Cave Ogdon
papeles de encierro
E D I T O R I A L
Edición: Christian Kent Fotografía de tapa: Laura Mandelik Diseño: Cecilia Rivarola © Cave Ogdon Papeles de encierro © Editorial Arandurã Tte. Fariña 1028 Asunción-Paraguay Telefax: (595 21) 214 295 e-mail: arandura@hotmail.com www.arandura.com.py Junio 2017 ISBN: 978-99967-53-33-6
¿CUÁNTO TIEMPO pasó? ¿Por qué vuelve a asomar este matiz de conciencia en forma de símbolo escrito? ¿Cuánto desde la última vez que tomé un lápiz y, tembloroso, me incliné sobre el papel en blanco, con la sensación de que cuanto escribiera resultaría inútil? Creo haber vivido como un espectro, confundido entre una multitud intrascendente, hundido en una sucesión de días y noches, redoblado como una hoja de papel arrancada y pisoteada, malograda por el agua sucia que corre por las calles después de una tormenta. Desconozco qué tanto de voluntad ha habido en este exilio que me impuse, en el recorrido que decidí emprender, anulando mis pensamientos, dejando que fuese el viento de las circunstancias lo que me condujera por un trecho de existencia que ahora parece desembocar en
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un claro circundado por altas y olorosas arboledas, un paisaje abierto que hace caer mi mirada sobre los contornos lejanos de una aldea desconocida, poblada de seres y ya no de objetos o entelequias mudas, seres que desatan ruidos a su alrededor y comunican un rumor de palabras que conforman un lenguaje preciso. Ignoro si he vivido con la voluntad con que ahora vuelvo a escribir, pero, aun así, existen cosas que permanecen, no intactas ni invulnerables, aunque, de algún modo, inexorables: hitos que han marcado nuestro tránsito por los pasajes que hemos debido experimentar como personajes movidos por los hilos de un dios; hitos incólumes, que resisten las ráfagas de lluvia torrencial de la tristeza, de la soledad, los soplidos huracanados de las distancias entre nosotros y nuestros semejantes; hitos como esto, la obsesión por las líneas que se suceden en una sola página y que reflejan la mente atrapada en este cuerpo odiado y sometido al castigo del envenenamiento, a la maldición de las botellas; hitos como el temblor en las hojas de la inocencia que deja tras de sí el recuerdo de su risa, Ella-Lejana; hitos a los que nos aferramos por más que, al mismo tiempo, alimenten la consternación 6
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o la angustia de haber comenzado, en algún punto del trayecto, a respirar otro aire, un aire ajeno; de haber dado los primeros pasos que no nos devuelven un sentido de pertenencia al camino, de haber empezado a unir varillas extrañas, a construir una estructura obsoleta y haberla comenzado a rellenar con actos y costumbres y relaciones que nada tienen que ver con ese alguien que, en alguna remota visión del pasado, se nos presentó como un personaje en que deseábamos convertirnos. Y ahora que distingo a lo lejos la aldea, vencido por la extrañeza, vuelvo a sentir estas cosas que reprimí por tanto tiempo, viviendo la vida de otra persona que habla con mi voz y actúa con mi cuerpo. Pero aún es pronto para liberarme de ese otro, como también es demasiado pronto para empezar a contar acerca de la vida que llevo. ¿Qué podría decir, además? ¿Que alquilo una pieza de pensión y relleno, a la noche, el maltratado estómago con empanadas de carne? ¿Que forcejeo con cosas que emergen no necesariamente de mi relativa pobreza, sino de un pasado que persiste a pesar de mi empeño de fuga? ¿Que lucho cada día contra brillantes botellas? Como sea, imagino que esto será un diario, una válvula de es7
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cape para soportar la memoria de Ella-Lejana, la frustración del trabajo, el imperio sucio de las cosas que veo.
