La paja del ojo

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Julio Carreras

La Paja del Ojo

Quipu Editorial


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Cuento largo

Aquel anciano agonizó alimentado por sonda durante seis años. Finalmente falleció. Por suerte lo enterraron en un predio familiar. A poco menos de un metro bajo la grava. Pues cuando sus nietos acudieron para tirarle flores, hallaron la tierra removida y el escueto féretro de madera, vacío. Se rumorea que el personaje aún anda espantando. Hay quienes dicen haberlo visto, degustando picadas de queso con aceitunas, en cierto bodegón utrillesco del Mishky Mayu.

Arrepentimiento ‒Padre, perdóneme: ¡he pecado!‒ exclamé, en un súbito rapto de compunción. El sacerdote estaba inmóvil en su casilla de confesor, frente a mí. ‒Tenga piedad de este miserable gusano... ¡no me niegue su absolución!‒ imploré. Los ojos fríos del padre estaban fijos en mi rostro; pero nada me respondía. ‒¡Oh!... ¡Qué torpe y perverso he sido, frágil hoja de alerce, juguete inerme en el torbellino de mis innobles pasiones! 4


¡Violento y cruel, irreflexivo, temerario desafiador de la ira de Dios!... El sacerdote ni se movía. ‒¡Malhaya la hora en que permití a mi mano volar a la espada! ¡Malhaya mi sangre española, heredera de endriagos milenarios! ¡Malhaya mi facilidad para la estocada!... Nada me decía. ‒Padre... ¿no ha de perdonarme? ¿Va a dejarme cargar por siempre con esta cruz en mi conciencia? ¿Tan terrible fue mi pecado?... Tal iba a ser mi destino, al parecer, pues el cura no modificó ni un ápice su fría expresión. Me retiré, entonces, acongojado y llorando. Por desgracia, mi estocada había sido demasiado certera. Su corazón, agujereado, ya no le daba vida para responder.

Sangre fría

Lo maté de un solo tiro. Después, con mi cuchillo de caza, le corté la cabeza y la tiré hacia atrás; sin darme vuelta a mirar dónde caía, pedí tres deseos.

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Finalmente me fui a desayunar (café con leche con chipaquitos) al bar de la estación YPF. Me percaté recién, a través del vidrio sucio, que al salir había dejado desierta la sala de videojuegos.

Amnesia ‒Yo escribo para olvidar ‒sostenía un poeta amigo de mi padre. Trataba de justificar así quizá sus faltas de ortografía. Pues sus escritos prescindían fatalmente de puntos, comas, haches, acentos o distinción alguna entre “ve” cortas o “be” largas.

Un libro apócrifo de Aldous Huxley

No existe lo fantástico: todo es real. André Breton

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En el comienzo hay alguien que parte, en un tren. Se describe la estación, y el andén. Es de mañana en el primer párrafo. Lo cual no impide que el segundo comience con la siguiente frase: La luna reina serenamente en un cielo violeta, sobre las nubes. El argumento me cautiva. Trata de un hombre gusta de vivir del modo más agradable que sea posible, viajar y gozar de las exposiciones de arte, del mejor licor y de las diversiones. En las últimas páginas, descubrimos que el protagonista sufre un desdoblamiento, por el cual, no es él quien goza de los placeres sino otro hombre, que habita en su interior, y lo utiliza como vehículo de sus impulsos. Entonces el personaje lleva sobre sus hombros la parte más pesada de los placeres del otro: así, cuando quien habita dentro de él decide trasladarse de un lugar a otro, es él quien debe sufrir el peso del camino, haciendo de caballo. Sin embargo, exteriormente se viste y perfuma como si de verdad él fuera el otro. Hoy, él y el otro van a salir a dar un paseo por el bosque, a caballo. Meditando tristemente, da los últimos toques a sus brillantes botas y a sus breeches. Comprende que de esa forma sólo está vistiendo al otro, que se ha posesionado de una manera tiránica de su voluntad, no a sí mismo. 7


Trata de escapar y de mirarse, pero no puede, ya que una oftalmanía lo obliga a fijar su vista en una mosca que se ha posado sobre una pared, y le es imposible apartar los ojos de ella. Afuera, se oye el gorjeo de los pájaros. Amanece.

En la cárcel de Córdoba, una tarde calurosa de 1980.

El tango que me llevó

Me fui a caminar por entre las callejuelas de Villa Siburu en busca de una casita humilde para alquilar. Había dejado sólo por un momento a mis hijas, con ese objeto. Mientras conversaba con una señora intuí que algo le sucedía a la más pequeña. Regresé presuroso y la encontré llorando. Había vomitado sobre el cubrecama donde durmiera, y el suelo. Resignadamente limpié todo, asombrado interiormente por el modo en que mi hija había percibido mi ausencia. Cuando regresó Cecilia salí de nuevo tratando de hallar una peluquería.

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Era una noche nublada. Mientras reflexionaba parado en una esquina acerca del camino a seguir, me apoyé en el ventanal tapiado de una casa abandonada y me puse a cantar un tango. De tras la pared me contestó el eco ‒eso creí, al principio. Me gustó el efecto, y una y otra vez repetí frases del tema (“Vuelvo al Sur”), para provocar al eco. Me quedé pasmado, ustedes se imaginarán, cuando habiéndome callado, el eco siguió cantando aquel tango que iniciara, hasta agregar una estrofa completa. En ese momento cruzaba por la esquina un agricultor, de quien me daba cuenta que hacía tiempo me quería conocer. “Al sólo efecto de participarle” la rara situación, lo llamé. Se acercó contento, pues la oportunidad de entablar relación se había presentado. Un hombre robusto, seguramente de origen italiano, como de cuarenta años. Me explicó que esto era un fenómeno frecuente, producto según él de que allí mismo había muerto un estudiante de magia. Me invitó a su casa. En el umbroso living estaban a mi lado, sobre unos fofos sillones, además de mi nuevo conocido su esposa y sus hijos, todos ellos gente muy agradable. Particularmente me agradó e inquietó la hija del agricultor, quien fijaba sus ojos azules en mí todo el tiempo. No se molestaron cuando les dije que no gustaba de tomar nada, pero me fue imposible eludir el disfrute de un par de masitas. 9


Cuando regresaba, cerca de la Terminal vi una peluquería abierta y me introduje. Antes miré el reloj: la una y cuarto de la madrugada. No hallé al peluquero. Estaba por retirarme cuando por una entrada lateral se presentó de un modo truculento un peluquero skin head. Sólo para darme una tarjeta rosada, con los horarios de atención ‒que no incluían al presente‒ y ofrecerme además los servicios de su esposa como hechicera. Cecilia me dijo al llegar a casa que debía desconfiar de los hijos del agricultor. Según su criterio, el “estudiante de magia” que reproducía mi voz desde el interior de la casona en ruinas, era él. O ella, Cecilia sostenía que todos eran andróginos, pues manejaban de un modo artero las energías de la tierra.

Recuerdo todos estos sucesos desde un siniestro bar en la Costa del Marfil, mientras cantan unos mariachis importados, y en la cabecera de mi mesa bromea con uno y otro esa morena joven, flaca, sensual. Sé que no es ella, pues bajo de esa manifestación estoy reconociendo la energía vital de la hija del agricultor, a quien conozco ya demasiado bien; tiene la camisa abierta y escapan un poco sus pechos medianos y largos, morenos, duros. Le indico esto pues supongo que no se dio cuenta y al advertirlo la molestará. Mas ella me dice que no lo piense, por el contrario se siente muy cómoda así. 10


Ella ha logrado quitarme de mi casa, usando los ecos del tango. Partido mi corazón, no atina sin embargo al regreso ‒aunque tampoco dispongo de un centavo para ello. Compungido al extremo por mi suerte, no me queda otro camino, entonces, que llorar.

Muchacho próvido

Ronald era un tipo muy previsor. Planificaba los hechos de su vida con tal antelación, que ningún acontecimiento lo tomaba descuidado. Esta cualidad le permitió acceder a su primer automóvil a los 18 años –edad en la cual, como se sabe, la mayor parte de los jóvenes aún no se ha ubicado. Su capacidad para la prospección le anunció el proceso inflacionario descabellado que sobrevino a la Argentina de los ’90, cuando aún sobrevivían gran número de confiados. Todavía en medio del Plan Austral compró 100.000 dólares. Seis años después fue millonario. Esto le permitió considerar su situación como adecuada para el matrimonio. Con todo cuidado seleccionó a la novia. 11


Era una deliciosa ragazza de diecinueve años, hija de empresarios tucumanos. La observó uno y otro día en diferentes lugares, averiguó sus datos, se hizo informar sobre su carácter y vida sentimental. Cuando estuvo todo a punto preparó el encuentro, con meticulosa previsión. Pero una situación incómoda le obligó a soportar un mal momento, que a la vez arruinó su matrimonio. Cuando el amigo común le presentó a la muchacha, Ronald había avanzado tanto en su anticipación mental de los sucesos, que tuvo que abandonar corriendo el lugar apenas luego de haber rozado la punta de los dedos de su pretendida. No otra cosa podía hacer. Bajo el pantalón delgado, de hilo cremita, se hubiera notado muy pronto la poderosa, abundante eyaculación.

Santiago, septiembre de 1991.

La Paja del Ojo

Germán Loy tuvo la posibilidad de editar una revista perfecta. Púsole de nombre “La Paja del Ojo” (por aquello de la vieja sentencia, y también porque sería un verdadero eretismo para la visión). Polisémico sentido. 12


No crean que exagero. La revista era un regodeo para los ex‒tetas. Los llevaba al límite. En la tapa, verbigracia, solían alternarse los Rúbens, Boticelli, con las mejores fotos de Drtikol, Vallejo, Deborah Tuberville: salpimentando, Boccioni, Aleksander Archipenko, Giacomo Balla, Carlo Carrá, Rougena Zatkova... ¡para qué seguir! Todo en huecograbado, papel ochenta quilos, cada número venía en caja de cartón. El primer número detuvo los latidos de varios. De Leopoldo Marechal, incluía dos poemas en cuerpo doce; Marinetti, un poema, Juan L. Ortiz, un poema. En ficción, contaba con cuentos de Juan Bautista Zalazar, Diana María Noronha, y un inédito de Alberto Moravia. Artículos: La influencia del barroco medieval en América, Alejo Carpentier, Filosofía y Cultura, Luis Jorge Jalfen. Era... cómo decir... como si a Marisa Berenson veinteañera le hubieran injertado el talento de María Callas y la inteligencia de Marguerite Yourcenar. En la Academia de Bellas Artes se formaron grupos para degustarla de consuno. La Paja del Ojo salía trimestral. Se esperaba su llegada con ex, pec, tación. Asesor visual: Carlos Alonso. Asesor literario: Juan José Arreola.

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Diagramador: Scafatti. Germán Loy estaba que no cabía en mí de gozo. El éxito había sido rotondo. Pero duró poco. El problema empezó con la preocupación de los directivos de Bellas Artes (quienes, obviamente, no eran artistas). Los alumnos se desviaban: gozaban. Esa inquietud fue llevada al concejo deliberante, que en pleno consideró propicia la cuestión para aumentarse las dietas. De allí pasó a la legislatura. Los di, puta, dos, luego de imitar el edificante ejemplo de sus colegas conce, já, les ‒en lo referido a las dietas‒, pasaron el asunto a comisión, con lo cual se dio oportunidad de crear cinco nuevos cargos de secretarias y taquígrafos. Finalmente el asunto fue a recalar en el Ministerio del Interior. El impertérrito, previa consulta a la Suprema Corte, ordenó ipso pucho clausurar La Paja del Ojo. Razones: ningún Derecho, desde el Mosaico hasta el Romano, el Francés ni el Johnsoniano, contemplaban en sus articuliados la posibilidad del orgasmo colectivo. Por tanto, no existía. Y un hecho que no existe, no puede seguir sucediendo. Ergo: La Paja del Ojo, no podía seguir saliendo. Germán Loy se preguntaba, tristemente, si luego de haber beneficiado a tantos legisladores no merecía se hubiera decretado algún arti (culito) ad‒hoc. O al menos que, 14


personalmente, lo pensionaran por inhabilitación ex‒tética. Y mientras esto pensaba, untaba, con chimichurri, el panchito, que ofrecía al gusto popular en la bizarra esquina de Sarachaga y Fragueiro.

Fernández, en junio de 1988.

Tribulaciones de un escarabajo

Gregorio Samsa patalea panza arriba, mientras lo ataca una legión de hormigas coloradas. Los animales, seguros en su superioridad numérica, avanzan sin apuro, con las fauces abiertas. Gregorio se siente al borde de la desesperación. Lo inmovilizan el cansancio y el pavor, y se queda quieto, entregado a su suerte. En eso ve unos inmensos pedúnculos rosados, que lo toman con firmeza, pero sin lastimarlo. Se siente levantado. Sin transición se ha incorporado a su mente otro temor. Pero al menos ‒piensa‒ me han sacado del peligro de las hormigas. La fuerza lo deposita en una jaula transparente. En los rincones, hay comida. Gregorio comprende que ha sido hecho

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prisionero. La angustia parece no tener fin. Pero se consuela, diciéndose que es preferible estar preso y no despedazado.

***

El doctor Juhazs, entomólogo, se despertó en la noche al oír un fuerte ruido que venía de su laboratorio. Cuando abrió la puerta encontró, entre los tablones de la estantería desbaratada, a un hombre. Llevaba traje gris oscuro, era delgado, tenía grandes orejas y parecía muy aturdido. Observó también que tenía raspones en la cara y en las manos. ‒Bueno ‒le dijo el doctor, que era un hombre aplomado ‒podríamos tomar un tecito, mientras conversamos.

Fernández, abril de 1987.

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La Cultura

Cuando conseguí escalar los peldaños de piedra de La Cultura luego de intentarlo por caminos cerrados durante muchos años, me sobrecogió una escena impresionante. Hacía frío. En su cima ‒era muy alto‒ llegué a sentarme completamente desnudo. Desde allí se veía la mera Tierra, mas los otros edificios habían desaparecido. Todo era un desierto. Las nubes se habían convertido en gases de color violeta pálido, y envolvían al mundo hasta donde se podía ver. Cuando percibí las nubes nuestro cielo estaba tibio, ya no sentí más frío. Entonces arribó un pájaro muy grande, parecido al cóndor. Y desplegando sus alas, se me acercó para dejar caer un envoltorio de trapo muy rústico. Lo tomé y lo abrí. Adentro había un manojo de tierra, y unos granos rugosos, pinteados de color ocre. Después ya no pude ver, pues me quedé dormido.

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Al despertar me encontré cubierto, por una enredadera en flor. Campanas rojas se apoyaban en mi frente, y en el centro mismo de la planta respiraba una flor blanca. Desde la distancia me pareció que el sol inspiraba a esa planta un cierto fulgor. Y en tal instante mi corazón se sintió feliz y muy contento, de una manera que jamás antes había presentido. Sierra Chica, 1981 – Fernández, 1988.

Autobiografía

Yo había nacido rico. Y existí así hasta mi muerte. Sin darme cuenta jamás. Cuando volví a nacer, en medio de la más árida pobreza, comprendí la fortuna de mi anterior existencia. Gracias a ello, esta segunda vida ha sido más feliz que la anterior.

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Vida de pobre

Mi padre se niega a darme dinero. Voy a la pieza de mi abuela y a duras penas consigo extraerle dos billetes: uno de diez mil y otro de quince mil pesos. Voy al estudio de abogado de mi amiga Nadia, pero lo pienso mejor, y antes de entrar prefiero visitar a su tío y de paso cambiar el dinero. El Turco Julián está como siempre, tras del mostrador con la caja. Este hombre acaricia dinero inmundo todo el día ‒pienso‒ y luego intenta escribir poesía. Lo peor es que haya “profesores de literatura” que encima le llaman “poeta”. Es obeso, calza pesados anteojos de miope, sobre su nariz de carancho pichón. Debo hacer cola. En la cola me toca pararme detrás de una criollita deliciosa, muy pintada, que me dedica una sonrisa. Pero después se hace a lado. En menos tiempo del que pensaba llego al mostrador. El Turco, por reflejo negativo, me dice que duda si tiene cambio, pero como me considera “un colega” (en el ámbito de las letras) finalmente saca el dinero y me lo entrega, luego de sujetar mi crujiente billete colorado. En el momento en que lo guardaba me entra la duda de si le habré dado un billete de diez o de quince mil pesos. Siempre soy un poco distraído con la plata. La vez pasada se me cayó todo lo que tenía en el bolsillo del pantalón, al pedalear en mi alta 19


bicicleta. Comoquiera que fuese, ya me resigno. Ahora no sé bien cuánto tengo. Al llegar al rancho donde habito, solo, encuentro que me está esperando mi tío. Sin permitirme que abra la boca, me dice que deje ya de joder con hacerme el pobre. Y me entrega la llave de mi BMW, para que vaya otra vez a dirigir las empresas de la familia.

Fernández, junio de 1987.

Fernández por la ventana de mi taller

Una tarde diáfana de principios del invierno. El sol cayendo despacio, ilumina las hojas de los árboles con un amarillo transparente. Las paredes blancas de las casitas, facetadas por las sombras difuminadas y los reflejos rojos de las tejas. Verjas con lajas, verjas con revoques rugosos, con rejas blancas, con rejas rojas. Un quiosco. La columna del alumbrado como un gigante flaco abriendo los brazos: sobre uno de ellos, un pájaro. Cables, hacia el sur y hacia el norte, cruzando postes

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negros a través de aislantes de loza fusiformes, subiendo, bajando, entrando y saliendo de las casas. Un perro que ladra en las cercanías ‒siempre hay un perro que ladra, aquí. Rumor de autos lejanos; alguno pasa de a ratos por frente al rectángulo de la ventana. Cuando pasan, levantan un polvillo moroso que cambia el ambiente por unos instantes, formando una niebla leve que tamiza la luz ya distante del sol. Gajos oscuros de paraísos, saturados de pocotos amarillos que parecen absorber todo el resplandor del ocaso. Contrastes agudos entre los racimos de hojas iluminadas y los que le siguen inmediatamente debajo; verde brillante, amarillo, y sombra; verde oscuro y sombra. Un pollo bermejo holgazanea por entre el césped cuidado del jardín de enfrente. Dos caballos sufridos y marrones pastan tranquilamente entre la vereda y el pavimento, seleccionando cuidadosamente las hierbas. Varios niños juegan y corren, llenando de grititos alegres el silencio, antes cargado de sonidos opacos. Prendo la radio para escuchar música. Me entero que el vuelo 255 de Northwest Airlines se ha estrellado, en el aeropuerto de Detroit, al despegar. Han muerto 156 personas. Pero sobrevivió una niñita de 4 años.

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Fernández, 16 de agosto de 1987.

Enseñanza oriental No pises este lugar ‒dijo el monje Shao Lin‒: porque encierra bajo de sí el bien y el mal. El teniente Stallone observó la redonda laja que ornaba el umbral del templo. ‒No creo en tus sandeces religiosas‒ escupió‒. Pero, a ver, ¿qué mal podría venirme de este buda gordo, acostado en la piedra? ‒Te arriesgas a ser presa del caos original ‒contestó el monje Shao Lin. El teniente Stallone efectuó la última pregunta. Estaba ya decidido a apresar al monje idiota, pero su novato ayudante observaba y debía aleccionarlo, acerca de cómo obrar con estas ratas indochinas. ‒¿Y qué bien nos podría dar? ‒Si volvieras tranquilamente por donde viniste, sin ofenderlo con las plantas de tus borceguíes, podrías partir con su bendición y en paz. ‒¡Ahhh! ¿Sí? ‒gritó Stallone‒ ¡Pues mira lo que un buen marine norteamericano hace con tu sagrada laja! 22


Inmediatamente saltó con todo el peso de su corpacho, sobre la rugosa figura del buda en el suelo. El estallido encegueció y quitó la audición por un momento al novato, que sólo después de un rato vio caer a unos veinte metros al casco de Stallone. La moraleja de esta breve experiencia debería ser (pensó el soldado novato): “nunca creas que los monjes Shao Lin hablan solamente de metafísica”.

