Ogdon, Cave Perros del pantano. 1a edición - Ciudad de Asunción: Póra Ediciones, 2021. 152 p. ; 13 x 20 cm. ISBN 978-99925-78-51-3 Edición: Christian Kent Revisión del guaraní: Lelia Duarte Diagramación y diseño: César Barreto
© Cave Ogdon Perros del pantano © Póra Ediciones Asunción, Paraguay E-mail: poraediciones@gmail.com
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Para C. K.
La palabra no es la cosa. El mapa no es el territorio. Thomas Pynchon. ¡Ya no se puede vivir! ¡Hay mucha violencia! ¡Y las calles están sucias! Queja de una vecina de Sajonia.
1. Los hermanos Palacio
en algún momento, mi vida salió disparada como un resorte de una caja. Aterricé en Sajonia, y no tardé en acostumbrarme al flujo de hinchas de fútbol masticados y escupidos por el estadio Defensores del Chaco, o al remolino de familias los domingos en la iglesia de La Crucecita. Llegué sin nada, hecho una piltrafa de huesos. Comencé a recorrer el barrio, siempre en las madrugadas. Nunca, la vida, en particular la vida nocturna, me pareció tan simple y concreta, tan alejada de dilemas metafísicos, con la condición de que me despojara de cualquier tipo de prejuicio asimilado en la casa o el colegio. Hasta mi fugaz paso por la universidad me parecía una farsa a cada nuevo recorrido que daba, con pasos de fantasma, rondando las casas del barrio. Nada de eso había existido en realidad, o acaso de ninguna de esas experiencias había conseguido extraer aquella sensación profunda y, a la vez, húmeda y salvaje, que exacerbaba mi instinto de vida. Sajonia me había acogido, pero también me imponía la supervivencia, la necesidad de aprender a deslizarme 7
con sigilo. Y aunque llegué a sumergirme en la soledad de las calles, en el pozo de silencio de la madrugada sin estrellas, apenas dibujada por débiles resplandores eléctricos, pronto descubrí que, en aquellas estepas, había otros animales nocturnos como yo. Jara era uno de ellos. La primera vez que lo vi estaba de espaldas, con la cabeza apoyada en la pared de una casa abandonada, regándola con orina. Creo que el tipo notó mi presencia, porque se volteó enseguida, acomodándose el short, y me miró con sorpresa, como si le extrañara ver a otro noctámbulo como él vagando por una calle desierta. Se inclinó con pasos rápidos hacia la verja oxidada de la casa y extrajo un barrote suelto, que empuñó a modo de lanza. ―¿Mba’e pio la remañava? ―gritó. A sus espaldas, las sombras trepaban nerviosas por el tejado. El tipo gritó otra vez, crispando el silencio de la madrugada. Yo no moví un músculo, no tanto por miedo, sino porque todo aquello me parecía absurdo, digno de risa. Sencillamente, no podía creer que me encontrara en peligro, porque mi vida, desde hacía tiempo, me parecía un flujo de sueño, de irrealidad. Vivía enfrascado en mis propios delirios, que me hacían rodar por los parajes más impensables. Ahora, este tipo, de camisilla agujereada y short gastado, se acercaba con lentitud de cazador, empuñando su lanza. ¿Era real? Sentí un calor en el cuerpo, como de fiebre, producto del hambre y del cansancio. Se detuvo bajo una luz; vi sus ojos confundidos y su boca reseca. Dejó caer el barrote, que golpeó, sordo, la 8
hierba crecida. Entonces su boca se estiró y comenzó a contorsionarse de la risa, como si estuviera loco. ―¡Tranquilo, arma! Me saludó efusivamente, como si fuéramos amigos desde siempre, y volvió a reír al ver que permanecía indolente. Me dio una palmada en el hombro. Comenzó a hablarme de algo que ya no recuerdo, porque los dos estábamos borrachos. Pero entendí que se llamaba Jara. Cuando quise darme cuenta, seguíamos calle abajo, tropezando en los charcos de luz que esparcían los faroles herrumbrados, como dos perros vagabundos. ―En este barrio tenés que atender, arma ―me dijo mientras caminábamos por Carlos Antonio, que a esa hora de la madrugada extendía su largo y desprolijo caminero de árboles y bancos de cemento. Llegamos hasta Colón, donde doblamos en dirección a Tacumbú, para pegar finalmente una vuelta de regreso cerca del cuartel militar que se arrinconaba al final de la calle. Mientras caminábamos, Jara pateaba piedras o latitas contra portones y murallas, como si quisiera provocar la furia de las casas o dejar rastro de nuestro paso. La verdad es que estaba medio loco, pero era buen tipo. Anduvo en la barra de Cerro Porteño, pero se alejó después de haber estado un tiempo en la cárcel. Sus demás parientes no querían saber nada de él. Al menos eso fue lo que me contó estando ka’ure. Cuando arribamos de vuelta hacia Canal 9, descubrí que Jara no vivía lejos de la pensión en la que yo alquilaba una pieza para enanos: cuatro paredes en forma alargada, con una minúscula ventana que daba al 9
patio interior de la casa, casi una rendija por donde no ingresaba demasiada luz. Jara no vivía mucho mejor: en una casita con apariencia de rancho, a la que se ingresaba atravesando a horcajadas una muralla derruida que en el pasado seguramente había sido más alta. No había portón, ni rastro… La casa le quedó de su abuela, pero se caía a pedazos. Una sábana vieja hacía de puerta. En el interior, había sólo un gran espacio, con una mesa y una silleta, y dos umbrales sin puerta: el infecto baño y la pieza, donde me sorprendió entrever una cama en bastante buen estado. En un rincón, roncaba una vieja heladera. Jara se puso a buscar porro, tirando de aquí para allá las cosas que había esparcidas por el suelo. Amaneció sin darnos cuenta. Cuando nos sentamos a fumar en la vereda, Jara dijo que yo parecía buen kape. ―Anike refalla che ndive, arma ―dijo antes de irme, y nos despedimos chocando las manos. Rosario, la dueña de la pensión, me vio llegar esa mañana, sin dejar de mover la escoba. ―Algo luego me decía que no viniste anoche ― barrió con furia un montículo de arena que tuve que esquivar con rapidez―. Vamos a ver cuánto aguantás sin trabajar, mi hijo. No vayas que a deberme… ―Estoy trabajando independiente, señora… La vieja me miró con desprecio. ―No vayas que a deberme... ―repitió, como un salmo, y siguió dándole a la escoba. 10