Diez cuadras de ida, diez cuadras de vuelta. Creo advertir siempre ―al repetir el ritmo mecánico que parece augurar la débil lengüeta de sol amarillo que araña la ventana del cuarto― un algo impersonal en esa sucesión gratuita de autos que me acompaña camino al trabajo, a ese espacio de “no-existencia” al que accedo luego de repasar, aún sin despabilar del todo, a la familia idiota y sonriente, rodeada por un arco de palabras ―SOL DE FINANZAS: HACÉ TU VIDA FÁCIL―; luego de cruzar umbrales iluminados por reflectores eléctricos e intercambiar falsas, a veces imperceptibles, cabezadas con los compañeros: camisas blancas, lisas, perfumadas, ojos y bocas animosas, pieles relucientes, cabellos que revelan, sin posibilidad de engaño, la marca del peine; luego de atravesar, como un nómada ausente y descuidado, ese ambiente de plástico y papel y vidrio, la efímera volatilidad de voces y saludos y risas y manos que se estiran ante 8
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uno y que es preciso apretar con fuerza, apenas desviando los ojos, apenas repitiendo las palabras usuales: todo bien, tranquilo, qué suerte. Los haces de luces, las reminiscencias, los reflejos ciegos, casi involuntarios, ya se vienen colando por detrás de los párpados, en una región indefinible pero ciertamente oscura y salpicada de agua, rasgando con sus garras las sienes en forma de jaquecas, de nerviosos parpadeos. Para el mediodía, ya han comenzado a delinear sus formas: a veces, personas, algún sitio al que me siento vinculado con misteriosa intensidad, algún sonido, el matiz de ciertos colores o una combinación de objetos visuales; siempre hay algo que retorna como una línea esplendente y dispara lo otro: la sensación de impersonal apartamiento hacia los que me rodean ―marionetas vestidas, disfrazadas con telas y cabello y saliva y sudor―, una sensación que crece hasta convertirse en desapego, en traqueteo incansable de breves metas que debo cumplir con urgencia para tal hora, olvidando que soy carne que está existiendo y respirando y deteriorándose con el fluir de los segundos. Casi todos los días regreso cargando esa impresión: la de encontrarme en una frenética carrera en la que 9
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desperté una mañana cuando murió mi padre, sin más remedio que comenzar a mover las piernas y los brazos para no ser aplastado por el hocico de un ferrocarril invisible que siempre nos roza los talones. Regreso de la financiera SOL sin haber hablado más que con voces anónimas, y de haber escuchado distraído a Cheng durante el almuerzo, antes de volver a nuestros escritorios y zambullirnos cada uno en el infierno empapelado de las cobranzas por teléfono. Regreso y traspaso el portoncito negro de la pensión, alzo la mano hacia el casero, hacia su barba rala, hacia esa enorme cabeza rubicunda que veo sobresalir por encima del borde de la ventana de la cocina, recortada contra una pared de verde mugriento. Cuando observo mejor el marco torcido de madera desde donde escucho que el hombre junta flema ruidosamente y la escupe a la vereda, lo veo enseguida quitar parte del brazo y entonces no tiene que alargar la boca sucia y ensalivada para decir Mba'eteko piko y hacerme comprender, con su sola forma de mirarme, el irónico empeño en escrutarme con un saludo supuestamente amistoso pero que esconde amenaza. Regreso y asciendo la estrecha escalera, que se abre como a través de un 10
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agujero al costado de la ventana, en dirección a las piezas que se reparten por el segundo piso, una tras otra, formando una cuadratura perfecta, como si la casa fuera, en efecto, una caja de zapatos. A veces, antes de meterme al cuarto, me demoro un rato en el parapeto de ladrillo quemado, más o menos maltrecho, y contemplo sin prisa el verdor de los lapachos que reinan en el callejón, un río pétreo que sacude sus inmóviles oleadas de empedrado informe, desigual, reventado por la mezcla de sol y lluvias. Suelo romper la bolsita que traigo colgando de un dedo y me llevo la empanada a la boca, sentado en una de las silletas que tengo en la pieza aparte del ropero, la mesa y la cama. No recuerdo en qué momento me convencí de que no necesitaba de muchas cosas para vivir, para hacerle frente a la cara de la miseria, si es que con ello, con esa estrechez material asumida, podía probar algo acerca de mí mismo. Pero ¿qué? ¿Alguna forma de rabia o de liberación espiritual? Ya vendí casi todos mis libros y el vacío que antes me parecía un abismo desesperante que debía ser rellenado, ahora se dibuja como agua fría y cristalina en la que puedo flotar desnudo, sin esperar nada. Me tiendo en la cama 11