Hipóstasis

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Sólo el canto triste de la corneja rompe el silencio gris y me acompaña. La oración extiende unos dedos largos, se desliza entre cuadros amarillos y va llenando de fantasmas la habitación. Aquí habitó alguna vez la luz. Sobre el sencillo tapizado del sillón, en otros tiempos, se posaron tus espaldas. 23


¿De dónde te oigo? En momentos de extendida soledad fluye, como una sombra transparente, atraviesa con rozar de tules, tu presencia. ¿A dónde vas? ¿Por qué no quedas? El día ha terminado y no has querido acariciarme, hoy tampoco. Estoy solo, frente a mis papeles. Voy a seguir esperando. Tal vez mañana pueda verte.

2 Busca ‒busco‒ en el vacío de la noche una señal que nos sitúe, en algún sentido ‒ cualquiera sea‒ para orientar los pasos. Bajo la llovizna, los faroles lejanos han hecho azul el brillo de las calles mojadas, y no hay sonidos, más que el sonido del girar del Universo. Cae la lluvia lentamente. Asusta el rumor rabioso de un auto, que pasa como una liebre, mojándome, a mi lado, y se pierde en la noche. Alguien está parado en la esquina, bajo la lluvia, bajo el farol. Ni me apuro ni me detengo, pues sé que mis pasos, con sólo dejarlos que me lleven, en algún momento cercano pueden dejarme frente a esa figura inmóvil.

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Llueve con líneas azules. Me acerco a la figura, envuelta en un impermeable con capucha. Me mira. Es una mujer, como de treinta años. Está pálida como una porcelana. Las gotas de lluvia chorrean lentamente sobre su piel. Me mira. Sus ojos, grandes, son oscuros. Estamos así, durante un largo rato, bajo la llovizna. Después, yo me doy vuelta, y me voy llorando.

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Hasta aquí ha llegado el perfume de tu voz. Bordando el marco de la ventana, las gotas. Tiemblan, colgando de los vidrios, se alargan, y a través suyo se ven las copas de los árboles y el jardín. Espero anhelante, como el personaje de un sueño, porque sé que has de aparecer. Por el sendero se oye el murmullo de tus pasos rápidos. Vuelca de pronto en el cielo una nube su luz. No puedo apartarme y dejar de mirar, a través de las gotas; creo que soy feliz. Te veo, reducida y multiplicada, a través de las gotas de lluvia. 25


Aún estoy frente a la ventana cuando tu cabello humedecido me roza la piel.

Cárcel de Córdoba, 6 de diciembre de 1979.

La Negra

I

Agosto de 1973. Yo 23 años. El lugar: un local muy grande en la calle Maipú, provincia de Córdoba. Mucha gente, casi todos jóvenes, las diez de la mañana. Se debate desde temprano pues hay una asamblea del FAS (Frente Antiimperialista por el Socialismo). Casi todos están en el ancho patio, es un día seminublado, yo justo debajo de unas columnas y una galería. Desde allí la veo. Es tan hermosa que casi parece imposible. Tiene traza de colegial, con su falda escocesa, zapatos abotinados de gamuza, camisa blanca a cuadritos azules, pelo con trenzas y moños a los costados. Un poco alta – 1.68 calculo – , perfectamente proporcionada. Da Vinci podría hacerse una 26


fiesta con ella. El orador habla de un modo durísimo criticando no sé qué desviaciones burguesas de uno de los partidos que integra el Frente. Pero yo solamente la miro a ella. Inútilmente, creo, puesto que a muchacha tan hermosa es absolutamente imposible encontrarla sola. Alguien debe de habérseme anticipado ya; aunque allí está sola, parece. Parece. Su cabello es castaño, perfecto: se nota aún desde la distancia que sus bucles son extraordinariamente naturales, que deben de ser suaves como los pétalos de una rosa. El orador – del PRT – dice que es inadmisible seguir tolerando las absurdas vacilaciones pequeñoburguesas del Partido Obrero Trotskista y solicita a la Mesa Directiva del FAS la expulsión lisa y llana de los trotskistas – entre quienes no hay ningún obrero, son todos universitarios, dice – de persistir en su tesitura “contrarrevolucionaria”. Me subleva interiormente tanta dureza dialéctica entre compañeros, tanta soberbia en un supuesto dirigente revolucionario y pienso que ella debe de ser trotskista. Es que los trotskistas tienen un tipo, así como los PRT, los “chinos”, los PC, los Montos... cada uno de estos grupos tiene un tipo fisonómico propio. Los trotskistas son todos pequeños burgueses muy refinados, y lindos, en serio, sean hombres o mujeres, todos lindos, pertenecen a esa raza de hijos de inmigrantes, a veces mezcla con criollos, que da especimenes 27


tan perfectos como la que estoy mirando hoy. Absolutamente perfecta, miren, de la cabeza a los pies. Y basta. Porque no me miró, ni siquiera se dio cuenta que yo estaba allí, pese a mi arrobada actitud en ningún momento percibió ni siquiera por un instante mi presencia.

Después de que algo extraordinario sucede uno se acuerda de cosas. Que al parecer no tienen nada que ver. Como que por aquél tiempo yo había terminado de leer Cien años de soledad, y me había impresionado profundamente. Andaba mucho tiempo pensando en los mundos que imaginara con Cien años de soledad y busqué otra experiencia semejante. Entonces empecé a leer El coronel no tiene quien le escriba, de la misma saga. Era un libro chiquito, recuerdo, lo llevaba a todas partes. Aquella mañana en que vi por primera vez al ángel lo tenía entre mis manos, o en uno de los bolsillos de mi campera. Pero no me gustó, desde las primeras páginas sentí que no recrearía en mí las emociones de Cien años de soledad. Lo deseché para siempre, pues.

Pasó el tiempo y me olvidé. Hasta que la vi aparecer ante mí de una manera tan sorpresiva que casi me voy de nuca. Apareció, nada más, ahí a cuatro metros de distancia y encima 28


avanzando hacia mí. Yo estaba sentado ante el escritorio de entrada en la revista Posición, hablando por teléfono. Había una puerta cancel, con vidrios, como es habitual, y poco más allá una puerta principal que casi todo el tiempo permanecía abierta. Entró un grupo de cuatro o cinco compañeros, todos “pesados” del Partido, y junto a uno de ellos, como de cuarenta años o más, venía ella. “No puede ser su compañera”, me acuerdo que pensé “el tipo es un viejo”. Pasaron junto a mí saludándome con la mano y yo me quedé tan azorado que en todo el tiempo que duró la reunión, pese a que la hicieron en la ancha sala de Redacción donde también estaba mi mesa de dibujo no me atreví a entrar ni una sola vez. Cuando se fueron yo aún estaba ahí. Me alcanzó esa fugaz aparición para notar que ella estaba cambiada. Su rostro y su cuerpo seguían siendo los de una adolescente, pero ya no vestía como antes. Iba ahora desaliñada, con ropas raídas y una pollera azul muy larga, por lo cual concluí que por fin había terminado incorporándose al PRT. Se cultivaba ese agresivo abandono indumentario en las filas del “partido de cuadros” que también yo integraba. Luego de irse el grupo alguien hizo respetuosos comentarios sobre “Bigote” Colautti, de quien pese a los tabicamientos imprescindibles se conocía que había sido oficial subalterno del ejército, luego hippie, ahora un importante cuadro revolucionario. Alguien hizo un 29


comentario admirativo acerca de la joven compañera que venía con ellos, a quien mencionaron como “la Negra”. En ese tiempo había muchas “Negras”. Era un orgullo decirse “Negra” o “Negro”, era ser proletario. Hasta las rubias se hacían llamar “Negras”, pues representaba una reivindicación de aquellos a quienes la burguesía aplicaba el nombre con desprecio. Aunque también había negras en serio, es decir, morochonas fuertes o refinadas; para el PRT eran como el arquetipo. La Negra de que ahora hablamos no era ni uno ni otro extremo. De tez blanca, su raza pertenecía a ese intermedio exquisito del mediodía europeo, tan agradable a los clásicos renacentistas, y quizá por ello para mí (estudiante de pintura desde la infancia) tan extraordinariamente motivadora.

II

Éramos duros. Éramos implacables, especialmente con nosotros mismos. Éramos los militantes más estrictos. Cualquier preocupación por algo que no fuese la lucha revolucionaria se consideraba “una desviación pequeño burguesa”. Recuerdo particularmente una reunión para fijar los salarios de los periodistas de la revista Posición, quienes éramos a la vez militantes. Cada uno debía decir cuánto necesitábamos para 30


sostenernos. Luego de una arenga del compañero responsable – quien hablaba con tono quedo y deliberadamente vacilante, pues era además obligatorio ser humilde, como se suponía a todo proletario de verdad – , una arenga donde se tocaron las virtudes de los revolucionarios, la escasez de recursos del Partido y sus grandes erogaciones por las titánicas tareas emprendidas debido al auge de masas, finalizando con un pedido de ajustar a un mínimo posible la valoración de lo solicitado. Todos habían dejado esa valoración librada a lo que el Partido quisiera darles. Cuando me llegó el turno dije sin vacilar: “120 pesos”. Y todos se miraron. Hubo un silencio incómodo. El compañero responsable me preguntó con esa suavidad de monje benedictino que practicaba si no me parecía mucho, teniendo en cuenta que estaba solo y básicamente tenía mis necesidades resueltas, ya que no debía pagar alquiler, impuestos, electricidad, gas, etcétera, dado que vivía en una casa del Partido (la Redacción de la revista). Dije que no pues yo tenía algunos gastos extra que me obligaban a un presupuesto mayor al de un cordobés común. “¿Como cuáles?”, me dijeron. Mencioné la necesidad de viajar a Santiago de vez en cuando, para visitar mi familia... y los libros... Por el modo en que se miraron comprendí que lo de los libros no cayó muy bien. Con la paciencia de quien trata de

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inducir hacia el camino correcto a un niño, Ragnero me preguntó otra vez: “¿Los libros te parecen una necesidad vital?” Decidido a ignorar por completo el desdén que se percibía mantuve mi posición con firmeza: – Sí – dije. César – un compañero destinado a morir durante el copamiento del cuartel militar de Villa María – , preguntó: – ¿Y qué libros te interesan tanto? – Bueno, dije, acabo de comprar el Tomo I de la Historia de la Revolución Rusa, de Trotsky; me interesa por cierto comprar el tomo II y III cuando salgan. Son bastante caros. Estaba embarrándola peor. El Partido acababa de salir de una relación traumática y tempestuosa con la IVª Internacional, estaba en plena y acelerada stalinización (aunque yo aún no lo sabía) así que venir a citar un Trotsky como necesidad vital era por entonces medio parecido a agitar una ristra de ajo en la casa de Drácula. Pero no me importó. En aquellos tiempos yo creía en la sinceridad absoluta. Y en la libertad individual. Por ello me dirían después “liberal”. Mas volvamos al momento. Finalmente negocié una rebaja de sólo 20 pesos, quedándome con 100, pese a que César abogó entre fastidiado e irónico para que me valiera de la biblioteca que teníamos en la revista o le dijera a él los 32


libros que quisiera para conseguírmelos en préstamo. “No es lo mismo”, dije. “Algunos títulos son elementos de consulta permanente para mí”. Eso me trajo aún más miradas reprobatorias y cuchicheos, pero no me importó. Como dije, tenía 23 años y aún creía en la absoluta honestidad.

¿Quieren saber algo más de la Negra? Bueno. El verdadero encuentro sucedió durante una fría noche a finales de mayo de 1974. Yo llevaba un pesado saco negro de corderoy, hecho a medida durante mis épocas de prosperidad, pero lo arruinaba con un viejo vaquero y borceguíes. Me había puesto el poncho azul oscuro que me dejara mi abuelo, al morir pocos días atrás. Esa tarde había ido al cine, a ver una película sobre la vida de Luis de Baviera y Wagner que me había impresionado muy hondo. Lleno de imágenes y emociones había salido abismado. Tenía hambre y me puse a buscar un kiosco para comer un sándwich. Hacía frío y pensaba en un gran choripán con chimichurri y al menos un cuarto de buen vino tinto. De repente recordé la peña del FAS, organizada esa noche de sábado para recaudar fondos. Tuve pereza de caminar hasta allí – había al menos unas diez cuadras – mas pronto salió el duendecillo autocrítico a reprenderme: “¿Vas a dejar tu dinero a cualquier comerciante, en vez de ir a apoyar a los compañeros?”. 33


Caminé bajo el frío sin sentirlo pues iba bien abrigado y mi cabeza llena aún con las imágenes de la película. El lugar era una cancha de básquet, en la puerta algunos militantes cobraban la entrada; pagué, saludé con la mano a una muchacha y otros compañeros que reconocí entre la gente, y fui a sentarme solo cerca del escenario. Era temprano aún – tal vez las diez de la noche – y no estaba lleno, pese a los esfuerzos de los militantes, que habían acarreado a muchas personas de los barrios pobres en colectivo. Es que el local era demasiado grande. Por suerte todo estaba cubierto por un tinglado, así que no hacía frío. Me puse cómodo quitándome los abrigos y esperé, observando a un tipo joven, más entusiasta que afinado, cantar acompañándose con guitarra chacareras y zambas sobre el desnudo escenario. Vino una de las chicas del FAS y preguntó que me servía. Un choripán bien grande, le dije. Y medio litro de vino tinto. La compañera me trajo todo enseguida. Luego del primer choripán y dos vasos de vino las cosas empezaron a parecerme más lindas. Ahora ponían música de cumbias y algunos bailaban. Ocurrió un incidente. Un borracho perseguía a una muchacha, tratando de tomarla del brazo, pero ella, con cierta familiaridad aunque firmemente reclamaba respeto de él. Reconocí en el acto a la muchacha. Era la chica del FAS, aquella con quien no me había atrevido a soñar. 34


Impensadamente se sentó a mi lado y tomándome del brazo me dijo al oído: “¡Salvame!¡Salvame!”. Me paré como si tuviera un resorte y plantándome frente al tipo – pelo lacio, rudo, fuerte, jediente de vino, bigotito fino – le dije: – ¡Qué te pasa macho... la señorita no quiere ser molestada! ¿No has oído? Yo no las tenía todas conmigo. Pero el tipo se achicó. – ¡Eh!, ¡ahhh!, ¡bueno! – hipó – ¡Yo no quería molestar! ¡Yo solamente le pedía bailar una pieza! – No, ella no baila con nadie porque está conmigo. Así que retirate ¡ya! – le espeté duramente. El tipo se fue pidiendo disculpas. Ella volvió a tomarme del brazo y me dijo riéndose: – ¡Lo has corrido! ¡no lo puedo creer! ¡Es un tipo pesado, camorrero, y peligroso! ¡Vive en el barrio que nosotros trabajamos! El que no lo podía creer era yo. Estaba allí, a mi lado y tomándome del brazo, la muchacha más hermosa que viera en mi vida, de la cual me había negado la menor esperanza por considerar a priori imposible su amor. Me trataba con familiaridad y afecto – pero seguramente porque la libré del borracho, en el acto pensé. ¿He dicho ya que tengo una mente horriblemente racionalista y formal? Una vez que me hago una 35


idea resulta difícil apartarme de ella y en este caso la idea que me había hecho de esta chica es que no era para mí. Actué absolutamente en consecuencia, con total frialdad exterior. La miraba con simpatía, con cariño, estaba feliz y estimulado por el vino, la música vivaz, el humo de las parrilladas, los cigarrillos, el girar de las parejas sobre la pista de baile, pero principalmente porque ella estaba a mi lado, y me miraban sus ojos marrones, tan grandes y expresivos como nunca conociera, los bucles maravillosos derramándose en guedejas lucientes sobre sus finos hombros, sus labios entreabiertos y húmedos sonrientes, aceptando mi vino y hablando como si nos conociéramos desde hace años, yo me consideré sobradamente pago con eso y no dije una sola palabra fuera de la más estricta cortesía hacia una dama que había pedido mi ayuda y a la cual se la ofreciera con el mayor desinterés. Había algo más que me impedía ensayar galanterías: mi compromiso con Fiama. Fiama había viajado a San Francisco para conversar con su familia sobre la posibilidad de casarse conmigo... Y una mordiente conciencia culposa por mis anteriores fallas, por mis anteriores caídas (hablo de cuando aún ni siquiera conocía a Fiama) me inmovilizaba totalmente. La muerte de Clara, desde que sucedió – poco más de un año atrás – actuaba en mí como una horrenda llaga que comenzaba a 36


sangrar apenas la posibilidad de actuar en contra de lo correcto se me presentaba. Entonces a pesar de la hermosura, a pesar de lo amable de esta situación, mi corazón estaba inmóvil, yerto, como el de Amfortas ante el cofrecillo del Grial. Pronto me dejó solo con mis cavilaciones, y fue a proseguir sus tareas, ya que era una de las militantes afectadas a la organización de la peña. Pedí otro choripán y otra jarrita de vino; me dieron ganas de compartirlos, por lo cual me fui con un grupo de militantes que conocía, agrupados ante una mesa larga. Entonces ella vino de nuevo a pedirme que la acompañara un rato pues la habían puesto en la puerta, para controlar las entradas. Nos sentamos junto a la mesita dispuesta para ello, pero no estuvimos ni un minuto solos, ya que la gente entraba y salía todo el tiempo, y muchos compañeros acercaban una silla y se quedaban allí a conversar. Así, entre idas y venidas llegó la hora de terminar la peña. Eran como las dos de la madrugada, el límite que se habían puesto los militantes pues había muchas familias con niños a quienes debían acarrear a los barrios pobres – bastante lejos. Como no tenía parte en tal asunto, discretamente me deslicé a la calle con la idea de buscar un taxi o tomar un colectivo. Había caminado algunos metros hacia la oscuridad cuando escuché su voz que me llamaba: 37


– ¡No creo que consigas colectivo! – me dijo, desde el ancho portón del club. Qué hermosa estaba, con su poncho de vicuña que la cubría hasta los muslos y sus pantorrillas sólidas emergiendo bajo la falda de lana para introducirse otra vez en los pequeños borceguíes guerrilleros, que le quedaban tan bien. – Creo que tomaré un taxi... – balbuceé sin mucha convicción. – No conseguirás taxi. Están de paro – dijo, sonriente – . Si quieres, te llevaremos con nosotros, en nuestro colectivo. Debemos dejar a la gente en la villa antes, pero volveremos hasta plaza España... ¿te queda cerca, no? Dije que sí. Todo aquello me superaba. Como a una bola de nieve que empieza a ser llevada por el alud, primero serenamente, luego a mayor velocidad. Caminé hacia la Negra con los brazos colgados. Ella se fue presurosa a ordenar el transporte de la gente, y al salir con un grupo de villeros me indicó uno de los antiguos colectivos que se estacionaban frente al local. Subí en medio de la multitud mientras ella volvía para buscar más gente. En la semioscuridad me ubiqué en el primer asiento, junto a una anciana. Pero ella subió con otro grupo y tomándome del brazo me llevó hacia atrás:

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– Los asientos de adelante se los dejamos para los más viejos e inválidos... – me dijo con suavidad. – Sentate aquí – ordenó. Obedecí. ¿Qué iba a pasar? No lo sabía aún. Por primera vez en mi vida, me veía totalmente inducido a una conducta pasiva, expectante. Lo aceptaba de buen grado, pero me sentía extraño, irreal. Ella pidió al colectivero que apagara las luces de atrás. Vino y se sentó a mi lado. Viajamos unos minutos en silencio. Luego, ella susurró como en suave queja: – Ay... Tengo que decirte algo... Y no dijo más. Tomó una de mis manos y la apretó, tibiamente... en la penumbra vi que sus inmensos ojos marrones se habían humedecido, como si fuese a llorar... entonces me acercó sus labios... No pensé más... entré en una felicidad suave que borró de mis sentidos cualquier otra sensación... hasta que sentí una corriente de alerta en la cervical... abrí los ojos... y me encontré con la mirada horrorizada de Silvia, una muchacha que me conocía. Me separé bruscamente y nuestra intimidad quedó arruinada. A la vez me invadían en oleadas sensaciones de culpabilidad. Mi novia en San Francisco pidiendo autorización para casarse conmigo y yo con esta muchacha. El Grial. Y la sagrada lanza extraviada por mi exclusiva culpa. La herida comienza otra vez a sangrar. Con estas turbulencias en mi 39


corazón llegamos a la villa, la gente baja, un poco aquí, otro poco allá, hasta los penúltimos. Al final, quedamos tres o cuatro regresando al centro en la oscuridad. Silvia aún está allí, aunque ya no me mira. Mi amiga se acurruca en mí. “¿Adónde vas a bajar vos?”, pregunto, con repentino miedo de que me deje solo, culpable y solo. “No sé”, me dice.”No tengo adónde ir”. De repente siento mucha ternura, mucha compasión por ella. Siento una tristeza profunda en su ser, una tristeza como la mía, y se estremece mi alma. “Venite a casa conmigo”, susurro. “Tomaremos matecocido caliente”. Ella se acurruca un poco más y llegamos. La ancha rotonda de Plaza España está aún desierta y la sensación de caminar sobre un planeta deshabitado se acentúa por el transcurrir veloz de algún auto que apenas ilumina la calzada. El frío levanta copos de niebla sobre los ligustros de las empalizadas. Abrazándonos como podemos bajo nuestros ponchos y tiritando caminamos las diez o quince cuadras que nos separan de casa. Qué levedad el amor. Todo parece cerca, el minutero no existe, no nos hace de cierto al fin y al cabo ni frío ni calor, más que como otro dato risueño de nuestra extendida felicidad. Si cae una hoja como de oro antiguo a nuestro paso rozando las

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sombras de nuestros ponchos levemente inflados por la neblina es un acontecimiento arrobador. Qué felicidad más inmensa la de esa noche. Momentos que representan milenios. Alegría interior que justifica varias vidas.