Entré a la pieza y me tiré en el catre. Era temprano, pero ya hacía un calor de mierda. Desde la calle, me sentí perseguido por los ojos aviesos de la vieja, que ahora se había puesto a vaciar el balde en el lavadero del patio, en cuyo fondo se levantaba el bloque de piezas en alquiler. En total, dos pisos, cada uno con cinco o seis reductos minúsculos, con una sola rendija para que pasara la luz. Yo estaba metido en una de las piezas de abajo, así que podía escuchar perfectamente el ruido que hacía la vieja. También me parecía ver sus ojos negros, como cucarachas, que me punzaban en silencio y luego se desvanecían. Arriba, comenzaba a manifestarse el vecino. Se pasaba todo el tiempo arrastrando mesas y sillas; a veces incluso golpeaba y echaba cosas, como si estuviera peleando con alguien. La vieja, a quien veía en ese momento por la ventana, no parecía escucharlo mientras fregaba sus ropas en la pileta del lavadero. Pese al ruido y al calor, me dormí. Volví a verme caminando con Jara por Colón. A cierta altura del trayecto, él se quitaba la remera y la envolvía en uno de sus puños. Luego, mirando alrededor, rompía la ventanilla de un auto; en lugar de robarlo, se reía como lunático y salíamos corriendo. De pronto, estaba en un colectivo, viajando desperezado por la claridad del día. Me despertó la brusca caída de algo en el techo, seguida de un llanto desconsolado. No tuve fuerzas para levantarme; seguí un rato más tirado, escuchando los ruidos que venían de arriba. 11
Ya estaba acostumbrado al ruido de los muebles, pero lo que ahora escuchaba era nuevo. Me levanté para ver qué estaba pasando. Miré por la rendija: no había rastros de la vieja. Entonces, salí. Ahora escuchaba con nitidez al vecino de arriba llorando adolorido. Subí la escalera sin apuro, para asegurarme de que aquella agonía fuese real. Llegué al piso de arriba y vi que la puerta de la primera pieza estaba entreabierta; en el espacio recortado, distinguí a un viejo de melena revuelta, con la boca desencajada. Estaba hundido en una silla-cable y, en ese momento, emergió a su lado Rosario, ya sin su escoba, pero con una toalla mojada en la mano, con la que se puso a fregar la frente del viejo, que gemía quejumbroso. ―Bueno, che papá... Bueno... ―decía la vieja, que no se había percatado de que yo los miraba. Cuando sentí que Rosario estaba a punto de descubrirme, decidí regresar a mi pieza, y ponerme a salvo de aquellas miradas que la vieja parecía soltar como sabuesos. Ni bien puse un pie en el patio, escuché que alguien silbaba. Miré en dirección a la pared agrietada; una de las maltratadas puertas de madera estaba entornada, desde donde una vecina me hacía señas. ―¿Qué tal? ―dijo, y me acerqué. A pesar de haberla visto antes, me fijé por primera vez que tenía ojos verdes. Era, sin embargo, de piel oscura, y el cabello lo traía revuelto. ―¿Te subiste a mirar, verdad? ―Sí, ¿por qué pio? ―Ese es su hermano ―dijo, en voz baja―. A veces 12
nomás se pone así, el señor. ¡Ma’ena! Pensar que le tiene encerrado ahí arriba y no con ella en su casa. ―¿Su hermano? ―Sí, ya es viejito el señor. Está enfermo. No sé de qué. Pero la señora le tiene ahí arriba y se sube junto a él de día. ―¿Y de noche? ―No, de noche no llora ni hace ruido. Ni se le siente. Duerme, seguro… ―Le ha de dar algo para que duerma… ―Y sí... Nde, ¿no querés tereré? No quiero tomar sola. ―Bueno. Entré yo primero y ella me siguió, cerrando la puerta de golpe. Se rio al ver la expresión en mi cara. ―Por la señora nomás cierro ―dijo enseguida―. Demasiado argel es. Y yo pues estoy casada, y puede pensar cualquier cosa… Me senté en un sofá cubierto con un tejido de ao po’i. ―Nde, ¿cómo era tu nombre? ―me preguntó. ―Benson. Su cara se arrugó de extrañeza. ―¿De dónde lo que es tu nombre? ―me tentó―. Yo soy Nancy. Mi marido es Miguelo. Ya le habrás visto seguro, el gordito. Nosotros varias veces ya te vimos en el coreano. Pero recién ahora me decidí para hablarte. ―¿Querías hablarme antes? ―No, la verdad... Miguelo pues es celoso, y no te voy a hablar delante de él si no te conozco. ―Claro… ―He visto que vivís solo. ―Sí. 13
―Hace poco nomás estás acá, ¿verdad? ―Sí, hace poco. ―Heẽ... Por eso lo que te subiste a mirar cuando el señor se puso mal. ―Sí, pensé que alguien estaba sufriendo. Es la primera vez que le escucho así. ―Ma’ena... Nde, ¿a vos pio te echaron de tu casa o qué? Parecés de buena familia. ―Me fui de mi casa. ―¿Por qué te fuiste? ―¿Siempre preguntás tantas cosas? ―¡E’a! Te quiero conocer nomás. ―… ―Algo tuvo que haber pasado para que te vayas… ―… ―¡Contame na! ―Otro día te cuento. ―Bueno, no seas que boletero. Yo puedo ser tu amiga. ―¿Y no te va a decir nada tu marido? ―Si no hablamos tanto cuando viene, no. ¿Y tenés trabajo? Solés salir todos los días… ―No, no tengo. ―Seguro has de tener plata entonces. ―Se me terminó ya mi plata. Algún trabajo voy a tener que buscar. ―Ah... Y Miguelo tiene su fotocopiadora ahí, hacia el Palacio. Capaz le puedo decir para que le ayudes. No te va a pagar mucho nomás, pero si te sirve… ―Y hablale… ―Demasiado cansado suele venir. Él solo maneja todo. Antes yo le ayudaba, pero después me dijo que 14
me quede nomás. En realidad, celaba de los clientes. Yo trato de que no reniegue, aunque sea celoso. Mucho ya nos sacrificamos para estar juntos… Pero voy a hablarle. Para mí que se van a llevar bien… ¡Ssshhh…! ―dijo entonces―. La señora… Nancy se levantó despacio y miró por la ventana, como si tuviera miedo de que la vieja pudiera empujar la puerta y encontrarnos tomando tereré. Después, me miró con una expresión rara y dijo: ―Bueno, Benson. No quiero que pienses que te echo, pero tengo que limpiar mi casa y cocinar algo para mi marido. Seguro también tenés cosas que hacer. El resto del día me pasé durmiendo. No sé qué haría Rosario con el enfermo, pero arriba reinó la paz. Hacia el anochecer, mis ojos se entreabrieron y se fueron acostumbrando a la penumbra. Los grillos siseaban en los huecos de las murallas cuando entorné la puerta para que entrara un poco de aire. Encendí el único fluorescente que iluminaba la pieza, y me puse a revolver en mis bolsos de ropa para ver si me quedaban cigarrillos. Sentí unas leves ganas de cagar, pero decidí aguantarme, porque no me atraía la idea de cruzar el patio para usar el baño compartido. Además, no tenía papel y, desde mi mudanza, la vieja no se había preocupado de reponer los rollos. Digamos que la idea de lavarme el culo sobre el lavatorio tampoco me agradaba demasiado. Encontré un cigarrillo y un encendedor que, mal que bien, desprendía una frágil llamita naranja. Pronto el humo invadió el cuarto, demasiado estrecho... Tuve que asomar la cabeza por la puerta entornada para no 15
