Crítica y Política/Conversaciones con Nelly Richard. Libro.

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Conversaciones con Nelly Richard

Alejandra Castillo

Miguel Valderrama

Conversaciones con Nelly Richard

Alejandra Castillo

CRÍTICA Y POLÍTICA

CRÍTICA Y POLÍTICA

Miguel Valderrama

Crítica y Política Nelly Richard

© Nelly Richard, 2022

Registro de propiedad intelectual: 226.125 ISBN: 978-956-8438-73-9

Primera edición marzo 2013 Segunda edición marzo 2022

© Art Life Lab, LLC 1335 NW 22ND ST Miami, Fl, 33142 786 541 5979 (Miami) info@artlifelaboratory.com www.artlifelaboratory.com

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© Editorial Palinodia para Chile Mosqueto 428, Dpto 305 Santiago Centro, Chile editorial@palinodia.cl www.palinodia.cl

Derechos reservados para todas las ediciones en castellano. Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión, en forma idéntica, extractada o modificada, en castellano o en cualquier otro idioma.

Editores

Alejandra Castillo Miguel Valderrama

Editor de la Colección “Conversaciones” para Palinodia y Art Life Lab, LLC Jose L. Falconi

Coordinación Editorial Art Life Lab, LLC (Miami and Boston) www.artlifelaboratory.com

Art Life Lab: Director Artístico Jose L. Falconi Diseño

Laura Oliveros Karla López Impresión

CRÍTICA Y

Conversaciones con Nelly Richard

Conversaciones

Alejandra Castillo

con Nelly Richard

Miguel Valderrama

Alejandra Castillo

Miguel Valderrama

POLÍTICA

CRÍTICA Y POLÍTICA

Índice

I XXII 1 51 107 155 215 221

Presentación: Exacto exceso: A proposito de Nelly Richard José Luis Falconi ADVERTENCIA

I. CRÍTICA II.FEMINISMOS III. ARTE IV. POLÍTICA V. BIBLIOGRAFÍA VI. BIOGRAFÍAS

A Alejandra Castillo y Miguel Valderrama:

Sin su apertura generosa al diálogo crítico con los textos y su exigente interlocución teórica, este libro no habría logrado forma ni existencia.

NOTA SOBRE LAS IMÁGENES

Las imágenes reproducidas en el libro pertenecen al archivo fotográfico personal de la autora. En el segundo capítulo, las imágenes de archivo correspondientes al Congreso Internacional de Literatura feminista Latinoamericana, están tomadas de las páginas de la Revista feminista VIVA!, publicada en Lima en 1987 (año 3, N° 11 y 12). En el capítulo tres, se reproduce la primera página del texto que Gonzalo Díaz leyó en la presentación de la segunda edición de Márgenes e instituciones, y que luego fue publicada, en septiembre del 2007, en el semanario The Clinic. En el cuarto capítulo, se reproducen las portadas de las separatas de los Imaginarios culturales para la izquierda, publicadas respectivamente en El Siglo y The Clinic.

1 Esta breve presentación está dedicada a Guillermo Machuca, cuyo paso fugaz por esta limitada dimensión de la existencia dejó, en todos quienes lo conocimos, una grandísima huella. Agradezco a Sergio Rojas, Mijail Mitrovic, Nathalie Goffard y Miguel Valderrama, cuyas recomendaciones y sugerencias ayudaron a clarificar y mejorar este texto.

Exacto exceso: A proposito de Nelly Richard 1

Es, feliz y finalmente, imposible pensar en el arte y la cultura en América Latina de las últimas décadas sin tomar en cuenta la inmensa contribución de Nelly Richard a su interpretación. Si solo hace un puñado de años aún era imposible obtener sus textos más allá de las librerías especializadas en el cono sur, hoy, sólo una generación después, es realmente satisfactorio saber que la mayoría de su producción ya no solo es parte de la bibliografía esencial para entender al cono sur (o la producción artística nacida en medio de los procesos represivos de los 70s y 80s) sino de toda la región.

Recuerdo aun nítidamente la primera vez que logré poner mis manos (y mis ojos) sobre un texto de Richard allá, en el Perú, hacia principios de los años noventa –cuando leíamos todo lo que nos llegaba desde el sur con una voracidad que revelaba la dimensión de nuestros respectivos y adyacentes naufragios nacionales. La gastada, casi borrosa, fotocopia que me llegó no era otra que el seminal Márgenes e Instituciones (Arte en Chile desde 1973), que venía, además, en una suerte de “paquete de oferta”, con una aún más tenue fotocopia de Purgatorio de Raúl Zurita (1979)—la otra figura asociada a la “Avanzada” que también se convirtió en un referente instantáneo y perenne del “poetariado” de Lima hasta hoy en día.

Aquella primera lectura supuso un pequeño sismo para mí. La verdad es que no entendí un carajo, pero intuí que, precisamente, en esa falta

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de comprensión primaria de los textos estaba el primer indicio de su sentido. A decir verdad, solo el tiempo me haría entender que no había mejor imagen para definir la irresistible atracción de los artefactos de “la avanzada” que ese manojo de páginas al borde de la inanición visual. Con su precariedad material como coraza, su borrosidad no debía verse como pérdida sino como hallazgo, como su punto de partida—acercarnos a la ceguera, en vez de cercenar su sentido, mas bien potenciaba la polisemia de cada uno de estos extraños artefactos hasta casi sobre-determinar su pertenencia al fango y la bruma del territorio mítico, a la vez que daba cuenta de su terca resistencia por seguir existiendo, a pesar de la permanente traición de lo material.

Chile era en ese entonces para el Perú—aunque quizá lo siga siendo, y lo haya sido desde siempre—un espejo deforme en donde no solo veía reflejadas sus limitaciones y problemas sino, también, sus más oscuros deseos y envidias: las clases dominantes veían en la “mano dura” del dictador (quien aún seguía vigente, detrás de bambalinas) un modelo a seguir; la casi devastada clase media que ya podía llegar a Miami, sólo soñaba con comprar en los nuevos “malls” que empezaban a aparecer desde Providencia pa’ arriba; las clases trabajadoras compraban tickets one-way por bus hasta Tacna para, de allí, cruzar a Arica y comenzar el largo camino hacia la Plaza de Armas de Santiago; y hasta algunos de mis amigos izquierdistas veían con recelo como el Estadio Nacional de Chile sí se llenaba de grandes estrellas mundiales y conciertos multitudinarios de Amnistía Internacional por los desaparecidos mientras que nuestros muertos se apilaban en Ayacucho y en todo el país sin que al mundo le importara mucho.

Siempre ha habido una macabra (des)sincronización entre nuestros países. Mientras Chile encontraba el camino a la democracia, el Perú había entrado en el espiral de violencia y caída económica más dramática de su historia republicana reciente: mientras Pinochet se iba a sus cuarteles de invierno, “Chinochet” (como Fujimori mismo se denominó) comenzaba a rehacer el estado imitándolo—a punta de privatizaciones y reformas estructurales—al tiempo que Sendero lanzaba su ofensiva más cruenta en Lima.

II

La vida en Lima dolía por todos lados. No sería una exageración decir que aquellos fueron días desesperadamente vacíos–casi parecidos a los que experimentamos hoy en día en medio de la pandemia—que transcurrían tristes bajo esa neblina opaca de la ciudad. Y fue a esa bruma viscosa a la que se anudó, en la voz de Richard, la bruma incandescente del sur y su “Avanzada”.

¿Qué había en esos textos de Richard que los hacían tan memorables como desestabilizantes desde entonces?

Creo que son tres los elementos que los han hecho perdurables y necesarios a tener siempre en cuenta en cualquier análisis cultural de la región y, por qué no decirlo, en el análisis cultural de cualquier sociedad que ha experimentado una “modernización” tan acelerada como despiadada que la que sufrió Chile en los últimos años.

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El primero es el hecho de haber planteado, por primera vez –y esto es algo que pocas veces se hace hincapié—una posible taxonomía de la resistencia: de cómo cierta práctica artística produjo artefactos (objetos, dispositivos) capaces de resistir los embates de la aplanadora de sentidos que significó la reducción a mera mercancía producida por un régimen que solo entendía la dimensión económica de cualquier relación social. Esto implicaba, como ella ha señalado innumerables veces, la reivindicación no de un arte simplemente contrario al régimen, pues este reproduciría, en su negación, su lógica y estructura sino, mas bien, significaba la reivindicación de un arte totalmente refractario a los valores que organizaban la vida en el nuevo régimen. Por ello, por sobre todas las cosas, el arte no debía “servir” para nada—en tanto la única moneda de cambio del régimen era la razón instrumental.

De este ejercicio taxonómico nos quedan, en la retina y para el tintero, su discusión en torno a los bastiones últimos del significado: el pliegue y repliegue espacial—como en el caso de Eugenio Dittborn—, el del dolor corporal (esto es, la materialidad del cuerpo llevada al límite y quizá a

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su trascendencia misma)—como en el caso de Carlos Leppe, Zurita—y la de insubordinación al lenguaje—como en el caso de Diamela Eltit y, por qué no, el de ella misma. Sería allí, desde ese aparente punto cero, y cuando todo parecería acabado, que uno puede detectar, latente, un mínimo resquicio de sentido, desde donde toda la complejidad de las relaciones sociales puede volver a resurgir.

Por ello, la de Richard no sólo fue una mera tarea de descripción de la resistencia al empobrecimiento de los sentidos de la vida, sino también nos traza las condiciones en que estos pueden volver a desarrollarse. El concepto de resistencia no es pues, necesariamente estático o meramente reactivo –como se ha querido siempre entender—sino que supone un espacio de agencia latente, capaz de reconfigurarse de acuerdo con las circunstancias y a los momentos políticos. Hay un dinamismo en la resistencia que pocas veces ha sido explorado en términos académicos y que, creo, aún supone una deuda importante para con el legado de Richard.

Esto nos lleva, en buena cuenta, al segundo elemento de su aporte ya que tiene que ver con la manera cómo Richard entendió, desde muy temprano, que debido a que en Chile –como en toda la región—no había autonomía real de la esfera política, el análisis cultural no podía agotarse en los procesos de represión política sino, mas bien, debía centrarse en el sistema económico que se comenzaba a implantar en el país (y luego en buena parte de la región). En otras palabras, y tal como se dice en el futbol, ella fue una de las pocas que nunca dejó amargar por el jugador y no perdió de vista la pelota: por mas despiadado y cruel que haya sido el tiempo de la dictadura, esta sería solo el músculo que instauró el sistema económico, a sangre y fuego, y era allí donde estaba la causa primaria y eficiente de la aceleración de la reificación de las relaciones sociales (su transformación en mercancía) y la consiguiente erosión del mundo social.

Este cambio fue sumamente significativo porque si bien Márgenes e Instituciones es un libro indispensable para pensar al Chile de la dictadura y la terca resistencia del dispositivo artístico por detener el va-

ciamiento total del significado, su progresivo desplazamiento hacia una crítica cultural que diera cuenta de las consecuencias de la aplicación del programa “neoliberal” a la esfera cultural misma (y al objeto artístico), es lo que hace a la Richard de La insubordinación de los signos (1994) en adelante una critica imposible de descartar para pensar las transformaciones de la región a partir del llamado Consenso de Washington (ca. 1989). Este paso de Richard de, para ponerlo en lingo científico, una versión restringida (Chile, la dictadura) a una generalizada (la región, el sistema económico) es la razón central por el cual sus análisis nos sirven hasta hoy para poder entender, de manera precisa, el proceso de erosión de la experiencia y el desmoronamiento del significado al que entran las sociedades en donde se implementa un programa económico tan radical que logra reducir “lo público” a su expresión más ínfima en cuestión de unos pocos años.

Es importante detenerse en esta temprana realización por parte de Richard por ir directamente a interpelar el sistema económico para deslindar que esto no debe entenderse como una confirmación de la propensión del marxismo por un determinismo económico básico. Nada más alejado de ello.

La de Richard no fue una lectura ortodoxa; mas bien, fue una lectura delicada de la realidad política del país, en tanto fue capaz de dar un diagnóstico temprano de cómo el sistema económico fue capaz de, al mismo tiempo que naturalizaba un orden que acogotó lo público hasta hacerlo famélico, y atrofiaba el sistema político—haciéndolo incapaz por décadas de poder erigirse en una contraparte legítima a los excesos del mercado—cubrir todo con una apariencia de progreso y bienestar que pocos pusieron en duda. Fue precisamente el develar este doble juego—el de entrar a explorar como se construyen esas apariencias, y como se puede llegar a romper el encantamiento—que hizo de Richard una crítica continental.

Es por ello por lo que me atrevo a sugerir que si bien la dureza material de la dictadura –su carácter represivo, su espectro traumático— empujó a Richard a plantear una de las reflexiones más lúcidas en torno a

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la manera como resistirlo, esa contribución a pesar de lo decisiva que fue y sigue siéndolo para entender esa coyuntura, es secundaria a la que desarrolló a partir de la transición. Quizá el símil con la evaluación de Adorno sobre Schoenberg y Stravinsky podría funcionarme aquí para poder ilustrar la manera como entiendo la diferencia de estos dos legados de Richard.2

SI mal no recuerdo que al comparar las virtudes y hallazgos de Schoenberg y Stravinsky, Adorno señala que, si bien los hallazgos de Schoenberg serían más interesantes que los de Stravinsky, la contribución de este último termina siendo más importante. Algo similar, me atrevo a sugerir, sucede con estos dos Richards: el primero, el que teorizó y proveyó la más importante taxonomía de la resistencia de la región, sería el más interesante y novedoso; pero el segundo, el que teorizó el simulacro como modus operandi de la política, y presentó un modelo de subjetividad radical como una posible ruta de escape al mismo, ha sido quizá el mas fructífero e importante para la región, a fin de cuentas –en la medida que ha servido a todo el continente a encontrar un diagnóstico y un vocabulario para la fantasmagoría (de democracia, de ciudadanía, etc.) que el neoliberalismo instala como revestimiento de sus operaciones. De esta manera, entendido como un todo, el punto de gravedad en la obra de Richard se desplazaría para nosotros desde el clásico Márgenes e instituciones (1986) a sus dos colecciones de ensayos escritos al inicio de la transición: La insubordinación de los signos (1994) y Residuos y metáforas (2000).

2 Para mayor información ver el seminal texto de Theodore Adorno, La filosofía de la nueva música. Madrid: Akal, 2008.

Evidentemente hay muchísimos vasos comunicantes entre estos dos períodos. A decir verdad, viéndolo bien, hay incluso una misma metodología, una misma manera de plantear y e encontrar una solución. La diferencia notable entre ambos, sin embargo, esta marcada en la contingencia.

En el primer periodo, Richard tuvo que lidiar con la región más tangiblemente áspera de la realidad y por lo tanto lo que se busco fue resistir, mientras que en el segundo se lidió con una fantasmagoría, por lo que se buscó fue dar cuenta de su encantamiento.

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3 Nelly Richard, La insubordinación de los signos. Santiago de Chile: Editorial Cuarto Propio, 2000. P. 130.

Su respuesta en ambos casos partió de dos premisas centrales. La primera: que cualquier orden social, incluso aquel impuesto de manera más esforzado y eficiente, nunca está desplegado homogéneamente. La segunda: que esos espacios discontinuidad del orden social se pueden encontrar, sobre todo, en las artes:

El conjunto de agentes, discursos y prácticas, que conforman el sistema de organización cultural siempre presenta articulaciones más flexibles, piezas más desgastadas o engranajes más sueltos, que liberan posibilidades de ejercer cambios. Las armaduras de los sistemas no son nunca tan perfectas ni resistentes, no todas sus partes están coordinadas tan eficazmente. Cada uno de nosotros ha podido comprobar múltiples veces que, en las distintas instituciones, hay zonas más frágiles, precarias o vulnerables, que son las zonas aprovechables para introducir gastos no previstos, más aventurados y exploratorios.3

En efecto, fue en las prácticas artísticas (y en la escritura crítica) en donde Richard, en el primer momento, encontró los contados dispositivos capaces desde donde poder establecer pequeños y frágiles bolsones de resistencia –obras que dejaron entrever, aunque sea por instantes, y debido a su entropía, un orden alternativo. Sólo así, a partir de ellos, uno podía tener la posibilidad de al menos balbucear un nuevo vocabulario, una vida distinta.

En cambio, durante el segundo periodo –especialmente, en esa primera década del regreso a la democracia—el principio de realidad estuvo basado en precisamente lo contrario: la novedad de la democracia se desplegó como un hermoso telón de fondo que no dejó ver (ni sentir) las maneras cómo terminaba de (des)estructurarse el nuevo orden. Al contrario de lo que pasó en la dictadura, cuando la realidad presentó su lado más violento y duro, esta en los 1990s se desplegó, más bien, como una escenografía infinita y amable, pulcrísima y esperanzadora. La democracia no solo tenía un mejor mobiliario y decoración sino, sobre todo, un telón de fondo más colorido.

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La diferencia crítica entre ambos períodos, evidentemente, es que cada uno de ellos presentó fenómenos opuestos, que requirieron soluciones también opuestas. En el primer período, ante una realidad que arreciaba en toda su materialidad se busca resistir su violencia en los pliegues, en los fugaces espacios que se abrían eventualmente y desde los cuales se podía, brevemente, ampliar los sentidos de la vida—recubrir lo más duro de la realidad con una leve capa de representación para sacarla, así, en la mera literalidad en la que ha hallaba reducida. En el otro, en cambio, el sentido es el opuesto: se buscaba mas bien llegar a lo mas duro de realidad, que se escondía detrás de una densa espectralidad –el reino de la representación infinita y errante—que se desplegaba como inacabable telón de fondo. Esto no significaba, necesariamente, que la función del arte variara entre ellos, sino que había que buscar su mecanismo emancipatorio en lados opuestos. En este segundo momento lo que importaba era revelar que había detrás de ese colorido y brillante telón de fondo—exponer la fantasmagoría del neoliberalismo encarnado en una escenografía democrática que, en realidad, tendría realmente casi nada de democrática. Así, al repertorio de las obras de la “Avanzada” en el análisis de Richard, se les sumó la obra novelística de Diamela Eltit, las obras de Juan Dávila, de las Yeguas del Apocalipsis y, sobre todo, la obra fotográfica de Paz Errázuriz (especialmente El infarto del Alma de 1994, en colaboración Diamela Eltit) como los ejemplos más evidentes de obra punzocortante, capaz de (des)correr el tupido velo y rasgar y agujerear la fantasmagoría y mostrar la “realidad” pura y dura detrás del telón.

Para poder acercarse a la manera como Richard analiza estas obras y su capacidad de (des)correr el tupido velo es necesario entender cómo se erige el velo mismo—al menos cómo se erigió en el caso chileno y qué tipo de brilloso “estampado” tuvo en su anverso.

Comencemos, pues, por el final.

VIII

Si bien el “problema de las apariencias” es, como sabemos, el legado fundamental de la filosofía hegeliana, este adquiere connotaciones significativas para la critica marxista desde inicios del siglo XX. En efecto, para la crítica cultural, fue el empuje del marxismo hegeliano –identificado primero con la escuela de Frankfurt, en especial con Lukacs y Adorno, y luego con una parte de posestructuralismo francés—el que hizo que el tema de las apariencias terminara siendo fundamental para poder entender la manera como un artefacto cultural era capaz de trascender su tiempo/espacio, crear una verdadera experiencia estética y ser capaz de poder emancipar a su intérprete. En otras palabras, grosso-modo, la potencia utópica de la obra de arte está ligada, necesariamente, a su capacidad de poder mostrar que las apariencias son, precisamente, solo eso: apariencias y que detrás hay un andamiaje que la crea y recrea para no dejar ver lo que realmente está sucediendo.

En el caso del Chile de los 90s la situación estaba justamente marcada por la “transición”: ¿Cómo tomarla? ¿Fue solo “apariencia” o significó realmente un cambio de régimen? O, mejor dicho: ¿hasta qué punto el cambio político significó un verdadero cambio de régimen (en términos de la subjetividad política en que se basaba por el modelo, por ejemplo)?

Es una pregunta compleja –al menos para quien escribe—pero que evidentemente tiene a Richard como una de las primeras interlocutoras en poner en cuestión el proceso de transición y dar cuenta del arroyo de malestar que ya se dejaba oír, si uno realmente prestaba atención.

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Y es que lo que es importante anotar es que para Richard todo en la transición siempre fue sospechoso –no solo por como se había buscado implementar, a la sombra de la dictadura— sino sobre todo por sus sospechas en torno al sistema democrático representativo, per se; y aun peor, dentro de un sistema capitalista. No había forma de hacerlo. Por ello, entrar en sus textos en aquel entonces era como entrar a un salón de espejos–de esos que siempre hay en las ferias de pueblo, y en donde todo se ve mas deforme de lo que uno parece—que nos dejaba entrever las sospechas del

proyecto mismo: ¿Transición hacía donde? ¿Para qué si nunca se pensó salir del capitalismo sino, más bien, perseverar en él?

En otras palabras, el problema de Richard con la transición nunca se agotó en los problemas históricos con los que se forjó la transición a la democracia—nunca paso por la nostalgia por todo aquello que se tuvo que dejar en la mesa de negociación—sino, más bien, partió de la constatación de que esta nunca podría encaminarse hacia algún otro pues ese anhelado espacio de libertad no estaba contemplado en los planes maestros. La arquitectura básica de la transición, en realidad, apuntaba hacia todo lo contrario: fue una huida hacia delante desde la dictadura hacia uno de los modelos capitalistas más agresivos que se hayan conocido. Y ante ello, las preguntas de Richard retumbaban por incontestadas: ¿cómo entender la transición? ¿Cómo un escaparate vacío, con un telón de fondo de arcoíris, en donde lentamente irían colocados los falsos trofeos de la democracia?

Así, mientras los demás basaron sus juicios en las mejoras del sistema –el eventual retiro del “tutelaje” de las fuerzas armadas sobre el sistema político, el fortalecimiento de los partidos políticos, la mejora sustancial de la economía del país, etc.—la lectura de Richard siguió incólume e implacable: aquellas eran meras apariencias; apariencias que no dejaban ver la procesión que iba por dentro. Recordemos que después de Aylwin, cada uno de los triunfos de la Concertación especialmente los de los 1990s y principios de los 2000s, fueron celebrados siempre como sólidos pasos hacia la plena democracia, pero cada uno de ellos vinieron siempre enlazados a un paquete de medidas económicas que fueron reduciendo el estado sistemáticamente hasta, circa 2006, dejarlo en su mínima expresión (Frei, los puertos, Essel y Essal; Lagos, la pesca, etc.). Lo que realmente pasaba, sin embargo, es que se profundizaba un modelo de producción en el cual el sujeto político no tenía manera de poder auto constituirse, en tanto no había margen para hacerlo mas allá de la economía y del mercado.

Por ello, el hecho de que fuera justamente el mismo año en el que las últimas reformas se llevaron a cabo, cuando se presentaron las primeras

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4 Ibid, p.89

manifestaciones del malestar –la movilización estudiantil de los pingüinos— que venía acumulándose, no debería ser vista como mera coincidencia sino, mas bien, como una suerte de reacción automática de la sociedad—como si el paulatino proceso de desmantelamiento hubiese tocado “el hueso” (o tocado fondo) y precipitado la reacción contraria, desandando el camino recorrido.

Sin embargo, parte del encanto y el magnetismo de muchos de sus textos que siguieron al 11 de marzo de 1990—en general los ensayos a lo largo de esa primera década democrática en Chile—es que muestran lo confuso que fue para ella misma el pasar de un contexto marcado por “antagonismos” propios de la dictadura, a uno de “transacciones” (propias de la gramática democrática)—tal como ella lo ha reconocido: “El paso de la política como antagonismo (la dramatización del conflicto regido por la mecánica del enfrentamiento dictatorial) a la política como transacción (la democracia de los acuerdos con su fórmula del pacto y su tecnicismo de la negociación) no podía sino traer paradojas y desconciertos […]”.4

Al mismo tiempo, estos textos señalan también la lenta decepción por la manera cómo el sistema democrático se hubo de implementar en esos años.

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Quizá una de las primeras muestras de tal progresivo desencanto haya sido, justamente, la que se deja entrever en la elección, en el texto arriba citado, de un vocablo propio de los ámbitos económicos para designar una supuesta dinámica política.

En otras palabras, en plena primavera democrática, Richard la vio clarita: a diferencia de otros comentaristas quienes, obnubilados por la instalación de las tramoyas del sistema democrático, no se dieron cuenta que estas no solo nunca terminaron de instalarse, ni que el teatro mismo que estaba construyéndose para la representación democrática tenía poquísimo aforo—solo alcanzaban a entrar quienes podían tener “transacciones” económicas—Richard hizo de esta sospecha su punto de partida más im-

portante. Sospecha que, creo, quedó refrendada, validada en el slogan “No son treinta pesos, son treinta años” que acompañó al estallido social que experimentó Chile en el último año (2019).

Dos aspectos centrales se desprenden de esta profunda sospecha de la democracia y, por ende, de la transición en general: la primera es que, necesariamente, instala la noción de simulacro, a pesar de que ella no lo explicita como tal, como preocupación central de su pensamiento—“La discursividad económica-política es hoy el “todo” que el arte y la cultura deben rasgar, escindir, fracturar, etc. para hacer oír otras voces que amplíen o desborden ese marco excluyentemente transado en nombre de la modernización social”.5 La segunda es que esta sospecha le provee un marco para desarrollar un modelo de subjetividad (y por ende de relacionamiento político) bastante preciso, y que lentamente ha ido refinando a lo largo de las décadas (y para el cual su acercamiento cada vez mayor al feminismo ha sido crucial). Baste decir que, evidentemente, estos dos aspectos están imbricados uno con el otro.

El primer nivel en el cual la democracia se vuelve sospechosa está en el hecho de que sirve como un homogeneizador de diferencias, y un atemperador de discontinuidades—en tanto las únicas válidas son aquellas que se pueden representar en el limitado espectro de la democracia (las que sean demasiado radicales, se le exilia al silencio, y no formaran parte de la ilusión de la pluralidad, o del “disenso en el consenso”).

El escenario democrático ha hecho prevalecer una dimensión de cultura-espectáculo que lo llena de visibilidad y de figuración numérica hasta que el simbolismo complaciente de lo mayoritario borre los matices del pliegue crítico-reflexivo y disipe las ambigüedades de todo lo que no contribuye directamente a la vistosidad de las actuaciones. Esta dimensión de cultura-espectáculo ha privilegiado un modelo de pluralismo que se congracia con la pluralidad reuniendo la mayor diversi-

5 Ibid, pp. 111-112.

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6 Ibid, p. 98.

dad de opiniones, pero cuidándose que de que ninguna confrontación de tendencias desarmonice el equilibrio que lleva las diferencias a coexistir pasivamente un régimen neutral, alineadas todas por igual bajo la fórmula reconciliatoria –y conciliadora—de la suma.6

Es, pues, precisamente ese efecto de “falsa armonía”, inherente a cualquier juego democrático, el que instala ese telón de fondo, produciendo una ilusión de pluralidad al tiempo que enmascara y reprime cualquier confrontación y disidencia real. Ese es el juego de apariencias, pues, que a Richard le interesó agujerear al mostrarnos, una y otra vez, a partir del análisis de las obras de arte, el lado más intratable de la realidad.

Esta profunda sospecha hacia el sistema democrático –que subraya que detrás del esfuerzo por coordinar disidencias está el hecho, inescapable, de que estas nunca podrían ser demasiado radicales para poder ser incluidas en el sistema—revela una manera particular de entender la vida social y la constitución del sujeto político. Esta, sin duda, acerca a Richard a Foucault y a un linaje de pensadores que nunca se dejaron seducir por la promesa de la democracia liberal –la de construir un espacio neutral en donde las diferencias puedan ser tratadas de manera equitativa, y que pueda deliberar los conflictos sin sesgos ni parcialidades. Por el contrario, este linaje de pensadores, que va desde Nietzsche y Schmitt hasta (de alguna manera) Laclau y Mouffe, nunca llegan a convencerse que “lo político” deja de ser una confrontación continua, descarnada, que no contempla atemperamientos por lo que solo se distingue realmente, entre la guerra y la política, como dejara entrever Clausewitz, por los medios que emplea.

Y es por ello que el arte juega un papel tan importante en el esquema de Richard—en tanto representa la posibilidad misma de albergar de una posición irreductiblemente discordante y, por lo tanto, de trazar y reconocer los antagonismos reales que se albergan en la sociedad. Sin estos objetos o eventos irreducibles, capaces de contener y proyectar, incluso una “negatividad radical” total, el espectro de “lo político” sería idéntico al ámbito

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de la política (para ponerlo en términos de Mouffe), por lo cual terminaría por perder su única posibilidad de pluralidad. Así, sin arte, la posibilidad de la democracia en sí misma se desvanecería irremediablemente.

Como dijimos, esta capacidad de presentar un discurso irreduciblemente antagonista incluso dentro de la “serialidad homogeneizadora del consenso y del mercado”,7 en medio del edulcorado espectro neo-democrático de los 1990s, estaría encarnado en la obra de Paz Errázuriz, en especial en su notable El Infarto del alma de 1994 –obra que irrumpió con muchísima fuerza en el medio del sopor de un “paisaje tan nivelado” en el que parecía imposible que se pudiera “desajustar vehementemente, pasionalmente, con ardores o furores, estos engranajes de fuerzas redundantemente programadas para que todo permanezca en equilibrio, sin el escándalo de los extremos que obliga a vivir la tensionalidad crítica del límite”.8 Sin embargo, a pesar del azucarado letargo democrático, el impacto de obra fue casi sísmico. La serie fotográfica y el texto que lo acompañó (escrito por Diamela Eltit) no hizo sino “chocar la pasividad de la recepción cultural dominante con zonas de infracción de la mirada, desórdenes subjetivos y rebeliones de género, cifradas en un obstinado deseo de querer (“querer” en el doble sentido de “amar a alguien” y de “tener voluntad de algo”). El deseo de querer trabajado por este libro en el filo del arte y de la literatura es lo que su poética anti-neoliberal del gasto y del exceso, de la incertidumbre, contrapone a los mercados lingüísticos que sólo buscan significaciones contabilizables”.9

7 Nelly Richard, Residuos y Metáforas (Ensayos sobre el Chile de la Transición). Santiago de Chile: Editorial Cuarto Propio, 2001. p. 221. 8 Ibid, p. 243.

9 Ibid, p. 245.

Lo interesante de esta obra, sin embargo, es que si bien en el plano temático es particularmente arriesgada y novedosa (que la hace necesariamente sorprendente, desobediente), el estilo de fotografía de Errázuriz es bastante convencional –no solo es parte de un género altamente lexicalizado (el del retrato psicológico) sino que hay poca experimentación en el mismo. Para una crítica tan comprometida con la experimentación formal, la elección de Errázuriz resultaría, a primera vista, paradójica, por decirlo menos. Richard misma lo señala sin ambages –“La mirada circunspecta de la fotógrafa”10 – pero defiende esta circunspección en tanto esta es el resultado de una decisión estética central en la composición de las imágenes, en

10 Ibid, p. 248.

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11 Ibid, p. 248.

tanto es una “mirada vigilantemente contraria a cualquier recargo efectista, ha sido construida por una decisión de autor, cuyo rigor conceptual parte decepcionado así que las expectativas baratas de un público atraído por los clichés del expresionismo trágico de la locura”.11

Habría pues, según Richard, una rigurosa necesidad de distancia para no caer en la fuerte tentación de los efectismos, que abundan en este tipo de temáticas. Por lo tanto, aquello que bien podríamos identificar como “formalismo” (modernista, alto-culturista) es, mas bien, una elección estética necesaria—una distancia requerida, ética—para poder dar cuenta de un tema tan complejo como la intersección entre la enajenación y el deseo. Sin embargo, tengo la impresión de que esta es solo parte de la historia –una razón necesaria pero no suficiente, en tanto no podría explicar que no se pudiera experimentar en las muchas otras dimensiones que tiene el objeto fotográfico, incluyendo su soporte material. Mas bien, creo que el otro motivo que hizo que esta obra en particular de Errázuriz se convirtiera en la obra emblemática de la coyuntura de la transición es, precisamente, su capacidad de ser legible y circular, sin mayores problemas, en el mundo de las imágenes –una esfera que comienza a configurarse con mayor fuerza a partir de los 1990s.

Como sabemos, esta necesidad de legibilidad y capacidad de circulación no era criterio diez o quince años atrás. En aquel entonces, más bien, lo que importaba era la experimentación radical de la obra fotográfica –en tanto el lenguaje fotográfico comenzaba a convertirse en lengua-franca de las artes visuales—incluyendo su soporte material, para que así no pudiera ser fácilmente cooptado por el sistema. En otras palabras: quizá el cambio de régimen más grande entre ambos periodos no haya sido el de la dictadura a la democracia en Chile sino, más bien, el cambio de régimen escópico que operó a partir del último periodo de oro de los medios masivos (circa 1990s)–antes que terminaran transformándose en “medios sociales” desde el 2015 en adelante. En otras palabras, la paradoja actual era que si uno buscaba que la imagen no tuviera solo una mera “significación contable” (ver arriba) estas debían “contar” (entrar) en la nueva matriz y para ello, debían “contar” (comunicar) de una manera particular.

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Este cambio implicó que toda imagen tuviera necesariamente la capacidad de tener circulación ilimitada –por lo cual poco importaba ya su soporte material o cualquier otro nivel de experimentación más allá de la imagen. Por ende, para que imagen pudiera ser relevante, necesitaba contener toda su abyección y antagonismo en el plano meramente compositivo. Y en su perfecto rigor modernista, la obra de Errázuriz cumplía cabalmente tal requisito –su filo antagonista, su calculado disenso, estaba codificado en la excelencia de la composición, en su aplicadísimo encuadre. De alguna manera, paradójicamente, el (rancio) modernismo bajo el cual están capturadas, compuestas y presentadas las imágenes jugó, en este nuevo contexto, a favor de su capacidad calculadamente subversiva.

Rescato y subrayo esta elección, por que, creo, da cuenta de no sólo de la capacidad crítica de Richard sino, sobretodo, de su compromiso con la realidad—después de haber producido un libro tan fundamental como Márgenes e Instituciones (1986), lo más sencillo hubiese sido perseverar en el modelo interpretativo exitoso, aún cuando la realidad haya sufrido cambios profundos. Aquí, más bien, Richard reconoció el desafío de la realidad y afinó un modelo interpretativo que, como ya mencioné, ha sido capaz de (de)mostrarnos que lo fundamental es no dejarse distraerse por las fantasmagorías (que incluso pueden incluir a la democracia misma) que envuelven el paso a un capitalismo tardío (en clave “neoliberal”).

En este caso particular, el reto de entender la circulación –ya no solo de los capitales sino también de todo tipo de bienes, incluyendo las imágenes—fue no solo el signo mas definitorio de un cambio real de paradigma; un cambio que dio cuenta de la significativa y acelerada transformación que experimentó Chile y el continente en los últimos treinta años, sino que significó un verdadero desafío para incluso los modelos más radicales de interpretación.

En términos intelectuales supuso una invitación a la renovación de modelos interpretativos que no solo habían nacido en condiciones excepcionalidad institucional sino, también, bajo la sombra de un tipo de

marxismo cultural, destilado de la Escuela de Frankfurt y que ya no tenia casi ningún diente para confrontar los nuevos fenómenos de la realidad. El ejemplo más claro de tal evidente desfase fue, precisamente, el resquemor de un sector de la crítica por los medios de comunicación masiva, muy probablemente heredado de la poco generosa lectura de Adorno a los mismos. Se tuvo que esperar hasta inicios de los 1980s, para que una nueva generación de críticos y comentaristas–entre los que se puede encontrar, al menos en términos cronológicos a Richard, y que también incluyó a Beatriz Sarlo en la Argentina, a Jesús Martín Barbero en Colombia y Néstor García Canclini y Carlos Monsiváis en México—comenzara a no solo desmontar el mito de la “alta cultura” sino también entender a los medios como forjadores y articuladores centrales de nuevas subjetividades y pertenencias, decisivas para entender desde la identidad nacional y regional hasta las nuevas educaciones sentimentales.

Pero si la realidad arrecia, Richard redobla la apuesta. Lejos de asumir tales cambios como meras anomalías, Richard los tomó como llegó, y los usó para redibujar y afinar su posición hasta convertirla en el modelo que es y que ha sido para todos nosotros. Detrás de este despliegue de flexibilidad y humildad está, tengo la impresión, la convicción que la crítica, el espacio de la crítica, es en sí misma una intervención en la realidad –en Richard no hay no solo espacio para el fascismo sino tampoco para las almas bellas—por lo que esta no puede estar muy alejada de su siempre cambiante contingencia. En otras palabras, y a pesar de que no sea necesariamente aparente, hay una clara vocación en Richard por estar continuamente revisando y afinando su propio modelo interpretativo, a partir de una continua retroalimentación (disputa) con la cambiante, resbaladiza contingencia de la realidad.

Y es precisamente esta vocación por estar siempre a la intemperie la que acerca de una manera decisiva su práctica crítica al terreno mismo del arte. Si ya, como muchos han comentado, Richard plantea en una de sus expresiones más célebres que el arte opera a partir de proveer un “golpe de incertidumbre” a cualquier situación o cosa, es evidente que ha buscado re-

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utilizarlo y desplegarlo en sus propios textos.12 Y esto no solo es una (mera) cuestión de estilo. Mas bien, es importante tener en claro que Richard tiene a la inestabilidad –una inestabilidad casi sísmica—y la incertidumbre, como principios constitutivos de lectura.

Y es precisamente sobre la iteración continua de ese principio constitutivo de inestabilidad, en el que Alejandra Castillo y Miguel Valderrama, profundizan en estas esclarecedoras conversaciones con Richard que constituyen la columna vertebral de este Nelly Richard, Crítica y política, que ahora ve su segunda edición. Extendiéndonos a los lectores el privilegio de una prologada interlocución con Richard, asistimos al develamiento de su trayectoria intelectual (sus afinidades con Pablo Oyarzún o Ticio Escobar, por ejemplo, sus influencias y sus polémicas más cruciales, como aquella con Willy Thayer, por ejemplo, etc.) y sus sentidas, lúcidas reflexiones en torno a hitos centrales en su vida profesional como la publicación de la Revista de Crítica Cultural por mas de una década –con su apuesta “postmodernista” de tratar las imágenes como “otro texto más”13—así como la creación y mantenimiento del Diplomado en Crítica Cultural en la Universidad Arcis. Sin embargo, quizá sea la indagación por su vínculo con el feminismo de la mano de Castillo –el cómo la paulatina explicitación de este en su pensamiento la ha llevado a afinar su modelo de sujeto político relevante para el presente—la que nos ofrece uno de las mejores “autobiografías intelectuales” (habría que inventar ese género, en caso este volumen no lo haya ya hecho) que uno podrá leer en mucho tiempo.

12 Por ejemplo, al final de una temprana reseña de John Beasley-Murray a las traducciones al inglés de algunos libros de Richard, este centra su atención en esta expresión de Richard. Para mayor información ver John Beasley-Murray, “Reflections in a Neoliberal Store Window: Nelly Richard and the Chilean Avant-Garde” en Art Journal, Vol. 64. No 3. (Fall, 2005), pp. 126-129.

13 Alejandra Castillo y Miguel Valderrama, Eds. Nelly Richard, Crítica y política. Santiago de Chile: Editorial Palinodia, 2013. p. 13

Coda: Juguete Rabioso

Quizá la satisfacción más grande que provee la lectura de estas conversaciones sea acompañar a Richard a pasar detenida revista a su propia trayectoria. A decir verdad, es un privilegio inusual el ser testigo casi directo de cómo una de nuestras grandes referentes intelectuales pasa lista, revisa sus heridas y logros, mientras revisita y evalúa algunos de los hitos más significativos de la que ha sido, sin lugar a dudas, una trayectoria única en el turbulento campo de la crítica cultural en el continente.

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14 Ibid, p. 39.

¿Cómo hizo para llegar hasta aquí? ¿Cómo se hace para siquiera comenzar a atisbar su inmensa contribución?

Es aquí donde vale la pena elucidar el tercer aspecto que hizo que muchas de sus publicaciones hayan sido verdaderos “acontecimientos” (con toda la carga fenomenológica que esta consignación connota): su supuesto particular “estilo” de escritura que se ha convertido en una suerte marca de origen, no solo en Chile sino en la región. Ahora bien, y tal como ya hemos apuntado, pensar que solo se trata de un mero “estilo” es perder de vista quizá su contribución más decisiva: la de demostrar que la critica es, sobre todo, una praxis. Si muchos de sus textos se muestran intratables, si se presentan como “juguetes rabiosos” (para usar la expresión artliana), a primera vista, es por que buscan detener, resistir, la lectura fácil y, más bien, buscar construir nuevos sentidos, a partir de golpes de inestabilidad e incertidumbre.

Por ello, el “estilo” es tan solo el aspecto más evidente de una manera de entender el ejercicio critico, pero que responde –así como los demás aspectos de su obra–a abonar, en sentido último, las condiciones para un cambio.

¿Cómo se logra tal cambio si el ejercicio crítico podría parecer tan fragmentario como esotérico y tan provinciano como alejado del poder y de la fuerza fáctica del capital?

La misma Richard nos sugiere una posibilidad en un breve, aunque muy esclarecedor pasaje en estas conversaciones. A propósito de una pregunta de Valderrama, Richard discute el controvertido estatuto del “fragmento” en la sociedad postmoderna y su relación con la intervención crítica. Como recordamos, “lo fragmentario” adquirió una importancia fundamental en la contemporaneidad a partir de la imposibilidad de proveer una narrativa totalizante—para terminar subrayando que “lo intersticial del fragmento no lleva al puro goce disolutivo”.14 Esto es: a pesar de su carácter

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parcial, de su incluso exacerbada localidad, lo fragmentario no está destinado necesariamente a la banalidad y al olvido.

Aquí, a pesar de lo que se pueda pensar, no todo está perdido.

Más bien, tal como nos deja claro Richard, lo fundamental es poder posicionar la intervención, a pesar de ser fragmentaria o incompleta, para que esta pueda ser capaz de reverberar lo más ampliamente posible, logrando así “generar repercusiones” en el sistema general. En otras palabras: lo crucial del ejercicio crítico ya no solo estaría en el contenido de la intervención sino también en la capacidad del crítico de leer la contingencia con precisión, para así, poder ubicarlas de manera certera en el tablero de conjunto. Solo de esta manera, se nos sugiere, se puede llegar a desmontar los ensamblajes tradicionales y se nos pueden revelan nuevos espacios que podrían desencadenar, finalmente, el posible cambio.

Por esto mismo, y tal como estas conversaciones nos confirman, confrontar el legado de Richard es confrontar una praxis tan continua como precisa. Hay algo de acupunturista eximia en Richard, en tanto ha sido capaz de colocar tantas de sus intervenciones, de sus textos— juguetes rabiosos, casi inasibles, pero capaces de transformar cualquier residuo, o el más pequeño pliegue en una artillería de incertidumbres—en los momentos y situaciones más certeras, y que gracias a estas, ahora contamos no solo con una mínima gramática y vocabulario para entender algunas de las operaciones más complejas de la contemporaneidad, sino también con la certeza que parte importante de la historia reciente ya no está(ra) escrita a partir de (los mismos) olvidos.

Si una de las motivaciones centrales detrás de esta serie (“Conversaciones”) de Palinodia era la de disipar –mediante el dialogo franco, prolongado y crítico—la espesa neblina mitológica de estas figuras fundacionales de nuestra tradición intelectual, creo que es más que evidente que

este objetivo ha sido logrado. Lo paradójico, o sintomático más bien, es que, en el caso de Richard, mientras más se esclarece su camino más legendario se siente su legado. Y es que el hecho que todo aquello haya sido forjado (i.e. abierto, conquistado) solo a partir de golpes de incertidumbre e inestabilidad, no es poca cosa.

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ADVERTENCIA

Quizás pueda parecer una paradoja que en la época de la “muerte del autor” se esté en presencia de una vuelta de géneros referenciales tales como la entrevista, la biografía y el testimonio. Estos géneros, considerados menores por la crítica tradicional, muchas veces se expusieron como el reverso oculto de géneros considerados mayores como la teoría o la filosofía. No es necesario adentrarse demasiado en la historia intelectual del siglo veinte para advertir que figuras centrales a la marcha de las ideas del siglo, como Sigmund Freud o Martin Heidegger, manifestaron una viva hostilidad hacia formas narrativas como la biografía y el testimonio. Y sin embargo, también es cierto que desde hace ya unas décadas se viene asistiendo a una progresiva erosión de las distinciones que organizaban la infraestructura conceptual sobre la cual se erigía el trabajo de un pensamiento. Qué forma parte de una obra y qué debe considerarse exterior a ella es una pregunta que hoy parece invalidada por la propia atención que reclama todo proceso de escritura. Las viejas distinciones entre pensamiento y vida, entre texto y contexto, entre obra y ocio se muestran de pronto desprovistas de toda su fuerza de significación. La idea de una obra acabada ya desde el principio, ajena a toda contingencia o lógica de de contaminación, es desplazada por una mirada obsesivamente deslumbrada por los momentos de parpadeo del pensamiento, por todo aquello que se produce siempre a espaldas del trabajo

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de escritura. Que “eso” que sucede a espaldas del trabajo de escritura sea exterior a ese trabajo, que se muestre siempre en retraso del pensamiento, o que precipitándose, por el contrario, aparezca por una única vez un paso más adelante del mismo, no hace sino indicar que siempre “eso” que sucede, sucede en medio del proceso de escritura, como acaecer del pensamiento.

La centralidad que la biografía intelectual tiene en la escena contemporánea, el rol cada vez más determinante que la entrevista, el diálogo o la conversación adquieren como formas de exposición y comparecencia intelectual, son indicativos justamente de otra sensibilidad de lectura. A través de la biografía, la entrevista, la conversación, se busca ante todo situar un pensamiento, corporizarlo, exponerlo en sus relaciones de hospitalidad y hostilidad con otros corpus y cuerpos. Esta puesta en contexto supone, sin duda, dar a leer un pensamiento en su proceso de inscripción, es decir, de constitución. La tonalidad batallante que muchas veces asume el desarrollo del trabajo intelectual, “la lucha de clases en la teoría” de la que parece muchas veces ser ejemplo, da cuenta menos de posicionamientos abstractos que de tomas de posición marcadas por el tiento y el peligro, por travesías y actuaciones. Géneros llamados menores como la biografía, el testimonio o la entrevista tienen precisamente el mérito de llamar la atención sobre el momento de politicidad del pensamiento, sobre aquel anudamiento que une un pensamiento y un presente.

Ahora bien, desde que Jacques Lacan citara en el texto de apertura de sus Escritos aquella frase de Buffon, “el estilo es el hombre”, se tiende a pensar que allí donde hay una obra hay un estilo. En este sentido, se entiende que el estilo toca lo más íntimo de un escritor o de una escritora. A través del estilo un íntimo se expone, se hace familiar, se presenta como en casa. De modo que muchas veces se piensa que en la biografía, la conversación o la entrevista nos hallamos con lo íntimo abriéndose a lo público, o incluso, abriéndose a cualquiera que quiera indagar en el secreto de una escritura. A partir de ese momento se anudan las nociones de obra, autor y estilo: una obra tiene un autor, y la marca de este autor en la obra, lo que hace que no sea la obra de ningún otro, es su estilo. Este anudamiento obra-autor-estilo

es lo que anuncia, en sentido estricto, el surgimiento de una escritura. Y sin embargo, nuevamente habría que poner en cuestión esta sencilla ecuación. Pues, lo que se muestra cada vez en toda escena de escritura es un trabajo que se realiza a plena luz, en la publicidad de un encuentro, en el choque de unos cuerpos, en el desorden de un lugar. El locus de enunciación que así se expone es el de una práctica de escritura que busca ejercitarse sobre el propio lugar, sobre las condiciones que la dan a leer y la escriben.

Atendiendo a estas consideraciones, que bien pueden considerarse advertencias preliminares a un examen de las prácticas críticas y de la función intelectual en las sociedades contemporáneas, es que presentamos el primer título de la colección Conversaciones de Editorial Palinodia. Crítica y política, de Nelly Richard, es el primer libro y el mascaron de proa de una colección que busca poner a disposición de los lectores y lectoras de habla castellana el trabajo de aquellos intelectuales latinoamericanos que han hecho de la función intelectual el lugar de una práctica crítica.

La colección Conversaciones, en este sentido, busca hablar la lengua de lo común de la crítica, de aquello que siempre está en juego.

Una última observación, acaso un aviso de lectura, Crítica y política es el resultado de un largo trabajo de intercambios y conversaciones sostenidos con la autora entre los meses de marzo y diciembre del año 2012. Sin duda, este trabajo se vio favorecido por las dinámicas y las complicidades propias de un tiempo que identificamos con la Universidad ARCIS.

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CRÍTICA I.

CRÍTICA

CRÍTICA

Alejandra Castillo: Tal como describes la crítica cultural, ésta pareciera desarrollar dos modos diversos de entender la propia idea de “crítica”. Una definida en términos “afirmativos y declamativos” (crítica de oposición), que tendrá como contexto de emergencia la hegemonía de los Cultural Studies en la academia norteamericana y la instalación de la llamada democracia de los acuerdos en el Chile de los años noventa. La otra forma de entender el trabajo de la crítica es más bien “negativa”, en la medida que busca “desorganizar las versiones de lo existente que fabrica el orden hegemónico”. Ambas nociones de crítica, sin embargo, parecen responder a un concepto situacional o posicional de crítica, donde la crítica cultural intenta desajustar el orden de las representaciones dominantes y el “equilibrio funcional de las categorías predefinidas”. Estos desajustes y rupturas se realizan, en cada caso, contra “la tiranía lingüística de lo simple, lo directo y lo transparente”. En oposición a aquellas políticas del acuerdo comunicativo, en Residuos y Metáforas (1998), por ejemplo, tu apuesta crítica se ejercita en un habla más cercana a la opacidad y lo refractario. ¿En qué sentido “la opacidad” o los “artificios de sentido” lograrían romper el orden de la representación?

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Nelly Richard: Ya que la pregunta recoge el “contexto” como la dimensión viva y cambiante de una práctica, creo que valdría la pena recrear el trasfondo de circunstancias, debates y motivaciones sobre el cual se recorta la insistencia mía en el término “crítica cultural” durante la época a la que se alude. Bien lo sabemos, las denominaciones no valen en sí mismas sino I.

por el uso circunstancial y a menudo polémico que les asignamos a ciertos términos en la geografía de los discursos en donde se ubican, es decir, donde toman lugar y posición, para diferenciarse de otros términos que designan y clasifican lo ya establecido. Esta ubicación y posicionamiento de los términos en contraste marcaría un primer ejercicio “situacional” de la crítica.

El término “crítica cultural” comienza a instalarse, vinculado a mi trabajo, en el cruce de tres proyectos: 1) la Revista de Crítica Cultural;1 2) el Diplomado en Crítica Cultural de la Universidad de Arte y Ciencias Sociales ARCIS2 y, 3) la publicación de Residuos y metáforas. Ensayos de crítica cultural sobre el Chile de la Transición 3

Tal como bien lo señalas, la defensa de la “crítica cultural” tuvo que ver, en su momento más “afirmativo”, con dos estados de situación y discursos (mejor dicho: con dos estados de lengua) de los que pretendía desmarcarse mi proyecto de escritura: el primero deriva de los contactos bastante frecuentes que mantuve durante los años noventa con la academia norteamericana a través de los seminarios, coloquios y congresos —siendo los más emblemáticos de ellos los de LASA (Latin American Studies Association)— que me llevaron a discutir regularmente con varios colegas latinoamericanistas sobre las relaciones (no demasiado apacibles) entre los “estudios culturales latinoamericanos” departamentalizados en las universidades de Estados Unidos y sus otros informales diseminados en América Latina;4 el segundo se vincula al contexto de la transición en Chile y a la predominancia en él de aquellas voces de la sociología y la politología que interpretaban oficialmente los cambios acontecidos como un avance modernizador en lo económico (crecimiento) y en lo político (gobernabilidad), sin hacerse cargo de lo que ocultaba el éxito administrativo y comercial de este avance promocionalmente convertido en “imagen-país”. En ambos casos, la defensa que yo hacía de la “crítica cultural” trataba de llamar la atención sobre las zonas más convulsas y secretas, más tormentosas, de nuestra postdictadura que habían sido dejadas de lado por ambos aparatos de saberes (el aparato académico-

1 La Revista de Crítica Cultural, fundada en 1990, se publicó en Santiago de Chile hasta el año 2008 (18 años; 36 números) como una revista independiente que sirvió de tribuna editorial para muchos debates latinoamericanos sobre arte, cultura, política y sociedad. Una selección de textos de la Revista se encuentra publicada en: Debates críticos en América Latina, vol. I, vol. II y vol. III, editora: Nelly Richard, Santiago, ARCIS/Cuarto Propio/Revista de Crítica Cultural, 2008-2009.

2 El Diplomado en Crítica Cultural se realizó en la Universidad ARCIS con un formato de seminario —coordinado académicamente por Willy Thayer y Carlos Pérez Villalobos (Universidad ARCIS), Raquel Olea (Corporación La Morada) y dirigido por Nelly Richard (Revista de Crítica Cultural)— gracias al apoyo de la Fundación Rockefeller al proyecto “Postdictadura y transición democrática: identidades sociales, prácticas cultuales, lenguajes estéticos” (1997 – 2000).

3 Nelly Richard, Residuos y metáforas. Ensayos de crítica cultural sobre el Chile de la transición, Santiago de Chile, Cuarto Propio, 1998.

4 Quizás la última de esta serie de mesas redondas en las que participé haya sido la más significativa desde su título mismo: Estudios culturales: ¿El canto del cisne? Se realizó bajo la coordinación de Abril Trigo, Ana del Sarto y

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Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

Alicia Rios y tuvo lugar en LASA 2001, en Washington DC. La integraron: Walter Mignolo, Néstor García Canclini, John Kraniauskas y John Beverley. Sus organizadores enmarcaron el giro polémico que adquirió la discusión de la mesa con el siguiente planteamiento: “Partíamos, para esta mesa, de la urgencia estratégica en recuperar y reformular el pensamiento crítico cultural latinoamericano, para lo cual, creemos, los estudios culturales latinoamericanos constituyen un espacio crítico de primordial importancia y renovada vigencia. Todo ello no obstante que estemos viviendo muy posiblemente el fin de los estudios culturales latinoamericanos tal como hasta ahora los hemos entendido”. Presentación de Revista Iberoamericana dedicada a “Los estudios culturales latinoamericanos hacia el siglo XXI”, Número 203, Abril-Junio 2003, Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana. De mi participación en los congresos de LASA y otros seminarios internacionales durante los años noventa en Estados Unidos, rescato el diálogo cómplice —casi siempre fuera de las mesas oficialmente programadas— con quienes (Alberto Moreiras, Idelber Avelar, John Kraniauskas, Gareth Williams, Bruno Bosteels) estaban de acuerdo en insistir en la no-renuncia a la teoría como exigencia intelectual frente al anti-teoricismo que iba ganando popularidad en ciertas regiones del latinoamericanismo: unas regiones

metropolitano de los “estudios culturales latinoamericanos” en Estados Unidos; el aparato disciplinario-profesional de las ciencias sociales y políticas locales). Les reprochaba a ambas construcciones de discursos el haber marginado a lo simbólico-cultural y a lo crítico-estético (como unas dimensiones más afines al ensayismo del pensar a través del lenguaje propio de las humanidades) del dominio funcional de su conocimiento académico y técnico sobre cultura, mercado, política y sociedad; un conocimiento que eliminaba de sus reticulados de neutra aplicación del saber especializado todo lo áspero y lo sombrío, lo refractario de aquellas marcas violentamente ligadas a los destrozos de la memoria postdictatorial y, también, a los sobresaltos del lenguaje y la representación de su historia golpeada.

Veamos, primero, la tensión con los estudios culturales. Yo entablé un diálogo cómplice con ciertas aperturas de los estudios culturales cuyos efectos aún considero vitalizadores: la descanonización del valor universal y la crítica al formalismo académico que defiende, conservadoramente, la autonomía de los campos de estudio para salvar el rigor o la pureza de su método del amenazante contagio de los saberes fronterizos; la disposición a interpretar mensajes simbólicos que, al formarse en los cruces híbridos entre industria cultural, globalización capitalista y sociedades de la imagen, usan códigos muy distintos a los de la tradición letrada que sólo se preocupa de los “textos” en función de una convención restringida de la literatura; las orientaciones feministas y postcoloniales que introducen el análisis de las relaciones de poder, hegemonía, subordinación y resistencia como núcleo inherente a cualquier práctica significante y construcción de género e identidad. Creo que, tal como lo señala Stuart Hall, los estudios culturales fueron eficaces en “realizar una crítica ideológica del modo en que las humanidades y las artes se presentaban a sí mismas como conocimiento desinteresado”5. Me parecía, y aun me parece, que las aperturas que ofrecen los estudios culturales renuevan y transforman las tradiciones académicas al introducir en sus bordes las problemáticas de sujetos y objetos no-clasificados que las disciplinas convencionales tienden a excluir de sus recortes de especialización. También me interesa

3 I. CRÍTICA

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que la reivindicación de los “usos coyunturales de la teoría” (Stuart Hall) que postulan los estudios culturales —vinculados a localizaciones de la práctica en mapas específicos de intereses, conflictos y responsabilidades— estimule tránsitos entre el adentro y el afuera de la universidad a través de un activo diálogo con lo que Edward W. Said llama “la resistencia y la heterogeneidad de la sociedad civil”6. Pero junto con apreciar el efecto liberador de estas aperturas de fronteras, sentía que la versión dominante de los estudios culturales que se institucionalizó en los ochenta en la academia norteamericana obliteraba tres cuestiones que siempre me han importado: lo teórico (el análisis metacrítico de las condiciones de discurso de una práctica enunciativa; la autorreflexividad conceptual del decir, del hacer y del pensar); lo crítico-intelectual (la relación entre pasiones críticas, compromiso intelectual y vocación política en función de un determinado contexto de intervención histórico-social e ideológico-cultural) y lo estético (los modelajes simbólico-expresivos que le aportan densidad al trabajo del sentido con sus figuraciones de lenguaje). A diferencia de los estudios culturales que, dentro de la universidad, terminaron reorganizando el conocimiento en nuevos “campos” o “programas” de estudio que, por mucho que hayan nacido indisciplinados luego se mostraron fácilmente redisciplinables, la “crítica cultural” aludía, para mí, a una práctica del texto cuyo análisis crítico (entre lo “político y lo poético”, como bien dice Leonor Arfuch) se despliega en zonas fronterizas que “habilitan los desplazamientos, la valoración de los márgenes, de lo intersticial, de lo que se resiste al encerramiento en un 'área restringida' del saber y por ende a la autoridad de un dominio específico”7. Al preocuparse de la escritura como la materia a través de la cual se elabora la creatividad analítica del texto, la crítica cultural quería también marcar una distancia de enfoque pero, sobre todo, de estilo con la industria del paper que domina — cientificistamente— la producción de la academia transnacional en la que el abstract hace de guía explicativa de un razonamiento aplicado que abastece el mercado investigativo.

principalmente orientadas a la recopilación (sociologizante, antropologizante) del dato cultural. Compartimos, con Francine Maciello y Jean Franco, la irrenunciable convicción de que la crítica feminista es el más poderoso instrumento de desmontaje de los artificios (prejuicios, silenciamientos, exclusiones) a los que recurren abusivamente el saber-poder de las disciplinas, sus instituciones y representantes, constatando siempre la dificultad para hacer valer esta convicción entre los colegas masculinos más próximos. Sostuve también con John Beverley intercambios de posiciones en torno a la crítica cultural, los estudios culturales y los estudios subalternos que resultaron siempre productivos en la franqueza de sus acuerdos y desacuerdos. Con Néstor García Canclini y Jesús Martín Barbero, conversamos amistosamente durante años sobre los estudios de la cultura en América Latina y sobre cómo lo “latinoamericano”, más allá de sus campos de estudio universitarios, se altera en los cruces entre la academia, el Estado, el mercado y la sociedad civil.

5 Stuart Hall, Sin garantías: trayectorias y problemas, Bogotá, Envión Editores, 2011, p. 21.

En la escena local, lo que algunos llamábamos “crítica cultural” iba destinado a recoger lo que los sociólogos oficiales de la transición

6 Edward W. Said, El mundo, el texto y el crítico, Barcelona, Debates, 2004, p. 42l.

Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

7 Leonor Arfuch, Crítica cultural entre política y poética, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007, p. 209.

8 Comenta Julio Ortega, refiriéndose a la problemática del lenguaje y la escritura que buscaba tomar forma en mi libro: “Desde su primer libro Nelly Richard nos ha venido proponiendo un diálogo a la vez analítico y poético sobre los modos de producir el sentido del presente… Esta cualidad proyectiva de la crítica de N. Richard adquiere en Residuos y metáforas una nueva dimensión: la de la escritura. Me importa mucho poner en evidencia la cualidad mediadora del significante mismo en este libro, porque en la materialidad de la escritura creo ver aquí la crítica dialógica de este fin y comienzo de siglo… El lugar del discurso crítico es el de nuestra desactualidad, el margen desde donde se gesta el desbasamiento de lo codificado y normado, de la sanción de autoridad, y donde se abre el espacio de la heteropía crítica: es decir, la breve suma de una cristalización, en primer término, del mismo lenguaje crítico. … La ceniza sería la tinta de la dictadura: un cuerpo hecho ceniza se confunde con otro, porque uno a otro se borran. Restos sin representación, residuo sin metáfora. El libro de Nelly Richard es un proyecto reflexivo por oponer a esa ceniza una metáfora: el lenguaje como tinta de la inteligencia y como instrumento de la libertad”.

dejaron fuera de sus diagnósticos expeditos sobre la gobernabilidad de la política y su tecnificación de lo social: todo aquello que la memoria de la postdictadura arrastraba como desintegración y fractura de un campo de símbolos, experiencias y relatos que se había visto tan duramente trastocado por la violencia que sus materias lastimadas debían ser rastreadas por fuera de los lenguajes circunspectos de las ciencias profesionales que, en su factura investigativa recopiladora de datos objetivables, se negaban a acusar recibo de lo aflictivo del drama y del trauma. Residuos y metáforas, un libro que me gustó mucho escribir, fue el intento de entrelazar escenas de la transición con sus rectas explicativas; unas escenas que habían pasado desapercibidas (sucesos noticiosos, intervenciones universitarias, aconteceres urbanos, retratos fotográficos, narrativas testimoniales, etcétera) por no ser suficientemente “representativas” de las líneas de fuerza que priorizaba el análisis macro-político de la transición; unas escenas flotantes que, sin el zigzag de la crítica cultural, no podrían haberse juntado en una misma composición de lugar (la del libro) por lo disparejo de sus texturas y lo excéntrico de sus motivos. Residuos y metáforas tomó partido por lo fragmentario y lo minoritario de estas construcciones de signos aparentemente sueltas, casi errabundas en sus trayectos de sentido, desafiliadas de las series principales que acaparan la atención de la razón política y social con sus focalizaciones de problemas centralmente conocidos y reconocibles. La “heterotopía residual”8 de mi libro buscaba rastrear las huellas de lo vagabundo y lo inconexo que habían sido ignoradas por los saberes científico-sociales, para tejer a partir de ellas construcciones metafóricas y alegóricas de lo no-conciliado: cuyas partículas desintegradas de memoria traumática entraban en sordo conflicto con la discursividad integradora del consenso y del mercado que reguló la transición. En esto radicaría lo “negativo” de la crítica cultural a los saberes integrados, adaptativos, de las disciplinas de la transición.

Antes de Residuos y metáforas (1998) se publicó Chile actual. Anatomía de un mito (1997), de Tomás Moulian, que marca una ruptura muy notoria con el repertorio objetivo de las ciencias sociales y su mirada complacida sobre los logros de la modernización político-económica

5 I. CRÍTICA

en Chile. Moulian desoculta la violencia del pacto transicional, sus acomodos y travestismos, sus blanqueadores mecanismos de olvido y la asimilación neoliberal de la sociedad chilena a una economía de mercado que ejecutó minuciosamente la despiadada conversión de los “ciudadanos” en “consumidores”, demostrando la eficacia de sus resultados en el triunfo generalizado de lo empresarial y lo bancario como sistemas de rentabilización de los bienes y servicios que acaparan el diario vivir de los chilenos múltiplemente envueltos en redes de privatización. Chile actual es el primer libro (y así lo confirma el éxito de ventas del que gozó en los tiempos de su publicación) que le dio forma y expresión a lo latente del descontento, el malestar y la frustración sociales que acompañaban silenciosamente las fábulas celebratorias de una transición chilena que se mostraba demasiado orgullosa del tecnicismo político-institucional y económico-comercial de sus cálculos de intereses. Es importante releer Chile actual a luz de los estallidos del movimiento estudiantil del 2011, porque T. Moulian entrega con absoluta lucidez todas las claves de análisis del proceso de despolitización de la ciudadanía que usó la masificación del consumo y del crédito como fórmula de disciplinamiento de los modos de vida y de las expectativas sociales para que, adaptativamente, “este ciudadano credit-card, regulado por el consumo con pago diferido, tenga que subordinar sus estrategias de conflicto a sus estrategias de sobrevivencia como asalariado”9. Es como si el Moulian del Chile actual hubiese prefigurado enteramente el escándalo de La Polar (2011), al desmontar tan certeramente el rol de la deuda como artificio de aquella sociedad hiper-mercantilizada que, durante la transición, encadenó la subjetividad social a un control de sus placeres, haberes y deberes encargado de no dejarles más oportunidad a las vidas cotidianas que la del ¡rematarse en el saldo, la deuda y la hipoteca!.

Véase, Julio Ortega, Cajas de herramientas. Prácticas culturales para el nuevo siglo, Santiago de Chile, Lom, 2000, p. 89.

Moulian confiesa, en el Prólogo de Chile actual, que quiere separarse del léxico y de la racionalidad imperante en las ciencias sociales, dándose la libertad creativa de recurrir a ciertos artificios metafóricos que no le son familiares a la sociología.10 Sin embargo, el libro de Moulián sigue ajustado al verosímil de contenidos y razonamiento (más deductivo

9 Tomás Moulian, Chile actual. Anatomía de un mito, Santiago de Chile, Lom, 1997, p. 103.

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Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

10 “Utilizaré los recursos de la poética dentro de un discurso que, pese a esa intervención, no renuncia al uso del léxico de las ciencias sociales… Mi intención es reaprender a escribir produciendo este texto. Prefiero enfrentar los peligros del exceso retórico antes que el vacío de la pulcritud, las ambigüedades antes que el helado rigor de un saber redondo. Este es un ensayo. Su destino no se juega ni en la coherencia absoluta ni en la demostración formal de cada hipótesis. Se juega en la insinuación”. Al respecto, Tomás Moulian, Chile actual, op. cit., pp. 7-11.

11 Tomás Moulian, “Cuestiones de escritura. Comentarios a Residuos y metáforas de Nelly Richard”, Revista de Crítica Cultural, Nº 17, noviembre 1998, pp. 72-73. Sobre el planteamiento escritural de Residuos y metáforas, comenta Moulian: “La tesis que postula Residuos y metáforas es que la comunicación debe ser sacrificada a la expresividad. Sólo así un texto puede autonomizarse de las cadenas con que lo inmoviliza la lengua dominante… Esto plantea problemas cuando se recuerda que la crítica es un arma de la política y no una sección de la estética. La función de la crítica es la difusión de una subjetividad, la instalación de un sentido común renovado… El tema que plantea Richard es que la estética

que asociativo) que caracteriza al ensayo de tipo socio-político que suele preferir lo macro-referencial a lo micro-significante, lo explicativo a lo figurativo, la argumentación central a las digresiones laterales, la nitidez de los primeros planos a las escenas semi-desenfocadas. Desde ya, en la presentación que hace de Residuos y metáforas, Moulian expresa reservas frente al neo-barroquismo escritural del ensayo deconstructivo con el que identifica mi libro y reivindica la necesidad de hacerle guiños al “sentido común” de la opinión pública para garantizar algún tipo de intercambio comunicativo entre lo criticado (el Chile neoliberal de la transición) y la crítica (el discurso encargado de cuestionar este sentido común pero también, según Moulian, de renovarlo con puntos de vista que se dejen incorporar a los modos establecidos de comprensión de lo social sin someter dicha comprensión a la incómoda prueba de tantos despistes de lenguaje y sentido, por seductores que resulten a veces)11. Moulian no se muestra del todo convencido de cómo se integran a la crítica social los fragmentos de imaginarios a la deriva recogidos tangencialmente en Residuos y metáforas, unos fragmentos que no acceden fácilmente a la legibilidad pública por escaparse de los parámetros de conversióntraducción de lo social a claves generales de interés mayoritario. Willy Thayer sitúa con precisión el gesto de Moulian cuando comenta Chile actual en su texto de presentación: “No se consigue mucho criticando la actualidad con instrumentales demasiado 'extrañantes'. Sé crítico, dice Moulian, pero que tu crítica sea audible, que tenga referencia a la acción y la sociedad en que resides… Se trata, pues, de criticar manteniéndose en el borde de la audibilidad pública. Proponiéndose un lector amplio, el libro calcula un tipo de crítica de la actualidad en una lengua actual, comunicativa y representacional”12. Por el contrario, Residuos y Metáforas desconfía de lo “comunicativo y representacional” como regla práctica del intercambio discursivo que obliga a toda información a ser rápidamente consumida como mensaje u opinión, para que predomine así la utilidad de lo transmitido (contenido) por sobre las difracciones-refracciones de la forma y la sustancia a las que, en general, la seriedad del conocimiento metódico de las ciencias sociales les reprocha abusar -evasivamente- de la licencia poética. Las tramas simbólicas y expresivas en las que me fijé en

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Residuos y metáforas recogen lo “opaco” y lo “refractario” (lo no-traslúcido) de materias, posturas y hablas rebeldes a los vocabularios uniformados por el dominio comunicacional de un presente que la misma transición condenó a la liviandad de una actualidad sin restos (sin adherencias de memoria traumática) que debía ser hablada por lenguajes sin sombras (sin los recovecos de la duda ni los pliegues de la sospecha; sin la reserva melancólica del desafecto).

“La tiranía lingüística de lo simple, lo directo y lo transparente” la ejerce diariamente el populismo mediático que busca fundirnos en la misma comprensión prefabricada de lo social que serializan las industrias de la comunicación. La tarea ideológica del mercado comunicativo es la de uniformar los modos dominantes de decir, ver y leer que, al naturalizarse, se ofrecen como los únicos modos aparentemente disponibles y eficaces para comentar lo real-social e, incluso, para denunciarlo o impugnarlo.