III

Llegamos a casa y luego de indicarle el sofá para que descargara su poncho, su tapado y la mochila hice matecocido abundante, en un gran jarro de enlozado indiscernible. Esa misma tarde había comprado dos grandes tortillas santiagueñas, de las cuales quedaban una y media – era otro de mis “gastos reservados” – . Pocas combinaciones son tan exquisitas. Matecocido caliente; tortilla al rescoldo. El rostro de la Negra se puso colorado y satisfecho; una gotita de vapor temblaba graciosamente justo en la cova de su pequeña nariz; sus labios, hacía poco amoratados y secos por el frío, lucían ahora rojos y carnosos como la pulpa de una ciruela madura. Qué felices éramos. El vapor del matecocido entre nosotros, humedeciendo cálidamente los rostros, el olor denso de viejas comidas acogiéndonos como un amable útero virtual. Cierto es que se debe llevar una vida dura para valorar las pequeñas ventajas del confort como se debe. 41


Pasamos a la habitación. Mi humilde cama de una plaza nos acogió. Tenía tres viejas frazadas que fueran de mi abuela, queridas prendas cargadas de tantas imágenes hermosas de mi lejano hogar. Ella se desnudó con naturalidad. La oscuridad era tan absoluta que encender el velador hubiera resultado brutal. Prendí pues mi radiograbador, que estaba sobre la mesita de luz; un resplandor suave emergió desde su farito plástico. Dulce resplandor, deslizándose sobre los hombros tersos, los pechos como granadas a punto de madurar, el vientre combo, las piernas largas, adorablemente sólidas, onduladas. Los pies pequeños y perfectos. El calor de la habitación emanaba de nuestros cuerpos y nos sentíamos tan bien, pegados de la cabeza a los pies el uno al otro. Éramos del mismo largo. O casi. Un tiempo incalculable fue el que duró nuestra unión, delicada, respetuosa y perfecta como jamás conociera antes ni conocería después. Navegación de livianos esquifes sobre la mar infinita en calma. Buceo espiritual por las profundidades avanzando entre un ancho panorama de formas azules y armoniosos seres con un majestuoso acorde sin disonancias que nos envuelve junto a la dulcísima sensación de volar, a un ritmo lento, en un itinerario apenas inducido por una corriente invisible que a la vez infunde serenidad y paz. 42


Nos quedamos allí escuchando el latir acompasado de nuestros corazones, durante largo rato. La radio, apenas con un poquito de volumen, difundía música suave. Te diré rápidamente cómo es ser feliz: es como no haber nacido pero estar consciente de todas las sensaciones hermosas que suscita el universo. Pero en este mundo también cuando eres de verdad feliz todos los escorpiones, las arañas, las víboras, los ciempiés salen de los rincones. El mundo imperfecto que habitamos abomina de la armonía. Si llegas a un momento de equilibrio ideal siempre aparecerá algún plomo a molestar. Habíamos descolgado el teléfono con la vana ilusión de escapar a la conocida fatalidad. Pero empezaron a sonar unos golpes fenomenales en la puerta. Se me heló el corazón. Pocos meses atrás habíamos sufrido un allanamiento policial. Golpeaban con la misma brutalidad. O me pareció. – No es la cana – dije, por intuición o deseos. La Negra se había puesto tensa junto a mí. Volvieron a golpear. – No le demos pelota. Ya se van a ir. – No se van a ir – dijo la Negra, que intuyó a compañeros y conocía el paño. Siguieron golpeando. A la cuarta vez, como amenazaban derribar la puerta, le dije: 43


– Voy a tener que atender. Luego de ponerme el vaquero me acerqué al hall y sin abrir la puerta grité: – ¡¡Quién es!! – ¡El Vasco! – me dijo – Abrí. Se me congeló la sangre. El Vasco era el Responsable General del Partido en la Regional Córdoba. La autoridad máxima. – No está ninguno de los compañeros – alegué, con la esperanza de alejarlo. – No importa, abrime – ordenó. – Esperá un poco, voy a buscar la llave – contesté para ganar tiempo. Regresé atribulado a mi habitación, y le dije a la Negra: – ¡El Vasco! ¡Qué hijo de mil putas! ¡Siempre aparece en los momentos menos esperados! Vamos a tener que vestirnos. Sin ningún comentario ella comenzó a hacerlo. Salí ya con algo puesto y al abrir la puerta casi lo atajé diciéndole: – Mirá, disculpame, vas a tener que tabicarte un rato hasta que salgamos... no estoy solo, y es mejor que no veas con quien estoy... El Vasco se sorprendió un poco pero no puso reparos, era uno de esos tipos para los cuales la disciplina estricta y los códigos 44


se vuelven mecánicos. Grandote, rubio, desaliñado – como corresponde – era famoso por comer cualquier cosa y en cualquier lugar y porque aparentemente no dormía. Los militantes podían verlo participando de reuniones o tareas durante días enteros, mañana, tarde o noche, con ese mismo talante cansino y bonachón. Era además rígido como el basalto en el cumplimiento de las pautas establecidas. Lo hice pasar a una oficina donde funcionaba la Dirección de la revista y sentarse de espaldas a la puerta. No sé por qué sentí una fugaz y profunda tristeza al verlo allí inmóvil, con la cabeza baja y los brazotes colgando a los costados, como un niño en penitencia, cuando pasamos presurosos y en punta de pies con la Negra. Salimos a las calles desiertas de la gigantesca ciudad como un par de gaviotas lanzándose a sobrevolar el océano. Vivía yo en la zona más alta de una calle con pronunciado declive; llevados por la gravedad y de la mano comenzamos a bajar, los ponchos y su tapado flotando en la oscuridad. Hacía muchísimo frío – 5 grados bajo cero, había dicho la radio – pero no lo sentíamos. Sentíamos únicamente esa tibia luminosidad interior que provee la felicidad. Conversábamos de temas personales mientras bajábamos por Primera Junta pues yo quería mostrarle el edificio que había comprado el Partido para instalar allí la imprenta. Empezábamos a rozar ya cuestiones que 45


debían ser secretas, pero hacía rato que había dejado las prevenciones para entregarme completamente a esta muchacha con quien todo era tan armonioso y fácil como si nos hubiéramos conocido durante siglos. De allí seguimos bajando, por Boulevard Junín... hacia la Terminal. Queríamos tomar algo caliente y el primer lugar que se me había ocurrido era el bar de la gigantesca Terminal, que para mí, como foráneo, era una referencia confiable. El bar estaba muy concurrido, pero era tan inmenso que uno podía encontrar mesas apartadas sin dificultad. Era uno de los bares, en realidad, pues había varios. Estaba en el último piso, y desde sus anchas vidrieras se podía ver el ir y venir de los colectivos – que aquel tiempo comenzaban a ser espectacularmente grandes – , una linda plaza que había o parte la ciudad. Elegimos sentarnos junto a una vidriera desde donde se podía ver otro bar, con algunos pocos pasajeros esperando allí, y un pasillo ornamentado con gigantescas macetas y plantas. Tomamos café con leche y comimos medialunas. Entonces fue que ella me dijo que no estaba sola. Vivía, desde unos meses atrás, con un hombre... un compañero del Partido. Lo sospechaba: difícilmente una mujer como esta podía estar sola. Además aquella visita a la Redacción, con “Bigote”... Sólo 46


que yo había preferido no mirar, negar interiormente esa posibilidad. Ella continuó: era pareja, efectivamente, de “Bigote” Colautti... ¡Gran problema! “Bigote” – de quien conocíamos el nombre por ser un representante “legal” del partido – , era otro de los responsables generales del partido en Córdoba, miembro del Comité Central.... – aunque se suponía que yo, oficialmente no lo sabía aún. Más por si hiciera falta: estaba embarazada como de un mes y medio (todavía no se notaba, pero la prueba había dado positiva). Me puse grave y serio cuando dije: – ¿Te quieres venir conmigo? Me haré cargo de tu hijo. Ella dijo que sí. Quería venirse conmigo. – Pediré que nos cambien de Regional – continué. – Iremos al campo, en Santiago. Allí militaremos entre los hacheros, viviremos en una casita entre el monte y criaremos al niño... Me parecía todo fácil; noté que ambos lo imaginábamos al expresarlo... Estuvimos allí un larguísimo rato, acurrucándonos el uno con el otro, como dos náufragos sobre una pequeña balsa entre los témpanos y la oscuridad. Acabábamos de entender las grandes dificultades que se abrían por delante.

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Empezó a clarear. Ella no sabía si quedarse conmigo o volver a casa. Le dije que llamara por teléfono, avisando que iría enseguida, que fuera a descansar y nos encontráramos más tarde. Vivían junto a otros compañeros – tres parejas más – en una casa operativa. En ese momento “Bigote” no estaba; había viajado a Rosario, pues se preparaba un gran congreso del FAS. – Debemos hacer las cosas bien – le dije – . No escapar como ladrones. No estamos haciendo nada malo. Tenemos derecho a amarnos, ¿no? Volvió de la cabina telefónica con expresión triste, luego de haber hablado con el encargado de la casa. – Me retó. Me dijo que soy una irresponsable. Estaban todos preocupados pues no sabían dónde andaba. La acompañé hasta que subió a un taxi y le puse en el bolsillo dinero para que lo pagara. Volví a mi cueva. Estaba tan cansado que no pensaba en nada. Al llegar encontré la puerta infranqueable. El Vasco se había llevado la llave. Era de esperar. Ellos, los capos, poco se preocupaban por un pinche como yo. Durante un momento traté de levantar la liviana cortina de madera pues a veces dejábamos alguna hoja de las ventanas abierta; así había entrado la cana aquella vez que nos llevaron a Ragnero, a Matarollo y a mí. Desistí enseguida; era un trabajo engorroso, la ventana demasiado alta y si 48


levantaba de un lado la cortina bajaba del otro. Decidí meterme por el pasillo de una casa chorizo, de departamentos, que había al lado. Una vecina asombrada me miró escalar la tapia: “perdí la llave”, le expliqué y lo creyó, pues me conocía. Por suerte la ventana de atrás, que daba a mi pieza, estaba semiabierta. Así que entré y en el acto me acosté a dormir. Cuando desperté estaba cayendo la oración. Me levanté en el acto. A las 8 iba a venir otra vez la Negra; debía bañarme y ponerme listo para esperarla. Fue puntual. Olorosa a madreselvas con el pelo mojado. No quise someterla al esfuerzo de escalar la ventana ni a que los vecinos cuchichearan viéndola subir a las tapias, así que le pedí sostener la persiana para salir. Ya fuera, la invité a cenar. Había pasado el momento de la mutua apetencia sexual, ansiábamos conocernos, conversar, estar juntos, en esa comunión dichosa que se vive al encontrar a alguien con quien armonizamos desde lo más íntimo. Fuimos al Rincón Salteño. Era un lugar mágico donde preparaban comidas del Norte y muchas veces actuaban folkloristas, espontáneamente. La Negra no lo conocía. Pronto la noté fascinada. Pedimos empanadas, locro, chanfaina. Vino tinto. El mesero – un hombre elegante de rasgos incaicos – se ubicó en el centro del salón haciendo unos bellos pasos de zamba y revoleando con gracia la servilleta 49


blanca para comenzar a recitar un poema de Jaime Dávalos. Lo hizo con tanta sensibilidad que todos callaron para escucharlo y se notaron algunos ojos brillosos. Enseguida anunció que entre los concurrentes estaban dos de Los Cantores del Alba e iban a actuar. La Negra abrió grandes los ojos (ya los tenía bastante grandes, les recuerdo). Ellos estaban vestidos como gauchos, de blanco y algunos toques negros. Con guitarra y bombo atacaron temas conocidos. La Negra estaba fascinada. Y yo doblemente feliz. Amo mucho a mi tierra, a mi cultura, a mi raza. No olvido cómo me lastimaba el alma cuando , a los 13 años, estando por primera vez a Buenos Aires, los adolescentes porteños se referían a nuestras costumbres como “cosas de negros” y me llamaban “santiagueño” con un tonito de desprecio burlón en la voz. Por obstinación decidí entonces no renegar jamás de mi querida Patria, Santiago del Estero y todo el Norte argentino, pues compartimos un bagaje similar. Así que cuando alguien disfrutaba de mi música, mis comidas y mis paisanos como lo hacía la Negra esa noche – se le notaba en el rostro – yo me sentía en el colmo de la felicidad. Esa noche estuvimos como hasta la una de la madrugada allí, escuchando folklore y poemas, tomando algo de vino y

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mirándonos a los ojos tomados de la mano durante largos ratos, sin necesitar nada más. Otra vez debí darle dinero para el taxi, y eso también me gratificó. Sin embargo, cuando iba llegando a mi barrio luego de caminar deliberadamente para pensar un poco sobre la situación no me sentía muy bien. Intuía – o temía – que la felicidad se iba a terminar. Comenzarían otra vez las pesadumbres y el dolor. La pequeña parada en esa isla paradisíaca se aproximaba a su final. Pronto seríamos llevados de regreso al mar de lágrimas.

IV

El lunes por la mañana el mundo volvió a la normalidad. La Redacción recuperó su ritmo alocado, con gente que iba y venía a cada rato, reuniones en todas las salas, humo de cigarrillos, restos de comida y café aquí o allá, el teléfono que no cesaba de sonar. Fiama regresó esa tarde y llamó. Por el tono de mi voz percibió claramente que iba a decirle algo grave, cuando fuera a encontrarme con ella “unos minutos”, como le prometí. Aproveché que debía retirar varias resmas de papel de un depósito para correrme en la camioneta hasta su departamento. 51


Le pedí disculpas diciéndole que disponía de muy poco tiempo, pues necesitaban la camioneta para viajar a Oncativo – lo cual era cierto pero ayudaba a justificar mi deseo de pasar por ese trago muy rápido – ; así, me quedé frente al volante luego de invitarla a sentarse a mi lado. Tuvo que ayudarme para que le confesara todo, con cuentagotas, pues sólo quería por mi parte romper el compromiso. Me sentía incómodo y culposo, aunque decidido a llegar hasta el final. Finalmente comprendió la situación y se fue, haciendo temblar la pequeña camioneta con su portazo. Me di cuenta que pese a haber tratado de limitar al mínimo mi diálogo con Fiama habíamos ocupado con ello más de media hora. Tendría que haber regresado con las resmas a la Redacción antes de las 9 de la noche; eran las 9:26. Sudoroso y atribulado, casi choco a un camión por meterme de contramano en una cortada para llegar a tiempo. Cuando frené sonoramente frente a la revista todos estaban en la puerta. El Viejo Cortigianni, Ragnero, Kico, Alicia, César, la Graciela, me miraban como si emergiera de entre los muertos. Entregué las llaves a Ragnero y pasé hacia mi habitación, soportando sus regaños sin detenerme. Todo como debía ser. Estábamos reingresando al mar de lágrimas. Esto ya no iba a detenerse, ¡qué esperanza! 52


El martes por la tarde nos encontramos con la Negra para ir a ver una habitación que planeaba alquilar. Había anunciado al posadero – un gordito de apariencia amariconada – la posibilidad de ocupar el sitio “con mi esposa”. Por ello requería un espacio reservado y baño independiente. Presenté a la Negra como mi esposa, pues. El gordo le dio la mano fugazmente y sin mirarla. Luego nos llevó a ver una habitación grande, pero espantosamente húmeda y fría – como comprobaría después – en el altillo. De allí fuimos con la Negra caminando hasta cerca de casa. Dubitábamos penosamente acerca de si debíamos separarnos o irnos a vivir juntos en ese mismo momento, sin buscar siquiera nuestros equipajes. Ella me dijo: – Tengo miedo de que cuando llegue Eduardo nos separen... Estaba afectada por severos presentimientos... – Quedate tranquila – dije yo, “hombre maduro”. – Haremos las cosas bien, podremos irnos en paz, y continuar militando... Con frecuencia me arrepentiría después de aquél conservadurismo excesivo. Mas, ¿cómo saber lo que nos depara el Destino? Tuvimos hambre y nos sentamos a comer panchos en un carrito que había justo donde doblaba La Cañada, al finalizar la declinación de Brasil. La regañé suavemente por haber 53


permitido que sus manos se pusieran ásperas, siendo ellas originalmente tan delicadas y hermosas. Por andar con aquellas ropas raídas, ni siquiera de su talle... sólo porque el Partido imponía ese aspecto desastrado a sus militantes. Me dolía ver su hermosura disminuida por aquel ropaje inadecuado, ajada en partes por una vida deliberadamente llena de privaciones. Cómo iba a saber que esa era la última vez que estaríamos juntos con relativa tranquilidad.