ahogarme. Escuché la risa de Nancy y, como contrapunto, una voz de pito, jocosa, que me parecía haber escuchado antes. Seguramente, Miguelo, el marido... Pensé en Nancy retozando encima de aquel petiso gordo y de papada descomunal. Nancy era una flaca huesuda como yo, cuyo único atractivo eran, quizás, esos ojos verdes, penetrantes e irónicos. Hasta ahora no había podido borrarlos de mi mente. Los ojos de la vieja, sin embargo, habían dejado de acosarme. Es más, de la casa de Rosario, que constituía el bloque principal de la pensión, ahora solo llegaba una débil luz que se filtraba por la ventana de la cocina; pero no alcanzaba a distinguir, como en otras noches, la cabeza rojiza y enmarañada de la vieja, inclinada sobre su guampa de tereré o su diario leído por enésima vez… Salí al patio y miré las otras piezas; percibí el movimiento de los vecinos que a esa hora habían vuelto de trabajar. Pensé que habían aprendido a ser murciélagos, porque se orientaban en la oscuridad, o bien se habían quedado ya sin el fluorescente que presidía cada pieza con su luz espectral. Como fuera, a pesar del sombrío interior de muchas de las piezas, entreveía pedazos de manos, bocas, ojos, por las ventanas angostas de arriba. Escuché, fumando, rumores, voces, risas, puteadas, todo como un murmullo ronco y amortizado por las paredes descascaradas. Me agaché para apagar la colilla en el piso y, un rato después, cerré la pieza y salí a la calle. Quería desconectarme de la sordidez que emanaba la pensión a esas horas. 16
Desde lejos, llegaba el olor de las lomiterías de Carlos Antonio. Me dio hambre, pero, como estaba corto de plata, después de unas cuadras me deslicé por Dr. Paiva y fui bajando la sinuosa calle sin apuro. Por esa zona se come más barato, sólo que hay que ir sorteando grandes zanjas de sombra. Las luces de los faroles son pálidas y temblorosas como luciérnagas. A cierta altura comenzó a emerger un paisaje que se me iba haciendo familiar: zaguanes maltrechos, familias despatarradas en sillas-cable, risas estridentes, niños rodando a los pies de sus madres o abuelas, el olor infecto del agua estancada, la grieta pálida de un barcito saturado de borrachos eufóricos que sacuden la mesa de billar con vehementes golpes de taco. Me detuve en un puesto improvisado en plena calle, con parrilla, toldo y sillas, donde vendían choripanes, hamburguesas y lomitos. El tipo que atendía, Chori, me conocía de otras veces. ―¿Mba’eteko pio? ―Tranquilo. ¿A cuánto tu choripán? ―Dos mil. Pedí dos, porque me moría de hambre. El aroma a carne y huevo frito parecía electrizar mi cuerpo. Me senté en una de las sillas de plástico, apoyadas contra la muralla baja de una casa. Chori, a pesar de ser calidá conmigo, me transmitía algo extraño; cocinaba siempre con una latita de cerveza a mano, lo cual me hacía pensar que estaba y no estaba al mismo tiempo en la realidad. Mientras hablaba con los clientes, tomaba duro y parejo, una lata tras otra, que iba acumulando bajo la plancha caliente. Cada 17
tanto, miraba hacia el bar, como si vigilara a alguien. Me dieron unas ganas tremendas de fumar, pero tuve que aguantarme, así que me puse a jugar con el encendedor hasta que Chori me silbó para pasarme el primer choripán, que prácticamente engullí. Me enchastré las manos con el kétchup y la mayonesa sin que me calentara que una señora y su hija, que se habían sentado a mi lado, me miraran sonriendo. ―¿Vos qué le vas a poner a tu hamburguesa, mi hija? ―le preguntó la mujer a la chica, que era alta y jorobada, con una piel como manchada de grasa. La chica dijo algo que no alcancé a escuchar, porque, en la vereda de enfrente, estacionó un auto con enormes parlantes en los que retumbaba un reguetón. Bajaron dos pendejos, ambos con la base de la cabeza rapada y pinta de futboleros. Uno de ellos se acercó al lomitero. ―¿Latita tenés? ―Areko, che socio. ―Uno dame ―dijo, y pidió también dos lomitos completos, mientras el otro se paseaba ansioso a nuestro alrededor, sin despegar los ojos del celular. Ya con su latita, el primero fue a apoyarse en el auto, que se notaba esforzadamente «tuneado» para el levante. El estruendoso parlante era parte de esa estrategia. El otro cruzó la calle tarareando incomprensibles versos reguetoneros. ―¡Jesukena! ―se quejaba la señora―. ¡Demasiado fuerte su música! La chica los miraba sin disimulo y se reía. Entretanto, yo devoraba mi segundo choripán y miraba a Chori, 18
que luchaba por cocinar sin dejar de manotear su latita y de vigilar el barcito de la otra cuadra. Entonces, sin llamar la atención de nadie, salvo la mía, apareció un jagua piru deslizándose sigilosamente. Sucio, probablemente de los que hunden el hocico en charcos hediondos y basureros. Al fijarme en la forma en que se acercaba hacia la plancha, percibí algo que hizo que no me levantara para irme como estuve a punto de hacerlo; me pareció que los ojos de aquel perro reflejaban un brillo anormal. Algo pasaba, porque no se acercaba levantando el hocico para oler, o por tener hambre, sino que lo entreabría y revelaba unos colmillos apretados, un gruñido sordo emergiendo de entre ellos. Justo en ese momento, uno de los pendejos arrojó cerca de nosotros la latita vacía, lo cual enervó al perro, que ladró hacia ellos, levantando las orejas y la cola. La señora y la chica se habían puesto a mirarlo, al igual que Chori, que tenía pinta de querer apartarse por un rato del calor del aceite que le pegaba en la cara. Todos escuchamos por unos segundos aquellos ladridos, que eran más estridentes de lo habitual. El perro combaba el lomo erizado, con las patas tensionadas y el hocico amenazante. Lo que sí que aquella aparición no impidió que Chori anunciara, a grito pelado: ―Dos hamburguesas sin huevo… La señora sacudió a la chica del brazo. ―¡Dale, mi hija! Se levantaron en busca de la comida, mientras Chori inclinaba un poco la cabeza, ya no para inspeccionar 19