Si la crítica pretende desorganizar las versiones consensuadas de lo dominante, debe experimentar con lenguajes otros que al menos, desconfíen del simplismo verbal transmitido por los léxicos estereotipados de los medios de actualidad. Estos otros lenguajes de la crítica tienen la gracia de hacernos saber que para el arte, la literatura o el ensayismo, existe una diferencia entre “comunicación” y “expresión” que se juega en la ambivalencia, la paradoja y el secreto, el desajuste, la inadecuación. Las voces de la crítica son muchas y alternan sus modos y recursos (presentativos y argumentativos) según las tribunas editoriales que ocupan circunstancialmente: no se interpela bajo idénticas condiciones de escritura al mismo público desde la revista académica, el ensayo crítico o la columna de prensa. El ensayismo crítico (en tanto género minoritario) no debería temerle a una poética del nombrar cuyos conceptos no se amoldan a lo predeterminado de la significación común. El insistente y banalizador reclamo en contra del “escribir en difícil” (¡un reclamo que se escucha a cada vuelta de la esquina!) no sólo funciona como el síntoma antiintelectual de un violento rechazo a las teorías críticas en tanto teorías que, precisamente, examinan cómo se arma la relación (predecible o desafiante) entre las ideologías de la representación, las retóricas discursivas y las

de la oblicuidad, al torsionar y oscurecer, sería generadora de una potencia crítica. Leída desde esta perspectiva, la de una lucha de poder entre escritura y lector, la tesis de Richard cobra mayor interés, aplacando el estigma de su elitismo. La autora ve en la oscuridad el camino a través del cual el lector se constituye como sujeto. Ni la oblicuidad ni la torsión tienen el objetivo de torturar al texto, sino se instalan para construir obstáculos que alienten la reflexividad. Pese a su innegable seducción, la estrategia narrativa que monta Richard no puede ser considerada como la única forma posible del relato crítico… Pero Residuos y metáforas es un libro notable. Pienso que si su estrategia narrativa consistiera sólo en la torsión y la oblicuidad no alcanzaría ese grado de interés. Lo logra porque opera otro componente de la estrategia narrativa, que es el barroquismo. El barroquismo de Richard procede por sobresaturación, por abundancia excesiva, por despilfarro. Esa sobreabundancia crea el clima fascinante de la escritura”. [p. 72]

12 Willy Thayer, “Como se llega a ser lo que se es”, Revista de Crítica Cultural, Nº 15, noviembre 1997, p. 63.

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políticas del significado que se cruzan en cada enunciado para darle cuerpo y sustancia a la experiencia social mediante operaciones con el lenguaje. Además, este reclamo facilista en contra del “escribir en difícil” obliga a todos los textos a converger en lo “masivo” como si este fuera el único horizonte de comunicación deseable: un horizonte que se basa en una medianía del sentido hablada por un idioma promedio que, en nombre de lo general y lo común, castiga cualquier excepción o desvío de la lengua que no consienta el estándar de lo mayoritario. La crítica (incluso la crítica social o política) no debería rehusarse a problematizar el nexo entre montajes discursivos, figuras de lenguaje y configuraciones de mundos ya que de ello depende la capacidad de innovación del pensar disconforme. Al menos en el ensayo, donde el cómo se dice lo que se dice se vuelve parte del problema a tratar (ahí la teoría es la capacidad reflexiva del lenguaje para que el texto se de vuelta críticamente sobre su propia urdimbre), la crítica puede multiplicar las asociaciones imprevistas entre palabras e imágenes para que la lengua despliegue su máxima potencialidad creadora, es decir, para que logre aproximarse a percepciones y concepciones de universos mentales aún no integrados a las rutinas comunicativas del intercambio mediático que se declara renuente a toda extrañeza de vocablos y a todo juego de extrañamientos.

En todo caso (¡y por suerte!) nunca está prediseñada una relación segura entre el texto y los destinatarios de la crítica. Suponer de modo demasiado calculado que los lectores van a coincidir con lo que dictan las mediciones de la sociología del consumo cultural — que reparten a priori el universo de la lectura entre lo “comprensible” y lo “ininteligible” — es impedir que el origen de y los destinos de los textos cursen los múltiples traspasos y relevos que los esperan fuera de las tipologías en uso: los artistas y los críticos "construyen la escena en la que la manifestación y el efecto de sus competencias son expuestos, los que se vuelven inciertos en los términos del idioma nuevo que traduce una nueva aventura intelectual. El efecto del idioma no se puede anticipar. Requiere de espectadores que desempeñen el rol de intérpretes activos, que elaboren su propia traducción para apropiarse la 'historia' y hacer de ella su propia historia. Una comunidad emancipada es una

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comunidad de narradores y de traductores”13. He podido contar, felizmente, con estos “narradores” y “traductores” que, durante años, han acompañado fielmente mis textos desplazándose entre lo artístico, lo teórico, lo crítico y lo político, sin quejarse demasiado por estos sobregiros…

Miguel Valderrama: Si la “crítica cultural” debe necesariamente presentarse a partir de una “determinada geografía de discursos”, habría que advertir, de igual modo, que esta geografía no puede describirse sin mencionar los grandes temblores de tierra que la afectan. En este sentido, la caída del Muro de Berlín en 1989, no sólo marca el fin de los así llamados socialismos reales, sino que también data historiográficamente el término de un periodo histórico, llámese este siglo veinte o modernidad. La “crítica cultural” parece surgir en medio de estos cataclismos, como una especie de respuesta o mutación asociada a estas grandes transformaciones históricas y culturales. Ahora bien, desde posiciones antagónicas al proyecto que se vislumbra en la Revista de Crítica Cultural (1990), o ya claramente en Residuos y metáforas (1998), se suele señalar este condicionamiento histórico con el objeto de destacar las filiaciones que la “crítica cultural” tendría con la derrota de la izquierda y con un pensamiento de la derrota. Aquí, como es sabido, toda excitación por el margen y los intersticios, toda apuesta por lo fragmentario y lo minoritario es leída automáticamente como una capitulación encubierta al sistema. Igualmente, es posible encontrar entre comentaristas más afines a la “crítica cultural” posiciones que dudan de la fuerza de intervención y de la potencia de mutación de una crítica de los intersticios en el marco ilimitado del “capitalismo mundial integrado”. Esta segunda posición observa en la noción misma de “crítica”, tal y como ella fue elaborada en la modernidad (es decir, como trabajo de “distancia” y “separación”), el principal obstáculo que una práctica oposicional enfrentaría en la actualidad.

13 Jacques Rancière, El espectador emancipado, Buenos Aires, Manantial, 2010, p. 28. Las cursivas son mías.

A pesar de sus diferencias, se puede observar en ambos cuestionamientos una común preocupación por la posibilidad del acto crítico. Atendiendo a estos cuestionamientos, y principalmente a la geografía y a los temblores de tierra que los han hecho posible, cabría preguntar por los modos en que la “crítica cultural” inscribe su trabajo en el marco general

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14 Terry Eagleton, Walter Benjamin o hacia una crítica revolucionaria, Madrid, Cátedra, 1981, p. 153.

de estas transformaciones o mutaciones epocales. ¿La unión necesaria entre prácticas estéticas y prácticas políticas que la “crítica cultural” activamente promueve se organiza, acaso, desde la necesidad de ofrecer una alternativa a la crisis del proyecto moderno de la racionalidad política? ¿La “crítica cultural” ha ajustado cuentas con la noción de crítica modernista? O por el contrario, ¿piensas que es necesario defender todavía un concepto de crítica de raíz modernista?

Nelly Richard: Resulta casi imposible hablar de crítica cultural, de modernidad y catástrofe sin partir evocando el nombre de Walter Benjamin. Las teorizaciones heterodoxas de Benjamin con sus mezclas inoficiales de cuerpos desintegrados por los recortes de la cita (el marxismo, el barroco alemán, la mística judía, la estética surrealista) que lo sitúan al margen de los grandes sistemas filosóficos que suelen despreciar lo que a él le encantaba: lo fragmentario, lo cotidiano, lo menor (el “acontecimiento pequeño”), es un ejemplo admirable de una crítica cultural que se piensa como “crítica revolucionaria” en el sentido de una crítica que “desmantelaría los conceptos dominantes de 'la literatura', reinsertando los textos literarios en el campo de las prácticas culturales en general”. Procuraría relacionar estas prácticas con otras formas de actividad social y transformar las estructuras culturales mismas. Articularía su análisis 'cultural' mediante una intervención política coherente. Deconstruiría las jerarquías literarias y valoraría de distinta forma los juicios y las asunciones recibidas: se ocuparía del lenguaje y del 'subconsciente' de los textos literarios para revelar el papel que éstos tienen en la formación ideológica del sujeto; y si fuera necesario movilizaría estos 'textos' por medio de la 'violencia' hermenéutica en una lucha por transformar estos temas dentro de un contexto político más amplio".14 Este modelo de crítica cultural —que yo suscribiría con gusto— aparece identificado en un pequeño y vibrante texto de Terry Eagleton (Walter Benjamín o hacia una crítica revolucionaria) que, por alguna razón, se escapa de las bibliografías generalmente mencionadas en los eruditos textos sobre Benjamin escritos desde la filosofía en Chile.

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Volviendo a lo nuestro… Quizás logre trazar un puente entre el tema de la “crítica cultural” y el proyecto editorial de la propia Revista para abordar algunas de inquietudes aquí planteadas sobre el trance entre la modernidad y su crisis, en vista a identificar posibles estrategias de desmontaje y resistencia a lo dominante. Si observamos el planteamiento gráfico-editorial del número 1 de la Revista de Crítica Cultural (mayo 1990), veremos la imagen del registro-video de una de las intervenciones de Lotty Rosenfeld, la que se montó en el hospital abandonado de Ochagavía (Comuna de San Miguel) donde la artista conjuga la imagen del piloto alemán Mathías Rust aterrizando en la Plaza Roja de Moscú en 1987, en pleno corazón de la URSS ya amenazada de desaparición, con la votación del plebiscito de 1989 que le pone término a la dictadura de Pinochet y abre el periodo de redemocratización en Chile. El primer cruce que exhibe la tapa de este número de la revista se traza entre el arte y la política como una cita que la Revista de Crítica Cultural ha reeditado a lo largo y ancho de su trayecto editorial para sorprender el contenido de los artículos teóricos con operaciones gráficas que descentraran su lectura hacia una visualidad reflexiva -fuera de toda subordinación ilustrativa- a comportarse como otro texto más.15 El segundo cruce se produce entre lo global y lo local al evocar, por un lado, la caída del muro de Berlín como símbolo del final de la era de los socialismos reales y, por otro, el fin de la dictadura en Chile que redefinió nuestro escenario político-nacional. Esa primera tapa de la Revista de Crítica Cultural grafica los trances y tránsitos de un mundo político-ideológico en profunda mutación de sus fronteras nacionales que se verá luego invadido, transnacionalmente, por el auge neoliberal de las economías de mercado que modifican las relaciones entre centros y periferias (norte y sur; primer y tercer mundo; desarrollo y subdesarrollo; imperialismo y colonialidad) y, por ende, redefinen los ejes de lo latinoamericano como formación geo-cultural disparejamente atravesada por las redes de la globalización capitalista. Fronteras y cruces, trances y tránsitos, mutaciones y crisis, deslindes y atravesamientos que nos hablan de un paisaje contemporáneo de contornos inciertos en el que ya no podemos confiar en el significado único y último de una razón predeterminada de la historia o la sociedad (el desarrollo pleno de la humanidad como culminación del progreso civilizatorio; la

15 Así lo lee T. Escobar: “Quizás una de los expedientes más efectivos de la gesta de la Revista de Crítica Cultural se encuentre constituido por la contaminación de los discursos por las imágenes (o por las figuras, en el sentido de Lyotard). Esta interferencia promueve que los conceptos se deslicen de sus propios contornos y puedan internarse en zonas donde no llegan los símbolos. .. Los disturbios que produce la irrupción de lo imaginario en el lenguaje permite, así, una política de la mirada que busca cautelar la mínima distancia sin caer en las blandas seducciones del mercado ni retroceder a una versión sacralizada del aura. En esta dirección la Revista desemboca siempre en una poética”.

Véase, Ticio Escobar, “Un acontecimiento fundamental de la cultura latinoamericana”, Nelly Richard (ed.), Debates críticos en América Latina III, op. cit., p. 11.

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La primera reacción polémica al supuesto “postmodernismo” de la Revista de Crítica Cultural provino de Hernán Vidal y está referida del siguiente modo por Ana del Sarto: “Dos años después de que la revista viera la luz, se planteó una intensa e interesante polémica entre Hernán Vidal, crítico chileno residente en Estados Unidos, y Nelly Richard. En ‘Postmodernism, Postleftism, Neo-Avant-Gardism: The Case of Chile´s Revista de Crítica Cultural’, Vidal propone, a partir de un collage de citas y paráfrasis de los artículos en ella publicados hacia finales de 1992, analizar ‘por qué y cómo la Revista de Crítica Cultural se apropia de la problemática postmodernista y la introduce en la práctica cultural chilena como un punto neurálgico para la agitación política y artística’. Como férreo representante del materialismo histórico, Vidal se propone desmontar la trampa ideológica de la sensibilidad postmoderna. A su entender, en el caso de la neovanguardia chilena, esta trampa consiste en sustituir la política por la estética. Según Vidal, el grupo de intelectuales reunidos en torno a la Revista respondieron al trauma del Golpe del 73 a través de una “versión psicoterapéutica del vanguardismo cultural”. Por ello Vidal cree que “el postmodernismo de vanguardia al asumir el desorden de tensión postraumática oscurece los orígenes reales de la violencia que causó el trauma social en Chile y distorsiona y desorienta las energías que así se generaron”. La polémica aparece referida

revolución proletaria como fin de la explotación mundial), ni tampoco en el esencialismo de identidades basadas en un núcleo homogéneo de propiedades originarias (el “ser latinoamericano” como macro-referente continental de lo “propio” de América Latina). Tanto el anuncio de la caída del muro de Berlín que, en la imagen-video de la obra de Lotty Rosenfeld, se junta con la votación plebiscitaria que sancionó el retorno a la democracia en Chile como, en los contenidos de este número 1 de la Revista de Crítica Cultural, el texto de Néstor García Canclini sobre las “estrategias para entrar y salir de la modernidad” desde la “hibridez latinoamericana”, daban cuenta de cómo la revista se interesó desde un comienzo en estas “grandes transformaciones históricas y culturales” a las que alude tu pregunta. Quizás haya sido la decisión crítica del ubicarse en la zona de trizaduras de los paradigmas omnicomprensivos que regían la modernidad y, por lo mismo, del asumir las incertidumbres que conlleva la pérdida de anclajes seguros en los fundamentos unilineales del pensamiento histórico-científico de la tradición marxista lo que le valió a la Revista de Crítica Cultural que se la tachara de “postmoderna”, sobre todo desde una cierta izquierda.16

Sabemos de las incomodidades que trae el uso del término “postmodernidad”, sobre todo en América Latina. Fueron innumerables las discusiones, durante los ochenta, en torno a la siguiente pregunta: ¿cómo atreverse a hablar de “postmodernidad” en regiones periféricas donde la modernidad y la modernización, en sus dimensiones de progreso y emancipación, son aspiraciones inconclusas y proyectos truncos que, por lo mismo, no podemos dar por cancelados antes de que hayan cumplido sus metas universales de libertad e igualdad?

Esa pregunta adquiría sentido basada en el supuesto de que lo "post" se entiende como un “después de”, según una recta evolutiva que ordena linealmente sucesiones y reemplazos en base a cortes nítidos. Creo, más bien, que lo “post” —como una zona difusa de superposiciones y entrecruzamientos de registros no diacrónicos — no pertenece al orden simple de una cronología hecha de despidos y cancelaciones, sino a la mutación de ciertos paradigmas que la modernidad creía enteramente sólidos y que luego

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se fragmentaron, abriendo paso a estados de sensibilidad y pensamiento más fluctuantes e indeterminados. El “post” (postestructuralismo, postmarxismo, postfeminismo, etcétera) marca, entonces, un salto epistémico que ayuda a reconceptualizar ciertos nudos teóricos de las matrices de origen del discurso de la modernidad (en la filosofía, la historia o la cultura), desocultando lo que había quedado reprimido o silenciado por sus dogmas y cánones. Si bien estas interminables discusiones sobre si es válido o no hablar de postmodernidad en América Latina ya perdieron vigencia, sigue flotando mañosamente la caricatura de lo “postmoderno” como sinónimo obligado del “fin de la historia” (Fukuyama) o de “las estéticas del simulacro” (Baudrillard), para desacreditar a quienes se atreven a desmarcarse de las epistemologías tradicionales y a salirse de las categorías del marxismo clásico, tratando de hacer dialogar lo más valioso del legado de la izquierda con referentes no ortodoxos. Aunque no me satisface para nada la vaguedad del término menos aún la moda frivolizadora que acompañó su divulgación, considero que en el campo de la teoría cultural debemos ser responsables en diferenciar los significados de lo que nombra el “postmodernismo”, remitiendo dichos significados a las configuraciones discursivas (autores, genealogías, procedencias, usos) en las que adquiere sus distintos e, incluso, opuestos valores de inscripción, para introducir el rigor de ciertas precisiones necesarias en contra de las trivialidades reinantes y corregir así la utilización indiscriminada de esta etiqueta de lo “postmoderno”, cuando va solamente destinada a invalidar cualquier problematización crítica de los dogmas de la modernidad. Acordémonos, por un lado, que Perry Anderson y Fredric Jameson han sido los primeros teóricos en analizar el postmodernismo desde los cambios de modos de producción que trae el “capitalismo de acumulación flexible” descrito por David Harvey, sin abandonar el materialismo crítico de su formación marxista. Esto quizás explique que la primera versión del influyente texto de Fredric Jameson El postmodernismo o la lógica cultural del capitalismo tardío se haya publicado en 1986 nada menos que en la prestigiosa revista cubana Casa de las Américas a la que no podríamos calificar precisamente de neocapitalista.17 Recordemos, por otro lado, que Hal Foster, en su Prólogo a la primera recopilación de textos contenida en Anesthetics que circuló traducida al español bajo el título

en Ana del Sarto, Sospecha y goce: una genealogía de la crítica cultural en Chile, Santiago de Chile, Cuarto Propio, 2010, pp. 263-267.

17 “Un término ya conocido en el ámbito artístico y académico desde los ochenta comenzó a circular con inusitada fuerza en el contexto cubano.

Bajo su poder de convocatoria se expresaron diversas actitudes que canalizaban, a la vez, los más dispersos anhelos. La noción de postmodernismo —episteme, condición, estilo, ideología, visión del mundo, dominante cultural, sensibilidad, época— irrumpió en el entorno cultural cubano como un espíritu burlón que venía a complicar aún más las candentes confrontaciones y debates nacionales. La condición burlesca de esta alma en pena parecía provenir, no de la tendencia paródica vinculada con las propias coordenadas estéticas del fenómeno , sino de lo irónico que podía resultar a primera vista la discusión de una tendencia que se definía asociada a la fase postindustrial del capitalismo tardío desde una realidad en la cual se anunciaba por la radio el regreso a formas de tracción animal en la agricultura y el transporte, para no hablar de lo galácticamente remota que resultaba –y aún resulta- la idea del resto del mundo unido a través de los nuevos canales y redes electrónicas… En 1986, la Casa de las Américas rompió el silencio en torno a esta temática con la

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publicación de “El postmodernismo o la lógica cultural del capitalismo tardío” de Fredric Jameson”. Véase, Introducción de Margarita Mateo Palmer a El postmoderno, el postmodernismo y su crítica. Selección de Desiderio Navarro para una Edición especial de Criterios. La Habana, 2007, pp. 9-11.

18 Hal Foster (ed.), La Posmodernidad, Barcelona, Kairós, 1985.

19 Boaventura de Sousa Santos, “De lo posmoderno a lo poscolonial y más allá de uno y otro”, Una epistemología del Sur, Buenos Aires, Clacso/Siglo XXI, 2009, pp. 336-365.

20 Esa pregunta debería responderla Gabriel Salazar quien se obsesiona con desacreditar a los supuestos “postmodernos” chilenos (¿quiénes son?) con la caricatura simplista de que encarnan una moda del “simulacro” que, en rigor, ninguno de los que trabajamos en el campo local de la teoría crítica hemos tomado nunca en serio. G. Salazar, insiste, por ejemplo, en decir: “Y claro, hoy día, una gran cantidad de intelectuales chilenos se solaza manipulando la “teoría” de la postmodernidad en todas sus variantes íntimas: la fragmentación, el sin sentido, la sustitución de la teoría social por la estética de la seducción, la historia social desplazada por la semiología y el análisis de discursos… Monería, pues, monería como siempre… que sirve para

de La postmodernidad en 1985,18 marcaba la diferencia —oportuna, según yo— entre un “postmodernismo de reacción” (reaccionario o conservador: a favor del giro neoliberal) y otro “de resistencia” (crítico-deconstructivo) que buscaba sacar lecciones renovadoras de la modernidad, excediendo para ello sus categorías históricas y filosóficas con el fin de comprender mejor el nexo entre cultura y política en el presente de las sociedades de la imagen donde la globalización mediática ha consumado la fusión entre lo simbólico y lo económico. El portugués Bonaventura de Sousa Santos también partió evocando, hace ya algunos años, la precaución de tener que distinguir entre un “postmodernismo celebratorio” (aquel que festeja el debilitamiento de lo social, la renuncia a los proyectos colectivos y el conformismo de lo individual) y un “postmodernismo de oposición” que, habiendo acusado recibo de las fracturas de la narrativa dominante de la modernidad y, también, de ciertas limitaciones del marxismo clásico, se resiste sin embargo a la desaparición de lo político-emancipador y sigue estimulando la búsqueda de nuevos planteamientos anticapitalistas.19 En rigor, a cada vez que se emplea la etiqueta de “postmoderno” para descalificar políticamente a una teoría contemporánea, sería exigible una precisión respecto de cuál es el “postmodernismo” al que se refieren sus detractores: ¿el del “fin de la historia” con su ideología desmovilizadora de lo político que le hace guiño al relativismo neoliberal o bien, por el contrario, el de la reivindicación anti-canónica y, por lo mismo, emancipadora, de los muchos sujetos de una historia finalmente plural cuyas voces habían sido oprimidas por la narrativa maestra de la razón moderna-universal?20

Aunque está claro que no resulta conveniente usar un término tan propicio a los malentendidos, lo que designa, en algunas de sus acepciones, lo "postmoderno" subraya las fracturas de un proyecto civilizatorio de realización plena de la universalidad (el de la modernidad occidental dominante) que confiaba firmemente en que sus ideales de razón y progreso debían guiar homogéneamente la marcha de la historia representando a todos sus sujetos por igual. Estas fracturas de una racionalidad uniforme se encontraban, sin duda, ya presentes en la modernidad como desfases o pliegues, pero eran sistemáticamente ocultadas por la ideología colonizadora

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y desarrollista del progreso. Lo “post” —entendido como registro (que incluye y, al mismo tiempo, rebasa lo que le antecede) y no como fase— afirma que ya no es posible creer en la verdad superior de una razón absoluta de la ciencia, la historia, la política, la economía, la sociedad. Creo muy difícil no compartir esta lectura sintomal (desde la filosofía, el marxismo, las ciencias sociales, el arte y la literatura) de un cambio de sensibilidad y comprensión en y de lo contemporáneo, más allá de las conclusiones que saquemos de este diagnóstico de época. La teoría feminista y la teoría postcolonial han demostrado convincentemente que, al cuestionar la jerarquía de la autoridad cultural detentada durante siglos por la modernidad occidental-dominante, la flexión postmoderna quiebra la macro-narrativa de una razón suprema y libera las voces de lo otro y de los otros cuyos subrelatos se habían visto opacados por el canon metropolitano (blanco y masculino) que reguló durante siglos las culturas y las identidades. Esta es otra perspectiva para explorar la productividad del encuentro heterológico entre, por un lado, el desmontaje postmoderno de las macro-racionalidades opresivas y, por otro, los descentramientos de la periferia latinoamericana que cuestionan el imperialismo de lo occidental-metropolitano.

disimular, precisamente, nuestra premodernidad… Es puro consumismo importado, como siempre”.

Véase, Gabriel Salazar, Conversaciones con Carlos Altamirano. Memorias críticas, Santiago de Chile, Random House, 2010, p. 69.

Otra parte de tu pregunta apunta, según entiendo, a cómo la crítica cultural interpreta la derrota de la izquierda y cuál es el tipo de “práctica oposicional” que podría hacer valer en contra de lo hegemonizado por el dispositivo neoliberal en circunstancias en que ya no podemos dejarnos guiar por una clave única de rebelión social ni de triunfo político. Si hubiese que responder desde la Revista misma, yo diría que muchos artículos a lo largo de varios números se dedicaron a tomar nota de la necesidad de revisar críticamente el legado marxista para romper con lo que persistía en él como bloqueos, clausuras, esquematismos y totalizaciones, sin abandonar por ello el deseo de impulsar nuevas iniciativas políticas que le dieran fuerza a un proyecto de izquierda mediante una revisión crítica de los significados de “democracia”, “socialismo”, “comunismo”, “justicia”, “igualdad”, “libertad”, “revolución”, “emancipación”, “derechos”, “soberanía”, etcétera. Uno de los números de la revista que más me gustó producir fue el número 20: Ser de derecha, ser de izquierda (junio 2000). Enteramente cruzado por las imágenes

Al leer Historiografía postmoderna, de Luis de Mussy y Miguel Valderrama, queda claro cómo Gabriel Salazar protege la superioridad de su dominio historiador sobre “los de abajo” ridiculizando como “monería” (“postmodernista”) cualquier obligación teórico-epistemológica a que la historiografía se piense contemporáneamente en función de una “crítica de la representación” ; una crítica que la obligaría a problematizar el cómo de su producción de narrativas desde una conciencia autocrítica de los recursos de la voz y la enunciación. Al respecto, Luis G. de Mussy y Miguel Valderrama, “Historiografía postmoderna. Un manifiesto”, Historiografía postmoderna. Conceptos, figuras, manifiestos, Santiago de Chile, RIL Editores, 2010, pp. 19-36.

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de la grandiosa Batalla de Chile de Patricio Guzmán y el fervor popular de los cuerpos insurrectos tomándose las calles durante el gobierno de Salvador Allende para encarnar en ellas el sueño revolucionario, el índice del número incluía los siguientes textos: “El neoliberalismo; utopía (en vía de realización) de una explotación sin límites”, de Pierre Bourdieu; “Contra la mímesis: izquierda cultural, izquierda política”, de Beatriz Sarlo; “Más allá de la izquierda melancólica”, de Andreas Huyssen; “El marxismo realmente existente”, de Fredric Jameson; “Soberanía y derecho internacional”, de Jacques Derrida; “Nuevas militancias”, de Jean Franco; “El imaginario igualitario”, de Ernesto Laclau; “Movilizar pasiones”, de Chantal Mouffe. La tensión productiva, repetida en varios números de la revista, entre la izquierda clásica y las nuevas prácticas emancipatorias de una subjetividad que podemos volver a calificar de “revolucionaria” pese a que no se parece a la del marxismo tradicional, deja constancia que la crítica cultural nunca renunció a pensar políticamente alternativas de resistencia teórica y práctica a los imaginarios de la dominación concibiendo para ello nuevos tipos de lenguajes; nuevos modelos de corporeidad y subjetividad individuales y colectivos.

¿Pero a qué llamarle “crítica oposicional” cuando, en la era mediática de una cultura post-letrada, la figura misma del “intelectual” ha entrado en crisis de representación y legitimidad? Volvamos al estatuto moderno de la crítica y a la tensión entre unidad-totalidad y fraccionamientodispersión que subyace a las preocupaciones recogidas en tu pregunta a propósito de las retóricas supuestamente desvinculadoras de todo proyecto colectivo, del fragmento y del intersticio que, según algunos, caracterizarían al discurso de la crítica cultural destinándolo fatalmente a la impotencia.

No es secreto para nadie que los principios en los que se fundaba la crítica modernista (separación, distanciamiento) se han visto sacudidos por el régimen de promiscuidad de los signos con el que la globalización capitalista mezcla y revuelve lo intercambiable de sus diversas series, haciendo que el mercado desjerarquice velozmente posiciones, valores y mensajes. Esto quiere decir que no hay un afuera del sistema y que, por ende, cualquier acto crítico se encuentra siempre implicado en el interior

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de las estructuras de poder donde pretende generar alguna disrupción de sentido. Ya no es razonable ubicar a la crítica en un límite de distanciaseparación trazado inalterablemente desde alguna exterioridad pura, como si ese límite se encontrara milagrosamente intocado por los efectos contaminantes del “Capital Mundial Integrado” (Félix Guattari). Pero que no exista una extraterritorialidad de lo crítico respecto de lo criticado (la sociedad de mercado y del espectáculo; la institucionalización del poder; la fusión de lo económico y lo cultural), no quiere decir que no existan lugares eventualmente disponibles para actuaciones que, en lugar de confundirse pasivamente con los engranajes del sistema capitalista, tratan de obstruir parcialmente su funcionamiento generando algún tipo de corto-circuito e interferencia en el interior de sus cadenas de transmisión de los signos. La crítica debe mostrarse atenta a las zonas de mayor vulnerabilidad y fallas de los subsistemas que integran el conjunto de lo dominante para realizar, localizadamente, cortes que alteren sus circuitos de reproducción e integración dóciles. No me parece que la abolición de la noción (modernista) de “distancia” como “separación absoluta” sea equivalente a la muerte de la crítica, ya que los actos críticos, en tanto actos micro-situados, conjugan sus espacios y tiempos, sus modalidades, explorando las brechas y fisuras detectables en el interior de los sistemas y subsistemas que configuran una totalidad. Si consideramos que una de las tareas del arte y de la crítica es la de “escindir la unidad de lo dado y la evidencia de lo visible para diseñar una nueva topografía de lo posible”, deberemos suponer que “no hay ningún mecanismo fatal que transforma la realidad en imagen, ninguna bestia monstruosa. Lo que hay son simplemente escenas de disenso, susceptibles de sobrevenir en cualquier parte, en cualquier momento. Por eso, toda situación es susceptible de ser hendida en su interior, reconfigurada bajo otro régimen de percepción y de significación”21

21 Jacques Rancière, El espectador emancipado, op. cit., p. 51.

Algunos, con un dejo de suspensión nihilista, consideran que seguir apostando a la viabilidad de estos actos críticos es una pretensión ingenua y que ni siquiera vale la pena intentar generar estos quiebres en los planos de organización capitalista porque el mercado planetario y sus efectos de desintegración generalizada terminan inexorablemente por

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Richard
y política: Conversaciones con Nelly

22 Jacques Rancière, Momentos políticos, Buenos Aires, Capital Intelectual, 2010, p. 16.

anular cualquiera de estos intentos. Otros, desde la no-renuncia de la izquierda marxista a la idea de que los cambios revolucionarios deben ser macro-estructurales para transformar definitivamente el sistema entero, estiman que torcer algunos de los segmentos a través de los cuales se ramifican las dominaciones de poder es completamente insuficiente porque estas micro-políticas del fragmento fallan en la necesidad de enfrentarse globalmente a la Totalidad social. A mí me parece que lo “mucho”, lo “poco” o lo “nada” de la efectividad política de los cortes y alteraciones de planos que realiza la crítica dependen: 1) del emplazamiento de los actos críticos en un determinado contexto de significaciones, prácticas e instituciones: no hay cómo decretar en abstracto lo que puede o no la crítica porque la apuesta de cada una de sus intervenciones es siempre contextual, es decir, relativa a condiciones de posibilidad (tiempos y espacios, modos y alcances) nunca generalizables de antemano desde la categoricidad de una sentencia que lo afirma o lo niega todo en bloque sin examinar los matices de lo singular-particular de cada trazo y ; 2) de las asociaciones susceptibles de urdirse entre el gesto localizado de la crítica y su vecindario de realidades y discursos para intentar la combinación de más de una escala a la vez en el corrimiento, por vías de la intercalación o del contagio, de los marcos de organización de lo dominante. Se podría decir lo mismo de “la crítica” de lo que dice J. Rancière de “la política”: sus textos son siempre “de circunstancia” en la medida en que “no existe política (ni crítica) fuera de las circunstancias que cada vez obligan a discernirla(s)”22.

La intersticialidad del fragmento no lleva al puro goce destino el goce disolutivo. Lo parcial y lo local del fragmento no tienen porqué desentenderse de las imbricaciones de series que arman las imágenes de “totalidad” que se nos imponen. Aunque sólo se ubique en un pequeño segmento del dispositivo total, la crítica puede ayudar a desmontar ciertos ensamblajes de piezas generando repercusiones (teóricas y políticas) que van más allá de lo inicialmente circunscrito, debido a cómo las ondas de resonancia entre la parte y el todo se propagan según múltiples e insospechadas líneas de pendiente que deben ser empujadas solidariamente en sus inclinaciones hacia el cambio. La vocación política de la crítica

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debería llevarla a desocultar el modo en que los fragmentos intervenidos de escenas supuestamente aisladas se vinculan con las lógicas de conjunto que incluían discretamente a estos fragmentos en su unidad, para alertar las conciencias sobre lo semi-invisible de las costuras que unen las partes con el todo. No nos olvidemos, además, que la sistematicidad del sistema funciona a veces como realidad oculta y otras veces omo la proyección de una falsa ilusión a través de la cual la crítica, habiendo magnificado el sobre-dominio inquebrantable de un poder absoluto del sistema, transmite el sentimiento negativo de su propia impotencia.

Hay otro principio de la crítica modernista que se ha visto trastocado por la nueva dominante cultural del capitalismo intensivo: el que la facultaba para ejercer una autoridad del juicio que le permitía pronunciarse sobre el “valor” o la “calidad” de una obra desde la normativa superior de criterios universales. Por un lado, el arte y la literatura han dejado de ser esferas diferenciadas del resto de la cultura para mezclarse con las redes del mercado y, por otro, la relativización postmoderna de lo universal-trascendente junto con la fragmentación de su escala de valoración normativa hicieron que la crítica se vea hoy impedida de separar taxativamente lo que “vale” de lo que “no vale”. ¿Significa esto el fin de la crítica y de lo crítico? No lo creo. Primero, tenemos que distinguir entre, por un lado, “la crítica” como género y disciplina y, por otro, “lo crítico” como operación. En el caso de “la crítica” como género y disciplina, es saludable que ya no cuente con el privilegio (moderno) de que sus juicios se declaren trascendentes y tenga, más bien, que dar cuenta de cómo las nociones de “valor” y “calidad” son nociones construidas históricamente bajo el efecto, relativo y contingente, de determinadas ideologías culturales. La crítica se encarga de revisar estas ideologías culturales para luego mostrar cómo las distintas escalas de valoración socio-estéticas que fueron dictadas por ellas defienden intereses políticos, sociales y genérico-sexuales que deben ser revelados y confrontados en la “arena de los signos” (Bajtín) sobre la que se montan las obras. Esta es una tarea que aún le incumbe a “la crítica” para atacar el imperialismo del valor (modernidad) pero, también, para oponerse al relativismo de la diversidad (postmodernismo neoliberal). “Lo crítico” como

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Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

operación —que desborda a “la crítica” como género y disciplina— se asoma en cada enunciación de sujeto y en cada posición de discurso que intentan desafiar el orden hegemónico desde lo no consensuado, lo divergente y lo minoritario en materia de construcciones de signos e identidades. No todas las prácticas de signos e identidades tienen el mismo poder de conformar universos alternativos a lo dominante y es por eso que sigue siendo necesaria, al menos para mí, la tarea de evaluar cuáles son las prácticas más susceptibles de contagiar rebeliones entre el texto y los afueras de la página, para activar en torno a su opción las micro-políticas emancipadoras que deseamos favorecer alternando distintas escalas de mundos.

Una vez asumido el hecho de que la crisis de la modernidad ha des-trascendentalizado la facultad de juzgar y que ya no podemos confiar en sistemas fijos de valoración absoluta, “la crítica” y “lo crítico” deben aprender a trabajar con la experimentalidad de juicio -siempre tentativo y provisional-, carente de toda certidumbre estratégica.

Alejandra Castillo: En un diálogo con intelectuales chilenos que tiene lugar en la Universidad ARCIS, y que luego es publicado en la Revista de Crítica Cultural (Nº 12, 1996), Jacques Derrida sostendrá que la crítica está, de algún modo, atrapada “en un espacio que es a la vez el de la subjetividad crítica y el de la subjetividad institucional”. No existirían para el pensamiento de la deconstrucción, por tanto, “zonas salvajes” o “zonas de no institucionalidad”. La crítica se ejercería en aquel “entre dos” dentro del espacio heterogéneo que las propias instituciones proveen. Asumiendo este “entre dos” para el ejercicio de la crítica, señalas en Crítica de la memoria que existen puntos en el diagrama neoliberal del presente que son menos saturados de control que otros y que por lo mismo se muestran más vulnerables a aquellos desajustes que persiguen la transformación de un campo de determinaciones que se percibía como inalterable en la sistematicidad de su cadena de efectuaciones y repeticiones. Pero a su vez sostendrás, siguiendo en esto a Gilles Deleuze, que no hay “diagrama que no implique puntos relativamente libres o liberados, puntos de creatividad, de mutación, de resistencia”. En efecto, en cierta línea de tensión con la deconstrucción, Deleuze insistirá

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en escritos y entrevistas que en una sociedad “todo en ella es fuga, todo se desterritorializa”. Tomando en cuenta estas posiciones y tensiones en relación al ejercicio de la crítica, me gustaría que comentaras de qué modo la deconstrucción de Derrida y el pensamiento de la diferencia de Deleuze se relacionan con tu trabajo.

Nelly Richard: Como no soy filósofa, me voy a referir a ambos autores sólo desde el punto de vista de lo que nos concierne aquí: el del ejercicio crítico. Efectivamente, Derrida (en el marco de la conversación en la Universidad ARCIS a la que haces referencia y, más precisamente, como respuesta a una pregunta de Sergio Rojas sobre la crítica) dice que “participamos inevitablemente de todo lo que rechazamos: no se trata de negar esta condición sino de realizar un trabajo que incomode o perturbe el orden dominante”23. Tal como lo insinuaba en mi respuesta anterior, no hay un afuera del mercado y de las instituciones en cuya pureza —natural o salvaje— podamos refugiarnos para criticar lo que estaría supuestamente ubicado frente a (o lejos de) nosotros. Nos encontramos inevitablemente situados dentro de las máquinas que producen y reproducen el orden dominante y, por lo tanto, lo único posible para la crítica es trabajar en el entre dos de los pliegues del mercado, el poder y las instituciones. Pero creo que es interesante completar esta cita de Derrida con otra parte de su respuesta: “No se trata, entonces, de levantarse contra las instituciones sino de transformarlas mediante luchas contra las hegemonías, las prepotencias en cada lugar donde éstas se instalan y se recrean. El combate entre la subjetividad crítica y la subjetividad institucional es un combate que reúne varias fuerzas dentro de instituciones que son ellas mismas heterogéneas, con ciertas tendencias dogmáticas o conservadoras y otras que no lo son. Hay que reevaluar permanentemente los poderes hegemónicos en curso de constitución y deshacerlos en la marcha sin la ilusión de que vayamos a acabar con la hegemonía para siempre. Debilitar una hegemonía puede significar también volver a instituir otra, por lo cual la vigilancia crítica no debe descansar nunca”24.

23 “Conversaciones con Jacques Derrida”, Revista de Crítica Cultural, Nº 12, junio de 1986, p. 19.

24 Ibídem.
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Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

Ni el orden ni el poder ni el mercado son uniformes en sus gramáticas de la dominancia. Las instituciones tampoco son homogéneas: su terreno no es parejo y, por lo mismo, existen suelos de mayor o menor porosidad, contornos de mayor o menor elasticidad para que la crítica elija el lugar más propicio (bordes y entremedios) desde donde poner en tensión los equilibrios regulados de los bloques de poder y dominación del sistema al que se enfrenta. Se trata de aprovechar estos micro-territorios de inestabilidad de los signos para desviar los ejes de acumulación y sedimentación hegemónicas del poder hacia alguna línea de conflicto y antagonismo que interrumpa el curso regular de lo pretrazado. Esto supone un trabajo de examen crítico para identificar los precisos mecanismos de acción y discurso a través de los cuales una dominancia se exhibe o se oculta y, luego, para oponer alguna resistencia local a la consolidación de sus efectos sin nunca perder de vista que el sistema deshace y rehace sus poderes incesantemente.

El propio Deleuze siempre dice que la segmentariedad de los diagramas de poder es flexible; que los puntos o nudos en los que se produce la acción y reacción de las fuerzas en choque son móviles; que las micro-agitaciones que arman tumulto en el interior de los sistemas derivan del encuentro localizado entre la tendencia sobre-codificadora de las “líneas de fuerza general” y las “singularidades de resistencia” que actúan en territorios nunca saturados uniformemente. El combate entre “las líneas integrales de poder” y las “líneas transversales de resistencia” es un combate interno a las máquinas en cuyo funcionamiento nos vemos implicados (capitalismo, mercado, instituciones, medios) y de este combate nace la actualización creativa de lo que se modula como alteridad (lo emergente) con vista a quebrar la serialidad y la redundancia de los códigos dominantes (lo sedimentado). Pero las líneas de fuga o ruptura, “hay que trazarlas, saber cómo y dónde” (Deleuze), lo que nuevamente supone una atención detallada al aquí-ahora de cada ruptura de planos que aspira críticamente a torcer un diagrama político, social o institucional.

Decir que “todo es fuga” no es lo mismo que postular una huida —un éxodo— fuera de los campos de poder. Se trataría más bien de dibujar

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en el interior de lo social dominante, entre mapas y mapas, ciertos motivos en “variación salvaje” que intensifiquen el desfase entre código y territorio, para multiplicar así las oportunidades (micro-políticas) de zafarse de los dispositivos de sujeción y captura de las identidades, los cuerpos y las voces. Al decir que “todo se desterritorializa”, no creo que Deleuze se refiera a que lo social está hecho de puras “líneas de fuga” dotadas de una espontaneidad rebelde. Me parece que se refiere al trabajo incesante de lo “nómada” y lo “migrante” —entendidos como regímenes de signos— que luchan contra lo “sedentario” en cualquier campo dado de acción y discurso para salvar así a las significaciones de la inmovilidad (repetición, fijeza) a la que las condenan las axiomáticas dominantes. En Mil mesetas, Deleuze y Guattari hablan de “distancia crítica” en el siguiente sentido: “Lo esencial radica en el desfase que se constata entre el código y el territorio. El territorio surge en un margen de libertad del código… Allí donde aparece, la territorialidad instaura una distancia crítica, intraespecífica entre miembros de una misma especie y, en virtud de su propio desfase con relación a las diferencias específicas, deviene un medio de diferenciación indirecto, oblicuo”25. Tal como yo la entiendo, la “distancia crítica” funciona como intervalo, como un margen interno de disociación que introduce en las propiedades y las identidades, las definiciones y las categorizaciones, un principio activo de no-coincidencia y descalce que, en la teoría contemporánea, no guarda ninguna equivalencia conceptual con lo que la crítica modernista y vanguardista llamaba, topográficamente, “separación” o “autonomía”.

25 Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Valencia, Pre-textos, 1988, p. 328.

En Mil Mesetas aparece, también, el tema de las “proposiciones indecidibles” como un término que, en rigor, se asocia más frecuentemente a Derrida: “Lo que nosotros llamamos “proposiciones indecidibles” no es la incertidumbre de las consecuencias que caracterizan necesariamente a cualquier sistema. Al contrario, es la coexistencia o la inseparabilidad de lo que el sistema conjuga, y de lo que no cesa de escarparle según líneas de fuga a su vez conectables. Lo indecidible es por excelencia el germen y el lugar de las decisiones revolucionarias”26. La instancia de la “decisión” adquiere su valor estratégico frente a la ambigüedad de cómo ciertos flujos pueden, en algunos casos, redoblar el efecto de los poderes dominantes o bien, en otros, torcer su curso

26 Ibíd., p. 476.

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Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

27 Jacques Derrida, “Conversaciones con Jacques Derrida”, Revista de Crítica Cultural, Nº 12, junio de 1986, p. 19.

mediante imprevistos desplazamientos de fuerzas y cambios de dirección. Derrida plantea algo muy parecido en un registro otro. En su intervención ya citada (la de la conversación en la Universidad ARCIS), Derrida se refiere al doble gesto, al gesto combinado —propio de la deconstrucción— que consiste en afirmar algo (por ejemplo, una identidad minoritaria) y, al mismo tiempo, en suspender dicha afirmación poniendo en duda la noción misma de “identidad” para evitar el cierre final del significado alterno sobre un contenido pleno de representación. Este es un gesto, dice Derrida, que evoca “no la alianza de dos teoremas sino la dificultad que nos obliga a tomar responsabilidades. Si no estuviéramos enfrentados a una doble tarea que compromete gestos contradictorios, no habría responsabilidad ni decisión, sino máquina programática. La decisión o la responsabilidad deben pasar por la prueba de la contradicción y de la indecidibilidad. Entre lo indecidible y la decisión no hay contradicción: lo indecidible es la condición de la decisión. Cada decisión supone una evaluación de la situación singular en la que se toma la responsabilidad de articular y negociar estos dos gestos contradictorios. No hay regla general ni garantía preestablecida”27.

En ambos planteamientos, y por muy distintas que sean las configuraciones de autores en las que se formulan, aparecen la decisión y la responsabilidad como motores del acto crítico que intervienen en el “tomar partido” frente a la apertura de un campo de opciones. Es porque existen distintas posibilidades de actuación frente al orden de las cosas, sin que ninguna de ellas esté pregarantizada en su desenlace, que se ejerce la responsabilidad puntual de la decisión al sopesar las consecuencias de lo que se aprueba o se rechaza en una determinada circunstancia. El acto crítico pasa por el triple proceso de seleccionar (retener algunas opciones y descartar otras), examinar (considerar los pro y los contra de cada una de ellas) y decidir (elegir una alternativa prefiriéndola a otras), con el riesgo inherente al hecho de que estas tomas de partido carecen de toda certeza respecto de lo que va a suceder después como resultado. Esta dimensión ética de la crítica ya no depende de la universalidad trascendente de una verdad absoluta, tal como ocurría en la modernidad, sino del arriesgar un juicio (provisional y tentativo; incierto) frente a alternativas de significación sociales cuyo

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destino micro-político no está jugado antes de la partida. Me parece a mí que esta dimensión de riesgo inherente a la crítica como aventura y experimento queda anulada cuando se impone la sobre-totalización teórica de lo dominante (poder, mercado, capitalismo) tratado como un orden infalible en su capacidad de reabsorber y neutralizar todos los gestos de resistencia que se intentarían en su contra. Me interpreta plenamente esta nueva cita de Deleuze: “Los poderes llevan a cabo sus experimentaciones sobre las diferentes líneas de agenciamientos complejos, pero sobre esas mismas líneas también surgen experimentadores de otro tipo, desbaratando las previsiones, trazando líneas de fuga activas, buscando la conjugación de esas líneas, precipitando o aminorando su velocidad, creando trozo a trozo el plano de consistencia con una máquina de guerra que mediría a cada paso los peligros que encuentra. ¿A qué juego triste y trucado juegan los que hablan de un Amo sumamente maligno para presentar de sí mismos la imagen de pensadores rigurosos, incorruptibles y “pesimistas”?”28. Sólo un saber de la totalidad y, por ende, un saber de la clausura, podría mostrarse seguro de que todas las pulsiones de desarreglo crítico que animan a la crítica van a ser fatalmente recuperadas por el orden establecido. Esto sería negarse a la aventura crítica del seleccionar-examinar-decidir el qué, el cómo y el cuándo de cada acción micro-situada en un campo abierto de fuerzas y potencias inestables. Sólo la inmanencia de planos en la que chocan direcciones e intenciones nos dirá si lo que llega a prevalecer es la ruptura emancipatoria o bien su contrario: la integración pasiva. Predeterminar el resultado como siempre adverso es jugar “un juego triste y trucado” que desestimula la imaginación crítica porque mata toda probabilidad de ganar algo, negándoles a los signos en construcción la chance de probarse frente a lo desconocido.

28 Gilles Deleuze y Claire Parnet, Diálogos, Valencia, Pre-textos, 1980, p. 165.

Miguel Valderrama: La definición que avanzas del acto crítico parece iluminar las relaciones y jerarquías que la crítica cultural establece entre política y representación, entre crítica y teoría. Me explico. Al leer a Derrida y Deleuze como pensadores de la diferencia, uno tiene la impresión de que elaboras una genealogía posible de la crítica cultural afín a las epistemologías postmodernas del indicio y de lo fragmentario. Esta genealogía, sin embargo,

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Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

parece estar fuertemente determinada por lo que denominas la “dimensión ética de la crítica”. Contrariamente a lo que se podría pensar, el punto de partida de la crítica cultural no sería teórico o epistemológico, sino ético político. Las apuestas teóricas, las opciones epistemológicas serían el resultado de una determinada decisión. Esta decisión carecería de fundamento, y sin embargo fundamentaría la teorización crítica. Precipitando las conclusiones, podría observarse en el acto mudo de resistencia, en una cierta experiencia no dialectizable del “no”, la condición de posibilidad de la crítica y la teoría. Avanzando un paso más, uno podría advertir igualmente en las exigencias que le impones a la escritura crítica (desajustes de representación, quiebres idiomáticos, cierta defensa del secreto contra la tiranía lingüística de lo transparente) la huella de esta demanda ética de “lo indecidible”. Estarías de acuerdo con esta descripción del proyecto de la crítica cultural.

Nelly Richard: Quizás resulte útil situar tu reflexión sobre lo ético y lo crítico en un escenario en particular, el de los relatos de la memoria traumática, porque así puedo señalar mejor las tensiones entre representación, marco y contexto que yo considero decisivas para juzgar la politicidad de las operaciones del “si” y del “no” -siempre coyunturales- que comprometen a la crítica cultural. Tomando como referencia el contexto de la postdictadura, diríamos que está, primero, la necesidad de rescatar las huellas de la violencia (las del golpe militar de 1973) que deben salvarse de la borradura del pasado para que no triunfe lo indemne del presente sin cicatrices que quiso hacer brillar la transición neoliberal como tributo a una actualidad completamente lisa, despojada de residuos traumáticos. Este rescate -que pertenece al orden afirmativo del "sí"- obedece a un imperativo ético del deber de memoria: recordar el pasado y honrar a sus víctimas en un gesto solidario con su padecimiento para que el recuerdo de lo siniestro no se disuelva tan cómodamente en la pasividad del cotidiano que festejaron tanto la ideología del consumo como la retórica del consenso durante la transición neoliberal. Pero desde la crítica, es decir, desde el análisis de los motivos y argumentos que componen las diferentes narrativas simbólicas del pasado, no basta con este compromiso ético del rescate de la experiencia catastrófica para fortalecer políticamente una mirada transformadora

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sobre el tiempo presente en el que se anudan memoria e historia. Hace falta, entonces, arriesgar un "no" para acusar lo insuficiente o equivocado de ciertas políticas del recuerdo. La crítica cultural debe atender el hecho de que las distintas retóricas de la memoria que convergen en el recuerdo no son equivalentes en sus respectivas formas de entrelazar las huellas de lo acontecido ya que, por mucho que todas ellas condenen los horrores del ayer, algunas pretenden reprimir con la voluntad de reconciliación de la memoria político-institucional de la transición mientras que otras buscan lo contrario, es decir, perturbar la falsa unidad de los relatos suturadores del pasado que pretenden congraciarse con la voluntad de reconocimiento de la memoria político-institucional de la transición mientras que otras buscan lo contrario, es decir, perturbar la falsa unidad de los relatos suturadores del pasado que pretender reprimir la conflictividad de sus historias en disputa. La crítica debe distinguir entre las diferentes construcciones de la memoria (escenas, figuras y voces) que son llamadas a testimoniar del pasado, dejando en claro que no todas las maniobras de significación persiguen los mismos objetivos rememorativos para que el espectador, debidamente alertado, pueda optar (“si” o “no”) entre aquellos relatos que, por un lado, aspiran a una representación unificadora del pasado destinada a cosificarse en un ritual y los que, por otro, se oponen a la ritualización del dolor desde un repaso de la experiencia atento a las marcas aún convulsionadas de un pasado-presente escindido. Para deliberar críticamente sobre las distintas opciones que agitan el campo de la memoria, debemos examinar cuestiones relativas al marco (¿qué es lo que cada visión del pasado encuadra o bien desenmarca como motivo?) y a la perspectiva: ¿desde dónde se mira lo que se mira del pasado (¿totalidad o fracción?) y para darle qué direccionalidad e intencionalidad al punto de vista que enfoca la escena del recordar? Este trabajo de la crítica cultural sobre los marcos y sus descalces —un trabajo que atiende la materialidad sígnica de los discursos tramados por representaciones sociales— se ubica, me parece, en las antípodas de la filosofía apocalíptica del acontecimiento-límite (Lyotard, Agamben) cuya visión extática de lo “irrepresentable” traza un horizonte abismal. Las tesis de lo “irrepresentable” proyectan una sombra contemplativa de lo sublime-trascendente que torna borroso el detalle teórico-práctico de las operaciones materiales con la

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29 Dominick Lacapra, “Sobre el acontecimiento límite: una interpelación a Giorgio Agamben”, Historia en tránsito. Experiencia, identidad, teoría crítica, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2006, pp. 195-259.

30 Andreas Huyssen, En busca del futuro perdido. Cultura y memoria en tiempos de globalización, México, Fondo de Cultura Económica, 2002.

31 Así lo analiza Judith Butler: “Si los contextos están enmarcados … y si todo marco rompe invariablemente consigo mismo al desplazarse por el espacio y el tiempo entonces el marco circulante tiene que romper con el contexto en el que está formado si quiere aterrizar en algún otro sitio o llegar a él.. Lo que ocurre cuando un marco rompe consigo mismo es que una realidad dada por descontada es puesta en tela de juicio, dejando al descubierto los planes instrumentalizadores de la autoridad que intentaba controlar dicho marco”. Véase, Judith Butler, Marcos de guerra. Las vidas lloradas, Buenos Aires, Paidós, 2009, pp. 25-28.

significación que diferencian a unas narrativas de la memoria de otras. Al restar el acontecimiento límite de los cuestionamientos de lenguaje en torno a los dilemas de la representación que nos permiten contrastar entre sí las diferentes posiciones que sustentan enunciativamente los actos de memoria, se anula todo juicio valorativo sobre la diferencia entre aquellas operatorias del recuerdo que favorecen a la memoria oficial y aquellas otras que, insumisas, luchan contra la finalidad normalizadora de un relato demasiado quieto. Tal como lo ha demostrado con rigor Dominick Lacapra en su polémica con Agamben,29 la abstracción sacralizada del “todo o nada” en un cielo metafísico; el borroneamiento ético-religioso que, desde el más allá de lo inconmensurable, suprime la coyunturalidad histórica de las tomas de conciencia; su desprecio de la crítica inmanente y su exaltación filosófica del por encima y del más allá de cualquier límite contingente, impiden que sean críticamente discernibles las variaciones de contexto que ayudan a separar lo fijo del acontecimiento como origen de las posteriores reescrituras que lo modifican para ofrecer de su pasado narraciones alternativas. La crítica cultural, al estilo de la que practica por ejemplo Andreas Huyssen,30 se distingue de aquella tendencia postapocalíptica de disolución de todos los marcos de discurso y representación en un espacio transhistórico como la de Agamben; un espacio cuya infinitud anula cualquier posibilidad de marcar límites de diferenciación (de valor e intensidad) entre una estrategia significante y otra para distinguir los distintos tipos de intervención del recuerdo a los que conduce la memoria. Me parece que la crítica cultural necesita contar siempre con “la función delimitadora del marco”31 (aun sabiendo que dicho marco se corre en cada nuevo desplazamiento de contextos) para que los actos de resistencia a lo dominante cuestionen los distintos enmarcados que organizan los campos de visión socio-culturales desde sus bordes de separación y juntura.

Volviendo a tu pregunta, yo diría que una cierta hiperbolización filosófico-deconstructiva de la figura de lo “indecidible” parecería alimentar una fascinación absoluta por lo irresoluble de las aporías. Aunque la deconstrucción nos enseñó a sospechar de las oposiciones binarias y a huir de sus amenazas de cierre del significante en torno a unidades prefijadas

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reductivamente por las lógicas duales de la metafísica, bien sabemos que en el mundo de las experiencias humanas y de las prácticas sociales, de los conflictos políticos e institucionales, es decir, en el mundo que habitamos cotidianamente (un mundo que no se parece al de los textos sobre lo “indecidible” cuyas páginas filosóficas tienden a abolir, meta-textualmente, todas las diferencias de tiempo, lugar y circunstancia que separan a una posición de otra), existe la necesidad de tomar decisiones, es decir, de preferir una alternativa a otra frente a las encrucijadas del mercado, el poder o la oficialidad. Habiendo evaluado contingentemente cuáles son las construcciones de sentido que portan un coeficiente más liberador, la crítica puede ayudar a trazar dinámicas vinculantes entre esas construcciones de sentido y otras agencias de cambio que, mediante derivas y traducciones intersubjetivas, lograrán estimularse unas a otras multiplicando sus fuerzas en una combinatoria plural de lugares, modos y tiempos asociados. Deslizarse entre distintos “marcos de representación” le permite a la crítica realizar acciones de desencuadre que pueden alterar tanto lo representado en el interior de estos marcos como lo circundante a sus recuadros. El compromiso teórico-ético-político de la crítica (que siempre se mueve entre el “si” y el "no" al entrar y salir tácticamente de los marcos que delimitan campos de visión y encuadran puntos de vista) se materializa al ubicarse en los bordes-fronteras que separan lo incluido (adentro) de lo excluido (afuera). Es ahí donde la crítica entrecorta el trazado de la imagen-de-conjunto del sistema, destrabando sus cierres y usando los eslabones sueltos para liberar a través de ellos energías de cambio que posean un alcance diseminativo.

Alejandra Castillo: Ya que vuelves sobre lo “indecidible”, y retomando la pregunta anterior, sin duda tienes razón al decir que un lugar de contacto entre la deconstrucción de Derrida y el pensamiento de la diferencia de Deleuze es el tema de las “proposiciones indecidibles”. Sin embargo, habría que agregar que es, también, un lugar de distanciamiento. Pensemos, por ejemplo, en la proposición límite o indecidible que Deleuze toma prestada de Bartleby: I prefer not to (“preferiría no hacerlo”). Esta fórmula límite no rechaza, pero tampoco acepta, avanza y se retira al unísono, se expone, por así decirlo, en una “retirada de palabra”. Lo desolador de esta proposición,

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Crítica
política: Conversaciones con Nelly Richard

indica el propio Deleuze, es que “elimina lo preferible como cualquier no preferencia particular. Anula el término al que afecta, y que rechaza, pero también el otro, aquel que aparentemente conserva, y que se torna imposible”. Este sería el lugar de lo indecidible: una lengua extranjera en la propia lengua que la socava, que la lleva hasta su límite inclinándola al silencio. Indecidible, entonces, como un “negativismo que sobrepasa toda negación”. Bajo esta luz no cabría describir este tipo de proposiciones indecidibles con las palabras de la “decisión” o de la “responsabilidad” sino, quizás, con las de pasividad paciente. Asumiendo este lugar “imposible”, se podría señalar que cierto feminismo contemporáneo ha desarrollado una idea de crítica que bien podría ser definida en tales “proposiciones indecidibles”, en las que no sería pertinente el juego de lenguaje de la “toma de decisión”. Recordemos, por ejemplo, a la feminista chilena Julieta Kirkwood señalando algo como “El feminismo, como toda revolución profunda, juzga lo que existe y ha existido (pasado y presente) en nombre de lo que todavía no existe pero que es tomado como más real que lo real”. ¿Cuál es tú acercamiento a este tipo de apuestas críticas?

Nelly Richard: Seguramente tienes razón en marcar esta precisión que separa a Deleuze de Derrida en torno a lo “indecidible”. Como te decía, yo no pretendo referirme a estos autores siendo fiel a sus sistemas de pensamiento tal como los estudia el campo de la filosofía. Lo ha reiterado el propio Deleuze: los textos sirven o no sirven (¿y para qué fines?) según el tipo de conexiones de flujos que dejan pasar entre el interior de sus enunciados y un afuera hecho de corrientes y contracorrientes que mueven las ideas en direcciones no necesariamente coincidentes con su marcación de origen. Aunque tu distinción debe ser filosóficamente exacta, el Deleuze que a mí me resulta más incitante como lectora (en el entendido de que su obra contiene muchas “mesetas” pobladas de imágenes conceptuales que se trasladan a distintas velocidades y en direcciones múltiples) no es el de la “pasividad paciente” sino el de la “experimentación activa”: el Deleuze que usa las diferencias como piezas de una combinatoria (ni natural ni orgánica sino maquínica) para desplegar afirmativamente una capacidad de encuentro, contagio y agitación entre planos de consistencia

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heterogéneos que no poseen otra verdad del sentido (ni siquiera la de saber qué entender, filosóficamente, por "indecidible") que la de su potencia creativa hecha de derivas y transgresiones. A modo de inspiración vitalista más que de análisis filosófico, me quedo con la rizomática deleuziana de las fuerzas de mutación intensiva a las que conducen los textos y, también, con sus “líneas de errancia”; unas líneas que pueden llevar a cometer incluso faltas de interpretación, sin que reulte demasiado grave (al menos para mí) desviarse de lo que los estudiosos de la filosofía juzgan ser el contenido exacto, “verdadero”, de un concepto determinado.

Lo que tú mencionas como “la lengua extranjera en la propia lengua”, yo lo entiendo como una fuerza que hace entrar el código dominante en un régimen de variación continua para potenciar lo nofamiliar y lo itinerante que recorren, a veces imperceptiblemente, los distintos estratos de lenguaje y subjetividad. El devenir sería, entonces, la potencialidad de transformación de una lengua o identidad asociada al juego de las fuerzas que desarticulan las unidades categoriales del sistema, subvirtiendo su pretensión de clausura definitiva. Efectivamente, en el caso del feminismo, este juego entre “lo que existe y ha existido” (las identidades fijadas como totalidades cerradas en base a la dualidad masculinofemenino) y lo "que todavía no existe" (el devenir otro de cualquier "yo" [masculino o femenino] que mute hacia figuraciones inacabadas para impedir el calce identitario del sí-mismo/en-sí-misma) es clave de “toda revolución profunda”. En tu libro Julieta Kirkwood. Políticas del nombre propio, 32 creo que eres muy certera en señalar cómo, en el feminismo, el “salto” arma una temporalidad desplazada entre lo real y lo utópico que toma la forma del por-venir sin menospreciar nunca el presente como el sitio performativo en el que se anuncian los cambios. Por el solo hecho de anunciarse, es decir, de materializarse en una formulación, estos cambios comienzan ya a hacerse realidad. No se trata de que el feminismo que hoy prefigure, utópicamente, el mañana como un futuro armonioso para las mujeres en tanto futuro definitivamente libre de conflictos de género. Se trata de que el feminismo se comprometa con un devenir colectivo de lo minoritario que agrupe aquellas zonas de desobediencia de la identidad

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Alejandra Castillo, Julieta Kirkwood. Políticas del nombre propio, Santiago de Chile, Palinodia, 2010. Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

que se resisten, en cada grupo o sujeto y más allá del género, a lo sobrecodificado por el orden regulado de las clasificaciones dominantes. El lenguaje de la “toma de decisión” en el feminismo sigue siendo pertinente, al menos para mí, siempre y cuando no lo entendamos como el tener que elegir entre afirmar o negar una u otra de las opciones que se consideran binariamente opuestas (el presente o el futuro; la identidad o la diferencia; el realismo o la utopía) sino, por el contrario, como el pronunciarse a favor de la no-renuncia a esta tensión de lo simultáneo entre “lo que existe” y “lo que todavía no existe”.

Alejandra Castillo: Tal como lo señalas en Critica de la memoria, una de las posibles definiciones de la crítica cultural es la de “crítica negativa de los dispositivos de la memoria oficial de la transición chilena”. Desde esta definición bien podría ser dicho, que la historia no sería el apacible lugar de lo “pasado” sino más bien el lugar donde constantemente se están dando “las luchas de sentidos y las batallas de interpretación”. En esta línea de reflexión, es posible situar el gesto político de la crítica cultural de nominar como postdictadura a la transición a la democracia en Chile. Podrías detenerte en esta insistencia por el “nombre” tan característica de la crítica cultural en el que parecieran confluir la trama y el trauma de la historia, la memoria y sus representaciones.

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Nelly Richard: Efectivamente, la cuestión del “nombre” pasa a ser decisiva ya que el acto de nombrar, junto con asociar palabras a conceptos, modula el sentido en relación a un cierto campo de inteligibilidad social-cultural y, también, a una determinada funcionalidad comunicativa que le otorga validez al sentido común que se va acumulando en torno a lo nombrado.

Al designar, los nombres recortan y clasifican identidades-propiedades cuyas definiciones el lenguaje pone a circular comunicativamente. Si asumimos que los nombres y las definiciones suponen actos de habla que despliegan una potencia de realización enunciativa y comunicativa, los nombres y las definiciones deben ser permanentemente revisados por la crítica cultural en función no sólo del sentido que transmiten sus contenidos sino del sistema de “dominación simbólica” (Bourdieu) que, I. CRÍTICA

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ocultamente, les confiere legitimidad y autoridad sociales. Sabemos bien que el lenguaje no es un instrumento sólo de comunicación sino también de poder y acción cargado de interpelaciones, prescripciones y restricciones y que la ideología se expresa no sólo en contenidos o mensajes sino en signos y enunciados (“donde hay un signo hay ideología”, decía Bajtín). Desmontar el poder de los nombres que se cruzan en zonas de intensas disputas interpretativas es una manera de desnaturalizar el sentido y, por lo tanto, de abrir la conciencia de los signos en torno a lo que encubre o descubre cada acto de nombrar. Y así mismo ocurre con los nombres de la “transición” y de la “postdictadura” en Chile.

La palabra “transición” fue oficializada por un sociologismo cómplice del discurso de la gobernabilidad que trató de conciliar redemocratización y neoliberalismo en una ecuación idealmente libre de las adherencias traumáticas del pasado conflictual de la memoria golpeada. Se habló incluso de “transitología” para categorizar un área de estudio de las ciencias sociales dedicadas a la racionalización de los procesos que, en Chile, conciliaron la normalización del orden sociopolítico con la integración modernizadora al mercado. Recuerdo que Miguel, junto a Mauro Salazar, fue editor de un libro titulado Dialectos en transición33 cuyos ensayos analizan en profundidad la asociación del vocablo “transición” con esta profesionalización de los saberes de la sociología y la politología que se encargaron de volver expedito el tránsito entre el antes y el después del fin de la dictadura, gracias a sus medidas de adecuación económico-político-administrativa de lo social a las normas del realismo democrático. La crítica cultural quiso alejarse del rendimiento normalizador que la sociología profesional extrajo del vocablo “transición” y, también, de la transparencia explicativa de un diseño organizacional que se autojustificaba en el pragmatismo de los acuerdos institucionales y de las relaciones de mercado facilitadas por un modelo de sociedad predominantemente empresarial. A la crítica cultural le importaba explorar los huecos del recordar y las sombras de la memoria que habían quedado eliminadas del campo de visión político-institucional y científico-social instituido por los saberes competentes de la agenda

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Salazar y Miguel Valderrama (comps.), Dialectos en transición. Política y subjetividad en el Chile actual, Santiago de Chile, Universidad ARCIS/Lom ediciones, 2000.

Mauro
Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

transicional. Pese a que lo cortante del prefijo “post” parecería despedir un tiempo que se da por concluido, la palabra “postdictadura” sigue haciendo resonar, en su misma nominalidad, los ecos de aquella tragedia histórica que intentaron disolver el formulismo y el tecnicismo de los vocabularios transitológicos. Al hablar de “postdictadura”, la crítica cultural evoca las simbólicas expresivas que rodean las fracturas de cuerpos, biografías y representaciones cuyas narrativas rotas, desintegradas, no podían asimilarse a la retórica homogeneizante y disciplinante del consenso y del mercado con la que el dispositivo de la transición y sus vocablos expertos buscaron neutralizar lo social.

Es cierto que la “crítica de la memoria” contenida en mi libro intenta valorar la temporalidad compleja —múltiplemente fracturada— de la “postdictadura” y sus narrativas del quiebre para oponerse al tiempo simple de la “transición”; un tiempo demasiado esquemático que, en el comienzo del gobierno de Patricio Aylwin, se manejó en torno a la dualidad recordar/olvidar para convencer a la sociedad chilena de que era más sano dar vuelta la página (cerrar el capítulo del pasado en litigio) que seguir removiendo las capas rotas de una temporalidad oscurecida por la tragedia. Pero mi libro insiste sobre todo en que no se trata sólo de “criticar” al discurso de la memoria oficial de la transición denunciando, por ejemplo, la consagración de sus fórmulas de la moderación y la ponderación que permitieron que la fórmula de la “verdad en la medida de lo posible” (Patricio Aylwin) condicionara la demanda de justicia en torno a los crímenes de la dictadura al pragmatismo relativista del equilibrio democrático. Crítica de la memoria insiste en que todos los relatos del pasado, incluyendo los testimonios de la lucha no-resignada de las agrupaciones de derechos humanos que defienden a las víctimas de la dictadura, deben ser revisados para desmontar las articulaciones de signos que se construyen entre pasado, memoria y recuerdo; entre acontecimiento y representación; entre golpe, violencia y reescrituras; entre testimonio, subjetividad, experiencia y significación, ya que de ellas depende, en lo retórico, lo político y lo crítico, la “justicia-justeza” (Miguel Dalmaroni) del trazo que reformula las huellas de lo siniestro. La memoria como territorio

35 I. CRÍTICA

simbólico y narrativo no podría quedar excluida del análisis de las “luchas de sentido y las batallas de interpretación” al que se someten los diversos materiales histórico-sociales e ideológico-culturales que aborda la crítica.

Son ellas (“las luchas de sentido y las batallas de interpretación”) las que visibilizan la tensión entre las voluntades de apropiación neutralizante del recuerdo y las maniobras de contra-apropiación interpretativa que, en la vereda opuesta, llevan lo latente de las huellas del pasado inconcluso a impugnar cualquier verdad de la historia que se pretenda única y finita.

Miguel Valderrama: Volviendo a la lógica de filiaciones y herencias intelectuales, a los préstamos y traducciones que organizan las relaciones de proximidad y distancia de tu trabajo, que piensas de aquellas interpretaciones que afirman “que para poder comprender el proyecto desarrollado por la crítica poética (metacrítica) propuesta por Richard, es necesario contextualizar dicha estrategia dentro del marco teórico elaborado por Julia Kristeva en toda su obra”. La afirmación pertenece a Ana del Sarto, y se encuentra en el que quizás es el primer estudio sistemático dedicado a tu obra, me refiero al libro Sospecha y goce: una genealogía de la crítica cultural en Chile.