V

Cómo saber hacia dónde nos lleva el destino o cuáles acciones debemos elegir. Somos en los momentos más importantes de nuestras vidas semejantes a los difusos prehumanos sin ojos que se dice vagaban entre la niebla durante el período Lemúrico. Cayó sobre nosotros el peso de las leyes proletarias descargado a través de su partido revolucionario. Fuimos por algunos días el escándalo de toda la “buena sociedad” (la que se creaba en las catacumbas, por cierto, para sustituir a aquella otra y decadente sociedad burguesa). Sabía que el martes llegaba nuestro Responsable General del Frente Legal desde Rosario. Sabía que apenas llegase, su compañera le diría que se había 54


enamorado de otro hombre, mucho más joven y de menor jerarquía que él. Considerando que ambos éramos revolucionarios, locamente nos había parecido que las cosas se resolverían fácilmente. No fue así. Esa misma tarde se citó a reunión ampliada con las tres células que actuaban en el área prensa (dependiente a su vez de la sección Legal del Partido). Formando círculo a mi alrededor, había veinte compañeras y compañeros que me observaban con expresión sombría. Sentado sobre la misma cama que acogiera aquellos instantes maravillosos con la Negra tres días antes, esperaba ahora lo que intuía iba a ser una dura embestida como resultado de nuestro amor. Me fastidiaba soberanamente que se entrometieran en mi vida personal – y la de la Negra. Por ello había decidido negarme a tratar el tema en caso de que eso fuera el motivo de la convocatoria. Ragnero, el responsable de mi equipo, comenzó con cierto embarazo la reunión, anunciando que se iba a tratar un tema que incluía a dos compañeros y que se estaba analizando simultáneamente en otros lugares de la ciudad, debido a que afectaba seriamente a nuestra organización. Por fin me nombró, anunciándome que el Partido me daría la oportunidad de exponer mis razones, pero por cuestiones operativas ya se había tomado una resolución. 55


Pregunté cuál había sido esa resolución; se me dijo que oportunamente se la iba a comunicar a todos los miembros del Partido de un modo oficial. Entonces dije que no iba a hablar absolutamente nada del tema ante semejante asamblea. Que me parecía una gran falta de respeto a la persona de quien se solicitaba informes. Consideraba que esto era un asunto personal que afectaba a tres: la Negra, su marido y yo. Dije que me negaba a discutir absolutamente nada sobre esta cuestión, y que si era un hombre de verdad, Colautti debía venir a tratar este asunto directamente conmigo, en vez de apelar a tan aparatosa movilización de compañeros por un asunto que le competía arreglar únicamente a él. Esto cayó como una bomba. Estaba sugiriendo que el Responsable General no tenía la suficiente dignidad y hombría para defender por sí mismo algo tan caro y personal como su propio matrimonio. Nadie contestó una palabra, el enfurruñamiento y la incomodidad se acentuaron en los rostros. La reunión fue a las tres; naturalmente, todos habían sido puntuales; se levantó a las 3,30, luego de mi negativa a tratar el tema para el cual fuera llamada.

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Poco después de las siete, con cierta contenida indignación repetí eso ante el propio Colautti. Le dije que si él tenía un poco de dignidad, debía respetar la voluntad de quien había sido su mujer, aceptar su libre deseo de venirse a vivir conmigo y aguantarse el dolor de la separación como un hombre. Nosotros no éramos débiles, por eso habíamos decidido hacer la revolución. No podíamos andar gimoteando como ahora lo hacía él, suplicando conmiseración a una mujer que no nos quería o utilizando artimañas moralistas para obligarla a quedarse. Colautti era un tipo grandote; se me ocurría que un solo puñetazo de sus tremendas y peludas manos hubiese bastado para tirarme a dos metros de distancia. Sin embargo estaba completamente derrumbado. Me había tratado constantemente de “hermano”. Sentado en la cama a mi lado – la misma cama que hace tres días acogiera nuestros cuerpos – , había soltado las lágrimas al contarme que apenas al llegar La Negra lo había sorprendido con la novedad de que se había enamorado de mí. Y lo quería abandonar, para venirse a vivir conmigo. (La Negra había cumplido fielmente con lo pactado.) Colautti me dijo que el mundo se le había venido abajo. Me contó de un anterior matrimonio, un fracaso y de sus graves depresiones, que en algún tiempo lo llevaran incluso hasta a apelar a la droga – dependencia que había superado “gracias a 57


los compañeros del Partido”. Yo no conocía nada de eso, ni me interesaba. Sólo quería que se fuera y nos dejara en paz. Pero él siguió su monólogo. Hoy había únicamente dos cosas que le daban sentido a su vida: el Partido... y La Negra. Si yo le quitaba a su amor, no sabía lo que iba a pasar con él. Me pidió que reflexionara. Yo era joven... a diferencia de él, que ya tenía 45 años, según su criterio yo tenía mucha vida por delante y la oportunidad de construir algo sólido. Incluso sabía que ya había estado haciéndolo con Fiama, “una excelente compañera”, hasta el momento de este sorpresivo romance con La Negra, que seguramente iba a ser pasajero y del que luego seguramente nos íbamos a arrepentir. Me pidió por favor, en honor al afecto que nos teníamos y a mi lealtad al Partido, que renunciara indefectiblemente a la Negra. De cualquier modo, no tendríamos otra alternativa. El Comité Central del Partido había decidido respaldarlo plenamente y había “ordenado” a la Negra que continuara con él, luego se me ordenaría alejarme, a través de mi responsable. Me indigné. Lo traté duramente. Le dije que solamente un pusilánime podía recurrir a esos métodos extorsivos para secuestrar prácticamente a quien ya no lo amaba. Di la conversación por terminada, e incorporándome le pedí con 58


firmeza que se retirara de mi dormitorio. Él levantó su corpachón – bien proporcionado y seguramente atractivo para las mujeres, pero muy deslucido por el abatimiento – para salir, arrastrando sus grandes zapatos desagradablemente cubiertos por gruesas costras de barro seco. Me quedé solo y conmovido. Ahora el mundo se me estaba derrumbando a mí. Ponerme al Partido en contra significaba también perder todo lo que tenía. No era mucho, en verdad: una habitación – en un lugar muy cómodo, había que reconocerlo – , un puesto de periodista con sueldo bajo pero suficiente, la pertenencia a un movimiento que también le daba un sentido claro – aunque bastante peligroso – a mi vida. Podía vivir solo, sin embargo. A diferencia de muchos compañeros – entre los cuales se enlistaba Colautti – para mí el Partido no lo era “todo”. Por ello decidí enseguida que si para llevar adelante mi pareja con La Negra me obligaban a desobedecer al Partido... pues a la mierda el Partido.

VI

Muchos años después aprendería que los actos de los humanos dejan huellas indelebles. Semejante a una filmación, este registro puede consultarse incluso hasta miles de años 59


luego, cuando se posee la sensibilidad necesaria. Pero aún sin percibir estos niveles, donde se presentan en sucesión perfecta nuestras imágenes, ellas impregnan y modifican de tal manera la atmósfera de los sitios donde han existido, que se puede sentir suavemente su presencia si uno está en silencio y solo. Durante esas horas de soledad en que meditaba acerca de aquellos acontecimientos de los últimos días por los cuales todos nos condenaban, me acompañaban las imágenes de ese amor divino, repetidas una y otra vez en la semipenumbra de mi dormitorio por lo que yo creía una imaginaria emanación de mis recuerdos, mas luego – muchos años después – comprendería no eran otra cosa que las verdaderas, preciosas estampas de nuestros dulcísimos actos y emociones de aquella madrugada incomparable. Los acontecimientos externos siguieron el orden que un detestable sentido común podía suponer. El Partido decretó que no debíamos intentar siquiera la loca aventura de nuestra unión. Todo debía seguir como hasta entonces. La Negra con “Bigote” y yo... debería arreglarme como pudiese, pues se me prohibía estrictamente cualquier acercamiento a la muchacha. Me sobrevino una depresión extrema y un sentimiento de culpabilidad torturante. Quienes me tenían afecto y estaban más cerca de mí – Silvia, César y su compañera, otra “Negra” – , me 60


aconsejaban constantemente, instándome a renunciar a una pasión considerada pasajera, a un romance que tanto perjuicio traería a nuestras vidas pero particularmente al Partido, por el golpe tremendo sobre nuestro Responsable General que esto significaba. También me aconsejaban volver con Fiama. Una noche, luego de largas pláticas, decidimos entre todos que intentaría obtener el perdón de Fiama: ese debía ser el camino de mi “recuperación”. Consideraban que continuar el noviazgo interrumpido iba a “curar” mis muy evidentes desconcierto y dolor. Para animarme más me llevaron con su auto hasta la mismísima puerta de la casa de Fiama. Se fueron, dejándome allí con el talante exacto del penitente, que luego de una dolorosa confesión y el rezo de innumerables pésames se adelanta para comulgar, todavía con la duda de si el sacerdote no quitará la mano, con la anhelada hostia del perdón, en el momento justo en que uno abra la boca, pues ha advertido un resto de infamante pecado en nuestra mirada. Fiama me atendió con expresión circunspecta. Estaba estudiando, lo cual dotaba de una opacidad más hosca al oscuro tono de sus ojos pardos tras los pequeños cristales. Fiama no perdonaba ninguna ofensa. Luego lo sabría yo con reiterada confirmación... ¡ay! ¡cómo lo sabría! 61


Escuchó con escepticismo mis autoincriminaciones, mi dolida solicitud de perdón y mis mentiras acerca de que todo se había limitado a unos paseos juntos, algunas charlas en la confitería y un encandilamiento mutuo ya superado. No sé por qué me aceptó. Me di cuenta que no creía en absoluto mis explicaciones. Por naturaleza era extremadamente desconfiada. Y en lo referido a mí, se proponía aplicar una actitud precavida en todo lo que hiciéramos juntos. Me lo dijo. Ahora bien, ¿por qué lo acepté yo? ¿Por qué decidí someterme a un compromiso que íntimamente temía, con alguien que amenazaba ser para mí semejante a un fiscal permanente en mi vida? Venía demasiado golpeado por la muerte de Clara – hacía entonces poco más de un año – , la culpa era una llaga terrible, un dolor espantoso que ansiaba por todos los medios calmar; buscaba, como un sonámbulo en el infierno, algún camino para quitarme un poco de aquella lava abrasadora que recubría mi corazón, martirizándolo como si lo tuviera en las manos, expuesto a la arenosa ventisca del desierto. Cualquier felicidad posible me estaba negada. Debía aceptar este sino para enfrentar el calvario de mi redención. Dije que sí. Estaba dispuesto a aceptar cualquier cláusula. Para sellar esta absoluta rendición invité a Fiama a monitorear 62


mi última cita con la Negra, fijada para ese viernes. El Partido había decidido otorgar este último encuentro a su pedido, pues ella manifestó necesitar comunicarme sus sentimientos por última vez. Nos encontraríamos de día, en un bar. Para no dar oportunidad a ninguna tentación, se nos había otorgado solamente cinco minutos... con la recomendación de que fuese, en verdad, la última despedida.

VII

Andábamos atareados y ansiosos. Desde las nueve, en que pasara a buscar por su casa a Fiama, ella iba a mi lado observando las tareas. Entregábamos paquetes con volantes, impresos el día anterior, por diferentes lugares de la ciudad. El trabajo debía hacerlo yo, manejando la camioneta hasta los villorrios más remotos, donde el FAS tenía comités. De la parte trasera de la camioneta bajaba los atados de acuerdo a las necesidades de los compañeros. Fiama colaboraba anotando en un cuaderno la cantidad entregada en cada barrio.

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Continuaba su hostilidad. No había cesado de recordarme que estaba en observación, y lamentarse por haber vuelto a creer algunas de mis afirmaciones. Dudaba si esto terminaría bien. Yo trataba de convencerla. Rápidamente llegó el mediodía. Nos dirigimos al bar donde tendría lugar la cita; por suerte pude estacionar en una playa muy ancha que tenía en su frente. Fiama debía esperarme allí mientras me despedía de la Negra para siempre. Me reiteró que se lo dijera con claridad. El bar era un infecto refugio de camioneros. Amplio y oscuro, su atmósfera, ahíta de olor a fritura y humo de cigarrillos me repugnó. Esa impresión se convirtió en súbita pena cuando vi a la Negra, que solita al lado de una mesa me esperaba. Llevaba una pollera larga, como de gitana, plena de flores rojas y negras, y los cabellos colgando a sus costados en anchas trenzas. Casi no hablamos. Me preguntó cómo estaba. Le dije que desconcertado y abatido. Pregunté a mi vez si le habían aplicado alguna sanción. Contestó que sí. De militante la habían rebajado a contacto, el nivel más bajo del Partido. Y le habían dado tareas hasta atosigarla. Con los ojos llenos de lágrimas, me tomó de las manos; luego, sacando con extremo cuidado un paquetito de papel de un

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monedero artesanal que llevaba al cuello, me lo dio. Percibió mi nerviosismo y me susurró: – Andá, por favor, si te esperan... Mi corazón se sintió agradecido de la extrema comprensión que manifestaba hasta en los momentos más difíciles. Secó sus lágrimas con un pañuelito blanco apuntillado y se incorporó un poquito para besarme. Nuestros labios apenas rozaron las mejillas; me levanté y salí sin darme vuelta. Fiama me dijo que había demorado mucho. Cuando íbamos en camino, me preguntó por lo sucedido. “Escribió una carta...”, le dije. Me la pidió. Y en un gesto de cobardía que muchos años después iba repetirse, se la entregué casi como en un acto reflejo. – ¿La leíste? – inquirió. – No – contesté. Entonces abrió con rudeza el delicado paquetito, que había sido armado al estilo escolar, y con un gesto de furia lo observó. – ¿Serías tan amable de leerlo en voz alta? – supliqué. Lo hizo con voz metalizada por la ira. Las frases “te amo” o “nunca te olvidaré” motivaban comentarios sarcásticos o crueles cada vez que aparecían en el texto, que había sido redactado con letra prolija y tinta verde sobre un fondo de tenues florecillas.

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En una carta que ocupaba ambas caras, la Negra me decía que se sentía culpable por haber precipitado esta situación, aunque por suerte los compañeros del Partido la habían obligado a reaccionar luego de largas sesiones. Por otra parte, los sentimientos suscitados en su corazón por nuestro encuentro le resultaban indescriptibles y seguramente no volvería a amar a nadie así. Le desgarraba el alma separarnos; entonces hablaba de las responsabilidades de los militantes y de la resolución del Partido, correcta por estar tomada con la mayor objetividad y comprensión de las circunstancias políticas en la cual nuestra actitud no encajaba. También se refería al juramento excepcional por el cual nos habíamos comprometido como revolucionarios a no tener otro objetivo mayor que los intereses de nuestro pueblo y la revolución. Por disciplina, por humildad, por amor a la Revolución y a nuestro Pueblo, debíamos aceptar entonces sin protestar la decisión partidaria... Pero ello no impediría que jamás me olvidara. “Si muero en combate, como es posible que suceda, tu nombre será la última palabra que pronunciaré”, decía, antes de finalizar. Al llegar a este párrafo Fiama se negó a seguir leyendo. – Está bien... – le dije – . Está bien... – Bueno, ¿qué hago con esto? – replicó, agitando la cartita de la Negra... 66


– No sé... dámela... – vacilé. – ¿Cómo? ¿Piensas guardar el recuerdo de esta puta?... – se indignó. – ¿Y vos qué quieres hacer? – pregunté. – ¡Romperla! – espetó como si se tratara de algo obvio. – Está bien... está bien... rompela... – concedí. Y en el acto me sentí el peor hijo de puta que hubiera pisado esta podrida Tierra durante los últimos mil novecientos setenta y cuatro años.

Epílogo

Habíamos llegado a Rosario en grandes colectivos, con cerca de dos mil compañeros cordobeses, para participar del Vº Congreso del FAS. El estadio, inmenso, se veía muy concurrido, pero quedaban algunos espacios sin gente aún en las tribunas. Estaba nublado y hacía mucho frío. Yo me había inclinado, refregándome los doloridos ojos, con Fiama a mi lado y los carteles, muchas figuras del Ché y grandes banderas desplegándose alrededor. – ¿Quieren comprar la Estrella Roja? – escuché ofrecer a una voz conocida.

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Frente a nosotros, parada en la grada de abajo, La Negra me extendía su mano derecha con la revista. Bajo el otro brazo llevaba una pequeña pila. Vestía su tapado marrón cubriendo un descolorido pulóver; un par de botas sin lustrar sobre medias de lana emergía bajo una pollera cuadriculada (la misma de la primera vez, pensé, sólo que ahora con algunas manchas). Envolvía su cuello una vieja bufanda, sobre la cual se derramaban aquellos bucles como de bronce, con desordenada exuberancia. Se quedó allí mirándome un largo rato, como lo haría una niña abandonada. – No, gracias – dijo con acento gélido al cabo de unos segundos, Fiama. Entonces ella hizo una mueca triste, dijo “está bien”, y se fue. Guardo estas imágenes con unción en mi memoria. Pues ya jamás la volví a ver.

Estado de Sitio

Han pasado ya, por fin, el canto luctuoso de las ametralladoras, las ululantes sirenas en medio de la noche, el descubrir en el diario a un amigo muerto cada madrugada; han

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pasado ya, por fin, los dolores de la picana, los rostros amoratados, el desconcierto de ignorar el sentido de la palabra mañana. Han pasado los lamentos de las madres, los ruidos de las botas, los traslados, las rejas, los insultos, las traiciones, las cobardías, los compañeros pasados al enemigo, las rejas feroces y los guardiacárceles… Pero qué soledad más incómoda, la de quedar despierto en un cementerio.

Cárcel de La Plata, agosto de 1971.

Dos gorriones

Esta mañana sorprendí a dos gorriones adormecidos que se acurrucaban en las molduras de la ventana de mi celda. Estaban, redondos y somnolientos despertándose al sol cuando los hallé. Uno de ellos me miró: nos quedamos, él y yo, sin saber qué hacer. ¡Hubiera querido tanto que aceptaran el calor de mi mano! Tiritaban de frío. Pero cuando me acerqué huyeron, dejando en mis dedos un relente de melancolía. 69


Cárcel de Sierra Chica, 6 de julio de 1977.

Geraldine

De una oscura pasión o algún esfuerzo, de un puro golpe de amor, de cierta manera de hablar y sorprenderse no podrás evadirte sin dejar una huella, algo que te descubra. Rodolfo Alonso

El Maestro de Música tomó entre sus manos la mano pequeña de Geraldine. Estaba exangüe. Miró por la ventana. Una niebla gris cubría los contornos de la ciudad. La desesperación fue derramándose, la sintió por las cavidades interiores de su cuerpo, hasta llegar al estómago y paralizarle los pies. “No”, pensó: “por favor, no me dejes”. Echándose sobre el sillón en un impulso brusco la abrazó, como para alentarla. Su cuerpo estaba frío. Entonces rompió en sollozos, que lo sacudieron recordándole estúpidamente a su madre golpeando un felpudo en el patio. Geraldine, pensó. Desde la primera vez que me miraste supe que me amabas. 70


No imaginé, en cambio, que ibas a llegar tan hondo en mí. Mezclada con la gente en el concierto, sorprendía tus ojos contemplándome y te ruborizabas, mirabas con premura hacia otro lado, con esa gracia que sólo es posible a tu edad. Yo lo tomé como un juego, dejándome llevar displicente por los ruidos de la calle. ¿Cuándo se te ocurrió aprender piano? Llegaste una tarde, acompañada de tu mamá, mientras yo auscultaba la penumbra de mi sala con el corazón trémulo pues intuía que algo iba a suceder. Al principio rehusé, con excusas elípticas, sugiriendo ocupaciones o falta de hábito en la docencia. Tenía miedo de amarte. Confinaba ese oscuro sentimiento, que había nacido el mismo día que te viera pasar junto a mí, en el concierto. No lo sabías, ni yo mismo lo tenía claro, pero fui el primero en enamorarme. Yo no había tocado; no me conocías. Ensayábamos con el cuarteto en la cabina acústica que está al costado del salón... ¿por qué me levanté y fui a la puerta? Al correr un poco la cortina te vi pasar, con esa levedad que tienes, y ni te diste cuenta. Después, te amé. Las horas fueron vuelo de inexpresables alas, los sentimientos crearon la luz que nos dio forma, sentido, razón, si esta existe.

