó hondamente dormido. Entonces la madianita cumplió su comisión.
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Lo hallaron dos días después, cuando se atrevieron a entrar. Una procesión de moscas recorría su rostro ya hinchado y de su pecho, a la altura exacta del corazón, se elevaba atroz el mango labrado del puñal. Codorlahomer era hijo de Surisaday; Surisaday era hijo de Quenaz; Quenaz era hijo de Ohlibamá; Ohlibamá era hijo de Us, el que fuera pastor de ovejas en los Llanos de Moab. Codorlahomer era tataranieto de Rajab, la prostituta. Fernández, 25 de julio de 1988. * Josué, 6, 26
Amor perfecto Estoy enamorado, y soy correspondido. Esta vez será para siempre, me siento seguro de ello. Las pautas que hemos fijado para nuestra relación capitalizan experiencias de fracasos anteriores, y no nos permitirán fallar. Los resultados están a la vista. Hace tres años que nos conocemos, y nunca hemos peleado. Nunca una diferencia por nada, nunca un desacuerdo. Nuestro diálogo es profundo y acrecentador, además de respetuoso. Ella me dice lo que piensa, in-extenso, y si hay algo que me fastidia o estoy en desacuerdo, no contesto en el acto. Me tomo mi tiempo para pensar. Y luego de madurar cada palabra que le diré recién doy mi opinión. De tal modo evito herirla... Ella hace igual conmigo. Hace tres meses nos hemos casado. Sin ceremonia de ningún tipo: para nosotros fue sólo una cuestión de papeles. Mucho antes ya nuestro amor estaba consolidado. Somos felices. Yo le cuento mis inquietudes más íntimas, ella me dice luego -y le creoque las comprende. Agrega las suyas propias, además de contarme las técnicas que usa en sus bordados, los secretos de su cocina. Cerca ya de los cincuenta, hemos encontrado el equilibrio sentimental perfecto. Eso sí, establecimos para nuestro matrimonio una norma de hierro: no convivir jamás. Ella vive en Santa Fe, yo en Santiago del Estero. La conocí por correo. Y así pensamos seguir nuestra relación, hasta la muerte.
Un romántico afán/o Antonin copió con letra primorosa los versos que pensaba dedicar a Génica. 69
Luego, mientras esperaba, bajo la levedad de la nieve, rogó que su amada no hubiese leído jamás a Allan Poe. La vio acercarse, entre los copos, con sus botas de piel de oso y un cargamento de libros bajo el brazo. «Ojalá ninguno sea de Edgar Allan», pensó, mientras veía crecer el manchón blanco de su rostro contra el crepúsculo, acercándose. Al fin tuvo ante sí los bellísimos ojos violeta, y sintió en una ráfaga el aliento de aquella boca que codiciaba, al darle un beso en la mejilla. -¿Leíste a Allan Poe? -le preguntó como al acaso, mientras caminaban por la rue de L’Abreuvoir tomados de la mano. -No -replicó la muchacha. Más tarde, en un banco de la plaza Jean-Baptiste-Clément, bajo la umbrosidad de un abeto, deslizó entre los dedos pálidos de su amada el papel lujoso, doblado cuidadosamente, donde había escrito aquellos versos. -¿Son para mí? -preguntó ella, luego de desplegarlo. -Sí -contestó Antonin. -¿Son tuyos? -volvió a preguntar Génica, con voz soñadora. -Sí -dijo el poeta, tras una décima segundo. Luego de leerlos en silencio la hermosa muchacha exclamó: -¡Qué profundos! ¡Qué patéticamente bellos! -Me dijiste que nunca has leído a Poe, ¿no? -inquirió él de un modo extemporáneo. -No... Te lo había dicho ya...-confirmó ella, un poco extrañada. -Pues no lo hagas -recomendó Antonin. Fue sólo un mal invento de los americanos. -No lo haré -replicó quedo Génica, como quien le da razón a un loco. Tampoco la compiladora de Editions Gallimard tuvo acceso a los cuentos de Poe, al parecer. Pues en la edición que se editó en París con el título Letres à Génica Athanasiou, atribuyó a Antonin el poema que deslizara entre los dedos de Génica aquella tarde gris y blanca. Sorprendente. Pues aquellos versos coinciden, palabra por palabra, con «El palacio encantado», endecha que -según la imaginación de Poe- Roderick Usher improvisara con la lira, casi un siglo antes, dedicándosela a su mejor amigo.
Renunciamiento
No lucharé por este amor. Tampoco cabe llamarlo así. Quizá pasión, arrobo, atracción, deliciosa afinidad de espíritus. Ella es muy hermosa para la percepción de los sentidos y llena mis carencias. Casi no puedo estar sin tenerla cerca. Pero, ¿amor no es una palabra que designa cariño, dedicación, tolerancia, respeto... de uno hacia otros?... Imposible llamar de tal modo a esto pues, ya que su encanto proviene de lo que espero de ella, no de mi voluntad de dar, es sólo un ansia.
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Con frecuencia me digo que también es necesario en este mundo recibir algún placer, no todo puede ser deber y obligación. Pero desecho enseguida ese argumento, despreciable autoconmiseración con que se justifican los débiles. Por eso no lucharé. Pues si los «obstáculos» que debo franquear para acceder a tal cariño es el despojar del mío a quienes lo esperan, estoy ofreciendo una gigantesca ofrenda a mi egoísmo. Luego de pensar todo ésto, el granjero emprende el camino de grama que lo llevará de regreso a sus tres hectáreas donde pastan sus cinco vaquitas, retozan sus perros, y picotean decenas de pollos, que hace muy poco han dado a luz las redondas gallinas.