Nelly Richard: Efectivamente, Ana le ha dedicado tiempo y atención a mi trabajo y esto, por supuesto, se agradece. No tiene mayor importancia que yo comparta o no comparta o no el conjunto de sus hipótesis de lectura porque bien sabemos que las interpretaciones en torno a los textos no tienen por qué coincidir con la intencionalidad de sus autores. Es algo curioso para mí la importancia que Ana le da a Kristeva como marco de inspiración teórica de mi obra cuando siento que las citas a esa autora son producto de acercamientos intermitentes y cada vez más diluidos en el tiempo. Me motivaron los textos tempranos de Julia Kristeva cuando ella era parte del grupo Tel Quel, casi en sus tiempos maoístas, mucho antes del giro conservador que la marcó después. Kristeva reintrodujo en el análisis del lenguaje la cuestión de la subjetividad y de la ideología del signo, en tensión crítica con el estructuralismo literario de los sesenta que, en nombre de la "muerte del sujeto", había convertido los textos en unas máquinas

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Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

34 Ana del Sarto, “Transgresiones de/en los procesos de significación”, Sospecha y goce, op. cit., p. 50. Los desplazamientos salvajes entre los referentes teóricos internacionales y las sub-tramas de las prácticas artísticas locales en el contexto de censura y represión militares de los ochenta en Chile, obligan a tomar nota del trastocamiento de la cita que introduce el abismo del fuera-de-marco (bibliográfico, académico-disciplinar) en cualquier genealogía crítica de los textos de la Avanzada.

autorreferenciales completamente aplanadas por el determinismo de sus estructuras formales. Por algo fue Kristeva quien tradujo al francés por primera vez a Bajtin cuya obra conocimos a través del Texto de la novela (1970). Me parecía sugerente y revelador el antiformalismo de Kristeva que combinaba la semiótica y el psicoanálisis para que la dinámica del lenguaje se entendiera como un proceso de significación dividido entre, por un lado, las instituciones, los aparatos y las normas (lo simbólico) y, por otro, el ritmo, el goce, la pulsión y lo heterogéneo (lo transimbólico) como fuerza de desborde y negatividad del inconsciente. Es cierto que en mi primer texto sobre la obra de Carlos Leppe, Cuerpo Correccional (1980), está muy presente la clave de lo “somático-pulsional” como entrada a lo materno que desempeña un rol crucial en el teatro simbólico de sus performances artísticas, pero yo diría que el trasfondo de la dictadura inevitablemente presente en el texto y en la brillante obra de Leppe resignifica dramáticamente aquel cruce citacional que le hace decir a Ana que "el subtexto programático de Cuerpo correccional es Revolution in Poetic Language” 34. La economía pulsional de lo materno (ritmo, goce y transgresión) y sus flujos incontrolables eran lo que desataba, transverbalmente, la sediciosa corporalidad de Leppe en contra del límite represivo de estructuración socio-masculina de un mundo de censuras y prohibiciones que asociábamos metafóricamente al autoritarismo militar. Luego trasladé esta misma tensión elaborada por Kristeva a mis primeros textos sobre escritura y diferencia sexual en la obra de escritoras chilenas para hacer valer cómo el potencial irruptivo-disruptivo de lo “semiótico” asociado a lo “femenino” perfora el sistema lógico-conceptual y racionalizante de lo "masculino", desafiándolo con una energética de los flujos orientada hacia lo múltiple e inconcluso, lo no-cerrado de la cadena sintagmática del lenguaje.

Creo que lo que más me importaba de Kristeva era su reivindicación de la poética del lenguaje como una revuelta que disuelve el orden socio-comunicativo del consenso y la ley, inscribiendo una alteridad perturbadora en el mundo de los discursos regulados y finitos de la objetividad social. Quizás tenga razón Ana del Sarto en sospechar de lo siguiente: hacer descansar esta facultad transgresiva del lenguaje exclusivamente en las vanguardias artísticas, trae el problema de lo “elitista”

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y de lo “esotérico” en el tratamiento de las prácticas estéticas. Según Ana, sería esta sublimación esteticista la que me vincularía a Kristeva.35 Me puedo equivocar pero creo, sin embargo, que en textos posteriores como Residuos y metáforas me salgo completamente del canon vanguardista e, incluso, neovanguardista para recoger poéticas cotidianas que rompen con el formato de la "obra" artística o literaria: unas poéticas del desecho urbano que no tienen ni remotamente que ver con esta sublimación esteticista de los textos de la modernidad letrada que trabajaba Kristeva sobre todo si se entremezclan dichas poéticas, tal como en Residuos y metáforas, con los remodelajes de la voz traumada que atraviesan las biografías de la tortura o con el relato insurrecto de la fuga de la cárcel pública escrito por uno de los miembros del Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Residuos y metáforas se fija en reestilizaciones de lo popular (el testimonio delirante del eriazo en El padre mío de D. Eltit; las polaroids del fotógrafo de cajón de Plaza Italia y su colección de poses archivadas por E. Dittborn; la ropa usada de los travestis de San Camilo y sus reciclajes periféricos de las prendas norteamericanas) que, al ser disparadoras de una nueva plasticidad de lo urbano, trastocan los idiomas del consumo transnacional y su homogeneización de lo masivo dándole voz, ritmo y textura a lo vagabundo, lo anacrónico y lo heteróclito que abigarran las ciudades latinoamericanas con mixturas inasimilables al paisajismo metropolitano-occidental de lo moderno. Estamos muy lejos en un Santiago de Chile lleno de disparates premodernos, de revientes capitalistas y de inventos callejeros de una cultura de segunda mano, de Lautréamont, Artaud, Bataille y Mallarmé con los que Kristeva arma, modernistamente, su “revolución del lenguaje poético”.

Ahora bien, volviendo a las “lógicas de filiaciones” y las “herencias intelectuales”, a los “préstamos y traducciones” que inspiran mi trabajo, me parece que las citas de autores evocadas en mis textos se deben cada vez menos a una relación estudiosa con el conjunto de sus obras (una relación sistemática y disciplinar, tributaria de un dominio-de-conocimiento) y cada vez más a lo que Mieke Bal llama la “intimidad crítica”, es decir, “la preocupación por mantener unido lo que un estudioso separaría: la “forma” (lo que quiera que eso signifique), el “contenido” y el “contexto”, es decir,

35 Dice Ana del Sarto: “El gesto fundacional del discurso teórico-crítico erigido por Nelly Richard desde su primer libro, Cuerpo correccional, postula una crítica poética, la cual se transformará a través de los años en una práctica ensayística fuertemente metacrítica. Una metacriticidad poética (un discurso de potenciación semántica de segundo orden) que, dirigida en primera instancia al acto crítico, desnude y, al mismo tiempo desestabilice los usos del lenguaje uniformizados en la práctica crítica… Para comprender el proyecto desarrollado por la crítica poética (metacrítica) propuesta por Richard, es necesario contextualizar dicha estrategia dentro del marco teórico elaborado por Kristeva. Es evidente que el subtexto programático de Cuerpo corrreccional es Revolution in Poetic Language… El programa de transgresión cultural y disidencia política propuesto por Richard parte de una reformulación de nexos entre las esferas de la estética, lo cultural y lo político, con el propósito de transformar lo real. Su implementación material es llevada a cabo por la Escena de Avanzada durante los últimos años de la década de los 70… Esta visión sobre el uso del lenguaje poético como opuesto a un metalenguaje por las prácticas artísticas de vanguardia podría tener consecuencias elitistas y esotéricas… Elitista, porque las prácticas significantes desorganizadoras podrían ser ejecutadas por las vanguardias, concebidas como único

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Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

sujeto-agente con facultad de resistencia. Esotérica, porque el nivel de abstracción conceptual de estas prácticas sólo es comprensible por un grupo de iniciados”. Véase, A. del Sarto, Sospecha y goce, op. cit., pp. 41, 50, 71.

36 Mieke Bal, Conceptos viajeros en las humanidades. Una guía de viaje, Murcia, Cendeac, 2009, p. 368.

problemas a los que nos referimos como culturales, sociales o políticos”36

En mi caso, la “intimidad crítica” se arma como un hilván entre lo fronterizo de las zonas de pasaje escritural de ciertos autores predilectos y las escenas a menudo descompuestas de corporeidades y subjetividades locales que, al sobrarle a la razón política, flotan como excedentes en el universo figurativo de los simbólico-cultural. Suelo citar a los autores que me resultan conceptualmente atractivos en función de los nudos de problematización específica que aborda temáticamente cada libro (¡no cuesta mucho rastrear en mis textos el hilo de las citas de autores con cuyos regímenes de expresión y pensamiento siento especial afinidad!), sin pretender nunca convertirme en especialista de sus teorías.

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La foto principal corresponde a una sesión de taller realizada en el marco de las Conferencias Transregionales de Documenta 12 Magazine (El Cairo, noviembre 2007), en la que se proyecta la tapa del N. 1 de la Revista de Crítica Cultural.

Pese a ciertas limitaciones quizás inevitables por lo ambicioso del proyecto, Documenta 12 Magazine (dirigida por Georg Schollhammer) tuvo el mérito de fijar su atención en lo que generalmente invisibiliza la fetichización museográfica del catálogo -en inglés- como único soporte consagrado de las muestras internacionales, a saber, los proyectos editoriales de las revistas independientes que le aportan una especificidad local a los debates críticos que rodean las obras y los textos en sus respectivos contextos de intervención. En El Cairo, los demás integrantes del seminario que representaban a diversas revistas culturales provenían de: Alejandría, La Habana, Montreal, Moscú, Singapur, Viena, Bruselas, Guatemala y Beirut. Como parte de esta inédita experiencia transregional, recuerdo con vivo interés el diálogo con Desiderio Navarro, director de la asombrosa revista cubana Criterios (reconocida por su inédito material teórico de textos traducidos desde más de veinte países de Europa Occidental y Oriental, de América del Norte y del Cercano Oriente) y con la joven y aguda filósofa Keti Chukhrov de Moscow Art Magazine. Desde Chile, Rusia y Cuba, se cruzaron tres reflexiones en torno a una de las preguntas formuladas por Documenta Magazine: “What is to be done?”. Junto con hacerse cargo del trauma

dejado en el inconsciente político del socialismo y del comunismo por el colapso del imperio soviético, estas reflexiones de taller defendieron la necesidad de una sostenida y renovada crítica a la estetización difusa (sin contrastes valorativos) del mercado capitalista de los iconos culturales.

Todo esto ocurría en la abigarrada ciudad de El Cairo, cuando aún nada hacía presagiar el contagioso revuelo de la “Primavera árabe” (2010-2012) con sus alzamientos populares a favor de un cambio político. Realizamos largas caminatas, bulliciosas, por la ciudad de El Cairo y otras, meditativas, por Alejandría con quienes –retratados en las fotografías– me sirvieron de guías: Shady El Mashak, intérprete árabe-español y Dalal al-Bizri, investigadora de los movimientos islámicos contemporáneos y feminista. Ambos me ayudaron a comprender cómo el “ser joven” y el “ser mujer” (dos categorías que designan actores que luego se tornaron cruciales en el despertar de las revoluciones democráticas del mundo árabe) son construcciones de significados lábiles que deben contornear las líneas de duración y arraigo (tradición) y de corte o separación (modernidad) entre lo político, lo nacional, lo religioso y lo sexual. En medio de la confusa situación política de Egipto donde no parecieran verse afectadas las estructuras del poder que buscaba remover la Primavera Árabe tal como estalló en la plaza Tahrir, estoy segura de que Shady y Dalal seguirán abriendo críticamente sus zigzags de fronteras (con ángulos entrantes y otros salientes) en los bloques de identidad que lo religioso y lo militar pretenden estáticos e indivisos.

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Jean franco, Columbia University Ninguna crítica ha sido tan inventiva en captar la necesidad de un nuevo espacio imaginario para América Latina, como Nelly Richard. Les ha dado lugar en la revista que fundó, Revista de Crítica Cultural, a aquellos que, al igual que ella, están comprometidos en reexaminar el pasado y en construir alternativas políticas y culturales para el presente. N. Richard y quienes la acompañan han contribuido a la redefinición del intelectual público como crítico cultural. La Revista de Crítica Cultural ha promovido un pensamiento incisivo, que mezcla una crítica amplia del neoliberalismo con una evaluación de las prácticas culturales refractarias, cualquiera sea la forma que éstas adopten.

Jesús Martín-Barbero, Universidad Javeriana de Bogotá

A lo largo de casi 20 años la Revista de Crítica Cultural nos ha enseñado a entender por cultura no sólo un campo especializado de prácticas y productos, sino la dimensión expresiva, creativa y subversiva de la vida social y las inercias políticas. A contracorriente, su directora –Nelly Richard- ha testimoniado lo que de invención ciudadana y coraje ético puede abrirse camino a través de la crítica y el debate cultural aun en tiempos tan oscuros como los que vivimos.

La Revista de Crítica Cultural ha reubicado obras, tendencias y movimientos en el terreno de las experiencias y las luchas colectivas, interrogándolas acerca de sus secretas conexiones con las contradictorias dinámicas de la vida social. Nos ha ayudado a entender qué culturas alimentan las diferentes violencias que nos atraviesan como países y como individuos, y también de qué violencias necesitan las culturas para desestabilizar e iluminar profanamente nuestras vidas.

Francine Masiello, University of California, Berkeley

En Chile, Nelly Richard nos presenta una interpretación radical de las relaciones Norte/Sur en la Revista de Crítica Cultural, defendiendo el valor de la micropolítica e insistiendo en el influyente papel de la otredad a la hora de establecer la autonomía latinoamericana. Las páginas de la revista intentan desacreditar una sola verdad con respecto a la cultura y la sociedad y, en cambio, exigen una serie de preguntas sobre la ética de la representación.

Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

1 Debates críticos en América Latina: 36 números de la Revista de Crítica Cultural (19902008), volúmenes I, II y III, Santiago de Chile, Editorial ARCIS/Cuarto Propio/Revista de Crítica Cultural, 2009.

N. Richard se niega a abandonar sus vínculos con cualquier proyecto local: los fracasos de la democracia neoliberal, el juicio a Pinochet, las marchas de protesta de los mapuche están presentes en la Revista de Crítica Cultural, y también la manera en que la cultura y la política se ven cruzadas por cuestiones de género.

Ticio Escobar, Asunción, Paraguay La filosofía editorial de la Revista de Crítica Cultural tiene claro que sus operativos críticos deben acometer desde frentes diversos y mediante abordajes plurales. Lo transdisciplinar desarregla los índices temáticos y el orden de las secciones, pero introduce la posibilidad de reticular trazos diversos para atrapar algún momento de una realidad que está siempre en otro lado. Por eso la Revista cruza los discursos de la teoría cultural, la estética, las ciencias sociales, el psicoanálisis, la filosofía, la política y la literatura. Y encara cada uno de esos cruces tanto desde el pensamiento académico como de otros saberes; pero también a través de sensibilidades populares y eruditas, mediante enfoques de género y desde posiciones políticas y éticas, que nunca son definitivas aunque siempre sean radicales.

Néstor García Canclini. Universidad Autónoma Metropolitana de México. Siempre las revistas culturales independientes han sido hazañas frágiles. Pero desde que la concentración del mercado editorial en empresas transnacionales y el debilitamiento del pensamiento crítico asfixian la circulación de ensayos, sostener publicaciones como la Revista de Crítica Cultural, pese a su tendencia laica, las aproxima al milagro. Los libros que ahora antologan sus artículos hacen evidente, en su conjunto, la valentía y el rigor intelectual con que la Revista de Crítica Cultural reunió durante 36 números a muchos autores sobresalientes de América latina y algunos externos a la región para dar a conocer una reflexión avanzada1*. Chile estuvo más presente fuera de sus fronteras y muchos encontramos cómo reunirnos durante estos años gracias a la tenacidad y perspicacia de Nelly Richard y quienes acompañaron su proyecto.

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Estuve presente en los Seminarios Teóricos de la X Bienal de La Habana en abril 2009, gracias a la invitación de Margarita Sánchez, en la conmemoración de sus veinticinco años de existencia. Compartí las mesas de conferencias y discusiones con Nicolás Bourriaud –quién, a mi parecer, introdujo insustancialmente el vago concepto de “alter-modernidad” con la expectativa de que su carácter falsamente innovador sedujera al público de una bienal “tercermundista”– y, especialmente, con José Luis Brea (seriedad de pensamiento y búsqueda de escritura) a quién no volví a ver antes de su lamentable muerte el 2010. Uno de los muchos secretos que parecía contener íntimamente José Luis Brea era el de una cierta discordancia entre, por un lado, su apuesta teórica y política a lo comunitario (a la expansión horizontal de las interconexiones globalizadas que el autor defendía con optimismo democratizador) y, por otro, su melancólico apego a la soledad que, además de la timidez, lo aislaba –viajara donde viajara– de las personas y los contextos en vivo. Esto mismo lo comentamos varias veces con Ticio Escobar ya que José Luis Brea nos visitó en la Universidad ARCIS, después de haber sido invitado por Ticio a Paraguay, al comprobar que ni Asunción ni Santiago de Chile, dos ciudades a las que él visitaba por primera vez, despertaron en José Luis un interés suficiente como para recorrer sus calles y salir así del encierro, virtualmente poblado de redes electrónicas, de su pieza de hotel en la que se encerró durante sus tres días de visita.

En la imagen superior, Ticio Escobar aparece junto con Abel Prieto, Ministro de Cultura de Cuba, con motivo del homenaje que la X Bienal de la Habana le dedicara a la Revista de Crítica Cultural. Con Ticio Escobar, comparto los recuerdos cálidos de una amistad entrañable de más de veinte años. Me une a él, también, una complicidad latinoamericana por el modo ejemplar en que Ticio sigue apostando al potencial político-estético del arte para intervenir en la construcción de significados sociales desde las paradojas e intermitencias de lenguajes que fisuran cualquier pensamiento de la totalidad.

En la foto de la presentación cubana de los libros Debates críticos en América Latina: 1990-2008 (36 Ns. de la Revista de Crítica Cultural), Ticio ejercía el cargo de Ministro de Cultura del gobierno de Fernando Lugo, ilegítimamente destituido en junio 2012. La foto de abajo retrata la salida de todo el gabinete de Lugo desfilando en las calles de Asunción después de la destitución presidencial, con Ticio de ex Ministro de la Cultura en primera fila: un ex Ministro orgulloso de haber contribuido, desde la izquierda, a democratizar las urdimbres sociales que pluralizan el imaginario socialista.

Julio Ortega, Nelly Richard* Desde su primer libro Nelly Richard nos ha venido proponiendo un diálogo a la vez analítico y poético sobre los modos de producir el sentido del presente. En verdad, sus trabajos en la crítica, en la animación del debate a través de su Revista de Crítica Cultural y en el Diplomado en Crítica Cultural dentro de la Universidad ARCIS y en colaboración con el centro La Morada son, en cada caso, convocaciones a restablecer en la vida intelectual chilena y latinoamericana un espacio intersticial, entre los márgenes de la academia y los bordes de los centros de investigación, pero también entre las comunicaciones incautadas y la lectura saturada. Desde su primer libro me he sabido en diálogo con Nelly Richard tanto por las apelaciones agudas de su lógica impecable, como por el carácter virtual que los anima y que los proyecta como documentos de un lugar en construcción y un tiempo en devenir. Para mí, la crítica radical tiene esta calidad proyectiva, que se arriesga entre espacios conectados por ese salto, ligero y, si acaso, placentero. Pero los ensayos de Nelly Richard tienen, además, el procedimiento de un teorema que se construye como un proceso sistemático y persuasivo, por lo cual documentan también la necesidad de que la crítica cultural atienda a los objetos donde cuajan las trazas y las desrepresentaciones de una práctica artística, social y discursiva contradictoria de los modelos dominantes y los modos dominados. Gracias a sus ensayos estos objetos culturales de lo nuevo han ganado una parte de su propuesta al revelarse, como en una cámara lúcida que los rearticula, en sus sesgos de subversión y contradicción. Esta cualidad proyectiva de la escritura de Nelly Richard adquiere en Residuos y metáforas. Ensayos de crítica cultural sobre el Chile de la transición (1998), una nueva dimensión: estos ensayos ya no se proponen sólo documentar y anudar sino que cuajan ahora, en primer lugar, como escritura. Me importa mucho poner en evidencia la cualidad mediadora del significante mismo en este libro, porque en la materialidad de la escritura creo ver un trayecto decisivo de la crítica dialógica de este fin y comienzo de siglo. Por un lado, el proceso que va de la crítica de arte a los ensayos más teóricos y polémicos de la autora culmina ahora en la plena asunción del lugar desde donde se escribe; y ese lugar no es una u otra disciplina, tampoco la crítica periódica, mucho menos el ensayo de hermenéutica razonada y opinión variable. Es, más bien, el lugar del discurso crítico de nuestra desactualidad, el margen desde donde se gesta el desbasamiento de lo codificado y normado, de la sanción de 69 autoridad, y donde se abre el espacio de la heterología crítica; es decir, la breve suma de una cristalización, en primer término, del mismo lenguaje crítico; esto es, de la materia con que una creatividad analítica se piensa y se despliega. Pero por otro lado, esa ganancia

*Caja de herramientas. Prácticas culturales para el nuevo siglo chileno, Santiago de Chile, Lom ediciones, 2000.

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Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

del lugar de enunciación independiente genera un discurso crítico que es homólogo, en tanto estrategia analítica, a los objetos nuevos cuyo íntimo desacuerdo retraza. En efecto, este libro recorre textos, instalaciones, ensayos, prácticas y políticas, que en sí mismos contribuyen a configurar el escenario cultural de la transición chilena, cuya concertación es entendida como una negociación niveladora, o sea, monológica. Pero en lugar de limitarse al curso y decurso de estas instancias de zozobra civil, que contradicen el programa de la neutralización y la conversión en de la vida cotidiana en mala televisión y mercado anestesiante, este libro opta por escenificar una anatomía política de la cultura dominante (televisión, publicidad, olvido) desde la perspectiva de las instancias inquietas que la socavan (artes de glosa transgresiva, testimonios descarnados, textos pasionales). Esta anatomía del cuerpo discursivo y simbólico de un imaginario de la transición busca, siguiendo homólogamente a los objetos que revela, configurar un proceso crítico donde esta transición, en efecto, transite, transitivamente, como tránsito democratizado por la antítesis analítica, el desmontaje semántico, la deconstucción de lo normado. Avanzando así el carácter político del discurso crítico, este libro ilustra la posibilidad de devolver al debate la función antagónica y deliberativa como definitorios del horizonte democrático. Si la democracia es siempre una construcción en proceso, una indeterminación incluso de lo acordado, devolverle a la transición chilena la memoria de las heridas del cuerpo político, los desgarramientos del cuerpo simbólico sin representación plausible, es una tarea no solamente de la eticidad intelectual sino de la practicidad cultural. Y esta sería la suma grande, el proyecto desencadenado por artistas y críticos radicales de un anudamiento latinoamericano capaz de disputarle la palabra futura a la junta de accionistas, tanto al Banco Mundial regulador como a la mercadotecnia literaria… Uno de los ejes centrales de este planteamiento tiene que ver con la oposición entre memoria y olvido. Se puede leer este libro como un teatro de la memoria intermediada por el arte y la cultura, por sus representaciones alternas, que no pretenden la transparencia de lo real sino, más bien, su reinterpretación, para que el pasado no sea una tachadura sino una instancia del procesamiento del presente... En efecto, se trata de poner en crisis la temporalidad incautadora para que el presente sea liberado del olvido. ¿Cómo, entonces, leer la ceniza de los cuerpos quemados y la fisura de los cuerpos desaparecidos? La ceniza sería la tinta de la dictadura: un cuerpo hecho ceniza se confunde con otro, porque uno a otro se borran. Restos sin representación, son residuo sin metáfora. El libro de Nelly Richard es un proyecto reflexivo por oponer a esa ceniza una metáfora: el lenguaje como tinte de la inteligencia y como instrumento de la libertad…

47 I. CRÍTICA

FEMINISMOS II.

FEMINISMOS

Miguel Valderrama: Las relaciones que la crítica establece con la “actualidad” exponen, quizás, el punto de mayor tensión entre crítica cultural y filosofía. Este problema organiza no sólo uno de los más insistentes nudos de discusión que articulan el trabajo de reflexión del seminario sobre Postdictadura y transición democrática, sino que además opera como un verdadero parte-aguas entre el pensamiento filosófico y la crítica cultural. Ya sea que las referencias se organicen en torno al nombre de Walter Benjamin, ya sea que ellas estén referidas a los modos de intervención crítico intelectual, la discusión siempre gira en torno al eje crítica y actualidad. Parafraseando a Pablo Oyarzún, podría decirse que se objeta a la crítica cultural una “voluntad de presente”, un deseo de intervención que reclama un presente en el cual realizarse. Contra estas objeciones has propuesto distinguir entre presente y actualidad, entre presencia y alteridad. Sin embargo, has advertido de igual modo que el discurso de las diferencias fabrica en el presente sólo simulacros de alteridad, equivalencias abstractas que traducen y reducen invariablemente la diferencia a identidad y mismidad. Ante este diagnóstico, que parece representar una verdadera encrucijada para el pensamiento crítico, piensas que todavía es posible recurrir a figuras tales como lo contemporáneo, el presente, o la actualidad, al momento de pensar —contra la filosofía— la intervención crítico cultural.

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Nelly Richard: Es cierto que la separación de aguas entre la filosofía y la crítica cultural se produce de modo más agudo en torno al motivo de II. FEMINISMOS

la “actualidad” (del presente como contexto de intervención) y que esta discusión recorrió muy insistentemente los tiempos del Diplomado en Crítica Cultural de la Universidad ARCIS.1 El Diplomado tenía formato de seminario (una sesión de tres horas cada lunes durante tres años académicos: 1997-2000) en el que revisábamos diversos textos de los años de la transición vinculados a literatura, sociología, arte, filosofía o política, discutiéndolos a menudo con sus autores: Tomás Moulian, Manuel Antonio Garretón, Martín Hopenhayn, Sonia Montecino, Diamela Eltit, Bernardo Subercaseaux, etcétera. Participaron regularmente del seminario, en su condición de coordinadores académicos del mismo, Willy Thayer, Carlos Pérez Villalobos y Raquel Olea junto con un grupo regular de aproximadamente veinte estudiantes y, también, de profesores invitados.2

Por las características del programa y sus integrantes, muchas de las discusiones con los invitados internacionales giraban en torno a intelectualidad, mercado, postdictadura, transición, memoria, crítica, universidad, literatura, estudios culturales y latinoamericanismo. Los invitados de la academia internacional que nos visitaban comentaban lo singular que les parecía el hecho de que la filosofía tuviera en Chile una voz tan preponderante como la que parecía expresarse en el seminario de la Universidad ARCIS, siendo que en otras latitudes el campo filosófico dialoga muy escasamente con las dinámicas sociales y políticas del contexto local. Lo excepcional de la relación entre algunos filósofos chilenos y la neovanguardia chilena ya se había producido en los años ochenta bajo dictadura. Por un lado, Patricio Marchant —y esto lo sabe Miguel mejor que nadie ya que le dedica un libro a este filósofo del “secreto”3— no sólo formuló una crítica radical al Discurso Universitario de la filosofía profesional, sino que se dejaba inspirar, desde el psicoanálisis, por las poéticas transgresoras de artistas como Carlos Leppe y Juan Domingo Dávila. Por otro lado, Pablo Oyarzún elaboró un análisis comprensivo de toda una secuencia histórica del arte chileno en el texto “Arte en Chile de veinte, treinta años”4 que pasó a ser una cita influyente en las posteriores reflexiones sobre la Escena de Avanzada que elaboran Willy Thayer y Federico Galende, entre otros.

1 Esta discusión queda registrada en algunas de las intervenciones del libro que recoge el trabajo de reflexión del Seminario. Véase, Nelly Richard y Alberto Moreiras (eds.), Pensar en/la postdictadura, Santiago de Chile, Cuarto Propio, 2001. No sería justo recordar esta instancia excepcional de discusión y reflexión colectivas sin mencionar el privilegio que significó contar con la activa participación de cinco de los más brillantes estudiantes de una destacada generación de la Universidad ARCIS que nos acompañaron con rigor y pasión intelectuales: Sergio Villalobos-Ruminott, Felipe Victoriano, Oscar Ariel Cabezas, Jaime Donoso y Carlos Casanova.

2 El Seminario recibió a muchos académicos de América Latina y Estados Unidos en condición de becarios por una duración que variaba entre dos y tres meses. Tuvimos la suerte de que se integraran, entre otros, como becarios al seminario: Andrea Giunta (Argentina), Ana Longoni (Argentina), Jon Besley-Murray (Canadá), Brett Levinson (Estados Unidos), Ana del Sarto (Estados Unidos), Hermann Herlinghaus (Alemania). Contamos también con los valiosos aportes de quienes dictaron cursos y conferencias en el Seminario: Julio Ramos, Ernesto Laclau, Alberto Moreiras, Idelber Avelar, Néstor García Canclini, Jesús Martín Barbero, Beatriz Sarlo, Josefina Ludmer,

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John

3 Miguel Valderrama, Heterocriptas. Fragmentos de una historia del secreto 2, Santiago de Chile, Palinodia, 2010.

4 Pablo Oyarzún, Arte, visualidad e historia, Santiago de Chile, Ediciones La Blanca Montaña, 2000.

La coyuntura misma que da cuenta de la conformación del Diplomado en Crítica Cultural se debió a las relaciones que, a través de la Revista de Crítica Cultural, yo mantenía con Willy Thayer y Carlos Pérez Villalobos. En el marco de una amistad bastante estrecha, sosteníamos informalmente una interlocución viva —y, también, peleada— sobre arte, literatura, universidad y pensamiento crítico. Después se sumó Federico Galende a nuestras discusiones de amigos.

5 Donna Haraway, Ciencia, cyborgs y mujeres, Valencia, Cátedra, 1991, p. 329.

Se fue produciendo una primera bifurcación en el Diplomado en Crítica Cultural porque, en honor a la verdad, Willy y Carlos (al igual que los demás filósofos y sociólogos que participaban del seminario) no le prestaban ninguna atención al feminismo, mientras que Raquel y yo subrayábamos la importancia de la teoría y la crítica feministas en la redefinición de las prácticas del saber contemporáneo. Nos separaba también una cuestión de léxicos: Raquel y yo les reprochábamos a los filósofos el universalismo de su Discurso Transcendental (fundamentalidad, categorialidad) mientras insistíamos nosotras en hablar, semiológicamente, de “operaciones”, es decir, de las técnicas del sentido que nos recuerdan que toda producción enunciativa está siempre mediada por articulaciones contextuales entre formaciones ideológicas, estructuras discursivas y dispositivos socio-culturales. Nos parecía que “las políticas de la localización, del posicionamiento y de la situación” (Donna Haraway) que defiende el feminismo contemporáneo formulan una crítica contundente al meta-dominio del saber de la totalización que, careciendo de toda posicionalidad en su abstracción filosófica, finge “estar en ningún sitio mientras pretende igualmente estar en todas partes… como negación de responsabilidad crítica”5. Desde la crítica cultural, Raquel y yo solíamos percibir a la voz predominante de la filosofía como un discurso especulativo refugiado en la idealidad del pensar (sin contacto con la materialidad social de las coyunturas significantes ni con el desempeño institucional o contra-institucional de los signos) mientras que mis amigos filósofos nos acusaban a nosotras de subordinar la crítica a la factualidad del contexto y de sumergirnos vulgarmente en la inmediatez operacional de los objetos y los medios de la cultura, traicionado así el

Beverley, Mabel Moraña, Julio Ortega y otros.
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dominio superior de la categoría y el fundamento que garantizaría, según ellos, el único ejercicio de pensamiento que puede considerarse rigurosamente meditativo. Estoy diciendo esto de modo esquemático y, por lo mismo, injusto. Desde ya Thayer y Pérez Villalobos, filósofos ambos, no compartían el mismo discurso. Pérez Villalobos, lector riguroso de Pierre Bourdieu, reivindicaba siempre, en contra del trascendentalismo universal de lo filosófico (y, también, en contra de la sobre-inflación del concepto de “escritura” como transgresión poética-política que le parecía exagerada en la defensa que yo hacía de la crítica cultural), la necesidad —más próxima a la sociología de la cultura— de tener siempre presentes los límites de de producción, reproducción y transformación de los saberes académicos en base al recorte de los campos disciplinares que los soportan y regulan institucionalmente. Al mismo tiempo que Carlos se valía de Bourdieu para corregir toda exageración meta-filosófica o sobre-escritural en las discusiones del seminario rebajando los énfasis de Willy y míos, yo le reprochaba al concepto de hábito de Bourdieu, que tanto le gustaba citar a Pérez Villalobos, su tendencia a reforzar demasiado el protagonismo de las estructuras, es decir, de lo estructurado-estructurante como un peso que sedimenta el poder por las vías de la repetición y la transmisibilidad de los mecanismos de control, en desmedro de la fuerza de agencia y ruptura a la que apuesta lo más indisciplinado de la crítica cultural. Me parecía que el recurso demasiado consolidado al hábito de Bourdieu negaba los saltos (políticos, simbólicos, estéticos) de aquellas subjetividades antagónicas que se muestran virtualmente capaces de interrumpir la continuidad y pasividad del orden rutinariamente garantizado por las estructuras académico-institucionales. Así que eran varias las diferencias internas entre la filosofía, la sociología de la cultura y la crítica cultural que, en lo teórico convertían al seminario de la Universidad ARCIS en una instancia de debate bastante singular y polémica.

En todo caso, las tensiones que subyacían obsesivamente a las discusiones del Diplomado en Crítica Cultural tenían que ver con la relación entre “texto” y “contexto” y con la pregunta sobre el destino de

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6 Willy Thayer, La crisis no moderna de la universidad moderna. Epílogo al conflicto de las facultades, Santiago de Chile, Cuarto Propio, 1991.

la crítica en un mundo, para recoger la formulación de Willy, nihilizado por la homogeneización de los valores con la que el mercado capitalista administra la caída del sentido en el precipicio de la indiferenciación cambiaria que consagran las sociedades del consumo. Willy tendía a sugerir, a lo largo del seminario, que toda intervención crítica en el contexto político-discursivo de la transición estaba necesariamente condenada al fracaso porque la sintaxis de la descomposición que, a partir del golpe militar, instala la globalización capitalista con su infinitud de la seriemercado frustra cualquier salida emancipatoria debido a que la misma globalización capitalista había ya realizado el gesto neoliberalizador de la ruptura y del fragmento al que aspiraría ingenuamente la crítica cultural. Por mi lado, yo confiaba (y sigo confiando) en que ciertas operaciones críticas son capaces, pese a todo, de expresar sus desacuerdos con la ideología neoliberal resistiendo su ley uniforme de indiferenciación general mediante variaciones intensivas y confrontaciones valorativas que, desde lo crítico-estético y desde lo político-intelectual, desafían la neutralidad cambiaria del “todo vale igual” o del “todo da igual” como principio laxo de equivalencia generalizada. Una primera diferencia de aproximación entre Willy y yo había surgido con motivo de su libro La crisis no moderna de la universidad moderna;6 un libro que adquiere una renovada significación en el contexto de la actual lucha universitaria debido a la radicalidad analítica y política con la que Willy plantea en él cómo la refundación dictatorial se propuso, entre otros asuntos, disolver la soberanía y la autonomía universitarias aplicando, modélicamente, a la educación superior el mismo paradigma mercantil que administra el sistema de acumulación flexible del capitalismo transnacional. Junto con apreciar, al igual que en todos los libros de Willy, su seductora mezcla entre armadura conceptual y poética del saber, me parecía que la “sintaxis apocalíptica” de la que se reclama su diagnóstico de la transición obturaba cualquier ejercicio de la imaginación al decretar de antemano la muerte del sentido: un diagnóstico que no entra en el detalle de los resortes significantes que mueven a las prácticas críticas, por no considerar que dichas prácticas en lugar de oponerse al absolutismo de un dictamen general (el de la completa indiferenciación del valor que administra planetariamente el mercado globalizado)

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defienden la singularidad político-enunciativa de escenas de intervención localmente diferenciadas en mapas específicos de problemas y desafíos7. En contra de la tesis de la imposibilidad de la crítica en un universo capitalista de transvaloración cambiaria que terminaría consumiéndolo todo en la plana igualación de las series, yo defendía la experimentación crítica con fragmentos de discursos nunca cerrados en su finalidad de sentido y, por lo mismo, parcialmente abiertos a la eventualidad de que alguna potencia de mutación y cambio busque una escapatoria a través de sus micro-políticas de los signos para sustraerse localmente al dictamen de una totalidad-totalización del poder y del mercado.

En la presentación del libro Chile actual de Tomas Moulian a la que me referí antes, Willy Thayer nos dice que: “la crítica de lo actual, parece saberlo Moulian en cada instante de su texto, no se origina en un afuera trascendido de la actualidad. Pero tampoco es un simple adentro. Y aquí comienzan los problemas. La crítica de la actualidad presupone que, al menos en algún punto de lo actual, prevalece algo inactual que permite hablar, en lo actual, de o sobre lo actual. Hablar de lo actual presupone, como condición sine qua non, un mínimo de autonomía, una paranza desde donde leer intempestivamente la actualidad de lo actual, sin estar cabalmente leído por ella”8. Yo, hasta ahí, estoy de acuerdo con la impecable argumentación de Willy y comparto como problema lo que él llama “la dificultad poética del idioma de la crítica” en una actualidad tecnocomunicativa tan desvalorizadora del sentido como aquella que nos rodea. Difiero de Willy cuando afirma que “nuestra actualidad es 'un estado de cosas' general donde toda práctica y quehacer analítico se inscribe y hunde sus condiciones de posibilidad”9. Yo no creo que la dominación capitalista se rija por una ley única (ni siquiera la ley de la des-fundamentación de todas las leyes del nihilismo cambiario) que se cumple inexorablemente como principio de determinabilidad total del que nada se escapa. El presente no es un estado ya compuesto, sino un conjunto disparejo de fuerzas-encomposición que varía incesantemente en sentidos e intencionalidades según las actuaciones que lo mueven. No sabemos anticipadamente cuáles de estas fuerzas van a salir perdedoras o vencedoras de las pugnas de

7 Otra forma de decir algo parecido es citando a Butler: “Ser crítica no es, entonces, una posición per se, ni un sitio o un lugar que pueda ubicarse en el interior de un campo ya delimitable, aunque uno deba, en una catacresis obligatoria, hablar de sitios, de cambios y de dominios. Una función crítica es hacer un escrutinio de la acción de delimitación misma”. Véase, Judith Butler, “La legitimación del parentesco homosexual como arma de doble filo”, Revista de Crítica Cultural, N° 36, Santiago de Chile, 2007, p. 31.

8 Willy Thayer, “Cómo se llega a ser lo que se es”, Revista de crítica cultural, Nº 15, Santiago de Chile, 1997, p. 62.

9 Ibídem. Las cursivas son mías.

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10 Felix Guattari insiste siempre, tal como nos lo recuerda Anne Querrien, en su Prólogo a Plan sobre el planeta, en que “el espacio de conjunto está agujereado, tiene zonas de invisibilidad, puntos ciegos. La búsqueda de una unificación demasiado grande no contribuiría, por parte de las fuerzas de resistencia, sino a facilitar el trabajo de semiotización del capital” (p. 32). Dice Guattari: “El capitalismo mundial integrado no pretende aplastar de un modo sistemático y generalizado a las masas obreras, a las mujeres, a los jóvenes, a las minorías (…) Los medios de producción en los que se asienta exigen una cierta maleabilidad de las relaciones sociales y de las relaciones de producción, y un mínimo de capacidad de adaptación a las nuevas formas de sensibilidad y a los nuevos tipos de relaciones humanas en las que se van produciendo diferentes “mutaciones” (…) En estas condiciones, una contestación semitolerada, semiestimulada y recuperada podría formar intrínsecamente parte del sistema. Otras formas de contestación, en cambio, resultan mucho más peligrosas en la medida en que afectan las relaciones básicas de este sistema respeto del trabajo, de la jerarquía, del poder de Estado, de la religión consumista (…) Resulta imposible trazar, de un modo neto y bien definido, una línea de demarcación entre la marginalidad recuperable y los otros tipos de marginalidad, aquellos que prefiguran el camino de verdaderas revoluciones moleculares Las fronteras entre ambos

significación e interpretación que la crítica se propone librar en torno a los marcos de lo dominante, porque su despliegue es siempre táctico. Algunas de estas fuerzas de cambio lograrán modificar algo del presente y otras no, pero el éxito o el fracaso de su impulso transformador debe medirse en función de un campo específico de poderes y resistencias cuyas luchas micro-situadas no son predecibles en la determinación de su resultado.10 Lo mismo ocurre con la respuesta a la pregunta de si los lenguajes de la crítica son capaces o no de zafarse de la instrumentalización capitalista del sentido que, según Willy, terminaría anulando el potencial antagonista de cualquier discurso de rechazo o confrontación. Frente a esta pregunta, Pérez Villalobos tendía a argumentar, en el marco del seminario de ARCIS, que el destino de un texto crítico no es el de combatir la figura abstracta del sistema planetario de la globalización capitalista, inalcanzable en su escala universal, sino el de tomar en cuenta la sectorialidad de campos delimitados para generar rupturas críticas en el interior de sus comunidades de lectores; unas comunidades reunidas en torno a pactos específicos de comprensión (disciplinares, socio-culturales) que nos hablan de dominios regulados y no de una totalidad inconmensurable. Podría decirse, desde ahí, que el libro de Moulian, Chile actual, obtiene su efectividad crítica de cómo desarregla la lengua profesional de las ciencias sociales chilenas en su auge transicional y de cómo, además, le saca en cara a la desmemoriada transición el pasado molesto que oculta su máscara del olvido. Depende desde dónde se mira (desde qué altura y posición) si esto es poco o mucho como alcance del efecto crítico. La hipótesis filosófica radical sostiene que cualquier traducción parcial entre lo criticado y la crítica, por vigilante que sea su ejercicio, está destinada a la obscena complicidad con lo fáctico de un hoy sumergido en la promiscuidad del valor-de-cambio. Pero, según yo, no tendríamos cómo modificar la configuración hegemónica del hoy, sin arriesgarnos a compartir con el presente, inciertamente, alguna zona de contacto. Evitar, puristamente, que se mezcle el texto con la contextualidad de las acciones y discursos que lo rodean (suponiendo que esto fuese posible) equivale a abandonar el presente a su suerte, a mantenerlo tal cual, a reforzar pasivamente sus consonancias de poder sin tenderle una mano a lo disonante que, alrededor nuestro, trata de abrirse alguna vía de escape crítico.

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En resumen: es cierto que frente a la especulación filosófica del eterno meditar sobre las condiciones de (im)posibilidad del pensar, del no querer rozarse con el entorno para no hundirse en la inmediatez de lo circundante, la crítica cultural insiste en un diálogo con el presente. Pero este presente se piensa como temporalidad-en-curso; un presente cuyas formulaciones incompletas son un territorio vivo de participación e intervención que no tenemos porqué descartar antes de someter a prueba de resistencia sus materiales, enfrentándolos a las energías contrarias que moviliza la crítica. Lo dado (el consumismo de mercado; el dogma neoliberal; la actualidad irreflexiva de los medios) marca la condición de toda crítica pero no su límite final, porque ninguna lucha de sentido debe cancelarse antes de que la crítica haya experimentado con la noconcordancia de los tiempos y lugares de narración que tratan de luchar, entre las líneas, contra lo serializado por las redes mediático-culturales del capitalismo. Si reducimos el presente a la mera suma de los hechos que diagnostica el estado de situación dominante sin registrar el impulso de aquellas fuerzas-en-proceso (voces, subjetividades, cuerpos, actuaciones) que disputan un modo propio -singular- de pronunciarse en contra de la mimesis de la actualidad, la crítica no tendrá como reforzar solidariamente aquellas alternativas de sentido que, pese a todo, se esfuerzan en contradecir el idioma general de la facticidad del mercado, de la inmediatez operacional y la desvalorización cambiaria. La totalización del sistema capitalista como un sistema sin límites, es decir, ilimitado en su capacidad absoluta de recuperación y absorción de todos los márgenes, me resulta claustrofóbica (al quedar obturada toda ranura de exterioridad) y paralizante (si todas las movidas críticas están condenadas al fracaso, no vale la pena si quiera desplazar pieza alguna). Esta sobre-totalización del sistema nos impide detectar los sitios en donde sí es posible generar espaciamientos y desbordamientos críticos que corran, aunque sea provisoriamente, las fronteras entre el adentro (saturación homogénea) y el afuera (brechas, intersticialidad, fugas).

tipos de marginalidad son fluctuantes en el espacio y en el tiempo. Todo consiste en saber si se trata, en última instancia, de un fenómeno que se mantendrá “al borde” del socius –con independencia de su amplitud- o que lo pondrá radicalmente en tela de juicio. Lo característico de lo “molecular” es el hecho de que las líneas de fuga convergen con las líneas objetivas de desterritorialización del sistema, creando una aspiración irreversible a nuevos espacios de libertad”. Al respecto, Félix Guattari, Plan sobre el planeta. Capitalismo mundial integrado y revoluciones moleculares, Buenos Aires, Traficantes de sueño, 2004, pp. 52-53.

Las cursivas son mías.

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11 Carmen Berenguer, Eugenia Brito, Diamela Eltit, Raquel Olea, Eliana Ortega, Nelly Richard (comps.), Escribir en los bordes. Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana, Santiago de Chile, Cuarto propio, 1990, p. 7.

Alejandra Castillo: Dirías que al seminario sobre Postdictadura y transición democrática lo atraviesa un silencio feminista. Te lo pregunto, pues, y para parafrasear el título de una intervención tuya a la que me gustaría volver más adelante, al parecer la teoría y crítica feminista no constituyeron ni un “fragmento errático”, ni una “actuación en los bordes” en este importante espacio de discusión crítica. En otras palabras, la fuerza de descentramiento y extrañamiento político-culturales de las prácticas político-culturales feministas, los cortocircuitos e interferencias de una lengua que tempranamente interrogó los registros de estandarización de la escritura y el discurso crítico de la reproducción universitaria, se exponen reprimidos u obliterados en el seminario.

Nelly Richard: Mencioné a Raquel Olea como coordinadora académica del Diplomado en Crítica Cultura pero a ella la conocí cuando volvió de Alemania y se integró al equipo organizador del Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana que tuvo lugar en en 1987. Como bien lo anotó Eugenia Brito, este Congreso fue sin duda “el evento literario más importante producido en Chile bajo dictadura”11. Y eso porque el Congreso: 1) articuló una escena de producción crítica en torno a la relación mujer-escritura que cuestionaba por primera vez el canon de la autoridad socio-cultural de lo masculino y su sistema de valoración hegemónica en el campo literario chileno, y: 2) usó lo minoritario y lo subordinado como vectores de una política de descentramiento múltiple que, desde el concepto-metáfora de lo “femenino”, criticaba las estructuras de opresión y represión desplegados por la violencia autoritaria. El Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana de 1987 realizó un gesto valiente y subversivo que disparó en la trama cultural del país el foco de irradiación de una diversidad de creaciones y reflexiones en torno a mujer, lenguaje, subjetividad, representación, identidad y diferencia. Raquel Olea pasó a ser una voz relevante de esta escena crítico-literaria que, desde y más allá de lo “femenino”, elaboró nuevos códigos de lectura para dimensionar ciertas prácticas de la transgresión cuyo impacto poéticopolítico marcó decisivamente el campo artístico de esos años en Chile.12

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Sin embargo, esa escena de crítica feminista que tratabamos de hacer presente en el Diplomado en Crítica Cultural no recibía ninguna atención ni teórica ni política de parte de W. Thayer, C. Pérez Villalobos ni de F. Galende13. Nos resultaba extraño a Raquel y a mí que pensadores adscritos a las corrientes filosóficas de la diferencia y la alteridad no tomaran en cuenta a la teoría feminista como aquel cuerpo que deconstruye radicalmente el pensamiento de lo Uno al que se oponen las mismas corrientes con las que ellos se identifican filosóficamente. Según nosotras, no era posible suscribir la crítica postmetafísica de las lógicas binarias de la identidad que promueve la deconstrucción, sin tomar en serio el riguroso desmontaje feminista del binarismo masculino-femenino que nos enseña cómo la oposición sexual atraviesa toda la organización simbólica del conocimiento: el mismo conocimiento sobre el cual la filosofía suele pronunciarse trascendentalmente (descorporizadamente), obliterando generalmente los alcances ideológico-sexuales de la división de género en la jerarquización de los saberes y las disciplinas.14 Creo que tu trabajo filosófico ha sido decisivo en corregir este defecto de visión que prevalece en el entorno académico masculino.

12 Raquel Olea, Lengua víbora. Producciones de lo femenino en la escritura de mujeres chilenas, Santiago de Chile, Cuarto Propio/La Morada, 1998.

13 Debo, sin embargo, rescatar el hecho de que Carlos Pérez Villalobos acogió la invitación a presentar el libro Masculino/femenino. Prácticas de la diferencia y cultural democrática con la lectura de un texto (CESOC, noviembre 1993) que sí reflexionaba sobre feminismo y escritura.

Bien sabemos que el sujeto de la filosofía se ha erigido, bajo la modernidad, en el sujeto universal del conocimiento absoluto y que, para hacerlo, generalizó un punto de vista sobre el mundo que oculta su sesgo de la masculinidad dominante tras la máscara de lo neutro y lo impersonal. Lo neutro y lo impersonal, convertidos tramposamente en equivalentes de lo abstracto-general, se vuelven así portadores y garantes (masculinos) de la cientificidad de la ciencia y de la trascendentalidad de la filosofía. En la medida en que las filosofías de la deconstrucción entraron a sospechar de las pretensiones de verdad absoluta del racionalismo occidental, se generó un diálogo cómplice entre la deconstrucción y el feminismo gracias a que ambas corrientes se muestran interesadas en desestabilizar el paradigma del sujeto soberano del falogocentrismo. Pero el feminismo contemporáneo luego advirtió la sutil trampa de la deconstrucción: una trampa que la lleva a connotar “femeninamente” las expresiones de la crisis de la razón metafísica (pliegues, intersticios, fisuras) que rompen

14 No es difícil imaginar las dificultades de inscripción con las que se ha topado el trabajo de Cecilia Sánchez para ganar legitimidad en el campo de la filosofía chilena, debido a las dos marcas que ella misma introduce (el género y la hibridez de géneros (filosofía, arte, literatura) en su interpelación al “filósofo nacional”: un filósofo que, “al momento de ingresar a la página en blanco, se sabe depositario de un conocimiento que lo abstrae del mundo y de sí mismo” y que, por lo mismo, desconfía de toda inserción concreta-particular (cuerpo, biografía, contexto) desde las alturas de esta trascendencia.

Cecilia Sánchez, Escenas del cuerpo escindido. Ensayos cruzados de filosofía, literatura y arte, Santiago de Chile, Universidad ARCIS/Cuarto Propio, 2005, p. 29.

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Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

con el dominio masculino de la totalidad y la centralidad, pero sin que esta feminización de la diferencia y de la alteridad —estetizada por la filosofía deconstructiva— implique un compromiso real con los diseños políticos del feminismo. Al privilegiar lo ambiguo y lo indeterminado como rasgos de incompletud del sentido en la teoría contemporánea, las filosofías de la deconstrucción terminaron por favorecer a lo “femenino” asignándole un valor positivo debido al estado de subordinación en el que lo mantenía el dominio de la razón superior que defendía prepotentemente la modernidad hoy cuestionada. Pero lamentablemente esta iconización filosófico-deconstructiva de lo femenino como metáfora privilegiada de lo no-Uno, se da el lujo de seguir ignorando los desafíos teórico-políticos del feminismo. Insidiosamente, el devenir-mujer pasó a ser la clave privilegiada de la fuga (discursiva) hacia la alteridad que emprenden las filosofías de la deconstrucción, pero sin que esta fuga comprometa en su paso el deseo de activar transformaciones políticas del cuerpo “mujeres” ni en lo real-social ni en las estructuras institucionales. Mientras que la teoría feminista lee estratégicamente a las filosofías de la deconstrucción para sacar utilidad de sus desplazamientos de signos sin dejar, al mismo tiempo, de desenmascarar sus engaños, los filósofos (que no leen teoría feminista) recurren a la deconstrucción para desalojar a las mujeres de su sublime metáfora del descentramiento tratando, al mismo tiempo, de que pase desapercibida esta rebuscada estratagema de suplantación.

Volviendo a tu pregunta, yo insistiría en que no se puede abordar el análisis del campo de discursos de la postdictadura en Chile sin dedicarle atención a la crítica feminista. Las escrituras teóricas de la crítica feminista desorganizaron los campos establecidos por las lenguas académicas incluyendo, por supuesto, la lengua de la filosofía que, desde sus puntos ciegos, oculta “magistralmente” sus propios mecanismos de invisibilización de cómo la diferencia sexual opera en el reparto asimétrico del conocimiento y la valoración del saber: un reparto a cuya asimetría la filosofía como disciplina y pensamiento colabora sin culpa alguna. Creo que hoy sigue persistiendo (aunque con algunos matices, a veces oportunistas) la misma desatención de siempre hacia la teoría y la crítica

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feministas de parte de nuestros más respetables autores locales (y esta mención amistosa no excluye a Pablo Oyarzún): una desatención que se hace evidente en la nula incorporación de la producción teórica feminista, ni internacional ni nacional, en las bibliografías de sus libros. Ya no es dable pensar que el feminismo es asunto de mujeres o que su teoría sólo concierne al género como objeto de estudio. La teoría feminista articula un punto de vista sobre cómo la disimetría de la oposición sexual y de género —en tanto “tecnología política compleja” (Teresa de Lauretis)— afecta en diagonal todos los campos de ordenamiento del sentido, de repartición del saber y de configuración de lo social y lo político. ¿Por qué aceptar tan naturalmente que la filosofía chilena se reste de la contemporaneidad de esta evidencia teórica?

Alejandra Castillo: Retomando aquello de los desafíos críticos de la teoría feminista y la deconstrucción, en un novedoso y provocador vínculo sostienes en Masculino/femenino que el feminismo y la postmodernidad latinoamericana se implican mutuamente en un diálogo vital. Este diálogo se organiza a partir de las “estrategias teórico-políticas de inscripción de la diferencia (mujer, periferia) en la problemática de la Diferencia”. ¿En qué sentido entiendes esta inscripción de la diferencia (mujer, periferia) en la Diferencia?

Nelly Richard: La cita remite a un contexto de debate (el de la postmodernidad en América Latina) que data de los años ochenta, en el que yo pretendía recalcar que ciertas inflexiones del postmodernismo pueden resultar beneficiosas para la crítica feminista: la crisis de las meta-narrativas totalizantes que basaban linealmente su dominio universal en el guion sujeto-razón-ciencia-progreso de la modernidad; las fracturas de autoridad del sujeto trascendental (masculino-occidental) que tenía la misión de supervisar los avances del proyecto civilizatorio; el descentramiento del canon metropolitano y la proliferación de los márgenes como respuesta a los estallidos de la autoridad cultural del centro, etcétera. Tal como lo afirma Rosi Braidotti en varios de sus

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escritos, la crisis (“postmodernista”) de la modernidad occidental se ofrece para ser leída como una oportunidad de socavamiento de las bases masculinistas de la subjetividad clásica y, por ende, como una ruptura del modelo dominante de identidad que puede ser aprovechada vitalmente por el feminismo.

En la cita que mencionas, la contraposición entre “la Diferencia” y “las diferencias” buscaba interpelar el discurso de la filosofía europea obligando sus alegorías textuales a confrontarse con las zonas micro-diferenciadas de lo latinoamericano cuyo “regionalismo crítico” (un término de Kenneth Frampton retomado por Fredric Jameson y luego por Alberto Moreiras) contextualiza el signo “mujer” en trayectos políticosociales específicos. En efecto, el discurso filosófico-deconstructivo de “la” Diferencia exhibe lo femenino como sinónimo de lo fluido, lo incierto y lo variable, pero lo hace moviendo lo femenino hacia el infinito de una abstracción hiper-textual que lo aleja demasiado de las relaciones de género que toman cuerpo en la vida real. Es decir, el discurso filosófico de “la” Diferencia termina mostrándose in-indiferente al modo en que las diferencias político-sexuales actúan en el mundo de las identidades prácticas y de sus relaciones sociales. El desafío consistiría en que el feminismo contemporáneo saque provecho crítico de la relativización postmoderna de la categoría fuerte de Sujeto absoluto (masculino), sin permitir que, en el otro extremo, el deconstructivismo filosófico-literario que alegoriza textualmente a lo femenino borre la materialidad de las trazas político-sexuales de las “mujeres”. Es para contrarrestar el efecto desterritorializador de “la” Diferencia filosófico-literaria, (que termina volviendo ilocalizables las estructuras de poder a las que se enfrenta la crítica de género), que el feminismo crítico debe seguir insistiendo en la materialidad y la corporeidad de aquellas diferencias específicamente ubicadas en sujetos, territorios y diagramas de acción.

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Pero existe otro peligro en el recurso a “la” diferencia que perjudica al feminismo al hacer que este sólo se fije en la oposición externa entre lo masculino y lo femenino, sin registrar debidamente el hecho II. FEMINISMOS

de que cada uno de estos dos términos es atravesado, internamente, por ambigüedades constitutivas que le quitan plenitud y transparencia a sus respectivos sustratos de identidad. Para un cierto feminismo llamado, precisamente, “de la diferencia”, lo femenino pasó a entenderse demasiado linealmente como el contenido de un “nosotras-las-mujeres” que traza una unidad esencial entre las que forman parte naturalmente de aquel grupo sexuado, autodefiniéndose como víctimas de la exclusión y la opresión patriarcales. El antecedente discriminador de cómo la tradición del pensamiento occidental ha relegado sistemáticamente la “diferencia” (la mujer como “lo particular”) a un subconjunto de la categoría de la “identidad” (el hombre como “lo general”) que opera como el patrón único de totalización del sujeto masculino-dominante, vuelve comprensible que los objetivos contestatarios de un primer feminismo histórico hayan consistido sobre todo en invertir esta oposición entre lo masculino y lo femenino para revalorizar la diferencia-mujer armando, a partir de ella, una genealogía de lo “propio” que dotara a las mujeres de una autonomía del ser y del hacer. Pero surgieron críticas lúcidas, dentro del mismo feminismo, que rechazan esta simple inversión de la oposición identidad (masculino) / diferencia (femenino) por cómo dicha inversión sigue haciéndole el juego al binarismo metafísico de las esencias duales clausurando la diferencia sexual en un sistema aparte: un sistema de lo "femenino" y de lo "feminista" (en oposición a lo masculino-patriarcal) desvinculado del conjunto de luchas plurales que, además del género, abarcan varias otras posiciones de identidad. El desafío crítico del feminismo contemporáneo no sólo consiste en visibilizar las diferencias en cada mujer, entre las mujeres y dentro del feminismo, sino en convertir al feminismo en un eje de multiplicación de las diferencias que, sin borrar la materialidad corpórea de la diferencia sexual, extienda sus reclamos y aspiraciones de cambio a una multiplicidad de otras intersecciones de identidad. Se trataría entonces de romper con los marcos de interdependencia binaria que enfrentan el término derivado (“diferencia”) al término prefijado jerárquicamente (“identidad”) para desmultiplicar internamente la unidad de las categorías auto-centradas en un todo homogéneo y para, además, pluralizar el discurso de la diferencia sexual ampliando el registro feminista

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Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

15 Chantal Mouffe, “Feminismo, ciudadanía y política democrática radical”, Revista de Crítica Cultural, Nº 9, Santiago de Chile, 1994, p. 56.

a políticas de sujeto que no se limiten a la simple determinante de género. Dentro del contexto de una más amplia articulación de demandas y aspiraciones, el feminismo debería perseguir no sólo “los intereses de las mujeres como mujeres sino … la transformación de todos los discursos, prácticas y relaciones sociales donde la categoría 'mujer' está construida de manera que implica subordinación”15

Alejandra Castillo: Tienes razón cuando señalas que los feminismos que se inscriben bajo el signo de la diferencia, como el que mencionas de Rosi Braidotti, tienden a complicar la propia idea de diferencia en la medida que complican a su vez las ideas de alteridad (la diferencia en las mujeres), de interioridad (la diferencia dentro del feminismo) y de lo común (la diferencia entre las mujeres). Pero, sin embargo, pareciera ser que estos feminismos de la diferencia se reservan para sí un invariante: la diferencia sexual. De algún modo, se podría decir que parten de un presupuesto (la diferencia sexual) que luego sólo se verifica en la multiplicidad de los “cuerpos”. En esta dirección me parece que va tu afirmación: “El desafío crítico del feminismo no consiste solo en visualizar las diferencias en cada mujer, entre las mujeres y dentro del feminismo, sino en convertir al feminismo en un eje de multiplicación de las diferencias, sin borrar la materialidad corpórea de la diferencia sexual”. ¿Cuál es tu acercamiento a aquellas apuestas teórico feministas que sospechan de tal invariante de la “diferencia sexual” poniendo en tensión la distinción entre materia y forma?

16 Catherine Malabou, La plasticidad en espera, Santiago de Chile, Palinodia, 2010.

Nelly Richard: Entiendo, Alejandra, aunque quizás me equivoque, que el final de tu pregunta sobre “la tensión de la distinción entre materia y forma” espera una respuesta que incorpore a la discusión sobre feminismo y diferencia sexual el aporte conceptual que formula Catherine Malabou a través del concepto de “plasticidad”. A Malabou recién la estoy leyendo gracias a la publicación en Palinodia de La plasticidad en espera16 y gracias, también, al ensayo “¿Qué es formar el cuerpo?” en la revista Papel Máquina17. Es una lectura para mí demasiado reciente como para que la sienta enteramente propia y todavía no tengo muy claro cómo asimilar

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17 Catherine Malabou, “¿Qué es formar el cuerpo?”, Papel máquina, Nº 5, Santiago de Chile, 2011, pp. 31-35. II. FEMINISMOS

sus reformulaciones teóricas a lo que me interesa pensar sobre feminismo. Sé que ella le replica a Judith Butler con motivo de su lectura de Hegel y Foucault y, también, que busca introducir una innovación filosófica respecto de la “huella” en Derrida con quien entra en competencia de registro. Me parece atractivo el concepto de “plasticidad” en tanto zona de formación del cuerpo como “atadura y al mismo tiempo desapego de la forma” o bien como algo situado entre “el modelado escultórico o la deflagración” como dice ella18, pero aún no se me aclaran del todo las ventajas teóricas que presentaría este nuevo concepto en relación a las formulaciones anteriores de Butler. Bien sabemos que la diferencia sexual no es el dato estático de lo masculino/femenino como algo pregrabado en el cuerpo (una diferencia ya diferenciada, de una vez para siempre) sino un eje de producción de significados en torno a lo político-sexual del género que actúa la diferencia en distintos soportes y formatos, desinscribiendo y reinscribiendo sus marcas en un constante movimiento de alternancia de contextos. La movilidad relacional, posicional y situacional, de cómo la diferencia sexual “toma forma” apareciendo en escena y cambiando de escenas, entrando y saliendo de los marcos de representación, según la heterogeneidad de las fuerzas que se mueven entre cuerpo (lo material) y figuración (lo simbólico-expresivo) es de por sí “plástica” ya que remodela su materia significante en función de una infinita variación de límites, volúmenes y contornos que incorpora necesariamente lo que Malabou llama la “formación de la alteridad”. Pero voy a seguir leyendo a Malabou para estar más segura de lo que opino aquí…

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Para mí, plantear que la “diferencia sexual” como un invariante no equivale a naturalizarla en una forma originaria y permanente, definitiva, como si la oposición masculino/femenino no fuera lo que es: la suma móvil de las resignificaciones de género que se formulan en un juego abierto entre la matriz político-sexual y los varios códigos de actuación que la interpretan, desplazan y transgreden en lo particular y singular de cada proyecto-trayecto de cuerpos e identidades. Estoy de acuerdo con Laclau-Mouffe cuando dicen que, si bien "hay un invariante que funciona en toda construcción de diferencias sexuales y es que, pese a su

18 Catherine Malabou, La plasticidad en espera, op. cit., p. Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

19 Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, “Posición de sujeto y antagonismo: la plenitud imposible”, Benjamin Arditi (ed.), El reverso de la diferencia. Identidad y política, Caracas, Editorial Nueva Sociedad, 2000, p. 156.

multiplicidad y heterogeneidad, ellas construyen siempre lo femenino como polo subordinado a lo masculino”19, esto no quiere decir que este invariante sexual sea fijo en sus estructuras ni que se exprese según una racionalidad única de poder. La división sexual se configura a través de múltiples redes de ideologías, discursos y acciones que van interactuando entre sí para reforzar un efecto de la dominancia que, pese a la estructuralidad simbólica del rol y la valencia de lo masculino en el universo de las representaciones, cambia permanentemente de forma y sustancia, es decir, no deja nunca de ser ella misma “plástico”.

Alejandra Castillo: Teresa de Lauretis afirma que el feminismo estaría atravesado por una doble tensión en direcciones opuestas: la negatividad crítica de su teoría y la positividad afirmativa de su política. En filiación con aquella descripción del feminismo, señalas en el postfacio a Por un feminismo sin mujeres (2011) que “el feminismo contemporáneo ha sabido asumir la complejidad de los desafíos que implica, por un lado, saber –negativamente- que ya no se puede descansar en una identidad mujer en tanto sustrato biológico o fundamento ontológico del sujeto (…) y, por otro lado, crear –afirmativamente- diseños de acción política que movilicen a una comunidad de sujetos en contra de las subordinaciones de género”. Asumiendo esta doble lógica, Catharine Mackinnon, por tomar un ejemplo, planteará la necesidad de pensar los derechos humanos por fuera de cualquier definición “fundacionalista” y “trascendental”. Desde este cuestionamiento “negativo”, desnaturalizará la definición de humanidad para torcer la univocidad de su significado en la voz “derechos humanos de las mujeres”. Del gesto negativo a la creación afirmativa necesaria para la “acción política”, sin duda. Sin embargo, y a pesar de incorporar la doble tensión del feminismo propuesta por de Lauretis, la propuesta de Mackinnon no logra transformar el imaginario femenino vinculado a la vulnerabilidad, sino que, por el contrario, parece reforzarlo. ¿Cuál es tu posición frente a este tipo de complicaciones de la crítica y la política feminista?

Nelly Richard: Tu pregunta me remite a una autora de la que he leído algunos textos (no soy experta en su teoría) y que no me atrae particularmente. Me

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resulta problemática su tesis de la concientización feminista como un modelo de acción política sobredeterminado por la experiencia de ser víctimas de la dominación masculina y por la autoconsciencia de las mujeres que proyectan desde ahí la fortaleza de su identidad-comunidad de género. Una tesis como esta contribuye a la borradura de todo lo que vibra como diferencia o antagonismo en los conjuntos de identidades (dispersados, fragmentados) que atraviesan a las mujeres y, por lo mismo, reduce el potencial discrepante de lo múltiple-heterogéneo cuya fuerza consiste precisamente en subvertir la ficción de lo indiviso mediante la cual un cierto feminismo radical absolutiza las categorías “mujer” y “diferencia”. Es este potencial discrepante de lo múltiple-heterogéneo el que felizmente impide que el feminismo de las mujeres y las mujeres del feminismo se dejen regular linealmente por lo que MacKinnon llama el “dominio” como una estructura hecha para asegurar el control programático de lo Uno genérico-sexual del feminismo radical. Su afirmación de que “aproximarse a la discriminación sexual de esta manera —como si las cuestiones de sexo fuesen cuestiones de diferencia y las cuestiones de igualdad fuesen cuestiones de similitud— le otorga a la ley dos maneras de mantener a las mujeres dentro de los estándares masculinos y llamar a esto igualdad sexual”20, sin que ella deje entrever que la "identidad" y la "diferencia" son categorías que no deben ceñirse al "en sí misma" de la propiedad-sustancia, tampoco me convence porque lleva implícita una nueva condena al juego oscilante de la(s) diferencia(s) cuyas indeterminaciones la autora parece querer reducir o anular a la fuerza.21 Pienso, por el contrario, que sólo los traslados y las interferencias de signos entre las cambiantes posiciones de sujeto y discurso que hacen girar al significante “mujer” entre la identidad, la diferencia y la alteridad, le permiten al feminismo contar con la suficiente movilidad articulatoria para combinar e intercalar distintas posiciones teóricas, distintos combates políticos y distintos debates político-críticos. Aunque sea en nombre de lo asociativo como principio de unidad-reunión del grupo y de la comunidad de las mujeres, no creo que el feminismo deba anular la fuerza de lo disociativo que contribuye a subdividir y multiplicar cada representación-de-identidad en combinaciones fragmentadas para que esquiven así la rigidez de un solo bloque de identificación. Primero, lo igual (entre hombres y mujeres) no

20 Catherine MacKinnon, “Diferencia y dominio: sobre la diferencia sexual”, Marysa Navarro y Catherine R. Stimpson (eds.), Sexualidad, género y roles sexuales, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1999, p. 80.

21 Esto va directamente ligado con lo que le reprocha de Lauretis a MacKinnon cuando reduce la opresión sexual a un evento externo, invisibilizando los conflictos internos de una subjetividad dividida : “Al poner el acento sobre la realidad del evento –la realidad de la opresión como evento- el esquema analítico de MacKinnon no permite comprender la resistencia en términos psíquicos (por ejemplo, a través de procesos de identificación o de fantasía) y, por tanto, configura la capacidad de obrar sólo en el sentido de lo que Rose llama ‘una política de la sexualidad basada sobre la aserción o sobre la voluntad’”. Al respecto, Teresa de Lauretis, Diferencias. Etapas de un camino a través del feminismo, Madrid, Cuadernos inacabados, 2000, p. 122.

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Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

22 Dice Joan Scott: “Se ha creado una oposición binaria para ofrecer una elección a las feministas, de apoyar la ‘igualdad’ o su supuesta antítesis, la ‘diferencia’. De hecho, la antítesis misma esconde la interdependencia de los dos términos, ya que la igualdad no es la eliminación de la diferencia y la diferencia no excluye la identidad”. Véase, Joan W. Scott, “Igualdad versus diferencia: los usos de la teoría postestructuralista”, Debate feminista, Nº 5, México, 1992, p. 91. 69

puede reducirse a lo semejante ni a lo idéntico a sí mismo. 22 Mackinnon sigue contraponiendo la “diferencia” a la “igualdad” como categorías fijas y creo que, al hacerlo, ella reitera una dicotomía inmovilizadora en la que se entrampó el feminismo cuando pensó que tenía que enfrentarse necesariamente a esta elección imposible. El feminismo no puede darse el lujo de optar por la identidad o por la diferencia, ya que el hecho de plantearse estas opciones como mutuamente excluyentes lo lleva a renunciar a la movilidad táctica de dos argumentos —la universalidad de lo igual y la particularidad de lo diferente— que pueden ser usados alternativamente en distintos campos de enfrentamientos (teórico, político, jurídico, filosófico) sin que las mujeres tengan que rigidizar su defensa de una u otra tesis en una posición definitivamente cerrada. El feminismo contemporáneo ha aprendido a rechazar las falsas dicotomías que lo obligan a pronunciarse a favor o en contra de una u otra de estas dos categorías (igualdad versus diferencia), porque ya sabe que es posible deslizarse de postura(s) sin traicionar la política de su teoría: una política de la teoría que lo lleva a afirmar posiciones de “identidad” cuando es necesario tomar partido en un campo de antagonismos y, al mismo tiempo, a dudar críticamente de toda afirmación que suscriba sin reserva una verdad monológica del "ser" (ser mujer feminista como identidad absoluta). El dogmatismo conceptual de un cierto feminismo radical nos inhibe de realizar los gestos dobles, desdoblados, que son los únicos capaces de mantener activas las tensiones entre términos supuestamente contrarios al pasar, como dices tú, del “gesto negativo a la creación afirmativa" (un movimiento alterno que se realiza a través de un incesante ir y venir entre la identidad y la desidentidad, cualquiera sea la secuencia de enunciados en la que se inserta). Al feminismo contemporáneo no le conviene rechazar las vías de doble sentido que el feminismo marxista solía considerar culpables de introducir ambigüedades y paradojas que extravían el foco principal de las luchas anti-patriarcales de las mujeres. El ideal feminista radical de Mackinnon que se rige por una axiomática del “dominio” subordina lo político-sexual al mandato de un feminismo que llama a las mujeres a proyectarse en el mundo cohesivo (sin fisuras internas) de la no-subordinación de género como meta igualitaria; un mundo que se desea sin controversias de términos ni ambivalencias de

II. FEMINISMOS

identidad, sin dobleces de estilo ni desdoblamientos de voces cuando serían precisamente estos intervalos de no-coincidencia entre “ser” y “hablar como” (ser "mujer", hablar como "feminista") los únicos capaces, al menos para mí, de romper creativamente con los guiones de identidad y género que persiguen una representación lineal rechazando los puntos suspensivos de los entremedios.