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‒Despierta, Geraldine‒ dijo el Maestro de Música, y se sintió en el acto dolorosamente grotesco. Un espejo oval le devolvió su rostro, el cabello enmarañado de mesárselo, las ojeras brillando violetas bajo las lágrimas. ‒¿Por qué tenía que dejarme ahora?... ¿Es que estoy condenado para siempre al dolor? ‒ le preguntó a su propia cara en el espejo. Atrás, Geraldine reposaba como dormida. La miró reflejada en el vidrio, recorrió aquella imagen pálida, sus labios como siempre entreabiertos, sus dientes pequeños, sus ojos marrones... sus ojos... ¡Geraldine! ¡Había abierto los ojos! El Maestro de Música se dio vuelta hacia ella y se quedó mirándola, pasmado. ‒¿Estabas dormida? ‒preguntó por fin. Ella, sin decir nada, enlazó su cuello con esos brazos largos que tenía y apoyó la cabeza en su hombro izquierdo. Luego susurró: “te amo”.

Fernández, abril de 1987.

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Dinaleh

Corazรณn y latido no son dos cosas, sino dos palabras. Julio Cortรกzar

Dinaleh se presenta cada tarde en casa de Froilรกn. Se ha vuelto igual que el crepรบsculo. Cada vez que ella entra Luis Alberto Spinetta se pone a cantar con Fito Pรกez Asilo en tu corazรณn y Froilรกn tiembla, de placer y de temor. La primera vez que se unieron a duras penas pudo salir de ella. Se fue llevando uno de sus pies. Luego de la tercera se resignรณ a aceptar la fatal condiciรณn de aquel amor. Hoy ha venido hermosa con sus cabellos al aire, el sol tranquilo la trasciende; Froilรกn se limita a contemplarla con arrobo, ha perdido todo movimiento. Dinaleh lo envuelve y apaga el televisor, una lasitud dulce le enerva todos los sentidos, es feliz. Esa tarde Dinaleh se queda a vivir en la casa de Froilรกn. Sola, con su corazรณn.

Fernรกndez, agosto de 1988.

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Encuentro con Maia

Para qué hablar de lo que sentí cuando llamé y no contestaba; había viajado novecientos quilómetros sólo para verla ‒en realidad era eso, me mentía a mí mismo que no era lo central, me decía tengo un montón de cosas que hacer en la ciudad, pero en realidad sólo viajé por ella: (como otras veces, mi corazón es un sensible pulsador de emociones y matices de los sentimientos, me lleva, por suerte no he acumulado en el cerebro tantos prejuicios como para evitarlo), después del pésimo viaje en tren, decía, que prometí no repetir nunca más ‒ ese estúpido culto por la austeridad de los europeos con quien trabajo‒, decía, esperé tres días (ella había ido a pasarlos en Santa Teresita, con la familia) que pasaron muy lentos para mí, claro, y ahora la llamo y la guanaca no contesta; mientras marco de nuevo el maldito número hojeo “El Clarín” sobre la cama y veo: “Litto Nebbia y los Músicos del Centro”, en el Odeón a las ocho, voy a verlos, me digo, a escucharlos y ya me engancho con eso, aunque no sin dolor; ya me empiezo a preparar el alma para no verla; no quiere, me digo, no levanta el tubo a propósito, me digo, se ha reconciliado una vez más con su marido, la fiesta, el encuentro, los días de campo, la arena, los niños, me la imagino 74


tomando sol junto al mar, sus piernas sólidas pies pequeños vientre blancodorado ombligo grácil (aunque en la única vez que nos encontramos antes no la hubiera visto sino con campera negra y jeans), a su lado la hermana, la mamá, blancos cabellos pesados, y él, su compañero de muchos años difíciles ella diciéndose: “no, no voy a seguir con esto, la separación no es más que otra de las tantas, lo intentaremos de nuevo”, y luego caminando juntos contra el rojo del mar ya no como enamorados, no, no de la mano, no, sino como... ¿amigos?..., o mejor, socios, de una empresa en bancarrota, contándole todo y diciéndole “él me iba a dar cierta luz que entre nosotros no existe”: por eso el teléfono mudo, carajo, y yo aquí como un boludo marcando después de haber viajado al pedo, pero es mejor así, me miento, por sus niños, deben intentar de nuevo, lo voy a ir a ver a Litto Nebbia, todo está bien, a ese teatro fuimos una vez con Susuki a ver “A quemarropa”, Lee Marvin, buen recuerdo (no Lee Marvin sino las gambas larguísimas de Susuki Pedretti apretando con fuerza mis dedos para que no suban más) salgo a la calle, limpio, bañado, perfumado, listo para el amor pero me río en el acto, “amor del aire” pues Maia es ya sólo un recuerdo, toda la gente camina en sentido contrario a mí ‒me parece‒ tomo un colectivo, voy a la empresa de los europeos y llego justo para una maldita reunión social, atravieso los 75


grupitos elegantes, llego al teléfono, marco: nada, la puta que lo parió, me digo, lo voy a ir a ver a Litto Nebbia y chao, esta mina no me va a matar la alegría, me escabullo como puedo de los requerimientos; entonces una determinación se va abriendo paso, autónoma, en mi corazón: voy a ir a su casa, a mí no me va hacer venir para borrarse sin al menos decime “gracias por cumplir con la cita, pero no va más” y me encuentro caminando hacia la terminal, me encuentro en la terminal, me encuentro con el boleto en la mano haciendo cola para los colectivos que van a La Plata; ya no voy a ir a ver a Litto Nebbia, seguro: son las 8 y veinte, conservo el rostro inexpresivo mas miro con ansiedad a los costados, ¿por qué imagino que puede bajar de uno de los colectivos que van y vienen?, miro hacia atrás, veo una cabellera caoba, leve, enmarañada y de bucles hondos, me sobresalto, casi la encuentro, así me pasó luego de la primera vez por el centro, la vi pasar, piernas bellísimas, salí corriendo, nalgas subversivas entre la multitud, la llamo por su nombre tomándola del brazo, sólo para recibir una mirada feroz de la muchacha, bastante parecida, me consuelo, mezcla frecuente en Buenos Aires, de español, italiano y alguna sangre centroeuropea produciendo esa belleza que, fíjense ustedes, ya Rafael Sanzio preanunció; al fin me toca subir al colectivo veo sus ojos azules frente a mí el domingo siguiente, a las tres de la tarde, con el fondo de los 76


antiguos marcos marrones de las puertas y ventanas del café y los autos perezosos que transcurren las calles angostas de Congreso, veo la plaza con las enormes estatuas, las palomas, el edificio reiterando en mi memoria su simbolismo ambiguo del poder en tiempos de paz, siento su abrazo, sus pechos hermosos redondos contra mi cuerpo, su boca en mí, gente pasando, mirándonos, mirasonriendo, hacemos linda pareja, siempre hice lindas parejas, la veo frente a mí sentada en la silla antigua del café, contándome que al hecho de que su padre era camarista en la época del proceso le deben el haber salvado la vida, tuvimos que irnos a Salta, cinco años metidos en el campo de mi tío, el usó su título de ingeniero agrónomo, habíamos estado con Montoneros, aquí, me dices y yo termino de aceptar que esa hermosísima mujer de voz suavemente grave está ahí, para comprobarlo te tomo de la mano un poco bruscamente y en el movimiento vuelco el vaso con soda, qué hacés loquito me dices, otra vez, te ríes, se te marca esa arrugita tan única de la comisura, me muestras tus dientes de coneja refinada, voy mirando con curiosidad los bloques de edificios por la ventana, mientras, anochece, nos metemos en un túnel negro y desembocamos sobre un puente tenebroso, todo evoca muerte, por acá se manejaban las patotas de secuestradores, me digo, cuánta muerte en mi país, mi Dios, y pienso nuevamente en vos, 77


cómo te has metido en mí, muchacha, qué pasa, otro colectivo se ha parado en el camino y la gente haciendo señas, sonamos; nos detuvimos, el otro chofer explica y sube la gente, renegando, transpirando, aún espero encontrarla entre ellos pero ya débilmente, ausentemente, una certidumbre se me va gestando en el corazón a medida que nos acercamos a La Plata, a medida que aparecen los edificios blancos, casitas bonitas, estaciones de servicio, no sé en qué momento nos pusimos en camino entonces te veo llegar, sábado por la noche, ojos arcanos, cabello humedecido, toda de negro y marrón, me mataste, pienso, camisa en seda bordada pulóver pelo de llama sobre los hombros, sandalias, franja de cuero sobre tu empeine bellísimo y un medallón de hierro: “me mató”, pienso, mientras te miro por tras del vidrio y las rejas coloniales, hierro forjado y quebracho en la puerta cancel, me demoro con la gran llave para mirarte bien, las once en punto, sonríes, te beso; cierro la puerta de calle y vuelvo: cenamos con cerveza y dos velones en el ancho comedor, aparece La Plata en la distancia, abro la ventana, enseguida estamos en medio de las calles intrincadas y los pocos autos, la terminal, bajo embotado de pensar en ella con tanta intensidad, una terminal vieja y amarillenta bajo los focos, voy al teléfono público, marco (corazón palpitando en la boca) me atiende un niño, voy a llamarla me dice, oigo tu voz (aún no lo 78


creo): “¿estás aquí, en serio?”, me dices, “¿no quedamos en que vendría?”, digo, “¿de dónde me hablas?”, “de la terminal”, “¿en serio?”, te ríes, “claro”, digo, “¡qué loco!”, me contestas, “estaba saliendo para despedir a Papá que viaja a España, está bien, dices, me arreglaré para no ir, me arreglaré, en cuarenta minutos estoy ahí, a las once menos diez tu cuerpo blanco como en La merienda campestre, de Manet, sólo el slip oscuro, bordado, tus pies hermosos junto a los míos, mi cuerpo quemado por el sol, tu delicado olor, me despierto en medio de la noche y te encuentro en mí, tengo que esperar (¿por qué habrá dicho “menos diez”?), pregunto la hora, me voy a caminar por las calles aledañas, esta ciudad me recuerda a Río Cuarto, una avenida ancha, descendente, parecida también a La Cañada; calles oscuras, gente vestida de un modo provinciano, camino media hora y recojo todos los olores de esa noche primaveral yo conozco un lugar, dijiste aquél sábado, bajamos de tu auto pequeño, un boliche coqueto, con escalinatas de piedra, en las afueras de la ciudad, carlitos y cerveza, medialuz, muchachos y chicas danzando tranqui tranqui, “esta noche, es una noche sensacional”, decía Porcheto, estoy loco por vos, lo sabes, quizá tú también, pero por qué a la tarde siguiente, luego que todo hubiera pasado y se acercaba el momento de la despedida, antes de cruzar la anchísima 9 de Julio, tuve temor de que me 79


empujaras bajo el horrendo vértigo de los autos, y retiré el brazo que me aferrabas; habíamos andado ‒después del boliche‒, hasta el amanecer, querías ir conmigo a Buenos Aires, vacilabas por los niños, “mañana”, te dije, a la postre ahora estaba menos impaciente que vos, “mañana”, y qué julepe cuando me llevabas a la terminal y al salir de un giro encontramos una pinza, “como las del proceso”, dijimos después, porque hasta pasarla nos quedamos mudos, una mujer joven se ha puesto a darme la lata, me he sentado en un banco sucio de la terminal; me da pena imaginar su decepción cuando Maia aparezca (¿aparecerá?), pero es imposible no ser cortés: estoy contento al mango; la conversación se ha puesto animada, ella se acerca un poco y me cuenta que dentro de una hora va a viajar a Mar del Plata, de repente siento algo, me doy vuelta, allí está, acreciéndose por el pasillo con pantalón negro, escarpines y un buzo amarillo con capucha, el pelo recién lavado; me levanto, dejando a la mujer del banco sorprendida, tus increíbles ojos lapizlázuli se humedecen y sonríen, me besas, suavemente, en la mejilla: “Tengo el auto aquí a la vuelta”, dices. Y nos vamos.

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Eufemia

I

¡Ah, tu cabeza me asustó!... Fluía de ella una ignota vida... Parecía no sé qué mundo anónimo y nocturno... Delmira Agustini

1

Quién iba a decirme que el amor iría a traer aparejada esta angustia, tres amores después de la ida, y el alma que no acierta en la alegría, melancolía, destellos de segundos, más, belleza más perfecta pero no calma el corazón, cada vez. Deambula el espíritu del poeta de aquí a allá sin posarse, las manos, delgadas, largas, y su voz, honda y lenta, ojos de almendra, pelo de cerveza efervescente y esa ausencia, ese silencio, tal vez fuera el camino por el que yo no debiera de haber ido. Tres idas y se repite: de nuevo estoy a las puertas del sepulcro.

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2

Pero regreso y te encuentro, inmóvil frente a mí, tu nariz de aletas anhelantes, los labios en serena sonrisa, qué raro, me dices, sí, me parece extraño tu amor, y ya lo creo, puesto que no soy más que la caparazón apenas contingente de un monstruo de mil facciones, sangre violenta y me miras, y tus ojos derraman una pátina de frescor sobre mi escaldada alma, Eufemia, te digo, no entiendes nada, no sabes nada pero sientes o vas a sentir, no sé, eres exquisitamente distante de todo y próxima, en tu alma (sensación de distancia como en el cuadro, en el cuadro del desierto ocre y plano, cubierto de líneas marrones convergentes y mi figura solitaria en algún lugar, mirándote, desde fuera y tú en el horizonte).

3

Alberto encarna el suspiro de un niño nacido en el balbuceo de un pensamiento, Eufemia flota silenciosa en la alborada, a su lado. Los algarrobos sin hojas destejen harina sobre el cielo violáceo; amanece. Flota, tu pelo espumoso, tu velo, celeste, en el aire de la madugada, tus pies largos, tus manos largas. Eufemia. Rodillas agudas y piernas doradas. 82


Se acercan unidos por los hombros a la orilla del agua, luego la muchacha arrima su pie. Se estremece, le mira, riendo (risa de dientes, Eufemia, risa dorada). De pronto, cae. Las manos de Alberto se estiran, horror no puede alcanzarla, Eufemia lentamente cae, flotando y el agua la traga, abajo del río se la ve difusa, figura de pájaro azul que se desvanece horror y Alberto no puede alcanzarla. Después desaparece para siempre.

4 ‒Has vuelto a la vida puede afirmarse... y lo haces llorando ‒me dijo Adriana con ademán de perplejidad. ‒Es cierto. No sé qué me pasa ‒mentí. Aún tenía el rostro mojado. Me sequé con el borde de la sábana. Me toqué la cabeza con cautela. La tenía cubierta con algo duro. El médico, benevolente, me explicó: ‒Se la hemos vendado con gasa enyesada, para proteger la zona de la operación.

II

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Por ti me duelen los pesados perfumes del estío: por ti vuelvo a acechar los ginos que precipitan los deseos, las estrellas en fuga, los objetos que caen. Pablo Neruda

1

Que renunciar a ti fue como arrancarme el corazón, no lo sabes. No soportar los tirones de los sentimientos no poder aclarar un camino; los recelos, las miradas, esa maraña interior que laboriosamente ha creado sobre nosotros y en nosotros la Humanidad (Adriana, los chicos, mi madre, mi padre, mis parientes, los parientes de mis parientes, toda la ciudad está llena de ellos aquí y allá, hacia atrás en el tiempo, las paredes están cargadas de sus pensamientos) rostros de humo que sobrevuelan mi ánimo al ir a verte, mi corazón en vez de cantar al cielo se desliza como apesadumbrado, tiene miedo... ¡miedo de amar, Eufemia, estoy loco!... Adriana me mira desde dentro de mí, incapaz de darme alegrías pero bien capaz de impedírmelas, hasta el grado de que no puedo amar, Eufemia. ¿Producirá tal vez un milagro tu voz distante, la no escuchada, o te consumirás callando? La simple enunciación sea quizás una esperanza, acaso no esté perdido mi corazón aún.

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2

La sola idea de que me olvides acentúa aquel escocer atávico del alma sin cambiar el escepticismo esencial de mi razón; la voz de tus imágenes se vuelve, por ratos, más verdadera que lo que supuestamente hay de verdad en esto y sin embargo sucede, se arrastra inevitable por entre los segundos, ¡qué pesadez el pensar, Eufemia, si tan sólo pudiera abandonarme a la paz de tu cuerpo, tu flotar; pero ni aun me está permitido en esta cárcel el dejarme ir sin hacer nada! Tanto mi cuerpo como mi pensamiento son ajenos y no puedo remediarlo. A menos que tu amor sirva el milagro de hacerlo todo posible sin mortandad ni violencia, se que yo solo no pudiera; tal cometido excede la dotación que se me dio poseer.

3

No viniste. La plaza estaba llena de ruidos bajo el cielo gris, gente cruzando a mi lado y mirándome ‒siempre me miran‒ las torres de la iglesia infladas de luz, sobrevolando el pórtico, tallas barrocas de terminación sutil, vitraux, fragmentos de vidrios astillados por alguna pedrada cruel percibo, la Virgen, no viniste. Mi corazón pese a estar preparado incubó tristeza, la 85


tristeza angustia, melancolía de ti. Luego me fui caminando despacio, por entre el humo de los autos, la niebla, las luces de los comercios, el violeta espeso del cielo.

4

Adriana te sacude tomándote del brazo te sacude con violencia y la miras sorprendida, el corazón lo tengo dentro de esa leve opresión que no cesa, las manos y los pies atados sin poder hacer nada, tiemblas sin defenderte y Adriana sigue su tarea precisa, por fin consigue conmover tu cuerpo y un pedazo de tu cabello, cae, luego tu frente y así de a pedazos vas desmoronándote y por fin desapareces. Al lado se oyen las respiraciones y el silencio, el fru‒fru del delantal almidonado de alguna enfermera y esta soledad que no cesa. Adriana se ha ido apenas se desmoronó tu cuerpo, seguramente ha subido satisfecha a su auto gacel, ha viajado las pocas cuadras hasta casa aspirando su propio perfume de colonia y cosméticos y tal vez un cigarrillo francés; mi corazón está aquí de nuevo, junto a lo que no soy, adentro de este cuerpo. ¿Adónde vagarás ahora que no puedo imaginarte?

5 86


Ella me miró como asombrada con sus ojos café. ‒¿Te sucede algo? ‒me dijo. ‒No sé. Tal vez he estado soñando. Eufemia se quedó mirándome largo rato, junto al río. Yo seguía silencioso. Cuando se me dio hablar, dije: ‒¡Qué extraño!... Adriana... los chicos... mi familia, la familia de mi familia... ¡parecían tan reales!

Orillas del Limpopo, 6 de julio de 1988.

Fugacidad del amor

He descubierto que el amor participa en esa cualidad tan terrible de la felicidad: es fugaz. Me he resignado ya a tal condición, y una sensación de lánguida amargura me aqueja, 87


cuando creo descubrir en alguien que llega a mí los indicios prenatales de un afecto.

Te veo entre los rayos de sol de aquél día fresco del verano, en que nos levantamos al mediodía, tú conversaste un rato con Paulo, y hasta esa manera natural de integrarte con mi hermano de dieciocho años, esa sencillez con que él había aceptado tu presencia en nuestra casona de Buenos Aires –y tú que él estuviera allí y durmiera en una habitación cercana mientras hacíamos el amor-; te recuerdo, narrando las desventuras de tu matrimonio juvenil, las persecuciones policíacas, tu adhesión a Montoneros, tus ojos aguamarina cargados con esa honda potencia que da una vida de contrastes. Me parecía al mirar tus ojos, estar ante un lienzo del Caravaggio, de Murillo, o Tiziano. Marcela. Marcela Ure.

Ella camina por la orilla del mar, se acerca a un espigón, y mira el cortinado negro del cielo, que se cierne, dejando apenas un pedazo azul brillante como un remiendo alargado en el horizonte. Arriba negro, abajo azul, de la mar.