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a mirar el techo y finalmente cedo a la pulsación sigilosa que han venido ejecutando los recuerdos cada vez que mis dedos discan el número de algún cliente; me entrego, sin resistencia, al influjo de un atolladero en que se entremezclan luces, colores, imágenes pretéritas, fantasías delirantes, el hambre apenas aplacada por las empanadas de carne. Entonces vuelven a arremeter contra mí tantas cosas, sin importar el grado de aceptación o rechazo que demuestre ante ese espejo íntimo que todos enfrentamos en las horas de silencio, cosas que me saturan, que recorren las líneas y surcos de mi cuerpo con lentitud, con una especie de regodeo demencial, imprimiendo círculos de sombras en las zonas luminosas o apenas esclarecidas de mi espíritu. La parte visible de estos circunloquios que me acechan como pequeños insectos rastreros es sólo esta incapacidad de permanecer acostado, muerto pero a salvo, este impulso repentino de salir del caluroso cuarto y descender a la calle y enfilar a la bodega de la esquina y acarrear una botella de vino y sentarme a la mesa a beber del pico sin despegar los ojos de algún libro, hasta empañar mis pensamientos, hasta sentir el puntillazo final de toda la fatiga 12
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del día, que me arroja al colchón gastado. En un acto igualmente incomprensible, me puse a escribir porque desde hace noches vuelvo a sentir todo esto, pero, aun así, ha sido imposible no cuestionar la raíz de este absurdo: el germen del que florece toda la ponzoñosa y enmarañada vegetación que me asfixia al no poder explicar su aparición, al no poder asignar un orden y una estética a su avance salvaje: ese vuelco, el manotazo hacia la razón, hacia la lucidez, que me forzaron a quemar todo lo que había escrito de más joven, cuando aún vivía con la familia pero pasaba más horas en el ruidoso patio del colegio, alternando la lectura con una especie de proyección ficticia en que yo era un personaje: miles de historias, de tramas insensatas, que me sentía capaz de escribir alguna vez, con ilusión y hasta con regocijo, pero que el papel blanco o el exceso de tachaduras, sumadas a mi horrenda caligrafía, reducían al fracaso. Entonces vino un tiempo en que me consolaba leyendo en forma compulsiva, en que me reconfortaba adquirir conocimientos teóricos de cosas que nunca había experimentado o de las que aún carecía de una comprensión profunda, matizada: repetía de memoria los derrote13
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ros de obras que, en realidad, no importan en SOL DE FINANZAS, que no le importan a Cheng ni al casero cuando viene a cobrarme el alquiler. Y a pesar de todo, esto ya empezó y no queda más que seguir deslizándome por la brecha abierta, porque ignoro el tiempo que pueda ofrecer resistencia a la tentación de las botellas, a su promesa ilusoria de escape momentáneo, de fuga de mi escenario más inmediato; ignoro cuánto puedo resistir el embate de mis costumbres autodestructivas, que no tardan en devolverme a la posición horizontal en que me sumerjo balbuceando palabras que tendría que haber dicho a mis hermanos, a Ella-Lejana, a Cheng, y que en realidad se desvanecen con la aproximación del delirio semiinconsciente: esa boca retinta de la noche que siempre me traga.
Si es verdad que se necesita vida y experiencia para escribir, entonces puedo decir que han sido días revueltos. Pero, ahora mismo, y aunque no pueda explicarlo, no podría escribir en detalle acerca de ellos. La resaca, el mal sueño, el haber oscilado entre instantes tan quebradizos como efímeros 14
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por un conducto de imágenes oníricas, me reseca la boca al despertar, me ensombrece los párpados, me predispone a no mirar más que los límites de la propia intimidad espiritual. Quizás esto se llame indiferencia, desapego, pero es verdad si escribo que no me interesan los vecinos, ni el contorno del barrio, porque creo que a uno pueden sucederle cosas aun estando abstraído del ambiente circundante. Y estas cosas pueden llegar a sacudir furiosamente la tierra que pisamos como tormentas interiores que nadie advierte al observarnos. La gente tranquila mata o se mata porque es la que más sufre por dentro. El acto de escribir nos vincula a todos a una especie de tránsito hacia tormentas que rugen desde rincones impensables, sólo que en ese caso, quienes no habíamos advertido la existencia silenciosa de tales tormentas, somos nosotros, los que empuñamos el lápiz. Todos huimos del pasado, emprendemos una fuga más o menos consciente y voluntaria en algún punto o cruce forzoso del tiempo, y es entonces cuando consideramos la posibilidad de expresar el escape ―o sus razones, raíces no siempre claras― en palabras, en notas dispersas u ordenadas, en páginas garabateadas o pulcras. 15
