Una vez el pequeño oso se pasó todo el día con la caña en el río, pero no pescó ni un solo pez. El cubo vacío, los huesos cansados y nada en la cazuela. Y el problema era que su amigo, el pequeño tigre, tendría hambre.
–Hoy no hay pescado, tigre –dijo el pequeño oso–. Es que no he cogido ninguno. Así que coció una coliflor del huerto. Con patatas, sal y un poco de mantequilla.
–¿Sabes qué sería lo mejor del mundo? –dijo el pequeño tigre–. Ser ricos. Así hoy podrías haberme comprado dos truchas. Porque la trucha es mi plato favorito y preferido. Mmm... –¡Oh, sí, truchas! –exclamó el pequeño oso, porque su sueño de pescador era pescar una trucha, pero nunca había cogido ni una sola, porque las truchas no son tontas. No se dejan pescar como si tal cosa.
–¡Sí, fritas con eneldo y almendras en buena mantequilla! –exclamó el pequeño tigre, y se puso a dar saltos de alegría por todo el cuarto.
–Y de postre –dijo el pequeño oso–, pastel de crema y almendras. –¡Ay, pas-tel de cre-ma y al-men-dras! –gritó el pequeño tigre–. ¡Se me hace la boca agua solo de pensarlo! –Y mañana –dijo el pequeño oso– tendría que comprarme urgentemente una balsa hinchable, que me hace mucha falta.
–¡De eso nada! –exclamó el pequeño tigre–. Primero de todo, un balancín, que lo necesito yo, porque mi mecedora mete muchísimo ruido, no lo soporto más, de verdad. Me está volviendo loco. Y luego el pequeño tigre también quería una gorra de piloto de carreras con una hebilla. Y una lámpara roja para ponerla encima de la cama y unas botas de esquimal.
–Y encargamos unos trajes de verano muy elegantes –dijo el pequeño oso– y nos vamos al baile de los cazadores. ¡Nos lanzamos a la pista y bailamos un tango marchoso! ¡Ay, sí, tigre, qué maravilla! –¡Venga! –dijo el pequeño tigre–. ¡Vamos a buscar un tesoro!