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Recardios

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Nota editoral

Nota editoral

Cuando niños escuchamos, leemos y buscamos un montón de cuentos. Al encontrarlos, estos resuenan en nuestra imaginación cobrando vida en nuestra cabeza, en nuestros sentires y llevándolos a la vida en nuestros juegos, en los que intentamos recrear los escenarios de aquellas aventuras para poder revivirlos lo más similar a lo que tenemos en nuestra cabecita.

Dentro de estos cuentos y juegos, hay algunos que resuenan con mayor fuerza y significado, o que nos hacen brillar los ojos ante la posibilidad de que hayan podido ocurrir en un lugar como el que habitamos.

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En mi caso, aunque los relatos del mar nunca fueron mis favoritos, sí los podía sentir cercanos, posibles. Tenía la sensación de que si miraba con suficiente atención, me daría cuenta de que podían estar ocurriendo ante mis ojos.

Nunca tomé (con excepción de una vez) un paseo en Lancha. Me daba miedo naufragar como el príncipe Eric y que un príncipe escamoso me rescatara. En esa época no me gustaban los relatos de amor, “¡Niños, Puaj!”. Además, yo sabía a qué olían esos relatos: sal, ácido, metal mojado y oxidado, frío, pescado, arena.

También suponía qué olor tendría el príncipe tritón, lo cual lo hacía aún menos atractivo.

Sentía nervios de mirar con mucho detenimiento el océano en la penumbra, por miedo a ver la Atlántida, el Caleuche o algo que no debería. Me daba nervios pescar y que un pez pudiese tirarme y arrastrarme kilómetros, como en el viejo y el Mar. Observaba las decenas de gaviotas preguntándome cuál sería Juan Salvador. En las pescaderías observaba las especies raras que venían enredadas en las redes, buscando una bebé ballena blanca.

En las playas quería encontrar un mensaje en una botella, aunque sólo encontraba latas de cerveza mal olientes. Y ante esta decepción, una vez decidí yo comenzar la historia y lancé al mar una botella con un mensaje de presentación, aunque no sé si algún día me llamen o escriban, porque ya no tengo el mismo número ni vivo en el mismo sitio, Pero bueno, eso lo hará más entretenido.

Con todo esto, pensaba siempre en la conexión especial que tengo con el mar. Ya más grande me entrenaba nadando entre las olas y tirándome piqueros. Me gustaba nadar hasta tocar las boyas, meterme entre hombres adultos esperando la ola más grande y enfrentarla con valentía y destreza. Nadaba sintiéndome segura, siendo parte del vaivén continuo y a veces amenazante para el que no lo conoce.

Por ese tiempo pensaba que tenía algo especial con el mar. Me había aprendido los horarios de las mareas, sabía identificar corrientes, hoyos y patrones en las playas. A veces al nadar y moverme con las olas, soñaba con ser una maestra agua, pero mejor que Katara.

La piel y el pelo resecos y salados eran la señal de un día ganado.

Cuando Crecí, el mar dejó tanto de ser un lugar de juegos y entretenimiento, para convertirse en el horizonte calmo y profundo que abrazó todas mis penas. Los paseos nocturnos a escuchar las olas mientras lloraba por tener unos pésimos compañeros de colegio, son algo que marcó mi adolescencia. Supongo que también mi personalidad fue un poco similar al mar en ese entonces. Me hundí en mares de libros que parecían nunca saciar mi infinita curiosidad. Ese mar profundo de libros, me dio un mar de calma ante tantos hechos vertiginosos que viví a esa edad.

No sé qué pasó.

Bueno, si lo sé. Pero no entiendo por qué se permitió que pasara.

Hoy me siento ajena y lejana a ese mar. A veces igual lo visito, pero con cierto temor. Temor porque el cemento me ahoga y porque los camiones siempre me han puesto nerviosa. Y temor porque siento que me estuviese metiendo en casa ajena. Cuando voy a la playa que veo y escucho cada día desde mi ventana, siento como si estuviese metiéndome a la casa del vecino malo y amargado para sacar mi pelota.