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No todos lo hacen, no todos dan ese paso ―porque siempre implica algún tipo de ruptura traumática con el sitio de pertenencia― y supongo que yo fui de los que estuvo inclinado a levantar, con ladrillos de supuestas convicciones personales, una muralla artificial a cierta altura del trayecto, una pared hecha de raciocinio, sólida e indestructible, que detuviera el avance de las cosas que, a cierta edad, emergen de la niebla del pasado y nos roban distancia a enorme velocidad hasta alcanzarnos y envolvernos con su abrazo nebuloso y enfermizo, persistiendo en el recuerdo de obsesiones que hasta entonces habíamos creído olvidadas, o al menos arrojadas a la fosa que se cubrió con paladas de tierra oscura. En ese sentido, todos estamos condenados y hasta el más escéptico experimentará la aparición intempestiva de una obsesión. Yo no podría trazar mi propia trayectoria, pero estoy consciente de su condición de línea accidentada, del mismo modo en que estoy consciente de la humedad y el deterioro que han ido relamiendo el muro que alcé alguna vez para separarme de mi pasado, y que me obliga a ignorar los boquetes deformes que se van abriendo sobre su gastada superficie, o bien enfren16
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tar de una vez las visiones que esas grietas, cada vez más visibles y monstruosas, me revelan. Esto hace del hecho de estar escribiendo, o mejor dicho, esto hace de la escritura, el único instrumento del que dispongo ahora mismo no para expresarme, sino para realizar alguna de las dos opciones que he mencionado: reiniciar la fuga, el alejamiento, la búsqueda del ostracismo, impidiendo que las ráfagas de aquella existencia que pretendí dejar atrás vuelvan a alcanzarme, o revolear las palabras que pueda escribir a modo de navaja, en un patético duelo de espejos resquebrajados, de imprecaciones a mí mismo y a las máscaras de mis errores, las cosas de las que me arrepiento. Sólo tengo a mano el recurso del lápiz y el de las botellas, pero he empezado a escribir esto para no desplomarme, como en otras épocas, con tanta rapidez al agujero del vicio, a su falaz pero irresistible sosiego. Al final, supongo que estas páginas no conformarán un diario, un cuaderno de lo cotidiano, pero, al mismo tiempo, serán algo parecido. Quizás trazar la trayectoria de mis días ―los presentes y los transcurridos― pueda ser posible con eso que otros llaman fe y que yo he perdido. 17
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No sé si ha sido el hartazgo que me causan las llamadas a clientes o la sensación de estrangulamiento que sentí cuando el casero me detuvo, sobándose la entrepierna en plena vereda, y me comunicó que subirá dentro de poco el precio del cuarto, lo que me introduce de lleno en la necesidad de escribir algo, al menos un tanteo de anécdota. La otra vez, Cheng no quiso subir. Prefirió quedarse apoyado en la columna desvencijada de la ANDE con las piernas cruzadas y un terreno baldío, donde desbordaban matas insolentes, a sus espaldas. Teníamos que buscar algo en SOL y no sé por qué Cheng pasó por casa para que lo acompañe. Aún navegaba en aguas de un sueño imposible de recordar cuando sonó mi celular, que nunca recibe llamadas. Caminamos deprisa, Cheng casi sin hablar, lo cual resultaba incómodo, porque nunca he sido elocuente y es Cheng quien suele parlotear como una cotorra. Cheng había olvidado supuestamente “una carpeta que necesitaba”, pero yo sabía que lo más seguro era que se había olvidado la billetera, o la había perdido y simulaba haberla olvidado en la financiera. En la entrada, estaba un guardia de seguridad que sólo he visto un par de veces desde que 18
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trabajo en SOL, un tipo que, a pesar del porte curtido y el aspecto reventado de años trabajando en diferentes ciudades del país, mantiene una expresión de confianza en el rostro, un notable aire juvenil. Pensé irónicamente, mientras Cheng le explicaba nuestra presencia, en cómo puede ser que los dos pasemos horas interminables dentro de ese lugar, dedicándole nuestro tiempo y energía, apropiándonos, de alguna forma, al menos como desquite ante el magro sueldo y el ambiente malsano que se respira dentro, de nuestros pequeños escritorios, de sus centímetros que bordean la pila de papeles, carpetas, el teléfono, la computadora, cómo es posible que, sin embargo, un sábado de mañana, un guardia apenas conocido nos requise en la entrada como a maleantes, como si fuéramos dos perfectos extraños que no tienen ninguna vinculación con la financiera, con sus servicios de préstamos, de los que también somos parte nosotros: un simple préstamo, dilatado por una cierta cantidad de años, donde nunca se conocerá la equivalencia justa o no entre lo que nos arrebatan en términos de trabajo y lo que nos devuelven en forma de dinero. Lo cierto es que sólo Cheng consiguió ingresar, acompañado 19