La Cita Encontré a Clara en medio de una calle desierta; es de noche. Su llegada me alegra el corazón. Pienso, mientras la miro, en la simpatía que parece emanar de su cuerpo, como un aura. Nadie deja de advertirla, aunque no la sepan definir. Caminamos por las calles azuladas, bajo el lejano resplandor de la luna. Faroles difusos expanden desde las esquinas sus ondas como de telarña. Las copas de los árboles, movidas por la brisa, gestan por momentos sombras patéticas. Llegamos a su casa y nos despedimos, en la puerta. Voy caminando hacia cualquier lugar, tal vez sólo para que pase el tiempo; debo encontrarme nuevamente con ella, esa noche: hemos concertado una cita. En mi camino, me doy con un negrito como de veinte años, que traba conversación conmigo, y me invita a conocer su casa. No ha de apartarme de mi dirección -me dice él-; pero yo voy de mala gana: temo demorarme. Por mi cita. El va contándome que su padre posee una carnicería; repentinamente y luego de una pausa me pregunta qué hago yo. Le digo que soy escritor. El me dice que le gustaría ser mi amigo; yo contesto que cómo no, pero que ahora debía desviarme de ese camino, pues ya estaba llegando la hora de la cita. El insiste en prolongar la charla y yo empiezo a sentirme incómodo. El me reprocha que yo no quiera ser su amigo ni seguir estando con él porque lo considero inferior; yo le aseguro que para nada es así, que tengo apuro únicamente porque alguien me espera, en una cita. El ha estado importunando también para ver qué tengo en los cuadernos. Me ha preguntado qué llevo allí, y yo le he dicho: «unos cuentos que debo corregir antes de publicar»; él me ha dicho que los quiere leer. Le contesté con evasivas. Estamos frente a su casa, en la Libertad (una ancha avenida), cerca de la Moreno, en diagonal casi con el Ferrocarril. En la vereda juegan niños. En la pared, un cartel de madera blanca con filetes rojos dice: «Carnicería». El negro sigue hablando, mientras me pongo a pensar que en esa misma calle, más adelante, vive mi abuelo, solo. Mientras él era menos viejo y más fuerte debió de vivir tranquilo allí, confiado en su propia fortaleza, seguramente; pero ahora está más débil y achacado. Debe sentirse muy solo. La imagen de mi abuelo aparece ante mí. Está en su casa, solo, a punto de acostarse. Las habitaciones, demasiado grandes, llenas de sombras de los objetos, que se cruzan. El está encorvado, sentado en el borde de la cama, con ropa interior blanca, muy holgada; flaco, con esa expresión de cansancio y contrariedad de los hombres que han pensado mucho. Mira aquí y allá. Tiene miedo. Se sobresalta por un ruido 71
cualquiera y levantando su revólver 38 largo va al comedor a ver qué pasa; siento que está solo y tiene miedo. Deseo estar con él, me digo que mi puesto es allí, a su lado, me prometo ir a vivir con él para acompañarlo y asistirlo -apenas pueda. En ese momento aparece caminando por la avenida vacía una muchacha alta, delgada, de cabello enrulado, corto y rubio, nariz pequeña, que yo conozco muy bien pero cuyo nombre no recuerdo. Se dirige, caminando lentamente, con su monedero bajo el brazo, hacia su automóvil, un automóvil pequeño, esport, rojo y amarillo, que está estacionado a nuestra izquierda, al lado del cordón, con la trompa dirigida hacia el oeste (la casa de mi abuelo). (Esta calle es de dos manos.) Me asombro íntimamente del deterioro que ha sufrido esta muchacha en poco tiempo. Está pálida, ojerosa. Hay una expresión de sumisa, vergonzante resignación en su figura esbelta; una sonrisa ausente le curva la boca. Reconozco las señales de un noviazgo que ha llegado al sometimiento de uno de los miembros de la pareja (en este caso, ella). Su novio vive allí a la vuelta. Ella viene de su casa, de ser degradada una vez más. Ni siquiera nos ve cuando llega hasta tres pasos de nosotros. Se mete en su auto. Son las tres y treintaicinco de la madrugada. El negro ha conseguido al fin que le preste uno de los cuadernos; está sumido en la lectura de mis cuentos. Con desesperación, consulto en otro cuaderno y compruebo -hay allí una nota- que mi cita es a las cuatro menos cuarto. Aparece el ómnibus. Debo tomarlo. Pero el negro no quiere darme el cuaderno. Discutimos. Pasa el ómnibus frente a nosotros, por la otra mano de la calle, hacia el este, por cerca de la vereda de aquellos negocios que ostentan gruesas cortinas metálicas bajadas, rápidamente y nosotros seguimos discutiendo. Para en la esquina. El negrito me da al fin el cuaderno, pero el ómnibus arranca. Corro, mas no logro alcanzarlo. Cuando ya me estoy volviendo, decepcionado, el ómnibus se detiene otra vez, a media cuadra de distancia, y el chofer me hace señas, para que me acerque. Corro nuevamente, pero él vuelve a arrancar. Se ha burlado de mí. Regreso, desilusionado. El negro intenta darme consuelo diciéndome que no me preocupe, pues enseguida ha de venir otro. Abro el cuaderno para comprobar una vez más el horario de la cita, y me encuentro con que ha caído una gruesa gota de dulce de leche sobre la escritura, impidiéndomelo. La quito con el dedo, y me chupo el dedo. Finalmente, decido irme caminando, solo, por la ancha avenida Libertad, en medio de la luz violeta del amanecer. Queda detrás de mí el negrito solo, llorando en el umbral.
