Héctor Abad, los maestros y la ortografía Por JOAQUÍN ROBLES ZABALA El problema con muchos de nuestros maestros es que no leen, o no lo hacen en la proporción que les exige el oficio. Y esto es gravísimo para quienes tienen la tarea de formar individuos. No todo el que peca y reza, empata. Pero todo aquel que ejerce una vida pública está siempre expuesto a que lo apedreen. Un viejo y sabio adagio asegura que no se puede enseñar lo que no se sabe. Y el conocer está directamente relacionado con las necesidades del individuo, o los individuos, que componen un grupo social. Una máxima saussureana asegura que el solo hecho de nacer en una comunidad lingüística determinada es suficiente para aprender las formas orales de esa lengua, pero no pasa lo mismo con la escritura. Aprender a escribir requiere de instrucciones especiales. La razón: todo discurso oral se inserta en un contexto situacional, un conjunto de características [culturales, sociales y emocionales] que determinan el acto comunicacional. Sin embargo, no pasa lo mismo cuando se escribe, y quien lo hace debe crear ese contexto y someter sus ideas a la normatividad que rige la escritura. La nota escrita por Héctor Abad Faciolince para El Espectador -hace ocho días- sobre los maestros y sus problemas con la ortografía, me hizo recordar una anécdota vivida en la Universidad Tecnológica de Bolívar, una institución en Cartagena de Indias para la que trabajé como docente durante nueve años, pero de la que me echaron cuando entró a la decanatura de Ciencias Humanas un cura uribista que no gustaba de negros, de revolucionarios ni de ateos. El cuento fue que un día recibí una carta de bienvenida, firmada por un directivo. Recuerdo haberla leído de pies, frente al aula donde desarrollaría mi primera clase. Estaba tan mal escrita, que, al principio, no entendí nada. Luego, mientras esperaba la llegada de los estudiantes, volví leerla, pero esta vez con un lápiz en la mano: en menos de diez líneas había cinco problemas de sintaxis y tres ortográficos. Durante varios semestres recuerdo haberla guardado para mis estudiantes de redacción como ejemplo de cómo no se debía escribir un texto, mucho menos un documento tan sencillo y personal como una carta. No pregunté quién la había escrito porque seguramente la respuesta que recibiría señalaría a la secretaria.
Siempre he creído que una manera de solucionar los problemas es hablando y reconociendo los errores. Y el problema con muchos de nuestros maestros es que no leen, o no lo hacen en la proporción que les exige el oficio. Escribir no es fácil y quien pretende hacerlo sin tener una buena reserva de lectura, seguramente va a estrellarse contra un muro. Desde hace mucho tiempo, nos recordaba Óscar Collazos en uno de sus artículos, dejó de ser importante en las universidades colombianas escribir bien. Dejó de ser importante el respeto por la normatividad gramatical. Dejó de ser importante la manera sobre la materia, como esgrimió en una oportunidad Truman Capote. Cuando un docente, de cualquier disciplina, les pide a sus estudiantes la elaboración de un ensayo, un artículo científico o de opinión, este debe tener bien claro de qué se trata cada uno de estos subgéneros. Debe tener una visión panorámica de sus estructuras, de sus características y tipologías. Debe tener claras las fronteras que los delimitan y en qué puntos se tocan con esas líneas invisibles de otros subgéneros. Debe tener bien claras las clases de párrafos que pueden ser utilizados como unidades escriturales, porque una cosa es argumentar y otra muy distinta, narrar o describir. Y entre argumentar y narrar hay todo un mundo de diferencias y complejidades. Cuando un estudiante llega a la universidad sin haber aprendido a escribir, lo más seguro es que tampoco haya aprendido a leer. La sentencia es clara en este aspecto, nos recordaba Collazos: los errores gramaticales que no fueron superados en los primeros años de estudio, seguramente aparecerán reflejados en los escritos del profesional. Repito, cuando un maestro se limita a calificar en una evaluación el contenido de un trabajo escrito, obviando el conjunto de elementos que entran en ese juego de la escritura, incluido el ideológico, deja todo un manto de duda conceptual sobre el conocimiento de la normatividad de su propia lengua. Aquí, aunque algunos no lo admitan, se entra en el terreno de la ética y de esa sentencia expresada por Capote de la manera sobre materia. Me explico: en un texto escrito deben estar presentes las reglas que rigen la escritura. Si un texto tiene graves problemas de sintaxis, por ejemplo, dudo mucho de que se entienda. Por lo tanto, las ideas plasmadas allí no cumplen su cometido. Y si al problema de sintaxis le agregamos errores ortográficos y semánticos, el asunto se hace mucho más complejo porque distorsiona el significado general de ese escrito. Por eso, cuando un
docente asegura estar calificando sólo el contenido de un texto, en realidad no está calificando nada porque un texto es, simplemente, un tejido de significados. Y si hay fallas en una de sus órdenes, lo más seguro es que estas se encuentren en todos los niveles de la estructura. Es como cuando en un edificio se raja una columna que soporta la base: la posibilidad de que todo se derrumbe es casi un imperativo. Y es sumamente mentiroso escuchar a un profesor de matemáticas decir que va a evaluar sólo el resultado de una ecuación sin tener en cuenta el procedimiento. Lo anterior, seguramente tiene su explicación. Y hay que rastrearla desde ese momento en que para el magisterio dejó de ser importante la enseñanza de la gramática en las aulas. Dejó de ser importante aprender la estructura de la oración, los componentes y la tipología de los párrafos. Dejó de ser importante leer a Homero porque los estudiantes no entienden nada de los mitos griegos. Y sacaron de taquito a Cervantes y a su Quijote porque ese mamotreto es aburrido. Echaron al olvido la historia porque esa vaina es para viejos. Sin embargo, recibieron con panderetas y tambores las asignaturas tecnológicas y científicas porque ahí está el futuro de la Humanidad, como si se hubieran puesto de acuerdo para poner en práctica la sentencia de un personaje televisivo que aseguraba que lo importante no es saber de dónde venimos sino hacia dónde vamos.