He ido como a las cuatro de la tarde a la casa de mi madre. Ella está en su trabajo de la Empresa. Me he tirado en la cama y 88


he encendido el televisor, sin darle sonido. Mientras disco el número de Marcela cambio los canales. Nada me atrae, y Marcela no contesta. Me pongo a hojear el diario Clarín, sobre la cama; marco de nuevo. Nada. En la página de Espectáculos un pequeño recuadro dice “Lito Nebbia y Los Músicos del Centro, Odeón, 20 hs.”; es hoy; si ella no está, si me ha fallado, si me ha hecho venir inútilmente y no quiere verme (mil y pico de kilómetros), voy a ir a escuchar en vivo a Litto Nebbia. Solo. Claro. ¿Con quién podría ir? Solamente me interesa Marcela. Condición fatal del amor: es brevemente, intensamente exclusivo, a lo largo de su fútil duración. Convencido estoy, a esta altura de mi vida (37 recién cumplidos). Ningún amor dura mucho. Por eso hay que demorar, cuando lleva dirección ascendente, el momento del cenit. Pero en este caso contábamos con muy poco tiempo: dos, tres, tal vez cuatro días. No más. Luego, yo debía hacer otro viaje, para reunirme con mis tres hijas, en Córdoba. Marcela había renunciado en la mitad del camino. Era evidente. O sencillamente había olvidado nuestra cita, lo cual era peor. No contestaba. Puse un video con un film de Sonia Braga pero no lo miré, fui a bañarme. Mi madre ni sabía que yo estaba. El agua caliente me cayó en el cuerpo; me miraba en el espejo y de a ratos cerraba la ducha, para ver caer y deslizarse, 89


sobre mi piel bronceada por el sol, sobre los pelos negros de mi pecho, las gotas, que en el espejo parecían de mercurio. Me sentí bien, aunque con esa leve angustia de ir renunciando, exteriormente, a Marcela.

Todas las tardes iba a esperarla, al Liceo, siempre con esa angustia, esa incertidumbre, ese temor agudo de llegar y descubrir que se encontraba con otro. Se ubicaba cerca de la esquina, entre las sombras, escondido casi, casi con el deseo de que le fuera infiel realmente, como si deseara sufrir. Veía salir los guardapolvos blancos, abrirse flotando en el crepúsculo, temblorosos de invierno, y su alma empezaba a destilar la ansiedad suave de la incertidumbre, que ella se encargaba muy bien de mantener. Nunca estaba seguro de si la encontraría. A veces salía antes, a veces se escapaba entre la muchedumbre, y luego le decía que no lo había visto. Teresita Martínez. Muchacha sensual de cabello enrulado, tetas perfectas, tersas: imaginadas, rozadas apenas, como sin querer, no porque ella no quisiera sino porque él creía que a una novia no había que tocarle las tetas. Ni, menos, copular con ella. Eso se podía hacer con las sirvientas. Teresita era calentona como ella sola, trece años, mujer ya, y no sabía como inducir a J para que explorara en sus intimidades; le tomaba la mano con fuerza, se la ponía en 90


sus pechos, pero el rehuía, hacía como que no se había dado cuenta; beso en la boca nada más, extensos besos, transfusión de saliva, la pierna de él atenazada por las de ella bajo el delantal, Teresita temblaba como azotada por la electricidad contra la corteza acanalada del árbol, caricias procelosas, arriba del delantal blanco, apretujones y sudores: pero nada más. J se detenía en las fronteras de la piel, no había caso: a una novia no se podía culiarla. Después, J recordando se decía “soy un pelotudo” –“soy”, porque por haberlo sido entonces ahora lo soy. Es cierto que unos tres años después cogió con ella, cuatro veces en una sola noche, pero ya no era lo mismo: ella precozmente casada, con un hijo, reventada a los 17 años, le dijo: “No encuentro placer, en nada… ya no sé qué probar…” Y luego de la más extensa cópula en la que se mostraría decepcionada, ya al amanecer, preguntó: “¿No conoces a alguien que pueda venderme heroína?”.

Salí del baño contento. Cada vez que estoy limpio y perfumado me siento contento. No puedo resistir a ese placer burgués. Me fui derecho al teléfono. Disqué: 0-2-1… la característica de La Plata. En la pantalla Sonia Braga le ponía las piernas desnudas en la cintura a Marcelo Mastroiani, que la penetraba. Nada. Marcela no contestaba. No estaba. Hija de 91


puta. Me ha hecho venir a la macana, pensé. Bueno. Así es la vida. Se gana o se pierde, me dije. Lichtenstein no te envidiaría, se me ocurrió de inmediato. ¿Qué voy a hacer? Me fui a la casona de la Stiftung; allí había mucha gente. Después, cuando salí, la razón me dictó: “vete a escuchar a Litto Nebbia con Los Músicos del Centro”, y la locura: “vete inmediatamente a La Plata”. Prevaleció la locura. Permanecí en la Terminal cerca de una hora. Cola para sacar boleto. Cola para entrar a las plataformas. Cola para subir a los colectivos, que iban y venían: todos a La Plata. Jamás había visto viajar tanta gente a un mismo lugar. De cada colectivo que llegaba, esperaba verla descender –incluso la veía, sólo para decirme, luego de unos minutos de desconcierto: “no no es ella”… “¿y si es?”; no me atrevía a perder mi lugar en la cola, para seguirla. Al fin me encontré viajando. Al viajar, pensaba “¿qué voy a hacer cuando llegue? Primero voy a llamar. Si no contesta, voy. ¿Y si golpeo la puerta y sale un hombre, que puede ser su marido, qué hago? Digo que me equivoqué de casa. No. Sería muy estúpido. Me distraigo en observar las bellas casitas que ornan los costados, algún tunel, algo lúgubre, por el que pasamos, para retornar a las cavilaciones: Digo que soy un amigo de Marcela, del interior. Que quiero saludarla únicamente. No, ¡qué idiotez! ¡Al infierno! Dejo de pensar en 92


eso y libero mi mente para la mera contemplación de los momentos. Me pongo a recordar algún cuadro de Picasso, de la Época Azul, por ratos, un observar una calle. Todo sucedía fuera de mí. La Terminal de La Plata me pareció muy fea; pequeña, amarillenta, con paredes descascaradas y muy pocos negocios, cerrados. Corrí hasta un quiosco a comprar fichas para el teléfono. Me mandaron a otro que estaba fuera de la Estación, cruzando la calle. Era el único lugar donde las vendían, me dijeron. Un tipo pedía Marllboro´s delante de mí. Llamé. ─ ¿Hola? ─ me saludó, un niño. Mi corazón estaba un poco acelerado. ─ Hola, ¿está tu mamá? ─ pregunté. ─ Sí – contestó ─ ¿quién sos vos? Le dije mi nombre y fue a llamarla. ¿Qué había pasado? ¿Por qué no contestaban antes? Comoquiera que fuera, yo desbordaba felicidad. ─ ¿Hola? ─ dijo ella, y casi me muero ahí nomás. ─ Marcela ─ dije (unos segundos de silencio, del otro lado). ─ ¡¡Quéé hacés, loquito!! ¿Dónde estás? ─ Aquí, en la Terminal. Ella dudó un instante. 93


─ ¿Acá… acá?... ─ Sí, en la Terminal de La Plata. ─ ¡¡Quéé loco que soos!! ¿Y qué vamos a hacer, ahora? ─ Vení. Quiero verte. ─ Oye, debo despedir a mi padre, que toma el avión dentro de media hora, hacia España… ¡Ya estaba saliendo! ¿Cómo hago? ─ No sé. ¿Habíamos quedado en vernos hoy, no? ─ ¡No imaginaba que vendrías! ¿Y los chicos? ¿Con quien los dejo? ─ Marcela… ¿qué puedo decirte yo? ¡No conozco casi nada de tu existencia! ─ Bueno dejá… yo me arreglo… los llevo ahora mismo a la casa de mi ex marido… ¿qué hora es? ─ Las diez y cinco. ─ Bueno, a las once menos diez voy a estar allí. Marcela. Había sido Montonera. Tenía disciplina. Supe que iba a cumplir.

Y ese rostro de la actriz que se parece a vos como una mala caricatura, pues aunque no es fea tu belleza tenía esa leve aspereza en un rasgo, uno solo, suficiente para eludir el bonitismo, esa aura del refinamiento interior, que la actriz no 94


posee, y el tema de Fito Páez, la voz cálida de Mercedes Sosa, la actriz de la telenovela, en la misma actitud con que tú miraste el mar cuando nos despedimos, la primera vez, repitiéndose cada día como para reafirmar la certeza de que sucedió realmente. ¿O no?

Llegó a las once menos diez exactamente, con el pelo mojado, un buzo amarillo con capucha, pantalón de gamuza fina y negra y chatitas. Había venido con su auto; en él dimos unas vueltas por la ciudad. ─ Conozco un lugar tranquilo en las afueras ─ me dijo. ─ Vos decides ─ le dije. Desfilaban los chalecitos europeos por la ventanilla. Era una noche fresca. Subimos los escalones de piedra despacio *; ella llevaba una cartera de gamuza negra, muy grande, colgando del hombro. Había grupos de chicas y muchachos, de entre veinte y treinta años, alrededor de varias mesas. Había un salón de baile, grande, con mesas alrededor y otro más chico. Los sillones eran rústicos trozos de árboles con formas anatómicas y sobre ellos gordos almohadones. Marcela me siguió adonde yo quise ir. Elegí un lugar junto a una gran ventana y nos sentamos dándole la espalda. La luz era tenue, pero no impedía ver lo necesario. 95


Una luz como la que deseaba Leonardo para su estudio. Las formas y los contornos se suavizan. Los ojos de Marcela se manifestaban con un azul casi cobalto. Su pelo ─ marrónrojizo─ aparecía orlado por los reflejos de la luminiscencia exterior, que se graduaba en suave escala hasta el penacho de su frente. En el transcurso de la Terminal hasta aquí, su cabellera se había secado, volviendo a tomar su aspecto natural, finamente vaporoso.

* Si esto fuese literatura, el detalle hubiese resultado cursi: desde los baffles, mientras subíamos, Porchetto acariciaba nuestros corazones con su letrilla: “Esta noche, es una noche sensacional”.

J la vio, gorda sobre las paredes, desparramar su grasa de lúbrica pederasta, y la odió. Desnuda, los ojos cerrados como en éxtasis, tomaba sol. J levantó el fusil, modelo 1909, la encrucijó exactamente entre el alza y el guión, y tironeó el gatillo hasta el primer descanso. Conteniendo la respiración, disparó. La gorda abrió mucho los ojos, verdes, sorprendida por el disparo, y el dolor quizá. Del medio de su vientre acordeonado, blanco, brotaba un chorro de sangre. Después, cayó, con un ruido, que a J le recordó al de un sapo cuando se golpea con el suelo.

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El mensaje

¡Ay del que construye con sangre la ciudad y asienta la capital en el crimen! Habacuc, 2,12.

1

Un mes hace ya desde que he llegado a Beirut. Después de la primera semana no he dejado de llorar, cada noche. No puede afirmarse de mí que sea un blando. He participado de muchos combates, en mis treintaidós años, he conocido cárceles de las peores. Sin embargo, mi cerebro no ha aprendido a soportar el espectáculo atroz del padecimiento humano.

2

El cargamento que he traído alcanza para hacer volar en pedazos el cuartel general de Obeid, y después derribar algo que

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pudiera quedar en pie de esta ex‒ciudad. No he tomado contacto sin embargo con mi enlace libanés. Debí de haberlo hecho apenas llegado, pero me detuve por una oscura impulsión. En mi ajetreada vida he aprendido a respetar más mis intuiciones que mis razonamientos, así que decidí esperar.

3

Hace un mes que vago por Beirut. He visto niños y mujeres despedazados por las balas. He visto barrios enteros de pobres chozas convertirse en cenizas bajo los bombardeos. No puedo describir lo que he visto. Supera demasiado mi capacidad de expresión. Hace unas noches me desperté en la mitad de un sopor pesado, sin imágenes, y escuché una voz que me dijo con claridad: ‒Toma en tus manos el fuego y destruye a Moloch.

4

Nos hemos sentado con Mirnah en lo que otrora fuese una bella placita en medio de la zona de los Hoteles Internacionales. Aquí firmaron autógrafos Omar Sharif y Gina Lollobrígida. Otrora. No sabemos de qué hablar. Nos hemos amado cada día 98


de los quince que hacen desde que la conocí. Me fue imposible evitar pese a ello culminar cada uno de nuestros acoplamientos sin llanto. Para mi sorpresa ella no me consideró un idiota, sino que me apaciguó envolviéndome en silencio con sus larguísimos cabellos, negros, ensortijados. ‒Ven ‒me dice de repente, con su voz hermosa‒ te llevaré con mi familia.

5

El hermano de Mirnah me muestra el funcionamiento de un pequeño fusil de alta velocidad, con sistema láser de ajuste al blanco, que han recuperado de una base norteamericana. Por cortesía me ha dicho que simpatiza con los argentinos, y ha llegado a recitarme unas estrofas del Martín Fierro en francés. No les ha molestado saber que soy católico. Me asombra el modo en que esta gente me acepta en su seno sin indagar. Mirnah tiene evidentemente una gran ascendencia entre ellos. Esa noche cenamos humildemente con un numeroso grupo, en un sótano. Yo asisto con respeto a su sensible ceremonia religiosa, y musito a mi vez el Padrenuestro. Después de cenar Mirnah me lleva en su moto con silenciador al hotel. Se queda en mi piso hasta la madrugada. 99


Esta vez le ha tocado a ella. Sin comprender, bebo sus lágrimas y trato como puedo de apaciguarla. Me digo que no he visto en mi vida hermosura mayor que la de aquellos ojos grandes color sombra, húmedos con una tristeza que parece venir de la esencia más profunda de la condición humana. Se niega a que la acompañe otra vez, y me deja una opresión en el alma, al perderse entre la llovizna en la ciudad escombrosa.

6

Leo en primera página del An Nahar que el coronel de inteligencia israelí Uri Hirsch resultó muerto, además de otros tres oficiales, en el atentado suicida realizado ayer por el Hezbollah. Los judíos tratan de explicarse cómo hizo para ingresar un automóvil cargado con explosivos en la zona de seguridad. El vehículo estalló al chocar frontalmente contra la camioneta que llevaba al coronel Hirsch, y ambos volaron en pedazos. Lo conducía una mujer, quien luego fue identificada como Mirnah Obahmani, dirigente de una importante columna del Hezbollah.

7

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He decidido tomar contacto con los destinatarios del envío que traigo. Alegando seguir instrucciones solicito una entrevista con el nivel máximo, como condición para entregar el armamento. Me lo han concedido. Cuando llego al suburbio ruinoso y diviso las moles del Ministerio de Defensa, me detengo y, dándome vuelta, pongo en funcionamiento el mecanismo que llevo bajo el asiento trasero del Jeep. A partir de este momento, tendré siete minutos. Exactamente el tiempo que demoraré en llegar al centro. No hay problemas para pasar por los tres controles. La credencial que me ha dado mi enlace vale. El sol del mediodía abrasa despiadado. Siento el sudor correr desatado por mi espalda y mojarme el culo y los testículos. El general Aoun conversa con otro de su rango, bajo un techo de cemento, rodeado de un séquito escudriñador y un bullir de soldados que van y vienen. Enderezo el Jeep hacia él, y luego de poner con un crujido la segunda aprieto el acelerador. Al comienzo hay sorpresa. Luego me apuntan tres, cuatro fusiles. Se astilla por completo el parabrisas, pero ya estoy encima. El vientre se me ha bañado en sangre. Veo la cara de horror de Aoun. No han podido pararme. Por suerte, he entendido el Mensaje.

Fernández, 7 de julio de 1987.

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Amor perfecto

Estoy enamorado, y soy correspondido. Esta vez será para siempre, me siento seguro de ello. Las pautas que hemos fijado para nuestra relación capitalizan experiencias de fracasos anteriores, y no nos permitirán fallar. Los resultados están a la vista. Hace tres años que nos conocemos, y nunca hemos peleado. Nunca una diferencia por nada, nunca un desacuerdo. Nuestro diálogo es profundo y acrecentador, además de respetuoso. Ella me dice lo que piensa, in-extenso, y si hay algo que me fastidia o estoy en desacuerdo, no contesto en el acto. Me tomo mi tiempo para pensar. Y luego de madurar cada palabra que le diré recién doy mi opinión. De tal modo evito herirla... Ella hace igual conmigo. Hace tres meses nos hemos casado. Sin ceremonia de ningún tipo: para nosotros fue sólo una cuestión de papeles. Mucho antes ya nuestro amor estaba consolidado. Somos felices. Yo le cuento mis inquietudes más íntimas, ella me dice luego ‒y le creo‒ que las comprende. Agrega las suyas propias, además de contarme las técnicas que usa en sus bordados, los secretos de su cocina.

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Cerca ya de los cincuenta, hemos encontrado el equilibrio sentimental perfecto. Eso sí, establecimos para nuestro matrimonio una norma de hierro: no convivir jamás. Ella vive en Santa Fe, yo en Santiago del Estero. La conocí por correo. Y así pensamos seguir nuestra relación, hasta la muerte.

Autonomía, abril de 1990.

Un romántico afán/o

Antonin copió con letra primorosa los versos que pensaba dedicar a Génica. Luego, mientras esperaba, bajo la levedad de la nieve, rogó que su amada no hubiese leído jamás a Allan Poe. La vio acercarse, entre los copos, con sus botas de piel de oso y un cargamento de libros bajo el brazo. «Ojalá ninguno sea de Edgar Allan», pensó, mientras veía crecer el manchón blanco de su rostro contra el crepúsculo, acercándose.

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Al fin tuvo ante sí los bellísimos ojos violeta, y sintió en una ráfaga el aliento de aquella boca que codiciaba, al darle un beso en la mejilla. ‒¿Leíste a Allan Poe? ‒le preguntó como al acaso, mientras caminaban por la rue de L’Abreuvoir tomados de la mano. ‒No ‒replicó la muchacha. Más tarde, en un banco de la plaza Jean-Baptiste-Clément, bajo la umbrosidad de un abeto, deslizó entre los dedos pálidos de su amada el papel lujoso, doblado cuidadosamente, donde había escrito aquellos versos. ‒¿Son para mí? ‒preguntó ella, luego de desplegarlo. ‒Sí ‒contestó Antonin. ‒¿Son tuyos? ‒volvió a preguntar Génica, con voz soñadora. ‒Sí ‒dijo el poeta, tras una décima segundo. Luego de leerlos en silencio la hermosa muchacha exclamó: ‒¡Qué profundos! ¡Qué patéticamente bellos! ‒Me dijiste que nunca has leído a Poe, ¿no? ‒inquirió él de un modo extemporáneo. ‒No... Te lo había dicho ya...‒confirmó ella, un poco extrañada. ‒Pues no lo hagas ‒recomendó Antonin. Fue sólo un mal invento de los americanos. 104


‒No lo haré ‒replicó quedo Génica, como quien le da razón a un loco. Tampoco la compiladora de Editions Gallimard tuvo acceso a los cuentos de Poe, al parecer. Pues en la edición que se editó en París con el título Letres à Génica Athanasiou, atribuyó a Antonin el poema que deslizara entre los dedos de Génica aquella tarde gris y blanca. Sorprendente. Pues aquellos versos coinciden, palabra por palabra, con «El palacio encantado», endecha que ‒según la imaginación de Poe‒ Roderick Usher improvisara con la lira, casi un siglo antes, dedicándosela a su mejor amigo.

Renunciamiento

No lucharé por este amor. Tampoco cabe llamarlo así. Quizá pasión, arrobo, atracción, deliciosa afinidad de espíritus. Ella es muy hermosa para la percepción de los sentidos y llena mis carencias. Casi no puedo estar sin tenerla cerca. Pero, ¿amor no es una palabra que designa cariño, dedicación, tolerancia, respeto... de uno hacia otros?...