El ventrílocuo
Leonardo Simons presentó a Chasman, quien se introdujo en cámaras sonriendo y saludando a los aplausos con un brazo. En el otro llevaba, colgando, a Chirolita. Comenzó el diálogo. -¿Cómo era el nombre de ese bolero, que cantaban Los Panchos? -preguntó Chasman. A pesar de sus esfuerzos se notaba moverse un poco la comisura izquierda de su boca. 72
-¡Como la miedra! -contestó, resuelto, con voz ronca, Chirolita. -¡Nooo! -dijo Chasman, echando una mirada que buscaba cómplices alrededor. -No, Chirolita: «Como la hiedra»... «Como la hiedra». El número siguió en ese estilo, durante unos minutos. Gran éxito de público. Los chistes, que se venían contando desde los años 50, aún resultaban. En realidad, lo que maravillaba al público era la magia de ver hablar tan verazmente a un muñeco. Entre los aplausos, las piernas bronceadas de la rubia circunstancial y la sonrisa de Simons, Chasman y Chirolita se retiraron. En el camerino, Chasman depositó en el suelo a Chirolita, se sentó sobre un taburete frente al espejo y se sacó la camisa. Entonces Chirolita, dando una vuelta a su derredor, le abrió una pequeña puerta que tenía en la espalda. Después de desconectar las pilas de su batería, no sin esfuerzo, guardó a Chasman en un lugar especialmente acondicionado del ropero. Y salió rumbo a su casa, para descansar.
El arte y las lágrimas A Sarlanga, baqueano del corazón, en el otro lado de las cosas. Me pregunto si habrá alguna explicación para mis ganas de llorar de aquella mañana nublada en Campo Verde, cuando tenía tres años. Muchas veces he notado en mi padre o en otros hombres de mi familia ese estado indescriptible, un brillar fugaz de los ojos, un cierto aplanarse de las facciones y, principalmente, esa transformación que se percibe en su energía vital, como si el aire que lo rodea se hubiese modificado de tal manera que, aunque esto no pueda medirse, uno siente la seguridad de que en el ambiente se ha producido un cambio sustancial, provocado puramente por las emociones de un individuo. Ahora, suele suceder con frecuencia un fenómeno inverso. Como las facciones del rostro, la piel y hasta la atmósfera que nos rodea son sensibles transmisores de una energía, que bulle en nuestro cuerpo, así el paisaje, pétreo o floreciente, ondulado o anguloso, desprende también un tipo de energía interior, tan potente, que en innumerables oportunidades se impone a nuestras inclinaciones más íntimas, orientando de ese modo anónimo -pues, en este siglo, pocos son los que comprenden esto- nuestros sentimientos. La posibilidad de percibir esa energía según creo- existe naturalmente en nuestro organismo. Hay momentos, que se producen por lo general cuando uno está solo, en que nos sorprende súbitamente una abismal constatación de la existencia, la sobrecogedora sensación de que, aunque estamos solos, alguien nos observa. Solemos pasar estos momentos caminando por un parque, o alguna noche en el patio de nuestra casa. Hasta nos parece percibir como una gigantesca respiración, una presencia extraordinaria que nos produce la rara sensación de que, por ese instante, todo lo que nos rodea ha adquirido una nítida ubicación y una vida particular que lo sitúa ante nosotros, como una multitud (de las cuales jamás el buen observador deja de discernir cada rostro 73
importante, cada mirada singular). Esta percepción produce en el hombre una especie de angustia, de extraña incomodidad, porque no está preparado para ello: igual que en el niño a quien ante una pregunta de obvio sentido alguien le ha dado una respuesta inesperada. La presencia del planeta es abrumadora para quien ha puesto barreras de cemento, vidrio y metales entre él y el Caos. ¿Había algo de esta percepción en mis deseos de llorar de aquél lejano día? Algo como eso puede haber sido. No voy a satisfacerme ahora pensando que ésta es la explicación definitiva pues los sucesos -interiores o externos- se conforman en su sencillez por una trama sutilmente compleja que uno puede, como con las nervaduras de una hoja de vid, desprender finísimos hilos de razonamiento de cada hecho pequeño de la historia. Esta percepción, que en los niños está disimulada por el cúmulo de prejuicios al cual suele llamarse "educación", es la que se manifiesta en muchos de los desconcertantes cambios de ánimo de los que están consteladas las horas de la infancia, y que cuando subsisten en algún hombre adulto, toman la denominación de "sensibilidad artística". Ha de ser el llanto la más profunda de nuestras expresiones. Recuerdo haberme encontrado infinidad de veces en trance de llorar, ante una obra de arte, ante un edificio antiguo, o sencillamente ante un árbol. Tal vez la sensación desconcertante de haber penetrado hasta el espíritu de alguien, que nos deja de súbito cual visitantes en la caverna de un alma y al mismo tiempo, paradojalmente, como desnudos ante nosotros a tal punto que no podemos ocultar ya nuestras verdaderas facciones, nos produce ese relajamiento, ese bajar las defensas, ese rendido acto de confianza suprema que es el llanto. No olvido lo que me sucedió una vez, estando preso en la cárcel de Córdoba. Solía pintar furiosamente, en ese