el bar de enfrente, sino para observar mejor al furioso perro, que se había ido acercando a los futboleros. A pesar de la música, podía escuchar los gruñidos del animal endemoniado. Había comenzado a rondar a los pendejos, que amagaban darle patadas o lanzarle sus celulares; primero riendo, luego extrañados. ―¡Mba’e piko péa! ―dijo la señora, con su hamburguesa en la mano. ―Itarováma ko pe jagua ―dijo Chori, y se puso a armar los lomitos de los pendejos, que no podían acercarse, a pesar de las señas que les hacía. El perro los cercaba con ladridos y gruñidos, hasta que uno de ellos logró darle una patada en las costillas que hizo que gimiera, pero que se le abalanzara enseguida y le diera un tremendo mordisco en la pierna. ―¡Añarako...! ―gritó el pendejo, mientras el otro se abría camino hacia el toldo de la lomitería. Me levanté de mi silla y noté que todos nos íbamos arrimando sin saber qué hacer: ayudar al pendejo, que ahora había conseguido librarse del perro a patada limpia, o permanecer alejados. Chori avanzó hacia la calle con una escoba, que quitó no sé de dónde, y cortó varias veces el aire para ahuyentarlo. ―¡Chssst, oh…! ¡Napue! ¡Napue! Ante la arremetida doble, el perro pareció retroceder, pero, en realidad, los rodeó a toda velocidad y se les abalanzó desde otro ángulo, enfocado de nuevo en la pierna herida del pendejo. Era alucinante ver cómo Chori le asestaba violentos escobazos, y esto, sin embargo, no hacía sino incre20
mentar la rabia demencial del perro, que finalmente se alejó chillando. Los demás nos acercamos al pendejo para ayudarlo. ―¡Aaahhh…! ¡Kóre…! ―¡Che Dios! ¡Tenés que irte al sanatorio, mi hijo! ―gritaba la señora, aún con la hamburguesa intacta en la mano. La chica, en cambio, lo había observado todo sin dejar de masticar con apetito. El pendejo gemía y estiraba como podía la pierna ensangrentada. ―¡Aaahhh…! ¡Le voy a matar a ese perro de mierda…! ―¡Andate al sanatorio rápido! ―insistía la señora. ―¡Jahána, socio! ―dijo el otro pendejo y, ayudando a su amigo a andar, cruzaron la calle. A lo lejos, el perro ladraba enloquecido, pero ya no se animaba a acercarse. ―¡Dios mío! ¿Qué piko fue eso? ¡Loco está ese perro! ―Capaz tiene rabia… ―¡Eso nomás ya falta! ―dijo la señora y, antes de que pudiera acercarse más al auto, el pendejo que manejaba aceleró a toda bala. La mujer regresó hacia el toldo. ―¡Eh! ―dijo entonces, mirando a Chori―. ¡No te pagaron por su lomito! Chori, con la cara roja y al parecer sin aire, apoyó la escoba a un lado de la parrilla, y dijo: ―¡Qué piko les voy a cobrar! ―y rebuscó, en una conservadora, una latita, haciendo sonar los cubitos de hielo. La señora se sentó y comió al fin su hamburguesa. A su lado, la chica se limpiaba los dedos grasientos con 21
una servilleta de papel que arrojó luego a la calle. Chori se puso a chupar en silencio, vigilando el bar y al perro loco a la vez. Solo entonces, dije algo y me marché. Pero nadie pareció escucharme. Los ladridos absorbían la atención de todos. La fotocopiadora de Miguelo era un quilombo; ni él mismo, que era el dueño y único operador de las dos destartaladas fotocopiadoras que atascaban el papel, o lo saturaban de manchas, conseguía dominar el caos que desbordaba el pequeño local donde estaba instalado. Según él, su negocio quedaba estratégicamente cerca del Palacio de Justicia para atraer a los funcionarios judiciales. La verdad es que no venía casi nadie, pero Miguelo, con su voz de pito y aquella papada descomunal que lo privaba de cuello, de alguna manera hacía que surgieran trabajos. A pesar de todo, le encontré rápidamente el gusto a ensuciarme las manos con los tóneres y a bucear en pilas de copias anilladas, libros, folletos, biblioratos y papeles sueltos. Lo que sí que, por mucho que lo intentaba, no lograba imaginar a Miguelo y a Nancy cogiendo. Pero, ciertamente, no tardé en darme cuenta de que Miguelo sufría alucinaciones por celos. Lo peor era que tenía la necesidad de compartir conmigo sus ocurrencias enfermizas. Solía imaginar que Nancy, ni bien él salía de mañana, se metía en la pieza del vecino para chuparle la pija. ―¿Sabés quién es? 22
―Uno que vive arriba ―decía, dándole golpes reparatorios a la máquina―. No pillé nomás todavía en qué pieza vive. ―Arriba vive el hermano enfermo de Rosario, una señora con su hijito de cinco años y un tipo que parece marica ―le explicaba, pero Miguelo negaba con la cabeza, furioso, como si no lo comprendiera, y decía: ―No, hay alguien más que no te estás acordando. ―Capaz el tipo no vive en la casa… Entra yacaré... Miguelo se atormentaba entonces en silencio y golpeaba aún más fuerte la fotocopiadora, que, milagrosamente, volvía a funcionar. Pero, al cabo de un rato de exaltarse contándome cómo Nancy le metía los cuernos, salía a fumar en la vereda y miraba pasar la gente, los autos y colectivos. Varias veces quise preguntarle por qué lo agobiaba la posibilidad de que Nancy se acostara con otro; o por qué, si aquello le comía tanto la cabeza, no aliviaba su tormento haciéndole lo mismo. Así, al menos, estaría inmunizado el día que la descubriera. «Quizás tiene la pija chica», pensaba yo. «O Nancy es muy ardiente y tiene miedo de no satisfacerle». Pero prefería no meterme; sobre todo, porque el tipo comenzó a pagarme por cada día que iba a ayudarlo y, al parecer, no le importaba que, a veces, faltara o llegara tarde porque me quedaba durmiendo alguna borrachera. Miguelo no tenía hora; abría calculando cuánto podía tardar en completar los trabajos que le pasaban algunos amigos y solo cerraba al terminar. Así estuvimos varias veces hasta la medianoche, destripando libracos de medicina, multiplicando miles de páginas 23
de palabras chiquitas y abigarradas, de ilustraciones inquietantes cruzadas de flechas descriptivas, bostezando o comiendo cada tanto unas chipas duras como ladrillos que le comprábamos a un amigo de Miguelo, y que ablandábamos tomando tereré. En esos momentos, Miguelo no hablaba, adquiría una capacidad de concentración absoluta, como si se convirtiera en un pulpo manchado de tinta, que trabajaba con furor demencial. A su lado, forcejeando con la otra máquina, yo era un vulgar aprendiz, un bebé-pulpo aún sin tentáculos para sobrevivir solo en el tempestuoso mar de papel. Miguelo, en cambio, con una mano, era capaz de mover toda una montaña de copias de un extremo a otro del local, sin deshacer la pila apretujada. Mirándolo hacer, y tratando de imitarlo a lo largo de mis días como aprendiz, lo escuchaba resoplar, le cebaba tereré, veía la velocidad impresionante con que sus dedos anillaban las voluminosas copias. Miguelo era el fotocopiador más rápido del Oeste y, por eso, quizás, los otros fotocopiadores se habían conjurado para detener el crecimiento de su negocio. Al principio, no creí lo que él mismo me contó; pensé que era uno más de sus delirios. Pero, entonces, Miguelo sonrió con resignación y dijo: ―Ya vas a ver cuando pase algo… ―¿Y qué pio va a pasar? ―Benson, en Sajonia hay un grupo de fotocopiadores que está hace mucho. Prácticamente, son los únicos que hacen fotocopias para el Palacio. Son tres hermanos: los hermanos Palacio. 24
