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Habitar lo cotidiano

-Ok ¡Muchas gracias! – le dije.

- ¡No te preocupes! – me respondió. Y luego salí.

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Faltaba para las seis de la tarde, en un domingo de enero y yo comencé a caminar, salí sin rumbo, no tenía nada que hacer, ya había hecho las compras y los mandados, era mi tarde libre. Pasaron 20 minutos y ya estaba sintiendo el olor al puerto, en realidad sentí el horrible olor que dejan los restos de neumáticos quemados y vi polvo negro alrededor de las veredas que quedaron luego del último paro portuario. Los del sindicato felices y yo con mis zapatillas todas sucias al andar por mi ruta favorita. No me importó porque ya estaba a punto de pasar la línea del tren y llegar al hermoso paseo “Bellamar”.

Lo recuerdo como un parque con pasto, flores, árboles, y muchos asientos para descansar y mirar el mar. En mi memoria están aquellos días que comía y jugaba con “amigos” que hacía mientras paseábamos en familia por aquel lugar.

Podíamos ver como llegaban o se iban los barcos de nuestro puerto, como se escondía el sol en el fondo del mar, o como simplemente una gaviota ensuciaba a alguien. La pesca artesanal también era común al borde del paseo, como subirse a las rocas en la baja mar, a buscar tesoros marinos, eso era extremo, no podías mojarte los pies pues el castigo era inevitable. Cuantas cosas podía pensar con solo sentir la brisa marina y la proximidad al mar.

De pronto volví de golpe a la realidad. Desde donde se inicia el paseo bellamar por el lado sur, ya está lleno, pero lleno de estos horribles e innecesarios puestos de comercio ambulante, yo tratando de llegar, con ansias a sentir la energía del mar y me encuentro con esta peste, estos feos y hediondos negocios que ocupan un lugar público, no me permiten caminar en paz. Yo no deseo comprar, no me siento motivada por las poleras estampadas, los plásticos chinos, las pipas y los insumos de marihuana, la ropa nueva o usada, los lentes, los gorros y así podría seguir hasta mañana… No quiero ropa, eso se compra en las tiendas de ese monstruo que es el mall que nos robó la vista panorámica que teníamos al llegar por el acceso de San Antonio.

Quien ha sido Sanantonino recordará el helicóptero que siempre nos volaba el cabello al subir o bajar en ese mismo lugar.

Las ferias libres se han duplicado o triplicado con todo esto del comercio. Ya no se necesita comprar cosas, tenemos nuestras casas llenas, los armarios colapsan con ropa casi desechable, la cocina está repleta de artículos para todo; picar, cortar, lavar, revolver, ya sean manuales o eléctricas, podemos cocer, freír, tostar, dorar, asar con distintos equipos; y juguetes para los niños por todos lados están…

Hoy en día necesitamos lugares libres, una orilla de playa, una plaza, un paseo o un parque que nos permita movernos sin estar esquivando esos viejos trapos de los ambulantes o chocando con las mesas que ya no están laterales al camino, pues hoy se cruzan, no te dejan andar, no puedes ir con alguien conversando al lado, y mucho menos con una pareja de la mano.

Cuanta decepción causa el hablar con adultos que han caído por tropezar en las calles y veredas de nuestro centro. Que pena da ver los negocios con sus cortinas abajo porque no pueden trabajar. Me enoja no poder llevar el celular en el bolsillo trasero del pantalón y tener que usar la mochila al revés. Malditos son los que se aprovechan y nos meten las manos en los bolsillos, carteras o mochilas mientras andamos en nuestra ciudad.

Sencillo sería ir en automóvil; nos estacionaríamos frente al lugar, haríamos nuestro trámite y listo, ahora es gratis, no se paga por eso, pero nuestra población ambulante se ha dado maña para no dejarnos espacio. Tres vueltas nos dimos y ni un solo lugar disponible. Las tomas ya se adueñaron de las calles del centro, los vehículos que no están polarizados se ve que están llenos de productos que venden, que desgraciados que son, irrespetuosos con el resto, estas personas no están por necesidad, no son pobres, son unos inescrupulosos, sin educación, y frescos sin vergüenzas, tal vez algunos son vecinos, pero hay muchos que ni siquiera saben algo de San Antonio, de su historia y tradiciones, pero eso no les importa.

Podría seguir, pero no estoy acostumbrada a decir o escribir con malas palabras y solo pienso en ellas en estos momentos.

Por unos momentos, no pensé, solo seguí.

Mis pasos me llevaron a esa vieja cantina en el centro de San Antonio, la que atienden sus propios dueños y siempre está abierta. Entré, saludé y pedí un café. Al instante sentí ese “bullying” tan propio del lugar.

¿Qué voy a hacer? Me pregunté, ¡Pues nada! Me respondí

Estaba tan acostumbrada a lo cotidiano de ese lugar que me sentí cómoda, feliz y por fin en un ambiente grato y tan auténtico como cada uno de los personajes que allí estaban.

Conversé, nos reímos, copuchenteamos, quedé a tanto de todo lo que pasaba.

Miré la hora, era tardísimo. Me despedí y caminé de regreso.

Ya no había comercio ambulante, las tiendas estaban cerradas, incluso los chinos. Claramente se podía ver el mal estado de las veredas y lo grande que es la avenida Centenario. Llegué al paseo bellamar y por fin olí el agradable olor a mar, aquel que me llevaba a los recuerdos de mi infancia, aquel que fortalecía mis pulmones.

Ese exquisito olor que te invita a la calma, que te hace sentir libre, que te proporciona tranquilidad, que te recuerda que hay que buscar lo bueno de las cosas, lo lindo de los lugares, y lo hermoso de las personas. Recordé porque me gusta vivir en este, ya casi desaparecido, San Antonio de mis recuerdos.

Silvia González.

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