Para volver a una polémica escena local, la del Coloquio Por un feminismo sin mujeres de la Coordinadora Universitaria por la Disidencia Sexual (CUDS) que se realizó el 2010,23 yo rescataría el “como si” de Rosi Braidotti que cita Jorge Díaz en su presentación del libro ("como si quisiéramos un feminismo sin mujeres") para unirlo a la defensa del entrecomillado que hago al final para nombrar a las "mujeres" como un significante táctico: un significante cuyo significado flotante, al indicar la falta de una referencialidad única y de una posicionalidad fija, nos da margen y licencia creativa para no tener que adherir tan obedientemente a las definiciones que impone el lenguaje social, incluso el lenguaje social del feminismo. Me parecen mucho más incitantes estos recursos oblicuos (el “como si” y las comillas) que se mueven sinuosamente entre lo literal y lo figurado para jugar con lo intermitente de las marcas de apropiación/desapropiación/contra-apropiación del género, que el sustantivismo de la identidad feminista a la que nos convoca imperativamente una autora como MacKinnon. Me quedo con la ventaja de los saltos de traducción que caracterizan la “heteroglosia” y la “polivocalidad” realzadas por Donna Haraway como rasgos de habla que, al desuniformar las actuaciones de sujetos regidas por un libreto de contenidos fijos (aunque se trate del libreto contestatario de la identidad de mujeres oprimidas por la dominación de género), evitan la representatividad-ilustratividad del "parecerse a" todo lo que nombran las identificaciones prediseñadas. Y también rescato de Haraway su manejo figurativo de la teoría feminista que, en las antípodas de la lengua normativa y prescriptiva de MacKinnon, tiene mucho de “ficción apasionada, sin reconocer fronteras entre la reflexión especulativa, la estética y la política”24

23 Ver la recopilación de textos publicados en Por un feminismo sin mujeres Editores: Coordinadora Universitaria por la Disidencia Sexual (CUDS). Santiago de Chile, 2010.

Alejandra Castillo: Salvo Donna Haraway y Judith Butler, una crítica de la propia “metáfora de la diferencia sexual” (pensemos en sus cyborgs) y la otra crítica de la distinción entre “materia y forma” (pensemos en su propuesta

24 Ana Amado, “Cuerpos intransitivos. Los debates feministas sobre la identidad”, Debate feminista, Nº 21, México, 2000, p. 233.

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Richard
Conversaciones con Nelly

“impolítica” de lo queer), las otras autoras que tú mencionas han tendido a modelar la invención teórica por la “acción política”. Ahí tienes, por ejemplo, a Rosi Braidotti re-introduciendo cómo válidas “éticas del cuidado”; o a Joan Scott transformando la categoría “género” en una herramienta metodológica para “encontrar mujeres” en la historia; o a Teresa de Lauretis pensando a los “sujetos excéntricos” (las mujeres) siempre tramados en el entre dos de la “narración masculina y el silencio femenino”. Ahora volviendo a la escena local y retomando este complejo “entre dos” (de la negatividad teórica y la afirmación política), ¿Cómo se da este encuentro entre teoría y práctica feminista en los años de dictadura en Chile?

Nelly Richard: Por mi parte, creo que las autoras que señalas (Haraway, Butler, Braidotti, de Lauretis) se muestran todas ellas conscientes de este “entre dos” deconstructivo que se mueve entre la negatividad teórica (dudar, sospechar) y la afirmación crítico-política (pronunciarse, tomar partido) como una zona de deslizamientos continuos a cuya tacticidad el feminismo no puede renunciar, más allá de que ciertos contextos de argumentación e intervención le hagan optar por una u otra actitud enfatizando a veces la pragmática de la interpelación social (que llama a las mujeres por su nombre en vista a la organización de un significado colectivo) y otras veces la figuración-diseminación metafórica (que las des-nombra en un gesto de despiste categorial e irradiación del significante). En todo caso, este corpus de autoras contemporáneas que estamos mencionado se encuentra a mucha distancia, en el tiempo y en el espacio, del “encuentro entre teoría y práctica feminista en los años de dictadura en Chile” sobre cuyo recuerdo me invitas a volver...

Si leemos los textos del Congreso de Literatura Femenina de 1987 recopilados en el libro Escribir en los bordes, nos daremos cuenta de que las autoras más citadas en las reflexiones teóricas que se publican en su interior son Heléne Cixous, Luce Irigaray, Monique Wittig y Julia Kristeva. Más allá de las distintas posturas que adopta cada una de ellas en torno a lo femenino y la diferencia sexual, estas autoras abrieron una reflexión teórica sobre mujer, inconsciente, cuerpo, subjetividad y lenguaje que nos sirvió

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como primera aproximación crítica a la producción emergente de escritoras chilenas que, en los años ochenta, fueron sorprendentes y audaces en su salto poético-literario: Diamela Eltit, Eugenia Brito, Carmen Berenguer, Malú Urriola, Soledad Fariña, Marina Arrate, Teresa Adriasola, Guadalupe Santa Cruz, entre otras. Esas voces de creadoras chilenas, junto con levantar un habla rebelde que desafiaba el cerco totalitario de la dictadura, transgredieron el canon masculino de la tradición dominante tejiendo una escritura otra: una escritura en la que el devastamiento de los códigos que produjo el estallido de la violencia militar se traducía en rituales barrocos y salvajes de desintegración del yo de la lírica tradicional; en exploraciones a tientas de las capas más sepultadas de una discursividad social cargada de censura y represión; en descentramientos y fragmentaciones de la unidad del sujeto masculino-dominante a cuya leyenda monumental todas ellas renunciaron para testimoniar, con precarios alfabetos, del arruinamiento del orden patriarcal y de la ruina de los géneros. Vale la pena subrayar que estas lecturas teóricas que circulaban informalmente entre nosotras (Cixous, Irigaray, Wittig, Kristeva) eran citadas fuera de todo repertorio de sistematización académica. Los textos nuestros se intercambiaban en fotocopias y su lectura era discutida en talleres y encuentros alternativos que se realizaban en los extramuros de la academia; una academia que, por lo demás, no habría estado en condición de incorporar esas lecturas teóricas novedosas a programas de literatura muy anquilosados que sobrevivían a duras penas en universidades bajo intervención militar. Ajenas a toda red de especialización académica, las citas nuestras a las teóricas francesas de la escritura femenina eran convocadas y motivadas por las creaciones de autoras chilenas cuyas poéticas debían ser salvadas del conservadurismo académico-literario nacional por un discurso crítico en consonancia de voces con lo ruptural del corte instaurado por ellas. No es que primero estuviera la teoría importada circulando por la academia como una teoría disponible para un ejercicio de actualización y transferencia entre los saberes validados internacionalmente y los objetos de aplicación local. Ocurrió al revés, ya que fue la descarga de una subjetividad transgresora en torno a textualidad, sexualidad y género la que demandó, bajo dictadura, la búsqueda crítica de claves afines a sus rupturas estéticas obligándonos a encontrar dichas claves

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25 De ahí la importancia de los espacios informales que funcionaban como talleres o grupos de reflexión, en particular: el Taller de “Literatura y crítica feminista” dirigido por Mercedes Valdivieso en el Círculo de Estudios de la Mujer (1983) y el Taller “Lecturas de mujeres” dirigido por Raquel Olea, Eliana Ortega, Soledad Fariña y Teresa Adriasola, organizado por la Casa de la Mujer La Morada (1989).

casi subterráneamente, fuera de las bibliografías autorizadas en los programas académicos de literatura chilena y, más bien, en direcciones contrarias a las recomendadas por dichos programas.25 A propósito de esta escena críticoliteraria, una mención aparte se merece, por supuesto, Diamela Eltit. Entre el síntoma histórico del cuerpo-herida (dolor y mortificación: el tajo, la cortadura) y el síntoma histérico del cuerpo-mascarada (la cosmética, el barroco: el derroche de la palabra suntuaria), la narrativa de Lumpérica supo hacer proliferar, en torno a la cicatriz, una textualidad fastuosa que se valió de la contorsión idiomática como arma de subversión. Después de Lumpérica, Eltit escribió la que considero ser una de las más imponentes novelas latinoamericanas: Por la patria (1986). La contra-épica majestuosa de Por la patria recorre un trayecto sobresaltado que va desde la negación del “Chileno” (el repudio a la patria militarizada) hasta la afirmación de “Chile-nos”: la gesta comunitaria de ensamblar los retazos de identidades maltratadas por la violencia militar en un cuerpo de citas bastardo. Ese trayecto escritural mezclaba los exabruptos de la memoria y los clandestinajes del deseo en una alegorización de Chile donde lo ambivalente (la máscara y la traición), lo disconexo (lo no-integrado, lo residual) y lo híbrido (lo mezclado, lo impuro) escinden cualquier orden representacional de simbolización nacional, de cohesión identitaria y de pertenencia genérico-sexual. Llevando la escritura a transfigurar lo descarnado de las situaciones de vida (trozos y destrozo) con lo hipermaquillado del ropaje lingüístico, Eltit supo romper los moldes de la convención literaria con una osadía creativa que, hasta el día de hoy, considero estremecedora.

Para recrear el contexto cultural en el que toma lugar la reflexión colectiva sobre mujer y escritura en Chile, debemos mencionar, junto con el Congreso de Literatura Femenina Latinoamericana (1987), el Suplemento “Literatura y Libros" del diario La Época que dirigió el crítico Mariano Aguirre entre 1988 y 1992, por cómo dicho Suplemento se convirtió en un importante medio que publicó los primeros textos de crítica literaria feminista chilena (entre ellos, los de Raquel Olea, Soledad Bianchi y Eugenia Brito) y también, por supuesto, la Editorial Cuarto Propio que, desde su fundación bajo la dirección de Marisol Vera, le dio visibilidad

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de conjunto a los textos firmados por escritoras mujeres. Lo más valioso de ese momento histórico es que se articuló una escena cultural cuya reflexión sobre mujer, lenguaje, cuerpo, subjetividad y diferencia fue capaz de generar torsiones de códigos que desafiaron tanto el conformismo académico de la enseñanza de la literatura en las universidades chilenas como el control (predominantemente masculino) del saber científico-social sobre autoritarismo, cultura y democracia que se elaboraba en aquellos años desde centros de estudios como CENECA y FLACSO. No está de más recordar, tratándose de la abundante producción de conocimiento científico-social generada por estos centros, que sólo Norbert Lechner tuvo el mérito de explicitar una valoración de los aportes del feminismo, al reconocer que “una de las grandes contribuciones del movimiento feminista en Chile consiste en plantear la relación entre ciudadanía y subjetividad. El aporte más notorio es haber sacado a la luz pública el valor del trabajo doméstico gratuito, fundamento para que la sociedad industrial pueda desplegar el trabajo asalariado. Más relevante empero, me parece el hecho de haber dado visibilidad a la subjetividad, ese complejo y semi-oculto mundo de los afectos, sentimientos y representaciones simbólicas”26

Antes del Congreso de Literatura Femenina Latinoamericana que evoco, se realizó un taller, dirigido por la escritora Mercedes Valdivieso, en el que yo participaba junto con Sonia Montecino, Adriana Valdés, Cecilia Sánchez, Diamela Eltit, entre otras. El Taller se realizó el año 1983 en el Círculo de Estudios de la Mujer que se encontraba vinculado a la Academia de Humanismo Cristiano. Me acuerdo que esta fue una de las primeras escenas en la que se explicitó, dentro del grupo de trabajo en el que también participaban feministas militantes (Patricia Crispi, Ana María Arteaga y otras), una leve tensión —que, en todo caso, considerábamos altamente productiva— entre quienes nos sentíamos atraídas por aquellas poéticas y estéticas que exploraban el cuerpo del arte y la escritura y otras compañeras que enfocaban sus intereses hacia las luchas de género directamente vinculadas a las dinámicas de acción pública y comunitaria del feminismo entendido este prioritariamente como movimiento social. Esas tensiones afloraron, por ejemplo, en lo que fue la preparación del acto de conmemoración del Día Internacional de la Mujer

26 Norbert Lechner, “Feminismo a fin de siglo”, Norbert Lechner, Obras escogidas Vol. 2, Santiago de Chile, Lom, 2007, p. 467.

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27 Nelly Richard, “El fragmento errático de una actuación en los bordes”, Fracturas de la memoria. Arte y pensamiento crítico, Buenos Aires, Siglo XXI, 2007, pp. 185-195.

realizado en 1982 en el Centro Mapocho que funcionaba como un centro cultural alternativo; un acto en cuyo marco Diamela Eltit y Lotty Rosenfeld se atrevieron a concebir una intervención que consistía en proyectar una película porno para detonar con ella una reflexión sobre cómo la focalización masculina de la cámara es la que, invisiblemente, ubica la imagen de los cuerpos en una narrativa visual de subordinación sexual.27 Un texto de Eltit y Rosenfeld publicado en el diario Ruptura (1982) denunciaba el espectáculo de la pornografía como un espectáculo que "va a ratificar al espectador masculino en la clasificación voyeurista" y explicaba cómo, para ambas creadoras, la decisión de exhibir ese material frente a mujeres feministas, es decir, frente a un público que "no se complace en el espectáculo", tenía como objetivo desacomodar la estructura voyeurista de recepción socio-masculina de la pornografía comercial introduciendo una brecha analítica, no-contemplativa, en el espectáculo de la relación entre la mirada (el punto de vista masculino) y lo mirado (la reificación sexual de lo femenino como imagen). El acto de someter a cuestionamiento metafórico, por la vía figurada de la pornografía, el poder militar de victimar los cuerpos es sólo un ejemplo de cómo el fuerade-escena de ciertas intervenciones artísticas a las que algunas apostábamos en los años de lucha contra la dictadura corría deliberadamente el riesgo de transgredir la codificación feminista-militante de la protesta social y sus combativas acciones comunitarias.

28 Julieta Kirkwood, Tejiendo rebeldías. Escritos feministas de Julieta Kirkwood hilvanados por Patricia Crispi, Santiago de Chile, Centro de estudios de la Mujer/Casa de la Mujer La Morada, 1987, pp. 20-21

Las inclinaciones feministas de las que hablo (unas más enfocadas hacia lo político-estético-cultural y otras hacia lo político-sociológicomilitante) dialogaban entre sí con fluidez y cercanía. No hace falta decir que todas estábamos igualmente pendientes del importante trabajo de Julieta Kirkwood. Quizás esta cita de la época que traigo aquí a colación logre insinuar la cantidad de flujos colectivos que la inteligencia vital de Kirkwood era capaz de poner simultáneamente en acción: “Durante el mes de octubrenoviembre de 1984, asistí a treinta reuniones del Movimiento Feminista, una del Movimiento de Mujeres por el Socialismo, dos del Bloque Socialista, una en CEPAL, asambleas semanales… Hicimos siete salidas a la calle con el lema “Democracia en el país y en la casa” (lienzos-pancartas breves, feministas presas, golpeadas, escribimos, protestamos). Abrimos Círculo, abrimos Casa, abrimos

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libros, hasta la librería Lila de mujeres, etcétera.”28. La figura de Kirkwood atravesaba la creación y la acción, la reflexión teórica y la protesta callejera, el debate sobre la izquierda y la exploración simbólica de una subjetividad otra, tejiendo sus “nudos” entre la escritura, la militancia feminista y el compromiso democrático29. Pero no todas las que nos reuníamos en torno a Kirkwood compartíamos con igual convencimiento la idea de que el trabajo sobre el lenguaje y la materia del sentido tiene un alcance (también) emancipador al contribuir a remodelar identidades y subjetividades fuera de ciertos moldes y ataduras de la razón político-institucional, de los dogmas de izquierda y fuera, también, del objetivismo científico del saber aplicado que instrumentalizan en la academia los programas y departamentos de estudios de género. A algunas nos parecía que, sin desmerecer los aportes de lo que Jaime Lizama llamó una “sociología crítica de la condición de la mujer” de la que nos proveía el entorno concientizado del feminismo militante, era necesario insistir especialmente en que la creación artística y literaria sacude las fronteras del orden simbólico de la representación dominante al incursionar en los límites de sentido y que, por lo tanto, el arte y la literatura abren nuevos vuelcos del pensamiento cuya figuratividad ayuda las conceptualizaciones de lo político al tornarse más libres y osadas.30

29 Estos “nudos” se ven rigurosamente apretados en el ya citado libro de Alejandra Castillo Julieta Kirkwood. Políticas del nombre propio

Aprovecho el recuerdo de las prácticas teóricas y creativas de esos años para comentar que sigo percibiendo una notoria y preocupante asimetría entre el campo literario y el artístico en Chile en cuanto al interés demostrado en ambos casos por estudiar, desde el feminismo, el modo en que la problemática de género interviene en la configuración de las obras y en la valoración cultural de la práctica social del arte. A diferencia de lo sucedido en torno a lo literario desde los años de la dictadura, en el campo de las artes visuales chilenas (por mucho que dicho campo sea generalmente reconocido por la densidad de sus elaboraciones discursivas) la teoría feminista no es utilizada todavía como eje de focalización crítica. Pese a que el análisis contemporáneo de las narrativas de poder y violencia simbólica que atraviesan el campo de las imágenes como soporte de producción subjetiva de la fantasía y el deseo ya no puede eludir al feminismo como un crucial instrumento de desmontaje del “punto de vista” (enfoque,

30 Desde una mirada cómplice y esperanzada en su fuerza de cambio, así resume Jaime Lizama los trances del feminismo chileno de los ochenta y noventa: “A estas alturas, el discurso feminista ha tenido que superar las trampas del igualitarismo, en tanto discurso reivindicativo que tendía a hacer desaparecer del lenguaje feminista toda “diferencia” que fuera capaz de generar contradicciones a la lucha política inmediata… El movimiento incubó nuevas posibilidades de desarrollo, especialmente en el campo del arte, donde la experiencia femenina en el cine o la literatura han abierto un nuevo ámbito de indagaciones y de trasposiciones. A la par de estas nuevas experiencias simbólicas, todo el esfuerzo teórico de desmontaje del saber dominante en diversas disciplinas, ha puesto en primer plano la posibilidad de una nueva epistemología femenina…

El feminismo, en cuanto discurso emergente, está en condiciones óptimas de ofrecer a la nueva praxis izquierdista, una nueva razón de ser y un nuevo estatus discursivo; siempre y cuando el ejercicio falocrático de los órganos y de las militancias, abra paso al deseo y la erótica de los nuevos espacios sociales”. Al respecto, Jaime Lizama, Los nuevos espacios de la política, Santiago de Chile, Documentas, 1991, pp. 80-84.

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Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

31 Women, Art and Periphery fue un proyecto elaborado por Diamela Eltit, Lotty Rosenfeld y Nelly Richard en respuesta a una invitación que teóricas feministas del video de Women in Focus nos cursaron desde Vancouver (Canadá) en noviembre-diciembre 1987, para discutir desde una perspectiva de género sobre la relación entre arte y política en Chile durante la dictadura.

32 Del otro lado. Arte contemporáneo de mujeres en Chile (Centro Cultural Palacio de la Moneda, diciembre 2006) cuyo curador fue Guillermo Machuca y Handle with care. Mujeres artistas en Chile 1995-2005 (Museo de Arte Contemporáneo, enero 2008) ideada por Ana María Saavedra, Soledad Novoa y Jennyferth Becerra. Sin duda que la intencionalidad crítica de esta segunda exposición se distingue del perfilamiento concesivo de la primera muestra que se organizó influenciada por el pluralismo blando de “Comunidad Mujeres”, tal como lo señala acertadamente A. Castillo en entrevista con la CUDS en abril de 2012. Véase, “Diálogo con la filósofa Alejandra Castillo. ‘El feminismo no tiene, y no busca un estatus’”, www.disidenciasexual.cl.

33 Corresponde ubicar en este recuerdo mío de La Morada (Corporación cultural, proyecto de radio (Radio Tierra) y lugar de encuentros) a las figuras de Margarita Pisano y luego de Raquel Olea, Olga Grau, Lorena Fries, María Pía Matta, Perla

perspectiva, recuadro, enmarque) que selecciona y jerarquiza culturalmente los significados de lo visual teniendo a lo masculino como operador simbólico-dominante, ni la filosofía ni la teoría del arte local han tenido la motivación de incorporar esta vital dimensión crítica a sus operaciones de lectura artística. Después del antecedente histórico de una iniciativa como Mujer, arte y periferia exhibida en Vancouver (Canadá) en 1987,31 tuvimos que esperar veinte años para que ciertos proyectos curatoriales retomaran tímidamente el hilo de una reflexión sobre arte y género.32 Una reflexión que se encuentra hoy acomodada por el intercambio museográfico internacional que celebra las “exposiciones identitarias” como un tributo compensatorio a las prácticas marginadas por las hegemonías culturales de la modernidad occidental. A estas "exposiciones identitarias" les cuesta admitir que el arte feminista no consiste tanto en ilustrar los contenidos de una diferencia ya construida (la de un arte de las mujeres cuyo mensaje ilustra su conciencia de género) sino en movilizar un proceso de diferenciación simbólica que altere las codificaciones de poder genérico-sexual en los sistemas de representación y valoración cultural dominantes, liberando espaciamientos críticos en su interior para desestabilizar con ellos, más allá de toda traducción literal masculina o femenina, los binarismos identidad/diferencia.

Al retomar el hilo del pasado, evoco la memoria de La Corporación La Morada como la de un espacio vivo en el que poetas, activistas, comunicadoras, investigadoras y otras nos juntábamos para compartir ideas en torno a la revuelta de género(s) que llevaba el feminismo de esos años a cruzar el cuerpo, la política y la voz bajo una invitación común a renovar el imaginario democrático.33 Ese conjunto de intensidades feministas traspasaba las fronteras de separación entre saber y hacer por la urgencia de quebrar, en esos tiempos de dictadura, las compartimentaciones y segregaciones impuestas por el marco totalitario. Luego el feminismo se fraccionó durante la transición y reorientó algunas de sus energías dispersas hacia formatos reglamentados: la academia (los departamentos de estudios de la mujer y de género que se abrieron en distintas universidades chilenas), las ONG's y las políticas públicas de corte gubernamental. Tendremos que

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preguntarnos, retrospectivamente, por lo que tú llamaste “el silencio feminista en tiempos de transición, que nos habla en su mudez de una desazón, de un malestar en la democracia”, tomando en cuenta que “el feminismo, en tanto pasión política, no escaparía al régimen de los afectos que la democracia consensual reclama como único”34. Comparto tu conclusión según la cual "no es errado pensar que el destino del feminismo”35. Para que este destino se cumpla, necesitamos compartir entre todos (y no únicamente entre todas) que el feminismo no sólo atañe a la condición de las mujeres sino que interpela la distribución general de los roles, categorías y propiedades que ordenan los sujetos, es decir, el reparto mismo de “lo político” en tanto modo de entrelazar la materia y el sentido, la sexualidad y el género, la identidad y la diferencia, la universalidad y la particularidad. Sin nunca dejar de lado la pregunta por lo igual, esta interpelación debe al mismo tiempo abrirle camino a lo no-mayoritario (lo disensual) para que el balance de lo común -un balance que le gusta administrar a la razón democrática como equilibrio entre partes- tome nota de que existen tipos de subjetivación política que no se ajustan a esta suma ordenadora del conjunto basada en una armoniosa lógica de los complementos, sobre todo cuando dicha suma se impone hegemónicamente como un recuento de atributos ya transado con anterioridad y unilateralmente por lo masculino-universal.

Si me lo permites, quiero alejarme de mis recuerdos del pasado y observar qué ocurre con el tema de las mujeres, los feminismos, la democracia, el género y las identidades sexuales, en un contexto político chileno doblemente marcado por un gobierno de derecha y por el eco de las marchas ciudadanas que desfilan en su contra reclamando deliberación y participación democráticas.36 En la actual contienda ideológica del oponerse a lo que encarna la alianza de derecha que gobierna Sebastián Piñera, considero que el debate en torno a la despenalización del aborto debería figurar como uno de los motivos susceptibles de vincular el reclamo feminista a la ampliación de los derechos que radicalizaría un tipo de democracia concebida desde la(s) izquierda(s). Vale la pena, desde ya, preguntarse qué se oculta tras la censura generalizada de la que es víctima la palabra “aborto” en Chile.37 Sin duda que esta censura la ejercen aquellas

Wilson, Claudia Barattini y otras con las que participábamos de intercambios cómplices. En la presentación de un libro que celebra los 15 años de acción y reflexión feministas de La Morada, Raquel Olea escribe: “1983. Casa de la Mujer, La Morada de la rebeldía del movimiento feminista, inaugura un lugar para recuperar lo invisible y lo negado, las vivencias concretas de discriminación y opresión de las mujeres, el camino hacia la conciencia femenina, colectiva y política, hacia la libertad con cuerpo de mujer. Un espacio para procesos de las mujeres de autoconciencia, de estudio, difusión del pensamiento feminista, de redes y enredos feministas. Lugar de aprendizaje, de activismo, de acción política, formación, publicaciones, foros, eventos, campañas, encuentros, actos culturales. Lugar para un nuevo léxico que nombra la subjetividad y el cuerpo”. Véase, Raquel Olea (ed.), Escrituras de la diferencia sexual, Santiago de Chile, LOM/La Morada, 2000, p. 5.

34 Alejandra Castillo, Julieta Kirkwood, op. cit., p. 16.

35 Ibídem.

36 La fragmentación y dispersión del feminismo durante la transición ha tenido consecuencias adversas para sus organizaciones a las que les cuesta enfrentar cohesionadamente a la derecha, tal como aparece claramente ilustrado en lo que describe

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y
Conversaciones
Crítica
política:
con Nelly Richard

Maira Vargas: “Este fin de ciclo, que marca la llegada de la derecha al poder político, encuentra al movimiento feminista inmerso en un escenario complejo. Tal vez lo sucedido en la Coordinación 8 de Marzo este año en Santiago (2011) refleje en parte lo que afirmo: … finalmente hubo dos marchas: una de la Coordinación 8 de Marzo, en la que estuvieron colectivos de mujeres, feministas y lesbofeministas, mujeres sindicalistas y militantes de partidos políticos de izquierda, de ONG y organizaciones de la diversidad sexual; la otra encabezada por dirigentes mujeres y hombres de la CUT, de partidos de la Concertación y del Partido Comunista, y también mujeres feministas. La imagen, en tanto hecho político, muestra nuestra complejidad. Demasiados años sin conexión de política feminista profunda y de distancias y desconfianzas, inmersas en las diferencias y desencantamientos que fueron produciendo los gobiernos de la Concertación por su renuncia a las demandas históricas de la izquierda”. Véase, Gloria Maira Vargas, “El postnatal. La disputa abierta entre libertad y conservadurismo”, Carmen Torres (coord..), Miradas y reflexiones feministas. Sebastián Piñera, año uno: conmociones y exigencias sociales, Santiago de Chile, Heinrich Boll Stiftung Cono Sur, 2011, p. 32.

37 El fallido intento de debate parlamentario sobre la simple “idea” de legislar en torno al “aborto terapéutico” (abril 2012) que fue finalmente rechazada en el Senado de

lógicas de dominación masculina que castigan el derecho de las mujeres a decidir soberanamente sobre sus cuerpos y destinos, volviéndolas culpables de no obedecer ciegamente el mandato de la maternidad obligatoria; un mandato que consagra a lo femenino-materno como abnegación y sacrificio para obligar a las mujeres a renunciar a su propia libertad siempre en beneficio del otro (en el caso del embarazo, antes siquiera que el feto llegue a ser persona, individuo o sujeto). La Iglesia Católica, pese a la inmoralidad de los casos recientemente publicitados de abusos sexuales, sigue ejerciendo (¡como si nada!) su hegemonía vaticana al normar el control sobre los cuerpos, en activa consonancia con el conservadurismo de derecha que respaldó en Chile el escandaloso Fallo del Tribunal Constitucional que prohibió la píldora del día después en el 2008. También hay censura al aborto por el lado de la derecha y de la Democracia Cristiana. A su vez la izquierda tradicional, si bien se preocupa de las injusticias sociales del sistema de dominación económica, ha sido incapaz de prestar una debida atención a las opresiones simbólico-culturales que limitan a las identidades (entre ellas, la subordinación de género y su condena a la no-autonomía de las mujeres en materia de derechos reproductivos) por no haber comprendido todavía que todo lo que atañe a sexualidades, cuerpos, deseos y subjetividades es también materia de emancipación individual y colectiva.

Rebatir la violencia simbólica de la ideología sexual dominante no es algo que concierne solamente a las mujeres en tanto comunidad de género ni tampoco al feminismo como programa de lucha exclusivamente reservado a las organizaciones de mujeres. Es lamentable que no lo entiendan así ni el Movimiento de Integración y Liberación Homosexual (MOVILH)38 ni las demás agrupaciones de la diversidad sexual. Mientras los activistas homosexuales no sean capaces de incorporar la crítica feminista a su construcción de nuevos modos de subjetivación política como necesidad de desmontaje teórico-político de la ideología genérico-sexual dominante, ellos van a quedar entrampados en el discurso meramente defensivo y reivindicativo de las demandas del “reconocimiento de identidad"; unas demandas volcadas hacia la sufrida marca de la victimización social que

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persigue la compensación del daño de parte del Estado como garante último de aceptación de las orientaciones sexuales (con todo lo problemático que resulta esta sobre-investidura del poder estatal encargado de sancionar oficialmente los marcos de la normatividad genérico-sexual39). Haber padecido la discriminación sexual y esforzarse en que la sociedad revierta esta marca profesando tolerancia, no es suficiente para construir alternativas políticas que traspasen los cotos -segmentadores- de las identidades que buscan ser reconocidas en tanto identidades afectadas, si es que dichas identidades no son capaces de expandir los límites particularistas del grupo (en este caso, homosexual) para abrirse a un diálogo incluyente con otras comunidades de resistencia y sumarse a un cuestionamiento conjunto de las variadas estructuras de opresión que, más allá de lo sexual, interactúan unas con otras. Me parece que los sujetos de la discriminación y la recriminación homosexuales que aspiran a mayor visibilidad en la esfera pública para la auto-expresión de sus justos derechos a recibir un trato igualitario, no han reflexionado lo suficiente sobre cómo este discurso integrador del "reconocimiento" es cómodamente absorbible por el menú -liberalizadorde una derecha que admite la diversidad de opciones en tanto esta diversidad, fácilmente cooptable, satisface plenamente las necesidades de segmentación flexible del mercado con particularidades y particularismos (ser gay, trans u otro) que combina la hibridez de la "diferenciación" cultural con tendencias de consumo, orientaciones de la conducta y estilos de vida. Junto con ser de los pocos en subrayar la necesidad teórica y política del vínculo entre “feminismos” y “políticas homosexuales”, tiene razón Cristián Cabello (CUDS) en explicitar la siguiente paradoja: “¿Cómo la homosexualidad perdió su estigma de enfermedad, vicio y alteridad siendo reconocida ahora por la política tradicional, abrazándose con el Estado y sus ministros sin problemas? ¿Cómo es que la identidad política de la mujer —feminista— en tanto lucha política sexual sigue siendo criminalizada y oscurecida por el espacio público-político a diferencia de lo que ha ocurrido con la identidad política homosexual cada vez menos incómoda? … Finalmente, ¿por qué la política sexual del homosexual que se quiere casar, sentirse como igual, avergonzándose de su diferencia, pasa a ser amiga de la política liberal a diferencia de una política sexual feminista donde las mujeres abortistas

la República, da cuenta del asombroso desfase entre los cambios de sensibilidad que mueven a la ciudadanía y el conservadurismo de los aparatos de representación política que pretenden normar la vida democrática.

la República, da cuenta del asombroso desfase entre los cambios de sensibilidad que mueven a la ciudadanía y el conservadurismo de los aparatos de representación política que pretenden normar la vida democrática.

38A propósito de cómo el MOVILH se integró a la campaña anti-discriminación del gobierno de Sebastián Piñera que, bajo el efecto-Zamudio, se mezcló con la agenda de la diversidad sexual, Víctor Hugo Robles trae a escena una memoria ya olvidada –por incomodante- del propio MOVILH que da cuenta de cómo dicha organización ha roto en su pasado con varias disidencias y rebeldías genérico-sexuales: “El 28 de junio, Día Internacional del Orgullo Gay/Lésbico/ Trans, conmemoraremos la emergencia en Chile del Movimiento de Liberación Homosexual MOVILH, nacido en la Corporación Chilena de Prevención del SIDA. Ahí, reunidos en un histórico taller de derechos civiles, un grupo de gays locales comenzó a escribir la controvertida historia del determinante colectivo político-homosexual. No existe acuerdo respecto de la salida del MOVILH de ‘La Corpo’. Mientras algunos hablan de ‘expulsión’ otros sostienen la tesis del ‘camino propio’. Lo cierto es que la controversia que determinó su éxodo fue el hecho de no asumir el SIDA en las luchas públicas de la naciente orgánica. El tiempo daría la razón a quienes sostenían que no se puede –ni debe- esquivar el desafío,

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marcando a sangre y fuego el inicio de otras controversias ideológicas que han tensionado la trayectoria político-institucional del grupo. Si la cuestión inicial era el SIDA, luego serían otros los temas de encontrado interés: machismo entre homosexuales, identidades de género e incorporación de lesbianas y travestis pobres al colectivo gay. Polémicas que poco a poco comenzaron a teñir de impronta machista, misógina, lesbofóbica y transfóbica la historia de una organización que nació emancipada, pero que ahora enfrenta su contracara institucional a la luz de críticas a su ‘satisfacha’ derechización política”. Véase, Víctor Hugo Robles, The Clinic, N° 447, Santiago de Chile, 2012, p. 15.

39 Judith Butler analiza lúcidamente el carácter dilemático que plantea la demanda de reconocimiento de derechos civiles –tales como el matrimonio gay- que le dirigen al Estado las comunidades homosexuales: “Procurar la legitimación del estado para reparar este daño (de la discriminación) implica un sinnúmero de problemas nuevos, por no decir de nuevas congojas. La imposibilidad de asegurar el reconocimiento del Estado para los convenios íntimos sólo puede vivirse como una forma de impedir la existencia si los términos de la legitimación estatal son los que mantienen el control hegemónico sobre las normas del reconocimiento, es decir, si el Estado monopoliza

siguen siendo criminalizadas por el Estado? ¿Por qué el homosexual que era condenado por sus prácticas sexuales no-reproductivas, pasa a ser más positivo que una mujer que aborta? Tanto feminismo como política homosexual podrían compartir una crítica común a un sistema heterosexual, pro-familia, donde culturalmente se instalan ciertos modos morales de comprender la sexualidad. ¿Por qué el homosexual debe sólo luchar por cuidar su espacio privado, para asegurar su familia y para proteger su identidad? Es fundamental producir una política sexual radical no basada en identidades que el liberalismo separa y segmenta en grupos aparte, es urgente que la política homosexual exija y luche por la libertad de los cuerpos, más allá de su identidad” 40

Combatir las asimetrías y desigualdades de género es parte de las luchas de transformación social que amplían las bases del igualitarismo democrático. En las últimas conmemoraciones del Día Internacional de la Mujer en Chile, las agrupaciones feministas desfilan reclamando por la despenalización del aborto (“Por la libertad de decidir”) y sumando dicho reclamo político-sexual a otras manifestaciones de legítimo rechazo a los abusos privatizadores de un modelo neoliberal que atenta contra la equidad y la justicia sociales. Del mismo modo en que las agrupaciones feministas protestan a favor de un reparto no-excluyente de la democracia solidarizando con las fuerzas de izquierda, el feminismo espera de la izquierda que suscriba la necesidad de resguardar los derechos fundamentales de las mujeres en materia de libertad reproductiva. El debate sobre el aborto se ha visto confiscado en Chile por visiones moralizantes que, pese a la laicidad del Estado chileno sancionado por la Constitución, tratan de imponerle al conjunto de la sociedad su concepción religiosa de la vida humana. Que las mujeres puedan elegir en conciencia si asumir o no la maternidad es un derecho que les incumbe a todos ya que el cuerpo es el primer territorio de libre ejercicio de la soberanía que garantiza la ciudadanía universal. La garantía de este derecho debe ser defendida consistentemente por la izquierda -y no solo en nombre de las mujeres.

Sin duda que el tema de la despenalización del aborto (que debería ser parte obligada del programa de cualquier izquierda que se

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Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

aprecie de tal para las elecciones presidenciales del 2013) encontrará mayor vigor ciudadano al ser promovido por organizaciones feministas que recobren visibilidad pública en un contexto de transformaciones democráticas: “El clima de cambio y la movilización de los movimientos sociales plantean nuevos desafíos para los movimientos de mujeres y feministas, ya que será importante entregar su visión de una democracia de género, promover una política que aspira a un proceso de superar las estructuras patriarcales, por un lado, y, por otro, a generar una política que se base en la aceptación de la diversidad de identidades sexuales”41. Por lo mismo, son destacables dos iniciativas surgidas el 2012 que parecen entregan ciertos indicios de un resurgimiento feminista: la creación de la publicación electrónica La MansaGuman y la organización del Encuentro Nacional de la Diversidad Feminista (noviembre 2012, Valparaíso42). Resulta llamativo que el tipo de feminismo que sostiene ambos proyectos sea un feminismo que vuelve a reivindicar a “las mujeres” como el sujeto genérico-sexual de una identificación basada en lo “propio” de un cuerpo de representación y experiencias que une entre sí a las integrantes de esta comunidad sexuada para sellar, a través de lo que comparten de "distintivo", la exclusividad de un pacto de identificación homogénea: lo "propio" (lo natural y lo esencial; lo vivencial) como un conjunto -delimitado y separado- de atributos que funda un "nosotras las mujeres" cuya unidad protegen sus integrantes de toda amenaza externa contra lo que, internamente, ellas consideran reservado y privativo de su identidad/ diferencia. Me parece que esta vuelta a la referencialidad-mujer de un cierto “feminismo a ultranza” (Francisca Barrientos) se interpreta hoy en Chile como respuesta a una doble provocación: 1) la sospechosa inserción de la temática de la diversidad sexual en la agenda anti-discriminación que terminó avalando el gobierno de Sebastián Piñera y la monopolización de sus tribunas de opinión de parte de dirigentes homosexuales que prescinden notoriamente de todo vínculo con el feminismo, haciendo así necesario recolocar en la discusión pública el acento específicamente negado de quienes (feministas, lesbianas y trans) se sienten expulsadas de ese discurso “misógino” del activismo gay 43; 2) la fetichización académica del deconstruccionismo queer (cuyas citas teóricas son percibidas por el

los recursos del reconocimiento… Aquí es donde podemos ver el terreno del dilema: por un lado, vivir sin normas de reconocimiento da por resultado un sufrimiento significativo y formas de privación de derechos … Por otra parte, la exigencia de ser reconocidos/as, que constituye una demanda política muy fuerte, puede conducir a nuevas e injustas formas de jerarquía social, a una obstrucción precipitada del cuerpo sexual y a nuevas formas de sustentar y extender el poder estatal … No hay duda de que al solicitar el reconocimiento del Estado sí restringimos el terreno de lo que será reconocible como convenios sexuales legítimos, con lo que se fortalecerá el Estado como origen de las normas de reconocimiento y se ocultarán otras posibilidades en la sociedad civil y en la vida cultural”. Véase, Judith Butler, “La legitimación del parentesco homosexual como arma de doble filo”, Revista de Crítica Cultural, op. cit., p. 35.

los recursos del reconocimiento… Aquí es donde podemos ver el terreno del dilema: por un lado, vivir sin normas de reconocimiento da por resultado un sufrimiento significativo y formas de privación de Por la exigencia de ser reconocidos/as, que constituye una demanda política muy fuerte, puede conducir a nuevas e injustas formas de jerarquía social, a una obstrucción precipitada del cuerpo sexual y a nuevas formas de sustentar y extender el poder estatal … No hay duda de que al solicitar el reconocimiento del Estado sí restringimos el terreno de lo que será reconocible como convenios sexuales legítimos, con lo que se fortalecerá el Estado como origen de las normas de reconocimiento y se ocultarán otras posibilidades en la sociedad civil y en la vida cultural”. Véase, Judith Butler, “La legitimación del parentesco homosexual como arma de doble filo”, Revista de Crítica Cultural, op. cit., p. 35.

40 Cristián Cabello, “Las paradojas de la política homosexual en tiempos de derecha”, texto leído el 14 de junio de 2012 en el Foro ¿Estamos conformes?: Chile y la diversidad sexual después de la ley Zamudio realizado en la Escuela de Sociología de la Pontificia Universidad Católica de Chile. 82

41 Regine Walsh en el prólogo a Miradas y reflexiones feministas, op. cit., p. 10.

42 La convocatoria al Encuentro Nacional de la Diversidad Feminista 2012 se formula asi: “Han pasado 7 años desde el último Encuentro Nacional Feminista en nuestro país, período de efervescencia política, social y cultural que requiere nuestra reflexión, posicionamiento y presencia. Las invitamos a ser parte del proceso el Encuentro Feminista Nacional 2012. Los encuentros feministas son espacios siempre necesarios para reconocernos y para hacer política feminista, desde los diversos territorios y organizaciones, en los que cada una actúa políticamente. Hoy, el modelo de desarrollo y el sistema político está en crisis, y al mismo tiempo, surgen nuevas expresiones de descontento y movimiento social, mientras el fundamentalismo religioso, el Estado y el mercado intentan seguir dominando nuestras vidas cotidianas y perpetuando el patriarcado. ¿Cómo nos situamos como movimiento/s feminista/s en este contexto? ¿Cómo podemos fortalecer nuestras prácticas políticas para avanzar en las transformaciones sociales y culturales que buscamos?, ¿Cuáles son los principales temas que nos convocan? ¿Qué ha pasado con nuestro quehacer político en los últimos años? ¿Cómo nos relacionamos ahora con el poder? son algunas de las preguntas que queremos respondernos, partiendo

feminismo radical más como adornos bibliográficos que como medios de lucha ideológico-sexual) y sus tendencias desnaturalizadoras de toda condición de sexo/género ligada a un cuerpo circunscrito que, en el otro extremo de su fantasía tránsfuga de una desterritorialización sin límites, empuja el feminismo radical a recorporizarse en una identidad de fronteras protegidas; una identidad que opone su densidad biográfico-histórica a los excesos queer de la artificialización y del nomadismo "post" que, en algunos casos, parecen sólo confiar en la auto-exaltación individual de una ilimitada fantasía escénica como única maniobra transgresiva. El primer indicio de resurgimiento feminista lo aporta La MansaGuman cuya reciente publicación Web explicita el deseo de generar un espacio colectivo que agrupe voces de mujeres para remarcar sus aportes a la reflexión crítica e intervenir en las problemáticas nacionales desde una pertenencia declaradamente feminista: (“La MansaGuman es un medio de comunicación de mujeres feministas de izquierda”44). Me parece rescatable que el feminismo se exprese como feminismo para innovar comunicativamente mediante una pauta informativa que, además de tomar posición frente a la actualidad nacional desde una voz que se pretenda “crítica, incisiva y deslenguada”, se encargue de subrayar los ocultamientos y las distorsiones que practica la ideología de género en contra de las mujeres, haciendo de este develamiento crítico el motivo de un cuestionamiento generalizado a la visión socio-cultural de las identidades y sexualidades que administran las retóricas dominantes. De la victimización al auto-potenciamiento: La MansaGuman levanta la voz de las mujeres feministas insistiendo, desde su editorial, en que se trata de una apuesta “hecha por mujeres”, que “en las secciones hay sólo mujeres” y que “nuestras fuentes de información serán siempre mujeres”. Habrá que preguntarse si esta toma de partido a favor exclusivamente de las mujeres es la mejor estrategia para que la izquierda se sienta interpelada por el feminismo o bien si esta auto-referenciación identitaria (“nosotras” las “histéricas, santas, brujas, locas, putas y mujeres todas”) puede llegar a inhibir los cruces diversificadores entre identidades más plurales que las que dicta la condición intransferible de ese "mujeres todas", naturalizada en el sustrato biológico-experiencial del cuerpo de la opresión sexual

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como máxima bandera de pertenencia. Aunque esto no invalida para nada lo meritorio de un proyecto como La MansaGuman, el separatismo del feminismo autónomo de los ochenta proyecta aun ciertos temores frente a los peligros del “mujerismo” como “una concepción que esencializa el hecho de ser mujer, idealiza las condiciones 'naturales' de las mujeres y mistifica las relaciones entre mujeres”45, dejando fuera de este atrincheramiento interno de la diferencia en un grupo cerrado de feministas a quienes no comparten lo irreductible de una corporalidad y experiencia originarias de lo femenino. El otro síntoma de reafirmación declamativa de un feminismo “de las mujeres” se expresó en la convocatoria 2012 al Encuentro Nacional de la Diversidad Feminista cuyas organizadoras, con motivo de una réplica de Francisca Barrientos (CUDS) al hecho de que el Encuentro quisiera controlar las fronteras de demostración y verificación de la identidad sexual de los participantes46, reafirman que “entre feministas diversas construiremos este encuentro, esta vez, sin la presencia de los bio-hombres, que siendo tales, conocen de privilegios”. Resulta algo complicado que el feminismo sancione, a partir del cuerpo natural como fundamento, origen y destino, la condición de que una identidad sea fatalmente reproductora de privilegios por el solo hecho de corresponderse en apariencias al versosímil de la masculinidad dominante. Esta condena a que las identidades no tengan chances de zafarse de las definiciones empíricas ni de los repartos categoriales que impregnan el sentido común de lo masculino y lo femenino optando, a veces secretamente, por el recorrido de algún “devenir minoritario” (Deleuze-Guattari) que trace líneas de fuga y disidencia no solamente en el exterior sino que en el interior de las representaciones hegemónicas, convierte la literalidad hombre/mujer en una cárcel binaria que sacrifica "las zonas intermedias y las formaciones híbridas … de una ontología incierta y una difícil nominación”47. Si bien el feminismo que convoca al Encuentro Nacional declara que “debemos combatir los binomios”, insiste en que “existen los opuestos, como izquierda y derecha, razón y emocionalidad, húmedo y seco, cultura y naturaleza, pobre y forrao en plata, hombre y mujer, que excluyen y agotan otras posibilidades de nombrarse”48. Estoy de acuerdo contigo cuando señalas que nos topamos

por reconocer las diferencias y la diversidad existente entre nosotras para construir caminos colectivos. La invitación es abierta y amplia a las mujeres feministas de todo el país, de diferentes identidades y posturas políticas feministas, para construir juntas el Encuentro Nacional 2012, a realizarse el 23, 24, 25 de Noviembre. Por nuestra historia, libertades y placeres!”. encuentrofeminista2012. blogspot.com

43 Así lo expresa Diamela Eltit: “Y por qué no polemizar con las estrategias de Rolando Jiménez, dirigente del MOVILH, un dirigente bastante misógino (debería tener al menos una vocera mujer), que buscando que se legisle una ley antidiscriminación (colmada de sacarina) establece acuerdos, como él señala, ‘transversales’ y, con un paternalismo extremo e inconvincente, termina hablando del “coraje" del presidente Piñera por presentar la ley de unión libre que, él lo sabe bien, antes no hubo ninguna posibilidad de activar por los cercos de la derecha. Hay que recordar que Jiménez aprobó el lema enfermo del SERNAM: "Maricón es el que golpea a una mujer" que fomentaba la homofobia y disculpaba al golpeador heterosexual”. Diamela Eltit, “Hagamos memoria: cretinos filonazis”, The Clinic, Santiago de Chile, 10 de abril 2012.

44 Considero saludable que, en un país como el nuestro tan carente de

44 Considero saludable que, en un país como el nuestro tan carente de

Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

tribunas editoriales independientes, existan alternativas de puntos de vista que busquen descentrar el monopolio informativo de la agenda de los medios . La misma publicación El desconcierto que acoge y promueve editorialmente los planteamientos de La MansaGuman contribuye favorablemente a una mayor diversificación de hablas y reflexiones en torno a los problemas y dilemas de cómo concebir una alternativa de cambio político distinta a las que hoy se expresan en el día a día de los medios.

45 Marta Lamas, “La radicalización democrática feminista”, Benjamin Arditi (ed.), El reverso de la diferencia. Identidad y política, Caracas, Nueva Sociedad, 2000, p. 82.

46 El reclamo de Francisca Barrientos se dirige en contra de “ese feminismo que pide credenciales de acceso, que realiza pruebas de autenticidad y revisa los documentos de quienes se interesan en participar de sus espacios, intentan interpelarlo o buscan hacerse parte de sus filas. Hablo, de ese feminismo de la mujer a ultranza, que así como no acepta en sus espacios a hombres que se definan feministas, tampoco permite el ingreso de las personas trans, de lxs renunciadxs o de quienes disienten o dudan frente al género”. (“No somos dignos”, en la página www. disidenciasexual)

ahí “una vez más, con la certeza y la sensatez del límite (patriarcal) que clausura un cuerpo”; un límite que pretende separar la identidad de la diferencia, valorando a esta bajo “las palabras emoción, humedad, naturaleza, pobreza”49, para favorecer a las mujeres en contra de los hombres, sin darse cuenta de que no sirve intervenir las jerarquías para transgredir la dominancia de sentido si es que los contenidos genéricosexuales afirmados o negados políticamente siguen formulándose bajo la misma lógica de ordenamiento simbólico-referencial que controlaba dicotómicamente a los opuestos. Esta “certeza del límite” reivindicada por las organizadoras del Encuentro se funda en el cuerpo-mujer como garantía de autenticidad de una correspondencia sexo/género que se materializa en la “experiencia” del haber padecido en carne propia la opresión y represion sexuales. Pero el feminismo contemporáneo ya ha aprendido a cuidarse de no idealizar a la experiencia como fuente espontánea de un conocimiento verdadero de lo genérico-sexual que sólo espera ser revelado transparencialmente (de la carne al verbo; de lo prediscursivo a lo inteligible y comunicable; de la vivencia primigenia a la conciencia y la acción social), objetando la creencia en que la realidad precrítica que sustenta dicha experiencia de lo vivido es de por sí más confiable que los procesos articuladores de significación que le dan forma y contenido. Más que fetichizar la experiencia como clave fundacional de una verdad inmediata de la diferencia sexual encarnada en "las mujeres todas" (puras mujeres, solamente mujeres, mujeres enteramente seguras de la plenitud e integridad de su identidad/diferencia, mujeres refugiadas en la mismidad de su "entre mujeres"), prefiero recurrir a la palabra experimentación que, sin desmaterializar los significados genérico-sexuales, acude a un trabajo de agenciamiento múltiple de las subjetividades que entrelaza el cuerpo con diversos universos prácticos y discursivos (ideológicos, políticos, sociales) evitando así que el feminismo permanezca aislado en el mundo del "ensimismamiento identitario: victimista y narcisista"50 de las mujeres que se posicionan esencialmente como mujeres. Me parece a mí que si bien el feminismo no debe perder de vista el materialismo crítico del cuerpo como soporte biográfico-político de modelaje significante del referente-mujer (resistiéndose así a la

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deslocalización política del "más allá del género" que exacerban ciertas tendencias queer), no puede caer en el reduccionismo de sólo incluir en su proyecto de contestación del modelo genérico-sexual dominante a quienes naturalizan la diferencia en una corporalidad y experiencia auto-evidentes del "ser mujer". El feminismo no debería renunciar al juego heteronómico de la oscilación entre lo propio y lo impropio e, incluso, lo inapropiado; un juego que hace vibrar críticamente las fronteras entre identidad y desidentificación rompiendo así con el mito del sujeto unitario y de la comunidad plena que se condensan míticamente en torno a un significado esencial de la diferencia-mujer. Si no, ¿cómo el feminismo va a poder convencer a la izquierda (¡ni el Pueblo-Uno ni el Feminismo-Una!) de dejarse contagiar por aquellas fuerzas de alteridad-alteración que transgreden las codificaciones desingularizadoras de la Unico y lo Total? Estas codificaciones dominantes de lo únicamente-una(s) rechazan lo ambiguo y lo incompleto, lo excéntrico, cuando son precisamente esas fuerzas de traspasos y entrecruzamientos de las fronteras las que tanta falta nos hacen para criticar, anti-dogmáticamente, los absolutismos de la identidad y la representación.

47 Coincido con Butler cuando, a diferencia del planteamiento que sostiene que “los opuestos excluyen y agotan otras formas de nombrarse” (Grupo Organizador del Encuentro Nacional de la Diversidad Feminista), ella sostiene que “encontramos que los binomios permiten la existencia de zonas intermedias y de formaciones híbridas, con lo que se sugiere que la relación binaria no agota el campo en cuestión. Evidentemente, hay regiones intermedias, regiones híbridas de legitimidad e ilegitimidad que carecen de nombres claros y donde la nominación misma entra en una crisis producida por los límites variables, a veces violentos, de las prácticas legitimadoras que entran en un contacto incómodo y a veces conflictivo entre ellas… No son sitios de enunciación, sino desplazamientos en la topografía desde lo que surge un reclamo cuestionablemente audible: el reclamo del que aún-no-es-sujeto y del que casi es reconocible… Son sitios de una ontología incierta, de difícil nominación… Todos y todas debemos procurar y celebrar los sitios de una

ontología incierta y de una difícil nominación”. Véase, Judith Butler, “La legitimación del parentesco homosexual como arma de doble filo”, Revista de Crítica Cultural, N° 36, Santiago de Chile, 2007, p. 31.

48

Cuerpos, Feminismos y Construcción Política. Sobre la respuesta a la CUDS y mucho más. Grupo Organizador del Encuentro Nacional de la Diversidad Feminista, 23, 24 y 25 de Noviembre 2012. Valparaíso, Chile.

49

Alejandra Castillo, “El cuerpo del feminismo de las organizadoras. Un comentario a Cuerpos, feminismos y construcción política. Sobre la respuesta a la CUDS y mucho más”. www. disidenciasexual.cl.

50

Marta Lamas, “La radicalización democrática feminista”, Benjamin Arditi (ed.), El reverso de la diferencia. Identidad y política, op. cit., p. 83.

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Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

Diamela Eltit, Yacer incubada oval en la fotografía*

Me parece pertinente, propio además, hablar, escribir desde el lugar compacto del libro (Márgenes e Instituciones) en que aparezco fotográficamente referida, fragmentariamente citada.

Hablar desde la página es hablar desde el trauma de la mirada y de la lectura de esa obra ya fijada y ajena.

Entonces, desde la pérdida, una enfrenta la paradoja de ser lector común, que en mi caso me conforma como una lectora atormentada por el desgarro de saberse autora de una obra irrecuperable, distante, propia y próxima al libro que nos convoca al discurso.

El problema de la autoría, es el mismo auténtico abismo que nos separa de la madre, que nos expulsa del padre que nos engendró, para fundar ambos la trama apretada del deseo errático y los más oscuros, peligrosos y recurrentes quiebres personales.

La creación de un libro o de una obra, apela al momento desesperado y tenso de la fecundación. Es siempre triangular y apasionada y augura la expulsión. Se gesta. Se incuba. Se larga. Se pierde.

El gesto escenográfico, la puesta en escena de una obra, es la huella de una reproducción que en su superficie clama el favor de la madre, reclama el amor del padre. De todas las sustitutas e insatisfactorias madres. De cada uno de los tramos de vida en que encandilada, abismada, ha confundido en el otro, al padre perdido en el viejo y dudoso paraíso.

La obra como retablo Así, devuelta por fotografía —en el margen abierto por Nelly Richard— se hace evidente, objetiva la distancia con ese trío sedicioso y secreto. El debate, la pugna, el épico viaje de la constitución somática y síquica, debilitados y expuestos como larvas abiertas al poder de acogida o rechazo de las instituciones maternas y paternas, para continuar concatenados y tambaleantes frente a otras permanentes instituciones —crítica,público, mercado, ideologías— y así.

Elegir el arte, es señalarse larva. Confrontar consciente o inconscientemente la sanción, la fisura entre margen e institución. Casi doblaje de una esquizofrenia. ¿Por qué margen?

* Intervención leída en el Seminario FLACSO, 1986, y publicada en Márgenes e Instituciones, Santiago de Chile, Metales pesados, 2007.

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Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

¿Margen de qué?

Ser arista borde de un triángulo significa, demarca o un resto o un exceso. La gestación es algo semejante. Se expulsa y se guarda.

La culpa, entonces, se extiende. La culpa y la pena. Sólo borrada o atenuada por la capacidad, el don de lo rehecho en el proceso creativo. Re-crearse, es aminorar la culpa del intruso.

El orden marginal de la elección de Nelly Richard, apunta en gran medida, creo, a esta problemática. Problemas continuos y abiertos por una cantidad limitada de aristas que desatan, evidencian los nudos de la producción, afectados por el sostenido impulso paralizante de la institución que los paga como restos o excesos.

El libro de Nelly Richard, me parece, intenta formalizar una historia “otra”, en verdad casi una histérica o neurótica historia, inaugural en el campo visual chileno. Sería lícito pensar, según el orden del discurso, que la autora del libro actuaría como madre o como padre. Yo más bien me ciño a otra alternativa, pienso en realidad en un idéntico movimiento, es decir, el mismo movimiento que realizan las obras, es decir la instancia productiva de la propia y atávica fundación. Fundación enmascarada y encubierta en la obra de los artistas. Identificada en esa opción, no me es posible sino ver el discurso, el orden planteado por Nelly Richard en el mismo margen y acosada por las mismas instituciones.

Creo, para terminar, que aquí anuda la fascinación o la repulsión que pudiera provocar este libro. El terror del libro que ofrece en discurso, en imágenes, la imagen descarada de sucesivas fecundaciones paródicas, elípticas de padre y madre, pero que, no obstante, rasguñan los bordes, acosando la escritura que puntea estas obras filiales.

Diamela Eltit, “Yacer incubada oval en la fotografía” (1986), Márgenes e Instituciones, Santiago de Chile, Metales pesados, 2007.

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Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

Viva (revista feminista), N. 11-12, Lima, noviembre 1987.

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PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATOLICA- FACULTAD DE LETRAS A 25 AÑOS DE LUMPERICA... NELLY RICHARD RUBI CARREÑO DIAMELA ELTIT JUEVES 21, 16:30 HORAS AUDITORIUM DE LETRAS AV. VICUÑA MACKENNA 4860 METRO SAN JOAQUIN 92 Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

El afiche de esta actividad organizada en agosto 2008 por la talentosa Rubí Carreño (académica y crítica de la Pontificia Universidad Católica) con motivo de “los 25 años de Lumpérica”, incluye una fotografía que data de los tiempos del Congreso de Literatura Femenina Latinoamericana (1987) en la que aparezco junto a Diamela Eltit. Conozco a Diamela desde 1977, en los tiempos de emergencia de la Escena de Avanzada, cuando ella integraba el Colectivo Acciones de Arte (CADA). Los desacuerdos que yo manifestaba en esos tiempos de la Avanzada con algunos postulados del CADA -los que poseían un acento más profeticamente zuritiano- nunca perjudicaron la complicidad que me vinculaba a Diamela y al afiebrado proceso de desensamblaje de los géneros artísticos y literarios que la llevó a modelar los quiebres de su voz narrativa. El aura de reconocimiento académico internacional que hoy rodea el prestigioso nombre de Diamela Eltit hace difícil visualizar lo siguiente: el total aislamiento literario y la extrema soledad en los que Diamela, en los años de la represión militar, escribió su primera novela, Lumpérica En relación a esa extrema -y quizás ya olvidada- soledad literaria, mi sentido crítico me dice que podría ser un orgullo el haber sido históricamente de las primeras, junto con Eugenia Brito, en dejarme inquietar y fascinar por esta singular voz narrativa cuando casi nadie confiaba en su potencial de disrupción estética. Tal como lo escribí en el Prólogo de la reedición de Lumpérica en Seix Barral (2008), me sigue pareciendo memorable “la orfandad institucional de esa palabra a la intemperie, una palabra de mujer literariamente desafiliada, con la que vaga-divaga entre citas librescas, acciones de arte, borradores cinematográficos, rituales privados, aconteceres urbanos y desenmarques de género(s). Lumpérica guarda hoy toda su fuerza de extrañamiento : la de ser una narración brutalizada por la experiencia del haber tenido que desenterrar léxicos sumergidos en fosas de muerte, odio y persecución, para salvar alguna palabra que diera cuenta de los tironeos y forcejeos en torno a la potencia y el lujo del acto de nombrar. Quienes deletrean hoy las frases de Lumpérica siguen palpando en cada rotura silábica la violencia desestructuradora de tiempos que requerían de esta marcación salvaje, para grabar en el desarme de la escritura y sus sobresaltos la ferocidad de una historia y una memoria intratables”. Pese a las diferencias de puntos de vista que nos han separado a veces agudamente desde los tiempos del CADA hasta hoy, hemos compartido con Diamela Eltit a lo largo de ya casi toda una vida un hilo biográfico-cultural que, al haberse trenzado desde una cierta épica de la adversidad, nos hizo tenaces y exigentes. Creo que nos parecemos en lo siguiente: frente a la ampliación de los horizontes que dibujan las geografías de oportunidades que abre el mercado académico y cultural, nos sentimos tentadas de desconfiar del engañoso más de su sobreoferta de ventajas y seudo-gratificaciones. Preferimos quedarnos con la marca parca del menos que obliga a contraer la mirada, restringiendo el deseo a un campo acotado de pasiones estrictas, en lugar de expandir la vista sin norte ni sur frente al juego banal de la multiplicabilidad de los ofrecimientos.

93 II. FEMINISMOS

Martín Hoppenhayn, Exposición sobre Masculino/ femenino, de Nelly Richard* Texto tenso, a ratos aplastante. Quiero detenerme un poco en el lenguaje de Nelly Richard. Para muchos puede resultar alambicado, innecesariamente complejo, poblado de giros y torsiones que hacen difícil su comprensión. Curiosamente, entiendo esta objeción pero a la vez no me resulta nada difícil entender a Nelly Richard. No sé si es necesario que, para tratar el tema que ella trata y ponerse en la perspectiva que ella se coloca, sea indispensable este juego de lenguaje, este rodeo del habla. Pero tratando de pensar un poco en la relación entre la construcción de un discurso y aquél que un discurso quiere denotar, me permito “irme de tesis” a este respecto. Y frente a la pregunta de por qué Nelly Richard escribe como escribe, me planteo las siguientes fundamentaciones. Tal como el universo de discurso que a ella le interesa poner de relieve tiene que ver con los márgenes y con la diferencia (en el arte, en el discurso vinculado a la diferencia femenino/masculina) su propio discurso busca sintonizar de alguna manera con el objeto que revela. Si habla de contorsiones, de gestos irreductibles a la linealidad o claridad “dominante” del Logos (el Logos del sistema, o el Logos masculino), su lenguaje también quiere ubicarse en el recurso de la contorsión, la fisura, o la tensión.

Creo adivinar una opción deliberada por no hacer concesiones a esa suerte de moralina pedagógica que el mercado cultural impone en Chile: moralina que nos dice que la claridad es más importante que la profundidad, la comunicabilidad mejor que el rigor. En esto es interesante lo que señala Nelly en las primeras páginas del texto, sosteniendo que la transición democrática de algún modo ha canalizado su política cultural con un sesgo de simbolismo complaciente, donde se imponen los criterios de masividad y monumentalidad. La no concesión en el lenguaje analítico también, en el texto de Nelly, puede a su vez interpretarse como un gesto de resistencia, una forma de ocupar el lugar de la diferencia. Más precisamente, ocupar un lugar, o instalar un lugar en la diferencia.

2. Mi dificultad, empero, en la lectura del texto, aparece cuando me encuentro con supuestos cuya fundamentación se me escapa. El central, a ese respecto, es la homologación que se produce entre Logos moderno (lógico-científico con aspiraciones universales) y la forma masculinizada del conocimiento. Desconozco el argumento que permite sostener que el logocentrismo es un

* Debate feminista, No 8, México, 1993.

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y
Crítica
política: Conversaciones con Nelly Richard

“modo masculino de producción” de saberes-poderes. Me gustaría, al respecto, conocer el argumento. Sin embargo, esto mismo encuentra un círculo vicioso: si el pensamiento logocentrado, hipotético-deductivo-normativo, viene de la partida marcado por el estigma de la masculinización, la fundamentación de esta hipótesis se inscribiría, una vez más, dentro de esa misma lógica discursiva. De esta manera, Nelly entraría en contradicción con su propio “lugar en la diferencia” si quisiera fundamentar la hipótesis. Sería entrar a jugar en el terreno logocéntrico-argumentativo, de una forma de volver a quedar atrapada en la correa del látigo del amo.

Esto plantea e ilustra al mismo tiempo una dificultad en la apuesta del texto: ¿En qué terreno se impugna este modo dominante de discurso (masculino, racionalista, imperialista) cuando se escribe un texto que se ubica en el plano de la reflexión teórica —y teorizante—, como es la reflexión del texto? Porque no cabe duda de que Nelly, en este respecto, es sumamente reflexiva: construye una producción teórica a partir de objetos singulares. Aquí es donde el texto encuentra su contradicción, y esto a lo mejor explica la necesidad de Nelly de recurrir a estas continuas torsiones y elipsis del lenguaje para tratar de mantenerse, ella misma, al margen del modo dominante de producción teórica. En esto me parece que, gústele o no, sigue las huellas de Theodor Adorno o de Gilles Deleuze (ambos muy distintos, pero ambos tensados también por esta contradicción que los hace huir del tronco hegemónico del pensar, teniendo que inventar un lenguaje para conservar, a su vez, la legitimidad de un pensar propio).

En esto puedo aplicarle al propio texto de Nelly lo que ella refiere respecto de un posible discurso o teoría feminista: ¿Quiere oponerse a este saber masculino contestándolo frontalmente y en bloque desde otro saber femenino, a parte, o bien subvertir el saber dominando, creando interferencias oblicuas que desprogramen los enunciados en y desde su propio interior? Da la impresión de que el texto de Nelly, en sí mismo, se sitúa en la segunda de estas alternativas: no renuncia a la teorización, sino más bien desde una teorización exacerbada trata de revertir las propias herramientas del logos, haciéndolo “indigerible” en la matriz de la claridad logocéntrica. La oscuridad, o elipsis del lenguaje, sería así una forma de sabotaje.

Sin embargo, es inevitable, por lo menos para un sujeto masculino como es mi

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caso, percibir un cierto aire paranoico en esta empresa. Pareciera, tanto en el texto (su lenguaje o su metalenguaje), como en los fenómenos que el texto toma como material de reflexión, que se da la compulsión por escapar a la máquina moledora del discurso masculinizado. Hacer, pero borrar la huella de ese hacer antes que quedar estigmatizado por el ojo totalizador del discurso masculinizado (borrar que puede darse vía hermetismo, vía redundancia, vía juego de espejos llevado al terreno de la teoría). Frente a este poder, hay que hacerse oír pero nunca hacerse dirigir, abrir el flanco de la diferencia pero no lo suficiente como para quedar atrapado por un discurso identificatorio, evitar por cualquier modo constituirse en un “par”, porque siempre se quiere ser un otro. El discurso se toma por asalto, a modo de operaciones relámpagos. Dice Nelly que una primera respuesta del feminismo radical ha sido precisamente no aceptar la condición de hablarse interceptadas por los mecanismos racionalizantes-racionalizadores de la dominación masculina (rechazando totalizaciones filosóficas, pensamiento sistematizador, etcétera). Sin embargo, el propio texto de Nelly se ubica fuera de esta posición, porque teoriza: no sale al rescate, como dice ella en relación con ese feminismo radical, de formas expresivas “femeninas”, más afectivas, más intuitivas, más estetizantes, más confesionales. Ninguno de estos adjetivos podría aplicarse al texto de Nelly Richard. Y también en esta resistencia, una cierta paranoia: no quiere quedar atrapada en esta relación dicotómica impuesta desde el poder del discurso masculino (razón vs. intuición, intelecto vs. afecto, etcétera).

¿Es objetable una dosis de paranoia en este sentido, esta suerte de purismo invertido que está tanto en la estructura del texto como en el travesti sobre el cual este mismo texto reflexiona? Podría objetarlo en este momento, pero una vez más, la vuelta de tuerca: ¿Cuán masculinizada sería, desde la partida, esa objeción? ¿Desde dónde vendría aquí el epíteto de paranoia? ¿Quién, sino el sujeto puesto en el lugar del amo (pensemos en la dialéctica del amo y del esclavo), podría tildar de paranoico un discurso que no se deja sedimentar, que escapa a la lógica instituida de la producción material o simbólica del orden?

3. Quiero, en este momento, reaccionar desde el lado de lo masculino (suponiendo que existe ese lado como un universo de discurso, como un cuerpo estable, como un punto determinable en el espacio). ¿En qué medida debo estar, por ejemplo, dispuesto a tomar por cierta la afirmación de que la “pulsión

96 Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

heterogénea” que la escritura de la diferencia (vanguardia, marginalidad, neovanguardia) desata, constituye una transgresión más femenina que masculina, una violación desde la mujer a la ley del padre? ¿Por qué he de aceptar la idea de que la Ley del Padre (literal, simbólica, extensivamente hablando) se agujera y transgrede desde “la parte femenina”? Personalmente me siento en una relación absolutamente conflictiva contra esa Ley (que es Ley del discurso, de los límites instituidos de lo posible, de los límites impuestos entre salud y locura, entre verdad y mentira, entre bien y mal), precisamente porque es mi humanidad en este punto la que se rebela contra esta Ley, porque en tanto hombre me rebelo contra este discurso sobre el deber ser hombre con tales límites y cualidades impuestas por la Ley del Padre. La transgresión de un discurso homológico (en el doble sentido de homo: hombre y homogéneo, masculino y consistente), no es patrimonio de una otredad que tenga que remitirse a lo femenino. La lucha aquí, más que una especificidad de género, tiene una especificidad de biografías singulares. Son hombres singulares y mujeres singulares quienes sienten el impulso, la contradicción, la fisura, la imposibilidad de transitar a placer por el guión que esa Ley le fija. La misma pregunta me hago respecto a la supuesta feminización de la escritura de la que habla Nelly. Cito: 'feminización que se produce cada vez que una poética o que una erótica del signo rebalsan el marco de retención-contención de la significación masculina con sus excedentes rebeldes (cuerpo, libido, goce, heterogeneidad, multiplicidad) para desregular la tesis del discurso mayoritario. Cualquier literatura que se practique como disidencia de identidad respecto del formato reglamentario de la cultura masculino-paterna; cualquier escritura que se haga cómplice de la ritmicidad transgresora de lo femenino-pulsional. Una vez más me pregunto si tal transgresión es específicamente femenina: siento, por ejemplo, que si yo hago correr mi sangre por mi discurso, si percuto en las palabras como si fuesen tambores africanos o birimbau bahiano, si hablo desde mi propia masturbación infantil, indomable y caprichosa, si rompo una botella vacía en medio de mis propias palabras, también transgredo, abro fisuras, me hago indigerible. Y en tanto hombre. Creo que en este sentido, hay que ampliar el alcance de la diferencia. No por esto me parece menos válida la pregunta que se hace Nelly, y que de alguna manera define el texto: “Cuales son los gestos y movimientos capaces de hacer

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de la diferencia 'mujer' una interferencia crítica que perturba los mecanismos de cultura dominante?”.