tiempo, buscando mi expresión. Pintaba figuras cargadas de material, pues creía que cada capa de óleo, cada pincelada superpuesta, transmitía una vibración única de mi espíritu, que al combinarse con las otras, iba formando un gigantesco código interior, un lenguaje para ser descifrado sólo por otro espíritu, y desencadenaba a la vez los sucesivos temblores de mi pulso, que dotaban a la textura de la obra del carácter de instantánea de aquella única circunstancia de mi vida más profunda. Había leído en aquel tiempo algo que me impresionó mucho. Ciertos aborígenes de la Polinesia denominaban con una palabra mágica a toda manifestación de fuerzas o sucesos que a sus ojos no tuvieran una explicación racional. Esta palabra servía también para nombrar a los ídolos de elaboraban, en arcilla o madera, y con los cuales creían tener una participación eficiente en la gestación de los fenómenos. Esa palabra era "Mulungu". "Los nativos -describía, aproximadamente, el libro- cuando sucede un fenómeno considerado por ellos paranormal, se echan al suelo, se arrodillan haciendo gesticulaciones y movimientos rituales y exclamando: ¡Mulungu!,¡Mulungu!, a manera de ensalmo". Según la interpretación del autor (C.G. Jung), el rito expresaba la percepción por parte de los aborígenes de uno o varios tipos de energías desconocidas. Se me ocurrió que éste era el medio más acorde a la expresión artística: la configuración de formas inventadas, fuera de los cánones tomados como naturales, que fueran testimonios de la existencia de tipos de energías y sentimientos no comprobables por los sentidos normales. Me había propuesto crear figuras de esa clase, y cuando alguien me preguntaba qué era esa figura incomprensible, medio en broma empecé a contestar: "un mulungu". Después de un tiempo casi todos mis compañeros de pabellón terminaron llamando a mis figuras "los mulungus de J.C.". Se me había puesto en la cabeza la idea de pintar la 74
energía de la tierra. Luego de varios bocetos me puse al fin a trabajar en un cuadro, de 2 ms x 1,70, más o menos, en el cual, sobre un paisaje muy árido, sobre un cielo hondo, con una mujer y un hombre amarillos en actitud pasiva a un lado y un lejano bergantín que se dibujaba sobre una línea apenas insinuada de mar en el horizonte, junto a un camino que se hundía en la distancia, coloqué mi Mulungu de la tierra. Me ponía a trabajar por la mañana bien temprano. Para motivarme tomaba una pava entera de mate amargo. Mientras lo sorbía, mis pensamientos adquirían la forma de misteriosos organismos transparentes que se levantaban dibujando formas vacilantes al comienzo, pero iban cobrando soltura y armonía al convertirse en figuras, como de innumerables bailarines, que corrían, se tomaban de las manos y se lanzaban a los aires formando una escenificación inmensa, adentro de mi mente: en un momento dado sabía que el bullir de mi cerebro estaba maduro para encontrar un cauce. Es al momento en que tomaba los pinceles. Con esa exaltación del espíritu es que me lanzaba a la tarea, y pintaba hasta quedar agotado. Pero, he aquí que con el Mulungu de la tierra me pasó algo notable. Demoré días en este sólo fragmento de mi cuadro -fragmento por el que había empezado-, modulándolo y acariciándolo con el pincel, pues esa actividad generaba en mí un placer diferente a los hasta entonces conocidos. Mas, frecuentemente debía suspender mi trabajo, por los irresistibles impulsos a llorar que me acometían mientras lo realizaba. Allí vivía rodeado de gente, así que no podía andar sollozando a cada rato. Por ello prefería apartarme momentáneamente del cuadro, lavar los pinceles y luego irme a caminar un rato por el pasillo o ponerme a mirar los lejanos árboles de la ciudad desde el enrejado balcón. En uno de esos descansos me sucedió lo siguiente: Había dejado mi cuadro colgado en una alta pared y había salido a caminar luego de guardar mis instrumentos pues ya era el atardecer y la luz no me favorecía para seguir pintando. Andaba aún pensando en el fenómeno particular que me producía aquella imagen del mulungu cuando regresé. Medio distraído entre a mi celda; pero me detuve al hallar a un hombre que, de espaldas a la puerta, contemplaba el cuadro sin terminar. Era Teobaldo (un hombre muy alto y robusto, casi un gigante, pero de los más espirituales que he conocido en mi vida). Teobaldo ni notó mi presencia, tan sumido estaba en la contemplación de la obra. Yo me quedé parado allí, detrás de él, sin atreverme a hacer ningún movimiento por miedo a interrumpir su meditación tan honda. Alguna manifestación de mí debe de haber emanado sin embargo, porque Teobaldo cambió de posición y se dio vuelta con lentitud hacia donde yo estaba. Entonces, vi sus ojos. En su maduro rostro trigueño, como asombrado, sus inmensos ojos azules estaban mojados de lágrimas. La Plata, junio de 1981
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La Mar
Ese pájaro que me rozaba los dedos, burlándose de mis intentos de atraparlo, esa lengua de fuego que incendiaba mi espalda y mis costados, ese ser que arrojó sus palabras semillas para que se reprodujeran en el aire, esa suave violencia esa cadencia ese andar sin saber cuándo ni a dónde. Cecilia Hynes