Yo escuchaba sin hacerle mucho caso. Miguelo chupó la bombilla y siguió: ―Bueno, el tema es que esta gente, cuando ve que alguien pone su negocio, comienza a boicotearle, ja’e chupe. ―Como una mafia… ―Heẽ, algo así. De mí comenzaron a decir que era puto, que mi señora era puta, que mis máquinas eran viejas o no funcionaban… ―Eso es medio cierto… ―¡Nde tavy! ―me dijo y me arrojó una bola de papel―. Te digo que es así… Una vez inclusive vino uno de ellos, uno de los Palacio. Creo que era el más chico, pero no estoy seguro, porque los tres son iguales… Lo que sí que yo le reconocí, pero, como me di cuenta de que trataba de disimular su identidad con un quepis y unos anteojos de sol, me hice el ñembotavy. El tipo me pasó un feroz libraco, una enciclopedia, no me acuerdo la verdad. Bueno, el libraco tenía miles de páginas muy finas, difíciles de contar, de separar con el dedo. ―Sí, conozco. ―Bueno, ya sabés cómo esas hojas te cortan el dedo. ¡El terror de cualquier fotocopiador son esos libros! Y más si el cliente está apurado. ―¿Y qué pasó? ―Y lo que malicié desde el comienzo. El tavýcho me empezó a contar una historia que ni él creía; lo que sí que necesitaba la copia en el momento. Yo le dije que era imposible. Y entonces el muy tembo me tentó: «Nde, ¿y no conocés otra fotocopiadora que pueda hacerme ahoraite? Urgente py es». Y, por la forma medio bur25
lona en que me preguntó eso, yo dije: «No, este quiere desafiarme por algo». Y le dije: «¿Podés esperar? Voy a dejar todo lo que tengo para hacerte en veinte minutos, pero te voy a cobrar más caro». «Dale pues, te voy a agradecer», dijo, y se quedó apoyado en el mostrador mirándome trabajar. ―¿Y le hiciste? ―¡Claro, che ra’a! Comencé a abrir el libro página por página, colocaba en la máquina en un ratito, sacaba las copias perfectas, sin marcas ni manchas. Como si el tipo me fuera a pagar un millón de guaraníes… ―¿Y qué te dijo? ―Esperá na, cuate ―dijo Miguelo y cebó otro tereré―. Mientras fotocopiaba el libraco, le miraba de reojo. Estaba ahí, apoyado y sonriendo a propósito. Un tembo de mierda era… Pero él me había desafiado, y yo le estaba demostrando que era mejor que ellos… Y bueno, mirándole cada tanto me di cuenta de que, aunque sonreía, siempre tentándome, también se ponía medio serio, porque le di su libro y la copia anillada en veinte minutos. ―¿Vos decís que te estaba probando? ―Sí… Me pagó y se fue, disimulando la rabia. Sus otros hermanos le mandaron a espiarme. ¿Entendés pa? ―Pero ¿cómo sabés que quería espiarte? ―¡Nde! ―dijo Miguelo, sonriendo con amargura―. Ahí empezó mi calvario, che ra’a. Comenzaron los rumores que te conté antes; a la mañana llegaba y encontraba rota mi puerta, desaparecían los trabajos que había hecho el día anterior. Cosas así. Una vez, inclusive, me asaltaron. Otra vez, tuve que volver porque un socio me 26
dijo que habían querido romper todo el local, pero me salvó que justo pasaba una patrullera y les persiguió a dos pendejos encapuchados. Igual nomás los dos se escaparon… Desastre luego… ―Son jodidos entonces los hermanos Palacio ―dije, medio en broma. Pero Miguelo no me hizo caso. Sacudió la cabeza y se puso a fumar en la entrada, mirando la calle. ―Esperá nomás, Benson. Vos todavía no viste nada… No mucho después de eso, encontré un viejo equipo de tereré en un banco del parque Carlos Antonio López. Me esmeré en lavar, sobre todo, el termo, en uno de los piletones de la pensión. Así que, una tardecita, cuando el sol ya no pegaba tan fuerte en la escalinata del Palacio de Justicia, decidí instalarme en una de las gradas a tomar tereré, sin preocuparme de que Miguelo puteara por dejarlo solo en la fotocopiadora. Más abajo, se extendían las baldosas cuadriculadas de la Plaza de la Justicia, que medraba a la sombra del edificio; la gente recorría las inmediaciones con sus equipos de tereré; otros entrenaban con rutinas, más que nada, perezosas, en aparatos gimnásticos que superaban en número a las típicas hamacas y subeibajas. Comenzaba a disfrutar de las primeras cebadas cuando, unos escalones más arriba, aparecieron dos tipos corpulentos, ambos con anteojos de sol y camisas de ao po’i. Al comienzo, los miré de reojo, sin mucho interés, pero algo en la forma en que sonreían me llamó 27
la atención: la luz parecía arrugarse sobre sus rostros, formando un velo de sombra. Tomé mi tereré, ñembotavy, esforzándome por escuchar lo que decían; tampoco fue difícil, ya que no hablaban en voz baja, sino que ventilaban la conversación. ―A mí Ña Carmen me dijo… ―¿Ña Carmen pio sigue viva? ―¡Claro! ¿Qué pio te pasa? Casi cien años ya va a cumplir… ―¿Legal? ―¡Sí! Bueno, no me interrumpas na… ―Dale, hablá… ―Ña Carmen me dijo la otra vez… ―¿Te fuiste a verle en su casa? ―¡Sí, kóre…! ―Bueno, seguí… ―Me fui a verle y le pedí que me lea la mano… ―¡Aninati…! ¿Ha mba’e he’i? ―Eso lo que es raro. Me dijo que las cosas ya no pueden seguir igual. Que ahora la fortuna, por michĩmi que sea, tiene un precio más alto. ―No entiendo… ―Ese tipo, el gordito tembo, había sido que también es su ahijado, y tiene una protección muy fuerte. Le cuida un ángel. ―¿Y no era que a nosotros nos ayudaba también un ángel? ―Sí, pero el que le cuida al gordito es un ángel más poderoso. ―¡No entiendo más nada! ―¿Qué no entendés? 28
―Eso de que hay ángeles débiles y poderosos maembo. ―Y sí, papá. Nuestro ángel no nos sirve más. Le dije a Ña Carmen para cambiar, pero ella se rió en mi cara. Le hubieras visto a la vieja. Le quise pegar ahí mismo. Pero me aguanté y le pregunté por qué se reía. Me dijo que el ángel con el que bendijo nuestro negocio ya se va a quedar para siempre con nosotros. ―Nderakóre. ¿Y por qué pio no se puede cambiar? ―Y eso lo que yo le dije. Pero la vieja me aseguró que no se puede. También le bajó que los tiempos cambian, que hay que aprender a compartir, que no podés vos nomás tener todo. ―¡Pero si apenas ko nos da plata esa fotocopiadora de mierda! ―Y sí… Pero eso fue lo que me dijo. ―Esperá… No puede ser que un ángel se quede para siempre. ¿Qué pasa cuando la persona muere? ―No pensé en eso. Pero, ¿qué pa lo que querés decir? Entonces, uno de ellos hizo un gesto con la mano que no alcancé a ver. Se miraron serios y, un rato después, bajaron la escalinata, echándome un vistazo, como si me reconocieran de algún lado. Cuando estuvieron lejos, pude observarlos mejor; se habían encontrado en la esquina con un tercero, que también llevaba camisa de ao po’i y anteojos negros. Parecían nerviosos y, una vez más, pese a que aún no había anochecido del todo, me pareció que una extraña sombra los enmascaraba. «¡Qué puta!», pensé. «En serio los tres son igualitos». Por esas casualidades, cuando volví a la pensión, vi a Miguelo por la puerta entreabierta de su pieza. Iba a 29