4. No quiero dejar pasar lo que, a mi juicio, es el capítulo más brillante, bello y penetrante del libro, a saber, el que trata sobre el travestismo. El travestismo que rebasa el fenómeno singular, para constituirse en una metáfora de la inversión de los signos. Importa destacar esta especificidad del travesti de la periferia, que es triplemente marginal: sexualmente, socialmente y estéticamente. Pero a la vez hace uso de las prendas (de vestir, de mover, de hablar) que son más propias del universo machista del discurso: es la mujer que el macho busca (vistiéndose como una estriptisera o una sexy girl, coqueta, apasionada, sometida al máximo), pero con un pene entre las piernas. Creo que el capítulo exprime las potencialidades metafóricas o metonímicas de la figura del travesti periférico, el uso que la diferencia hace de la identidad para horadarla y producir una suerte de “ironía deconstructiva”. Casi me gustaría en algún momento hacer, con Nelly Richard, un libro (breve, masculino-femenino) sobre todo lo que implica el travestismo periférico como lugar de síntesis y repulsa de la cultura dominante… 98

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Figuran aquí los afiches de dos encuentros en los que participé, separados por un abismo de temporalidad histórica (1984-2010), que incluyen la palabra “mujeres” con finalidades muy distintas. El primer afiche (donde aparezco sentada en la misma fila que la videasta Magaly Meneses, la socióloga Ana María Arteaga y la feminista Amparo Claro) es la convocatoria al Primer Encuentro Nacional de Mujeres que se realizó en los tiempos del régimen militar (1984), cuando el movimiento feminista –en el que gravitaba la decisiva figura de Julieta Kirkwood- era parte activa de las luchas contra la dictadura y por la recuperación democrática. La cita de un autor renombrado del boom latinoamericano como Julio Cortazar, que expresa una condena al machismo, servía para reforzar el argumento anti-patriarcal del movimiento feminista chileno y buscar aliados masculinos en la izquierda política y cultural con la que el feminismo se interesaba en dialogar críticamente. El afiche omite la palabra “feminismo” y ocupa el término “mujeres” por considerarlo más inofensivo a vista del control militar y, también, porque dicho término amplia los límites de inclusión del colectivo social que desborda el programa feminista de concientización de género.

Más de veinte años después, cuando los estudios de género ya pasaron a ser parte del sentido común académico-institucional de las universidades chilenas, la CUDS (Coordinadora Universitaria por la Disidencia Sexual) organizó el Coloquio “Por un feminismo sin mujeres” (Junio 2010). El título del Coloquio ocupado por la CUDS busca des-naturalizar la categoría “mujeres” como sujeto/objeto del feminismo, empujando su referencialismo identitario a cuestionar la auto-evidencia genéricosexual de las "mujeres de verdad". Aunque celebré vivamente tanto las nuevas energías críticas que pone a circular la CUDS como el diseño mismo del Coloquio, hice notar que echaba de menos las comillas ("mujeres") que introducen, figurativamente, un intervalo crítico entre referente, significante y significado para que la invocación del título no sonara tan abruptamente a desalojo.

El coloquio de la CUDS no pretendía consolidar una base de apoyo político-social que fuera lo más amplia posible como sucedía en los tiempos del Encuentro Nacional de Mujeres durante la dictadura, sino, al revés, buscaba introducir litigios de representación en una comunidad dada (los estudios de género, el feminismo, las mujeres) para jugar con pertenencias inciertas que entre-abren las fronteras cambiantes del cuerpo y la identidad. Como réplica a la provocación descorporizadora de las tendencias queer, está hoy resurgiendo un feminismo del “cuerpo” y de la “experiencia” que se autopotencia en espacios y proyectos reservados “sólo para "mujeres", sin que el separatismo de género e identidad de este "feminismo a ultranza" (FRancisca Barrientos) les resulte problemático a quiénes lo encarnan: mujeres "atrevidas, transgresoras, valientes, opinantes y decididas" (La Mansaguman).

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Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

** “Introducción”, Escribir las artes visuales. Ensayos sobre arte argentino y latinoamericano, Buenos Aires, Siglo XXI editores, 2011

Andrea Giunta, Escribir las artes visuales** Estos ensayos, decía, portan el tiempo en el que fueron escritos. Por ejemplo, el impacto de ciertas lecturas que registran los textos de la primera sección del libro. En particular los escritos de Nelly Richard —primero, una conferencia que leyó en el CAyC; luego, libros suyos que se encontraban en la librería Prometeo de la calle Corrientes, o los que busqué en el primer viaje a Chile—, textos deslumbrantes por su radicalidad política, por su investigación en el campo de la teoría, por esa escritura tramada, sedimentada, al comienzo críptica, que requería el trabajo de iniciarse en su lectura. Leí entonces, a comienzos de los años noventa, sus primeros ensayos sobre género. Una perspectiva que en ese momento no había penetrado en los estudios sobre arte contemporáneo que se escribían en Buenos Aires.

Circulaba la idea —que para algunos todavía tiene validez— de que no había que reparar en el sexo de los artistas. Lo relevante era la calidad; si el arte era bueno, lograría el reconocimiento. Este argumento tenía como consecuencia vaciar de sentido el análisis de las estructuras del poder cultural. Si la calidad del arte tiene tal poder, no importa volver visibles redes de legitimación, funcionamientos institucionales, configuración de jurados, tendencias del coleccionismo, ni los filamentos sexuados que recorren distintas iniciativas. El arte bueno no se basa en estas minucias; la calidad deslumbra los ojos y las mentes, lleva a olvidar al autor, sus circunstancias y, por supuesto, su sexo. Si se parte de estos presupuestos, la verificación de que es mucho más alto el número de artistas hombres que ocupan un lugar en el relato de la historia del arte podría, con razón, llevar a creer que las historias no se cuentan con las obras de las mujeres simplemente porque ellas no son buenas artistas. Pero dejemos entre paréntesis las consideraciones cuantitativas. Los textos de Nelly Richard introducían instrumentos para leer las obras de las mujeres y de los hombres desde una perspectiva de género. Proporcionaban herramientas para comprender hasta qué punto “lo femenino” es un elemento importante a la hora de analizar cómo se estructura el sentido. Un sentido no patriarcal, cuestionador de los paradigmas masculinos y, por ende, de los principios sobre los que se organiza el canon de la cultura de Occidente. Un discurso estructurado y no una pintura de señoritas.

101 II. FEMINISMOS

Richard compendiaba instrumentos para hacer visibles facetas nuevas en todas las obras, pero principalmente en aquellas que trabajaban en los márgenes del canon. Obras que introducían el cuerpo como territorio privilegiado para hacer explícitas zonas tabuadas en la representación de la sexualidad, o los límites entre la cultura erudita y la cultura popular, o la fricción entre las clases y, por qué no, entre los sexos.

Aunque el feminismo latinoamericano se gestó en el contexto de una tradición internacional de debates y conceptualizaciones previos, proveyó casos de estudio y teoría. En otras palabras: no sólo las imágenes, con su mayor o menor carga de exotismo, fueron activas sino que también lo fue el análisis establecido desde contextos específicos. Su irrupción se produce en los años ochenta, en el mismo momento en que se introduce el polémico debate sobre la posmodernidad. La crítica feminista se imbricó con la crítica a la autoridad y a las cegueras del modernismo. Este correlato fue altamente productivo ya que, además de la bibliografía abarcadora sobre artistas mujeres en latinoamérica en general o en países en particular o de algunas exposiciones de artistas mujeres, rápidamente el análisis se instaló más allá del sexo y problematizó los más ingenuos supuestos. ¿Existe un arte “de mujeres”? ¿Qué caracteriza al arte femenino: quien lo hace, una sensibilidad particular, la conciencia de una discriminación? ¿Ciertos temas, determinadas texturas, o una forma desbordada y desestructurante —como señala Nelly Richard— opuesta a la manera racional y conceptual que correspondería al discurso masculino? Tales rasgos, aun cuando se admitieran, no corresponderían a un autor sexuado hombre o mujer, según sean los rasgos que reconozcamos en sus obras. Con tan sólo recordar los grandes falos que realizaron Louise Bourgeois u Oscar Bony o las gigantestas vaginas creadas por Rúben Santantonín o por Niki de Saint-Phalle, vemos que la relación entre temas y autorías sexuadas estalla, sin lograr siquiera convertirse en un cliché.

El aporte radical en términos de intervención teórica y política en el debate sobre género y feminismo en latinoamerica fue el de Nelly Richard, quien articuló un modelo de análisis que le permitió considerar la literatura y las artes visuales en el Chile de la posdictadura. Lo femenino asume el lugar del cuestionamiento a la autoridad y no el de la reivindicación de un conjunto de temas...

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*** Andrea Giunta, “Escritura el grisalla”, Prólogo a El revés de la trama. Escritos sobre arte contemporáneo en Chile Recopilación y selección: Daniella González Maldini. Santiago, Editorial Diego Portales, 2009.

Andrea Giunta, Escribir en grisalla*** En esta formación crítica de las artes visuales chilenas hay momentos constitutivos. Sucede, por ejemplo, con Nelly Richard. La lectura de un texto suyo es, en un primer momento, perturbadora Lo es ella misma, leyendo sus propios textos. La recuerdo en el CAYC, en Buenos Aires, en 1988 o 1989. Retengo que todavía se sentía en la ciudad el miedo con el que la dictadura marcó a la Argentina. Ella leía bajo los focos contundentes del CAYC, como si estuviese en el marco de un interrogatorio. Leía de pie, con su característico ritmo recitativo, distribuyendo las palabras entre los cortes y la respiración. Leía de una forma inusual. Introducía el ritmo de la escritura desde el sonido, el tono, desde un arrastre particular de las palabras. El tono era completamente inesperado. Fui descubriendo que había una forma de leer, muy diferente del modo argentino más sujeto a lo declamatorio. Leía colocando en el centro el acto performático de la lectura. El ritmo era sostenido. No era una lectura de sonidos despojados de significados. El sentido era radical y podía percibirse claramente en la trama de las palabras, aun cuando el significado no fuese transparente, sino una puesta en escena de la condición de una escritura y lectura atravesada por el miedo, pautadas por los límites de lo que podía escribirse o decirse con claridad y contundencia. Era parcialmente comprensible, eran significados y sonidos que redoblaban el texto y el sentido. Que se desplegaban en cada nueva lectura. La escritura de Richard requiere un grado de iniciación. Es necesario recorrer los nudos de problemas que se organizan en cada texto y que retoman la escritura de los otros.

103 II. FEMINISMOS

ARTE III.

ARTE

Miguel Valderrama: En un artículo publicado hace ya más de diez años en la Revista de Crítica Cultural, Beatriz Sarlo se preguntaba por una serie de demarcaciones que, a su juicio, los estudios culturales latinoamericanos debían realizar respecto de disciplinas como la antropología, la sociología y la propia práctica de los estudios culturales en Estados Unidos o Europa. De algún modo, la preocupación de Sarlo no sólo implicaba acercar los estudios culturales a la crítica literaria, la estética y la historia del arte, sino que además apuntaba a distinguir entre arte y cultura. En los últimos años esta preocupación se ha vuelto central no sólo en el trabajo de importantes figuras de los estudios culturales latinoamericanos como Néstor García Canclini o Josefina Ludmer, sino que también la podemos encontrar en los actuales intereses de antiguos colaboradores nacionales de la Revista de Crítica Cultural. Me refiero a lo que puede colegirse de las recientes publicaciones de Federico Galende, Carlos Pérez Villalobos o Willy Thayer.

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Este giro hacia la crítica literaria, la estética o la historia del arte, ha permitido reabrir la discusión sobre la diferencia entre artefactos culturales y objetos de arte. El debate parece enfrentar por momentos dos culturas paradigmáticas, una centrada en el significado de las producciones culturales y otra centrada en la materialidad de las obras, en lo que podemos denominar las condiciones tanto históricas como generales del surgimiento del significado. Beatriz Sarlo, puesta en la disyuntiva valorativa, invita a rescatar el “valor” de las obras, reintroduciendo con ello III. ARTE

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una distinción fuerte entre arte y cultura, y rehabilitando por esa vía un programa estético moderno que se creía ya en ruinas. Advirtiendo que la discusión está lejos de cerrarse, y que compromete en su conjunto el propio destino de las Humanidades, ¿qué piensas de los actuales intentos por rehabilitar una idea de canon cultural, ya se asocie esta idea a la práctica de las disciplinas humanísticas, o se la entienda como una herencia a la que nuestra cultura no puede renunciar sin necesariamente empobrecerse?.

Nelly Richard: Primero, creo que la pregunta que le dirige Beatriz Sarlo al campo de los estudios culturales en el texto que mencionas (“Los estudios culturales y la crítica literaria en la encrucijada valorativa”) es una pregunta válida, sobre todo cuando los estudios culturales parecen haberse complicitado dominantemente con las industrias de la cultura de masas y sus redes electrónicas para relegar el arte, la literatura y las humanidades a la posición de minoridad que estos ocupan actualmente en las sociedades de la imagen y la comunicación donde prevalece un régimen tecno-mediático de lo visual que desplazó velozmente el texto (concentración, recogimiento y soledad) hacia la pantalla (exhibición, dispersión y masividad). En un comienzo resultó saludable que los estudios culturales buscaran descentrar los cánones y ampliar los corpus que la cultura humanística de la tradición mantenía estrechamente vigilado bajo el régimen de la “distinción”, logrando así que circulen hoy por la academia ciertas prácticas que ya no se ven obligadas a compartir la exclusividad de lo que antes se consideraba como “artístico” según una convención modernista de la “obra” para volverse autorizadamente objetos de apreciación crítica. Hay algo democratizador en esta abolición de la jerarquía que separaba tradicionalmente a la “alta cultura” (la cultura superior: la de la tradición aristrocratizante de las Bellas Artes) de los sub-géneros de la cultura popular, aunque evidentemente, , los estudios culturales responden a la disolución de la “ciudad letrada” (Ángel Rama) a la masificación del consumo cultural y sus industrias del ocio, que alteran la relación (propia de la modernidad) entre las disciplinas humanísticas y la tarea pedagógica-estatal de la conformación de la ciudadanía1. Sin embargo, los estudios culturales se dedicaron con demasiado entusiasmo

1 Julio Ramos lo formula del siguiente modo: “La institucionalización de las humanidades modernas cifró en la esfera estético-cultural la tarea clave de producir, por un lado, ficciones (no necesariamente literarias) de integración etno-lingüística; y, por otro, de diseñar y administrar el orden pedagógico donde se desplegaban las prácticas interpretativas, especulares, en que se constituían los sujetos didácticos de la nación (…) En este fin de siglo, marcado por la globalización distintiva de las sociedades mediáticas, acaso las formaciones sociales no requieran ya de la intervención legitimadora de esos relatos modeladores de la integración nacional, en la medida en que el Estado se retrae de los contratos republicanos de la representación del “bienestar común” y en que los medios de la comunicación masiva y el consumo entretejen otros parámetros para la identificación ciudadana y sus múltiples exclusiones”. Julio Ramos, “El proceso de Alberto Mendoza; poesía y subjetivación”, Revista de Crítica Cultural, N° 13, Santiago de Chile, 1996, p. 34.

Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

2

George Yúdice, El recurso de la cultura. Usos de la cultura en la era global, Barcelona, Gedisa, 2002.

3 Así describe J. L. Brea este proceso: “La entrada del capitalismo contemporáneo en una nueva fase tiene lugar al producirse la colisión sistémica entre los registros de la economía y la producción simbólica, entre el sistema económico-productivo, en general, y el subsistema de las prácticas culturales y de representación. La separación simbólica que constituía al artista en una casta separada se desvanece, y la colisión de economía y cultura, por un lado, y de trabajo material e inmaterial, por otro, determina un desplazamiento estructural del 'trabajo artista' desde su distante 'torre de marfil' a un nuevo escenario plenamente integrado en el marco de ésas que hemos descrito como industrias de la subjetividad… Ese desplazamiento estructural supone el recambio inmediato del 'fondo de contraste': éste ya no se referirá al propio 'espacio autónomo' de la insitución-Arte sino a la problematicidad crítica de su 'incrustación' efectiva en la constelación expandida de las macroindustrias de la visualidad, en la medida en que ellas constituyen cuando menos una parte fundamental –dada la importancia que la construcción del imaginario visual tiene en relación a cualesquiera

a aplaudir los cruces entre postmodernismo, capitalismo, globalización y medios que privilegian “la cultura como expediente” (George Yúdice)2.

Al recurrir a definiciones influenciadas más por la antropología y la sociología de la cultura que por las humanidades cuyo sello (elitista) del “valor” y la “calidad” de la obra buscaron explícitamente anular, los estudios culturales contribuyeron sin remordimiento alguno a que la pregunta por lo “estético” casi desapareciera del campo de investigación académica de las prácticas contemporáneas que se orientó más empíricamente hacia lo antropológico-cultural, lo socio-cultural y lo tecno-cultural. Digamos que la expansión de los estudios culturales en la academia (una expansión democratizante o bien neopopulista, según cómo se la juzgue) terminó relegando, en la mayoría de los casos, esta pregunta por lo “estético” — como valor diferenciado— a la esfera nostálgica del reclamo modernista por la autonomía del arte donde, así formulada, se vuelve inevitablemente conservadora. ¿Cómo reformular (no conservadoramente) la pregunta por lo “estético” en un paisaje donde lo “cultural” traspasa cotidianamente redes, soportes, tecnologías y géneros con interacciones difusas “con la vida cotidiana” que borran la especificidad del “marco” que circunscribía lo artístico?3 Los estudios culturales nos enseñan hoy que una marcha callejera o un reality-show son prácticas expresivas y comunicativas a las que la antropología, la sociología de la cultura y los estudios de la comunicación deben prestar atención porque sus respectivas producciones de signos construyen identidad y representación a través de las imágenes y los imaginarios que, masivamente, son distribuidos como parte de lo que García Canclini ha llamado “las bases estéticas de la ciudadanía”. Aunque efectivamente dichas prácticas expresen culturalmente rasgos y comportamientos de la vida social, Beatriz Sarlo insiste en querer saber si una marcha callejera o un reality-show poseen la misma intencionalidad de sentido que una obra de arte cuya “densidad formal y semántica” (Sarlo) caracteriza el trabajo de lo estético en sus modelajes de la imagen, el concepto y la metáfora. Por mucho que admitamos que el canon moderno del arte detentaba privilegios aristocráticos que merecen ser abolidos por la complicidad que éstos mantenían con el imperialismo de la “calidad” que ha sido cuestionado oportunamente por los estudios culturales,

109 III. ARTE

Sarlo no quiere renunciar (y le encuentro razón) a contrastar las marcas de producción, circulación e inscripción de las imágenes que separan a las formas estéticas del resto de las prácticas significantes para establecer alguna distinción valorativa (aunque ya no absoluta ni vertical en su principio de legitimación) entre las respectivas motivaciones y realizaciones de sentido, entre las diferentes experiencias de lectura que marcan cada práctica.

procesos de identificación de las nuevas industrias de lo simbólico”. Véase, José Luis Brea, El tercer umbral. Estatuto de las prácticas artísticas en la era del capitalismo cultural, Murcia, Cendeac, 2004, pp. 20-21-25. 110

Debemos reconocer que las industrias de lo simbólico-cultural y sus tecnologías de los medios, al llevar la imagen a la misma “forma final de reificación de la mercancía” (Guy Debord) que adquiere el resto de los productos visuales en las sociedades del espectáculo, han diluido las fronteras de la artisticidad en cuyo recorte institucional se condensaba el efecto estético. Pero esta no debería ser una razón suficiente para abandonar todo intento de rescatar alguna especificidad de lenguaje que remarque el hecho de que la experimentación artística trabaja no con el tiempo expedito del resultado sino con la duración incierta y dilatada de una procesualidad, marcando así una diferencia con el diseño, la publicidad y las comunicaciones que recurren utilitariamente a la imagen sin preocuparse de que sus operaciones tecnológicas de consumo visual se disipen en la irreflexividad del simple golpe de efecto. Todo esto es parte de la discusión contemporánea sobre los límites del arte en un contexto de economías culturales mediatizadas que agudizan la tensión entre “autonomía” (diferenciación) y “postautonomía” (indiferenciación o desdiferenciación) del valor artístico. No creo, en todo caso, que la solución a lo que varios perciben como un excesivo relajo de los límites de demarcación entre arte y no-arte pase por la rehabilitación de algo así como un “canon cultural” (cuyo extremo sería la posición de Bloom con quien nadie, al menos del lado nuestro, quiere verse asociado). Recojo como consecuencia beneficiosa de lo planteado por los estudios culturales el cuestionamiento al fundamento absoluto —modernista— del canon como paradigma universal de valor y autoridad y la emergencia correlativa de lo que reprimía o excluía dicho canon autocentrado en una defensa de la cultura superior: lo marginal, lo residual, lo periférico, lo subalterno, etcétera. El canon en tanto instrumento de medida, control y selección de lo que las

Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

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Rescatando una de las funciones críticas del arte, N. García Canclini señala lo siguiente: “Los escritores o artistas no devorados por el establishment cultural, o que aún siendo recibidos por él rechazan la agenda única con que el mercado estructura la esfera pública, cumplen una función contrapública en tanto introducen temas locales o formas de enunciarlos que parecen improductivos para la hegemonía mercantil. Quienes requieren usar tanto tiempo para una actividad privada de dudosos réditos (¿cuatro años para escribir una novela que van a leer dos mil personas?), y confiesan dedicar semanas o meses en decir de un modo asombroso lo que algunos viven o a discutir lo que muchos prefieren olvidar, son personajes contrapúblicos. Al menos para quienes suponen que la vida pública es la de la racionalidad capitalista. Al trastornar las relaciones habituales entre lo público y lo privado, entre experimentación cultural y rendimiento económico, la economía lenta de la producción artística cumple la función pública de incitar a repensar lo que la economía apremiante de las industrias simbólicas impone como público, fugaz y desmemoriado. El escritor y el artista no sometidos a los medios reinstauran el drama social, la tensión entre lenguajes, entre formas de vivir y pensar, que los medios querían reducir a espectáculo, un espectáculo rápido para pasar pronto al siguiente”. Néstor García Canclini, La globalización imaginada, Buenos Aires, Paidós, 1999, pp. 199-20 l.

instituciones sociales y disciplinarias de la cultura consideran legítimo se ha forjado en base a los prejuicios, las censuras y las arbitrariedades que oculta su falso postulado de lo “universal”. Aprendimos que la fijación del valor en una medida supuestamente absoluta y trascendente (elevada) oculta, la violencia simbólica de las demostraciones de saber/poder que sustentan la imposición de su jerarquía oficial y, también, silencia las luchas interpretativas que se desatan en los bordes no hegemónicos del sistema para refutar su pretensión universal de dominar las obras con una escala única (superior) de reconocimiento artístico. Cuestionar el absolutismo valorativo del canon artístico de la modernidad (desde los estudios culturales, el feminismo, la teoría postcolonial o los estudios de la cultura visual) es permitir que las luchas de significación e interpretación que se desatan en su contra revelen la contingencialidad histórica de los sistemas de valoración estética que hoy deben admitirse como relativos, parciales e inestables. Y esto resulta críticamente beneficioso. La crítica no-moderna sabe que ya no puede hablar metafísicamente del “valor”, tal como lo planteaba la teoría estética del idealismo filosófico que reifica el arte. Pero la crítica contemporánea puede (y debe) seguir avanzando en la tarea de desmentir la pureza falsamente desinteresada del canon que levantaba trascendentalmente la modernidad como medida universal del evaluación de las obras, para señalar los intereses políticos e ideológicoculturales que configuran los pactos ocultos entre sistemas de valoración, comunidades interpretativas, enmarques disciplinares-institucionales, redes de circulación e inscripción y dinámicas de mercado que influencian la percepción y recepción de lo artístico. Si la crítica abandona esta tarea, es el mercado el que resuelve por ella igualando todo con todo; anulando los conflictos de valor y argumentación que dividen el campo de las posiciones culturales, por considerarlas todas neutramente intercambiable en el relativismo de la serie que nivela los productos, sin otras reglas que las que facilitan la entrada y salida de las mercancías según el ritmo de novedades continuamente reemplazables y desechables.4

Miguel Valderrama: A propósito de la problemática del “valor” de las obras, tanto Josefina Ludmer, como Nestor García Canclini han

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llamando la atención recientemente sobre el carácter postautónomo de la literatura y del arte contemporáneo. En el caso de Ludmer, la noción de literatura postautónoma alude a un nuevo régimen literario caracterizado paradójicamente por la pérdida de la autonomía literaria. De acuerdo a esta tesis, la época de las empresas trasnacionales del libro, de internet y del mercado sería la época en que la literatura habría llegado a su fin como literatura moderna. La autonomía nombraría una época en que la literatura tuvo una lógica interna e instituciones capaces de discutir públicamente la función y el valor de lo literario frente a la política, la economía y la historia. Tras el “cierre de la literatura” las nuevas escrituras postautónomas postularían que todo lo literario (y cultural) es económico y todo lo económico es literario (y cultural). De igual modo, en tanto escrituras que territorializan lo cotidiano, estas escrituras serían escrituras que postularían que la realidad es ficción y que la ficción es realidad. Ludmer denomina a este efecto “realidad- ficción”.

Asimismo, en el ámbito de las prácticas artísticas, García Canclini ha observado que ya no es posible hablar de un “campo del arte”, a la manera de Bourdieu. El modelo teórico del campo artístico asociado a una época en la que todavía se podía analizar los movimientos del arte como parte de culturas nacionales ha agotado su productividad con la globalización. Las prácticas artísticas del arte postautónomo serían prácticas basadas en contextos. En palabras de García Canclini, más que los objetos de arte, lo que importa en las nuevas prácticas artísticas es su ubicación, es la capacidad de insertar las obras en medios de comunicación, espacios urbanos, redes digitales y formas de participación social donde parece diluirse la diferencia estética. En otras palabras, no se trataría tanto de replicar el gesto duchampiano (atado aún a la institución arte), sino de reinventar la tarea del arte en un mundo donde el arte no es autónomo.

Entre otras consecuencias, estas dos lecturas de la postautonomía obligan a repensar el lugar de la crítica en las prácticas artísticas, literarias y culturales. Así, para Ludmer, la pérdida del poder crítico y subversivo de la literatura daría cuenta de una transformación en los regímenes temporales

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Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

y territoriales de la “imaginación pública”. La crítica, de ser ella posible, se jugaría en esa fábrica de realidad que es el “territorio de la lengua”. Para García Canclini, en cambio, las prácticas artísticas postautónomas tendrían por tarea crítica “valorizar” lo inminente, aquello que “puede llegar”. A esta apertura a lo efímero y lo desconocido, García Canclini la denomina “estética de la inminencia”. Ahora bien, frente a estos diagnósticos de la literatura y del arte, crees que es dable defender todavía una “potencia de significación” propios del arte y la literatura. ¿Se puede sostener hoy en día que al arte crítico, al pensamiento artístico y a la literatura les incumbe la tarea de explorar la opacidad de aquellas simbolizaciones llamadas a desmarcarse del brillo de las mercancías y de la instantaneidad mediática?

Nelly Richard: Efectivamente, Josefina Lumer defiende en su textomanifiesto la idea de que, por un lado, la interpenetración de lo económico, lo político y lo cultural como esferas que dejaron de funcionar aisladamente y, por otro, el reemplazo del fetichismo modernista de la producción estética (la obra, la firma, el estilo) por las tecnologías de las economías mixtas de la distribución y el consumo masivos señalarían el fin de la autorreferencialidad de lo literario. Esto quiere decir que ni las escrituras híbridas de la realidad cotidiana pueden seguir siendo consideradas bajo los atributos distintivos que antes realzaban a la “literatura” con sus jerarquías de la calidad, ni la crítica literaria puede evaluar los textos según parámetros de valoración absoluta en medio de una actualidad promiscua (la del mercado cultural) que ha disuelto el modelo de autoridad disciplinar y de valoración institucional que profesaba la crítica especializada. Ludmer no sólo describe este nuevo paisaje de dispersión, contaminación y revoltura de los géneros sino que apuesta a la capacidad de la “imaginación pública” para sacar un provecho liberador de este estado de desdiferenciación generalizado de las antiguas jerarquías que consagraban —impositivamente— la autoridad y la validez del arte. Tengo confianza en que el talento de Ludmer, brillantemente entrenado en el diálogo teórico con la “literatura”, seguirá produciendo revelaciones críticas (nuevos modos, agudos y seductores, de leer el presente) en medio de esta desorganización de lo literario que ella celebra sin prejuicios. Pero yo sería menos entusiasta que ella en proclamar las ventajas de este relativismo

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de mercado cuya afirmación (anti-valorativa) celebra la abolición de todas las frontera de diferenciación entre las distintas prácticas de signos hasta acabar, incluso, con la especificidad de lo crítico-estético. Que las fronteras de separación de los campos artístico-culturales y los modelos de aplicación de sus reglas de validación sean móviles en un mundo de referencias que hoy carece de fundamento absoluto; que los sistemas de categorías estéticas se hayan vuelto fluctuantes y parciales; que las instancias de juicio sean tentativas y provisionales porque ya no se puede confiar en la autoridad del canon como medida absoluta no quiere decir, al menos para mí, que resulte finalmente saludable prescindir de todo marco, recuadro y enmarcación en el análisis cultural de las prácticas que convergen mezcladamente en el presente. Los marcos de lectura crítica (con bordes y encuadres suficientemente flexibles) sirven para contrastar efectos y desmarcar operaciones entre todo lo que circula, desreguladamente, como signos y mercancías en las redes de tráfico cultural. Ludmer retoma la expresión de Arjun Appadurai que nos dice que “en un mundo postelectrónico, la imaginación pasó a formar parte del trabajo mental cotidiano de la gente común y corriente”5. El hecho de que la gente use desinhibidamente las imágenes que reparten masivamente los medios de información y comunicación parecería volver obsoleta la necesidad de recurrir al “arte” para ser más creativos en nuestras reconfiguraciones de mundos sensibles. Desde ahí, Ludmer reivindica la “imaginación pública” como una “fábrica de presente” cuya máquina real-virtual diluye las fronteras entre lo que puede ser considerado —meritoriamente— arte o literatura y lo que no lo es. Es cierto que “la imagen, lo imaginado y el imaginario” (Appadurai), modelizados electrónicamente por las industrias del espectáculo que agencian deseos y fantasías colectivas, les aportan materiales diarios a sujetos dispersos en el mundo para que puedan extraer de ellos las retóricas expresivas de sus múltiples construcciones de identidad. Sin embargo, estos materiales no son disponibles para todos del mismo modo (hay limitaciones de competencias y acceso según la ubicación de los sujetos en el mapa de los recursos transculturales; no todos los receptores gozan de las mismas habilidades semióticas para decodificar mensajes) y los guiones narrativos que se distribuyen mediáticamente tampoco pueden ser usados indiferenciadamente para cualquier fin: no todos son igualmente

5 Arjun Appadurai, La modernidad desbordada. Dimensiones culturales de la globalización, México, Trilce, 2001, p. 21.

transfigurables en algo emancipador. Estos guiones llevan parcialmente adherida la marca oculta de las gramáticas dominantes que los condicionan y no todos los lectores-receptores de los textos son igualmente capaces de desenmascarar sus formas ideologizadas, del mismo modo en que no todas las escrituras del presente que circulan por las redes culturales se sienten igualmente motivadas por la tarea crítica de que sus textos ayuden a este desenmascaramiento ideológico. Si bien, utópicamente, la “imaginación pública” nos hace pensar en lo anónimo y lo colectivo de agenciamientos subjetivos que redibujarían dialógicamente sus horizontes de sentido echando mano a los recursos ficcionales que masifica la comunicación social, sabemos que no todos los sujetos alcanzan el mismo rango de participación en la esfera de los medios de expresión pública ni poseen todos ellos las mismas competencias lingüísticas para traducir y reelaborar enunciados socialmente jerarquizados. Los sistemas de desigualdad y opresión de clase, raza, etnia o género que castigan a las identidades subordinadas no desaparecen mágicamente por el sólo hecho de declarar que se ampliaron las fronteras de identificación y pertenencia nacionales, tal como parece soñarlo un tipo de nomadismo interplanetario que despierta euforia en los cultores de la desterritorialización entendida como libertad absoluta del “no-lugar” en la prescindencia total de límites y anclajes. No basta la exaltación del deseo en respuesta a la incitación de los medios para que lo moldeable (cuerpo, biografía, identidad, vida cotidiana, género) sea necesariamente liberador de conciencia. Por mucho que Ludmer diga que “a mí no me importan si las escrituras que circulan son buenas o malas en tanto literatura”, existen “fábricas de presente” más anodinas que otras, es decir, menos sugerentes en potencialidades de goce o ruptura. No todos los presentes fabricados por la realidad-ficción que distribuye el mercado cultural contienen los mismos índices de cambio ni estimulan las mismas habilidades o disposiciones a querer involucrarse en transformaciones de identidad o género. Distinguir entre una realidad-ficción y otra permite separar lo innovador de lo conservador, lo sumiso de lo indócil, lo homologado de lo no-clasificable y lo más seguro es que esta distinción se resuelva en términos de “escrituras” (empleo el término en un sentido no restringidamente “literario”) ya que lo significado -la organización del deseo o la vida de los afectos; las

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aspiraciones comunitarias; las pulsiones de rebeldía social- apela siempre a regímenes de forma, contenido y expresión para manifestarse retóricamente. Examinar estos regímenes de signos para determinar su capacidad de seducción o interpelación reintroduce el asunto de cuáles aparatos de lectura crítica se aplican a sus diversas construcciones retóricas ya que, finalmente, a juicio de la propia Ludmer, “todo depende de cómo se lea la literatura hoy. O desde dónde se la lea”. Creo que la crítica o la post-crítica sigue teniendo la responsabilidad de pronunciarse sobre las diferentes opciones narrativas y performativas que entregan los guiones en circulación a través de los medios culturales, destacando ciertas fuerzas de valoración del sentido (no necesariamente cristalizables en “sistemas de valor”, como pretendía la modernidad) que modulan un punto de vista sobre el cómo y el para qué de las operaciones implicadas en estas diversas “fábricas de presente" que, según el caso, utilizan imaginerías simples o complejas, estereotipadas o innovadoras, garantizadas o riesgosas, conservadoras o revolucionarias.

En su último libro, La sociedad sin relato, Nestor García Canclini retoma la categoría de lo “postautónomo” formulada por Ludmer para referirse con este término “al proceso de las últimas décadas en el cual aumentan los desplazamientos de las prácticas artísticas basadas en objetos a prácticas basadas en contextos hasta llegar a insertar las obras en medios de comunicación, espacios urbanos, redes digitales y formas de participación social donde parecería diluirse la diferencia estética”6. Esto quiere decir que la frontera entre “especificidad” (diferencialidad) y “postautonomía” (indiferenciación/desdiferenciación) que marcaban el régimen del arte se volvió híbrida por cómo muchas prácticas estéticas se convierten hoy en intervenciones socio-culturales, es decir, en prácticas cada vez más orientadas hacia formas de comunicación social y de acción política que mezclan lo artístico con varias otras redes de interacción difusas. García Canclini se hace cargo en su último libro de subrayar un contrapunto necesario entre “las estéticas relacionales” de Nicolas Bourriaud y la “política del desacuerdo” de Jacques Rancière. Por el lado de las “estéticas relacionales” de Bourriaud, nos encontramos con obras facilitadoras de un vínculo social basado en la horizontalidad del diálogo y el grado de inclusividad en él de

6 Néstor García Canclini, La sociedad sin relato. Antropología y estética de la inminencia, Buenos Aires, Katz Editores, 2010, p. 17.

actores comunitarios que parecerían complacerse en la simple vinculación del “estar juntos” fuera de los límites reservados de la institución artística, para ampliar el formato de la obra a lo vivo de una dimensionalidad social.

En su opuesto, Rancière exacerba lo no-conciliado, lo irreconciliado del arte como zona de litigio entre el Todo integrador de la “representación” y sus partes disconformes: entre, por un lado, el sistema de asignación y designación de los nombres y, por otro, la no-aceptación de las categorías que estos nombres suponen unívocamente cuando son atribuidos por el discurso mayoritario a identidades ya clasificadas de las que se espera simplemente que se “representen” a sí mismas para ilustrar un conjunto de propiedades fijamente distribuidas. Pese a la buena intención del arte social y político de convertir su mensaje a favor de los explotados y los marginados en un motor de emancipación colectiva por el solo hecho de reivindicar sus derechos identitarios y generar conciencia de lucha en torno a ellos, Rancière cuestiona ese “modelo pedagógico de la eficacia del arte”7. Para Rancière, lo político en el arte no radica en dotar a los explotados y marginados de un aparato representacional que le haga simbólicamente justicia a su condición de desfavorecidos sino en introducir entre la obra y el espectador, entre el espectador y su comunidad, entre lo representado y el dispositivo mismo de la representación, la paradoja de lo inanticipado; una paradoja encargada de alterar las maneras de ver, de sentir y decir de todas las identidades en juego (incluyendo la identidad de los oprimidos) que deben dejar de parecerse a sí mismas, de ser idénticas a su representación, para admitir el salto y la ruptura de lo no-coincidente que descalza lo prefigurado de su retrato. La acentuación crítica de esta fisura alteradora que es inherente a todo mecanismo de re-presentar, de hacer presente lo ausente mediante la transferencia y la sustitución, hace que las identidades en juego tengan la chance de ser co-autores de su propia puesta en escena: una puesta en escena que estimula el valor crítico de la disociación al no concordar pasivamente con una imagen estereotipada desde fuera por "ellos" (los "otros") ni adherir, tampoco, a la imagen idealizada desde dentro por un “nosotros” que busca ocultar las divisiones internas tras un mito unificado y unificante de la comunidad.

7 Jacques Rancière, El espectador emancipado, Buenos Aires, Manantial, 2008, p. 55. 117

III. ARTE

Contra el pragmatismo de la relación arte-sociedad que se expresa en las cadenas de interacción socio-culturales que vinculan directamente el arte con la comunidad, García Canclini tendería a privilegiar en su último libro una relación con lo artístico que él califica de “oblicua e indirecta”: una relación suspensiva que “promete el sentido o lo modifica con insinuaciones”8, sin que los efectos de recepción de la obra en una comunidad dada sean enteramente controlables o verificables. Por eso el arte sería el “lugar de la inminencia”, es decir, el lugar de lo que está por suceder, de lo aun por venir, de lo que no está todavía en acto, de lo prefigurado sin garantías de realización, de lo que acontece sin dejarse asimilar a la completud de su diseño original. Para mí, detectar ese “lugar de la inminencia” en el arte sigue dependiendo de una mirada crítica, es decir, de una mirada que discierne y evalúa: que se muestra atenta a realzar la especificidad de las potencias de significación que llevan lo artístico a exhibir un juego de figuras y conceptos más sutil, evocativo y penetrante, más desconcertante, que el que guía comúnmente la simple competencia tecnológica o el directo activismo socio-cultural.

8 Néstor García Canclini, La sociedad sin relato, op. cit., p. 12. 118

En el mundo de la postautonomía, para quienes no nos resignamos a la completa desdiferenciación del valor crítico-estético, parece que sólo nos queda recurrir a lo que Hal Foster llama la “autonomía relativa” y que otros han llamado la “autonomía condicional”, es decir, una autonomía parcial de lo crítico y de lo artístico: una autonomía que redelimita ciertas fronteras (contingentes y relativas en sus trazados de reconocimiento del valor o del interés artísticos) para “enmarcar” las operaciones del arte cuando consideremos que vale la pena diferenciarlas de otros tipos de performatividad de los signos que recorren lo social, aunque tangamos luego que “desenmarcarlas” de su contexto en un juego de incesantes entreaperturas del adentro y del afuera de las clasificaciones e instituciones encargadas de transmitirnos el significado de qué entender por "obra".

Alejandra Castillo: Pareciera ser que reservarle al arte y a la crítica la posibilidad de una “autonomía relativa” es insistir en el proyecto de sociedad abierto por la promesa de la emancipación. En dicho sentido, “la paradoja de lo inanticipado que altera las maneras de ver, de sentir y decir”

Crítica

debe presuponer también, de algún modo, la promesa de los “derechos identitarios” que tú mencionas. Advirtiendo este vínculo entre promesa e identidad (vínculo que sin duda también promueve el capitalismo), Suely Rolnik cuestionará la propia idea de “promesa” contenida en la categoría macro-política de emancipación, puesto que ésta busca que “invirtamos toda nuestra energía vital (de deseo, de afecto, de conocimiento, de intelecto, de erotismo, de imaginación) en actualizar mundos virtuales de signos” que, de algún modo, ya están a disposición en la economía libidinal capitalista. Para Rolnik, habría que trabajar hoy en desanudar el vinculo estructural establecido entre la promesa política de la gran revolución y los mundos utópicos ideados por el capital. Frente a la “promesa de paraíso“, Rolnik reivindica una práctica micro-política y una estética de la “fragilidad”, ambas despojadas de la promesa de la emancipación. Pensando en tu propia elaboración de las relaciones entre arte y política, a propósito de las prácticas artísticas de la llamada escena de Avanzada, me gustaría saber que opinas sobre estas cuestiones. Pues, casi sin darnos cuenta, hemos traído a presencia con la fórmula “autonomía relativa”, esas otras grandes fórmulas asociadas a las palabras “revolución”, “promesa”, “utopía”, “hombre nuevo“, etcétera. Todo un léxico y una gramática que exige de nosotras una posición. Pensando en las prácticas del arte crítico, pero también en tu participación en los debates en curso en la izquierda chilena, diría que tu posición no es fácil de glosar.

Nelly Richard: El concepto de “autonomía relativa” que se debate en los textos recientes que estamos mencionando se ubica en un presente donde el arte siente como peligro el fundirse en el campo expandido de la cultura, y el confundirse con la estetización difusa de los modos de vida que proliferan en ella. Ahí cobra sentido la incómoda tensión entre la autonomía del signo artístico por un lado y, por otro, la dispersión de lo visual en el paisaje de la imagen-mercancía que celebra acríticamente la cultura del diseño y la publicidad. Me resulta algo complicado que nos traslademos tan bruscamente de este extrovertido presente mediático en el que le resulta difícil a la estética contemporánea desmarcarse de los brillos de la cultura-entretención al trauma histórico del pasado oscuro

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y reprimido de la Avanzada bajo la dictadura militar en Chile.9 Para que haya “autonomía relativa”, tiene que haber un juego de posiciones y reconocimiento en torno a un “campo” establecido (llámese: historia del arte, mercado, academia, museo) del que la obra busca des-marcarse, separando fronteras. El golpe militar produjo un “des-campado” en medio del cual las obras de la Avanzada batallaron su suerte sin que el arte contara con el resguardo de algún marco-recorte que protegiera su artisticidad del estado general de completo arrasamiento y peligro que lo rodeaba. ¿Qué quiere decir “autonomía relativa” cuando ya no existen trazados de inscripción (académicos, institucionales, disciplinares) con los cuales interactuar estratégicamente y cuando las técnicas, los formatos y los géneros han padecido la misma violencia desestructurante que la la historia, las biografías y los cuerpos? Si entendemos por “campo” un sistema de coordenadas que delimita el conjunto de los efectos de producción, circulación y distribución del valor-arte en la interioridad de un sistema sub-diferenciado, habría que subrayar que la Avanzada carecía de toda interioridad ya que ese sistema de organización de los campos quedó completamente roto en sus trazados. Obras y textos se elaboraron desde la abrupta y dislocadora tensión del fuera-de-marco. Trasladar categorías artísticas del sistema-arte como “modernización” y “vanguardia” que derivan del aparato de comprensión de la modernidad europea al paisaje de terror y represión en el que surgió la Avanzada, sin tomar en cuenta la “crisis absoluta de sustento material e institucional” a partir de la cual obras y textos debieron reconceptualizar el poder del arte, no ayuda a comprender la fuerza con la que su gestualidad crítica logró “conjurar la sobreautorizada lectura metropolitana de las prácticas vanguardistas”10 desde la más extrema desnudez y violencia desarrolladores de los recubrimientos llamados historiografía, tradición o museo. Por mucho que la Avanzada se haya vuelto hoy un obligado “campo” de citas al que se recurre académicamente para ganar validez investigativa en los fondos concursables y los seminarios internacionales, no podemos olvidarnos que, en sus tiempos de emergencia, sus obras y textos no contaron con otra territorialidad que la del márgenes y su peligrosa incertidumbre. Recordar esta precariedad amenazante de los

9 Dice Sergio Rojas: “Virilio sanciona ahora lo que sería el fin del arte representativo y su sustitución por un arte presentativo…. El acontecimiento que la obra supuestamente 'presenta' se opone a la obra misma como acontecimiento.

Pero esto supone, al mismo tiempo, que la realidad se ha hecho acontecimiento y que éste –el acontecimientose ha espectacularizado. Y entonces el arte y la realidad se vuelven a encontrar ahora en el espectáculo, cuando la frontera entre representación y presentación se ha tornado absolutamente incierta. Pero en el contexto de emergencia de la Avanzada, 'espectáculo' es precisamente lo que no hay: acontecimientos sin presencia, porque de los acontecimientos, de lo terrible, sólo 'se sabe', de oídas”. Véase, Sergio Rojas, “Arte y acontecimiento: lo imposible en el arte”, Revista de Crítica Cultura, N ° 28, Santiago de Chile, 2004, p. 47.

Crítica y política: Conversaciones con

10 Rodrigo Zúñiga, “Una nota a la neovanguardia chilena. (mutaciones, transfusiones y expugnabilidades)”, Revista de Crítica Cultural, Nº 28, Santiago de Chile, 2004, pp. 43-46. Dice R. Zúñiga: “La experiencia del cuerpo en dictadura constituía un suplemento de sentido implicado por ese prefijo, neo: “neo” y no “post”, por cuanto la traslación, permutación y re-elaboración (en tanto desmontaje reflexivo) acechado por el acontecimiento del rompimiento del ámbito civil y su rearticulación autoritaria: una mutación inédita para las ejercitaciones de la matriz vanguardista Trabar la comunión entre “avanzada” y “matriz vanguardista” o “neovanguardista” implica, desde luego, entender que la “periferización” de la matriz obliga a una labor todavía pendiente, cual es la de intentar un descentramiento efectivo del concepto de vanguardia. Entre la máxima orfandad simbólica y la máxima demanda de significación, parece proveerse parte importante del eje de esa labor en deuda” (p. 43).

11 Sergio Rojas, “Arte y acontecimiento: lo imposible en el arte”, Revista de Crítica Cultural, op. cit., p. 47.

bordes acosados por el miedo sirve para no deslumbrarse ahora con “una lucidez que se viene a consumar sin cumplir las expectativas críticas desmanteladoras que otrora se le encargaba, sino más bien haciendo de la crítica un objeto de consumo estético” 11: cuando ni las obras ni los textos corren hoy más peligro que el de llenar mal un formulario de fondos concursables o del no quedar seleccionados en alguna bienal internacional.

Volvamos a la secuencia de términos incluidos en tu pregunta sobre “revolución”, “promesa”, “utopía”, “hombre nuevo”, etcétera que, todos ellos, se relacionan con arte y política. El último de ellos, el del “hombre nuevo”, va ligado al “arte comprometido” que adquiere todo su fervor revolucionario en el mundo ideológico de los años sesenta en América Latina; un mundo en el que el artista se propone luchar contra las formas de alienación burguesa del arte, poniendo su creatividad al servicio del pueblo y de la revolución. El Pueblo y la Revolución —consignas de agitación social y militancia política— eran los Significados Trascendentales del programa revolucionario a los que adhería el arte del compromiso cuando la explicitud referencial del mensaje de sus obras se subordinaba, unívocamente, al repertorio ideológico de la izquierda latinoamericana. Para los artistas comprometidos del Chile de la Unidad Popular y después, en clave de resistencia anti-dictatorial, para las agrupaciones comunitarias del arte y la cultura militantes bajo el régimen militar, son los procesos sociales y políticos los que empujan al arte a sumarse a la utopía del cambio que levanta la historia como promesa. El didactismo revolucionario de las obras se encargaba de transmitir una utopía de cambio social que había sido pre-formulada por y desde la política. A diferencia del arte militante que pretende “ilustrar” su compromiso con una realidad política ya dinamizada por las fuerzas de transformación social, diríamos que el arte de vanguardia busca anticipar y prefigurar el cambio, usando la transgresión estética como detonante anti-institucional. Es así como en el caso de la vanguardia, lo utópico del cambio social es programado desde el arte para que la obra le transfiera luego su potencial de transformación crítica a la sociedad entera.

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Es cierto que tanto en el arte comprometido como en el arte de vanguardia, la utopía tiene el diseño de un futuro por venir cuya promesa se quiere integradora de los cambios que fusionarán lo artístico en la globalidad de un Todo político-social. Esto no se da con las neovanguardias (a cuya retórica se asimilaban las prácticas chilenas de la Avanzada) porque la politización del arte que persiste en ellas como gesto contra-institucional, ocurre en un contexto latinoamericano e internacional en el que ya habían fracasado las premisas utópico-revolucionarias del arte militante; un contexto en el que, también, se había desgastado el fervor épico de lo popular cuya totalización homogénea llevaba al artista comprometido, durante los años de la Unidad Popular, a hablar colectivamente en nombre de un “nosotros” (el partido, la clase obrera, la izquierda, América Latina) iluminado por la conciencia revelada de la verdad última de los combates de la historia. En su dimensión neovanguardista, las rupturas de la Avanzada no tuvieron que ver con la promesa de derrocar la dictadura por vía de una “macro-política de la emancipación” sino con aplicar toda la “energía vital” del arte y de la crítica en tratar de reconfigurar articulaciones de sentido que, gracias a su insubordinación de las formas y los conceptos, crearan imágenes antitotalitarias y anti-represivas para ayudar a quienes se involucraban en ellas a zafarse de las tiranías de lo impuesto por el autoritarismo. Ciertos horizontes utópicos, los de la vanguardia y de la revolución, tienen en la mira la transformación global del sistema entero mientras que los trazados de la neovanguardia se conciben a sí mismos como discontinuos y entrecortados, ramificados y bifurcantes con sus intervenciones críticas en zonas fragmentadas. El deseo intensivo de algo nuevo no requiere necesariamente que se cumplan todas las condiciones (políticas, económicas, sociales) que son llamadas a transformar en el futuro el conjunto de las estructuras de dominación. La pulsión crítica del arte explora aquellas brechas de insatisfacción y disconformidad, de rechazo y negatividad que, en el interior de lo existente, nos dan la oportunidad de redibujar el universo de los posibles sin tener que aspirar a que todos los cambios converjan armoniosamente en el mañana de una finalidad predeterminada: la de la revolución total. Para retomar la cita de Suely Rolnik, estoy de acuerdo con ella en su apuesta a la transversalidad de micro-políticas de la subjetividad que dan la batalla

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política: Conversaciones con Nelly Richard

12 Suely Rolnik, “Para una crítica de la promesa”, Colectivo situaciones (ed.), Conversaciones en el impasse. Dilemas políticos del presente, Buenos Aires, Tinta Limón, 2009, p. 61.

13 Comparto la definición de “política emancipatoria” que ofrece Arditi: “La política emancipatoria es la práctica que busca interrumpir el orden establecido y, por lo tanto, que apunta a redefinir lo posible, con el objetivo de instaurar un orden menos desigual y opresivo, ya sea a nivel macro o en las regiones locales de una microfísica del poder. Dicha práctica no describe un acto único y glorioso, sino un performativo que enuncia el presente como tiempo de nuestro devenir otro”. Véase, Benjamín Arditi, La política en los bordes del liberalismo, Barcelona, Gedisa, 2009, p. 176.

cotidianamente en contra del sueño de la gran revolución como horizonte cumplido de un orden idealmente transparente, definitivamente libre de antagonismos: "es cierto que ninguno de nosotros habla ya en términos de revolución, pero sospecho que seguimos esperando, en algún rincón de nuestra emotividad, la gran invención revolucionaria. Y no sucede así. Lo que tiene lugar son pequeñas modificaciones de gran significación, que se expanden siempre con mucha fragilidad, en un contexto donde también existe la presión inhibidora”12. Esta micro-política de la fragilidad y la precariedad que desconfía de la promesa salvadora de una liberación macro-social ligada a un conjunto de cambios estructurales en vista a la gran revolución política que acabaría con todas las cadenas de opresión a la vez no significa, al menos para mí, renunciar a la potencialidad emancipadora de lo crítico-artístico. El arte crítico puede activar vectores de emancipación subjetiva que trabajen “revolucionariamente” con el inconsciente social, sin tener la pretensión de que el mensaje de la obra entregue una clave de salvación universal para la humanidad entera.13

El arte de los sesenta en Chile se definió como un “arte del compromiso” en tanto promovía la adhesión a un ideal de liberación social y emancipación política que funcionaba como promesa o sueño utópico del cambio revolucionario. En los ochenta, bajo dictadura, el “arte de resistencia” de la Avanzada ocupó una posición contrahegemónica en el campo de las luchas y antagonismos de poder, expresando su rechazo a ese poder desde el interior de las estructuras represivas y los marcos de censura del sistema dictatorial. Mientras que el arte revolucionario busca educar a las masas para la acción expresando una voluntad de mayorías, el arte crítico-experimental, al desmontar las máquinas de producción de la obra y los códigos de recepción socio-estéticos heredados de la tradición, sabe que su público no puede refugiarse en un conjunto estable de intereses y valores culturalmente homogéneos porque las rupturas de lenguajes de sus estéticas del shock generan, inevitablemente, trastocamientos de percepción y conciencia en los universos mentales de sus destinatarios. Rancière insiste en que no hay ninguna relación fija —calculable, predecible— entre las “micropolíticas” de la obra (experimentación) y la “macropolítica” de los

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14 Jacques Rancière, El espectador emancipado, Buenos Aires, Manantial, 2010, p. 69. 124

colectivos sociales (representación) que el arte comprometido llamaba, en la época del sueño revolucionario, a alinearse tras un programa universal de transformación histórica. Ya que “no hay transmisión calculable entre conmoción artística, toma de conciencia intelectual y movilización política”14, se desvanece la ilusión de la eficacia pedagógica de aquel arte que buscaba influir directamente en la conciencia del espectador. La fuerza de emancipación que puede hoy desplegar el arte crítico-experimental sería aquella surgida de las fracturas de la representación en cuanto dichas fracturas son las únicas capaces de romper con la pasividad de la transmisión del sentido; de interrumpir la cadena lineal que va desde la producción de la obra (causa) hacia la recepción del espectador (efecto) en una dirección pretrazada, para abrir así la posibilidad creativa de que los saltos de narración-traducción que interrumpen y desvían esta cadena favorezcan la emergencia de potencialidades enunciativas que no estaban previstas en el recorrido inicial entre origen (intención) y destino (cumplimiento). Estos saltos de narración-traducción en la comprensión de lo artístico hacen que cada espectador actúe los significados de la obra según la inventiva de una lectura autónoma: "emancipadora", en tanto no subordinada a una lógica previamente unificada de inteligibilidad del mensaje. En esto radicaría, para mí, el potencial crítico del arte.

Miguel Valderrama: Para muchos críticos el arte es una especie de observatorio privilegiado de la cultura, una herramienta estenográfica ideal al momento de leer las rupturas y transformaciones de la sociedad. De igual manera, de Hegel a Lyotard, de Warburg a Didi-Huberman, filósofos e historiadores han visto en el arte la realización del “espíritu” en la historia. Sin embargo, hace ya algún tiempo que el arte ha dejado de poseer este peso simbólico. Hoy en día el arte parece despojado no sólo de su papel de guía para la historia, sino también de gran parte de lo que respecta a su propia historicidad: es decir, del marco de elaboración necesario a la resolución de problemas propios, históricamente dados. En palabras de Hal Foster, “el arte contemporáneo ya no parece contemporáneo”, pues ya no tiene un acceso privilegiado al presente, ni siquiera en términos que podríamos denominar sintomáticos.

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En este sentido, los debates en torno a la vanguardia, la neovanguardia y la postvanguardia en Chile, pueden interpretarse como debates que buscan reelaborar de algún modo la relación del “arte” con el “presente histórico”. Las comillas que suspenden la significación de las palabras arte y presente histórico, o que parecen ponerlas a distancia o al menos en cuarentena, ya nos advierten de las dificultades que subyacen a esta empresa de reelaboración histórico-conceptual. Y sin embargo, la propia existencia e insistencia de estos debates y publicaciones vuelven a reintroducir, paradójicamente, como una necesidad de los tiempos, las viejas preguntas por la historicidad del arte. El mismo análisis terminable e interminable en torno a la Escena de Avanzada, parece estar animado por el reconocimiento de que obras y prácticas contaban con un acceso privilegiado a su propia escena de historicidad. Esta tesis recorre las páginas de Márgenes e instituciones, y subyace de algún modo al conjunto de escritos y posiciones que hasta el día de hoy intentan recuperar o reactivar el poder del arte de esa época para el tiempo presente. No obstante, si uno observa el arte contemporáneo advierte que la situación actual es muy diferente. La historiografía y la crítica describen el momento presente como el del “fin del arte”, como el de “un paradigma de falta de paradigmas”, como el de la “cultura visual” o de la “sociedad de la imagen”. Todas estas descripciones se organizan sobre cierto desanudamiento de la relación entre arte e historia, o si prefieres de la relación que la modernidad estableció entre arte y política, entre arte y contemporaneidad. Una mirada atenta a la propia trayectoria de tu trabajo, a los motivos que han organizado tu escritura, parece confirmar la tesis de que el arte contemporáneo ha dejado de ser poseer el peso simbólico que la modernidad crítica le asignaba. Al parecer la pregunta por aquello que despunta en el presente, la pregunta por lo contemporáneo, ya no habría que buscarla en el trabajo del arte.

Nelly Richard: Yo creo que sí tienes razón en que la Avanzada tuvo una relación apremiante y desgarradora con sus propias condiciones de historicidad que la lanzaron a un presente hostil con obras y textos que, por así decirlo, no tenían otra elección que la de volverse artísticamente posible cuando la censura militar del período quería declarar imposible

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la existencia misma de cualquier contenido de oposición política. Se dio así una arriesgada contemporaneidad -en el sentido de “lo que existe al mismo tiempo”- entre: 1) lo desolador del efecto traumático generado por las supresiones y mutilaciones del golpe militar en la narrativa utópicorevolucionaria; 2) la urgencia vital de reponerse a la tristeza de la desolación para levantar una ética de la denuncia que condenara, mediante el arte, lo que estaba sucediendo en el entorno; 3) la desconexión semántica generada por la rotura de los vínculos entre lenguaje y representación debido a los quiebres del trasfondo de la historia; el desafío teórico-político de reconceptualizar el arte asumiendo la dislocación de los códigos artísticoculturales de la tradición. La Avanzada respondió a lo aniquilador del golpe militar con el contragolpe de una descarga de imágenes, materiales, técnicas y significaciones que exploraban formas de resistencia crítica frente a la violencia totalitaria mezclándose con el acontecer, es decir, ideando obras procesuales y relacionales (obras no estáticas sino que en curso y en situación) cuya apertura y fugacidad de los signos le hacían el quite -desde lo vivo del cuerpo, la biografía o la ciudad- a la clausura de lo finito y definitivo del tiempo muerto que consagra la eternidad de los cuadros de museos. La contemporaneidad del gesto artístico de la Avanzada radicó en la urgencia de que las obras actuaran sus significados en una cadena de interferencias vitales entre lo artístico, lo social y lo político mediante algún tipo de performatividad crítica del aquí-ahora. Fue esta performatividad del aquíahora (en el caso de las performances, las acciones de arte y las intervenciones urbanas como las del CADA) que las vengara -activistamente- del drama de la impotencia frente a la derrota de la historia en el que quería sumergirlas la omnipotencia de la dictadura. Que todo esto sea hoy pura historiografía o museografía no debe hacernos olvidar que, en dichos tiempos, marcaba dramáticamente las obras esa tensión riesgosa entre una temporalidad rota y las narrativas-en-proceso que debían rearticular sus fragmentos parchados en un presente de desarme. La historicidad de la Avanzada tuvo que ver con este tiempo cortado, seccionado: un tiempo sin ilación que, paradójicamente, el boom internacional de los archivos periféricos capitalizado por los museos metropolitanos trata hoy de reinsertar a la fuerza en genealogías documentales que lo amarren a otras secuencias conocidas (por ejemplo,

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política: Conversaciones con Nelly Richard

"Tucumán arde") que, desde mi punto de vista, le restan excepcionalidad a la contingencia traumática del neovanguardismo de la Avanzada.

El presente del capitalismo tecno-cultural se ha tornado plano y liviano, “superficial”, cuando se lo mira desde las reverberaciones mediáticas de imágenes que se desvanecen al ritmo de su paso efímero por una deslocalizadora visualidad de pantallas y cuando se observa, además, que los significantes de lo real-virtual sostienen una relación cada vez más desmaterializada con sus significados históricos debido a cómo el "boom de la memoria" (A. Huyssen) superpone infinitos dispositivos de intermediación entre registros y huellas. Este es uno de los “presentes como contexto” que enfrenta el arte chileno contemporáneo: el de la globalización capitalista cuya hipervisualidad contribuye al desvanecimiento de lo social bajo los reflejos tecno-publicitarios de las campañas de diseño y comunicación, y el de la internacionalización del arte a través de una red de galerías, museos y bienales que lo usan muchas veces como un simple “recurso” (bien, servicio o expediente) de promoción cultural del comercio y de las industrias de la entretención. Son varias las obras chilenas contemporáneas que presuponen e incluyen estas marcas de la actualidad en sus tecnologías de los medios y sus operaciones visuales: algunas para celebrarlas acríticamente y otras para tratar de burlar los signos-mercancías festivamente volcados hacia el éxtasis del consumo. No es simple discernir si aquellas obras que establecen una torsión cínico-paródica con la iconicidad de los productos que adornan el entorno visual capitalista, producen algo más que simulacros de intercambio crítico-artístico (unos simulacros que, al igual que la actualidad que comentan, brillan como ilusión óptica careciendo de toda profundidad socio-histórica) o bien si esas obras son efectivamente capaces de estimular un trabajo autoreflexivo con la imagen que ayude a involucrar al espectador en el desaprendizaje de cómo la imaginería de los medios del capitalismo cultural domestica la visión cotidiana para que dicha visión se sienta gratificada con la simple espectacularización de sus efectos. Una vez más, es la capacidad de discernimiento de la crítica la única capaz de marcar algún contrapunto en el tratamiento de los signos que ocupan las obras para distinguir entre mimesis (imitación, repetición) y extrañamiento (desfamiliarización).

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El otro “presente como contexto” que le toca al arte chileno contemporáneo es el de la postransición: un presente con muchas cuestiones pendientes en términos de memoria traumática (que, por alguna razón, convocan a pocos artistas chilenos en comparación, por ejemplo, con Argentina) y que ha vivido la desactivación de las fuerzas sociales, al menos, hasta las revueltas del 2011, por culpa de un formalismo democrático que inhibió la participación ciudadana en la construcción de alternativas políticas. No sé cuántas obras del arte chileno contemporáneo se sienten realmente interpeladas por aquellas fuerzas de cambio que entraron en franca relación de antagonismo con el diseño neoliberal. Es curiosa la diferencia entre Chile y otros países latinoamericanos donde sí existen dinámicas de obras que se nutren de las energías protestarías de los procesos sociales y políticos que las rodea para imprimirle al arte una motivación crítica. Sin ir más lejos, la crisis del 2001 en Argentina (el “¡Qué se vayan todos!”) inspiró muchas prácticas que cruzaron las fronteras entre arte y militancia para darle nuevos contornos al hacer-pensar-sentir de lo comunitario mediante acciones colectivas que reunían a artistas visuales, sociólogos, periodistas alternativas, cineastas, etcétera.15 En consonancia con los piqueteros, toda una creatividad multiforme se tomó el espacio público para reflexionar sobre temas de exclusión social, alienación mercantil, obediencia capitalista y contrapoder desde el taller-fábrica como laboratorio de experimentación de una nueva relación anti-consumo que se vivía exaltadamente entre precarización, desechos y multitud. En Chile, no percibo todavía una pulsión asociativa que vaya en la dirección de estos nuevos modos de activismo político-artístico inspirados por los desbordes de lo social. Habría que preguntarse por qué, a diferencia de otros países de América Latina, aquí en Chile no ha mayor habido interés en apostar a los colectivos para entrecruzar las dinámicas del arte con energías de transformación social. Además de los efectos normalizadores de la transición que re-disciplinó los campos de acción y discursos en territorios acotados (escuelas de arte, museos, galerías, catálogos), me parece que hay un individualismo de la firma —cultivado por la fetichización del nombre de autor en los circuitos tanto de legitimación académica nacional como de internacionalización artística— que ve con malos ojos el arte comunitario y sus disoluciones de lo propio tal como, por ejemplo, lo encarnó el CADA (Colectivo de Acciones de Arte) en los ochenta.16

15 Entre otras publicaciones, remito a: GAC, Pensamientos, Prácticas, Acciones, Buenos Aires, Tinta Limón, 2009. 16 Algo me dice que estas energías de lo colectivo se encuentran preferentemente en la gestión descentrada de algunos espacios artísticos independientes como son: la Galería Metropolitana en Santiago de Chile, Crac (Centro de Residencias y Arte Contemporáneo) en Valparaíso, la revista Plus en Concepción, etcétera.

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Me gusta este rescate que hace Didi-Huberman de una cita del Deleuze de Deux régimes de fous: “Gilles Deleuze, intentando encontrar la manera de ‘arrancar una imagen a todos los clichés, y volverla contra éstos’, ha dado una pista al referirse a lo que él llama arte de la contra-información: “La contra-información sólo es efectiva cuando se convierte en un acto de resistencia. ¿Qué relación existe entre la obra de arte y la información?

Ninguna La obra de arte no es un instrumento de comunicación La obra de arte no tiene nada que hacer con la información. Tiene cierta relación con la información y la comunicación en tanto acto de resistencia. ¿Qué misterioso lazo puede existir entre una obra de arte y un acto de resistencia, si los hombres que resisten no tienen ni el tiempo ni, muchas veces, la cultura necesaria para establecer una mínima relación con el arte? No lo sé. No todo acto de resistencia es una obra de arte, aún cuando, en cierto modo, lo sea. No toda obra de arte es un acto de resistencia, y sin embargo, de cierta manera, lo es (…) Una obra resiste, en ese sentido, si sabe ‘dislocar’ la visión, esto es, implicarla como ‘aquello que nos concierne’ y, al mismo tiempo, rectificar el pensamiento mismo, es decir, explicarlo y desplegarlo, explicitarlo o criticarlo, mediante un acto concreto. La imagen exige de nosotros (…) un arte de equilibrista: enfrentar el peligroso espacio de la implicación en el que nos desplazamos con delicadeza, corriendo el riesgo, a cada paso, de caer (en la creencia, en la identificación): mantener el equilibrio utilizando el propio cuerpo como instrumento, ayudándose con la vara

No quiero decir con esto que el arte, para ser crítico, debe cumplir necesariamente con esta vocación comunitarista de lo social porque también es cierto que padecemos el abuso de una retórica testimonial que, en nombre de lo periférico, lo marginal y lo subalterno, llena los circuitos de arte metropolitanos con intervenciones previsiblemente destinadas a un rescate (moralizante o asistencial) de memorias sufrientes y de identidades victimizadas que es necesario someter a análisis. Esta tendencia sociologizante y antropologizante del arte contestatario y protestatario de la subalternidad satisface la buena conciencia de la izquierda cultural con un referencialismo de lo latinoamericano que, según el imperativo testimonial de lo "auténtico", debería casi prescindir de todo artificio de representación en beneficio de una proximidad con lo real-social cada vez más directa en sus alcances comunicativos. Me parece que ese tipo de arte subordinado a la instrucción y movilización de un programa de concientización política les quita espacio y tiempo de dedicación a aquellas poéticas más complejas que, por el contrario, se interesan en romper los estereotipos que romantizan la otredad, fabricando torsiones de identidades que no sean del todo descifrables ni menos resumibles a los guiones pre-establecidos de la "diferencia" con los que el multiculturalismo abastece su menú transcultural de la diversidad identitaria. Estas poéticas más complejas son, para mí, las que tienen plena conciencia de que la criticidad del arte depende de cómo su producción de significados es capaz de llevar al espectador a optar por la multivocidad de lo suspensivo-interrogativo (convirtiendo para ello la forma y la sustancia del lenguaje en su principio material de experimentación creativa), en lugar de confiar en la univocidad de lo afirmativo/negativo de un mensaje que se pronuncia sobre los contenidos sociales desde la literalidad del “si” de la adhesión plena o el “no” de la protesta. Que el arte contemporáneo sea crítico de su contexto social y político no quiere decir que deba limitarse a denunciar los sistemas de dominación política y económica que lo gobiernan con las mismas estrategias de confrontación al poder que usan los movimientos sociales o las intervenciones socio-culturales, renunciando a lo llevaría a renunciar a lo que precisamente distingue a lo crítico-estético: la permanencia en la obra de un núcleo difuso de múltiples interpretaciones que permanece irreductible a la operacionalización

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comunicativa del mensaje que exige el paradigma de la información. Según creo, el arte es poderoso como arte no cuando actúa comunicativamente al igual que una consigna política, una intervención cultural o un testimonio periodístico sino cuando explora lenguajes aun no modulados (identidades no finitas, significados entreabiertos) que dejan en suspenso la finalidad de una representación que se niega a quedar atrapada en el trámite informativocomunicativo de decodificación inmediata del mensaje.17

¿Qué esperar de la relación entre arte y contemporaneidad? El llamado de lo contemporáneo no puede agotarse en la traducción directa de la obra artística a las coordenadas referenciales de un presente simple; un presente que sólo espera ser reafirmado o bien desmentido en sus cursos de acción sobre la base de una correspondencia lineal entre corrientes de actualidad, procesos y sucesos socio-políticos, datos culturales, tecnologías de los medios y comunicación artística. Por un lado, no existe tal presente sincrónico ya que siempre coexisten en el “hoy” temporalidades desfasadas que hacen retroceder el tiempo presente hacia la memoria de lo ya acontecido o bien que anteceden lo que todavía no llega a ser bajo el modo del futuro incompleto. La contemporaneidad del arte nunca calza con un presente inmediato que la obra debería consignar sin retrasos ni anticipaciones. Las formaciones estéticas que se pretenden críticas tienen precisamente como misión revelar las distintas velocidades de sedimentación de la historia que agitan lo social y lo local para desmentir las tranquilas apariencias del presente globalizado que buscan nivelar las redes planas (contigüidad y simultaneidad) de la interconexión planetaria. Estas formaciones crítico-estéticas escinden y revuelven lo “contemporáneo” rastreando en él lo desaparecido y lo semioculto, lo intermitente y lo rezagado, lo incumplido y lo promisorio, lo descartado, para despertar estados de conciencia que entren en secretos intercambios de voces y escuchas con los sonidos aún no modulados del ayer y del mañana. La tensión crítica de lo artístico se da entre presente y pasado y, también, entre presente y futuro: el futuro no como algo que responde a una imagen predeterminada del mañana cifrada utópicamente ven el gran cambio revolucionario sino como un campo abierto de posibles aun no formulados que laten en pensamientos y sensibilidades muchas veces

de la explicación (de la crítica, del análisis, de la comparación, del montaje). Explicación e implicación se contradicen, sin lugar a dudas, tal como la rectitud de la vara contradice la improbabilidad del aire. Sin embargo, sólo depende de nosotros utilizarlos conjuntamente, haciendo de cada uno una manera de desplegar lo impensado del otro”. Véase, Georges Didi-Huberman, “La emoción no dice ‘yo’. Diez fragmentos sobre la libertad estética”, VV.AA., Alfredo Jaar. La poética de las imágenes, Santiago de Chile, Metales Pesados, 2008, pp. 39-40-43.