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Imposible llamar de tal modo a esto pues, ya que su encanto proviene de lo que espero de ella, no de mi voluntad de dar, es sólo un ansia. Con frecuencia me digo que también es necesario en este mundo recibir algún placer, no todo puede ser deber y obligación. Pero desecho enseguida ese argumento, despreciable auto conmiseración con que se justifican los débiles. Por eso no lucharé. Pues si los «obstáculos» que debo franquear para acceder a tal cariño es el despojar del mío a quienes lo esperan, estoy ofreciendo una gigantesca ofrenda a mi egoísmo. Luego de pensar todo esto, el granjero emprende el camino de grama que lo llevará de regreso a sus tres hectáreas donde pastan sus cinco vaquitas,

retozan sus perros, y picotean

decenas de pollos, que hace muy poco han dado a luz las redondas gallinas.

La Cita

Encontré a Clara en medio de una calle desierta; es de noche. Su llegada me alegra el corazón. Pienso, mientras la miro, en la simpatía que parece emanar de su cuerpo, como un aura. Nadie 106


deja de advertirla, aunque no la sepan definir. Caminamos por las calles azuladas, bajo el lejano resplandor de la luna. Faroles difusos expanden desde las esquinas sus ondas como de telaraña. Las copas de los árboles, movidas por la brisa, gestan por momentos sombras patéticas. Llegamos a su casa y nos despedimos, en la puerta. Voy caminando hacia cualquier lugar, tal vez sólo para que pase el tiempo; debo encontrarme nuevamente con ella, esa noche: hemos concertado una cita. En mi camino, me doy con un negrito como de veinte años, que traba conversación conmigo, y me invita a conocer su casa. No ha de apartarme de mi dirección ‒me dice él‒; pero yo voy de mala gana: temo demorarme. Por mi cita. El va contándome que su padre posee una carnicería; repentinamente y luego de una pausa me pregunta qué hago yo. Le digo que soy escritor. El me dice que le gustaría ser mi amigo; yo contesto que cómo no, pero que ahora debía desviarme de ese camino, pues ya estaba llegando la hora de la cita. El insiste en prolongar la charla y yo empiezo a sentirme incómodo. El me reprocha que yo no quiera ser su amigo ni seguir estando con él porque lo considero inferior; yo le aseguro que para nada es así, que tengo apuro únicamente porque alguien me espera, en una cita. El ha estado importunando también para ver qué tengo en los cuadernos. Me 107


ha preguntado qué llevo allí, y yo le he dicho: «unos cuentos que debo corregir antes de publicar»; él me ha dicho que los quiere leer. Le contesté con evasivas. Estamos frente a su casa, en la Libertad (una ancha avenida), cerca de la Moreno, en diagonal casi con el

Ferrocarril. En la vereda juegan niños. En la pared,

un cartel de madera blanca con filetes rojos dice: «Carnicería». El negro sigue hablando, mientras me pongo a pensar que en esa misma calle, más adelante, vive mi abuelo, solo. Mientras él era menos viejo y más fuerte debió de vivir tranquilo allí, confiado en su propia fortaleza, seguramente; pero ahora está más débil y achacado. Debe sentirse muy solo. La imagen de mi abuelo aparece ante mí. Está en su casa, solo, a punto de acostarse. Las habitaciones, demasiado grandes, llenas de sombras de los objetos, que se cruzan. El está encorvado, sentado en el borde de la cama, con ropa interior blanca, muy holgada; flaco, con esa expresión de cansancio y contrariedad de los hombres que han pensado mucho. Mira aquí y allá. Tiene miedo. Se sobresalta por un ruido cualquiera y levantando su revólver 38 largo va al comedor a ver qué pasa; siento que está solo y tiene miedo. Deseo estar con él, me digo que mi puesto es allí, a su lado, me prometo ir a vivir con él para acompañarlo y asistirlo ‒apenas pueda.

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En ese momento aparece caminando por la avenida vacía una muchacha alta, delgada, de cabello enrulado, corto y rubio, nariz pequeña, que yo conozco muy bien pero cuyo nombre no recuerdo. Se dirige, caminando lentamente, con su monedero bajo el brazo, hacia su automóvil, un automóvil pequeño, esport, rojo y amarillo, que está estacionado a nuestra izquierda, al lado del cordón, con la trompa dirigida hacia el oeste (la casa de mi abuelo). (Esta calle es de dos manos.) Me asombro íntimamente del deterioro que ha sufrido esta muchacha en poco tiempo. Está pálida, ojerosa. Hay una expresión de sumisa, vergonzante resignación en su figura esbelta; una sonrisa ausente le curva la boca. Reconozco las señales de un noviazgo que ha llegado al sometimiento de uno de los miembros de la pareja (en este caso, ella). Su novio vive allí a la vuelta. Ella viene de su casa, de ser degradada una vez más. Ni siquiera nos ve cuando llega hasta tres pasos de nosotros. Se mete en su auto. Son las tres y treintaicinco de la madrugada. El negro ha conseguido al fin que le preste uno de los cuadernos; está sumido en la lectura de mis cuentos. Con desesperación, consulto en otro cuaderno y compruebo ‒hay allí una nota‒ que mi cita es a las cuatro menos cuarto.

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Aparece el ómnibus. Debo tomarlo. Pero el negro no quiere darme el cuaderno. Discutimos. Pasa el ómnibus frente a nosotros, por la otra mano de la calle, hacia el este, por cerca de la vereda de aquellos negocios que ostentan gruesas cortinas metálicas bajadas, rápidamente y nosotros seguimos discutiendo. Para en la esquina. El negrito me da al fin el cuaderno, pero el ómnibus arranca. Corro, mas no logro alcanzarlo. Cuando ya me estoy volviendo, decepcionado, el ómnibus se detiene otra vez, a media cuadra de distancia, y el chofer me hace señas, para que me acerque. Corro nuevamente, pero él vuelve a arrancar. Se ha burlado de mí. Regreso, desilusionado. El negro intenta darme consuelo diciéndome que no me preocupe, pues enseguida ha de venir otro. Abro el cuaderno para comprobar una vez más el horario de la cita, y me encuentro con que ha caído una gruesa gota de dulce de leche sobre la escritura, impidiéndomelo. La quito con el dedo, y me chupo el dedo. Finalmente, decido irme caminando, solo, por la ancha avenida Libertad, en medio de la luz violeta del amanecer. Queda detrás de mí el negrito solo, llorando en el umbral.

Cárcel de La Plata, agosto de 1981.

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Descripción de una muchacha

Está desnuda sobre el cubrecama bordado. Bocabajo, finge leer, aunque es imposible hacerlo con esa luz: sabe que la estoy mirando, y posa. Las cortinas, de hilo verde claro, tamizan la luz de la tarde, que se filtra en dos franjas, dividida por la sombra del marco de la ventana. Esta pasa precisamente por sobre sus nalgas, redondas, con una raya graciosa en el inicio del muslo izquierdo, que combinada con la zanjita ascendente que separa los dos globos, forma una “v”: de la victoria de su sensualidad. La luz, surgiendo brusca más abajo, faceta un músculo ancho de la pierna derecha; es como un espejo donde gustaría de pintar un trazo con el lápiz de labios. Una raya sube, sinuosa, desde el cóccix hasta el medio de su espalda; por la posición ‒codos apoyados en la cama‒ los omóplatos turgen levemente: allí se ha formado una sugestiva combinación de sombras suaves, luces y reflejos. Sus pies, delgados, están en sombras, pero en el dorso derecho hay un filete de luz. El pelo que escapa del rodete en su cabeza, es un penacho pajizo, con un costado brillante.

Fernández, octubre de 1986.

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El arte y las lágrimas

A Sarlanga, baqueano del corazón, en el otro lado de las cosas.

Me pregunto si habrá alguna explicación para mis ganas de llorar de aquella mañana nublada en Campo Verde, cuando tenía tres años. Muchas veces he notado en mi padre o en otros hombres de mi familia ese estado indescriptible, un brillar fugaz de los ojos, un cierto aplanarse de las facciones y, principalmente, esa transformación que se percibe en su energía vital, como si el aire que lo rodea se hubiese modificado de tal manera que, aunque esto no pueda medirse, uno siente la seguridad de que en el ambiente se ha producido un cambio sustancial, provocado puramente por las emociones de un individuo. Ahora, suele suceder con frecuencia un fenómeno inverso. Como las facciones del rostro, la piel y hasta la atmósfera que nos rodea son sensibles transmisores de una energía, que bulle en nuestro cuerpo, así el paisaje, pétreo o floreciente, ondulado o anguloso, desprende también un tipo de energía interior, tan potente, que en innumerables oportunidades se impone a nuestras inclinaciones más íntimas, orientando de

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ese modo anónimo ‒pues, en este siglo, pocos son los que comprenden esto‒ nuestros sentimientos. La posibilidad de percibir esa energía ‒ según creo‒ existe naturalmente en nuestro organismo. Hay momentos, que se producen por lo general cuando uno está solo, en que nos sorprende súbitamente una abismal constatación de la existencia, la sobrecogedora sensación de que, aunque estamos solos, alguien nos observa. Solemos pasar estos momentos caminando por un parque, o alguna noche en el patio de nuestra casa. Hasta nos parece percibir como una gigantesca respiración, una presencia extraordinaria que nos produce la rara sensación de que, por ese instante, todo lo que nos rodea ha adquirido una nítida ubicación y una vida particular que lo sitúa ante nosotros, como una multitud (de las cuales jamás el buen observador deja de discernir cada rostro importante, cada mirada singular). Esta percepción produce en el hombre una especie de angustia, de extraña incomodidad, porque no está preparado para ello: igual que en el niño a quien ante una pregunta de obvio sentido alguien le ha dado una respuesta inesperada. La presencia del planeta es abrumadora para quien ha puesto barreras de cemento, vidrio y metales entre él y el Caos. ¿Había algo de esta percepción en mis deseos de llorar de aquél lejano día? Algo como eso puede haber sido. No voy a satisfacerme ahora 113


pensando que ésta es la explicación definitiva pues los sucesos ‒interiores o externos‒ se conforman en su sencillez por una trama sutilmente compleja que uno puede, como con las nervaduras de una hoja de vid, desprender finísimos hilos de razonamiento de cada hecho pequeño de la historia. Esta percepción, que en los niños está disimulada por el cúmulo de prejuicios al cual suele llamarse “educación”, es la que se manifiesta en muchos de los desconcertantes cambios de ánimo de los que están consteladas las horas de la infancia, y que cuando subsisten en algún hombre adulto, toman la denominación de “sensibilidad artística”. Ha de ser el llanto la más profunda de nuestras expresiones. Recuerdo haberme encontrado infinidad de veces en trance de llorar, ante una obra de arte, ante un edificio antiguo, o sencillamente ante un árbol. Tal vez la sensación desconcertante de haber penetrado hasta el espíritu de alguien, que nos deja de súbito cual visitantes en la caverna de un alma y al mismo tiempo, paradojalmente, como desnudos ante nosotros a tal punto que no podemos ocultar ya nuestras verdaderas facciones, nos produce ese relajamiento, ese bajar las defensas, ese rendido acto de confianza suprema que es el llanto. No olvido lo que me sucedió una vez, estando preso en la cárcel de Córdoba.

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Solía pintar furiosamente, en ese tiempo, buscando mi expresión. Pintaba figuras cargadas de material, pues creía que cada capa de óleo, cada pincelada superpuesta, transmitía una vibración única de mi espíritu, que al combinarse con las otras, iba formando un gigantesco código interior, un lenguaje para ser descifrado sólo por otro espíritu, y desencadenaba a la vez los sucesivos temblores de mi pulso, que dotaban a la textura de la obra del carácter de instantánea de aquella única circunstancia de mi vida más profunda. Había leído en aquel tiempo algo que me impresionó mucho. Ciertos aborígenes de la Polinesia denominaban con una palabra mágica a toda manifestación de fuerzas o sucesos que a sus ojos no tuvieran una explicación racional. Esta palabra servía también para nombrar a los ídolos de elaboraban, en arcilla o madera, y con los cuales creían tener una participación eficiente en la gestación de los fenómenos. Esa palabra era “Mulungu”. “Los nativos ‒describía, aproximadamente, el libro‒ cuando sucede un fenómeno considerado por ellos paranormal, se echan al suelo, se arrodillan haciendo gesticulaciones y movimientos rituales y exclamando: ¡Mulungu!,¡Mulungu!, a manera de ensalmo”. Según la interpretación del autor (C.G. Jung), el rito expresaba la 115


percepción por parte de los aborígenes de uno o varios tipos de energías desconocidas. Se me ocurrió que éste era el medio más acorde a la expresión artística: la configuración de formas inventadas, fuera de los cánones tomados como naturales, que fueran testimonios de la existencia de tipos de energías y sentimientos no comprobables por los sentidos normales. Me había propuesto crear figuras de esa clase, y cuando alguien me preguntaba qué era esa figura incomprensible, medio en broma empecé a contestar: “un mulungu”. Después de un tiempo casi todos mis compañeros de pabellón terminaron llamando a mis figuras “los mulungus de J.C.”. Se me había puesto en la cabeza la idea de pintar la energía de la tierra. Luego de varios bocetos me puse al fin a trabajar en un cuadro, de 2 metros x 1,70, más o menos, en el cual, sobre un paisaje muy árido, sobre un cielo hondo, con una mujer y un hombre amarillos en actitud pasiva a un lado y un lejano bergantín que se dibujaba sobre una línea apenas insinuada de mar en el horizonte, junto a un camino que se hundía en la distancia, coloqué mi Mulungu de la tierra. Me ponía a trabajar por la mañana bien temprano. Para motivarme tomaba una pava entera de mate amargo. Mientras lo sorbía, mis pensamientos adquirían la forma de misteriosos organismos transparentes que se levantaban dibujando formas 116


vacilantes al comienzo, pero iban cobrando soltura y armonía al convertirse en figuras, como de innumerables bailarines, que corrían, se tomaban de las manos y se lanzaban a los aires formando una escenificación inmensa, adentro de mi mente: en un momento dado sabía que el bullir de mi cerebro estaba maduro para encontrar un cauce. Es al momento en que tomaba los pinceles. Con esa exaltación del espíritu es que me lanzaba a la tarea, y pintaba hasta quedar agotado. Pero, he aquí que con el Mulungu de la tierra me pasó algo notable. Demoré días en este sólo fragmento de mi cuadro ‒fragmento por el que había empezado‒, modulándolo y acariciándolo con el pincel, pues esa actividad generaba en mí un placer diferente a los hasta entonces conocidos. Mas, frecuentemente debía suspender mi trabajo, por los irresistibles impulsos a llorar que me acometían mientras lo realizaba. Allí vivía rodeado de gente, así que no podía andar sollozando a cada rato. Por ello prefería apartarme momentáneamente del cuadro, lavar los pinceles y luego irme a caminar un rato por el pasillo o ponerme a mirar los lejanos árboles de la ciudad desde el enrejado balcón. En uno de esos descansos me sucedió lo siguiente: Había dejado mi cuadro colgado en una alta pared y había salido a caminar luego de guardar mis instrumentos pues ya era el atardecer y la luz no me favorecía para seguir pintando. Andaba aún pensando en el 117


fenómeno particular que me producía aquella imagen del mulungu cuando regresé. Medio distraído entre a mi celda; pero me detuve al hallar a un hombre que, de espaldas a la puerta, contemplaba el cuadro sin terminar. Era Teobaldo (un hombre muy alto y robusto, casi un gigante, pero de los más espirituales que he conocido en mi vida). Teobaldo ni notó mi presencia, tan sumido estaba en la contemplación de la obra. Yo me quedé parado allí, detrás de él, sin atreverme a hacer ningún movimiento por miedo a interrumpir su meditación tan honda. Alguna manifestación de mí debe de haber emanado sin embargo, porque Teobaldo cambió de posición y se dio vuelta con lentitud hacia donde yo estaba. Entonces, vi sus ojos. En su maduro rostro trigueño, como asombrado, sus inmensos ojos azules estaban mojados de lágrimas.

La Plata, junio de 1981

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Tras la vidriera

Cuestión conmocionante la muerte. Pensar que ese hombre a quien ves pasar por la plaza restregándose las manos, luego puede estar muerto y tu no verlo más. ¿Lo es? ¿Acaso más que el pensar la noche anterior, en que el cabello de Mónica te rozaba la mejilla y hoy no la ves más, pues ha quedado (¿ha quedado?) a 180 kilómetros de distancia? ¿Cómo sabes que aún existe? ¿Acaso, no toda persona, planta, animal o cosa que se escapa del alcance de tus sentidos no parece muerta? Sólo un sistema de razonamiento abstracto ha podido tranquilizar tu consciencia, indicándote que aquellos a quienes dejaste en la distancia –o te dejaron– viven aún, y son como tú crees.

Santiago del Estero, diciembre de 1990.

Natacha

Mientras iba caminando por el boulevard te intuí. Había pasado una mañana negra, y el alma me pesaba llena de congoja. Pensé: “si encontrara a Natacha, le diría: ‒Dios me ha dado tu 119


presencia para que mi corazón se alegre, al fin”. Y me imaginé verte, sentada en la última fila de asientos del colectivo, sonriéndome con esa tristeza leve que tiene tu sonrisa y esos ojos de bien. Al llegar a la parada volví a pensar en ti. Subí; el colectivo estaba casi lleno. Tuve un impulso de quedarme adelante, había un lugar como preparado para mí. Pero avancé, sin convicción todavía, intuyendo como en un sueño una cabellera ardorosa que de a poco se fue develando a mi alma asombrada… de encontrarte. Diste la vuelta tus ojos en el mismo instante en que llegaba a tu lado, sin saber con certeza aún quien eras. Tu cercanía, el diálogo sereno, tu mano suave y firmemente apoyada en la mía hacia el final y tu cuerpo, que se daba seguridad descansando en mi hombro, me colmaron. Entonces comprendí que el amor es una cuestión del alma. Ningún acto sexual me hubiese hecho quizá tan feliz como aquel breve encuentro. El amor limpia el corazón, pues desplaza de él todo sentimiento miserable. Rencores pequeños y odios, disgustos, egoísmos hirientes, envidia, tristeza, desconsuelo, todo queda fuera cuando ingresa ese viento suave y preciso. La noche del día en que encontré a Natacha, en medio de mis insatisfacciones, sentí el corazón limpio y lleno de gozo. Y di gracias a Dios.

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Santiago del Estero, junio de 1990.

Derivaciones de un asado

Lucho Farías estaba sentado, sobre la gramilla, en la plazoleta del Mishky Mayu. Amanecía. Sintió al rocío correr sobre sus cabellos largos ‒lo imaginó cayendo justamente sobre las hebras blancas‒ y la patilla de su barba. Vio a Ricardo Touriño y Alejandro Díaz, contra la pared blanca del galpón, que le hacían señas, y se reían. Ricardo era demasiado alto, con esa barba, y Alejandro tenía algo de Toulouse-de-Lautrec ‒todos tenemos algo de Toulouse-deLautrec ‒pensó Lucho. No oía nada. Hugo Rodríguez y Ricardo movían las bocas y se reían, pero Lucho no oía nada. Duro oficio el de pintor ‒pensó. Él quería ir, pero no podía, su raciocinio le decía que fuera con ellos, pero había entrado en su cuerpo la lasitud de la madrugada… ¡se estaba tan bien allí, en la grama!... Ricardo y Alejandro se fueron, quitando sus figuras barbudas del paredón blanco. Pinceladas de sol tiñeron de veladuras rosadas las irregularidades del revoque. 121


De pronto paró un colectivo. Lucho se levantó como un resorte, sin que su voluntad participara y subió. Pagó el boleto y se fue a La Banda. Cuando se bajó, en el Mercado, una señora ya vieja le ofreció un lechoncito. Lucho Farías lo compró. Con el lechón, envuelto en un diario bajo del brazo, tomó el colectivo de regreso al Mishky Mayu. No encontró a los otros pintores. Entonces, se fue a un costado de la ruta, para asar el lechoncito y comerlo con dos changarines, que esperaban allí para descargar los camiones.