decirme algo, con cara de argelado, pero lo detuve para contarle que había visto a los hermanos Palacio. Miguelo no pareció sorprendido cuando le di los detalles. ―O sea que ahora ya les viste… Menos mal que no te reconocieron… Si no… ―¿Si no qué pio? ―Y… No sé cómo explicarte… Vos mismo escuchaste que planean algo. Entrá na un rato. Así hablamos. ―¿Y Nancy? Miguelo lanzó un «¡pfff!» y me estiró hacia adentro. ―¿Se pelearon pio? ―Algo así… Se fue a visitarle a su hermana. ―… Miguelo se sentó en el mismo sofá desde donde me había interrogado Nancy la primera vez que nos vimos. Por encima de su deforme papada, me miraba con odio acumulado. ―Seguro se fue con el tipo ese que te conté… ―No sé quién es ese, ya te dije. ―Yo tampoco ―dijo Miguelo―. Pero tenías razón. No vive acá. Entraba yacaré. Ahora esa puta se fue junto a él capaz. Su hermana, obviamente, va a mentirme. ―Ndi… Miguelo hizo una mueca rara y se rascó la panza, de donde sobresalía un ombligo descomunal; un muñón de carne parecido a una pelotita de ping-pong. Se dio cuenta de que lo estaba mirando y, para mi sorpresa, se rio. ―Sí, feroz ombligo tengo… Siempre se burlaron de mí por eso. Menos Nancy. A ella le parece raro y, por eso mismo, tierno. 30
―... ―Nancy siempre luego fue rara ―dijo Miguelo―. ¿Vos sabés que le gusta más chupar mi ombligo que mi pija? ―No me cuentes na eso… ―¿Qué pio tiene? Ya no me importa más… Volví a preguntarle por los hermanos Palacio. Miguelo, recuperando la calma, me contó que Ña Carmen, la vieja, que de tan vieja ya había enterrado marido, hijos y nietos, era una especie de curandera religiosa de Sajonia. Religiosa no solo porque era ferviente católica, sino porque la mujer hablaba desde mitãkuña’i con ángeles, que le revelaron que su misión en la vida era otorgar a las personas protección divina. Así que, cuando la vieja conocía a alguien que estaba maldecido por el diablo, contactaba con los ángeles durante días, incluso semanas, hasta que lograba que uno de ellos aceptara bajar a la Tierra y cubrir con sus alas benditas al necesitado. Desde ese momento, con la ayuda de los rezos diarios de Ña Carmen, la vida de la persona cambiaba: encontraba amor, prosperidad, salud. Los hermanos Palacio habían recibido el favor de la vieja hacía mucho tiempo, para que su negocio prosperara. Pero, al parecer, ni al ángel que los protegía, ni a la vieja que rezaba por ellos, les importaba demasiado que actuaran como una especie de mafia que apretaba a la competencia, entre ellos a Miguelo. ―¿Entonces esa vieja les dio un ángel a los hermanos Palacio? ―Sí ―dijo Miguelo―. Y a mí también. A mí de chico me perseguía una voz. Me pedía que haga cosas feas... 31
―Miguelo se quedó un rato buscando en su memoria―. Le gustaba que meta cosas en mi boca… No sé cómo explicarte... ―¿Siempre viviste en Sajonia? ―Sí ―dijo, cubriendo por fin su horrendo ombligo con la remera―. Era mitã’i cuando pasó todo. Un día mi mamá me encontró en el baño llorando. Me alzó y vio que tenía toda la cara manchada ―Miguelo me miró un rato, como dudando. Tuve que hacerle un gesto para que siguiera―. Estaba cagando, cuando esa voz me dijo que comiera mi propia caca. ―Nderakóre… ―Sí... ―dijo Miguelo, sacudiendo la cabeza―. Fue muy raro. Bueno, lo que sí que después de eso mi mamá me llevó junto a Ña Carmen, para que me cure. ―¿Y te curó? ―¡Sí, claro que me curó…! ―Bueno, tranquilo... Miguelo resopló de calor. ―En fin, nunca más escuché nada raro. Por eso que a Ña Carmen se le quiere tanto. ¡Cada caso que llegó a curar, la vieja! Y siempre son cosas difíciles de creer. ―La verdad que sí. ―Bueno ―dijo Miguelo, levantándose―. Vos mismo no me creías que los hermanos Palacio existen y ahora ya les viste con tus propios ojos. Acá el tema es que ya se enteraron de que yo también tengo protección divina. Por eso, hasta ahora, no pudieron fundir mi negocio. Aunque no sé qué lo que tanto pueden hacerme. ¿Matarme? A mí todo aquello me daba risa. Más aún por la serie32
dad con que lo escuchaba hablar mientras se cambiaba de remera y se mojaba la cara por el calor. Pero la verdad es que me moría de hambre y quería pedirle a Miguelo que me pagara por el día que no había trabajado. ―Nde, vamos pues a comer algo y a meterle unas cuantas ―dijo, leyendo mi mente―. Yo te invito. Después de comer asaditos al costado del parque Carlos Antonio, paramos en una bodega a comprar cerveza. La avenida hervía de gente: los autos salían disparados, ciegos a los semáforos y a los peatones. Lo raro es que no había partido en el Defensores. Cruzamos al caminero que separa la avenida, y nos sentamos en un maltrecho banco de cemento. La latita hizo un chasquido entre los dedos gordos de Miguelo y le metió un trago largo, como si estuviera en un desierto. Se limpió la boca con la mano y dijo: ―¡Mucha gente! La gente pues viene acá por el estadio nomás... ―Sí… Siempre luego fue una zona medio de paso… ―No creas… Sajonia tiene su gente... ―No entiendo... ―Y… viste que muchos hablan mal del barrio, de sus casas viejas, de la villa miseria hacia el río. Pero la gente que viene a vivir acá, se queda; ya no quiere irse más. ―Sí. A mí siempre me gustó la zona, por eso vine. Miguelo me miró tomar, con una sonrisa irónica. ―Nancy lo que demasiado quería saber por qué te fuiste de tu casa. ―… Miguelo rio. 33