La Mar estaba serena. En medio de los cerros. Mirando alrededor, despaciosa recordando. Liberándose de pesos, de apuros de bocinas. Escuchando. Serena estaba la Mar. Escuchando en medio del silencio los matices de su voz. Su voz pastosa, suave, viril, acariciando las entrañas. Sintió un estremecimiento. Y recordó sus labios, de dibujo curvilíneo. La Mar estaba serena. Arriba los pájaros. Abajo el valle. Y las ondas del espíritu de él, llegando de quién sabe dónde, de allá abajo tal vez, llenándola de una sensación cálida, fortaleciéndola, levantándola como en volutas por el aire. Quizá a esta hora él estaría durmiendo. Serena estaba la Mar. Sí. Entonces sintió sus brazos, que la tomaban por atrás delicadamente, sus manos firmes que le daban vuelta la cara, despacio. Una brisa suave, el beso fresco. Después, se durmió. Claro. Ella lo miraba, nada más, pero era suficiente. Alejandro hablaba hasta por los codos. Marcela sintió que de algún modo oculto esa catarata de palabras y sentimientos iba dirigida a ella. Aunque en apariencia discutiera con el francés. Alejandro se lució. Para ella. A último momento, cuando ella vacilaba entre volver o no a San Isidro, él dijo «¿por qué no vamos a comer una pizza por ahí?». Debía terminar con Body. Definitivamente. La discusión de esta mañana había sido cruel, plagada de 76
insultos camuflados y otros no tanto; Marcela había sentido el odio flotando, entre ella y su marido. Su ex-marido. No. La supuesta reconciliación no había sido tal. Luego de seis meses de estar separados, parecía posible («por los chicos»), pero sólo duró una semana. Todo dolía. No. Sintió que Alejandro la tomaba del brazo. Qué voz cálida -pensó. Y esa sonrisa. Alejandro es un diablillo o un ángel disfrazado de hombre. La tonada provinciana, tan marcada, no es más que un recurso magistral para hacerlo más dulce, más deseable. Llovía y Alejandro dijo «tomemos un taxi». «Pese a Martínez de Hoz», se le ocurrió a Marcela. ¿Quién era este hombre, que parecía poderlo todo, que inspiraba tanta seguridad? Marcela se quedó conversando con Snipy mientras Alejandro y su hermano iban a comprar comida. Volvieron mojados, conversadores, con una caja, dos botellas de vino y dos de cerveza. Su hermano estaba chocho con Alejandro. Pobre. Creía que había venido por él, para hablar de cine y música dodecafónica. Marcela ya lo sabía. No volvería a San Isidro esa noche. Pero tampoco se regalaría. Este sentimiento indefinido no sabía a dónde apuntaba; tal vez fuera solamente la seducción de pasar un momento agradable con un tipo simpático, luego de un día negro. Desde que se acostara, en el pequeño catre, frente a su puerta, Alejandro pensó en entrar a su habitación. Lo soñó: Marcela estaba bocaarriba, parte de su cuerpo escapaba de las sábanas, su camisón celeste dejaba ver sus pezones rojos sobre los pechos nacarados, redondos, Alejandro se vio, entrando en puntas de pie, se vio sentándose en la cama, al lado de Marcela, vio su mano avanzar hacia los pechos nacarados, percibió el tacto delicioso de aquella forma bajo su mano, Marcela abrió sus ojos lapislázuli, Alejandro sintió una oleada de placer; y despertó. Estaba todo oscuro. La puerta de Marcela, cerrada. Al lado, dormía su hermano, con la puerta abierta. Alejandro se levantó, se puso el vaquero, fue en medias al baño. Miró ese rostro en el espejo: estaba pálido. Cuando salió del baño se decidió a entrar. Antes cerró, con extremo cuidado, la puerta de su hermano. Marcela estaba bocaabajo. Se había acostado con camisa, la sábana azul la tapaba hasta los hombros. Los primeros tañidos de la mañana trascendían unas cortinas rosadas. La tocó suavemente en el cuello; después apretó un poco. Por un tensarse de pequeños músculos comprendió que ella se había despertado. Demoró en volverse. Cuando lo hizo, sus ojos increíbles le escudriñaron, asombrados e inteligentes. Pero sonreían. -¿Qué hacés? -dijo. Sin decir nada, él acercó su rostro y le dio un beso. Ella enseguida apoyó una mano en su pecho. -No-, dijo -no avancés más. -Ni pienso -contestó Alejandro, sin saber muy bien por qué lo decía. -No quiero perderte.
Marcela está desnuda sobre la cama dura de Alejandro, sentada frente a él, las piernas abiertas cruzándose en los pies, sus rodillas se tocan, se contemplan. Marcela es perfecta, piensa Alejandro, y por suerte, no tiene pudor de ser mirada; ella mira también. Recordando 77
a la Olympia de Édouard Manet (con algo de Rubens, y más refinada en su belleza, se dice), Alejandro contempla la composición que forma su cuerpo banco sobre el cubrecama bermellón y el ocre en sombras de la pared; por una vez, viéndola desnuda se olvida de sus ojos, sus pechos son como en el sueño, aunque un poco menos turgentes; a los veintinueve años, Marcela es casi perfecta. Ella lo mira y se enamora de él; sus pies se tocan, sus manos recorren los cuerpos, despacio, transmitiendo paz. Después se acuestan con la difusa luz prendida, se unen. Se duermen. Se despiertan, una encima del otro, y tornan a unirse. Así hasta la tercera vez. Cuando vuelven a abrir los ojos, el sol ya está fuerte. Son las diez de la mañana.