18 Willy Thayer, El fragmento repetido. Escritos en estado de excepción, Santiago de Chile, Metales Pesados, 2006. Las primera edición de este texto se publicó en la revista Extremooccidente N.2, dirigida por Federico Galende, Santiago de Chile, 2003.

19 Revista de Crítica Cultural N. 29, Santiago de Chile, 2004.

disgregados en espera de alcanzar forma y sustancia. Lo contemporáneo, el presente como contexto, no sería entonces lo ya realizado bajo la figura desplegada de la actualidad sino lo que lo ya realizado bajo la figura desplegada de la actualidad sino lo que está en trance de acontecer en el cruce de las distintas exploraciones analíticas y creativas de lo irrealizado que, subterráneamente, moviliza alternativas de intervención.

Volviendo a tu pregunta por las reescrituras de la Avanzada y su relación con la historicidad del arte a través de la cadena de retornos, fantasmagorías y neo-simbolizaciones que ha rodeado su escena desde hace tres décadas, habría que mencionar una polémica bastante detonante que ha marcado un estado del debate teórico y artístico local. Me refiero a la polémica que se arma inicialmente a partir de dos textos: "El golpe como consumación de la vanguardia" de Willy Thayer18 y la réplica mía "Lo político y lo crítico en el arte: “¿Quién teme a la neovanguardia”19. Quizás la parte más llamativa de esta polémica en torno a la Avanzada haya sido la que nace de la sospecha, primeramente enunciada por Francisco Brugnoli, luego retomada por Pablo Oyarzún a cuya formulación W. Thayer le da otra vuelta meta-crítica y que Sergio Villanueva-Ruminott termina resumiendo en esta pregunta extrema: ¿Es la neovanguardia chilena un efecto inesperado de la facticidad dictatorial o es, por el contrario, su problematización radical?20. Dicha pregunta se inscribe, a su vez, en una zona desde una zona más profunda de tensionamientos teóricos y filosóficos en torno al estatuto de la Avanzada: por un lado, estaría la defensa crítica que yo realicé en Márgenes e Instituciones de cómo la Avanzada practica una antagonización de la violencia autoritaria y totalitaria de la dictadura con micro-políticas de resistencia artística que trabajan, anti-representacionalmente, con el corte, la interrupción y el descalce y, por otro, la posición de Willy según la cual ninguna de las rupturas de sentido que defendió críticamente la Avanzada tenía chance alguna de desmarcarse del estallido del golpe militar porque dicho estallido ya contemplaba el fragmento (desutopizado) en su retórica de la desintegración y porque, además, nada crítico puede salvarse, según el mismo autor, de la sobrecodificación de todos los fragmentos nivelados por la ley cambiaria del capitalismo globalizado que la misma dictadura estaba

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20 Sergio Villalobos-Ruminott, “Modernismo y desistencia. Formas de leer la neo-vanguardia”, Archivos de filosofía, Nº 6/7, UMCE, Santiago de Chile, 2012, pp. 533-588. III. ARTE

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implementando. Para W. Thayer, sólo lo “inoperante” (lo “des-obrante”), es decir, lo que negó el vanguardismo recalcitrante de Márgenes e Instituciones, permanecería “intransitivo en las inmediaciones del golpe, neutro antes las demandas de nuevas lecturas de signos, desinteresado en cualquier narración de lo acontecido”21 y, por lo mismo, en tanto “estrato anasémico”, sería capaz de restarse -por vaciamiento de expectativa de cambio- del conjunto de operaciones que, aún pretendiéndose contratrincheras, no harían sino complicitarse con la gigantesca capacidad de la máquina de reciclaje capitalista que termina siempre disolviendo cualquier resorte oposicional al acomodarlo perversamente en su interior. El agudo recuento teórico que arma Villalobos-Ruminott de esta polémica identifica así las posiciones en juego: "ahí donde tenemos una práctica transvalorativa y deseante cuya pulsión escritural enfatiza los desmarques con respecto al poder de la representación (Richard), se nos propone (Thayer) un habitar reflexivo en el horizonte nihilista del neoliberalismo, no para superarlo en un gesto que lo confirmaría (lo abastecería), sino para interrumpirlo mediante su debilitamiento”22. Confieso que lo que no me queda del todo claro en el argumento de Sergio Villalobos que refuerza la posición de Willy, es "cómo pensar dicha operación anasémica, esto es, dicha resistencia “resistencia a la operación discursiva propia de toda disputa hegemónica”23, si, en el caso de la Avanzada, la "interrupción anasémica" de la que se habla como hipótesis de contra-lectura es una tesis que circula, junto a las demás, en el mismo mercado discursivo de los textos sobre arte en Chile con los que compite internacionalmente. Por debilitante que se quiera en su declinación nihilista, dicha tesis se agrega como otra capa interpretativa más a lo ya sedimentado en torno a arte y política, "abasteciendo" así el corpus de proposiciones y contraproposiciones que son parte de la "fetichización histórica" de la Avanzada. ¿Qué tendría de especialmente “neutro” una tesis que declara su interés crítico -por lo demás, completamente saludable- en descanonizar a la Avanzada y que, por lo mismo, responde al igual que otras tesis en circulación a las “demandas de nuevas lecturas de signos” que animan polémicamente el campo de debate artístico-cultural? ¿En qué sería distinto el comportamiento de esa tesis (que busca desplazar ciertas acentuaciones problemáticas de la Avanzada, moviéndolas desde un

21 Willy Thayer, “Vanguardia, dictadura, globalización” en Pensar en/la postdictadura. p. 255. 22 Sergio VillalobosRuminott, “Modernismo y desistencia”, op.cit., p.568. 23 Ibídem.

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lado a otro del arco de la crítica) al de "una operación discursiva propia de toda disputa hegemónica" que, como tal, lucha activamente por ocupar un lugar de figuración teórica en el campo de reconocimiento de lo que se debate sobre arte y política en Chile para modificar significativamente las líneas de fuerza de dicho campo?. La tesis de lo des-obrante requiere inevitablemente de un texto para elaborar sus argumentos, es decir, necesita del “obrar” de una confección de texto para luego afirmarse en un soporte editorial que se convertirá en un libro distribuido a una red de lectores ya entrenados en el debate sobre la Avanzada: una red de lectores cuya circulación no se interrumpe con esa tesis sino, que, al revés, se ve suplementada por la interpretación adicional de lo "des-obrante" que, por desenfatizada que se pretenda, nutre de énfasis lo controversial del campo de lecturas de la Avanzada en el que se inserta -movilizadamente- como otra "novedad teórica" más. La tesis de lo "des-obrante", defendida en relación a la Avanzada, parecía suponer que el mercado simbólico-cultural no consume con igual eficacia los textos que declaran el fin de la crítica (o la muerte del juicio) que los que reivindican alguna agencialidad de lo crítico: la determinación nihilista de no ofrecer nada demasiado prometedor en materia de aperturas de sentido es tan acomodable por los circuitos de lectura artístico-culturales como cualquier otro planteamiento disponible, al convertirse en un aporte analítico más que suma valor agregado al capital simbólico de investigación académica y museográfica de la Avanzada. ¿Por qué lo “inoperante” (como una tesis convertida, operantemente, en material crítico y editorial) quedaría milagrosamente a salvo del poder de absorción de los productos discursivos expuestos a la valoración simbólica del mercado investigativo de la historiografía artística?.

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Miguel Valderrama: La presencia de la Avanzada es muy fuerte en todas aquellas escrituras que en el último tiempo se han esforzado en pensar el poder del arte. Ya sea que las prácticas artísticas se piensen bajo el emblema de la politización del arte o que se las piense bajo el régimen de una estética política, siempre las referencias principales giran en torno a ese centro ausente que es la Avanzada para el arte chileno contemporáneo. Y esta afirmación parece confirmarse al leer las conversaciones sobre arte en Chile que Federico

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Galende acaba de cerrar con la publicación de Filtraciones III. En el prefacio o prólogo que abre este último volumen, Galende advierte justamente que la serie de conversaciones sobre arte y política que da nombre a Filtraciones, fue organizada inicialmente en torno a la configuración de la Escena de Avanzada, para luego proseguir con aquella generación que siguió a la publicación de Márgenes e instituciones, y finalmente terminar, ya en nuestro presente, con una generación caracterizada por la soledad experimental, la multiplicación de las filiaciones, los aeropuertos y los circuitos de arte internacional. De acuerdo a este trayecto gramofónico, uno esperaría que la Avanzada perdiera relevancia en los motivos y preocupaciones que organizan la última serie de conversaciones de Filtraciones. Y sin embargo, la Avanzada sigue siendo un tema central en las conversaciones de esta nueva generación. Galende mismo lee esta insistencia en la Avanzada bajo los lenguajes del corte y de la ruptura epistemológica, es decir, como la necesidad de “establecer de entrada un corte abrupto y polémico entre dos atmósferas generacionales que mantienen entre sí distancias concisas”.

Ahora bien, bajo esta retórica del corte y la ruptura se observa un cierto malestar en la Avanzada. Esto es particularmente evidente en las primeras conversaciones que abren Filtraciones III. Sin duda, este malestar o resentimiento con la Avanzada es síntoma de otra cosa, y quizá sea necesario por ello tratar de comprender el malestar que la palabra misma provoca en nuestros días.

Nelly Richard: La denominación de Avanzada, como todas las palabras, carga con los valores de uso que, asociados al nombre, se refieren a los contextos en los que sucesivamente intervino esta denominación para suscitar distintos efectos de posicionamiento crítico. La Avanzada, junto con el rótulo que decreta su emergencia (¡sin que nadie haya estado nunca seguro de que se tratara de un nombre adecuado o, mejor dicho, aunque todos sospecháramos de que en verdad no lo era!24), lleva a cuesta una suma de emplazamientos y desplazamientos que tiene al menos el mérito de haber generado varios intervalos de distancia y rebote entre lo que realmente transcurrió (pasado) y lo que podría todavía llegar a ocurrir (futuro) bajo el impulso de las nuevas

24 Puede ser que Galende tenga razón en que “Escena de Avanzada” trata simplemente de “uno de esos nombres que sobrevuelan distraídamente la historia hasta que llega el día en que se clavan para siempre en una noción célebre y respetada”. Véase, Federico Galende, Filtraciones III. Conversaciones sobre arte en Chile (de los 90’s al 2000), Santiago de Chile, Editorial ARCIS/Cuarto propio, 2011, p. 8.

25 Miguel Valderrama, Modernismos historiográficos. Artes visuales, postdictadura, vanguardias, Santiago de Chile, Palinodia, 2008.

lecturas que sacarán de ella potencialidades inexploradas. Creo que en los ochenta, “Escena de Avanzada” se refería, para mal o para bien, al conjunto de prácticas (obras y textos) que articula el libro Márgenes e Instituciones

26 Así resume F. Galende el itinerario recorrido por los tres libros: “en el primero de ellos abordábamos la relación arte-política en la época de la configuración de la Escena de Avanzada y en el segundo lo hacíamos conversando con parte de la generación que siguió a la publicación de Márgenes e Instituciones y que enfrentó, durante los años 90´s, el avatar amargo de hacerse un lugar en un campo artístico vigilado por los dogmas conceptuales del período anterior. La generación que participó de este tercer volumen habla con cierta soltura, quizá con la que es propia de quien ya no se siente obligado a enredar sus causas visuales o teóricas en los imperativos del trauma”. Federico Galende, Filtraciones III, op. cit., p. 7.

Luego, en la polémica que se abre con el texto de W. Thayer, “Escena de Avanzada” pasa a confundirse con el libro mismo que es criticado como su manifiesto. Me parece que hoy, “Escena de Avanzada” es un referente historiográfico para el campo del arte y, al mismo tiempo, el nudo de nuevas preguntas sobre “el poder del arte” que, a diferencia de lo que ocurría en los textos de los ochenta, adoptan un rumbo más bien filosófico-estético en varias publicaciones recientes entre las que, además de los libros recientes de Willy Thayer, Federico Galende y Rodrigo Zúñiga, incluyo tu propio trabajo que incursiona muy finamente en las zonas de entremedio de la problemática debatida en torno a la Avanzada. Modernismos historiográficos25 aporta matices que refinan uno de los argumentos principales de esta discusión que, aunque la sostiene desde su origen el texto fundante de Pablo Oyarzún, no había sido revisitad críticamente: ¿es posible asimilar el corte neovanguardista de la Avanzada a una ideología de la vanguardia basada en la historia del modernismo internacional sin sacrificar la excepcionalidad de su gesto que, a falta de enmarcación histórica, hizo del marco mismo —entrar/salir de las técnicas, los soportes, los géneros, las obras y las instituciones— su espacio de teorización artística y experimentación formal del trauma de la ruptura, el quiebre y la desaparición?

Los tres libros de entrevistas de Galende constituyen un valioso aporte testimonial sobre arte y política en Chile que muestra efectivamente los signos de rechazo y atracción que el nombre de la Avanzada todavía genera, pese a su lejanía en el tiempo y la cantidad de ecos y reverberaciones transmitidos desde su origen26. En su presentación de la reedición de Márgenes e Instituciones en el Museo Nacional de Bellas Artes (2007), Carlos Pérez Villalobos dice que el libro “fomentó un conjunto heterogéneo de trabajos de arte que quedaron, de ahí en adelante, tramados según una determinada lectura y formando parte de una misma escena”. Creo que la ambivalencia de razones y pasiones que agitan y dividen las referencias cruzadas a la Avanzada tiene que ver con lo mismo que señala Pérez

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Villalobos. Por un lado, “la impronta del significante Avanzada brindaba — aún en aquellos que se mantenían a distancia polémica de él— la ilusión de un referente común o de una escena de trabajo, condición indispensable para sostener la vida y mantener una obra en gestación, sobre todo considerando lo que no podemos olvidar: se trata de aquellas vidas y de aquellas obras que se querían no deudoras de cualquier soporte institucional, puesto que toda institución —social y cultural— estaba devastada o intervenida, bajo régimen de excepción”. Aun flota una memoria histórica de las energías vitales que convocaba dicha escena, tal como se percibe en ciertas evocaciones de Filtraciones, independientemente de la relación de afecto o desafecto que cada uno de nosotros terminó sosteniendo con esta cita histórica y biográfica. Creo que el efecto-de-conjunto generado por el recorte de la Escena de Avanzada produjo un efecto nucleador en medio de la desintegración total gracias a “la ilusión de ese referente común” que se preocupó de articular Márgenes e Instituciones. Su contracara no deseada fue que la particularidad de las obras mismas se vio capturada por la hegemonía del referente grupal y subsumida en sus polémicas. Esto de quedarse “tramados según una determinada lectura y formando parte de una misma escena”, la de Márgenes e Instituciones, terminó generando en algunos artistas el efecto sofocante y monótono de una sobre-determinación programática de la que era urgente librarse, tal como lo expresa Eugenio Dittborn en Filtraciones I 27. Hubo que esperar varios años para que las obras de la Avanzada recuperaran especificidad de modalidades e intenciones suficientemente diferenciadas unas de otras, sin la inhibición del temor inicial a fraccionar más allá de la cuenta (exacerbando contradicciones internas) un corpus ya tan precario en su situación de riesgo histórica y política. El “frentismo” de la Avanzada (un frentismo que yo consideré necesario de articular por razones tácticas, micro-territoriales, ya que el trazado y el recorte agrupadores de fragmentos volvían más nítidos los contornos de esa escena inaugural en función de una política de los espacios que, bajo dictadura, tenía que disputar arduamente sus condiciones de visibilidad crítica) no dejó que se leyera bien la singularidad de las varias y heterogéneas prácticas que juntó el libro, al reforzar ejes de convergencia que no le dejaban suficiente espacio a lo

27 Dice Eugenio Dittborn: “Uno tiene la sensación retrospectiva de que Márgenes e Instituciones vino a mostrar algo en el mismo momento de producirlo. A tal punto que las referencias que hoy se hacen desde aquí tienen que ver más con aquello que con las obras; son bailarinas que bailan con las sombras de los bailes de las obras. Bailan y bailarán con esas sombras siempre. Mi trabajo no quería eso para sí mismo. Se resistía a esa especie de homogeneización, de frentismo. Fueron las Pinturas aeropostales las que me permitieron desertar definitivamente de la Escena de Avanzada”. Véase, “Eugenio Dittborn”, Federico Galende, Filtraciones I. Conversaciones sobre arte en Chile. (de los 60’s a los 80’s), Santiago de Chile, Editorial ARCIS/ Cuarto propio, 2010, pp. 139-140.

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A propósito de los entrevistados de Galende en los tres volúmenes de Filtraciones, no puede dejarse de notar que los filósofos son los únicos que comparecen en la página exentos de sexualidad, cuerpo y biografía, sin esquinas ni bares ni ruidos de la calle, sin cotidiano doméstico, como si la respetable abstracción filosófica de la discusión de autores se hiciera para ellos incompatible con las escenas de la vida ordinaria a cuyo recuerdo todos los demás se entregan desde la experiencia vital. Creo que nunca se volvió tan atingente el comentario que hacía Cecilia Sánchez en otro contexto: “Debo señalar que para iniciar mi estudio acerca de la instalación institucional de la filosofía, publicado en 1992 bajo el título, Una disciplina de la distancia. Institucionalización universitaria de los estudios filosóficos en Chile, me dediqué a buscar el testimonio de quienes han ejercido la filosofía en Chile. Desde el comienzo me sorprendió la escasez de reflexión testimonial. Constaté muy rápido que, a diferencia de los literatos e historiadores, los filósofos no relatan sus experiencias ni los avatares de su quehacer. Podría decirse que el tiempo de su pensar, lo que les pasa, tiene las marcas del transcurrir de otra historia”. Cecilia Sánchez, Escenas del cuerpo escindido, Santiago de Chile, Editorial ARCIS/ Cuarto propio, 2005, p. 44.

autónomo de cada propuesta. Me parece que los tres tomos de Filtraciones contribuyen a que se diluyan los lineamientos más idénticos a sí mismos, más programáticos y autorreferenciales de la Avanzada, al jugar con los relieves y contraluces de múltiples personajes y figuraciones que entran y salen del cuadro principal para develar los motivos y digresiones de actuaciones que no habían sido editadas —en sus tramas de experiencias vitales— con tanto lujo de detalles biográficos e históricos28. Con entrevistas que le roban al periodismo la soltura de improvisar preguntas al vuelo, Galende introduce una lengua casi distraída en el corpus archi-teorizado y vigilado de la Avanzada haciendo que el tono relajado de conversaciones sin motivación aparente ni intencionalidad clara desarme el recorte previo que sujetaba la armadura teórico-conceptual de los postulados fundantes. Creo que los tres volúmenes de Filtraciones han tenido un efecto liberador tanto para la Avanzada (gracias a la desclasificación de hablas que provoca Federico con sus preguntas despistadas o bien indiscretas que se salen del típico archivo de la aplicada investigación académica) como para su propio editor. Lo discutimos amistosamente con Galende más de una vez: desde que él llegó a Chile y se encontró con las primeras trazas de un paisaje crítico que tenía muy poco que ver con el medio argentino desde donde venía (un medio en el que la literatura era el referente principal del campo de oposición a la dictadura), le resultó casi indescifrable el hecho de que se le adjudicara a la Escena de Avanzada el mérito de haber redefinido ciertas condiciones de pensamiento crítico en Chile. El trabajo de explorador en búsqueda de pistas e indicios que, detectivescamente, recorre los tres libros de Filtraciones obedeció, en Federico mismo, a la necesidad de averiguar más sobre lo que nunca terminó de entender del todo. Es su desconfianza al respecto, además de su insaciable curiosidad intelectual, la que lo llevó a tratar de ensamblar las evidencias de que la Escena de Avanzada sí fue importante, juntando pruebas que adquieren consistencia para él sólo cuando su demostración pasa a ser compartida por muchos (¡Aunque sospecho que nunca lo abandonó del todo un no-convencimiento personal respecto de la Avanzada!). En todo caso es gracias al tipo de “atención flotante” con el que Galende se desplaza —no selectivamente— por vecindarios de hablas algo caprichosas en sus

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trazados de mapas y paisajes que los tres volúmenes de Filtraciones ofrecen de la Avanzada una imagen distinta a la consagrada por su reputación, llenando la recreación de época(s) de pormenores biográfico-culturales que, sin las salidas de libreto concertadas por el editor, permanecerían indocumentados en sus historiales privados. Con estos tres libros que contienen más de cincuenta entrevistas, Federico sabe ahora mucho más sobre la Avanzada -¡casi demasiado!- que lo que le interesaba realmente saber. Creo que esto le ha dado a él mayor independencia para emprender libremente nuevas búsquedas pensativas e incursiones literarias, habiéndolo librado de lo que él resentía como una tediosa obligación: la de la mención por encargo que exige citar a la Avanzada como aquel password facilitador del ingreso autorizado al circuito académico y crítico de los temas relacionados con memoria, arte y dictadura. Siento que su último libro, Modos de producción29 , sigue un camino mucho más ajustado a sus preocupaciones originales sobre creación, intelectualidad y política. Me gusta como Galende introduce la pregunta, en diálogo con Rancière, por el tiempo “útil” y el tiempo “inútil” (un tiempo desviado creativamente de la productividad normalizadora de las competencias reguladas del mundo social y profesional) en el contexto del Chile del 2011: un contexto que remeció el umbral entre lo individual y lo colectivo y que, además, hizo chocar lo insubordinado de lo político con lo disciplinado-disciplinar de lo académico, tal como lo consigna el mismo Federico quien se refiere al movimiento estudiantil no como objeto de estudio o análisis sino como una fuente de inspiración.30

29 Federico Galende, Modos de producción. Notas sobre arte y trabajo, Santiago de Chile, Palinodia, 2011.

30 Dice Galende en su Prólogo: “Este libro fue pensado tiempo atrás como un conjunto de notas sueltas en torno a la relación entre el arte y el trabajo, entre el trabajo intelectual y el trabajo de los trabajadores, entre una y otra práctica. No fue concebido más que para abrir una discusión general a partir del cruce entre esas prácticas y resulta que su redacción, sin que nadie se lo propusiera, coincidió con un momento inusitado de la vida política del país: el de las luchas y movilizaciones estudiantiles … El libro, dicho de otro modo, fue escrito en paralelo a un acontecimiento que no alcanzó a fijar, en las brechas de tiempo dejadas entre una procesión inusual de marchas y asambleas y coloquios, todas actividades que a la larga tuvieron la gracia (pero también la desdicha) de anexar a estas páginas una pregunta por la necesidad de que existieran. ¿Para qué iban a existir? ¿Para qué se escribe un libro? … Esto quiere decir sencillamente que el problema que este libro se había puesto por delante, recortado como un objeto a ser tomado por las pinzas prudentes de la reflexión académica, la tomó por detrás, obligándolo a pronunciarse también sobre sí mismo o sobre su propia práctica de trabajo. ¿Cómo no hacerlo? ¿Cómo evitar que un trabajo como el de la escritura no se vea erosionado él mismo por las prácticas colectivas que lo entornan?”. Véase, Federico Galende, Modos de producción, op. cit., pp. 11-12.

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Estas son las tapas que corresponden a las dos publicaciones de Márgenes e Instituciones: la de la versión bilingüe que editó Art and Text y Francisco Zegers Editor en 1986; la de la versión corregida y ampliada de Metales Pesados en 2007. La primera reseña crítica que celebró la aparición de Márgenes e Instituciones en el circuito internacional (Art Monthly, 1986) se debe al historiador de arte británico Guy Brett quién siguió profundizando sus contactos artísticos con Chile, analizando con posterior dedicación la obra de Eugenio Dittborn. El segundo comentario estuvo a cargo del intelectual peruano Mirko Lauer en la renombrada revista Hueso Húmero (1986). Ambas menciones internacionales a Márgenes e Instituciones sirvieron para corregir el esquematismo de la visión que, en los primeros años de gritos y silencio de la dictadura, sólo contemplaba el enfrentamiento entre el oficialismo dictatorial y el arte militante de la cultura de protesta. Ambas menciones a Márgenes e Instituciones llamaron la atención internacional sobre la extraña mezcla practicada por la Avanzada entre “la espeleología de la marginalidad” y el “semioticismo elíptico” que le dieron vigor teórico y crítico a “uno de los impulsos creativos más serios y audaces del continente” (M. Lauer).

Fue Sergio Parra quién, junto a Paula Barría, desde la sagaz y vivaz editorial Metales Pesados, me convenció de que los nuevos lectores de Márgenes e Instituciones merecían encontrarse con una versión impresa menos desgastada que la que había circulado durante veinte años en fotocopias. El talento profesional de Paloma Castillo, diseñadora, supo generar un sutil intervalo entre lo parecido (calce) y lo no-idéntico (descalce) de las dos tapas, separando una edición de otra para que se notara el salto de la memoria. Con Sergio Parra, poeta y librero, compartimos desde hace muchos años recuerdos deshilvanados (personales y culturales) que, de a poco, se entretejieron con la intimidad suficiente como para que le diéramos el nombre de amistad a esta secuencia diluida en complicidades varias. La presentación de Márgenes e Instituciones en el Museo Nacional de Bellas Artes (agosto 2007) frente a un público histórico pero, también, frente a una nueva generación de estudiantes, se convirtió para mí en un acontecimiento feliz por varias razones. Entre ellas, cuentan los textos de Carlos Pérez Villallobos y de Gonzalo Díaz quién, al desplegar una sorprendente magia roja al final del acto, se convirtió en un inolvidable prestidigitador de mi recuerdo.

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Carlos Pérez Villalobos, Márgenes e instituciones* Quiero decir: la condición de intriga dramática que el concepto de escena de avanzada mienta, o la condición de escena de trabajo que en su acepción psicoanalítica podemos escuchar, exige una voluntad que la instituya. Y bien, no hay discusión al respecto, Nelly Richard fue, es, la autora, la voluntad gestora de esa constitución de escena, su significante y su trama. Ni más ni tampoco menos. Una constitución de escena —una voluntad de escena— que se vive en la ilusión de su originalidad, que cree —y hace creer— que no es deudora de lenguajes familiares, parece inevitablemente condenada a marcar y remarcar sus ínfulas de infamiliaridad. No es casual que la escritura de Nelly Richard, que transfiere a estos parajes un concepto sobreinflacionado de escritura como trabajo político en la dimensión simbólica, se goce en un manierismo retórico tan inconfundible, que deja su marca en la generación joven que la lee en aquellos años, y cuya metafórica del margen, del corte y del recorte, de la censura, del cuerpo victimizado, etc., pretende, sin despojarse de su vocación analítica, provocar, a la vez, un plus de significación a través de la construcción de un cuerpo escritural saturado y enfático. La escritura de Nelly quiere realizar esa idea de texto —que debemos, entre otros, a Lacan, a Barthes, a Kristeva—, que pretende disolver la diferencia entre discurso teórico y trabajo figural. Yo no fui y no soy —ella lo sabe— el lector más adecuado para tales ejecutorias. Y, sin embargo, comprendo, desde las consideraciones precedentes, su necesidad y su aporte —la apertura, por ejemplo, de un horizonte de lectura y producción en el campo de la teoría del arte ignorado localmente hasta esas fechas. Digámoslo así: la construcción de un nuevo sujeto en el campo que nos concierne. La voluntad de ejercer un modo de lectura en contra de las inercias mercuriales del impresionismo crítico o de la historiografía del arte como hagiografía, o de la retórica del buen gusto, todos esos manierismos que hacían la rudimentaria y escolar lengua del comentario de arte vigente en ese momento (y de la que aún hoy tenemos señales), hace que la escritura de Nelly extreme el énfasis teoricista y anule la separación entre las condiciones de producción que ponen en forma las obras y acciones de arte que esa escritura analiza y objetiva. De modo que el texto muchas veces, entregado a su pulsión político-semiótica, y más bien ajeno a todo escrúpulo hermenéutico, sustituye la lectura del corpus de obra elegido y objetivado con una retórica sobresaturada de atributos

* Presentación de Carlos Pérez Villalobos a la segunda edición de Márgenes e Instituciones, 8 de noviembre 2007, Museo Nacional de Bellas Artes.

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que corresponden más bien al cuerpo social victimizado por la dictadura. Ciertamente esa es la apuesta crítica del libro y, posiblemente, en eso resida su mayor fuerza.

La de Nelly es, por una parte, semiología —esto es, hace visible la información primera pero usualmente inexplícita que recibimos de la construcción material de un signo, de un objeto hablado socialmente, explicita el contenido de su forma diríamos y, entonces, lo artístico es ya una ideología a analizar y no un atributo dado de antemano. Es, por otra parte, sociología, en la cual la producción de arte funciona como síntoma, documento, como caso, en el que se da a leer de modo extremo el contexto social del que la práctica artística formó parte. Acaso, así considerada, la singularidad de las obras se ve defraudada en su pretensión hermenéutica de despedir un mundo singular —un tiempo de trabajo intraducible socialmente. Ese es un riesgo, creo yo, que acecha a un tipo de lectura que acentúe la dimensión política de la obra, como zona de confluencia privilegiada de fuerzas histórico-sociales en lucha, por más que esa reducción se la practique a nivel de procedimientos y operaciones formales (retóricas) y no a nivel del contenido representacional.

En cualquier caso, este libro, sean cuales sean las objeciones que su lectura o su relectura hayan suscitado y, ojalá vuelvan a suscitar, se impone indiscutiblemente como acontecimiento dentro de la historia del arte local.

Nelly Richard es la autora de la Avanzada y el libro cuya reedición presentamos contiene el texto que fundamentó y dio edición final al corpus de prácticas y obras que quedó definido y acaso sesgado bajo ese nombre. La Avanzada se impuso como referencia inomitible para la historia local de las artes visuales.

Es decir: hizo historia. Tal que la enseñanza y la escritura de arte en Chile —en términos historiográficos o críticos— no pudo en adelante sino desarrollarse —en el entusiasmo o en la discordia— considerando a la Avanzada como punto de inflexión fundamental. Y es, creo yo, precisamente eso: la emergencia de una trama de disposiciones —nuevo modo de hacer, de escribir, nueva lectura— a partir de la intromisión repentina de una obra a cuya lengua será traducida la comprensión del pasado y del presente y del porvenir, lo que se nos impone bajo este nombre: acontecimiento.

Por lo demás, la eficacia de este libro ya se comprueba en su capacidad para

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sobrevivir a más de veinte años en que no cesaron los intentos de asesinato y podemos conjeturar que sobrevivirá a todos los que vengan, hasta nuevo aviso, es decir, hasta que otro acontecimiento tan importante como el comentado ponga fin a la larga actualidad abierta por la voluntad performativa de Nelly Richard.

La reedición de Márgenes e Instituciones, podría funcionar como la resucitación de un muerto venerable y el riesgo consiguiente, a saber: que la investidura mítica ganada por la obra quedara rebajada (rebajada como el gris de su nueva portada) al proponerla a una lectura actual, dentro del estado de arte y de lengua teórica vigente. Podría ocurrir sin duda. Sin embargo, la reedición de Márgenes e Instituciones es en verdad una nueva edición, otra edición, otro acto editorial de Nelly Richard en el que otra vez la autora toma la delantera, agregando al final de este nuevo libro el conjunto de lecturas que el texto inicial recibió contemporáneamente, en el contexto de un seminario que se hizo con ocasión de la publicación de 1986. Otra vez, pues, el recurso al archivo sirve para indicar actualmente su irrecuperable actualidad. Así, esta nueva edición devuelve premeditadamente el texto a la historia, es decir, a la trama polémica de su gestación. La actualidad de esta reedición viene propuesta, entre otras cosas, por ese gesto –a mi modo de ver decisivo- de incluir en el libro la actualidad de su recepción primera, de abrir, de sacar del olvido, el archivo de su vida inicial… Así, la reedición nos da ocasión de plantearnos cuestiones complejas de distancias, a saber: la distancia que ese texto inicialmente construye, dentro de su contexto de enunciación, con las prácticas y lenguajes que analiza; la distancia entre ese contexto de producción y el contexto de recepción actual, el cual, en lo que se refiere al campo del arte local, está inaugurado, de modo importante, por la escritura de este libro. La reedición contiene, pues, las lecturas críticas –discretas, reticentes, más bien disfóricas que entusiastas- que el libro recibió antes, diríamos, de su estereotipación mítica. De tal modo, la decisión de reeditar este libro con el agregado fundamental de ese apéndice tiene el mérito de, al revés de reforzar sus ínfulas y confirmar lo consabido, proponerse a la lectura despojado de la imposición canónica.

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Ana Longoni, Nelly Richard y las itinerancias del ejercicio crítico*. Nelly Richard es sin duda una de las más lúcidas e incisivas voces críticas de América Latina. No hace mucho el artista chileno Gonzalo Díaz definió con precisión su figura intelectual “conformada no solo por su indiscutible capacidad teórica y analítica, por su nítida y rápida inteligencia, sino también por la inclaudicable dimensión ética de su trabajo intelectual”. Ella fue quien, durante las hostiles condiciones de la dictadura de Pinochet, articuló el soporte teórico de la llamada Escena de Avanzada, un conjunto disperso de prácticas conceptuales transgresoras, colectivas o individuales, que indagaron (desde las artes visuales, la poesía, la literatura, el cine, el vídeo, etc.) una inquietante reconceptualización del vínculo existente entre arte y política. Justamente la editorial Metales Pesados acaba de reeditar su mítico libro Márgenes e instituciones, cuya primera edición apareció en Australia en 1986 y que, agotado ya hace mucho tiempo, circuló profusamente a lo largo de estos años en borrosas fotocopias y fotocopias de fotocopias. Ese libro es crucial para entender la apuesta crítica de la Escena de Avanzada en oposición a la dictadura, cuando se conformó como subescena local polémica y marginal respecto de las convenciones del “arte comprometido” o de las estéticas testimoniales o de denuncia promovidas desde la izquierda ortodoxa. Como afirma la propia Nelly Richard, “lo que estaba realmente en juego en esa polémica era la cuestión de la “representación” en su doble dimensión “política” y “artística”. Márgenes e instituciones defiende enfáticamente prácticas antirrepresentacionales que conjugan la pulsión estética de los márgenes (y sus imaginarios de lo desintegrado) con una economía política de los signos, en tiempos de violencia y censura, que trabajaba sobre el discurso y las instituciones”. En los años de la transición, Nelly Richard se convirtió en una aguda crítica de la Concertación, en particular por su política de neutralizar las memorias en pugna. El silenciamiento en torno a las denuncias sobre miles de gravísimas violaciones de los derechos humanos cometidas bajo la dictadura se amparó, señala Richard, en un pacto entre redemocratización y neoliberalismo que se asentó en el consenso y el mercado como dispositivos para homogeneizar la sociedad. Siempre en torno al cruce problemático entre arte y política, estética y memoria, sus ensayos conforman un complejo cuerpo teórico a la vez que un artefacto de intervenciones incisivas y polémicas sobre la escena presente. Entre sus

* Ideas recibidas. Un vocabulario para la cultura artística contemporánea, Barcelona, MACBA, 2009

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libros más recientes están: Fracturas de la memoria. Arte y pensamiento crítico (Buenos Aires, 2007), que reúne una selección de textos clave de su itinerario intelectual del último cuarto de siglo. Intervenciones críticas. Arte, cultura, género y política (Belo Horizonte, Editora Universidad Federal de Minas Gerais, 2002), Residuos y metáforas (Santiago de Chile, Cuarto Propio, 1998), La insubordinación de los signos: cambio político, transformaciones culturales y poéticas de la crisis (Santiago de Chile. Cuarto Propio, 1994) y Masculino/ femenino. Prácticas de la diferencia y cultura democrática (Santiago de Chile, Francisco Zegers Editor, 1993).

Desde 1990 (y hasta 2008) dirigió la Revista de Crítica Cultural, que constituyó una persistente y excepcional (en todos los sentidos del término: rara, única y urgente) plataforma de pensamiento y debate sobre teoría crítica. En los últimos años ha trabajado en el ámbito universitario, como directora del Magíster de Estudios Culturales y como vicerrectora de la Universidad ARCIS, en Santiago de Chile. Dentro del ciclo de conferencias sobre palabras clave de la teoría cultural contemporánea, le fue encomendada la tarea de abordar el término “crítica”. En su conferencia se interroga acerca de las capacidades críticas del arte en medio del capitalismo cultural, en un contexto en el que se desdibujan las fronteras del arte, la economía subsume la cultura y se culturaliza la economía.

Richard defiende las revistas culturales —foros de larga tradición en las escenas intelectuales latinoamericanas— por encima de la estrechez de la academia universitaria, como uno de los “escenarios ambulantes” privilegiados del ejercicio crítico. Es posible pensar en ejercicios de crítica como los que ella postula en otros lenguajes, espacios o dispositivos: la existencia de un ciclo como este y en este museo podría ser justamente uno de esos escenarios móviles en constitución. Así como una revista cultural puede aspirar a construir un lector distinto, no formateado, ¿no podemos ampliar esa búsqueda a otros ámbitos, incluso a dispositivos de exposición en un museo? ¿No podemos imaginar otros tránsitos e itinerancias por los entrelugares que postula Nelly Richard: otros modos de localización, posicionamiento, contexto de subjetividades no cautivas, que contribuyan a encontrar los puntos vulnerables y perforables en las mallas de poder?...

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Alberto Abreu, Nelly Richard y la crítica cultural: los nuevos trazados del latinoamericanismo*. Como estas notas son redactadas desde Cuba, comenzaré aludiendo a las especiales coyunturas en las que se produjeron mis primeros encuentros con los textos de Nelly Richard. Fue en los primeros años de la década del noventa dentro del segmento temporal donde han sucedido los cambios más decisivos de la cultura cubana contemporánea.

En las líneas que siguen, me gustaría entrelazar estos tres motivos: 1) la escritura de estas notas, 2) mi descubrimiento y primeros contactos con el pensamiento de la Richard, y 3) la crispada escena cultural en que se produce, por parte de la generación de jóvenes artistas e intelectuales cubanos emergentes, la recepción de sus teorías. El primero no sólo alude al presente como una estrategia de la memoria, o sea, el instante en que la escritura de estas notas se abre a la evocación, lo memorístico, sino que —y esto es lo más significativo— designan un posicionamiento, una determinada localidad crítica y geocultural como destino o consumo de una producción teórica, el lugar donde ésta se refuncionaliza. El segundo (los textos de Nelly Richard) perfila los contornos de ese saber y sus cruciales propuestas teóricas. El tercero nos habla de esta migración teórica y demarca, espacial y temporalmente, su anclaje. O sea, es el relato del nomadismo, del tránsito de la teoría a través de las fronteras; nombra carencias, silencios … insinúa, entre otras ansias, las nuevas apuestas teóricas, pero también designa los procesos que, en los principios de este nuevo milenio, experimentan los materiales teóricos en su circulación transnacional.

Hoy, cuando a propósito de la escritura de este prólogo, tengo la oportunidad de desandar aquellos ensayos leídos, hace más de diez años, de manera casi furtiva y fragmentaria, reproducidos de forma precaria en medio de las privaciones de lo que en Cuba se llamó el Período Especial, en un papel ya escuálido, manoseado de tanto ir y venir de mano en mano. Y cuando logro desde la rica y compleja perspectiva que ofrece el tiempo transcurrido, finalmente, acercarme a Margins and Institutions y a La estratificación de los márgenes, en sus respectivas ediciones primigenias; es decir, en formato libro y en compañía de otros documentos, que recién ahora descubro junto a los cuales, los textos leídos por mí hace años, conforman un solo corpus textual, una

* “Prólogo” a Nelly Richard, Campos cruzados.

Crítica cultural, latinoamericanismo y saberes al borde, selección y edición Alberto Abreu, La Habana, Casa de las Américas, 2009.

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provincia de diálogo, interrogantes, impugnaciones epistemológicas, culturales, políticas, a propósito de la escena de “avanzada” chilena y sus prácticas simbólicas. Pero sobre todo continúa sorprendiéndome, más allá de las especificaciones propias de sus respectivos contextos, las convergencias que se dan entre las propuestas y los presupuestos ideoestéticos que sirven de plataforma a las representaciones simbólicas de la escena de “avanzada” chilena examinados por la autora en este libro, y los que se implementan en el campo cultural cubano durante el período que transcurre entre mediados de la década del ochenta y la segunda mitad del decenio del noventa. Tales intersecciones condicionaron la favorable acogida de la obra de Nelly Richard entre la generación de artistas, escritores y pensadores cubanos emergentes por aquellos años. Me gustaría detenerme en esta convergencia porque ella me permitirá ilustrar uno de los aspectos en que tanto Richard como otros pensadores latinoamericanos han venido insistiendo en relación con el espesor de las tramas locales, los procedimientos de traducción y diseminación a los que dan lugar los viajes de la teoría en América Latina. En el caso cubano, estas textualidades ladinas (para usar un término tan caro a Pablo Oyarzún), sus prácticas y discursos artísticos disidentes no sólo frente a la academia, el canon, sino también frente a la retórica del discurso político, los relatos de la historia oficial. Ellas desmontaron el emblema heterosexual de la nación; releyeron, desde sus pliegues y silencios, las categorías de “lo popular”; introdujeron la noción de texto y discurso; violentaron el panorama y el cauce de la cultura cubana, inmersa todavía en el sopor que quedó tras ese largo y horripilante proceso de dogmatismos, tachaduras y prácticas coercitivas iniciadas a finales del decenio del sesenta, que desde la arbitrariedad de su sistema de disposiciones y regulaciones, corroyeron la política cultural cubana. Período que, en otra parte, he descrito como “la mala hora” del campo cultural revolucionario. Cualquiera de estos escritos reunidos por Richard en los dos libros arriba mencionados pudieran ser suscritos por el discurso sobre lo que entonces se llamó el “nuevo arte cubano”.

Estas revelaciones iniciales tienen el propósito de colocar al futuro lector de este libro frente a una certidumbre: dentro del mapa de producción de conocimiento sobre y desde América Latina (su pluralidad de posturas, discursos y proyectos), la voz de Nelly Richard es, desde hace tiempo, una referencia ineludible...

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Nos encontramos, después de la presentación de mi libro Campos cruzados, crítica cultural, latinoamericanismo y saberes al borde (2009) editado en la colección de los Cincuenta Años de la editorial Casa de las Américas de Cuba, en el legendario hotel Riviera de La Habana. Me acompañan en la foto: Roberto Zurbano, ensayista y crítico cultural, además de director del Fondo Editorial Casa de las Américas; Alberto Abreu, narrador y ensayista, premio Casa de las Américas 2008 y Carmen Gonzales Chacón, poeta, una de las organizadoras del Festival de Poesía de La Habana. La belleza mulata de mis tres acompañantes les arrebata un justo y digno protagonismo corporal a las reglas del hotel que favorecen el turismo, suprimiendo a la negritud de sus decorados artificiales. De todos mis libros, quizás sea este el más singular por las circunstancias que lo acompañan. La selección de los materiales incluidos en su volumen (más de cincuenta textos míos desde los años ochenta hasta hoy, muchos de ellos dispersos o extraviados en fotocopias) estuvo enteramente a cargo de Alberto Abreu. Esta selección se realizó desde la distancia e independientemente de cualquier consulta a la autora. Esto me significó alivio (no verse tentada de corregir o remodelar textos del pasado que ya no convencen) y sorpresa: descubrir las elecciones y predilecciones de un lectorescritor desconocido quién rescató estos materiales chilenos casi residuales pensando en su utilidad para el “debate político cultural cubano de este nuevo milenio” (¡!). A. Abreu advierte en su Prólogo (ya lo había expresado alguna vez Gerardo Mosquera) los parecidos entre la Escena de Avanzada en Chile (su lucha contra el totalitarismo militar pero, también, sus polémicas con las ortodoxias de representación de la izquierda tradicional) y la escena artística cubana de los ochenta, cuyas experimentaciones estéticas iban destinadas a transgredir el canon del oficialismo cultural y político que regía en la isla. ¡Fascinante recorrido este que van trazando las “ideas fuera de lugar” (Roberto Schwarz) en sus fugas y migraciones entre países y regiones!

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Recuerdo, aún emocionada, el ingreso al edificio de la Casa de las Américas donde se realizó la presentación del libro, cuando pude constatar que las vitrinas de biblioteca colgadas en las paredes del salón de conferencia contenían varios originales y fotocopias de textos míos (hasta de los más antiguos), además de tapas y dobles páginas de la Revista de Crítica Cultural. Al repasar las vitrinas con la bibliotecóloga de la Casa de las Américas, ella se mostró orgullosa de sus rescates en papel y de los cuidados manuales (recortes y pegamentos) con los que había manipulado estos textos fotocopiados que, según me contó, habían llegado a mano de sus destinatarios cubanos después de los esforzados viajes en bicicleta realizados dentro de la isla para encontrase con ellos. ¡Todo esto ocurrió en los cincuenta años de aniversario de la Revolución Cubana! Es imposible hablar de Cuba sin acordarse de José Martí leído por el incomparable autor de Desencuentros de la modernidad en América Latina que sigue brillando con luces propias en el paisaje academizado del latinoamericanismo en Estados Unidos: Julio Ramos (belleza de estilo; fuerza pensativa; subjetividad crítica; imaginación política), a quién me unen los pensares y sentires de un diálogo de algún modo ininterrumpido. En la foto tomada en septiembre 2012, en el living de nuestra casa, está Julio Ramos –de paso por Chile– junto con los dos rigurosos interlocutores que sostienen la conversación de este libro: Alejandra Castillo y Miguel Valderrama. De fondo, se alcanza a ver parte de una extraordinaria obra de Eugenio Dittborn (un cuadro de los ochenta anterior a las Pinturas Aeropostales) cuya “naturaleza muerta” hace desfallecer a la mujer de una pareja serigrafiada en la obra frente al pasmoso encuentro de lo natural, lo artificial y lo tecnológico: plumas, charqui, pigmento rojo, cintas de máquina de escribir y negativos fotográficos que, petrificados tras el acrílico, se exhiben como sedimentos desincrustados de animalidad, humanidad, técnica y cultura.

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Alejandra Castillo: En Big Mother, Michel Schneider traza el cuadro de una maternización generalizada de las sociedades occidentales con vistas a restablecer la realidad de lo político, ahora reencontrada en una especie de maternalismo general al que se orientaría la acción política. La coyuntura que traza este cuadro crítico es muy precisa: va de fines de los años sesenta a comienzos del siglo XXI. En la lectura de Schneider, las actuales políticas de género contribuirían a fortalecer un proceso de maternización de la sociedad, ya muy avanzado. Este proceso no solo sería el causante del decline del dogma paterno en las sociedades contemporáneas, sino que daría lugar además a una transformación progresiva de los ciudadanos en “lactantes”, en niños sometidos y ávidos de espectáculos y gratificaciones. Según la lectura de Schneider, la pérdida de autoridad en las sociedades contemporáneas, sería una pérdida de la autoridad paterna. Esta pérdida obedecería a un incremento del poder de la madre, al surgimiento de una sociedad de hijos.

A propósito de las revueltas estudiantiles, y a propósito de Bachelet, algunos comentaristas han querido ver en estas movilizaciones la expresión de un malestar en la ley paterna, un movimiento de hijos de hijos donde el lugar del padre o de la autoridad se encuentra vacío. La memoria del “mayo 68” y la memoria “post-Pinochet” parecen coincidir en una fantasmática que tiene mucho de deseo y amenaza. Así, se nos recuerda que asimilar toda forma de autoridad y de poder a una dominación puede conducir al culto de la irracionalidad y la arbitrariedad; se nos habla de la necesidad de restablecer la ley del padre, de volver a reinscribir la diferencia de los sexos en

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el espacio de lo político (no se puede tenerlo todo, el privilegio de dar la vida y el acceso igualitario a la cosa pública). Ante este tipo de descripciones de las movilizaciones estudiantiles, es lícito preguntarse si la contradicción de las políticas liberales y sociales, que ocupa desde hace ya tiempo el centro de la escena política, no se ha transformado —y fantasmáticamente regulado— en un conflicto psicológico entre padres y madres. ¿Cuál es el trasfondo sociosimbólico que alimenta esta particular retórica de política sexual?

Nelly Richard: Revisando el debate que se dio en torno al libro citado, se evidencia que las tesis de Schneider sobre la sicopatología de la sociedad francesa contemporánea suscitaron adhesión en sectores más bien reaccionarios. ¡Y por algo sucede así! El contexto de análisis de lo que el autor llama un nuevo “malestar en la cultura” toma como referencia a la izquierda de Miterrand para criticar al socialismo y, sobre todo, favorecer a la derecha entonces representada por el presidente Sarkozy. Como bien lo comentas, Schneider diagnostica que el estado asistencial (maternalizante) que defienden los gobiernos social-demócratas enfocados en temas de seguridad y protección sociales, produce una infantilización de los ciudadanos considerada por él como regresiva. Esta acentuación de lo femenino -simbolizada, desde el estado maternal, por la preocupación solidaria hacia el bienestar de los miembros de la comunidad que los sobreprotege sin exigirles nada a cambio- deriva, según algunos, del avance de las reivindicaciones feministas que tuvieron el efecto perjudicial de inhibir lo masculino-paterno, de debilitar el reclamo (viril) de una figuración de autoridad que debe hoy volver a imponer sus reglas en sociedades demasiado liberalizadas por las aspiraciones igualitarias de la democracia sexual. En contra del relajo asistencialista (maternalizante) de los gobiernos del bienestar, Schneider defiende la necesidad de un estado disciplinario que debe volver a identificarse sin culpa con la autoridad de la ley, la no-permisividad y la no-tolerancia; un estado que rehabilite una función paterna que él asocia con el rol de defensa del orden público -expresado a través de las fuerzas armadas, la justicia, la policía, etcéteray que reinstaure la obligación ciudadana de cumplir con deberes en lugar de que la gente pretenda recibir puras satisfacciones sin hacer a cambio ni

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esfuerzos ni sacrificios. Su análisis plantea una identificación (negativa) de la izquierda con lo femenino y una identificación (positiva) de la derecha con lo masculino, para defender un rescate civilizatorio del dogma paterno que debe volver a usar la fuerza de la razón como un límite estricto a la confusión de los afectos y los sentimientos. Desde ya, habría que advertir que el análisis de Schneider reafirma los arquetipos sicologizantes de lo masculino y lo femenino considerados en su naturaleza/esencia, es decir, como núcleos de atributos prefijados e inmutables de los hombres y las mujeres en tanto categorías naturales, regidas por el principio dual de una complementariedad armoniosa de sus propiedades respectivas. El autor ignora deliberadamente cómo la teoría feminista ha desencializado los rasgos y conductas de género para dejar abierta una brecha de separación entre la interioridad femenina del yo sexuado y la posicionalidad móvil de las construcciones de sujeto que desplazan, externamente, el significante “mujer” en un mapa heterogéneo de identidades-en-proceso donde lo genérico-sexual interactúa contingentemente con varios otros vectores de identificación social.

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Schneider levanta la tesis de que las sociedades actuales viven una regresión histórica al haber pasado, celebratoriamente, de la leydel-padre a la no-ley de la madre, dejando así que la omnipotencia de lo materno produzca un déficit de simbolización en las identidades que borra la separación de género. El autor afirma que la totalidad madre/niño -idealizada como la unidad sobreprotectora que sumerge a la sociedad en un régimen maternalizante- conforma una matriz totalitaria cuyo origen fusional indiferencia lo masculino y, por lo tanto, atenta contra la distinción jerárquica necesaria para fundar el ejercicio paterno de la autoridad. La verdad es que, mirado desde América Latina, cuesta identificar lo totalitario con ese totalitarismo fusional madre/niño cuando bien sabemos que lo que sostuvo a los regímenes del terror de las dictaduras del Cono Sur fue la exacerbación fálica del militarismo con la que estas dictaduras quisieron restablecer el orden patriótico (mando y obediencia) frente al caos (disolución anárquica) de la nación. Tampoco las tesis de Schneider se aplican al imaginario cultural de las izquierdas latinoamericanas; un imaginario fuertemente marcado por

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la heroización de lo masculino-patriarcal a través del dogma partidario, de la militancia política y su mandato sacrificial del combatiente. Muy lejos de verse “feminizada”, la izquierda clásica obliteró el tema de la diferencia sexual al hacer que la mujer “compañera” no tuviera otro destino emancipatorio que el de renunciar a sus demandas autónomas para incorporarse al proceso revolucionario y beneficiarse de aquella liberación global que esperaba redimir de sus cadenas de dominación a la clase económico-social de los explotados; una clase cuyas luchas son lideradas por un sujeto universalmasculino que les exige a las mujeres, en nombre del proletariado, subsumir toda particularidad y diferenciación de género en una representación única y última de la libertad humana.1

Ubicándonos ahora en el escenario chileno de la Concertación, el gobernante socialista Ricardo Lagos ha sido destacado, en el registro público-republicano, por la solidez y firmeza de su condición de “estadista” y, temperamentalmente, ha sido acusado de ser mandón y autoritario: atributos todos ellos “masculinos”. Su liderazgo, identificado por muchos como prepotente, tiene bastante poco que ver con lo femenino-protector de la caracterización que hace Schneider de la social-democracia y la izquierda socialista. Sin duda que la figuración de Bachelet es mucho más compleja por cómo se entrelazan en ella lo masculino y lo femenino a partir del dato, inaugural, de que sea una mujer la que asume históricamente la primera magistratura del país; un dato que introdujo en la sociedad chilena la incógnita de saber si una presidenta puede/debe mandar como un hombre (haciendo que lo neutro de lo genérico-universal se exprese imparcialmente en términos no-marcados) o bien como una mujer (recurriendo a un estilo marcado de actuación, que le asigne valor y presencia a la diferenciación de género)2.

1 Con su lucidez de siempre, Julieta Kirkwood nos recuerda que “desde las ideologías de izquierda, la única teoría que permite enfocar a la mujer en un tono político progresista, es la teoría del proletariado. Se trata, eso sí, del término mujer adjetivado por lo popular que, paradojalmente, niega a las mujeres proletarias su presente cotidiano de género en virtud de su futuro como clase”. Julieta Kirkwood, Ser política en Chile, Santiago de Chile, Cuarto Propio, 1990, p. 47.

2 Es una lástima que no haya sido mayor el impulso del feminismo chileno para reflexionar, desde la circunstancia histórica de contar con una mujer presidenta, sobre la desmasculinización del poder como aporte a la reformulación de la democracia. El intento más sistemático de realizar este análisis se encuentra Alessandra Burotto, Carmen Torres (eds.), Y votamos por ella. Michelle Bachelet: miradas feministas, Santiago de Chile, Heinrich Boll Cono Sur, 2010.

Junto con ser una esforzada mujer sola y una capacitada jefa de hogar, hay algo interna y reiteradamente constitutivo en la biografía de Bachelet -ser una obediente hija de militar; ser una disciplinada militante socialista; ser una fiel ministra del presidente Ricardo Lagos- que la coloca del lado de la estructuración del orden, del control y dominio y que, por lo mismo, la ha llevado a convivir sin mayores rebeldías con el eje masculino de

Raquel Olea sitúa la intervención (insuficientemente asumida) que le dirigió el gobierno de Bachelet al feminismo en los siguientes términos: "Tal vez sea esta una oportunidad para el feminismo en el sentido de pensar que ha llegado un tiempo no sólo de poner temas, sino de revisar y resignificar las formas del poder político, llenarlo de signos de corporalidad en mayor desacato con la solemnidad masculina del

poder. Bachelet desformaliza, en sus gestos corporales, en su rostro, mandatos protocolares: es trabajo de la crítica feminista y política simbolizar esos gestos, darles estatuto público y construir su uso y valor, no positivizando ahí una esencia femenina sino pensando en estrategias de poder, historizadas en lo propicio de su circunstancia, para resemantizar y expropiar lo femenino del desprestigio con que el discurso masculino inviste lo que está fuera de sus códigos y formas de comunicaciones … Sin embargo, nuevas preguntas se patentan. La paridad, no olvidemos, puede ser una trampa cuantitativa que sólo refuerce cierta funcionalidad del poder dominante. La feminización del poder es algo más que la presencia de mujeres en los espacios institucionales de la política formal. Es no sólo el ingreso de las diferencias femeninas con estatuto de legitimidad como forma de comportamiento en las esferas sociales, sino la producción de sujetos de valoración simbólica, que debe ser construida en palabras y discursos múltiples. Ese es el trabajo que esta presidencia demanda a las mujeres feministas: pensar y construir discursivamente la diferencia de una forma de hacer política, de formalizar el poder y de ejercerlo, pensar la diferencia no como una esencia sino como formulación de estrategias de desmaculinización de lo social”. Raquel Olea, “Pensar el poder, pensar la diferencia” en revista Debate Feminista N. 35, Méxivo. Pp. 149-150

3 Raquel Olea, “Michelle Bachelet: fases y facetas de su representación política”, Y votamos por ella. Michelle Bachelet: miradas feministas, op. cit., p. 20.

reconocimiento y aplicación del poder, la autoridad y el mando que recorre desde la infancia su memoria familiar y personal. Esta identificación con el orden y la disciplina la ha llevado a convivir sin mayores rebeldías con el eje masculino de reconocimiento y aplicación del poder, con la autoridad y el mando que, desde la infancia, recorren toda su memoria familiar y personal. Esta convivencia íntima de Bachelet con las jerarquías del orden y sus mandatos quizás sirva de trasfondo simbólico para explicar su noresistencia (al menos explícita) a que bajo su gobierno, desde el Ministerio del Interior, se decidiera como medida extrema de fuerza pública, aplicar la Ley Antiterrorista en el conflicto mapuche (2009). Sin embargo, esta identificación masculino-paterna de Bachelet con la ley quedó socialmente recubierta y encubierta por el imaginario tradicional de lo femenino (empatía, sentido práctico, intuición, afectuosidad, capacidad de escucha, etcétera) que la convencionalidad de los roles sexuales deposita en la figura de la mujermadre. Tal como lo señala Raquel Olea, “el machismo de la sociedad chilena no pudo, en cuatro años, disociar su imagen pública de la figura de la madre, enunciando la dificultad en aceptarla como sujeto de identidades plurales”3. Si aceptáramos que Bachelet es un sujeto cruzado por “identidades plurales" que desordenan la simpleza de una identificación naturalizada de la mujer con el referente de lo femenino-materno que la sociedad chilena le adjudicó como resguardo protector, podríamos leer su ejercicio de administración del poder como un juego de seducciones-sediciones que usa tácticamente las identificaciones de género para confundir los estereotipos de lo masculino y lo femenino, llegando incluso hasta la paradoja de una desorientadora combinación performática: desde “la mano en el corazón” hasta el “paso nítidamente marcial de su revisión de tropas”4. Una lectura más pragmática de las irresoluciones de conducta que exhibe su figura señalaría cómo, en Bachelet, el orgullo de ser mujer y la conciencia de género asociados a sus deseos de una mayor democratización de lo político en un camino de igualdades tuvieron finalmente que ceder frente a lo “masculino” de un determinado modelo de administración del poder concertacionista que la presidenta no supo/no pudo librar de la pesada carga de lo heredado que iba asociada a la masculinización de los roles de poder, institucionalización de la política y el acondicionamiento neoliberal de una sociedad regida

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con Nelly Richard por la doctrina económica. El resultado desensamblado de esta incierta combinación de lo masculino con lo femenino expresaría las dificultades y limitaciones enfrentadas por lo nuevo (ser mujer-presidenta y haber querido ser presidenta-ciudadana) frente a lo consolidado y desgastado de la Concertación (la administración de un poder burocratizado) que terminó por imponerle fácticamente a Bachelet sus razones y protocolos. Por un lado, es cierto que Michelle Bachelet tiene el mérito histórico de haber querido aportar a la equidad de género habiendo diseñando, por primera vez, un gabinete paritario en Chile y es también cierto que esta voluntad de querer lograr una mayor igualdad de cargos políticos entre hombres y mujeres marca un antes en el país.5 Lamentablemente, en el primer cambio de gabinete que le tocó realizar a los tres meses de iniciado su gobierno, ella misma desistió –o tuvo que desistir- de lo paritario sin explicación alguna (sin que se produjera, por lo demás, ningún reclamo público de parte de los sectores interesados en este cambio respecto del no-cumplimiento de la “palabra de mujer” que la presidenta había elegido como eslogan de campaña). Otra renuncia: la presidenta lanzó su campaña bajo la consigna horizontal de lo “ciudadano” para renovar y ampliar la participación democrática en contra del elitismo de la clase política pero, tal como tú mismo lo has señalado, “el gobierno de Bachelet da un paso desde una forma política republicana (anclada en la idea de virtud cívica) a una de orden liberal (anclada en la idea de excelencia)”6 que llena de “expertos” a sus famosas Comisiones limitando la inclusión en ellas de las organizaciones de la sociedad civil y que, además, respalda las políticas económicas de corte neoliberal que fueron promovidas desde Hacienda por uno de sus ministros favoritos. Pese a que Bachelet demostró tener una conciencia de género que su liderazgo podría haber instalado como vector de reformas sociales y políticas públicas, ella descartó desde un comienzo incorporar a su programa de gobierno las demandas feministas que amenazaban con poner en jaque el conservadurismo valórico de algunos de sus socios concertacionaistas como la Democracia Cristiana: ¡de la despenalización del aborto, ni hablar! Otro ejemplo de falta de determinación política: si bien Bachelet tendió honestamente a favorecer varias demandas de justicia social, el final de su gobierno dejó sin respuesta a las exigencias de pago de la deuda histórica con

4 Kemy Oyarzún, “Michelle Bachelet o los imbunches de la práctica postdictatorial”, Y votamos por ella, op. cit., p. 77.

5 En un texto leído durante el Seminario Internacional sobre paridad de género y participación política en América Latina y el Caribe, organizado por la CEPAL en octubre de 2006, Michelle Bachelet defendía así los cambios realizados durante el inicio de su gobierno: “Convengamos que es una clara excepción el que una mujer ocupe la primera magistratura de un país… En mi caso, hemos dado un paso tremendamente simbólico y políticamente potente al instaurar el gabinete de ministras y ministros paritario, y mantener dicho principio a nivel de subsecretarios, intendentes regionales y, también, directores de servicios a lo largo de todo el país. A partir de ello, la principal tarea hoy en materia de participación política es ampliar esta paridad al ámbito de los partidos, el parlamento y a los gobiernos municipales”. Sin embargo, pese a las buenas intenciones de la presidenta, el desafío de lo paritario se truncó, las tareas en materia de políticas de género quedaron inconclusas y el potenciamiento simbólico de la voluntad de igualación de género se diluyó políticamente.

6 Alejandra Castillo, Nudos feministas, Santiago de Chile, Palinodia, 2011, p. 85. Según A Castillo: “este paso, a tientas y hasta incierto a veces, producirá: a) la superposición inconexa de diversos regímenes argumentativos de lo político (a veces de corte socialista, a veces de corte republicano y

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otras tantas de corte liberal); b) la confusión y mezcla de retóricas venidas del campo de políticas con otras venidas del campo empresarial; y 3) la descripción/narración de las militancias en tanto trayectorias de político-partidarias o en tanto trayectorias universitarias y/o profesionales”. P. 86

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los profesores y fracasó en comprender la magnitud de la crisis del modelo educativo que delataban las primeras protestas estudiantiles del 2006. Son muchas las contradicciones que Bachelet dejó sin resolver. Realizando un balance programático de los logros y fracasos de su gobierno, tenemos que reconocer que no mejoró las condiciones de ejercicio ciudadano de una real democracia participativa capaz de alzarse en contra de las falsas libertades del mercado. El gobierno de Bachelet sólo logró realizar correcciones al modelo neoliberal que intentaron reparar algunos de sus abusos, pero sin nunca pretender desajustar los alineamientos económicos de aquel modelo ni tampoco cuestionar ideológicamente su racionalidad estructural. Las transformaciones aportadas por su presidencia de gobierno fueron de orden menos político que simbólico-cultural: no fueron demostrativas de cambios profundos en el diseño global de la política y la economía pero sí expresivas de un giro en las imágenes y representaciones de lo social que se vio influenciado por cómo la ocupación de su cargo dejaba vislumbrar una otra relación posible entre mujer, poder y democracia. En cualquier caso, el hecho de haber dejado instalada la pregunta de cómo actúa la perspectiva de género en las estructuras de dominancia ayuda a transformar el sentido común de la democracia, siendo esta una pregunta invisibilizada por la costumbre histórica que tiene lo masculino de apropiarse de la genericidad de lo humano para dominar la representación universal de la política.

La imagen de lo maternal como refugio (protección, seguridad) se fue reforzando hacia el final del gobierno de Bachelet, debido a sus políticas de cobertura social (por ejemplo, la reforma al sistema de pensiones) y, también, a la sensación de que el manejo prudente de Hacienda frente a las incertidumbres de la crisis económica mundial le daban a Chile garantías de menor vulnerabilidad. Pero volviendo a la parte de tu pregunta que se refiere al malestar en la ley paterna al que parecieran asociarse las revueltas, es significativo recordar un episodio ocurrido al comienzo del mandato de Bachelet cuando Chile se enfrentó al dato inédito de contar con una presidenta mujer. Si es que nos fijamos en los impulsos de revuelta y transgresión sociales que se liberaron en el inicio de la presidencia de Bachelet (habiéndose auto-refrenados dichos impulsos durante los

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anteriores gobiernos de la Concertación), pareciera que lo que habitaba clandestinamente el inconsciente social era la clave difusa, inestabilizante, de lo femenino como desborde que se libera cuando aflojan los interdictos sociales de la ley y se descarga la otredad reprimida amenazando la razón práctica con sus potenciales desventuras del sentido. Acordémonos de la primera conmemoración del 11 de septiembre que le tocó presenciar a Bachelet en tanto gobernante, cuando encapuchados protestan en la Plaza de la Constitución. Una vez electa, Bachelet había pronunciado su primer discurso presidencial en marzo 2006 desde el balcón de La Moneda, vestida de blanco, es decir, encarnando subliminalmente la reminiscencia, en su doble condición de socialista y de médica, de la figura del presidente Salvador Allende quien había muerto en dicho palacio bombardeado. La continuidad de una memoria de izquierda doblemente ritualizada por Bachelet como cita histórica que debería haber sido considerada más sacra que nunca, se vio agredida durante la primera conmemoración del 11 de septiembre de su gobierno por un grupo de encapuchados que lanzó una bomba molotov contra la sede presidencial. ¿Por qué ocurría bajo el mandato de una presidenta mujer, médica y socialista al igual que el presidente mártir Salvador Allende, además de haber sido víctima en carne propia de los abusos de la dictadura, lo que no había ocurrido en ninguna de las anteriores conmemoraciones del 11 de septiembre desde el final del régimen militar? No parece suficiente la explicación de que haya predominado la permisividad de lo femenino por sobre la autoridad de lo masculino que, en el caso de los gobernantes hombres de la Concertación, habría tenido mayor capacidad para hacer respetar estrictamente el orden público. Si de imágenes y representaciones imaginarias se trata, es como si el significante “mujer” hubiese desatado una ruptura clandestina del marco de contención simbólico-masculino que controla la identidad-Una y el consenso, liberando la fuerza “semiótico-pulsional” (femenina) de lo que Kristeva identifica con el inconsciente de la “revuelta”7: la descarga de negatividad heterogénea que expresa su rechazo asimbólico contra todo lo que se identifica con el lazo comunitario, el contrato político, el pacto social y el orden jurídico-constitucional. La bomba molotov tirada a La Moneda con Bachelet de presidenta (2006) fue el aviso detonante de que la

7 Julia Kristeva, Sentido y sinsentido de la revuelta. Literatura y psicoanálisis, Santiago de Chile, Cuarto Propio, 1999.

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pulsión heterogénea de lo semiótico-pulsional (liberada caóticamente por lo femenino cuando un signo “mujer” desequilibra el formato masculino de homologación a lo Uno que fija el consenso dominante como molde de asimilación uniforme) podía llegar a rebelarse contra las estructuras del orden fetichizadas por la normativa política de una democracia formal en patente -aunque no declarada- crisis de representación. La bomba molotov tirada a La Moneda en septiembre 2006 dejaba en claro, sin que nadie hubiese entonces recogido la señal, que ni siquiera la memoria ritualizada de las víctimas de la dictadura iba a quedar a salvo del reviente anti-sistema que, a través de los encapuchados, detonó una pulsión disociativa (antiintegradora) de lo social: una pulsión que se vio luego reprimida y censurada en nombre de la simbología convencional de lo femenino-materno que la sociedad asoció protectoramente al mandato de Bachelet, para tratar de conjurar con ella las explosiones salvajes que amenazan con pulverizar anárquicamente el equilibrio normativo de la razón político-institucional.

Es una coincidencia llamativa que, cuatro años después, Bachelet haya concluido su mandato viendo cómo el discurso institucionalizante de “la memoria como reconciliación” que ella pronunció en la inauguración del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos en enero 2010 fuera nuevamente agredido por otro arranque de disidencia política: el reclamo de dos activistas mujeres (Catalina Catrileo y Ana Vergara Toledo) que interrumpieron el discurso presidencial con un llamado de atención sobre la memoria excluida del dirigente mapuche asesinado, Matías Catrileo, cuya muerte la justicia de su gobierno había dejado pendiente. Recordemos que Michelle Bachelet encarnó el “fin de la transición” que, alegóricamente, diseñó el presidente Ricardo Lagos al colocarla a ella, víctima de la dictadura, al mando del Ministerio de la Defensa como símbolo de reconciliación del país con las Fuerzas Armadas. Sin embargo, esta misma memoria institucional encarnada por Bachelet que inauguró oficialmente el Museo de la Memoria con su libreto normalizador de un relato unificado del pasado fue cuestionada públicamente por dos mujeres activistas -¿coincidencia de género?- que mencionaban indirectamente otro hecho: la reivindicación demasiado presidencialista del Museo de la Memoria como iniciativa personal de la jefa de gobierno que dejó casi afuera de su discurso inaugural

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IV. POLÍTICA

a los organismos de Derechos Humanos (integrados mayoritariamente por mujeres) que, pese a haber luchado sin cesar por la justicia en Chile, no tuvieron la participación que se merecían en la elaboración del proyecto del Museo. Así como ocurrió al inicio de su gobierno, el término del mandato presidencial de Bachelet con esta inauguración del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos fue violentado por la explosión de memoria rebelde de una fracción residual de negatividad social inintegrable a la sutura de la historia. Se produjo un nuevo arrebato de la memoria insatisfecha que rechazaba la narrativa ceremonial del pasado y atacaba el consenso oficialista de la transición, nadie llegara a sospechar aún que lo latente-reprimido de los conflictos ocultos que sintomatizaban estos arrebatos contra-institucionales iba a expresarse después con toda la fuerza de dislocación que alcanzaron durante el 2011.