―¡Nunca contás nada, che ra’a! Igual ya sos grande. Te ibas a tener que ir algún día. Le pasé la latita vacía, pensando que la guardaría en la bolsa de plástico, pero la tiró, sin inmutarse, a unos metros de donde estábamos. Abrió otra y chupó a lo bestia. ―Aprovechá si que ahora, que estás sin compromiso y sin hijos. Macaneá bien... ―Hasta ahora seca… ―¿Legal? ―Miguelo me pasó la lata con asombro―. ¡Vyresa, papá! Acá hay muchas pendejas. Tenés que probar nomás. ―Sí, ya sé… No he visto nomás ninguna que me llame la atención… ―¡Oima, pilín de oro! Nos reímos un rato, mirando correr los frenéticos autos a ambos lados del caminero. Cada tanto, pasaban personas trotando en ropas de gimnasia. Parecían mirarnos con malos ojos por estar chupando en la calle. Miguelo les saludaba alzando la lata; les daba ánimos para que no flaquearan el ritmo; se deleitaba, en voz alta, admirando las nalgas de las chicas. Para mí, el tipo se estaba poniendo pesado, aparte de borracho, seguramente por Nancy, que esta vez sí lo había abandonado, aunque solo fuera para refugiarse en lo de la hermana. Miguelo ―era impresionante― volvió a leer mi mente: ―¿Vos pio creés que está en lo de su hermana? ―Y no sé… ―Está limpiándole el cabezal al amigo ―dijo, haciendo la mímica―. Pero ¿sabés qué? No me calienta más. 34
Opa. Se terminó. ―Tranquilo nomás... ―Pfff… Tranquilo estoy… Ni bien dijo esto, Miguelo se quedó congelado, con una lata vacía a la altura de la barriga. Yo miré más allá de la curva abultada bajo su remera y distinguí un parpadeo furioso de luces amarillas y rojas. Casi enseguida, explotó en mis oídos la sirena del camión de bomberos, avanzando a duras penas por la avenida, entre bocinazos y puteadas de los conductores, que debían orillarse. ―¡Se incendiaaa...! ―gritó alguien desde la vereda. Algunas personas se reían, más divertidas que otra cosa, ante el frustrado avance de los bomberos por la avenida llena de autos. ―¡Qué quilombo! ―dije, pero entonces Miguelo me señaló el camión de los bomberos acelerando y doblando en una calle paralela al Palacio de Justicia. Me miró, estaba pálido, y entendí enseguida lo que temía. ―¡Aninati! ―dijo y, por un segundo, pareció dudar; arrojó por fin la latita y salió corriendo detrás del zumbido de la sirena. Yo lo seguí, pero caminando. Comenzaba a pensar que Miguelo era un ka’u paranoico. Pero conforme rodeaba el Palacio, me fue llegando el olor de algo que se quemaba. Me guie por el destello lejano de la sirena y por la gente que se agolpaba en una esquina. ―¡Nde sapatúre! ―exclamó alguien, entre la gente que cuchicheaba―. ¡Mirá un poco! ¡Mirá! Me asomé entre las personas y, recién en ese momento, me percaté de dónde estaba. Al instante, se 35
elevó, chamuscando la copa de un árbol que había en la vereda, una llamarada desde el interior del negocio de Miguelo. Unos segundos después, escuché cómo le puteaba a los bomberos, que, por alguna razón, observaban el incendio sin accionar las mangueras. ―¿Nde tavy piko? ―les gritaba Miguelo, pero parecían no escucharle a causa de los cascos que llevaban puestos. ¡Tirá pues tu agua antes de que se queme todo mi negocio! Uno de los bomberos lo forzó a retroceder de un empujón. Miguelo perdió el equilibrio, pero logró sostenerse con una mano para amortiguar la caída. ―¡Despejen la zona! ¡Fuera, fuera! ―gritó entonces el bombero que lo había empujado, y nos apuntó a todos con la manguera que, vaya a saber uno si por accidente o no, disparó un breve pero potente chorro que nos mojó de arriba abajo. ―¡Heeey! ―se quejó una chica con ropa de gimnasia―. ¡Quién te creés para mojarnos, nde estúpido! ―¡Fuera! ¡Despejen la zona! ―repitió el bombero. Los otros bomberos se reían y bromeaban, pero, finalmente, decidieron apuntar sus chorros de agua hacia el fuego, que para entonces ya se había apoderado del negocio. Las llamas se resistían a extinguirse, trepando por las ramas del árbol. Aquello era un quilombo. Cuando quise acercarme a Miguelo, un bombero me cortó el paso bruscamente y me dio un empujón para que me alejara. Miguelo, entretanto, había intentado incorporarse, pero su pesada barriga lo había mantenido sentado. Era 36
difícil vencer la propia gravedad, así que se limitaba a mirar alucinado el incendio, sin decir nada. Uno de los bomberos se acercó él y le dijo algo, inclinándose. Pero él no pareció darse cuenta. Cuando el fuego estuvo controlado, todos pudimos hacer un recuento de los daños: un local reducido a cenizas, un árbol carbonizado, grandes manchas negras en las paredes adyacentes y las baldosas de la vereda. A mí me picaban los ojos y solo podía oler quemazón en todos lados, como si el incendio siguiera. Miguelo gesticulaba nervioso con los bomberos. Se había encostado también una patrullera, de la que bajaron unos policías para inspeccionar el lugar. La gente seguía cuchicheando, aunque muchos otros, pasada la excitación colectiva, siguieron camino. Yo aproveché para acercarme a Miguelo y al grupo de policías y bomberos. Miguelo había vuelto a exaltarse, y puteaba contra todo el mundo. ―¡Yo sé quiénes fueron! ¡Yo sé…! ―gritaba. ―Señor, no vaya na a gritar, por favor ―decía el oficial en jefe―. Si sospecha de alguien, vamos; le llevo a la comisaría y presente su denuncia. Entonces Miguelo culpó a los hermanos Palacio, y trató de resumir la historia que me había contado antes. El oficial lo escuchó confundido. ―¿Y tiene pruebas? ―le preguntó al final. Miguelo se quedó mirándolo, como si no pudiera creer que dudara. ―¿Y eso pio no te parece prueba suficiente? ―le gritó, y señaló hacia la pared del negocio, cubierta de 37
ceniza, pero en donde aún se leía una especie de grafiti, al parecer reciente, que decía: HP Todos nos acercamos a mirar, porque realmente nadie había reparado en aquel detalle, pero enseguida los policías se pusieron a reír. ―Señor ―dijo uno―. ¡Eso ko no es prueba! ―¡No, legalmente! ―dijo otro, desconfiado. ―¡Pero son las iniciales de esos hijos de puta! ¿No se dan pio cuenta? ¡Dejaron su marca a propósito! El oficial se le plantó, con la paciencia colmada, y le dijo: ―Señor, ya le dije que no vaya a gritar delante de la autoridad. Así no podemos hacer nuestro trabajo. Yo creo que usted ya está diciendo incoherencias. ―¡Incoherencias! ―¡Sí, amigo! Miguelo no dijo nada más. Caminó unos pasos, mareado, como si le hubieran pegado una trompada. Un rato después, lo subieron a la patrullera. Yo me quedé para ver cómo cercaban el área con la cinta amarilla. Cuando me dispuse a volver a la pensión, me fijé en una camioneta que había permanecido todo el tiempo estacionada en la otra esquina, con las ventanillas abiertas. Pasé por el costado, mirando disimuladamente, y me pareció ver a unos tipos con anteojos de sol en plena noche, riendo y fumando con los brazos afuera.