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por el guardia que, por precaución, desconfianza o hartazgo de todo, desabotonó la funda de su revólver y caminó pegado a Cheng, con la mano posada en el arma, hasta que los vi perderse en el primer pasillo interno bajo el resplandor intermitente de los tubos fluorescentes. En la calle apenas circulaban los autos y en un semáforo una mujer indígena amamantaba a un bebé. Pensé que ella no estaba ni mejor ni peor que nosotros. Todos éramos animales miserables: sólo que algunos reflotábamos más que otros sobre la superficie caudalosa de un río que, en definitiva, nos arrastraba hacia un abismo común. Cuando me volví hacia la puerta de cristal, luego de escuchar el choque leve de un cuerpo contra el vidrio, un sonido amortiguado como seguramente sería la voz de la indígena al pedir monedas frente a las ventanillas cerradas de los autos, vi los ojitos brillantes y estirados de Cheng, toda la cara concentrada en una sonrisa nerviosa. En la mano tenía la billetera negra. Debajo del brazo sostenía una carpeta amarilla, sin papeles entre las hojas rectangulares de cartón.
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Hay algo de desmemoria, una suerte de reflejo de olvido ―no del todo nítido, pero lo suficientemente concreto como para anidar en mí―, en el frío de las botellas vacías: amnesia temporal, pasajera, que me acomete al despertar, en ese primer instante en que volvemos a tomar contacto con la realidad del cuarto, con las paredes ocres, con la bola imprecisa y calurosa que la noche y la madrugada consiguen retener hasta la mañana. A eso se debe que ahora sólo quiera flotar boca arriba en este colchón que me hace doler la espalda, descargar mi mente de tanto pensamiento superfluo moviendo incesantemente la mano, limitarme a contar, de una vez, lo estrictamente anecdótico, en un intento de recordar qué hice anoche. Tomé unas cervezas con Cheng en un bar que excede mis posibilidades económicas. Habíamos cobrado y yo todavía apagaba la computadora cuando, en el momento en que golpeé el cajón del escritorio con una rodilla, escuché la propuesta de Cheng a los compañeros: Jaha ñamoko, y algo en la actitud vacilante de todos me hizo pensar en la imagen de un profeta predicando en vano delante de un gentío indiferente. No fue sólo lástima, sino las ganas de despejarme la que me decidió vol21
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ver a tomar con él después de mucho tiempo. Pensé que la vista de un conocido edificio histórico, que se levanta en las proximidades de la ribera del río, valdría la pena, pero no: el semblante difuso, semitransparente, de Ella-Lejana parecía emerger por encima de la construcción y me acechó durante esa imprecisa sucesión de instantes en que se confunden el atardecer y el comienzo de la noche. Perdí la cuenta de las botellas reducidas a cortantes añicos. No recuerdo con exactitud cómo regresé a la casa, pero creo que al subir las escaleras, al pasar fugazmente por la ventana enrejada que da a la calle, entreví un retazo de cabeza del casero, con un cigarrillo metido en la boca. Seguramente miraba la televisión, algún programa cargado de estupidez. Antes de acostarme, escribí en un papel: Ella-Lejana, más sereno, bostezando, inmune al hecho de que se me apareciera como un elemento adicional en el paisaje nocturno de la bahía. De alguna de las piezas venía como reptando en forma fatigada un quejido masculino, y no sé por qué estuve un rato de pie, con los ojos entornados, intentando descifrar en ese rumor algún indicio de placer sexual o de agonía. Cuando me eché en la cama, me resul22
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taba indiferente que el inquilino amaneciera muerto o saciado de placer, porque sólo imperaba una imagen, como pintada con colores flamígeros en un cielo naranja: Ella-Lejana tendida debajo de mí en días remotos, abrazando mi cuerpo como a una viga para pender en las alturas de un rascacielos. Esa imagen, y una sensación de acero frío posado sobre mi nuca, precedieron al sueño.