¿Qué pasa hoy con la eventual candidatura de Bachelet? Habría que preguntarse por el significado de una de sus estrategias predilectas, la de guardar silencio, como una maniobra que habitualmente coloca a lo femenino del lado —mítico— del secreto y del enigma. Puede ser que, frente a las incomodidades del juego de autoridad entre lo masculino y lo femenino que Bachelet como presidenta tuvo que sortear astutamente, la táctica del guardar silencio fuese muchas veces el único recurso disponible para no poner en crisis el juego de poder(es) cuya ambivalencia le sirve para transitar intersticialmente por los caminos simbólicos y administrativos de la política institucional. Esta ambivalencia entre lo masculino y lo femenino del estilo de gobierno de Bachelet entró en precisa correlación con las incomodidades de una transición democrática que la presidenta estuvo dispuesta a querer renovar con ciertos aires de cambio cuando ya se encontraba agotado el modelo concertacionista que la sostenía. Bachelet encarnó las incertidumbres del entrar y salir de un marco en el que coexistieron lo mismo (el peso de lo repetido) y lo otro (el deseo de lo diferente) con muy poco margen de desplazamiento y alternancia para que lograra predominar el cambio. La circunstancia histórica de un doble e incierto trance (masculino / femenino, transición / postransición) podría explicar el "guardar reserva" que solía ocupar Bachelet como un subterfugio destinado a encubrir lo no-resuelto

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Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

8 Dice R. Barthes “El mito está constituido por la pérdida de la cualidad histórica de las cosas: las cosas pierden en él el recuerdo de su construcción. El mundo entra al lenguaje como una relación dialéctica de actividades, de actos humanos; sale del mito como un cuadro armonioso de esencias. Se ha operado una prestidigitación que trastoca lo real, lo vacía de historia y lo llena de naturaleza. La función del mito es eliminar lo real”. Roland Barthes, Mitologías, México, Siglo XXI Editores, 1980. P. 238.

9 Max Colodro asocia la identificación casi religiosa del culto bacheletista al rito mariano: “Un reciente artículo del Financial Times afirma que Michelle Bachelet es lo más cercano que hoy tenemos los chilenos a una «santa viviente»: idealización virginal e intocable, proyección de todas nuestras esperanzas llevadas hasta el altar de la adoración. Un mito que sin duda resume la carga de emocionalidad que simboliza su figura y que la tiene en la actualidad con enormes posibilidades de volver a sentarse en el trono celestial. Diversos estudios de antropología cultural explican la devoción de los pueblos de

de una conjunción de términos contradictorios que, debido a estas mismas contradicciones, es mejor dejar en suspenso. Algo parecido en materia de indefiniciones sucede hoy cuando Bachelet guarda silencio durante tanto tiempo sobre su futura candidatura presidencial. Si reubicamos esta maniobra del silencio en el entramado masculino-femenino de los juegos de género y poder, es interesante constatar que este silencio femenino –auratizado por la distancia geográfica en la que se encuentra (Nueva York) y la autoridad de un cargo de alta responsabilidad internacional (el de Directora Ejecutiva de ONU Mujeres) que mantiene a Bachelet doblemente lejana, casi inaccesibletenga a todos los dirigentes masculinos de la Concertación (de)pendientes de algún indicio suyo que pueda ser descifrado e interpretado por ellos en un lenguaje reconocible. Esta podría ser la secreta venganza de Bachelet en respuesta a la desconfianza expresada hacia ella por los dirigentes hombres de los partidos concertacionistas que siempre trataron de controlar el manejo de su destino político quitándole autonomía de decisiones. Mientras ella no entregue señales explícitas respecto de cuáles son sus intenciones, el silencio de Bachelet se vuelve desesperadamente impenetrable por los dirigentes políticos que se encuentran cautivos del hermetismo de una mujer, obligados a leer entre líneas el texto oculto de sus misivas, ciegamente envueltos en una tarea de desciframiento oracular. Lo inalcanzable de la figura de la ex presidenta (mutismo y lejanía) contribuye a que su figura haya adquirido la simbolicidad del mito, tal como lo definía Roland Barthes en sus célebres Mitologías: una construcción en la que el sentido deviene forma mediante un proceso de abstracción que inmoviliza dicha construcción, la congela fuera-del-tiempo, vaciándola de real histórico, es decir, de realidad y de historia, para dejarla flotar como una sublimación.8 La invocación ritual a Bachelet como futura candidata, además de apelar a las virtudes mágicas de quién llegaría a resolver lo irresoluble, detiene el curso del acontecer idealizando su imagen en un tiempo estático; abstrayendo y substrayendo su figura de toda contingencia histórico-política para que ella sobrevuele la coyuntura sin tener que mezclarse con su mundanal ruido.9 Volver a Chile y opinar sobre el acontecer, sumergirse en los debates de actualidad política, terminaría con el “mito” en el sentido de hacer descender su figura olímpica desde la idealidad que trasciende lo mundano hacia lo terrenal de un

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POLÍTICA

campo de enfrentamientos y disputas hegemónicas (partiendo por la crisis interna de la Concertación) en el que deberá intervenir polémicamente. Puede ser que la maniobra de guardar silencio de Bachelet sobre su futura candidatura presidencial y sobre los dilemas del país todavía le sirva para acompañar la confusa situación que vive su propia coalición, introduciendo una espera que le permite ganar tiempo en términos de cálculo político. Sin embargo, pareciera que este guardar silencio como marca sigilosa de un reservarse la opinión frente a las encrucijadas de lo social y lo político tiene sus días contados.10 La repolitización de lo social de la que dan cuenta las movilizaciones del 2011 y 2012 debería tener por efecto intensificar la disputa entre proyectos de sociedad que, muy lejos de la retórica de los consensos –encarnada por la Bachelet concertacionista- que había sido diseñada para atenuar los desacuerdos entre extremos a favor de lo negociado como término medio, requieren hoy de lo contrario, es decir, de un contraste de alta intensidad entre las opciones en juego para que sus enfrentamientos de posturas revitalicen una sociedad a la que ya no le basta con dejarse llevar por el pragmatismo de las razones electoralistas de cada sector. El estilo constreñido de Bachelet que le sirvió para disimular la tensión entre acomodos y desacomodos (genérico-sexuales y políticoideológicos) en una coyuntura diluida en sus tiempos y modos de variación histórica por la marca estacionaria de la transición, ya no parece acorde con las urgencias de que “lo político como antagonismo”11 le sirva de fuerza de agitación democrática a la izquierda.

América Latina por María, «la madre» del redentor, seno natal y acogedor en el cual una cultura mestizada a la fuerza pudo proyectar sus anhelos de origen y de seguridad identitaria. En efecto, el fervor mariano ha sido una constante en nuestra historia continental, y no faltan ocasiones en que vuelve a encarnarse en un personaje del presente.", Max Colodro, “Santa viviente” en el diario La Segunda, 9 de octubre 2012. 166

Habría que preguntarse bien a qué se debe el alto respaldo de popularidad que, en las encuestas, sigue favoreciendo a Bachelet como candidata presidencial para el 2014 pese a su nulo pronunciamiento sobre el futuro de Chile y tomando en cuenta, además, la paradoja de que la misma opinión pública que la favorece a ella como futura candidata es la que apoya mayoritariamente las demandas en contra del modelo político-económico cuya continuidad neoliberal garantizó la administración concertacionista, incluyendo su ex-gobierno. La constelación nebulosa que hoy irradia el significante “Bachelet” condensa una ambigüedad de sentidos difícil de desentrañar en medio del “conflicto psicológico entre padres y madres” a

10 Una de las razones, no la única ni la principal, es que este silencio de Bachelet que varios leen como táctico -un silencio distante que le evita contaminarse con el deterioro de la política y que alarga los plazos para que se despejen las confusiones interpartidarias de su coalición- podría terminar perjudicando su imagen pública si es que su prolongación excesiva concluye en una negativa final a ser candidata, ya que se la culpará entonces de haber perjudicado las otras candidaturas de su mismo bloque hoy trabadas por su indefinición personal. El silencio como arma puede convertirse en trampa y castigo. En el caso de que acepte ser candidata, el exceso de prudencia de su silencio demasiado prolongado va a sonar a comodidad frente a la determinación de quienes -los demás candidatos- tuvieran la valentía de arriesgar posturas y marcar definiciones en el debate sobre democracia.

11 Chantal Mouffe, “Por una política de identidad democrática”, Prácticas artísticas y democracia agonista, Barcelona, Museo d’Art Contemporani de Barcelona, 2007, pp. 11-23.

Crítica

que aludes. Pudiera ser que lo que impregna las preferencias por Bachelet a nivel de opinión pública sea la identificación del signo “mujer” con el mundo sensible de los “afectos” (emociones, sentimientos), en una reacción de contraste simbólico con lo insensible de la marca empresarial del gobierno gerencial de Sebastián Piñera (cálculos, intereses) cuya tecnocracia terminó generando en la sociedad el deseo de contraponer lo subjetivoexperiencial (femenino) a lo objetivo-racional (masculino). Cuando lo común-comunitario se ve sacrificado por la compulsión privatizadora de una economía de mercado que deja en el abandono a quienes, sumergidos en su masiva producción de desigualdades sociales, no rinden lo suficiente en la competencia del éxito y la ganancia, la disposición anímica de la sociedad puede volcarse hacia los “afectos” de lo femenino para rehumanizar lo que deshumanizó la tecnicidad de lo político-administrativo reparando lazos de identidad compartida. El imaginario simbólico-cultural de Chile parecería estar confusamente dividido entre, por un lado, la precipitación de la crisis que afecta aquellas representaciones del orden establecido que se creían seguras y, por otro, un cierto temor inconfeso a la inseguridad identitaria que esto conlleva, sobre todo cuando el marco estructurante de la ley del padre que rige orgánicamente las afiliaciones en bloque (los partidos políticos) cede frente a la disgregación de las pertenencias tradicionales, a las junturas parciales de identidades discontinuas (los nuevos movimientos sociales y los colectivos informales). Pese a las ventajas de su popularidad mediática y la defensa política con que la Concertación releva su figura, debo confesar que no me interpreta políticamente la candidatura de Bachelet como figura presidenciable para el 2014. Es difícil suponer que ella podría zafarse de quienes siguen representando a una Concertación descompuesta que parece más interesada en recuperar el poder de estado como una nueva oportunidad político-administrativa de volver a ser gobierno que en desafiarse a sí misma como oposición para no sólo renovar sino que innovar modos modos de hacer-pensar lo social que impulsen algún tipo de revolución democrática. No siento que existan razones suficientes para confiar en que la figura de Bachelet estará a la altura de las circunstancias, sobre todo si debe conjugar lo que hoy parece inconjugable: un programa que, por lado, integrará en su coalición de gobierno a partidos divididos frente al análisis crítico de su propio

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IV. POLÍTICA

pasado (¿qué rescatar de la herencia concertacionista y de qué arrepentirse?), en sus diagnósticos de presente (¿cómo responder a los cuestionamientos que les han formulado los movimientos sociales a las dirigencias políticas?) y en sus orientaciones de futuro (¿en qué dirección y a qué velocidad hacer girar los cambios del sistema?) y, por otro, deberá interpretar la sensibilidad de los colectivos organizados que consideran que estos mismos partidos se han visto desbordados por las energías sociales que ya no logran atraer ni convocar. Pienso que las fuerzas que hoy tratan de rearticularse como izquierda(s) no deberían apresurarse en su deseo de ser gobierno: la confusión es grande y no ha habido rigor ni creatividad suficientes en la reflexión crítica sobre la tensa relación entre la institucionalidad política y los desbordes insurgentes de la acción política. No ha transcurrido el tiempo necesario para reunir lo disgregado en una confluencia que no sea la mera sumatoria de lo ya conocido sino la oportunidad de emergencia de algo desconocido que sorprenda y entusiasme, dotando a la palabra "izquierda" de significados inventivos.

Miguel Valderrama: Las movilizaciones del llamado “mayo chileno” han puesto en el centro del debate político el tema de la igualdad. Sin embargo, más allá de la aparente claridad de la demanda estudiantil, se observa una cierta confusión al momento de explicar la compleja dinámica que subyace a la protesta social. Para analistas como Eugenio Tironi, lo que define básicamente el actual carácter de la protesta es que no puede ser evaluada desde la experiencia del pasado, porque es resultado de fenómenos que jamás conocieron las generaciones anteriores. En sus palabras, las actuales movilizaciones estudiantiles responden a una nueva situación de normalidad social. Si la vieja normalidad de Chile estaba constituida por fenómenos como la escasez, la ignorancia y el autoritarismo, la nueva normalidad está estructurada en torno a la masificación de fenómenos como la prosperidad, la escolaridad y la democracia. Ante estos fenómenos, la autoridad de las generaciones pasadas ya no resulta válida, pues no pueden invocar lo que han vivido para comprender las movilizaciones y demandas de “la revolución de los nietos”. Siguiendo las tesis de los “valores postmateriales” y de la revolución del país de los quince mil dólares per cápita, Tironi concluye que la lógica que anima la protesta social es más cultural que económica.

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12 Patricio Meller, Universitarios, ¡el problema no es el lucro, es el mercado!, Santiago de Chile, Udbar editores, 2011, p. 104.

Por otro lado, economistas como Patricio Meller advierten en la protesta estudiantil una especie de revuelta ilustrada contra el “mito de la escalera” que incita la comprensión del mundo de una sociedad como la chilena. Según la lógica de este mito, cada individuo ocupa un determinado peldaño de la escalera el cual está determinado por la cuna. Este sitio no es fácilmente modificable. En consecuencia, el mito justifica el status quo y la inmovilidad. Para Meller, el “mito de la escalera” es propio de sociedades orales que confunden modernidad con eficiencia técnica. Dejar atrás este mito, avanzar a una cultura plural y crítica, requiere, en opinión de Meller, una reforma política y educacional cuyo objetivo central no sea otro que “aprender a leer libros”. “En el censo chileno de población de 2003 —observa Meller— no hay ninguna pregunta sobre el número de libros que hay en la casa o el número de libros que leen las personas; en cambio, hay numerosas preguntas respecto del número y tipo de distintos electrodomésticos. El mensaje es claro: en Chile los electrodomésticos importan y los libros no”12. En síntesis, se podría decir que según esta perspectiva el reclamo por la igualdad que agitan las actuales movilizaciones estudiantiles sería un reclamo por la igualdad de las inteligencias, sería un reclamo por la consolidación de una modernidad política en cuanto modernidad literaria.

Ahora bien, a pesar del énfasis cultural que comparten los análisis de Tironi y Meller, no deja de llamar la atención el enorme contraste de sus diagnósticos. Pues, si para uno las revueltas estudiantiles son propias de sociedades hipermodernizadas, expresiones de una sociedad del siglo XXI, para el otro estas revueltas expresan una voluntad de contestar y transformar los utillajes mentales de una cultura oral propia de una sociedad que aún no ha salido del siglo XIX. Tomando como índice estos y otros análisis culturales, ¿cuál es tu lectura de la lógica y el trasfondo de las actuales movilizaciones estudiantiles?

Nelly Richard: La verdad es que ninguna de estas líneas de argumentos me resulta demasiado inspiradora para entrar en los nudos de complejidades que puso en escena el conflicto estudiantil del 2011 en Chile. Eugenio Tironi hizo referencia a los parecidos entre la revuelta estudiantil chilena con lo

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ocurrido en Mayo 68 en Francia, insistiendo en la dimensión “más cultural que económica” de su alcance. Efectivamente, Mayo 68 reventó como una crisis general de malestar e insatisfacción en medio del conformismo de una Francia de la prosperidad y la quietud, desencadenándose una protesta estudiantil y una huelga multitudinaria que lograron armar una coalición de distintos frentes de lucha (estudiantiles, políticos, sindicales) en contra de la rigidez de las estructuras que defendía el poder establecido a nivel del estado, de las instituciones políticas, religiosas y sociales pero, también, a nivel cotidiano de las relaciones laborales, familiares, sexuales, etcétera. En este sentido, Mayo 68 encarnó una revuelta social y cultural que se reclamó de lo autónomo y lo comunitario, de lo participativo, en contra de la vida institucional y de sus múltiples formas de control y burocratización de las relaciones de sociedad. En este sentido, Mayo 68 encarnó una revuelta social y cultural que se reclamó de lo autónomo y lo comunitario, de lo participativo, en contra de la vida institucional y de sus múltiples formas de control y burocratización de las relaciones de sociedad. Mayo 68 materializó la consigna de que “todo es político” al llevar los cuestionamientos del poder a estilos de vida, hábitos de trabajo, construcciones de la familia, equipamientos urbanos, prácticas de saber y diagramas subjetivos. No sólo remeció completamente el sistema educativo y el dispositivo gubernamental de la Francia del General De Gaulle. La gestualidad utópico-contestataria de Mayo 68 se desplegó mucho más allá de lo que Althusser designaba como “aparatos ideológicos de estado”, para abarcar las zonas expandidas de las relaciones cotidianas y los proyectos existenciales. Mayo 68 fue capaz de conjugar lo que Félix Guattari llamaba “las luchas de interés” (las que reclaman derechos sociales, económicos, políticos, sindicales, etcétera) con “las luchas de deseo” (aquellas otras que buscan impulsar, emancipatoriamente, mutaciones de la subjetividad individual y colectiva). Recordemos que toda esta subversión generalizada del orden establecido tenía como una de sus principales fuentes inspiradoras a Guy Debord y su crítica teórica de la sociedad: La sociedad del espectáculo (1967) traslada los planteamientos radicales de la Internacional Situacionista —surgidos de un collage entre vanguardias estéticas (el dadaísmo, el surrealismo) y revolución proletaria (el marxismo, el anarquismo)— al desmontaje de la explotación

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Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

13 Michel de Certeau, La toma de la palabra y otros escritos políticos , México, Universidad Iberoamericana, 1995

socio-económica que administra el capitalismo basado en la estandarización del consumo de masas. El implacable análisis de Debord que sedujo a los estudiantes de mayo 68 exhibía el modo en que las nuevas sociedades postindustriales gobiernan lo social ya no a través de la producción sino del consumo, convirtiendo al tiempo libre –y su paréntesis del ocio y la diversión- en un recurso de sometimiento de las mentes al fetichismo de la mercancía con su ideología del espectáculo en tanto “relación social mediada por imágenes”. Es cierto que Mayo 68 no acabó con las formaciones de poder sino que, al revés, pasó a ser el objeto posterior de una verdadera revolución contra-ideológica liderada por las fuerzas restauradoras de la autoridad y la moral en Francia. Así quedó demostrado en el directo llamado de Nicolás Sarkosy, en su primera campaña presidencial, a “liquidar” la herencia de Mayo 68 cuyo reclamo libertario fue considerado nefasto por el conservadurismo filosófico y político de derecha. Pese a no haber triunfado como “revolución política”, Mayo 68 pasó a marcar la “ruptura instauradora” que brillantemente analizó Michel de Certeau.13 Mayo 68 hizo explotar los contratos simbólicos que rigen lo impensado de una sociedad tal como este impensado se expresa en los valores, creencias, símbolos, discursos y actitudes que dicha sociedad toma por naturales y transparentes debido al trabajo invisible de las ideologías culturales (dominación capitalista y mercantilización de la sociedad) que rigen, sus ordenamientos de mundos.

14 Ibid., pp. 30-32.

Quizás lo más poderoso del conflicto estudiantil del 2011 radique, siguiendo la huella de lo que retraza De Certeau con motivo de Mayo 68 (“invalidar las herramientas mentales elaboradas en función de una estabilidad”; “atacar la credibilidad de un lenguaje social”; “hacer posible un nuevo poder donde reinaba el sentimiento de la impotencia”14), en la capacidad que tuvo el movimiento chileno para desocultar un régimen de comprensión normalizada de lo social que el auge neoliberal de la transición parecía haber declarado inexpugnable en sus fundamentos políticos y económicos. El despertar crítico que activó el movimiento estudiantil chileno en una sociedad que parecía ya resignada a no discutir los lenguajes impuestos por la hegemonía neoliberal (el consumismo de bienes y servicios; la relación costo-beneficio que premia los afanes de ganancia del mercado)

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POLÍTICA

se tradujo en “crear posibilidades relativas a imposibilidades admitidas hasta entonces y no dilucidadas”15. De ahí la revelación de conciencia que dibujó horizontes de cambio hasta entonces no vislumbrados colectivamente en Chile para traspasarle a lo social, gracias a la movilización estudiantil del 2011, una nueva potencia de transformación crítica que se atrevió a cuestionar las evidencias de lo dado que nos habían familiarizado con la inevitabilidad del cálculo como medida (rentable) de todas las cosas.

15 Ibid., p. 35. 172

Puede dimensionarse como una verdadera ruptura simbólica el haber logrado que el término “gratuidad” (“fin del lucro”) irrumpiera con fuerza y vigencia en un universo socio-político cuyo lenguaje dominante tenía borrada de su memoria cualquier reminiscencia no funcional a los arreglos del mercado. El movimiento estudiantil logró que un término silenciado durante años (“gratuidad”) se rebelara contra la predominancia de intereses del liberalismo económico y sus mecanismos generalizados de compra-venta, volviendo a instalarse de pleno en la escena pública, recobrando en ella validez y consonancia, para cuestionar a así la legitimidad de los repertorios en uso: unos repertorios asociados a la mercantilización de la vida social que subordina la gratificación de los sentidos a la multiplicación del capital. El movimiento estudiantil consiguió que volviera a ser pronunciado colectivamente un término que se había vuelto impronunciable desde los tiempos del sueño igualitario de la ENU durante la Unidad Popular (la “educación gratuita"), modificando así el repertorio de las palabras disponibles para nombrar formas de concebir el mundo que se declaran contrarias a las que controla empresarialmente la funcionalización económica de lo social. Filtrándose expansivamente en el discurso de la sociedad chilena cuando ya nadie lo creía posible, la palabra “gratuidad” logró desocultar, por la nitidez de su contraposición semántica, las maniobras encubiertas que llevaron el diseño político de la transición a asociar la matriz técnico-financiera de su gestión de intereses al régimen lucrativo de la propiedad privada y la libertad de comercio. La brecha simbólica que abrió la rebelión de los estudiantes chilenos a partir de las protestas del 2011 resquebrajó los moldes de interpretación de lo social que la democracia neoliberal les había transmitido a sus sujetos dóciles para que

se resignaran a sólo usar los vocabularios instalados (los de la renta, la deuda y el cobro) para referirse mezquinamente a sus desempeños de existencia.

Una primera gran victoria simbólica del movimiento estudiantil chileno consiste en haber desnaturalizado una configuración político-económica de lo social que, bajo la regla del crecimiento y del desarrollo modernizador, impuso su conteo mercantilista como único rango de evaluación del bienestar individual y colectivo.

Te refieres, también, al análisis de Patricio Meller que pide que lean más libros en recuperación de una valoración ilustrada del saber, para mejorar la capacidad formativa de los estudiantes.16 Pero lo grueso de las observaciones de Meller se centra en que los problemas educacionales se resuelven garantizando una suficiente cobertura universitaria, fijando sistemas diferenciados de aranceles, implementando una mejor regulación del sistema, etcétera. Subrayemos de paso que, desde el inicio del conflicto estudiantil, los problemas de la educación son hablados por distintos léxicos en choque que nos revelan que las opuestas visiones de mundo que dividen a la sociedad se expresan siempre a través de regímenes discursivos que les dan cuerpo y representación verbales a sus ideologías de lo social. Uno de los efectos de habla dominante que trata de imponerse en el abordaje del problema de la educación es el técnico, para sectorializar a toda costa la demanda estudiantil en el campo educativo y evitar así que sus reclamos anti-neoliberales se desborden hacia otras esferas de reivindicación que resulten menos controlables en sus aspiraciones de cambio general de las estructuras políticas. Lo “técnico” busca darle solución al problema de la educación en una versión power point cuyas ecuaciones (números, índices, cuadros) pertenecen todas ellas al registro instrumental de lo medible, lo planificable y lo administrable. Es el registro predilecto del gobierno técnico-empresarial de Piñera pero, también lo es de los distintos expertos en educación que ensayan fórmulas para racionalizar las eventuales soluciones a la crisis educativa en Chile tratando de distinguir lo viable de lo inviable, lo eficiente de lo ineficiente, a fuerza de políticas burocráticas y asignaciones de recursos que sólo se rigen por el manejo de lo factible. Otro control de habla que rodeó el conflicto es aquel que intentó sacarlo del desorden de

16 Patricio Meller, Universitarios, ¡el problema no es el libro, es el mercado!, Santiago de Chile, Udbar editores, 2011. 173

IV.

las calles donde ocurren las protestas ciudadanas trasladándolo al registro de la política para hacer prevalecer ahí las razones por sobre las pasiones, los aparatos de mediación institucional por sobre el espontaneismo de las asambleas, en la búsqueda de consensos parciales entre extremos que son llamados a converger para que la sensatez de ciertos acuerdos medianos (administrativamente gestionables) logre equilibrar el paroxismo del “todo” o “nada” que exacerba el enfrentamiento no-mediado de los contrarios cuando dicho enfrentamiento se desata por fuera de las instituciones. Estos dos registros de habla, el técnico y el político-institucional, tienen como oculto trasfondo la contienda de lo ideológico ya que el lema de la “gratuidad” que surge en torno a la educación como sinónimo de igualdad y justicia sociales, es decir, de más y mejor democracia para todos, hizo ingresar de contrabando al debate político-nacional una radical crítica anticapitalista que terminó planteando una reforma constitucional, mecanismos plebiscitarios y una Asamblea Constituyente.

Se habla eufemísticamente de la búsqueda de un “diálogo” entre los estudiantes y el gobierno, cuando la realidad del conflicto tiene la forma manifiesta de un “emplazamiento”: obligar al otro a pronunciarse sobre los términos de referencia (“gratuidad”, “fin al lucro”) instalados por quienes, los estudiantes, tomaron la iniciativa de fijar el marco discursivo de las palabras que nombran el conflicto. ¿Es razonable pensar que un gobierno de derecha se esforzará en solucionar un conflicto que, tal como está formulado en la amplitud de sus reclamos contra la democracia vigente y su tramado económico-político, le significaría a este gobierno renunciar a las doctrinas y creencias, es decir, a la ideología, que consagra su propia identidad neoliberal? Por supuesto que no. ¿Significa esto que deberá leerse como derrota del movimiento estudiantil el no conseguimiento de respuestas de parte del aparato político a las más estructurales de sus demandas que atañen a la profundidad de la crisis de la democracia? No lo creo, porque más allá de la finalidad de los resultados de mediano o largo alcance en materia de reformas educativas, el movimiento estudiantil logró que después de años de silencio cómplice en torno a las desigualdades y exclusiones del mercado, se alteraran los sentidos comunes de un orden que se vio

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Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

17 N Lechner escribía: “La política implica la utopía, justamente por excluirla como objetivo posible. Sólo por referencia a un ideal imposible, podemos delimitar lo posible. Es decir, no podemos pensar lo que es posible, sino dentro de una reflexión sobre lo imposible. No hay “realismo político” sin utopía”. Norbert Lechner. Obras escogidas I. Santiago, LOM, 2006. P. 170

enteramente trastocado en sus bases normalizadoras por cómo se hicieron flagrantes los abusos del mercado amparados por la conjunción entre auge neoliberal y democracia no-participativa a la que se había acostumbrado con demasiado relajo la sociedad chilena. El movimiento estudiantil logró que se reconociera públicamente en Chile tanto la legitimidad de lo demandado (el fin de la explotación por la vía del consumo neoliberal de quienes se ven diariamente capturados por las trampas crediticias de la bancarización de los servicios) como de los demandantes ( nuevos dirigentes que han repolitizado lo social fuera de los aparatos establecidos, instalando en el centro del debate nacional las preguntas por el tipo de democracia que hace falta).

Existe siempre el temor de que la acumulación de energías protestatarias, movilizadas en/desde la calle por los movimientos sociales, pase a ser pura dispersión de fuerzas por no saber calcular bien el umbral entre ganancia y pérdida. Pero no siempre existe una frontera nítida para juzgar la relevancia de ciertas luchas según el cálculo de victoria-derrota, éxito-fracaso, de la política convencional. El movimiento estudiantil alcanzó a empujar los “límites de lo posible” (entendiendo lo "posible" como lo calculado: lo que toma en cuenta las limitaciones de una situación dada para lograr un efecto de transformación acotado) hacia lo “ilimitado del deseo” (querer más y más, empujando las fronteras de lo realistamente conseguible) con todo lo que esta ilimitación contiene de utópico.17 Las idas y vueltas de lo que puede considerarse como avance o retroceso en el desarrollo del conflicto estudiantil del 2011 en Chile subrayan la tensión entre lo deseable, lo posible y lo imposible como una tensión que hizo girar los horizontes de expectativas en direcciones llenas de incertidumbres de un modo que había sido previamente cancelado por las rutinas burocráticoadministrativas de la política institucional de la transición. El solo hecho de que la educación sea hoy prioritaria en el debate nacional y que las reformas tributarias y constitucionales demandadas por los estudiantes desde los inicios del conflicto estudiantil se hayan vuelto temas obligados frente a los cuales deberán pronunciarse necesariamente las candidaturas presidenciales del 2014, demuestra hasta donde el movimiento estudiantil logró torcer el marco regular del orden establecido, volviendo plausible (y deseable) lo

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que obliteraba lo consensuado por dicho orden: las luchas autónomas por configuraciones de mundos alternativas a lo dictaminado por las relaciones económicas y sociales selladas por la hegemonía neoliberal. La ocurrencia del conflicto estudiantil sacudió el terreno de enunciación que moldea el espacio público en Chile (voces, actores y mensajes) precisamente por su no-renuncia a la tensión -aparentemente contradictoria- entre lo posible, lo deseable y lo imposible.

Volvamos al comienzo de esta respuesta. Michel de Certeau, al reflexionar sobre la importancia de Mayo 68 en Francia, hablaba de “revolución simbólica” para mostrar cómo la subversiva irrupción de lo nodicho en una sociedad dada (los contenidos de lo censurado que permanecen latentes en tanto verdad no expresada por los poderes dominantes) socava la autoridad, desestructura los pactos ocultos, trastorna las significaciones establecidas, combate las figuraciones del orden al expandir el mundo de los posibles que activan la imaginación crítica. Creo que esto consiguió el movimiento estudiantil del 2011. ¿Basta conformarse con que la revolución de este movimiento estudiantil sea sólo simbólica, abdicando de la posibilidad de que llegue a transformar las prácticas de lo social n un sentido que no sea sólo figurativo sino también realizativo? No, y entonces viene la difícil pregunta de cuáles son las mediaciones que deberán ser agenciadas para que la fuerza innovadora del conflicto estudiantil y su ataque ideológico al símbolo neoliberal del “lucro” logren fortalecer una conciencia de izquierda, sin dejarse instrumentalizar por la política tradicional que, trata de acomodar los contenidos moderándolos con transcripciones aceptables que restan autonomía a las formas de expresión más rupturistas. ¡Complejo desafío! Yo creo que el movimiento estudiantil debe ser capaz de formular diversas gramáticas de intervención político-sociales en planos y secuencias de temporalidad cuyos ritmos de acción varían según los “momentos”18 que deciden del agrupamiento o enfrentamiento de las identidades en juego. Sabemos que no todo puede ser puro acontecimiento y disrupción del orden: la organización de lo político no puede descansar en una temporalidad solamente irruptiva. Hay tiempos más largos y meditados de consolidación, de agregación e integración plurales de los sujetos y discursos para que se

18 J. Ranciére entiende por “momento” lo siguiente: “Un momento político ocurre cuando la temporalidad del consenso es interrumpida, cuando una fuerza es capaz de actualizar la imaginación de la comunidad que está comprometida allí y de oponerle otra configuración de la relación de cada uno con todos. La política no necesita barricadas para existir. Pero sí necesita que una manera de describir la situación común y de contar a sus participantes se oponga a otra y que se oponga significativamente. También es por ello que sólo existe en determinados momentos; esto no quiere decir que se dé mediante destellos fugitivos sino mediante la construcción de escenas de dissensus”. Jacques Ranciére, Momentos políticos, Buenos Aires, Capital Intelectual, 2010. P. 11.

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Estoy de acuerdo con Sergio Grez cuando plantea que la articulación del movimientoe estudiantil pasa por "superar ciertas concepciones que de manera dispersa pero persistente se han difundido en el último tiempo. Las principales y más perniciosas de estas ideas podrían sintetizarse en las siguientes proposiciones: “Vivimos un período pre revolucionario, por ende nuestra política debe ser maximalista e intransigente. Los movimientos sociales no deben participar en el juego político institucional, tienen que construir su propio espacio de poder lejos del Estado, en lo posible ignorándolo...Los partidos políticos no son necesarios -ni ahora ni más tardedesde el momento en que las ‘bases ciudadanas’ ejercen su soberanía”... No obstante su seductora retórica anti-sistema, este discurso oculta debilidades e incongruencias ...El enclaustramiento en quiméricos 'falansterios',... tejiendo pacientemente la tela de su micro 'poder' de espalda a las mediaciones y conflictos de la política realmente existente, ignorando el Estado y las correlaciones de fuerza entre los actores sociales y políticos, es un espejismo que sólo puede sembrar derrotas y generar impotencia en sus seguidores. Su único horizonte es la esterilidad política y el cultivo de una eterna rebeldía que no puede transformarse en poder efectivo. Para evitar ese callejón sin salida, conservando su autonomía, los movimientos sociales pueden y deben abrirse al juego de la política, procurando generar sus propios instrumentos políticos so pena de verse obligados a retirarse a las áridas tierras de la Utopía fundamentalista o a delegar en otros la representación de sus intereses". Sergio Grez, Le Monde Diplomatique, Santiago de Chile, enero-febrero 2012, p. 7.

estabilicen ciertos planos de convergencia entre acciones y metas, voluntades y objetivos, series y enlaces de conjunto que superan la exaltación combativa de lo discontinuo que se vive en la calle. Para expandir el potencial de transformación del reclamo universitario hacia el resto de la sociedad, debe contemplarse que no todo puede ser siempre guerra, movilización y enfrentamientos callejeros. El “no” de la protesta estudiantil levantado callejeramente es una elocuente manifestación de oposición y resistencia ciudadanas al actual sistema educativo y a la sociedad de mercado de la que depende, pero es insuficiente como arquitectura para diseñar modos de articulación-traducción entre sitios y posiciones que deben incluir variados puntos de antagonismos sociales pero, también, de negociación política. Estas articulaciones y traducciones van desde los aparatos ya formados (asociaciones, sindicatos, organizaciones, partidos) y los poderes establecidos (el Estado y sus aparatos ejecutivos y legislativos) hasta los colectivos en gestación, pasando por las instituciones a transformar (entre ellas, las universitarias). Sin esta transversalidad de ubicaciones y registros, el movimiento estudiantil se repliega en la ficción del autogobierno que hace reinar su plena soberanía en el interior de las asambleas pero que lo desvincula, anti-políticamente, de los diversos segmentos de composición de lo social, lo público y lo institucional que se entrelazan heterogéneamente en su exterior.19 Creo que esto lo ha entendido la dirigencia del movimiento estudiantil cuando decidió multiplicar sus escenarios de actuación cruzando distintos mapas al mismo tiempo: la calle (ahí donde se recupera el espacio público en la demostración unitaria de una fuerza colectiva); los sindicatos, las agrupaciones gremiales y sociales (la CUT; el Colegio de Profesores, etcétera); el escenario parlamentario (la presentación televisada –con alta sintonía de audiencia- de los dirigentes estudiantiles que expusieron sus planteamientos e informaron de sus propuestas a la Comisión de Educación del Senado); las instituciones y organismos internacionales (las invitaciones de la OCDE, la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, el Parlamento europeo); el aparato de gobierno (las reuniones con ministros de S. Piñera) y las representaciones políticas (el diálogo con dirigentes de partidos); los medios de comunicación (la irrupción de dirigentes estudiantiles en un set televisivo de UCV (Universidad Católica de Valparaíso) para leer un

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comunicado sobre el movimiento durante la transmisión en vivo de un noticiario), tal como ocurrió entre los meses de agosto y octubre de 2011. Hubo ahí inteligencia estratégica en combinar varias plataformas de intervención que juegan con distintas escalas de lo político, lo público, lo institucional, lo social, lo comunicativo y lo comunitario para atravesarlas no sólo con los temas del conflicto estudiantil sino con el reclamo democrático -multiplicativo y distributivo- de que se colectivicen las tribunas de enunciación de las voces en desacuerdo y se diversifiquen las tablas neutralizadas a diario por el cerco de los medios de prensa e información. Por un lado es necesario que el movimiento estudiantil expanda hacia afuera los sentidos de su combate en contra del “lucro en la educación” como símbolo de la sociedad de mercado, haciendo que ese potencial anti-neoliberal contagie la mayor diversidad de organizaciones y territorios (institucionales y no institucionales), combinando alternativas de respuestas y propuestas -constituidas y constituyentes- que, para lograr afectarse unas a otras, no deben excluirse mutuamente. Pero, por otro lado, yo también aspiraría a que este cuestionamiento anti-neoliberal interpele —hacia adentro— a las universidades y sus académicos para requerir de ellos un necesario debate sobre el deterioro de la misión crítica de la universidad en una etapa globalizada de mercantilización del conocimiento y de instrumentalización de los saberes. Existe también un “capitalismo académico”20 –cuya fórmula es la “universidad empresa” 21‒ que gobierna actualmente el mundo educativo con sus requerimientos derivados de la tecnocracia empresarial para someterlo a la productividad del mercado y despojar así a lo universitario de todo espesor crítico-reflexivo. Las fórmulas que adopta este “capitalismo académico” son conocidas, aunque insuficientemente reflexionadas y discutidas por el propio movimiento estudiantil: la estimación de los méritos y competencias técnico-profesionales en función del “rendimiento” como criterio meramente cuantitativo; los “convenios de desempeño” que miden la eficiencia sólo como prueba de adaptabilidad del conocimiento a las demandas externas de la empresa y la industria; la defensa de la “excelencia” como unidad de valor auto-referida a la tecnicidad de un sistema burocrático que borra de su definición abstracta (supuestamente “universal”) cualquier contexto histórico-político de referencia y aplicación locales; la

20 Para una reflexión contundente sobre los efectos de este “capitalismo académico”, Edu-Factory y Universidad Nómada (eds.), La Universidad en conflicto. Capturas y fugas en el mercado global del saber, Madrid, Traficantes de sueños, 2010. Ver también: Descampado. Ensayos sobre las contiendas universitarias. Editores. Raúl Rodríguez Freire y Andrés Maximiliano Tello. Santiago, Sangría, 2012.

21 La extensión de la cita se justifica por la claridad con la que identifica varios rasgos distintivos de este nuevo tipo de universidades: “Llamamos universidad-empresa a la transformación de la universidad que es resultado de su incorporación a los circuitos empresariales y mercantiles de la sociedad capitalista actual. Algunos rasgos esenciales son. 1) Incorporar la dinámica universitaria, tanto a nivel de investigación como de docencia, al tejido económico productivo. .. Al respecto, hace tiempo ya que los fondos para investigación en ciencias sociales y en humanidades son muy escasos… El hecho de que no reciban

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la misma atención no se debe a su escasa relevancia, sino a la ausencia de empresas interesadas en rentabilizar estos conocimientos. La sinergia entre universidad y empresa no consiste en un encuentro entre dos instituciones diferenciadas, sino en la supeditación de la dinámica universitaria al objetivo económico de rentabilizar los conocimientos adquiridos, vendiéndolos a los potenciales interesados y privilegiando los intereses de las empresas activas en los campos respectivos… El objetivo de la formación es producir mercancías “cognitivas” adaptadas al mercado o formar trabajadores cualificados , también para el mercado… 2) Esta dinámica se extiende al trato que reciben los propios usuarios, es decir los estudiantes y/o jóvenes investigadores. Se les anima a que conciban su formación como un “capital cultural” del que pondrán disponer en un trabajo futuro, algo así como una inversión: el joven invierte en su formación y esa inversión le dará réditos en el futuro… Dado, por otra parte, que los estudios suelen ser caros, los estudiantes o sus familias se endeudan para poder pagarlos, lo que aumenta todavía más la denominada financiarización. Se entiende por tal el fenómeno, tan extendido en las sociedades capitalistas, que hace que los compradores tengan que acudir a la deuda para financiar sus compras, lo que supone un notable negocio financiero para las entidades bancarias.

3) La estructura gerencial de la empresa se traslada a la universidad, haciendo recaer los cargos de

empresarialización del sistema organizativo de las universidades con un modelo gerencial que hace recaer en las unidades de gestión el peso de las decisiones de corte economicista que prevalecen en desmedro del rol académico-institucional de los órganos colegiados; el culto a la tecnología como fetiche de las sociedades de la información y del conocimiento que se valen de su rapidez de uso y fluidez de circulación para adaptarla a las dinámicas del mercado aumentando, de paso, la precarización de la situación laboral de los académicos; la finalización aplicada de los proyectos investigativos según modelos de conversión práctica que anulan la dimensión inquieta del pensar a favor de lo medible y verificable de saberes operativos; los sistemas de indexación de textos y revistas cuyos parámetros científicosociales basados en la objetividad de la prueba desconfían del ensayismo crítico que, en el campo de las humanidades, se asocia a un pensamiento de la incertidumbre; la imposición del inglés como lengua universal de la globalización académica (del “mercado global de la educación”), etcétera. Me parece que el movimiento estudiantil debería también ser capaz de generar un amplio debate académico-universitario sobre las políticas de acreditación que, hasta el momento, sólo han sido mencionadas públicamente para requerir de ellas mecanismos e instrumentos destinados a garantizar la “calidad” cuando lo que realmente se necesita es discutir con rigor y vigor la complicidad estructural que se arma entre esta noción de “calidad” (una noción falsamente desideologizada por la engañosa demostración de la neutra tecnicidad de sus instrumentos) que promueve el mercado universitario y la tecnocratización de una universidad orientada a satisfacer, productivistamente, las exigencias neoliberales del mundo de las empresas y los negocios. No sé si ya no es demasiado tarde, porque este “capitalismo académico” avanza en distintas latitudes a pasos agigantados contando con la pasividad o la resignación nuestra, sin que hayamos logrado armar todavía un frente de resistencia universitaria latinoamericana, pese a que todas las universidades del continente están siendo invadidas por estas policías de lo cuantitativo que premian la performatividad de las competencias y su remunerabilidad en el mercado según los estándares internacionales de la academia norteamericana en expansión global.22 No podemos renunciar así no más a la reflexión creativa sobre las disciplinas, la elaboración de nuevos

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saberes fronterizos y un rediseño político-intelectual de las prácticas críticas que se atreva a imaginar “instituciones paradójicas”23.

Resulta complicado medir bien lo ocurrido con el movimiento estudiantil durante el 2012. El ministro Beyer ha tenido la astucia suficiente –en su condición de “experto” en educación- para dejar instalado lo “técnico” como un ámbito de respuestas aseguradas que va a corregir aquellos desequilibrios e irregularidades del sistema de educación superior que la opinión pública que respalda al movimiento estudiantil detectó como inadmisibles, enviando proyectos de ley que remedian parcialmente algunas de las falencias más ostensiblemente reprochables de dicho sistema como los referidos a la rebaja de las tasas de créditos y su desbancarización, la ampliación de las becas, la reformulación de la CNA (Comisión Nacional de Acreditación), etcétera. Frente a los abusos de mercado que fomentan el “lucro” en desmedro de la seriedad de los contenidos educativos, el Ministerio de Educación ha sabido instalar el verosímil de las agencias de aseguramiento de la “calidad”, desplazando así la demanda de "gratuidad" que ha sido progresivamente borrada del vocabulario de la derecha que hoy asume sin pudor que ese objetivo no es parte del ideario de la Alianza (y es mejor contar con esa franqueza para disipar el equívoco de que las demandas estudiantiles -cuyo objetivo consiste, precisamente, en interpelar los supuestos ideológicos de la derecha-, se resolverían con la simple disposición del gobierno a avanzar técnicamente en el diálogo educativo). Parece que ya nadie se atreve a rechazar, y menos los expertos en educación, la idea de una Superintendencia de la Educación como instancia controladora y fiscalizadora de los mecanismos que deberán evitar o castigar los abusos sin que la pregunta de qué entender por “calidad” o "excelencia" académica se perfile todavía como asunto de un debate público que alerte sobre la creciente tecnocratización de la misión universitaria. Sin poder adivinar lo que nos depara el futuro, pareciera que durante el 2012 nos encontramos desorientados, en la fase postraumática de una temporalidad social que no terminó de reencontrarse consigo misma después del ciclo agitativo del 2011 y las energías dislocadoras de su exceso de intensidades y choques. A la CONFECH (Confederación de Estudiantes de Chile) le ha costado

dirección en personal externo, al estilo de un gerente de empresa, estableciendo criterios de rentabilidad para la concesión de plazas y financiación…

4) Esta tendencia se refuerza en la medida en que el único criterio a tener en cuenta es el cálculo económico… Dado que el conocimiento es tratado como un bien mercantil, los procedimientos evaluadores de la calidad mercantil deben ponerse en funcionamiento, proliferando las agencias de calidad, los rankings, etcétera. De ahí que la figura de la universidad-empresa sea inseparable de la constitución de un “mercado del conocimiento”, de la configuración subjetiva del trabajador cognitivo propio de de este tipo de capitalismo”. Montserrat Galcerán , “La educación en el centro del conflicto” en La Universidad en conflicto. Op. Cit. Pp. 15-19

22 Sería interesante sacar lecciones de algunas experiencias europeas que se opusieron enérgicamente al Proceso de Bolonia, conectando ese rechazo con los diversos territorios de una conflictividad social más amplia, que volvieron exitosas las movilizaciones de rechazo a las actuales formas de valorización capitalista. Ver: “Mercantilización y precarización del conocimiento: el proceso de Bolonia” de Xulio Ferreiro Baamonde y “Laboratorios de autoformación, universidades anómalas, nuevas universidades” de Tomás Herrero en La Universidad en conflicto. Coincido con Pablo Cottet en que es necesario dar la batalla por “la urgente ampliación del mercado de las publicaciones indexadas, monopolio de elites que bien podría ser

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desbancado, como ocurrió con el copyright cuando surgieron redes para liberar derechos de autor bajo modalidades copyleft (véase el caso de Creative Commons)”. Pablo Cottet, “Contra el imperialismo de los indicadores de “productividad académica””, revista Extremo Occidente N. 1, Santiago, noviembre 2010. P. 16.

23 “Nos vemos confrontados con la novedad radical de los comportamientos políticos contemporáneos, puesto que hacen emerger la oposición, el antagonismo, entre dos tipos de instituciones: las instituciones que crean y reproducen el modelo, el patrón, la medida de una mayoría, y las instituciones que crean las condiciones de la política como experimentación… El devenir implica también la constitución de lo que podemos nombrar, utilizando un término general, “instituciones”, y que no es preciso identificar con las del poder constituido. En efecto, se trata de instituciones paradójicas, puesto que deben ser tan inestables, agrietadas, excéntricas, fracturadas, como los devenires que deben favorecer”. Véase, Mauricio Lazzarato, Políticas del acontecimiento, Buenos Aires, Tinta Limón, 2006, pp. 195-194.

24 En esta reorientación, el movimiento estudiantil debe tomar en cuenta que ha mejorado la capacidad de respuesta (técnica y política) de los adversarios –el gobierno– y que, además, se ha modificado el entorno de una opinión pública que dice simpatizar mayoritariamente con

reorientar un curso de discusión y acción colectivas que se escape de la simple repetición de lo anterior para traducir lo que permanece insatisfecho a nuevos lenguajes cuestionadores y propositivos a la vez.24 Mientras tanto, la realidad de la educación como “servicio” avanza mucho más allá de la figura ya evidenciada del “lucro”, sin que un real debate crítico se proponga desentrañar la magnitud de los cambios generados por la “universidadempresa” que ha traspasado ampliamente las fronteras entre lo “privado” (universidades privadas) y lo “público” (universidades públicas o estatales) con sus avances tecnocratizadores y mercantilizadores del conocimiento.25

Contra estos preocupantes avances, tampoco se trata de restituir la ilusión (en tiempo pasado) de una universidad autónoma y soberana tal como la evoca la nostalgia republicana de la universidad estatal como un centro de irradiación del conocimiento universal a la que sigue adherida una cierta visión universitaria convencional.26 Ya se ha derrumbado este modelo de autoridad y jerarquía del saber universitario que garantizaba la canonicidad de las disciplinas y debemos, más bien, desplegar nuestra inventiva en tramar diálogos de intramuros y extramuros que experimenten con nuevas formas tácticas de ocupar diversos territorios (universidad y sociedad) para mapear conceptos de transformación crítica de las relaciones entre la creación, el pensamiento y la acción colectiva.

Alejandra Castillo: Si toda política estética implica siempre una coreografía, esto es, las maneras en que los cuerpos se (auto)exponen en el espacio de lo común, bien podría ser dicho que la “performance” es el modo en que la política estudiantil se ha venido manifestado en los últimos años en Chile. ¿Qué opinas de esta peculiar forma de tramar acción, política y reclamo igualitario? Y, por último, insistiendo todavía en el concepto de “parodia”, ¿de qué modo, el carácter “no tradicional” de la performance desestabilizaría al discurso/práctica de la política izquierda tradicional?

Nelly Richard: Tu pregunta nos instalaría en la línea de reflexión abierta por Jacques Ranciére acerca del reparto de lo sensible en las fronteras entre lo político y lo estético; de la conformación de la experiencia social a través de las formas de sentir y decir que marcan la ubicación de los sujetos, la

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posición de los cuerpos, la distribución de los roles y la enunciación de las voces en el litigio, siempre abierto, en torno al significado igualitario de la democracia. El conflicto estudiantil ocupó las calles como principal espacio de visibilidad de la acción colectiva, haciendo una demostración de comunidad (ser-en-común; estar juntos) a la que ya no estábamos acostumbrados desde hace tiempo. La calle fue el escenario donde el movimiento de los estudiantes llevó sus reclamos desprivatizadores por la igualdad, la equidad, la participación y la justicia a hacer que lo “público” volviera a ser –igualitariamente- de todos. Esta demostración de comunidad se manifestó efervescentemente a través de los cuerpos y sus movimientos, sus estéticas, sus políticas y sus eróticas. Al transitar por Alameda, por las “anchas alamedas” cuya cita histórica a Salvador Allende explicitó como recuerdo el movimiento estudiantil del 2011, las marchas dejaron insinuada como trasfondo la pregunta de cuáles son los desplazamientos más notorios transcurridos entre el ayer y el hoy: entre, por un lado, el pasado de una corporalidad obrera de los representantes del Pueblo que ocupaban las calles durante las concentraciones de la Unidad Popular orgullosos de una conciencia de clase que los empujaba a defender su rol en la historia hasta las últimas consecuencias y, por otro, el presente de una ciudadanía que recién viene despertando de más de veinte años de silenciosas maniobras de desmovilización pública, sin que sepamos bien todavía hasta donde su fuerza de interpelación político-social va a ser capaz de re-movilizar colectivos que ya no responden, como antes, a una única bandera de lucha (la clase; el partido) sino a movedizas constelaciones de intereses y reivindicaciones de derechos mucho más parcializadas y dispersas en sus ubicaciones de identidad. ¿Mediante qué alteraciones de códigos nos confiesan los cuerpos de hoy reunidos en las marchas estudiantiles que lo “popular” ha perdido la consistencia mítica de aquella macro-referencia que durante la revolución socialista le confería al Pueblo (obreros y campesinos, pobladores) su monumentalidad histórica? ¿Qué diferencia de significados instalar entre lo social, lo político, lo ciudadano y lo masivo cuando se ha remodelado la esfera pública bajo los efectos de una mediatización comunicativa que sustituye las formas sólidas de representación y participación tradicionales por diluidas redes de conectividad global? Las fachas y las pintas, la indumentaria,

los “contenidos” de los reclamos estudiantiles pero no con la “forma” (marchas y tomas) por cómo la violencia fuera-de-control que termina invadiendo ruidosamente las escenas selectivamente filmadas por las cámaras televisivas le roba un dudoso protagonismo a la legitimidad de la demanda educativa.

25 Corroborando el avasallamiento de las reglas tecnocratizadoras y mercantilizadoras en la educación y la sociedad, debe mencionarse la iniciativa –anunciada en agosto 2012- del actual Ministro de Economía Pablo Longueira (UDI) de trasladar CONICYT (Comisión Nacional de Ciencia y Tecnología) desde el Ministerio de Educación a su propia cartera, bajo el pretexto de que la investigación debe estar al servicio de la “modernización y competitividad de las estructuras productivas”. Más allá del rechazo a esa medida de parte de la comunidad académica (Rectores, profesores e investigadores), dicho proyecto de ley enviado al parlamento amerita la atención pública ya que consagra un modelo de “desarrollo” enteramente determinado por el criterio economicista que lo traduce todo a rentabilidad y crecimiento bajo las imposiciones del mercado. En el caso de la investigación, no cuesta mucho adivinar que ese modelo privilegia el utilitarismo de los conocimientos aplicados con fines prácticos y de inserción competitiva en el mercado de las empresas, castigando a las ciencias sociales, el arte y las humanidades que, desde la reflexión, la creación y el pensamiento ofrecen alternativas de comprensión y reelaboración críticas –no instrumentales- de lo real.

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Crítica
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26 Coincido con lo que plantean Raúl Rodríguez Freire y Andrés Maximiliano Tello en su lúcido Prólogo al libro Descampado. Ensayos sobre las condiciones universitarias.: “Las universidades en su accionar global y local ya no pueden seguir siendo consideradas simplemente espacios autónomos del saber, centros privilegiados del progreso del pueblo, instituciones hegemónicas de la clase dominante o aparatos ideológicos del Estado. En su (co)incidencia con el mercado, la crisis de la universidad es también la crisis de nuestra capacidad analítica para definir cuál debería ser su lugar” (P. 22). Uno de los méritos de la selección de ensayos que contiene este libro es que “abre el espectro de la discusión, centrado principalmente en la recuperación de la educación pública, sin considerar muchas veces las mutaciones –tanto locales como globales- que han acontecido en los últimos treinta años, mutaciones que hacen imposible el retorno a la universidad que conocieron las generaciones anteriores” (Pp 22-23).

los estilos y las gestualidades, las actitudes y los comportamientos que protestan hoy en las marchas ciudadanas muestran que el actual repertorio de las posiciones de clase habla un idioma mucho más ecléctico en sus segmentaciones y combinaciones de identidades que aquel que simbolizaba épicamente lo “popular” durante los años sesenta en América Latina. Esto se vuelve aún más notorio cuando la que desfila en Plaza Italia o en Nuñoa es una “clase media” escindida por el brutal desajuste entre aspiraciones (querer más) y deudas (tener menos) que instaló el multicrédito de consumo; una “clase media” cuyos deseos de movilidad social se han vuelto ataduras de vida y frustraciones existenciales debido a la tiranía esclavizante de cómo el tiempo y el espacio, entre otras facultades vitales, están siendo diariamente gestionados por los departamentos de venta de las empresas, las agencias de publicidad y las oficinas de encuestadores.

En especial las marchas del 2011 anexaron cuerpos, poses y máscaras en inéditos desfiles: desde la estricta compostura de los secundarios vestidos con un uniforme escolar que se re-reviste de politicidad por cómo se proyecta en él la admirable lucha en los liceos de la que fueron incansables protagonistas, hasta la revoltura del Che de los Gays que usurpó el escudo republicano de la Escuela Pública como símbolo cómplice para ajustar políticamente su desarreglo travesti. Muchos comentarios en torno a las marchas estudiantiles del 2011 subrayaron el carácter performático y carnavalesco (la teatralidad de ciertas puestas en escena lúdicas; lo parodiante y comediante de varias alegorías callejeras; lo satírico de carros y personajes) como rasgos que introdujeron una novedad de estilo en las acostumbradas marchas políticas. Estos rasgos más teatrales y festivos de las protestas estudiantiles del 2011 pudieron ser leídos como el recurso táctico a un tipo de espectacularidad callejera cuyos aires de fieta van destinados a desuniformar la tradicional marcha política alineada tras gritos y consignas monótonas con la juguetona plasticidad de lo artístico, para conquistar la simpatía de la opinión pública ofreciendo el ingenio creativo como contrapunto a las imágenes de la violencia destructiva que usa el gobierno como excusa para recurrir desmedidamente a la fuerza policial. Lo sabemos desde Bajtin: lo carnavalesco, con su sátira deformante de lo que vuelve

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irrisorias las representaciones y personajes consagrados, tiene la virtud de burlar la escala de valores dominante ironizando con sus autoridades. Y en este sentido, lo carnavalesco en las marchas estudiantiles del 2011 tuvo el efecto liberador de ofrecer una sátira política y social del gobierno. Sin embargo, habría que tener cuidado con sólo rescatar esta dimensión festiva de las marchas estudiantiles como única performance callejera. La subversiva rabia de los encapuchados es la oscura portadora de otra estilística: la que descarga una violencia de lo residual que no busca ninguna salvación integradora para su condición de desecho. Por el contrario, los encapuchados insisten en transgredir furiosamente cualquier intento de asimilación comprensiva de su “baile de los que sobran” a una matriz racional de convenciones democráticas que supone la no-violencia y el respeto al orden público como bases de convivencia cívico-nacional. Tiene razón Diamela Eltit cuando llama la atención sobre cómo, en las marchas estudiantiles, “muestran una grieta que atraviesa toda la sociedad chilena. Los llamados ‘encapuchados’ representan la ‘otredad’ inorgánica, muestran su decisión vandálica irreprimible, combaten ‘cuerpo a cuerpo’ con la policía y enturbian el paisaje abierto por la dirección orgánica estudiantil”27. La perturbadora escenografía de la agresión que despliegan los encapuchados obliga a la fiesta de las marchas ciudadanas a tener en cuenta que ni sus logros estéticos ni sus desplantes culturales ni sus justificadas motivaciones político-orgánicas van a hacer desaparecer la inorganicidad de la furia que expresan los “pequeños números”28. Lo que los encapuchados ponen en escena es la provocación de una marginalidad enfurecida que genera en los demás la incomprensión, e, incluso, la desesperación por su rabiosa negativa a aceptar como norma el querer sumarse, al igual que todos, al principio democrático de una mayoría inclusiva. Lo excedentario y rebelde de los “pequeños números” representa un intolerable obstáculo a la armoniosa integración del conjunto de la sociedad que aspira a verse reunida en el Todo razonable del bien común: un Todo que persigue el ideal de la completud y que, por lo mismo, debe eliminar lo divisorio y conflictivo de lo que sobra –de lo(s) sobrante(s)– que, al no tener cabida en este conjunto, atentan contra la integridad de la suma con sus fraccionamientos y revueltas.

27 Diamela Eltit, “Alegato por una cierta anormalidad” The Clinic, Nº xxx, agosto 2011.

28 Arjun Appadurai, El rechazo de las minorías. Ensayo sobre la geografía de la furia, Barcelona, Tusquets, 2007.

Hablando de izquierda y de performances, rescataría la de la ex presidente de la CONFECH Camila Vallejo por su habilidad en darle vueltas a su propia iconicidad. Por un lado, C. Vallejo introdujo discretamente el privilegio de su belleza en la escena mediática que la acosó durante todo el 2011 para desmentir oportunamente el estereotipo (no glamoroso) de la militante comunista y dejar que esta fina paradoja cautive a quienes sospechan de la rigidez doctrinaria. Por otro lado, ella neutraliza su aura de seducción con la fría lucidez de una discursividad bajo firme control de tono e intensidad (a diferencia de la vehemencia pasional que caracterizaba a la ex presidenta del Partido Comunista Gladys Marín), y se cuida de que ningún despliegue de las apariencias pueda ser acusado -por la superficialidad decorativa que se le adjudica a lo femenino- de robarle pantalla a la profundidad seria del compromiso militante que ella hace valer con máxima determinación política. ¡Interesante performance la de este calce-descalce entre imagen y representación que mezcla la severa programaticidad de la consigna comunista con las irradiaciones de un atractivo personal que amenaza sutilmente con desbordar (a veces sí y a veces no) el marco de contención partidaria!.

Si entendemos por “performance” tanto la ejecución de un acto como la escenificación de un cuerpo-en-situación, debemos incorporar también a la “coreografía” del movimiento estudiantil a Eloísa González cuyo rol de dirigente de la ACES (Asamblea Coordinadora de Estudiantes Secundarios) ha sido llamativo durante el 2012. No me parece anecdótico el hecho de que se declare lesbiana en las entrevistas a varios medios de comunicación: "Asumirme lesbiana fue una decisión política”. Ella le da valor público a una categoría de identificación sexual que transgrede el reparto de las identidades convencionalmente regidas por la normatividad heterosexual y el binarismo degénero masculino-femenino. Al evidenciar el cuerpo y la identidad como campos de decisión político-sexuales, Eloísa González contribuye a pluralizar el escenario de las construcciones de sujeto ampliando los repertorios de sexo y género a los que pueden recurrir hombres y mujeres como sitios de liberación y conquista de sus derechos a la valorización de la diferencia. La esfera pública es una esfera

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IV. POLÍTICA

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de visibilidad y reconocimiento de las identidades mediante la aparición en ella de los sujetos que son representados por ella o bien que se auto-representan en ella. "Asumirse lesbiana” no sólo desafía las desaprobaciones, censuras y negaciones de las identidades otras que se ven invisibilizadas en los escenarios de aparición de lo público que, a diario, otorgan mayor existencia y validez a quienes se ciñen a los parámetros de heterosexualización de la sociedad. Ya que la esfera pública se constituye exteriorizando señas de identidad que producen efectos de significación e interpelación sociales, el “asumirse lesbiana” como identificación estratégica (entrecruzada con la de ser dirigente del movimiento estudiantil) despliega una fuerza performativa que repercute en multiplicar potencialidades de las composiciones de subjetivación político-sexual que extienden el imaginario democrático de la igualdad, la diferencia y la alteridad más allá de lo controlado por una comprensión restringida de lo político que excluye el significante "cuerpo" de sus proyectos de transformación social.

Saliéndome un poco de tu pregunta y enlazando la mención a Camila Vallejo y Eloísa González con la reflexión anterior sobre el movimiento estudiantil y la protesta social, debe subrayarse que la coexistencia de ambas figuras en la esfera pública –¡es destacable que las dos sean mujeres!– permite contrastar dos modos de ubicarse en el campo de conflictividad social que ilustran, a su vez, una tensión constitutiva de lo político frente al dilema de las instituciones: participar en ellas para modificarlas o bien restarse de sus estructuras dominantes para sabotear el poder constituido. Mientras Camillas Vallejo propone impulsar colectivamente las fuerzas de transformación social a nivel de organizaciones y movimientos junto con disputar los espacios donde se toman decisiones interviniendo los aparatos institucionales (incluyendo el Parlamento), Eloísa González –en tanto vocera de la ACES‒ llamó a “funar las elecciones municipales” (octubre 2012) en una muestra de categórico rechazo a la democracia formal y su viciado sistema de representación política.29 Los dilemas de la participación político-institucional también enfrentan internamente a los actores del propio movimiento estudiantil: mientras la CONFECH y la CONES (Coordinadora Nacional de

29 En el comunicado que se hace público durante la toma del IMJUB (Instituto Nacional de la Juventud), el 16 de octubre 2012, la ACES señala que “reitera el llamado a funa de las elecciones municipales debido a la nula respuesta de las autoridades a nuestras demandas relacionadas al movimiento estudiantil, como lo son: educación gratuita, desmunicipalización, consejos escolares resolutivos, etcétera. Hacemos un llamado a no votar para este 28 de octubre; (es) un voto de castigo y un llamado a la juventud, de no participar en las próximas elecciones municipales”. Como réplica al llamado de la ACES, la CONFECH y la CONES formulan un a votar bajo el título “Con crítica, movilización y nuestros voto en las urnas” en un documento firmado por 45 líderes estudiantiles: “La democracia chilena es imperfecta. Qué duda cabe.. Sin embargo, es fruto de una lucha social tan larga que vio pasar la independencia nacional sólo como uno de sus capítulos, y sin duda no el primero. Nuestras abuelas nacieron en un momento en un Chile que no les reconocía el derecho a voto, y no mucho antes que eso el voto estaba reservado sólo para terratenientes y latifundistas. De vuelta a 2012, Chile tiene una oportunidad importante para continuar la senda democratizadora en las elecciones municipales del próximo

28 de octubre. Eso se hace a nuestro juicio con el más comprometido y categórico llamado a todos los jóvenes chilenos para que participen activamente en estas elecciones, con un voto informado y decidido en conciencia. Gracias a la inscripción automática, como nunca antes está hoy en manos de nosotros, los jóvenes, la capacidad de influir sobre el presente para escribir la historia de la forma que nosotros queramos hacerlo. Redoblamos esta invitación para todos aquellos jóvenes quienes han participado en las últimas generaciones del movimiento estudiantil. La masiva convocatoria del movimiento en 2011 y 2012 son hitos históricos, son un verdadero torrente de energía transformadora que tiene en el espacio electoral un complemento esencial. Participar de las elecciones no sólo sirve para forjar un mejor contexto para el movimiento a futuro apoyando a los candidatos afines a éste, sino también para emitir un rechazo ciudadano tan categórico como pacífico para aquellas opciones que criminalizaron el movimiento, rechazando o haciendo oídos sordos a sus banderas.. Hagamos que esta elección valga la pena. Elige tu opción y vota”.

POLÍTICA

30 Comprendo bien las razones que tienen los secundarios paras sentirse decepcionados y enrabiados porque sus demandas han sido las más desatendidas de todas pese a haber pagado un costo muy alto (la pérdida del año escolar después de meses y meses de tomas)

Estudiantes Secundarios) consideran que la transformación del orden social y político requiere de estrategias de oposición que se despliegan en el afuera y el adentro de los poderes constituidos para afectar la mayor cantidad de lugares y grupos de referencia multiplicando y diversificando los focos de conflicto y presión, la ACES plantea el apartamiento del poder mediante una exterioridad radical cuyo margen-marginalidad de rebelión se muestra quizás más interesada en desestabilizar el sistema que en concertar las condiciones de posibilidad de una transformación democrática de su orden. Por un lado, las luchas hegemónicas y las disputas por cambiar las reglas de lo existente ejerciendo presión a través de los mecanismos vigentes para revitalizar lo social en combinación con lo político y la política; por otro, la expresividad contestataria de la negación contra-institucional que desierta y se sustrae del poder, ubicándose en la extraterritorialidad del sistema.30

Aunque esta última posición –destituyente– genera una fuerza transgresora que es siempre necesaria para remecer las estructuras de lo constituido y lo instituido, es decir, para sacudir los pactos de normalización de lo social, no creo que baste esta subversidad rebelde para darle consistencia y articulación a lo democrático.

Alejandra Castillo: Si lo político tiene que ver con el establecimiento de una zona de litigio, con un argumento polémico que logra visibilizar lo que antes sólo era considerado como “ruido sin sentido”, no sería errado afirmar que el argumento que logra polemizar el espacio de lo político es la sencilla frase “fin al lucro” esgrimida con fuerza por el movimiento estudiantil toda vez que no sólo logra articular en sí el malestar de los y las estudiantes con un sistema re-distributivo percibido como injusto, sino que se constituye además en la metáfora que visibiliza el mecanismo que hace funcionar al capitalismo especulativo financiero. Ciertos intelectuales de izquierda piensan que la salida a este malestar pasa por una vuelta a un régimen político republicano, centralizado y productivista (Gabriel Salazar, entre otros). En este sentido, la protesta por igualdad liderada por el movimiento estudiantil durante el año 2011 no sólo ha quedado circunscrita a un nivel educacional sino que ha hecho posible una reflexión más profunda

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sobre la democracia en Chile llegando a metamorfosear la protesta en un desorden democrático. La forma que ha adquirido este desorden es la de la “asamblea constituyente”. ¿Cuál es tu opinión sobre esta demanda política y sobre las fuerzas que la encabezan? ¿Consideras que esta nueva alianza entre izquierda y Estado, entre republicanismo y productivismo es el camino que debe tomar un proyecto de nueva izquierda?

Nelly Richard: El recurso a la Asamblea Constituyente es validado por aquellos procesos nacionales que se declaran comprometidos con los derechos de la soberanía popular a ser activamente partícipe de un modelo constitucional que incluya su capacidad y vitalidad, para activar la relación entre estado y sociedad cuando el institucionalismo vigente excluye o prescinde de los derechos de ciudadanía a pronunciarse sobre la organización de la comunidad. La firma de Pinochet fue desplazada el año 2005 por la de Ricardo Lagos en una actualización de la Constitución que, al suplementar el original con reformas que no borraron la inconstitucionalidad del sello de la dictadura, no deja de ser vista paradojalmente como un reforzamiento del vicio de origen que inicialmente se pretendía corregir. Pese a esta actualización de la Constitución que lleva la firma de un ex gobernante de la Concertación, la sociedad chilena sabe que rige sus destinos un modelo constitucional que, al haber sido impuesto bajo mandato dictatorial (1980), proyecta el sello de ilegitimidad de su base anti-republicana en cada uno de los artículos jurídicos aún vigentes con el efecto prolongado de seguir condicionando y limitando la expresión ciudadana.31 El movimiento estudiantil puso drásticamente en cuestión el régimen político, social y económico que mantiene a Chile cautivo de restricciones e impedimentos anti-democráticos y, junto con otras organizaciones sociales, clama por una Asamblea Constituyente y mecanismos plebiscitarios. Después de haberse fisurado tan profundamente el molde de una democracia formal que, durante la transición, refrenó cualquier impulso de autonomía ciudadana y que se percibe hoy en flagrante crisis de legitimidad, es necesario que Chile refunde un nuevo pacto político mediante una acción constitutiva, es decir, una acción capaz de modificar las relaciones entre lo constituido (el andamiaje político heredado de la dictadura; la actual definición y

por sostenerlas con una valiente determinación, y también porque su fuerza política ha sido invisibilizada en los medios y subestimada a veces por la misma CONFECH. Sin embargo, me parece que la especificidad de contexto de los particulares enfrentamientos que se dieron en algunas comunas requería matizar la generalidad del “No presto el voto” que levantaron como consigna a propósito de las elecciones municipales de octubre de 2012.

El hecho de que, en Providencia, se decidiera la tercera reelección de Cristián Labbé, ex coronel de ejército, ex encargado de seguridad de Augusto Pinochet, ex agente de la DINA (Dirección de Inteligencia Nacional) y organizador de un homenaje al ex torturador Miguel Krasnoff con motivo de la presentación de su libro “Prisionero por servir a Chile” en noviembre 2011, excede lo circunscrito a una gestión municipal para revestir un simbolismo político que compromete los temas de la historia, la memoria, los derechos humanos y la justicia.

¿Tiene sentido en Providencia llamar al no-voto sabiendo que, por omisión, se deja impune al fascismo ordinario del alcalde Labbé que encarna con desfachatez y ostentación la monstruosidad aun viva (pese a las máscaras que buscan disfrazarla) de la dictadura militar?

Para quienes no se conforman con una justicia todavía pendiente en materia de derechos humanos en Chile como

Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

31 Para un análisis intransable de lo mucho que significa la “firma Pinochet”, remito al ensayo de WillyThayer “Soberanía, cálculo y eficiencia” y a sus notas al texto principal en Descampado. Ensayos sobre las contiendas universitarias. Pp. 214-216.