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Según lo que después averiguamos, al visitar a Ña Carmen, hasta la protección divina estaba últimamente en crisis; un simple paje hecho por los hermanos Palacio con ayuda de Herminda, una vieja de Barrio Obrero, había bastado para desarmar al ángel protector de Miguelo. Esto provocó, como efecto colateral, que Nancy se enamorara perdidamente del cuerno de mi amigo, que por lo visto no era producto de sus alucinaciones. Todo esto fue aprovechado por los hermanos Palacio para ejecutar su golpe. Miguelo se lamentaba no solo por el incendio, sino también por las andanzas de Nancy. Ña Carmen estaba indignada, no solo por la maldad de sus ahijados, sino porque habían recurrido a la vieja Herminda, que era una payesera maligna con la que siempre había estado enemistada. Eran algo así como brujas rivales; una blanca, la otra negra. El caso es que Ña Carmen se lamentó de no poder quitarles, como castigo, su ángel de la guarda. ―¡Áina, che memby! ¿Mba’ére piko ha’ekuéra upéicha? ¡Che quebrantaiterei! Cuando la vieja se esfumó por un rato entre las cortinas de su casita para traernos algo de comer, le pregunté a Miguelo: ―¿Y cómo gua’u sabe todas estas cosas? Miguelo me hizo un gesto para que hablara más bajo, y dijo: ―Ella es mi madrina, ya te dije. Ella ve todo lo que hacen sus ahijados, en sueños. También presiente las cosas. ―Yo lo que presiento es que los hermanos Palacio 39
estaban en esa camioneta que vi la otra noche. ―Sí, seguro. Pero, al irme a la comisaría, me tomaron por loco. Estoy seguro de que son sus socios. Se cubren entre todos, como buenos kolo’o. ―¿Qué tiene que ver el Partido Colorado en todo esto? Miguelo me miró extrañado. ―Ese partido está lleno de cosas raras. ¿Cómo pensás que se mantienen en el poder desde hace tanto tiempo? Usan todos los recursos posibles para quedarse en el gobierno. ¿Vos pensás que no usan magia o brujería? ―¿Entonces los hermanos Palacio son colorados? ―¡Ja! ―sonrió Miguelo―. Son grandes operadores políticos en el barrio. Aparte de unos sucios mafiosos también. ¡Qué lo que voy a hacer ahora para recuperar mi negocio! ―Y no sé, che ra’a… Ña Carmen reapareció con un plato de sopa paraguaya. Sonreí y, simulando ayudarla, estiré la mano, pero la vieja me mostró sus dientes llenos de caries. ―No, mi hijo. Esto es para Miguelo. No puede comer cualquiera. Le pidió que comiera afuera, en el zaguán, donde unas chicas que la ayudaban en la casa estaban armando un nicho con estampas de santos y velas. Cuando nos quedamos solos, Ña Carmen me sujetó con fuerza la muñeca y examinó de cerca las líneas de mi mano. Murmuró algo para sí, me soltó y se quedó observándome en silencio. ―¿Fea mi situ? La vieja se rascó una oreja y solo entonces me percaté de sus dedos largos y cimbreados. Las arrugas de 40
su cara borraban todo rastro de expresión. ―Hmmm… Raro lo que muestra tu mano... Lástima que ahora no puedo ayudarte. Pero igual voy a rezar por vos. ¿Cómo es tu nombre, mi hijo? ―Benson. ―¿Mba’éicha? ―exclamó, y sus ojos parecieron divertidos por primera vez desde que llegamos. ―Benson ―repetí. La vieja abrió la boca en una risa muda y paseó los dedos largos por su remendada pollera. Me fijaba en las uñas reventadas de sus pies cuando se incorporó, temblorosa, y caminó hacia la puerta para supervisar desde ahí el nicho que adornaban sus ahijadas. ―Bueno, mi hijo. Voy a tratar de acordarme de tu nombre… Cuando Miguelo terminó de comer la sopa, volvimos a la pensión. En el camino, siguió lamentándose de su desgracia y preguntando en voz alta de dónde quitaría la plata para levantar su fotocopiadora. ―¡Me voy a tener que endeudar de nuevo! ¿Mba’e ajapóta? Yo le decía que sí, mientras miraba de paso cómo se desperezaban los jardines de las casas. En esa parte del barrio, las calles se empinaban como montañas, así que íbamos casi rodando. Antes de llegar a nuestra calle, escuchamos un grito y ladridos furiosos. A media cuadra, una chica forcejeaba nerviosa con un carrito de mano en el que transportaba las compras del súper. Vimos que dos perros, no muy grandes y más bien flacos, la estaban persiguiendo, hasta que lograron cercarla. 41
―¿Mba’e pio péa? ―dijo Miguelo, y emprendió un breve trote hacia los perros, silbando con intensidad para distraerlos. Otro tipo se había acercado también a mirar y ahora recogía cascotes del empedrado y los iba arrojando con bastante buena puntería. Los perros se dispersaron. Desde una esquina, se pusieron a aullar endemoniados. La chica reía de los nervios y reacomodaba las bolsas en el carrito. El lanzador de cascotes se quedó ayudándola. Miguelo y yo seguimos camino. ―La otra vez también, en el coreano, hubo quilombo con un perro ―contó Miguelo―. El perro solía apoyarse en la reja de la entrada y dormía casi todo el día. Al Coreano no le molestaba. Pero una tardecita entró ladrando; como si persiguiera a alguien, se puso a corretear entre los estantes y echó algunas cosas. El Coreano casi se volvió loco. Yo recordé al perro que atacó de onda a los futboleros, pero no dije nada. Cuando llegamos a la casa, por suerte, Rosario no estaba en el portón, vigilando como de costumbre. Ya tenía suficiente con toda aquella historieta de mafiosos fotocopiadores, viejas payeseras y ángeles. Lo único que quería era tirarme en el catre y dormir un rato. Miguelo entraba a su pieza con cara argelada cuando reparé en que mi puerta estaba entornada. «Mierda», pensé. «La vieja entró a revisar mis cosas». No sería la primera vez. Y, en efecto, cuando me asomé al interior, encontré una escoba y una palita apoyadas contra la pared. 42
Entorné de vuelta la puerta, salí al patio y miré por la ventana de la casa, buscando a la vieja. Al darme vuelta, casi choco con ella, que apareció misteriosamente, con un balde en una mano y un repasador en la otra. ―¡E’a! ¿Ya viniste piko? ―Rosario esbozó una sonrisa ambigua, y se deslizó a mi lado. Iba a quejarme, pero la vieja ya se había metido a repasar con vehemencia. ―Señora… ―¡Tenés que limpiar un poco esta pieza! ―dijo, sin escucharme―. ¡Todo lleno de polvo estaba hace un rato! ¡Hasta cigarrillos saqué de abajo de la cama! ¡Dios mío! ―La verdad es que quiero dormir un rato, señora… ¿Será que podés limpiar otro día? ―¡Y tu ropa…! ¡No podés tener así, todo metido en un bolso…! «¡Japiro!», pensé al ver que la vieja se ponía más quejosa y frenética con el repasador. Salí a la vereda y me senté contra el portón, cabeceando de sueño. Los árboles me cubrían del sol que reverberaba en la calle empedrada. Al otro lado de ese río de piedra hirviendo, en la esquina, vi al Coreano, parado entre las estanterías de frutas, con un largo diario enrollado en la mano a modo de garrote. Resoplaba por el calor que irradiaba del techo de zinc de la entrada, donde ahora montaba guardia por culpa del perro que había traicionado su confianza.
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