-Ella me mantiene -dice Alejandro-. ¿Qué podría hacer un director de cine en Salta? -¿Por qué no te vienes a Buenos Aires? La voz de Marcela se demora en tonos hondos. -Imposible. Jamás abandonaría sus campos. -Pero... puedes separarte... Alejandro la miró como si hubiese dicho algo incongruente. Ella comprendió. Pero dijo, con toda deliberación: -O mátala.
La humillación de una cuenta millonaria cuyos cheques pueden ser firmados sólo por ella. La humillación de no ser ni patrón de estancia ni artista; para lo uno le falta convicción, para lo otro, tiempo: las tareas fútiles con que debe justificar su existencia le obligan a malgastar miserablemente los días, merodeando entre los peones, que se afanan en sus tareas y le miran con un dejo de ironía. Sin darse cuenta ha apretado de más el acelerador de la pick-up; una nube de polvo, como un humo blanco, cortada por las franjas de las luces, le tapa la noche adelante. «Marcela», piensa. «Lo haré por vos». Pero después se corrige. «No», se dice. «Lo haré en realidad por mí».
Durante una siesta calurosa, soñó: Estaba junto a la ruta que pasa por Cerrillos, esperando la llegada de Marcela. Era un mediodía de sol intenso. A lo lejos, vio el brillo del «Chevalier», que avanzaba flotando, como un trasatlántico. Al fin la vería. El colectivo se detuvo. Marcela apareció en la puerta. Alejandro le preguntó por su equipaje. Pero ella le dijo que había pedido al chofer detenerse sólo para decirle que seguiría viaje. Quería estar sola. No es que tuviera nada contra él ni su cariño se hubiese enfriado. Nada más que deseaba estar sola. Antes que él dijera nada, el colectivo arrancó. Lo vio alejarse; una congoja, irremediable, lo aplastó. «La seguiré», se dijo. «Adonde vaya la seguiré». Pero recién cayó en la cuenta de que estaba sobre una silla de ruedas. No tenía piernas. 78
Por suerte, la silla tenía un pequeño motor. Lo puso en funcionamiento, y se lanzó a la ruta por tras del colectivo, en medio del sol. La velocidad del colectivo sería normal, tal vez, para su tipo; pero para Alejandro, que iba en silla de ruedas, resultaba alucinante. El viento de fuego del mediodía, sumado al vapor del cemento, la tierra, los rayos del sol, le azotaban la cara. En un momento dado, tuvo que seguir en una curva al coche que se le alejaba. Apenas pasó el colectivo, de atrás de él apareció un inmenso camión: no lo había visto. Iba a chocarlo. El corazón se le apretó. Y despertó.
El único pariente que ella tenía era su padre, que estaba senil. Nadie notaría su ausencia. Para eso debía actuar rápido, y conseguir el certificado del Dr. Berón. Por mil dólares lo haría. Con la jeringa preparada dentro de la cajita de metal, entró a la pieza. Muy bien. Allí estaba, y dormía. Como si le quisiera ayudar, distinguió su muslo, en la penumbra; había escapado de las sábanas. Con todo cuidado extrajo la jeringa, y depositó el estuche sobre la mesita. Se acercó. En ese momento, se encendió la luz. Su mujer le miraba con despectiva seriedad. La flanqueaban dos policías. -Intuía que en algún momento ibas a intentar ésto -le dijo ella-, pero me asquea comprobarlo. En la cama, Zulema, la hija mayor del capataz, le miraba como pidiendo disculpas.
La Mar estaba serena. Un pájaro oscuro pasó volando por sobre los más altos picos. Marcela lo envidió. ¿Dónde estaría él? No había vuelto a escribirle ni llamar. Claro, se había arrepentido. En el fondo era un cobarde. No es fácil poner en riesgo la comodidad, se dijo. Pero qué importa. Ya me resigné. Ya no siento nada. Una vez más. La Mar estaba serena. Ya no volveré a amar, pensó. Pero se había jurado lo mismo la vez anterior. El sol se escondió tras un pico. Una nube rojiza se unió con otra gris. Marcela se adormeció. Serena estaba la Mar. Fernández, febrero de 1987
La muchacha, la de cabello oscuro... 79
La muchacha, la de cabello oscuro la que salió en los diarios... no sé su nombre, pero la llamo "compañera". Daniel Viglietti
I Subió en una parada antes de Porteña. Habíamos concertado un código para reconocernos: yo debía llevar bajo del brazo un ejemplar del diario La Opinión; al comprobarlo, me diría "Parece que López Rega se va"; le contestaría: "aún así, la caza de brujas sigue". Pero apenas subió supe que era ella. Incongruente en medio de todas las gringuitas de los poblados aledaños que iban a los boliches de San Francisco en esa noche de sábado, con su vaquero gastado, camisa blanca de hombre, el pelo oscuro, suelto, cayendo larguísimo hasta más abajo de los pechos. Pensé en lo inútil que hubiera sido disfrazarnos; esos ojos, esos modos adustos, reconcentrados... era como si un sutil uniforme vistiera, desde el éter, a los compañeros. "Pero la caza de brujas sigue", le dije y pareció tranquilizarse, aunque ella también me había reconocido y la contraseña no era exactamente la correcta. La compañera debía tomar a su cargo las tareas de enlace entre nuestra zona y las del oeste de Santa Fe. Ella sería quien traería las orientaciones generales y particulares, llevaría nuestras inquietudes, actuaría como correo eficiente de cualquier acción de último momento que debiéramos concertar. A Tadeo, su antecesor, lo habían matado hacía una semana cerca de Rosario. Su nombre de guerra era Angélica; yo le di el mío, aunque en San Francisco todos los compañeros sabían que me llamaba Adelqui Dinolfi y ella pronto se