«Lo que oímos, lo que vieron nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos de la palabra, que es vida» (1 Jn 1, 1). Esta confidencia resume muy bien la experiencia de Juan. En la vida de Pablo hubo un antes y un después: de impostor, Jesús se convirtió para él en su Señor. Juan no conoció esa ruptura. Durante varios años, fue amigo de un hombre, de un profeta, en el que poco a poco reconoció a Cristo. Tras la noche de la pasión, descubre maravillado que su amigo era el Hijo de Dios, ¡es el Hijo de Dios! Y ésa es la paradoja del Jesús de Juan: es un ser muy humano al que se puede ver y tocar, pero en él, con los ojos iluminados por el Espíritu, se percibe el misterio inaudito del Verbo, del Hijo de Dios. Un hombre El Jesús de Jn es muy humano; tiene nuestro cuerpo y nuestra psicología. Cansado, se sienta en el brocal del pozo y pide de beber a una mujer desconocida (4, 6s); tiene un sitio donde puede cobijar una noche a sus amigos (1, 38; 3,2); tiene amigos: Lázaro, María, Marta (11-12); conoce la desazón y llora por su amigo Lázaro (11, 33.35); acude a las bodas (2, 1s); es capaz de enfadarse y derriba las pesadas mesas de los traficantes (2, 15). Como buen psicólogo, conoce el corazón humano (2, 25). Infinitamente respetuoso de los demás, puede evocar con la samaritana la vida turbulenta de aquella mujer sin que ella se sienta juzgada, y mucho menos condenada, como la mujer adúltera. Es alguien capaz de revelar a un ser, aunque sea pecador, lo mejor de sí mismo.