POLÍTICA

composición del estado; los aparatos y mecanismos de gobierno del país con sus sistemas de elección de los representantes, etcétera) y lo constituyente (poderes locales –descentralizados‒ que deben formar parte de un rediseño democrático de las relaciones entre lo privado y lo público para expandir lo social a través de lo político-público). Esta sería la única señal clara de rompimiento de los amarres de Chile con el denigrante pasado autoritario que sigue entenebreciendo con su sombra oculta, la juridicidad de cada una de las letras de la actual Constitución; la única ruptura nítida a partir de la cual avanzar hacia formas de institucionalidad democtrática que, antiautoritariamente, activen nuevos trazados y agencias de participación que favorezcan tomas de decisión horizontales sobre asuntos comunes.

Preguntas por la "izquierda". Me parece, primero, que el conflicto estudiantil y las revueltas sociales del 2011 – 2012 han generado nuevas condiciones de audibilidad para que la palabra “izquierda” que, durante la transición, se veía remitida a lo obsoleto de un pasado fracasado por quienes se identifican sin culpa con esta sociedad neoliberal que finge ubicarse “más allá de la derecha y la izquierda”, pueda hoy entrar en consonancia con las demandas del país expresadas en la calle. Quiero aprovechar tu pregunta sobre cambios políticos para referirme a la marca de un colectivo político-cultural (Imaginarios Culturales para la Izquierda) que recurrió al uso deliberado del término “izquierda”, justamente por la capacidad que tiene dicho término de antagonizar a la derecha: una capacidad mayor que la contenida en la palabra "progresismo" que, casi avergonzada de haber sido alguna vez (no hace tanto) sinónima de “nueva izquierda”, se diluye hoy en un paisaje de mezclas y revolturas que no permite identificar quiénes entienden qué por "liberalidad" o "liberalización". Los Imaginarios Culturales para la Izquierda nacieron a la vida pública en diciembre del 2009. Varios “trabajadores de la cultura” apoyamos la candidatura de Jorge Arrate porque, entre otras razones, reivindicaba a la “izquierda” con las motivaciones de juntar en dicho referente: 1) una tradición de combates populares que componen un archivo de luchas sociales y, también, de símbolos, pasiones y afectos cuya memoria igualitaria y libertaria merece ser rescatada para denunciar la falta de vigor y rigor de un presente liviano que se deshace en

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saldo nefasto de la dictadura, la derrota de Labbé representa un castigo simbólico que, al menos, le pone límite a la insultante brutalidad del personaje metaforizando un juicio público que, sustitutivamente, tomó la representación figurada del voto de repudio en la última contienda municipal. Hay ahí una expresión simbólica de lo político a la que, según yo, no debemos renunciar: una expresión simbólica de lo político que no puede confundirse con la simple instrumentalidad de un deficiente mecanismo electoral o con la reductora lectura de sus resultados en términos de un simple empate Alianza-Concertación, tal como argumentaron quienes suscribían el llamado a no votar de la ACES. IV.

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el intercambio mediático-capitalista, y: 2) la necesidad de aportar reformas estructurales al actual modelo neoliberal y sus economías privatizadoras de bienes que, en la sociedad chilena, han confiscado escandalosamente todo sentido político de lo colectivo.32

Cuando nos articulamos como Imaginarios Culturales para la Izquierda, 33 nos pareció que no bastaba con sumar firmas a una campaña política. Nos hacía falta poner en marcha un pequeño dispositivo de enunciación colectiva que trazara su propia composición de lugar, para separarse autonómamente del hábito de recitar consignas electorales. El colectivo Imaginarios Culturales para la Izquierda se pensó editorialmente bajo la forma de una primera Separata que se publicó en el diario El Siglo (25 de octubre 2009) y una segunda en The Clinic (20 de enero 2011)34. Literalmente hablando, una separata designa la “impresión por separado” de algo, desprendible, que se inserta en una publicación. Al entrometerse circunstancialmente en las páginas de un medio sin depender de una vinculación orgánica con ese medio, una separata se vuelve un lugar de paso, una zona de entremedio, que le viene bien a la crítica cultural en sus tránsitos por los diversos escenarios ambulantes en los que ensaya gestos y hablas para no depender de un domicilio único y garantizado (por ejemplo: la academia). Las dos primeras Separatas de los Imaginarios Culturales para la Izquierda adoptaron la forma paródica del diccionario con su repertorio de palabras y significados. El abecedario (¿cómo no recordar, maravillados a Deleuze?35) generó una dinámica de producción editorial que, en ambas Separatas, se valió de lo fragmentario, lo múltiple y lo ensamblable para la confección de un texto colectivo cuyos sentidos se iban armando de a poco y entre muchos. El “archivo en construcción” de los Imaginarios Culturales para la Izquierda se propuso alterar la unidad programática de los manifiestos de izquierda que marcan la tradición de las vanguardias políticas, al declararse provisional en sus combinaciones de textos, inconcluso en sus ordenamientos de definiciones y contra-definiciones. Los Imaginarios Culturales para la Izquierda eligieron volverse un material en proceso, fluyente y heterogéneo en su asociatividad de voces intercaladas. Lo múltiple y lo incompleto como mecánicas de producción de un texto colectivo hecho de fracciones y sumas

32 Desde ya, Arrate incluía, como parte de los “7 compromisos y 21 medidas para democratizar Chile” de su candidatura del 2009, el “impulsar una Asamblea Constituyente que redacte una nueva Constitución, la que deberá contemplar, entre otros asuntos, terminar con la subsidiaridad del Estado, sistema electoral proporcional, representación de los pueblos, paridad de género, sufragio de chilenos en el exterior, derecho de dirigentes sindicales a ser candidatos al Parlamento, elección de los intendentes y consejeros regionales, etcétera”. La propuesta de Arrate era la de una Cuarta Urna en la que el pueblo, junto con manifestarse electoralmente en torno a las opciones presidenciales del 2009, tuviera la oportunidad de pronunciarse sobre la elaboración de una Asamblea Constituyente que suponía cambiar la Carta Magna que lleva como filigrana el indigno recuerdo de Pinochet.

33 El Consejo Editorial de los Imaginarios Culturales para la Izquierda de la primera y segunda Separatas estuvo compuesto por: Gonzalo Díaz, Claudio de Negri, Diamela Eltit, Tomás Moulian, Kemy Oyarzún, Alfredo Castro, Faride Zerán, Eugenia Prado, Ignacio Agüero, Nelly Richard, Nury González, Víctor Hugo Robles, Roxana Pey, Luis Alarcón, Ana María Saavedra, Paz Errázuriz. La segunda separata publicada en The Clinic, además del Consejo Editorial anteriormente mencionado, contó con una Comisión Ejecutiva integrada por: Gonzalo Díaz Nury González,

Crítica
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política: Conversaciones con Nelly Richard

Roxana Pey, Eugenia Prado, Víctor Hugo Robles y Nelly Richard. El diseño de la primera Separata estuvo a cargo de Mariana Babarovic y la segunda de Antonia Sabatini.

34 Que las dos primeras intervenciones de los Imaginarios Culturales para la Izquierda hayan adoptado esta forma editorial no quiere decir que el Colectivo deba seguir recurriendo siempre al mismo mecanismo. Mañana —¿por qué no?— el soporte a intervenir podría dejar de ser un medio de prensa para concebirse, multidimensionalmente, como: un seminario, una intervención pública, un grupo de trabajo, una acción de arte, etcétera.

35 Se trata de una serie de entrevistas para la televisión que realizó Claire Parnet a Gilles Deleuze en 1988 y que tomó la forma editorial de un Abedecario en la que ambos recorren palabras cuya inicial sigue el orden del alfabeto.

36 Extremoccidente, un proyecto editorial dirigido por Federico Galende con el que mantenemos una relación de compañerismo, realizó un gesto parecido en sus dos primeras ediciones (1 noviembre 2010 y 2 de junio 2011) a través del mecanismo de la Carta Abierta; un mecanismo que cita el importante gesto de más de setecientos artistas e intelectuales argentinos quienes, en mayo 2008 (“en defensa del gobierno democrático amenazado por el conflicto suscitado por las patronales agropecuarias”) se propusieron recuperar la palabra crítica pronunciándose sobre los conflictos nacionales y latinoamericanos.

nos parecieron acordes con el deseo de evitar la firma única; de disolver los protagonismos del autor y de la autoría que suelen dominar el campo de producción académica.36 La mezcla de territorios distintos y distantes (universidades, colectivos de disidencia sexual, sindicatos de trabajadores, federaciones de estudiantes, editoriales, asociaciones gremiales, galerías independientes, partidos políticos, organizaciones ciudadanas, etcétera) que comparecieron en estas dos Separatas de los Imaginarios Culturales para la Izquierda entrecruzó vecindades y procedencias a las que les cuesta habitualmente reconocerse entre sí. Que estas dos Separatas hayan instalado la figura del colectivo en el campo político-cultural nacional con la intuición de que era necesario generar una política de los espacios que valorara lo “común” (crear y pensar entre varios y siempre con otros) fue un primer mérito de los Imaginarios Culturales para la Izquierda que sirvieron, además, para abrir el “debate sobre la relación entre izquierda, crítica y producción cultural que es relevante para un país gobernado por la derecha”37. En efecto, a un año de las elecciones presidenciales que le dieron el triunfo a la Alianza de Derecha liderada por Sebastián Piñera, y sin que los temblores y réplicas (geográficas y políticas) que convulsionaron a Chile durante el 2010 hubiesen generado una reflexión colectiva ni desde la cultura ni desde la política de oposición, los Imaginarios Culturales para la Izquierda dedicaron su segunda Separata a la tarea colectiva de “someter a lectura y análisis los efectos de la administración del gobierno de Sebastián Piñera”. La publicación de la Separata de los Imaginarios Culturales para la Izquierda en The Clinic fue seguida de una polémica montada histéricamente para descalificar su proyecto (un proyecto que incorporaba a más de ciento cincuenta fragmentos de escritura) señalando entre otras cosas, lo anacrónico de su discurso, lo obsoleto y pretérito, lo inactual, lo “pasado de moda” del discurso de la “izquierda” partiendo por los “demasiados lamentos en memoria de los muertos y más muertos” que, confabulados con “el desprecio evidente a la entretención" exhibido por la Separata, habrían delatado un exceso de seriedad crítica de los artistas e intelectuales de izquierda en medio de una sociedad ofrecida en cuerpo y alma (según nuestro principal adversario38) a la diversión que proporcionan las industrias del espectáculo de la cultura de masas y, sobre todo, a la risa ligera que se exhibe indiferente a todo resto

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POLÍTICA

de catástrofe.39 Las revueltas sociales que se desplegaron durante el 2011 fueron el argumento más contundente que pudiéramos haber encontrado para replicarle a Rafael Gumucio sobre la vigencia de nuestro proyecto. A diferencia de lo sentenciado por el festivo cronista de un hoy desmemoriado (los Imaginarios representan a “una izquierda que ha renunciado completamente al futuro para quedarse del todo en el pasado”40), el año 2011 demostró que los Imaginarios Culturales para la Izquierda acertaron en armar un guion editorial que removía las huellas de un pasado intranquilo (dictadura y transición) porque eran estas huellas del pasado disconformes las que contenían, indicialmente, los presagios y revelaciones que luego estallaron como reviente anti-neoliberal en las masivas protestas nacionales. No era cierto que los Imaginarios Culturales para la Izquierda caminaban al revés de la marcha de los tiempos (“los Imaginarios Culturales para la Izquierda le dan la espalda al imaginario del pueblo que ve televisión, le gusta el fútbol, se ríe fuerte…” 41). Al contrario, la ocurrencia editorial de revisar críticamente la actualidad excluida de los libretos estereotipados de la comunicación mediática logró sincronizar anticipadamente con un “pueblo” que sí fue capaz, algunos meses después de salir a las calles para demostrar que no se compraba el cuento de la “televisión”, rebelándose contra la realidad-ficción espectacularizada en sus pantallas como único (e indigno) consuelo a sus vidas tristemente hipotecadas. Ese “pueblo” que Gumucio se apresuró en definir como ya “vacío de cualquier imaginario cultural de izquierda o derecha”42 tuvo la valentía de salir a las calles para reclamar una reformulación completa del orden social: un “pueblo” con el que las voces de la Separata habían entrado en diálogo anticipado, tuvo la valentía de reclamar en las calles por una reformulación completa del orden social tal como lo había soñado la inspiración de izquierda que recorre el proyecto crítico de los Imaginarios Culturales.

37 The Clinic, 2 de marzo 2011.

39 Los Imaginarios Culturales para la Izquierda circularon como Separata en la edición del 20 de enero 2011.Ver, después: “El imaginario del Tío Valentín” de Rafael Gumucio en la edición de The Clinic del 2 de marzo 2011.

40 Página Web The Clinic, 4 de febrero de 2011, en respuesta a la carta de Juan Pablo Sutherland.

41 Ibidem.

38 Rafael Gumucio, "El imaginario del Tío Valentín" The Clinic del 2 de marzo 2011. 192

Estamos hablando aquí de pensamiento de izquierda, de revueltas sociales y de intervenciones críticas. Aparece el nombre de Gabriel Salazar en tu pregunta, y quiero aprovechar de hacer dos comentarios. Primero, creo que el efecto-Salazar (me refiero con esto a la relevancia que adquirió su figura para los estudiantes más radicalizados del conflicto universitario gracias a sus tesis, largamente trabajadas, de la soberanía popular y del

42 Rafael Gumucio, op. cit.

Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

43 Gabriel Salazar, En el nombre del poder popular constituyente. (Chile XXI), Santiago de Chile, Lom, 2011.

44 Esto fue particularmente notorio durante su aparición en el programa televisivo Tolerancia Cero (diciembre 2011) en el que el aura académico del Maestro (sumado al reconocimiento obsecuente a la distinción de Premio Nacional de Historia) logró intimidar a los cuatro periodistas del panel que, en presencia de G. Salazar, suspendieron toda crítica a la radicalización del movimiento estudiantil cuya “politización” habían lamentado todos ellos en programas anteriores. Con Salazar al frente, los cuatro periodistas se dirigieron con absoluto respeto (incluyendo Villegas) al especialista en historia social -en “temporalidades largas”- para averiguar, asustados, “cuánto tiempo podía durar” el ciclo de tumultos sociales y políticos que empezaba a sacudir a Chile.

45 Manifiesto de historiadores. Revolución anti-neoliberal social/ estudiantil en Chile en: Otro Chile es posible. Santiago de Chile, Le Monde Diplomatique/Editorial Aún Creemos en los Sueños, 2011, p. 54. El Manifiesto destaca cómo “en su

poder constituyente; a sus más frecuentes apariciones en los medios y a la circulación del mini-best seller titulado En el nombre del poder popular constituyente 43) le ha devuelto a la disciplina de la historia un merecido lugar justo cuando las autoridades educativas nacionales habían querido castigarla reduciendo sus horas de enseñanza en los colegios con una medida funcional a la voluntad tecnocratizante del sistema: la de anular el coeficiente crítico de las humanidades en una sociedad que premia los saberes volcados a la instrumentalización de las competencias para el mercado. La solemne figuración académica de Salazar en tanto historiador que reflexiona más sobre temporalidades largas que sobre el presente abreviado por la actualidad de los medios,44 dejó atrás a la banal sociología profesional de la transición cuyo saber comunicológico se aplicaba en justificar técnicamente la fórmula consensual de los arreglos políticos y administrativos que le dieron gobernabilidad a lo social. Esta sociología de lo técnico-instrumental es la misma que se había apresurado en suprimir el peso y volumen (historicidad) del “pueblo” para dedicarse a la superficialidad masiva (homogeneizante y domesticadora) de “la gente” que, en tiempos de postpolítica, se deja gobernar por las encuestas de opinión pública y las estadísticas del consumo. Lo tumultos ciudadanos del 2011, Salazar mediante, dejaron en claro que los saberes de la transición ajustados al formalismo-formulismo de los pactos y las negociaciones requeridos por la “democracia de los acuerdos” ya no estaban altura explicativa de lo que reclamaban para su lectura e interpretación los nuevos conflictos sociales y políticos ocurridos en Chile. Desde ya, el Manifiesto de los Historiadores (2011) –que incluye la firma de Salazar– se refiere al conflicto estudiantil como a un “movimiento de carácter revolucionario anti-neoliberal”45 que que sólo la temporalidad sumergida de la historia social puede llegar a comprender, dejando también en claro que la nueva emergencia de lo “popular” asomada en las protestas ilustra el fracaso de la política como simple esquema de normalización institucional y que, para restituirle al conflicto un volumen social, es necesario retejer la hebra de la memoria histórica de los anteriores movimientos de lucha que conforman el archivo insurreccional del pueblo chileno. Celebro este saludable relevo disciplinar ‒de la sociología transicional y su “paradigma consultorial” a la historia social‒ que le debe

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bastante al efecto-Salazar, y también respeto los contundentes aportes de Salazar a la historia nacional que permiten explorar las memorias apartadas, omitidas o degradadas por la historiografía oficial y su campo de visión dominante que siempre le temen al afloramiento de la conflictividad social que potencia el despertar de subjetividades desconocidas. Pero hay algo que me perturba (desde el punto de vista teórico-epistemológico y críticopolítico) en la exaltación de los “de abajo” que suelen compartir incondicionalmente los partidarios del Maestro a través de enfoques académicamente solidarios del lugar del explotado y del oprimido, porque conlleva el riesgo de convertir a “lo popular” en la fuente de un saber que se considera –en sí mismo– ética y revolucionariamente superior a otros por su acceso supuestamente privilegiado a la interioridad de conciencia (¡invariablemente rebelde!) de los grupos y sujetos marginados del poder. Estos enfoques de la historia “de abajo” exhiben su solidaridad política con el pueblo como garantía de validez epistemológica de un conocimiento más auténticamente comprometido que cualquier otro con la “verdad” de los movimientos sociales, borrando de su propia discursividad historiográfica los efectos de significación que agencian dicho conocimiento para idealizarlo como un conocimiento puro y transparente; un conocimiento que suprime la huella de los recursos del hacer hablar y del decir que son los encargados de producir intelebigilidad en torno a los objetos y los sujetos. Gabriel Salazar nos dice que “las asociaciones ciudadanas, en su formación y quehacer, generan memoria colectiva, identidad comunitaria… Las asociaciones ciudadanas, a poco andar su historia, generan saber social: el saber de lo que somos. O sea: la “ciencia del nosotros”. La ciencia de la identidad es la ciencia del nosotros, sin duda, pero en cuanto y en tanto sistematiza desde dentro la legitimación del poder constituyente y el contenido del nuevo proyecto institucional de la sociedad. En este sentido, es la ciencia de la rebeldía y de la liberación. La ciencia del poder revolucionario”46. Se vuelve tentador contrarrestar esta confianza de Salazar en la identidad auto-revelada de lo popular-revolucionario como expresión de su ser, con una cita de la teórica feminista Donna Haraway (¡aunque se trata de una autora que él seguramente no incluiría en su bibliografía!), para tomar así distancia crítica de la ficción romántica de un saber ejemplar de la comunidad social, un

triple carácter dado por su alcance revolucionario anti-neoliberal, por la recuperación de la política para la sociedad civil y por su conexión con la historicidad profunda del movimiento popular de Chile contemporáneo, el actual movimiento ciudadano que los estudiantes de nuestro país aparecen encabezando con fuerza, decisión y clara vocación de poder, recoge y reinstala las dimensiones más consistentes que la frustrada transición chilena a la democracia sacrificó”.

46 Gabriel Salazar, Del poder constituyente de asalariados e intelectuales. Chile, siglos XX y XXI Santiago de Chile, Lom, 2009, pp. 234-235.

47 Donna Haraway, Ciencia, cyborgs y mujeres, Valencia, Cátedra, 1991, p. 328.

48 Ese mundo desrealizado sería un mundo sin sujetos (hecho de puros arabescos discursivos) y sin historicidad (librado al vértigo de un presente sin ataduras con el pasado que se evapora en las estéticas del simulacro)). Con una buena cuota de reduccionismo teórico que le sirve para descalificar a aquellos aparatos de saber que usan las teorías críticas para colocar bajo examen desustancializador a los presupuestos de la historiografía social, Salazar nos dice que: “La filosofía poética de los deconstructores, quintaesencia de la postmodernidad, es una forma cultural funcional a la dominación del Mercado”. Gabriel Salazar, Del poder constituyente de asalariados e intelectuales, op. cit., p. 189.

saber cuya verdad histórico-social se postula ajena a las mediaciones discursivas que transmiten este saber. “Hay un premio para el establecimiento de la capacidad de ver desde la periferia y desde las profundidades. Pero aquí existe el serio peligro de romantizar y/o de apropiarse de la visión de los menos poderosos al mismo tiempo que se pretende mirar desde sus posiciones. Las posiciones de los subyugados no están exentas de re-examen crítico, de descodificación, de deconstrucción ni de interpretación, es decir, de dos modos hermenéuticos y semiológicos de investigación crítica. Los puntos de vista de los subyugados no son posiciones 'inocentes'. No estamos presentes de inmediato para nosotros mismos. El conocimiento de uno mismo requiere una tecnología semiótica que enlace los significados con los cuerpos. La auto-identidad es un mal sistema visual. La fusión es una mala estrategia de posicionamiento”47. Aunque la palabra “deconstrucción” que incluye la cita de Haraway le baste a G. Salazar para ironizar con una posición que le gusta asociar al mundo desrealizado de lo postmoderno,48 debe insistirse en que la teoría feminista y la teoría postcolonial son dos cuerpos de reformulación del saber contemporáneo ya imposibles de ser ignorados a la hora de querer liberar a los “de abajo” del control jerárquico de aquellas ciencias que aún no renuncian a la pretensión de querer sistematizar y totalizar la “verdad” del conocimiento de la subordinación: un conocimiento presencial que emanaría en vivo y en directo de sus memorias olvidadas. La teoría feminista y la teoría postcolonial nos enseñan que ni las mujeres ni los subalternos, ni tampoco el “pueblo” de los movimientos sociales, pueden descansar en la ilusión de una identidad segura, auto-centrada en un núcleo homogéneo de propiedades inherentes a su naturaleza de oprimida, como si las identidades no fueran parciales e inconclusas ni se construyeran en los inciertos tránsitos entre polos de atracción y rechazo que se desplazan en el mapa de las identificaciones colectivas al ritmo de los conflictos, antagonismos y coaliciones entre los grupos de poder y de contrapoder. La teoría feminista y la teoría post-colonial también nos dicen que el potencial contra-hegemónico del discurso de los “de abajo” no proviene del acceso directo a un conocimiento natural de sus condiciones de explotación, sino de la fuerza emancipadora con la que se articula la relación entre voz,

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experiencia, subjetividad y representación mediante una cadena de traspasos, desplazamientos y rupturas semióticas que impiden el calce del “nosotros” (sustancialización identitaria) contenido- de-verdad de “lo que somos” ‒real y auténticamente‒ como dato primario de la condición supuestamente revolucionaria de "los de abajo". Cualquier intento de declarar superior el conocimiento de los “de abajo” fetichizando su situación de otredad respecto de lo dominante , ignora que “las formas de escribir y producir narrativas históricas”, por mucho que las orienten una toma de partido a favor de los subalternos, “pueden ser ellas mismas (sin saberlo) reproductoras de subalternidad”49 si es que no ejercen la suficiente vigilancia autocrítica sobre la enunciatividad que media la relación entre lo representado (el “pueblo”) y la representación de “lo popular”. Toda representación (hablar de, por o como) incorpora una determinada retórica del hacer presente lo ausente (en este caso, la comunidad y su soberanía popular) que conlleva cortes y espaciamientos de relatos y traducción en la expresión del "nosotros" que recrean las narrativas del saber historiográfico. Estas recreaciones no dejan de ser “narrativas”, pese a identificarse con las condiciones de vida de los oprimidos. En contra de una ontología de lo popular que fusiona al pueblo como una totalidad homogénea que preexiste categorialmente a las construcciones-posiciones de identidad de los sujetos que se reconfiguran en ella mediante antagonismos, luchas y conquistas de representación, los espaciamientos de relatos y traducción en las narrativas de la identidad son las que dan la oportunidad a las voces silenciadas de usar lo impuro y discontinuo de las intersecciones de puntos de vista50 para elaborar, en sus cortes, algún tipo de diferencia crítica entre la simple identificación (coincidir con una identidad preexistente al acto de confeccionarla) y las prácticas de subjetividad (hacerse sujeto mediante un transcurso enunciativo y performativo de un devenir).

Al deslizarme de lo teórico-epistemológico hacia lo críticopolítico, me encuentro con dudas parecidas frente a la glorificación de lo popular como auto-organización de una fuerza de insubordinación que se concibe a sí misma sin separaciones ni cortaduras internas: ya lista para desplegar los contenidos de su verdad revolucionaria en la demostración

49 Raúl Rodríguez Freire anota lúcidamente en su texto introductorio “Estudios Subalternos revoluciona la historia (“tercermundista”); notas sobre la insurgencia académica”) cómo “la potencial distinción de la historia (diferenciada entre “desde arriba” y “desde abajo”) nunca ha sido suficiente para develar los sesgos representacionales que la dominan… Esto, porque se puede escribir, por ejemplo, la historia de un movimiento obrero o de un grupo de textileras anarquistas , sin distanciarse de los modelos de escritura y representación que emplean aquellas narrativas conservadoras… Es más, visibilizar sujeto/as excluido/as es la gran estrategia que la historia, en tanto saber-poder, emplea para renovarse constantemente y así no caer en una crisis disciplinaria; de manera que no basta con “descubrir fuentes” que nos muestren una subjetividad desconocida”. Raúl Rodríguez Freire (comp.), La (re)vuelta de los Estudios Subalternos. Una cartografía a (des)tiempo, Santiago de Chile, Ocho Libros, 2011, p. 14.

50 N. García Canclini alerta sobre lo siguiente: “Después de haberse atribuido en las décadas de 1960 y 1970 capacidades especiales para generar conocimientos “más verdaderos” a ciertas posiciones oprimidas como fuente de conocimiento, hemos visto en la exaltación de los subalternos riesgos fundamentalistas. ¿Qué gana el especialista en cultura al adoptar el punto de vista de los oprimidos o los excluidos? Puede servir en la etapa de descubrimiento, para generar hipótesis o contrahipótesis que desafíen los saberes constituidos, para hacer visibles campos de lo real descuidados por el conocimiento hegemónico. Pero en el momento de la justificación epistemológica conviene desplazarse entre las intersecciones, en las zonas donde las narrativas se oponen y se cruzan Sólo en esos escenarios de tensión, encuentro y conflicto es posible pasar de las narraciones sectoriales (o francamente sectarias) a la elaboración de conocimientos capaces de demostrar y controlar los condicionamientos de cada enunciación… La absolutización de sujetos privilegiados como fuentes de conocimiento tiene algo de simulación.”.Néstor García Canclini, Diferentes, desiguales, desconectados. Mapas de la interculturalidad Barcelona, Gedisa, 2004. Pp. 165-166.

Pensar lo social situándose directamente en el lugar de “los de abajo” hasta confundirse con ellos, es decir, renunciar a las “intersecciones” donde se cruzan productivamente descubrimiento y conocimiento mediante

auto-evidente de una capacidad unificada, desde adentro, para revolucionar las estructuras del afuera (estado y mercado). Pretender dotar a los sujetos de la "historia desde abajo" de una potencia revolucionaria que se exprese espontáneamente en y por el simple hecho de que estos sujetos habiten una supuesta externalidad a los poderes constituidos (al haber sido históricamente marginados por las estructuras de la dominación y al resistirse cotidianamente a ellas), es desconocer que las potencialidades antagonistas de las identidades contestatarias nacen de los cruces entre diagramas, agencias y territorios en mapas de la acción política que nunca llevan la indicación nítida de cómo se van a entretejer las relaciones de podercontrapoder-nuevo(s) poder(es) que surcan los conflictos. No podemos dar por descontado que lo popular es contra-hegemónico por naturaleza: las relaciones de poder-contrapoder-nuevo(s) poder(es) que se enfrentan a lo dominante son el resultado contingente y, por lo mismo incierto de prácticas articulatorias cuyo entretejido se va formulando punto por punto y en diagonal entre lo constituido (adentro) y lo constituyente (afuera). No existe una verdad absoluta y fundante, originaria, de lo popular que le asigne invariablemente un significado anti-dominante.51 Este significado es el resultado contingente de prácticas sociales y políticas multi-articuladas cuya heterogeneidad nos lleva a cambiar los acentos de qué entender por “revolucionario” según los contextos (tanto nacionales como micro-locales) en los que interviene la crítica política. Lo autónomo-comunitario no es el sustrato preestablecido de una soberanía de lo popular que, idealizadamente, vaya a corresponderse con un proyecto de transformación social que se funde en el Todo ‒predefinido como insurgente‒ de una comunidad reunida sin disensos internos. La idealización orgánico-fusional de ese Todo de la comunidad y del pueblo puede, incluso, amenazar con borrar la movilidad articulatoria de lo subdivisible y de lo reensamblable como rasgos de sujetos y grupos que, gracias a dicha movilidad, logran combinar diversas posiciones de identidad para autonomizar lo singular de cada uno en un trabajo de las cortes y aperturas de lo disímil. Las prácticas de sentido con que los marginados del poder desarman y rearman sus identidades van modificando sus bordes de representación según los procesos de institución hegemónica o de destitución contra-hegemónica en los que están localmente involucrados.

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Estos desarmes y rearmes fisuran cualquier auto- representación de lo popular concebida en tanto esencialidad del pueblo-en-lucha cuya voluntad batallante de dar vuelta el sistema (Estado, mercado) emana, incuestionadamente, del el interior de una cultura propia cuya naturaleza subversiva se manifiesta con “una suerte de autocomplacencia embriagadora"52. Las redes de intereses y deseos que se cruzan en los procesos de identificación social son tan heterogéneas y, a veces, contradictorias que frustran el intento de tratar a lo popular-revolucionario como una totalidad orgánica que llevaría el pueblo (los explotados, los oprimidos, los subordinados, los excluidos) a dejarse guiar por el significado último de una emancipación global trazada de antemano por una autoridad de conciencia verdadera. Las multitudes que salieron a la calle durante el 2011 y el 2012 en Chile se dispersarán y luego se reagruparán según articulaciones móviles de intereses cambiantes que definen relaciones de coalición u oposición entre grupos de identidades nunca definitivamente cerradas. Ya vimos durante el 2011 que estos frentes de luchas parciales y diversificadas escapan a una racionalidad macro-política como, por ejemplo, la de los de partidos y su monopolio de la representación. Pero también comprobamos que las revueltas se saltan cualquier fusión pregarantizada entre lo ciudadano, lo popular y lo popular-revolucionario, tal como la postula una cierta idealización de la soberanía popular y del poder constituyente que, en su afán de rechazo absoluto de la política institucional y del Estado, desaprovecha la oportunidad de ocupar lo que Benjamín Arditi llama las “periferias internas” como regiones en disputa entre el neoliberalismo y sus otros.53 Las insurgencias y rebeliones de lo disconforme que interrumpen o dislocan parcialmente las estructuras de consolidación del orden injustamente antisocial que instauró el neoliberalismo, deben seguir expresando sus reclamos por mayor autonomía participativa para que los “ruidos” que emite ese “desorden democrático” interfieran con cualquier tipo de gobernabilidad que busque hegemonizar lo político. Sin embargo, y pese a que despiertan entusiasmo entre varias de mis amistades, no suscribo las tesis posthegemónicas que decretan la prescindencia del Estado en nombre de un pueblo insumiso que se auto-potencia en lo disperso de las fugas y los éxodos que lo alejan o lo retiran de todo lo instituido.54 Lo estatal es una conformación político-institucional tan susceptible

alteraciones y cortes, lleva a G. Salazar a oponer sistemáticamente la “teoría” a la “realidad”, siendo ésta última la que contiene, naturalizadamente, la verdad íntegra de lo popular: “La teoría de la realización final de sus objetivos … no podrá ser escrita en la academia, sino en los hechos concretos, por mano del poder social efectivo que esos Movimientos Sociales hayan logrado movilizar”. Gabriel Salazar, Movimientos Sociales en Chile, Santiago, Uqbar Editores, 2012. P. 427.

51 En la cita de Prakash extraída de “La imposibilidad de la historia subalterna” que figura en el Prólogo a La (re)vuelta de los estudios subalternos, se nos alerta sobre lo engañoso de esta “afuera” del poder insistiendo, por el contrario, en que “Es esta existencia parcial, incompleta, distorsionada, lo que separa el subalterno de la elite. Esto significa que el subalterno presenta posibilidades contrahegemónicas, no como una otredad inviolable desde el exterior, sino desde dentro del funcionamiento del poder, forzando contradicciones y dislocaciones en el discurso dominante, y proporcionando fuentes para una crítica inmanente”. P. 24.

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En la óptica de G. Salazar, los movimientos sociales extraen su fuerza emancipadora no de la autonomización de los sujetos y prácticas en el proceso de separar bordes que otorga libertad de movimiento al distanciar lo subordinado de lo subordinante sin suprimir la tensión entre el adentro y el afuera del poder, sino directamente del “interior” de la comunidad como núcleo de fortalecimiento de lo “propio”: “ La razón histórica que motoriza los movimientos sociales es, pues, una “cultura” propia que, en diversos grados, no es ni puede ser la misma del sistema dominante .. La tendencia actual del análisis es centrarse en el ser-siendo de los Movimientos Sociales, en la configuración y peso específico de sus entrañas socioculturales las que, como quiera que sea la voluntad práctica de futuro que contengan, gira en espiral sobre sí mismas, en un afán creativo permanente y, también, en una suerte de autocomplacencia embriagadora. Es como un temporal que se desplaza en el tiempo y que tiene más fuerza centrípeta en su interior, que centrífuga sobre su ruta exterior de desplazamiento” . Op. Cit. Pp. 414-416.

53 Me resulta sugerente el recurso a esta metáfora que despliega B. Arditi: “La tierra extranjera interior nos brinda una imagen de pensamiento para la noción de periferia interna , una que da cuenta de la condición sui generis de un afuera que pertenece, pero de manera impropia. Tal como en las formaciones sintomáticas la relación entre el ego y lo reprimido describe una manera de lidiar con aquello que es percibido

como cualquier otra de fisuraciones y desamblajes que ponen a prueba la tendencia sobrecodificadora del poder con líneas de fuga que, imaginadas críticamente, no tienen como único ni último destino el de ser reabsorbidas por lo centralizado-centralizante lo dominante. Me parece que sigue siendo necesaria la existencia del Estado (eso sí, transformada y cuestionada en sus afanes de monopolización burocrática de lo político) ahí donde hace falta –sobre todo en América Latina- reforzar principios de igualdad en materia de salud, educación o derechos civiles, junto con desacelerar los flujos privatizadores del mercado y restarles poder de dominio económico a los organismos financieros transnacionales. Me parece que las izquierdas latinoamericanas no tienen otra opción que la de tratar de volver compatible la voluntad de ensayar reformas democratizadoras del Estado con los deseos de fortalecer una sociedad civil que amplifique las voces del disenso en sus luchas contra lo desigual y lo opresivo, lo restringido y lo excluyente de los diversos aparatos de control que buscan neutralizar la capacidad de invención política de las acciones colectivas.

¿Cuál es camino que debe tomar un proyecto de nueva izquierda? Chile ha visto cómo el orden normalizador de su democracia formal (no participativa) ha sido drásticamente cuestionado por los reiterados estallidos sociales que, se rebelan contra los abusos del mercado pero, además, contra la falta de imaginación política de una izquierda convencional; una izquierda que no ha sabido ampliar debidamente las fronteras de lo democrático para que, en lugar de la política en su versión instrumental, recobre fuerza lo político, es decir, los antagonismos de poder y representación en torno a las prácticas de constitución de lo social; los choques de identidades agitados por quienes no se sienten parte del reparto hegemónico (un reparto que divorció lo social de lo político y que subordinó lo político a lo económico, sofocando mediante el consenso forzado el “ruido sin sentido” del “desorden democrático”) y por quienes apelan, para transformar las injusticias de dicho reparto, a una redistribución de lo público y lo privado. Volver a conquistar esta dimensión intensiva de lo político supone abrirse a la incorporación de todas aquellas demandas -de clase, raza, etnia, género- que luchan contra las capturas de la identidad

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en aparatos de clasificación dominantes para que lo igualitario se expanda horizontalmente a subjetividades diferenciadas.

Si le seguimos llamando "izquierda" a un proyecto de radicalización democrática que junta múltiples líneas de asociación y convergencia trazadas desde lo explotado, lo oprimido, lo segregado, lo excluido, lo descalificado, lo minoritario y lo disidente (unas líneas que incluyen a coordenadas de identidad que van más allá de la dominación de clase y que no dejan nunca afuera las opresiones de género; unas líneas que abren márgenes para que la experiencia subjetiva de lo micro-político desborde creativamente las asignaciones de identidad y representación de la política tradicional que suele desconfiar de las subjetividades no-garantizadas), habrá que imaginar una izquierda suficientemente plural y fluida en sus contornos como para impulsar distintas capacidades de habla, entrelazar distintos territorios de identidad y sentido cuyos bordes se abren receptivamente a lo que no es todavía identificable o bien se presenta aun como paradójico. La afirmación del “ser de izquierda” parece remitir a una identidad ya recortada y delimitada en base a certezas (ser, pertenecer y representar) que se asumen previas al acto mismo de auto-constitución de las subjetividades políticas como si estas no se definieran, micro-políticamente, en las intersecciones de una sociabilidad mutante. Más que refugiarse en la consagración identitaria del “ser de izquierda” como bandera de representación, valoro la tacticidad del “defender posiciones de izquierda” para marcar desacuerdos localizados con la agencia neoliberal y su prepotente control de los signos, los bienes, las tierras, los cuerpos, los géneros, los haceres, los saberes, etcétera. A diferencia de lo instalado por una cierta rigidez maximalista contenida en el “ser de izquierda”, la libre experimentación con el acto multi-situado de “defender posiciones de izquierda” atraviesa territorios irregulares de discurso y acción (de la universidad a la calle pasando por los movimientos sociales, las instituciones formales e informales, los medios de comunicación, el diario vivir y la página del texto) y, por lo mismo, traslada la categoría fija del “ser” al transcurso variable e incompleto del “devenir”. Hablando de izquierda(s) en Chile, me quedaría con esta última itinerancia que no depende de un

como peligroso o desestabilizador sin posicionar a esto último en un “otro lugar”, la periferia interna describe la relación entre el núcleo o mainstream liberal y su “impensado” o bordes potencialmente problemáticos sin necesidad de apelar a criterios de distancia o de intensidad. La periferia interna es una región en la cual la distinción entre adentro y afuera es motivo de disputa y no puede ser especificada al margen de una polémica. Hablar de la política o de fenómenos políticos en los bordes del liberalismo es, pues, hablar de la periferia interna del liberalismo”. Pp. 18.

54 Dice J. Beasley-Murray: “Los principios de constitución y auto-organización subjetiva de la multitud rompen en forma decisiva tanto con la hegemonía como con la subalternidad”. Jon Beasley-Murray, Posthegemonía. Teoría política y América Latina, Buenos Aires, Paidós, 2010. P. 218

Otro libro de reciente publicación entra en la discusión teórica y política sobre populismo, revolución y emancipación Políticas de la teoría. Ensayos sobre subalternidad y hegemonía de John Beverley (Caracas, Celarg, 2011).

Dice J. Beasley-Murray:

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porvenir ya constituido…

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En la Universidad de Arte y Ciencias Sociales ARCIS, tuvimos la oportunidad de recibir a renombradas figuras internacionales ( Ernesto Laclau, Antonio Negri, Jacques Ranciére y otros) cuyos aportes teóricos y políticos estimulan la renovación del pensamiento de izquierda(s) con sus debates de posición sobre qué entender por democracia, emancipación, pueblo, multitud, hegemonía y antagonismos en la era globalizada del capitalismo intensivo. Después de los seminarios en la U. ARCIS, solíamos completar la visita a Chile con algún paseo de fin de semana a Valparaíso e Isla Negra que organizábamos con Javier, mi marido, en el caso de aquellos invitados con los que yo mantenía una relación más directamente personal. En una de las varias visitas a ARCIS de Ernesto Laclau, él aprovechó el viaje en auto a Isla Negra para recitar de corrido lo que consideraba ser los más memorables versos de Pablo Neruda y, de vuelta a Santiago desde Valparaíso, para cantar las canciones revolucionarias de su juventud militante cuando dirigía las revistas argentinas Izquierda Nacional y Lucha Obrera

En la foto aquí publicada, estamos frente a la casa de Pablo Neruda en Isla Negra con Toni Negri y Jean Franco. J. Franco, una amiga de larga data, es una crítica cultural que interpela la lengua reguladora de los congresos internacionales que estandarizan objetos de estudio y referencias bibliográficas, haciendo valer su marcada preferencia por los lenguajes en discordia que emergen de escenas culturales fragmentarias y descentradas. Jean n tiene, además, el valor de haber desafiado el latinoamericanismo con una irrenunciable postura feminista, usando el género no como una definición de identidad sino como una categoría de análisis que interviene críticamente en lo que llamó las “luchas por el poder interpretativo” de la cultura y la política en América Latina. Durante el almuerzo en Valparaíso, sostuvimos una animada conversación con Toni Negri y Jean Franco que giró en torno a detalles más o menos inéditos de las experiencias de vida intelectual y política de Negri, incluyendo sus relaciones con Deleuze y Guattari que suscitaban una especial curiosidad de parte de Jean y mía. Aproveché de contar la visita de Guattari a Chile (1991) posterior a su estadía en Brasil donde, acompañado de la psicoanalista Suely Rolnik, se involucró intensivamente en la campaña de Lula del PT (Partido de los Trabajadores) tal como quedó recogido en el libro Micropolítica. Cartografías del deseo, editado por la misma S. Rolnik. De vuelta a París después de este último viaje a Santiago en el que lo entrevisté para la Revista de Crítica Cultural, Félix Guattari me envió su último libro Chaosmose (1992): cuando llegaron el libro y su dedicatoria ya había ocurrido la noticia de su sorpresiva muerte que ocurrió en el entretanto de lo que demoró el envío por correo. En Santiago, Guattari me había instado a conocer a la brasileña Suela Rolnik del mismo modo en que le había recomendado a ella -lo supe despuéshacer lo mismo a la inversa. Cuando finalmente ambas nos conocimos y pudimos vivenciar la complicidad imaginariamente tramada por Guattari, le agradecimos a su memoria el habernos dejado como herencia micro-política el concitado puente de esta “afinidad selectiva”.

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Michael Lazzara, Nelly Richard y la crítica cultural desde américa latina* … Desde Chile, Nelly Richard se destaca como una de las intelectuales públicas actuales más importantes y también como fundadora de una práctica crítica que, a modo de contraste con los estudios culturales, se autodenomina crítica cultural. Su obra crítica emerge durante los años convulsionados de la dictadura de Pinochet (1973-1990) con la intención de dar cuenta de los trabajos neovanguardistas de un grupo de artistas (designado por Richard como la “Escena de Avanzada”) cuyas obras querían interrogar, desde una estética de lo fragmentario, lo parcial y lo oblicuo, las gramáticas del poder hegemónico dictatorial. A partir del comienzo de la transición a la democracia en 1990, Richard ha seguido investigando los nexos entre arte, política, cultura y teoría, particularmente en referencia a las problemáticas de la memoria, el neoliberalismo, la globalización, la identidad, la democratización y el género. En esta trayectoria crítica, Richard mantiene un enfoque constante sobre los márgenes, intersticios y bordes de la expresión cultural, apostando que estos sitios “residuales” sean el lugar más adecuado para interrogar a los lenguajes totalitarios y a las construcciones macronarrativas de la actualidad (Nelly Richard, Residuos y metáforas). Con su Revista de crítica cultural, fundada al inicio del periodo postdictatorial, Richard ha logrado promover un diálogo productivo situado en la encrucijada de perspectivas teóricas europeas, estadunidenses y latinoamericanas. Sin descartar los debates internacionales, la Revista jamás se aleja de su misión de destacar las especificidades de la transición chilena y sus múltiples problemas locales. Un grupo de intelectuales provenientes de múltiples campos disciplinarios contribuye regularmente a la Revista con ganas de generar una publicación híbrida cuya transdisciplinariedad no sólo refleja sino debate los significados y ramificaciones de una práctica de la crítica cultural. En términos genealógicos, la crítica cultural de Richard tiene sus orígenes en una mezcla ecléctica de corrientes intelectuales europeas y latinoamericanas. Por una parte, debido a su propia formación intelectual en Francia, se observa en sus escritos un claro legado del pensamiento continental europeo (el psicoanálisis, la Escuela de Frankfurt, los estudios culturales británicos, el estructuralismo francés, el posestructuralismo, la deconstrucción) que enfatizan

* “Crítica cultural”, Mónica Szurmuk y Robert McKee Irgwin (coords.), Diccionario de Estudios culturales latinoamericanos, México, Siglo XXI, 2009.

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conceptos tales como la textualidad, la naturaleza discursiva de cualquier medio (ya sea cultural, social, político o incluso económico), las políticas del acto crítico o la inscripción del deseo subjetivo en la escritura. Al mismo tiempo, se evidencia en su obra una herencia latinoamericana que probablemente tenga sus raíces en ensayistas de los siglos XIX y XX (Martí, Hostos, Mariátegui, Ortiz, Rama, y otros) que aportan una aproximación multidisciplinaria al análisis de los fenómenos políticos y culturales y, aún más importante, se interesan no sólo por la marginalidad social sino también por la producción de subjetividades y discursos que existen en una relación tensionada con el poder.

Al parecer, la obra de Richard quiere abrir un diálogo tanto con las producciones teórico-culturales de la metrópolis como con las de la periferia. Al hacer hincapié en la materialidad estética (es decir, la configuración lingüística, los lapsos, las fallas, los deseos) de diversos discursos que provienen de diferentes lugares de producción, Richard logra registrar una “crítica de la crítica” que se sitúa intelectualmente en un campo de lucha pensada en y desde el margen. De esa manera, la contradicción aparente —y que algunos le han imputado a Richard— de pensar a América Latina recurriendo a herramientas teóricas metropolitanas, se anula cuando se considera que Richard quiere resituar estas teorías, ponerlas en jaque, y aprovecharlas en función de un proyecto eminentemente latinoamericano. Más allá de la cuestión estética, es posible enumerar otros rasgos distintivos de la crítica cultural richardiana, entre ellos:

Su enfoque sobre lo extrainstitucional y lo marginal. Mientras Richard ve a los estudios culturales como una práctica circunscrita a los espacios universitarios metropolitanos, la crítica cultural, sin dar la espalda totalmente a la universidad, desearía llamar la atención sobre las limitaciones del “sistema” y hablar desde posiciones laterales y descentradas (lo femenino, las heterologías genéricosexuales, lo subalterno, etc.).

Su carácter anti o transdisciplinario. Desde esta perspectiva, la crítica cultural no debería entenderse como una práctica homogénea ni programática, sino como una práctica cuestionadora de los modos de construcción y diseminación de los saberes académicos. La crítica cultural, en oposición a la filosofía universitaria, la crítica literaria académica, y las ciencias sociales, dialogaría con y aprovecharía (fragmentariamente) cada una de estas disciplinas, pero siempre interrogando no sólo los contenidos sino las formas de transmisión del

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saber gremial institucionalizado (e.g. el paper, la cita académica, las normas editoriales impuestas). Según John Beverley, ese “escepticismo radical con relación a la autoridad de la universidad y el saber académico” sería el principal punto de contacto entre la crítica cultural richardiana y los estudios subalternos. Sin embargo, Beverley cuestiona a la crítica cultural por sobreprivilegiar al intelectual como una figura “necesaria para revelar las complicidades y complicaciones de la colonialidad del poder”. Volviendo a la visión de Richard, los textos de la crítica cultural serían escritos híbridos y no fácilmente clasificables, formas que mezclan el ensayismo con el análisis deconstructivo y la crítica teórica para “examinar los cruces entre discursividades sociales, simbolizaciones culturales, formaciones de poder, y construcciones de subjetividad”. En vez de hablar sobre la crisis latinoamericana desde un “saber controlado”, Richard argumenta a favor de hablar desde la crisis y el “descontrol del pensar”, enfatizando el fragmento, el borde, la fisura y la fuga (en el sentido deleuziano) como conceptos centrales de su práctica crítica… Así, la crítica cultural busca poner en jaque a los mismos dispositivos de teorización y deconstruir las formas en que habla la crítica académica. El cómo y desde dónde hablar vendrían a ser, entonces, preguntas clave para armar una “crítica de la crítica”. Su preocupación por la posicionalidad enunciativa del discurso teórico. Richard remarca repetidamente la importancia de lo local como un sitio estratégico desde donde pensar, teorizar y actuar. Si los estudios culturales y el “latinoamericanismo” hablan sobre América Latina, la crítica cultural intentaría hablar desde ella, consciente de que “ya no es posible una teoría latinoamericana que se piense independiente de la trama conceptual del discurso académico metropolitano”, pero queriendo siempre rescatar los detalles, accidentes, borraduras, memorias y singularidades de los contextos locales. Sin descartar conceptos claves de los estudios culturales como la alteridad, la marginalidad y la subalternidad, Richard exige mantener abierto los debates centro/periferia, local/ global, original/copia, para pensar la relación tensionada entre “ubicación de contexto y posición de discurso”

Sus políticas identitarias no esencialistas. En un contexto caracterizado por el mestizaje y la mutación de las identidades nacionales, sexuales y étnicas, Richard amonesta contra la esencialización del sujeto latinoamericano. La crítica

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cultural ve un peligro en que conceptos como la otredad y la marginalidad puedan ser cooptados por el saber metropolitano bajo la máscara de la inclusión democrática mientras, en la práctica, se olvida al “otro real” inserto en contextos locales específicos. Richard, además, expresa un temor a que estos conceptos puedan ser banalizados o vaciados de sentido debido a su repetición excesiva en el medio académico. De ahí, un cuidadoso examen del léxico crítico de Richard revela que palabras como volumen, densidad y peso se ligan, a menudo, a la noción de experiencia para recordar a los lectores que la experiencia real, vivida por sujetos en crisis, jamás debe ser eclipsada o blanqueada por los poderosos discursos de la globalización y la teoría metropolitana.

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Leonor Arfuch, El atrevimiento de la crítica.* Desde el título mismo (Crítica de la memoria: 1990-2010), el libro de Nelly Richard se plantea como un atrevimiento: la crítica de la memoria, un significante preciado y por demás emblemático, que excede en mucho el ámbito de nuestras sociedades “post-dictatoriales” para desplegarse en el conflictivo horizonte de un mundo global. Desde hace varias décadas, la memoria, y en especial la traumática, se ha convertido en objeto privilegiado de indagación y tematización, en un arco que va de la reflexión teórica a la política, del espacio mediático a las prácticas artísticas, del testimonio o la biografía a la narrativa ficcional, del interior del museo a la intervención en la superficie territorial y urbana. Esta diversidad de registros traza a su vez una cartografía intrincada donde el énfasis de la rememoración y la conmemoración –oficial, sectorial, grupal- ya sea en discursos, acontecimientos, efemérides o huellas materiales –monumentos, memoriales, museos- nunca supone un aquietamiento: hay polémicas, debates, confesiones, nuevos relatos, documentos que salen a la luz, archivos secretos que se abren: la memoria, aún en camino de convertirse en historia, es esencialmente confrontativa. Confrontación entre actores diversos –Estados, organismos, comunidades, grupos, víctimas, victimarios- y entre puntos de vista divergentes en los propios campos de identificación: memoria en singular, como resistencia al olvido y deber ético que tiende a lo universal, se enfrenta siempre a memorias, múltiples, particulares, aunque no dejen de ser colectivas. Todo intento de memoria pública estará entonces atravesado por la tensión entre universal y particular, por los diversos sentidos en disputa. Así, y aún desde el convencimiento de la necesidad de recordar, se imponen ciertas preguntas obligadas: qué, quién/es, cómo y para qué se recuerda. Preguntas que conllevan –como una sombra- su contracara: qué es lo que queda fuera, lo que se niega, se oculta o se olvida. Ése es el territorio conflictivo en el que se aventura Nelly Richard al abordar, con su reconocida precisión teórica y destreza analítica, los desgarramientos de la memoria en Chile –una temática que le es profundamente familiar-, tanto en la metáfora espacial de la “transición hacia la democracia” como en la metáfora temporal de la “post-dictadura”, cuyo diferimiento –en el sentido derrideanoimplica también, perturbadoramente, el presente, o mejor, el presente del pasado, abierto a lo no dicho, lo no consumado, lo no saldado.

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Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

Podemos distinguir en el libro dos modalidades de la crítica: por un lado, una punzante “crítica negativa” de la memoria oficial que en la post-dictadura abogó tempranamente por una idea inclusiva, de consenso y reconciliación “entre todos los chilenos”, sin extremar los recursos de la justicia y sin el debido reconocimiento a las víctimas y a sus deudos; por el otro, en una apuesta quizá más riesgosa, una crítica de la memoria acrítica, aquella que se cristaliza en un relato sectorizado; aquella donde la compasión hacia las víctimas a menudo exculpa de pensar en la responsabilidad colectiva –como si los crímenes no hubieran sido contra la sociedad toda-; aquella que mistifica la militancia eximiéndola de su confrontación histórica.

La otra dimensión de la crítica, la de las distintas memorias en disputa, se despliega a través de una serie de objetos en cuyo análisis la autora tiene una maestría indiscutible: discursos, manifestaciones callejeras y mediáticas, imágenes, testimonios, revelaciones y confesiones, filmes, experiencias artísticas, marcas urbanas, museos, memoriales, monumentos. Un conjunto heterogéneo, géneros, temáticas, estéticas y procedimientos compositivos de diverso tenor, irreductibles a un modelo único de lectura, cuya temporalidad e investidura afectiva son consustanciales a la interpretación. Materia sensible –voces de la tortura y el sufrimiento, recuerdos dolientes, imágenes auráticas que luchan contra el vacío de la desaparición, relatos, iluminaciones del arte en lugares de tormento, espacios memoriales que dicen y desdicen una narrativa a compartir. Empresa difícil, que supone tanto el dominio de la teoría y el método como el cuidado y el arrojo: quiero decir, la delicadeza en el tratamiento de esa materia sensible y al mismo tiempo la firme determinación de hacer también su crítica.

Los textos reunidos muestran admirablemente el cómo hacerlo: desmontando los dispositivos semióticos e ideológicos del poder, descifrando los silenciamientos, fallas, omisiones del discurso social, negándose al “todo o nada” y a la reverencia de lo “indecible” pero en resguardo de las sensibilidades heridas, dando cuenta de las batallas de la memoria, sus zonas de riesgo, su disrupción, su imposible aquietamiento. Una perspectiva que también subvierte con destreza los límites canónicos de las disciplinas, diseñando espacios intersticiales entre la estética, la sociología, la teoría política, la filosofía y los estudios culturales, no como una sumatoria de enfoques sino en una articulación reflexiva que es ya un estilo de autora, singular y reconocible.

209 IV. POLÍTICA

¿Qué queremos decir con esto? En primer lugar, que el cómo tiene una enorme importancia para todo análisis crítico y que hace esencialmente al qué [o, como dirían los lingüistas, que el enunciado es inseparable de los modos de su enunciación]. Y que, en este caso, supone ir más allá de la descripción y la propia opinión para postular –y desarticular- los modos de construcción del objeto, sus presupuestos, sus lecturas virtuales, su impacto en la recepción, su resonancia en otros textos y contextos. En segundo lugar, que el trabajo de la memoria –sea en el testimonio, la literatura, el arte, los medios, la investigación social, el museo, la planificación educativa, la transmisión- no debe contentarse con su justificación en términos de “buenas causas” sino ser capaz de interrogarse –y ser interrogado- acerca de sus modalidades de puesta en forma y por ende en sentido: discursivas, semióticas, éticas, estéticas. En tercer lugar –y este orden no es jerárquico- que toda incursión crítica sobre el tema deberá resistirse a una “conclusión”, respetar el desorden y el fragmento, la superposición de voces, de tiempos y de espacios, la imposible sutura de un corpus “representativo”. Así sucede en este recorrido, apenas pautado por subtítulos, más sugerentes que explicativos y que queda abierto a la propia introspección. Finalmente, y lo digo al final aunque el impacto deslumbra desde las primeras frases de este libro, toda la originalidad y agudeza del pensamiento de Nelly Richard se cifra de forma magistral en su escritura, de una potencia metafórica y política que, como rara vez sucede, se anuda a la teoría e inscribe su obra –y aquí vuelvo al comienzo de mi texto- en el marco de una interrogación ética sobre los derechos humanos de validez universal.

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* Comentario de Nelly Richard sobre la fotografía de la página anterior (Pág.213/Arriba) Estamos en la Casa Central de la Universidad de Chile, presentando la primera Separata de los Imaginarios Culturales para la Izquierda (noviembre 2009) en el marco de la candidatura presidencial del “Junto Podemos” representada por Jorge Arrate. La intervención de la Casa Central –con sus monumentales banderas de Chile- estuvo a cargo de Gonzalo Díaz y Nury González quiénes le dedicaron a este montaje tan especial su acostumbrado rigor conceptual y su notable inteligencia artística. A los pies de la estatua de Andrés Bello, es decir, de quién quiso dotar a la lengua de una estructura (la gramática) que normara el habla, presentamos un “archivo en construcción” que se proponía desclasificar nombres y, también, indisciplinar los términos que se encuentran políticamente afiliados a la democracia neoliberal.

La mecánica de producción editorial de los Imaginarios Culturales para la Izquierda fue la de un trabajo colectivo: un trabajo en progreso (inconcluso, fragmentario, heterogéneo, múltiple) que, al hacerse entre muchos, vuelve a instalar la figura de lo comúncomunitario para repolitizar ciertos modos de hacer y pensar la creación que, durante la transición, dejaron de tener el carácter –urgido y urgente- de una búsqueda crítica, para integrarse plácidamente al establishment académico y las economías culturales de mercado. El apasionado trabajo colectivo de los Imaginarios Culturales para la Izquierda nos reanimó con la vibrante ilusión de que el campo cultural podía ser algo más que una controlada suma de nichos universitarios, de fondos concursables, de selecciones curatoriales y de ferias editoriales para la exportación. Los cilindros de las poderosas rotativas de prensa del diario El Siglo (filmadas por Mariana Bavarovic) imprimieron la primera Separata de los Imaginarios Culturales para la Izquierda. Luego nos trasladamos hasta El Clinic que lleva grabado en sus título y sub-título un cruce de la memoria que concierne a nuestro proyecto: la marca indeleble del arresto internacional del ex dictador Pinochet (Londres, 1998, “The Clinic”) junto con la histórica cita del diario El Clarín “…firme junto al pueblo..”. Además de la solemne Casa Central de la Universidad de Chile, los Imaginarios Culturales para la Izquierda se exhibieron en la valiosa Galería Metropolitana

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de la Comuna de Pedro Aguirre Cerda para, luego, trasladarse hacia el amistoso punto de encuentro de la diversidad sexual (Vox Populi). En la presentación de la segunda Separata de los Imaginarios Culturales para la Izquierda ahí realizada (enero 2012), el sindicalista chileno Cristián Cuevas se refirió a la necesidad de ampliar los “imaginarios críticos” de la izquierda. A diferencia del ex presidente de la CUT (Central Unitaria de Trabajadores) Arturo Martínez quién declaró, a propósito de las marchas estudiantiles del 2011, que los “profesores de filosofía tienen la culpa de llenarles la cabeza deporquerías a los estudiantes para que salgan a tirar piedras”, Cristián Cuevas sí estaría de acuerdo con nosotros en quelas reformas del pensamiento son necesarias para transformar las condiciones de inteligibilidad de eso que llamamos “realidad” (histórica, política, social, económica) y prefigurar así los cambios de la subjetividad individual y colectiva. Sin las aventuras del pensamiento crítico y sus desórdenes creativos, no hay izquierda capaz de atravesar la multiplicidad de potencias emancipadoras que deben conjugarse sin nunca sacrificar la singularidad expresiva de las diferencias. 215

IV. POLÍTICA

Bibliografía

Cuerpo correccional, Santiago de Chile, V.I.S.U.A.L, 1980.

La cita amorosa (sobre la pintura de Juan Dávila), Santiago de Chile, Francisco Zegers editor, 1984.

Margins and Institutions: Art in Chile since 1973, Melbourne, Art & Text, 1986 [2ª edición: Márgenes e instituciones. Arte en Chile desde 1973, Santiago de Chile, Ediciones Metales Pesados, 2008].

La estratificación de los márgenes, Santiago de Chile, Francisco Zegers editor, 1989.

Masculino/femenino: prácticas de la diferencia y cultura democrática, Santiago de Chile, Francisco Zegers editor, 1993.

217 Bibliografía
Libros

La insubordinación de los signos. Cambio político, transformaciones culturales y poéticas de la crisis, Santiago de Chile, Cuarto Propio, 1990.

Residuos y metáforas (Ensayos de crítica cultural sobre el Chile de la transición), Santiago de Chile, Cuarto Propio, 1998.

Fracturas de la memoria. Arte y pensamiento crítico, Buenos Aires, Siglo XXI, 2007.

Feminismo, género y diferencia(s), Santiago de Chile, Palinodia, 2008.

Campos cruzados. Crítica cultural, latinoamericanismo y saberes al borde, La Habana, Casa de las Américas, 2009.

Lo político y lo crítico en el arte, Valencia, IVAM, 2010.

Crítica de la memoria (1990-2010), Santiago de Chile, Ediciones Universidad Diego Portales, 2010.

Diálogos latinoamericanos en las fronteras del arte, Santiago de Chile, Ediciones UDP, 2014

Poéticas de la disidencia: Paz Errázuriz - Lotty Rosenfeld. 56 Bienal de Venecia. 2015. Barcelona. Ediciones Polígrafa.

Latencias y sobresaltos de la memoria inconclusa, Buenos Aires, Edubin, 2017

Abismos temporales. Feminismo, estéticas travestis y teoría queer, Santiago de Chile, Metales pesados, 2018.

Las reescrituras y contraescrituras de la Escena de Avanzada. Santiago de Chile, Facultad de Arte Universidad de Chile, 2020.

Zona de tumultos: memoria, arte y feminismo. Textos reunidos (1986-2020), Buenos Aires, CLACSO, 2021.

218 Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

Libros

María Eugenia Brito, Diamela Eltit, Gonzalo Muñoz, Nelly Richard, Raúl Zurita, Desacato. Sobre la obra de Lotty Rosenfeld, Santiago de Chile, Francisco Zegers editor, 1986.

Gustavo Buntinx, Carlos Pérez Villalobos, Nelly Richard, El fulgor de lo obsceno, Santiago de Chile, Francisco Zegers editor, 1989.

Nelly Richard y Diamela Eltit, Moción de orden. Lotty Rosenfeld, Santiago de Chile, Ocho Libros editores, 2002.

Claudia Donoso, Gonzalo Leiva, Nelly Richard, Paz Errázuriz: Fotografía: réplicas y sombras. 1983-2002, Santiago de Chile, Origo Ediciones, 2004.

Nelly Richard y Carlos Ossa, Santiago imaginado, Bogota, Taurus, 2004

Ediciones

Arte en Chile desde 1973. Escena de Avanzada y sociedad, Santiago de Chile, FLACSO, 1987.

Políticas y estéticas de la memoria, Santiago de Chile, Cuarto Propio, 2000

Utopía(s). 1973-2003: Revisar el pasado, criticar el presente, imaginar el futuro, Santiago de Chile, Universidad ARCIS, 2004.

Debates críticos en América Latina I 36 números de la Revista de Crítica Cultural (1990-2008), Santiago de Chile, Editorial ARCIS/Cuarto Propio/Revista de Crítica Cultural, 2008.

Debates críticos en América Latina II 36 números de la Revista de Crítica Cultural (1990-2008), Santiago de Chile, Editorial ARCIS/Cuarto Propio/Revista de Crítica Cultural, 2008.

Debates críticos en América Latina III. 36 números de la Revista de Crítica Cultural (1990-2008), Santiago de Chile, Editorial ARCIS/Cuarto Propio/Revista de Crítica Cultural, 2009.

en co-autoríacatálogo
219 Bibliografía
de libros

Libros en coedición

Coloquios de la Trienal de Chile, Vol. 1, El arte en diálogo y tensión con las transformaciones sociales y culturales del mundo contemporáneo, Santiago de Chile, Ediciones Fundación Trienal, 2009.

Catálogo de la Trienal de Chile, Vol. 2, Santiago de Chile, Ediciones Fundación Trienal, 2010.

En torno a los estudios culturales. Localidades, trayectorias y disputas, Santiago de Chile, Editorial ARCIS/CLACSO, 2010.

Carmen Berenguer, Eugenia Brito, Diamela Eltit, Raquel Olea, Eliana Ortega, Nelly Richard, Escribir en los bordes. Congreso internacional de literatura femenina latinoamericana, Santiago de Chile, Cuarto Propio, 1990.

Alberto Moreiras y Nelly Richard, Pensar en/la postdictadura, Santiago de Chile, Cuarto Propio, 2001.

Pablo Oyarzún, Nelly Richard, Claudia Zaldivar, Arte y política, Santiago de Chile, Editorial ARCIS, 2005.

Carolina Herrera y Nelly Richard, Escuelas de arte, campo universitario y formación artística, Santiago de Chile, Facultad de Arte Universidad de Chile, 2015.

Traducciones

Intervençoes críticas: arte, cultura, gênero e política, Bello Horizonte, Editora UFMG, 2002

Cultural Residues: Chile in Transition, trad. Alan West-Duran y Theodore Quester, Minneapolis, University of Minnesota Press, 2004.

The Insubordination of Signs: Political Change, Cultural Transformations, and Poetics of Change, trad. Alice Nelson y Silvia Tandeciarz, Durham, Duke

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Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

Libros y números de revista sobre Nelly Richard

University Press, 2004.

Masculine/Femenine: Practices of Difference(s), trad. Silvia Tandeciarz y Alice Nelson, Durham, Duke University Press, 2004.

Eruptions of Memory, Cambridge, Polity. 2019.

Hernán Vidal, Tres argumentaciones postmodernistas en Chile, Santiago de Chile, Mosquito comunicaciones, 1998.

Ana del Sarto, Sospecha y goce: Una genealogía de la crítica cultural en Chile, Santiago de Chile, Cuarto Propio, 2010.

Taller de Letras, número 54, PUCH, Santiago de Chile, 2014 [Dossier: Homenaje a Nelly Richard]

Papel Máquina. Revista de cultura, número 14, Santiago de Chile, 2020 [número dedicado a Nelly Richard, editado por Alejandra Castillo].

221 Bibliografía

Biografías

Nelly Richard es crítica y ensayista. Estudió Literatura Moderna en la Universidad de La Sorbonne (Paris III). Fue fundadora y directora de la Revista de Crítica Cultural (1990-2008). Recibió la Beca Guggenheim en Humanidades, 1996 y en el año 2017 el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes (CNCA) del Gobierno de Chile la distinguió con el primer Premio a la Difusión y Desarrollo de las Artes Visuales Carmen Waugh.

Nelly Richard es una de las más originales críticas culturales de Latinoamérica. Sus ensayos hibridan lo mejor de la filosofía y la teoría del arte con la crítica literaria y el pensamiento feminista.

Entre otros libros ha publicado: Reescrituras y contraescrituras de la Escena de Avanzada, edición Diego Parra, (Santiago de Chile, Ediciones del Departamento de Artes Visuales/Universidad de Chile, 2020); Abismos temporales. Feminismo, estéticas travestis y teoría queer (Santiago de Chile, Metales pesados, 2018); Latencias y sobresaltos de la memoria

inconclusa (Buenos Aires, Edubin, 2017); Crítica de la memoria (Santiago de Chile, Ediciones UDP, 2010); Campos cruzados. Crítica cultural, latinoamericanismo y saberes al borde (La Habana, Casa de las Américas, 2009); Feminismo, género y diferencia(s) (Santiago de Chile, Palinodia, 2008, 2018); Fracturas de la memoria. Arte y pensamiento crítico (Buenos Aires, Siglo XXI, 2007); Intervenciones críticas. Arte, cultura, género y política (Belo Horizonte, Editora Universidad Federal de Minas Gerais, 2002); Residuos y metáforas. Ensayos de crítica cultural (Santiago de Chile, Cuarto Propio, 1998); La insubordinación de los signos: cambio político, transformaciones culturales y poéticas de la crisis (Santiago de Chile, Cuarto Propio, 1994); Masculino/femenino: prácticas de la diferencia y cultura democrática (Santiago de Chile, Francisco Zegers editor, 1993); La estratificación de los márgenes (Santiago de Chile, Francisco Zegers editor, 1989); Márgenes e instituciones. Arte en Chile desde 1973 (Melbourne/ Santiago de Chile, Art and Text/Francisco Zegers editor, 1986; reeditado en Santiago de Chile por Metales pesados en 2007, 2014).

Fue directora del Magister en Estudios Culturales y Vicerrectora de Extensión y Publicaciones de la Universidad ARCIS.

Alejandra Castillo (1974), Doctora en Filosofía. Profesora titular del Departamento de Filosofía de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación, UMCE. Directora de la Revista de Cultura Papel

Máquina. Es autora de La república masculina y la promesa igualitaria (edición ampliada 2021, 2005), Adicta imagen (2020), Matrix. El género de la filosofía (2019), Asamblea de los cuerpos (2019), Crónicas feministas en tiempos neoliberales (2019), Simone de Beauvoir. Filósofa, Antifilósofa (2017), Disensos feministas (2018, 2016), Imagen, cuerpo (2015), Ars disyecta. Figuras para una corpo-política (2018, 2014), El desorden de la democracia. Partidos políticos de mujeres en Chile (2014), Nudos feministas. Política, filosofía, democracia (2018, 2011), Democracia, políticas de la presencia y paridad (2011), Julieta Kirkwood. Políticas del nombre propio (2020, 2007). Editora de Imágenes de Gramsci (2017), Martina Barros, Prólogo a la

224 Crítica y política: Conversaciones con Nelly Richard

‘Esclavitud de la Mujer’ (2009); y co-editora de Arte, archivo y tecnología (2012), Re-escrituras de José Martí (2008) y Nación, Estado y cultura en América Latina (2003).

225

Miguel Valderrama (1971) es historiador. Doctor en Filosofía, mención estética y teoría del arte (Universidad de Chile). Desde su fundación integra el equipo editorial de la revista de cultura Papel Máquina. Con Antonio Gramsci Artes del retrato, obtuvo el año 2020 el Premio Nacional de Ensayo Inédito otorgado por el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio del gobierno de Chile. Entre otros libros ha publicado Sublime histórico (2021), Antonio Gramsci. Artes del retrato (2021), Modernismos historiográficos. Artes visuales, postdictadura, vanguardias (2021, 2008), Prefacio a la postdictadura (2018), Coloquio sobre Gramsci (2016), Traiciones de Walter Benjamin (2015), Heterocriptas (2010), La aparición paulatina de la desaparición en el arte (2009), Heródoto y lo insepulto (2006) y Posthistoria (2005). Es coautor de Hegemonía y visualidad. Inventario [1987-2017] (2019), Consignas (2014) e Historiografía postmoderna (2010). Editor de los volúmenes Patricio Marchant. Prestados nombres (2012) y ¿Qué es lo contemporáneo? Actualidad, tiempo histórico, utopías del presente (2011). Biografías

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