enteró. San Francisco es particular -le dije en nuestra primera conversación mientras ella devoraba un bife jugoso en un bar cerca de La Rural-; no se parece en nada a otras zonas del Partido. Aquí los obreros no odian a sus patrones, los unen incluso cuestiones de raza. Y no son explotados de un modo salvaje como lo pueden ser, por, ejemplo, los hacheros santiagueños. -Eso lo sé muy bien porque soy de allí -me dijo y supe que se había traicionado pues en el acto se puso muy colorada. Supuestamente no debíamos dar detalles que develaran nuestras verdaderas identidades. Pero todo eso pronto quedaría fuera, pues yo me enamoré de ella. Menos su nombre verdadero, llegué a conocer casi todo lo de importante que había en su vida. Supe que su padre era un poeta pobre, su madre una maestra, y la habían educado esmeradamente pese a las carencias tremendas de aquellos parajes inhóspitos del campo donde se había criado hasta los once años. Supe que luego de la secundaria había decidido estudiar ingeniería en Rosario, mientras trabajaba en una fábrica textil. Y supe que me amaba, pues luego de siete meses de 80
conocernos, una tarde color malva me dijo en una placita de Santa Fe que esperaba un hijo mío y eso la llenaba de felicidad. Entonces yo le dije que debíamos casarnos.
II Me tomaron completamente desprevenido, debo reconocerlo, volvía en motocicleta de mi trabajo en la planta de Magnasco, cuando me encerraron entre dos autos -un Peugeot 504 y un Falcon, lo recuerdo. En un santiamén me palparon de armas -alcancé a ver que ellos las tenían de todo tipo- y tomándome de la nuca, casi con cariño me hicieron subir al Falcon, dejando allí mi moto abandonada. Por la moto mi padre supo luego que me habían apresado, pero cuando fue a la comisaría de San Francisco le dijeron que me habían llevado a Córdoba. Un oficial que era primo de mi papá le dijo "presentá urgente un recurso de hábeas corpus, está en Informaciones, ahí lo van a torturar y pueden llegar a matarlo si no lo pide el juez". Mi padre hizo eso en el acto y viajó a Córdoba. No lo dejaron verme pero reconocieron que estaba allí y le dijeron que en unos días más iban a enviarme a la cárcel de Córdoba. Esos días eran para recuperarme de lastimaduras y golpes que ellos mismos me habían dado. Siempre pensé que mi vida se salvó porque aún existía aunque fuera un simulacro de legalidad en los últimos días de Isabel Martínez. Pero al segundo día de que me enviaran a la Unidad Penal Nº 1 vino el golpe. Y la cárcel se transformó en un campo de concentración. Así que no pude ver a nadie de mi familia, antes de que nos sumieran en aquel infierno de requisas todos los días, torturas a los presos en los patios, carreras por los pasillos, desnudos bajo tres grados bajo cero y recibiendo los golpes y patadas de dos filas de suboficiales y soldados, que se formaban para otorgarnos ese tratamiento al menos tres veces por semana. Durante aquel tiempo comprendí el pavor de Auschwitz y la horrenda semejanza de las conductas humanas más perversas repitiéndose una y otra vez fatalmente, hasta en su gestualidad, cada cierto periodo en la historia. Mas los vejámenes y horrores cotidianos que padecíamos -incluyendo el asesinato de compañeros- pasaban a segundo plano ante la obsesión que acosaba a mi mente cada día: ¿adónde estaban Angélica... y nuestro hijo, o hija, que llevaba en su vientre? Las noticias que cada tanto nos traían los compañeros sobrevivientes de otros campos de concentración más crueles aún, como La Perla o La Rivera, eran estremecedoras. Uno de ellos, casi enajenado por las torturas, me habló cierto oscuro día de aquella muchacha de cabello oscuro con un bebé en brazos... transida por las humillaciones, permanecía todo el tiempo que podía en un rincón de la infecta cuadra cuartelera, tratando 81
de no llamar la atención, para que no la atacaran más. Le habían permitido tener a su bebé pues aún lo amamantaba, pero todos sabían que estaba condenada a muerte, pues apenas pudiesen le quitarían el niño para entregárselo a algún represor sin hijos. El hambre, el frío, la espantosa condición de fantasmas mugrientos y temblorosos en que habíamos sido convertidos por la sistemática aplicación de aquel método de cotidiana destrucción, seguramente contribuyó para que me acosara finalmente la monomanía. Lo cierto es que no pude dejar de creer ya, con seguridad terrible, que aquella muchacha con el bebé en brazos era mi Angélica. Sufría horrores a cada despertar de las largas somnolencias -pues no podría afirmar que eran sueños-, y aún padeciendo los ataques de los militares carceleros no expulsaba de mi mente este dolor, que me hacía desear lanzarme contra sus armas y provocar así también mi muerte de una vez. Intenté hacerlo por fin. Una mañana, mientras nos llevaban con golpes y gritos como a ganado, desnudos, hacia una escalera por donde debíamos descender desde un primer piso hacia un patio, me lancé con todas mis fuerzas hacia un soldado que estaba junto a la pared, para quitarle el fusil. Lo hice con tan mal cálculo que resbalé y fui rodando por la escalera con gran espectacularidad hasta el primer descanso. Es todo lo que recuerdo, pues a causa del golpe me desvanecí. Recién cobré conciencia de existir un día después, en la enfermería, y me encontré con un brazo vendado. Más tarde me dirían que me había quebrado una muñeca.