El ventrílocuo

Leonardo Simons presentó a Chasman, quien se introdujo en cámaras sonriendo y saludando a los aplausos con un brazo. En el otro llevaba, colgando, a Chirolita. Comenzó el diálogo. ‒¿Cómo era el nombre de ese bolero, que cantaban Los Panchos? ‒preguntó Chasman. A pesar de sus esfuerzos se notaba moverse un poco la comisura izquierda de su boca. 122


‒¡Como la miedra! ‒contestó, resuelto, con voz ronca, Chirolita. ‒¡Nooo! ‒dijo Chasman, echando una mirada que buscaba cómplices alrededor. ‒No, Chirolita: «Como la hiedra»... «Como la hiedra». El número siguió en ese estilo, durante unos minutos. Gran éxito de público. Los chistes, que se venían contando desde los años 50, aún resultaban. En realidad, lo que maravillaba al público era la magia de ver hablar tan verazmente a un muñeco. Entre los aplausos, las piernas bronceadas de la rubia circunstancial y la sonrisa de Simons, Chasman y Chirolita se retiraron. En el camerino, Chasman depositó en el suelo a Chirolita, se sentó sobre un taburete frente al espejo y se sacó la camisa. Entonces Chirolita, dando una vuelta a su derredor, le abrió una pequeña puerta que tenía en la espalda. Después de desconectar las pilas de su batería, no sin esfuerzo, guardó a Chasman en un lugar especialmente acondicionado del ropero. Y salió rumbo a su casa, para descansar.

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Hembra

A Felipe Rojas

Felipe estaba solo. Muy solo. Por eso le pareció un sueño cuando la muchacha aceptó bailar con él. (Y más sueño le parecería luego, cuando aceptara ir a su rancho). Nadie la conocía. Las escasas mujeres del poblado la miraron con odio. Y los hombres lo miraron a él con envidia, cuando se la llevó. Necesitó dos tubos de ginebra para animarse, pero lo hizo. Nunca gozó Felipe deleites tan hondos y sostenidos como esa noche, en su cama. Entre vahídos de placer le pidió, en la oscuridad: “¡quédate a vivir conmigo!” Ella aceptó. En la rosada penumbra de la paloma Felipe recordó la noche pasada, y percibió el bulto del cuerpo a su lado. Como quien constata la materialidad de su dicha estiró la mano. Tocó una piel peluda. De un salto, se levantó. El grito debe haber asustado al animal, pues abandonó la cama con la velocidad de un relámpago.

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Dando un brinco poderoso la mula salió por la ventana. Felipe, con la boca abierta, la vio perderse, entre las retamas.

Ananova Jaír creyó primero que él mismo había escrito esa frase: “No hay garantías de que todo no esté ocurriendo, realmente, en tu interior”. Pero cayó en la cuenta que desde hacía más de media hora estaba frente a la pantalla, con los brazos cruzados, viendo pasar los mensajes del chat. Banalidades. Luego de los primeros entusiasmos, quien accede a internet comprueba su semejanza con el mundo material: en cualquier parte del mundo, Asia o Europa, Burundi o Canadá, prevalece la estupidez. “¿Cómo te llamas?” “¿Adónde vives?” “¿De qué color son tus ojos?”, preguntas pitecantrópicas que uno puede escuchar en cualquier pub para adolescentes, se reproducen una y otra vez en los chats. Con la única... ¿ventaja?... de poder mentir con más facilidad. “Tengo ojos azules” puede mentir una adolescente guatemalteca y adjuntar, para probarlo, la foto de alguna modelito yanqui desconocida. “Soy licenciado en Leyes”, afirma quien jamás pudo superar el tercer año de la secundaria. Pero no más allá. Pues hasta esas frivolidades deben ser luego sostenidas con cierta inteligencia. Y en la red, si algo escasea es precisamente la inteligencia. Por eso Jaír se sorprendió al ver de repente esa frase, al menos pretenciosa. Se sorprendió más al ver que ahora se dirigían directamente a él: —¿Y?... ¡Milagreiro! ¡Te escribo a ti! ¿Estás dormido, o qué? —“Milagreiro” era el nick bajo el que se ocultaba. “Garota-blú” la que le escribía. ¿Es realmente una mujer?, dudó Jaír. Sería 125


muy desagradable toparse nuevamente con algún trolo, como le había ocurrido poco tiempo atrás, en cierto chat “intelectual”. —Estoy aquí —contestó, cautelosamente—. ¿Tomaste esa frase de algún libro? —Tal vez. Tampoco estoy segura de no ser yo misma un libro, escrito por alguien superior contestó en el acto “Garota-blú”. Lo dejó asombrado. Decidió arriesgarse una vez más, aún bajo el temor de obtener sólo el pasaje hacia otra frustración. “Garota-blú” resultó ser (¿en realidad?) Ananova Rifkin. Hija de padre australiano y madre rusa, vivía en Inglaterra. Allí trabajaba como periodista, para una cadena de televisión. “Tuve la mala suerte de nacer bonita”, le había dicho en su segundo encuentro, cuando intercambiaron fotos. “Por ello tratan de usarme bajo ese aspecto, quitándome tiempo para la investigación o trabajos más serios”. Jaír disentía con este criterio. Era hermosa (si de verdad le había mandado su foto). El trabajar gran parte de su jornada en los noticieros, dando la cara al público, no dejaba de ser algo de considerable nivel. Pero secretamente pensaba que su opinión era interesada, pues si no fuese bonita difícilmente él estaría ahora chateando con ella todos los días —a veces hasta 3 chateadas por día—. ¿En qué irá a terminar esto? —se preguntó, y en el acto dibujó en su mente las palabras de censura: “al final somos todos pequeño-burgueses, mezquinos, frívolos... queremos asegurar el porvenir, extraer a los sucesos el máximo placer, garantizar los beneficios...”

Ananova era realmente conductora de noticias, en la British Highlander TV, habitaba realmente en un pequeño barrio exclusivo de Londres. Y era muy hermosa. Jaír —quien era realmente un Físico Nuclear de la Universidad de Sâo Paulo— viajó para conocerla, dos meses después de su primer encuentro. Ananova se acercó a él exactamente a las dos de la tarde de 126


aquél sábado 14 de junio de 1999; Jaír sintió algo como cuando el ascensor se lanza repentinamente hacia abajo. Era un día milagrosamente primaveral en Londres; pasaron las horas caminando por los suburbios, hasta el crepúsculo. En su casita —rodeada de jardines— pudo comprobar que su cabello negrísimo era infinitamente más suave de lo que sugería la webcam, y sus ojos verdes no podían compararse en su belleza con nada conocido. Sabedora de esto, ella no los cerraba para hacer el amor. En algún momento tiene que llegar lo desagradable —pensaba Jaír al vivir una situación placentera, cada vez. Durante la noche transcurrida en vela —él debía estar en la Universidad el lunes por la mañana, ella empezaba a trabajar esa misma tarde— Ananova descargó su problema. No era pequeño. Accidentalmente había descubierto un complot para precipitar al mundo hacia una nueva guerra. Según los miembros de una poderosa Logia inglesa —con ramificaciones en todos los continentes—, este plan se desarrollaría en tres etapas: primera, imponer gobernantes adictos en las mayores potencias, especialmente en la presidencia de los Estados Unidos. Segunda, urdir un gran atentado, un ataque extraordinario contra Occidente, para justificar la ofensiva. Tercera: lanzarse, con el mayor arsenal conocido en la historia, contra los enemigos de la civilización anglosajona. El resultado debía ser asegurarse el control absoluto de las mayores reservas energéticas y los territorios estratégicos de vital feracidad, para siempre. El riesgo de este plan era que una reacción imprevisible de Corea, China —”o incluso Rusia, de quien aún no debemos fiarnos”, habían dicho los conjurados— podría hacer saltar en millones de pedacitos al planeta entero. “Ninguna epopeya se cumplió sin graves riesgos”, sostuvo entonces cierto anciano muy flaco, que hasta el momento permaneciera callado. Sólo agregó que se 127


debía tomar como claro ejemplo de ello a los Templarios. Ananova había captado esta reunión por un error de sintonía al manejar su moviola, mientras procesaba las noticias del primer informativo. Asustada, corrió a preguntar al Editor Senior qué debían hacer con ello. Este pareció sorprenderse mucho al principio, pero terminó aconsejándole que se tomara un par de días para relajarse: quizá el stress la estaba haciendo ver alucinaciones. O, en caso contrario, podía tratarse de alguna serie que el canal probaba, en vez de la videoconferencia que ella creía haber captado con su sintonizador de red. Pero a partir de allí, pese a que nadie había vuelto a referirse al asunto, habían aparecido aquellos hombres y mujeres extraños que ahora la seguían por todas partes. Jaír regresó a Brazil con agudo sentimiento de culpa. Por tranquilizar a Ananova, había terminado poniéndose al lado de quienes ella ahora odiaba. La desgastante discusión había terminado cuando ella, junto a la escalerilla del avión, le había dicho que no estaba segura de si deseaba otro encuentro. Iba a tomarse un tiempo para pensarlo. Pese a la saudade Jaír aceptaba las cosas con cierto fatalismo: —Yo he sido programado para ser un científico, no un revolucionario... —se justificó. En el acto sintió que algún lugar de su conciencia se llenaba de indignación. —¿Cómo puedo pensar así? —se recriminó—. ¿Quién podría haberme “programado” a mí? ¡Soy un ser humano, libre! ¡Puedo hacer lo que a mí me parezca mejor! Dos días después, luego de innumerables cuitas, que no le dejaban trabajar en sus investigaciones, tomó una arriesgada decisión. Escribió con el mayor detalle lo que Ananova le había confiado, y lo distribuyó, metódicamente, por e-mail, en cuatro idiomas, a los miles de contactos en todo el mundo que guardaba en sus bases de datos la Universidad. Cuando terminó la tarea, sintió un reconfortante alivio. Quiso conectarse con Ananova por el Messenger, pero ella no contestó: debía estar en 128


la calle, sin su laptop. Vio el resplandor del amanecer filtrando por los ventiletes de la oficina, y apagó el ordenador. Fue lo último que hizo, antes de caer en la oscuridad, de la cual en apariencia ya nunca más volvió.

El doctor Flavio Mendonza, nanotecnólogo de la Universidad de Sâo Paulo, se comunicó por teléfono con Jaron Lanier. Era temprano aún en Sudamérica; hora de un frugal almuerzo, en Londres. —Te dije que no debíamos dotarlos de sentimientos, ni de la capacidad de autotransportarse — masculló Mendonza, reprimiendo con gran esfuerzo su cólera. Luego de un expresivo silencio, Lanier le contestó en mal portugués: —Bueno, Flavio... tienes razón. Pero no dejó de ser una experiencia interesante... ¿en qué se hubiesen diferenciado de nuestras computadoras, si no le hubiésemos inducido los sentimientos? —¡¿Interesante?! ¡Tuve que eliminarlo! ¡Borrarlo de todos los sistemas! Decenas de años, el esfuerzo más grande efectuado jamás por mis neuronas, el resultado de casi toda una vida de investigación... ¡borrado con un solo click! ¡Y todo por tu Ananova! —No estés tan apocalíptico, Flavio... haremos otros... Después de todo, la cosa no fue tan grave... —¿Que no fue tan grave? Ahora todo el mundo sabe lo que sucederá. ¡El tuvo tiempo de avisar a miles de personas por email! —¡Por ventura, Flavio Mendonza! —protestó Lanier, desde Londres—. ¿Acaso crees que alguien va a tomar en serio esa fabulación, cuando difundamos que fue creada por dos prototipos virtuales de inteligencia artificial?

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Travesía breve La bicicleta que montábamos con Alejandro volaba. Hacía falta pedalear fuerte y el motor arrancaba. Tenía extensas alas de lona y madera y dos asientos enfilados: yo iba adelante manejando y Alejandro atrás. Pienso que así serían los antiguos saurios voladores, veloces en el aire y en el suelo torpes como los patos. La bicicleta arrancó y comenzamos a volar. Pasábamos por encima de los campos, dorados, exuberantes de mieses y algodón; volábamos a baja altura, apenas por sobre las casas, que se habían empequeñecido. El sol del atardecer quedó a nuestras espaldas. Pero perdimos vuelo. Nos posamos en una calle ancha sin pavimento, flanqueada por casas bajas, sin pintar, de revoque grueso. Desde las veredas la gente nos miraba. El velocípedo volador se elevaba un poco y volvía a caer, bamboleándose hacia uno y otro lado por el excesivo peso de las alas. Por más que pedaleábamos con Alejandro no lográbamos elevarlo más que a unos pocos metros del suelo. Yo manejaba. Llegamos al final de la calle, en donde había un extenso campo más o menos circular, árido, con piso de tierra seca y unos pocos árboles. Allí se había congregado una multitud de chicos, chicas y muchachos, muy jóvenes, posiblemente universitarios. Manifestaban voceando y caminando en forma circular, sosteniendo en alto grandes carteles. Los carteles decían: viva el barrio Autonomía. Comprendí que por la velocidad que llevábamos no íbamos a poder parar, los íbamos a atropellar, entonces los comencé a advertir a gritos. Con la lentitud propia de una muchedumbre, comenzaron a abrirse y nos dejaron paso; así que pasamos por en medio de la manifestación. Ahora, como no había salida enfrente, sino la calle terminaba en 130


ese campo circular cercado por casas en todo su perímetro, debíamos fatalmente regresar por allí. Hicimos una gigantesca circunvolución, pero al fin nuestras alas estuvieron encaminadas de nuevo y a toda velocidad, hacia la manifestación. Esta vez no hubo tiempo de apartarse. Para peor, ya encima de los jovenes, una de las alas del velocípedo cobró fuego. Pasamos por entre los jóvenes, que corrían y saltaban desordenadamente para salvarse. Aprovecho para rozar con mis piernas y mis brazos íbamos en short- a algunas bellas muchachas que discurrían en minifalda. Varios carteles se incendiaron también, al contacto con nuestro biciavión encendido. Nuevamente pasamos en medio de los adolescentes, esta vez de un modo más divertido. Al fin nuestro biciavión se detuvo en la mitad de la calle, por su propio peso. Lo revisamos con Alejandro y comprobamos que le sería difícil volar. Deliberamos unos minutos, nos preocupaba no poder volar, Alejandro debía celebrar una misa en un lugar lejano. Al fin decidimos dejar allí abandonado el aparato. Acompañé a Alejandro hasta su capilla, asistí al sacrificio y luego continué mi camino, solo. Me interné en un barrio de calles muy angostas, pavimentadas, un barrio de casas nuevas, por lo general de dos plantas y bastante grandes. Era el atardecer de un día primaveral. En el pequeño jardín de una de las casas, sobre la verja de lajas, se hallaba sentada, tomando con sus manos entrecruzadas una de sus rodillas, una muchachita de unos quince años, de piernas blancas y ojos transparentes. Llevaba mocasines rojos en sus pequeños pies. Me detuve a contemplarla unos momentos y luego toqué el timbre en la casa de al lado. Era una casa de lajas, de dos pisos también. Atendió Manrique*. Me saludó sonriente y me invitó a pasar. Nos sentamos en sendos sillones, en una sala con paredes profusamente adornadas de cuadros y pergaminos. Una muchacha con delantal rosa y celeste nos sirvió whisky. 131


Y allí nos quedamos, conversando con Paco Manrique *, en la suave penumbra del atardecer, tras los cristales. * Capitán de Navío Francisco Manrique. Golpista en 1955, funcionario de la dictadura militar del general Lanusse (1970-1973).

Astroagonía de Pal Sienten el mar y selvas ya la saña Del Aquilón, y encierra su bramido Gente en el puerto y gente en la cabaña. Lupercio Leonardo de Argensola.

Inclinado absorto miraba pasar por el río las hojas de sol. Invertebrado el sol de misoginia astral. En eso Fernanda descendió la segunda pieza de la tanga. Pasto rojizo floreció y comenzó a erigirse el símbolo de Pal. Sin embargo la primera pieza permanecía impávida. Extraña invitación, pensó Pal mas no se inmutó. Sólo su símbolo sobreactuaba. Vibraciones titilantes desprendían las distancias de Fernanda. Trababan los riscos el fleco. Turbaban el recoveco las percepciones temblorosas. Mas no se agilizaban. Permanecían allí inmóviles Fernanda y Pal, Fernanda con la segunda pieza en sus manos. El pasto rojizo destellaba luz. Burbujeaba el río: un pájaro chilló. Desde la punta de los pies hasta el hombligoterso, desde allí hasta el esternomastoideo, mas no más por la primera. Neserditambo el rutreto: hay una indeclinable relación entre el calostro y el monte, no pueden analizarse. El símbolo de Pal 132


llegó a su máxima vigilia y tembló. Sin pestañear la postiza el ojo verdoliváceo lanzó llamamientos de nubilez. Los vados de Fernanda despedían un aroma de almendras y maní con ruhm. Aureolada de fuego roja fruta colmillos ardientes no sonrió: parecía sufrir. La primera pieza, pensó Pal, por qué no desciende la primera pieza para catar su calostro brillante, bandadas de huacos oscurecían el crepuscular avión. Monos gritaron, los chicos andan jugando a la ronda, el trigue el lión. La primera pieza, pensó Pal, Venus descendió: pero no la primera pieza. Por qué no me acerca el símbolo, pensó Fernanda, estará conturbado, tal vez deba realizar algo mognatrifidario, o indulvirle el risco... Cambió apenas de lugar un pie con lo que halló el enfoque singular y los vibrantes mensajes mesaron los juncos como brisa estival. Sus meñiques rozaron la segunda pieza. La primera, pensó Pal, la primera, no la desciende; pero su mirada lo suspendía del monte colorado y vibrador; vigileando, el hombligoterso se henchía. Tal vez deba descenderla yo, pensó Pal, mas puede resultar una transgresión a las gónadas palatinenses y no turgir, se dijo. ¿Turgirá con violencia o flaccirá desalentada al calor? Vana reflexión si no hay contubernios con el hezar. Los hálitos no decrecían sino parecían ondular el diafragma, los aducnasóidos bienhedían, se tensaba el epitelio. No me acerca el símbolo, ni siquiera lo ha librado de su única pieza, pensó Fernanda, tal vez el pasto rojizo no esté induciendo agonía. El aletear de las cigarras enfervorizó la oración. Aromas florales ascendieron de la luvegetación. La primera pieza pensó Pal y mientras eso pensaba la segunda cayó de las manos de Fernanda: se confundió con el césped. No escrapuló la rusta. Fernanda ascendió las manos hacia la primera pieza y la boca de Pal comenzó a insalivar. Calostro, pensó Pal. Melosandíaco 133


nectiamor. Fernanda descendió la primera pieza al fin. Turgieron las fresas. Guindas doradas. Ondulaban con dulce sonidos las ondas del río. El césped osciló. Pal descendió por su parte la sinepática pieza suya y el símbolo respiró en tensión. Errátiles gajos oscilaron al sol. Desde el horizonte se extendió de improviso una espada de luz. Los hondos álamos dormidos roncaron al sol. Quedaron un instante asombrados explorando la tunción con la mirada oyente, y los dáctiles tanteos proporcionaron una sutil entonación. Húmedo césped. Fernanda abrió el vector dorado rojizo y Pal hundió el símbolo delectoserenamente como en un mar. Fernanda apagó delicadamente los verdoliváceos y gimió: Pal pensó: no fatidescendimos en vano la primera pieza. Se limpió el calostro con la lengua: y astroagonizó.

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Š Julio Carreras julio.carreras@gmail.com

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