Cave Ogdon
LOS INCo'MODOS
E D I T O R I A L
Ilustración: Ale Ayala Pastore Diseño: Cecilia Rivarola © Gabriel Ogdon. Los incómodos Editorial Arandurã Tte. Fariña 1028 Asunción-Paraguay Telefax: (595 21) 214 295 e-mail: arandura@hotmail.com www.arandura.com.py Diciembre 2015 ISBN:
I don’t want to own anything until I know I’ve found the place where me and things belong together TRUMAN CAPOTE: BREAKFAST AT TIFFANY’S
MOCHILA
CUANDO LOS VI, cargando sus pesadas y abultadas mochilas, encorvados y sonrientes, con ojos iluminados por la curiosidad, era solo un niño. Pero ahora comprendo que la imagen de aquellos “sucios mochileros”, como oí que los llamó mi padre, quedó ciertamente impresa en mi memoria, aunque como una página escrita a medias y volteada. Durante mucho tiempo, no fue un recuerdo nítido para mí, ni demasiado consciente, a pesar de que, a veces, en mi casa, antes de dormirme por completo, solo en mi cuarto, por un breve y fugacísimo instante, uno de los mochileros se me volvía a aparecer, acarreando su equipo de viaje, con un aro brillante y plateado perforándole la nariz huesuda, un tatuaje con motivos tribales devorando uno de sus largos brazos, el cabello mugriento y grasoso, recogido en forma de rodete, como una corona marrón y negra. Lo veía a él y a otros semejantes, cruzando una vez más la avenida, acampando en una esquina bulliciosa de la ciudad, al amparo de un semáforo oxidado y descolorido. Uno de ellos extendía en el suelo, recalentado por el sol, ante la indiferencia de la gente, piezas de artesanía; 7
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otro se ponía a jugar, con asombrosa habilidad, con tres o cuatro malabares que, en cada veloz ascenso, salpicaban el aire con sus colores, con sus imprecisos giros; otro, el más delgado de todos, despreocupado de exhibir un torso famélico y tostado, afinaba una vieja guitarra. Eso pasó en mi infancia y, extrañamente, se repitió a mis veinte años. Como aparecidos por influjo de una vara embrujada, se materializaron de nuevo una tarde en que yo salía de la facultad de Derecho. Eran otros, no los que yo recordaba de mi niñez, pero, al mismo tiempo, eran los mismos, arrastrando, junto con sus voluminosas mochilas, una estela de mi pasado, perdida y recuperada ahora gratuitamente. Aparecieron o resurgieron –para el cuento es lo mismo– en medio de una plaza adyacente al vetusto edificio donde funcionaba la facultad, plaza que yo cruzaba en línea recta, cabizbajo, con un libro de Derecho Constitucional y un cuaderno de apuntes en la mano. Eran tres o cuatro, pero se separaron en diferentes direcciones luego de intercambiar pareceres, monosílabos, alguna risotada. Me puse a observarlos sentándome en un banco desvaído, depositando a un lado mis materiales de estudio para fumar el único cigarrillo que llevaba encima. En ese momento, supe que, en el fondo, contra todo lo que pensaban los de8
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más, incluso contra lo que pensara yo mismo, aún era un niño quemando el tabaco con un fósforo tembloroso, chamuscando repentinamente los años de mi adolescencia y de mi temprana juventud, aferrándome, enfebrecido, a una visión recobrada de mi niñez, cargada de emociones inefables, recibiendo en la cara el golpe del viento que ahora volteaba la hoja donde había comenzado a escribir la historia de los mochileros hacía mucho tiempo. Me pareció que mi vida, que ninguna vida, ningún tramo de existencia, podía tener mucho sentido ni sujetarse a la lógica. Lo supe entonces, me puse de pie y caminé detrás de uno de ellos, que era enjuto, llevaba trenzas y fabricaba letras y palabras valiéndose de una pinza de acero y una tira de alambre. Tenía los dientes grandes y hablaba con largas pausas, como si creyera necesario, entre frase y frase, rellenar una vasija imaginaria, suspendida en el aire, con un respetuoso silencio. Venía de Antofagasta y los demás compañeros de ruta, argentinos y bolivianos, lo llamaban “Chileno”, a secas, desde un mediodía en que lo conocieron comiendo en un mercado de La Paz, donde por primera vez conoció el vértigo a las alturas y experimentó un desmayo. Había estudiado filosofía por algunos años y luego había resuelto abandonar Chile, valerse de sus piernas para recorrer el extenso continente y de sus manos para aprender oficios impensables. El chi9
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leno me mostró con orgullo un par de dibujos hechos a carbonilla: paisajes que capturaban su interés, su sensibilidad, durante el viaje. Derrochaba un talento para el dibujo en virtud del cual nada tenía que envidiar a dibujantes que yo conocía y de los que habría querido burlarme en ese momento. Después vinieron los demás y se detuvieron a hablar conmigo como si yo fuera su igual, contándome historias similares a las del chileno, pericias de viajes, novelas que merecían ser escritas, pero que jamás conseguiré escribir en una sola vida. Ellos conformaban un mundo abierto y, a la vez, cerrado, que parecía rodar por sí solo a lo largo de fronteras y geografías. Estaban unidos por un impulso indomable de libertad extrema, por un sentido primitivo de resistencia a la costumbre o a la rutina, a cualquier tipo de amarre. Había, también, una uruguaya, de apariencia hermosa y etérea, que me obsequió una pulsera artesanal y pareció interesarse en mi propia historia. Luego de escucharme, me habló de rémoras, de engaños, de la finitud de la vida y la importancia de aprovechar el tiempo de que disponemos, del coraje de ser diferente en un mundo hipócrita, corrompido, que necesitaba una total purificación para no despeñarse por el barranco. 10
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El aire puro de Machu Picchu; el mar invadiendo la playa de Pipa, embravecido en un día lluvioso, porfiándose sobre su vegetación y sus acantilados; la inabarcable superficie estriada del Salar de Uyuni; las frágiles dunas de su propio país; la uruguaya había recorrido aquellos sitios y tenía pensado retornar a cada uno de ellos, como si se le hubiese extraviado algo, como si hubiera olvidado grabar en su memoria, ya que no poseía cámara, algún detalle insignificante pero fundamental para reconstruir luego el paisaje entero en su mente liberada de prejuicios. Esta ciudad, para ella y para todos, era solo una parada accidental para juntar algo de dinero y retomar la marcha inacabable. Al oscurecer, caminé en compañía del chileno y de la uruguaya hasta la parada de ómnibus, hablando de Ushuaia, de sus temperaturas heladas y de cómo a los tres nos fascinaba aquel sitio que parecía imposible, al menos para mí, de visitar alguna vez. Uno comprende mejor su historia y la de los demás al escribir, como lo hago ahora en este cuaderno, de rodillas, posando cada tanto los ojos en el paisaje de árboles erizados por el frío que desciende del pico de las sierras, en el espejo gélido del agua que se extiende ante mí, como una inmensa reverberación congelada en forma imposible. Comprendo que siempre 11
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tendré cinco años, que eso fue precisamente lo que me condujo hasta aquí, como un caballo indómito que solo aguarda que sus patas resistan interminables recorridos, que su lomo sostenga la pesada mochila, que le alcance la vida para ver por un instante todos los lugares con los que ha soñado por tanto tiempo, cuando confundía los límites del mundo con los maltrechos tablones del corral.
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