Días intrascendentes, tragados por las fauces del silencio, del vacío, de la no-escritura, arrastrados por el vendaval de las cosas cotidianas que, como granos de arena movediza, atrapan nuestros pies y continúan con las piernas, muslos, cintura, pecho, cuello. Pude, sin embargo, alzar un poco la cabeza y vivir un hecho minúsculo pero suficiente para seguir respirando. Al salir de SOL, en la parada de ómnibus, conocí a una mujer que disipó parte del aire enrarecido de mis obsesiones. Me preguntó por el trayecto de una línea y, luego de subir detrás de ella al desvencijado y maloliente colectivo, viajamos con los codos pegados, cada uno sujeto del barrote del techo, intercambiando palabras en una 23
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de esas pláticas banales que, sin embargo, aproximan a dos personas. Entonces me pareció que tenía una voz imperiosa, pero al mismo tiempo tierna. Decidimos bajar en una plaza céntrica, próxima a su casa, y fuimos a comer empanadas a un copetín. Al parecer, no le importó sentarse entre hombres roñosos que hablaban de fútbol y desgracias de la vida, entre humo y botellas. Por eso mismo resistí la tentación de “anestesiarme” con dos o tres vasos. Me habló de su familia y yo de la mía. Según ella ―aunque no me lo expresó en estos términos, sino que me lo dio a entender desde el cubil de ignorancia, de limitación léxica, en que inevitablemente ha crecido debido a su procedencia social―, mi drama es romper con mi origen, recomenzar una vida, reconstruir una personalidad; el suyo, para mí, rellenar el vacío que asoma en su propio origen, cubrir una temprana desilusión con sucesivas capas de vivencias personales. Después me despedí de ella en una esquina, ignorando si volvería a verla, la piel aún aterida por el frío de confesiones pronunciadas demasiado pronto. Quizás por eso, miré hace un rato el celular, su número, apenas visible, debajo de las letras insertadas en la apurada despedida: 24
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BRENDA, y tuve esa idea relacionada con la posibilidad de reinventar en verdad una vida.
Muerto: soy un cuerpo flotante en una de las tantas corrientes urbanas. Botellas: tres, siempre al declinar la tarde, aferrado a reminiscencias dispares que me devuelve el cansancio físico: mi infancia, la sonrisa de Ella-Lejana, la gravedad concentrada en los ojos de la mujer en el copetín, amigos distantes. He vuelto a leer y ahora tengo ganas de escribir, pero quiero resistir mi inclinación a plagiar autores, a experimentar con estilos que me deslumbran en un momento dado, por sus posibilidades de construcción lingüística, y que luego demuelo con explosivos de autocrítica, como un niño prendiéndole fuego a la carpa de un circo insólitamente aburrido. No sé nada de la mujer. Quizás estoy como muerto por eso: porque no siento, porque suprimo emociones, como un segador de cañas bajo este chorro de “claridad oscurecida” que anega mis ojos a menudo. Al menos esto ya comenzó a ser un diario: sólo tengo que deslizar palabras imperiosas por este boquete, expulsar hilachas de humo por 25
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esta válvula de escape, para así reforzar la creencia de que es posible soltar las amarras que nos sujetan al pasado, romper esas ligaduras invisibles que impiden el movimiento. Pero ya he escrito esto: la horizontalidad salvadora de la cama, que suprime la posibilidad de toparme con más botellas, que ahuyenta su embrujo seductor y malsano, mi autodestrucción. Con Brenda fue eso: hablar del pasado, de la vigencia de cosas que deberían estar muertas y enterradas. Si eso no fuera cierto, ¿por qué la visión de Ella-Lejana en el Palacio el otro día? Cheng contaba, empecinado, acerca de un próximo fraude electoral, descreído del gobierno, pero a mí los tragos me emplazaban en un plano indefinido en donde parecía flotar en el agua y ser arrastrado por una mansa corriente; ese plano era la alternativa al tipo que tenía delante, al rostro entrevisto entre los arcos del edificio rosado, en el horizonte de luces decrecientes, de formas como enlutadas. El caso es que hoy comencé a ventilar la pieza, a ordenar las cosas como para invitarla a que conozca dónde vivo. Supongo que ahora que esto es un diario debería limitarme a apuntar hechos, a contar las cosas como pasan y nada más. Estoy harto de tanta 26
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elucubración sin sentido. Por eso mismo empezaré mejor el cuento: hay dos personajes que se conocieron en una parada de ómnibus y fueron a comer a un copetín; un hombre y una mujer que tienen en común la persecución de situaciones irresueltas, o mejor: dos seres ligados aún a su pasado.
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