III
¿Por qué lo cuento ahora? Mas bien, ¿por qué lo escribo? Tal vez quienes fuimos tocados por esta singular suerte de ser sobrevivientes necesitamos constatar una y otra vez la realidad de nuestra experiencia. O sacar conclusiones. O sencillamente dotar de superlativa objetividad a cada aspecto del presente cercano, ya librado de la horrenda situación pasada. Un sacerdote logró entrevistarme durante cinco minutos un año después de mi detención. A través de él supe que mi padre había logrado -gracias a su condición de destacado Ingeniero, ex-colaborador de Onganía y ciudadano italiano-, obtener mi libertad. Pero tendría que salir del país. Tres meses después -en junio de 1977-, luego de llevarme a una celda especial y tenerme allí un día, me permitieron bañarme, me devolvieron la ropa, y me llevaron con los ojos vendados hacia el aeropuerto militar. Recién al llegar a Ezeiza los militares que me custodiaban quitaron la venda de mis ojos. En la escalerilla del avión me entregaron mis papeles y el pasaje... Adentro esperaba mi padre. Me abrazó... había sufrido tanto, que no tuve ánimo para llorar. Apenas una especie de desolación, indiferente, me agobió el alma. Sin embargo, por primera vez, al mirar los azules ojos humedecidos de mi padre sentí una leve sensación de alegría. 82
Entonces él me dijo: -Tenemos una sorpresa para vos.
IV Escribo esto mientras desde la ventana y a través de las cortinas de color pastel trasciende levemente el sol. Son las seis y cinco de la mañana. Desde el rincón con la pequeña mesita sobre la que apoyo mi cuaderno, puedo adivinar el color plomizo del Adriático, que murmura perceptiblemente pues aún no ha comenzado el trajinar cotidiano de esta pequeña ciudad de pescadores. Sobre la pared a mi derecha hay un cuadro, un dibujo enmarcado; en su vidrio refleja dulcemente el sol. El sol esparce alrededor de la ancha cama una gasa de luz que delinea aureolando uno por uno los cabellos del niño; esos cabellos oscuros como los de su madre y la frente ancha, combada, como la de su padre. Yace dormido junto a la mujer, de rostro sereno, que aún descansa, envolviendo su hombro con la mano izquierda y apoyando sus largos dedos en el pecho del niño. Esa muchacha que al mirarla humedece mis ojos con su leve respirar sin sobresaltos, llenando mi consciencia de sentimientos que hasta hoy no conocía. Esa muchacha, la de cabello oscuro; la que subió a mi vida una parada antes de Porteña, y ya no se bajará más.
El autor.
Nacido el 19 de agosto de 1949. Estudió Artes Plásticas (Dibujo, grabado, escultura y Pintura). Piano, guitarra y composición (Conservatorio Rossini de Paula, desde los 4 a los 13 años). Diseño Gráfico, Periodismo e In-ternet. Desde 1970 (a los veinte años) empezó a escribir en el suplemento Cultura y Espectáculos del diario El Liberal. Desde 1973 a 1975 trabajó en la revista Posición, de Córdoba y la corres-ponsalía del diario El Mundo (Buenos Aires). Debido a la persecución debió trabajar durante un breve periodo como albañil para sustentar su hogar. Acababa de casar-se y su esposa estaba embarazada. Durante el año 1975 se desempeñó como Encargado de Personal en la Metalúrgica Filippi, en San Francisco, Córdoba. En 1976 fue detenido y permaneció en diferentes cárceles, a dis-posición de la dictadura militar argentina, hasta 1982. Entre noviembre de 1982 y febrero de 1983, contratado por el Obispado, pintó los 31 murales del Santuario de Mailín. En 1982 reinició sus colaboraciones con el diario El Liberal. Trabajó como profesor de Dibujo y Pintura en escuelas Católicas y privadas. Trabajó como secretario administrativo del Departamento de Teología de la Uni-versidad Católica de Santiago del Estero. Desde 1984 fue director del Museo de Bellas Artes de La Banda. Desde 1985 trabajó en la Fundación Fernández, empresa alemana,
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donde ocupó los puestos de Tesorero y director del Centro de Capacitación. En 1992 El Liberal le asigna su Sección Cultural. En 1994 renunció para instalar su propia imprenta, que vendió a principios de 1997. Durante 19971998 fue editorialista y coordinador de esa sección en El Liberal. Editó la revista Quipu de Cultura y La Razón del Consumidor. Director de la revista Voces, del Círculo de la Prensa de Santiago del Estero. Editor y director periodístico del diario digital Pantalla de Noticias, en Internet. Coordinador de la Asociación de Periodistas de Internet (API). Como escritor tiene ocho libros escri-tos, de los cuales cinco están publicados y uno fue traducido al italiano (http:// www.esispa.com/novita.asp).
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