Es extraño, se que es legítimo recuperar la pelota, porque me pertenece a mi y mis compañeros, pero siento que no me la van a devolver por las buenas. La experiencia previa dice mucho ya de aquel vecino que roba y pincha pelotas. No juega ni deja jugar.

Se le olvida que todos vivimos en el mismo lugar y que tarde o temprano, habrá que tomar medidas contra el vecino que no sabe cuidar la pelota que es de todos.

Camino; por las veredas de diferentes confexiones y desgastes: piedras, cemento claro, cemento oscuro, hoyos, plantas, polvos. Veo los negocios en donde una vez hubo casas. La casa de Simón, mi compañero de básica que algún día visité y tuve que caminar con cuidado para no pisar los hoyos de la madera del pasillo para abrirme paso al baño, hoy parece no haber existido. En su lugar se alza una panadería que vende cosas de películas: “Croissants”, “bagettes”, pan en bolsa para preparar. Los precios también son de película… de película de terror. Sobre todo con esta inflación que se siente vieja aunque sea nueva. Me recuerda momentos en que los dulces eran un bien escaso en mis manos, en que la plata se buscaba hasta por las calles y cualquier hallazgo aportaba. Me recuerda las listas de fiados, la cola pal pan, las ramitas a $150 y el centella a $100. El negocio de “El Chalo” –viejo carero- en el que todos comprábamos algo antes o después del colegio.

Camino; la tierra nunca la vi tan dura y estéril. Los jardines de las vecinas ya no comparten agua al árbol de la vereda, porque esos jardines han sido reemplazados por patios de cemento, que son mejores según dice la gente de la que procuro alejarme después de escuchar esos comentarios. ¿Desde cuándo se volvió mejor un patio duro y frío que uno lleno de historias en miniatura? ¿Jugar a buscar bichos ahora también es un lujo?

Camino; la pasarela de maicillo que se inundaba para los inviernos lluviosos está sepultada por el cemento, los camiones, el olor a auto viejo que marea y tubo de escape, el polvo y la codicia de gente que ni sabe hablar mi misma lengua. “Progreso” le dicen a venderle la vida a los Chinos y los Gringos. Yo leo y veo noticias y no quiero ser ni China y Gringa. Me llama la atención que lugares que me parecen de una vida angustiosa sean tan desarrollados. ¿Allá tendrán jardines o también más cemento? ¿Allá habrá Centella a $100?

Camino y tengo que trepar la escalera de metal rota y mal hecha para poder pasar la muralla de rocas que puso EPSA para que la gente no pudiera ir a la Playa de Llo lleo. Mi mamá me cuenta de los veranos de calor, música, playa, luces, romances, juegos mecánicos y paseos infinitos bajo el cielo despejado. Me habla de toldos, quitasoles y familias veraneando en las cabañas donde hoy hay una PETROBRAS. Es extraño imaginar que la “Av. La Playa” de la Juan Aspée llegó alguna vez a una codiciada playa. Hoy debo esquivar los eternos charcos de agua con aceites y petróleo preoveniente de las Vulcas y Talleres que ocupan la avenida, debo evitar el contacto visual con los enormes perros, pasar por una angosta calle e intentar apreciar, pese al paso de los camiones a menos de 1 mt de mi, las lindas aves. La profesora Eliana me enseñó los cuentos sobre los Cisnes de Cuello Negro, lo valiosa que es la fauna y que hay que protegerla. ¿A la gente grande se le olvidan las cosas importantes con el tiempo? ¿Yo voy a ser así también alguna vez? ¿los Chinos y los Gringos no tuvieron a la tía Eliana cuando chicos?.

Camino por un lugar que según la Ley es de todos. Las playas no se venden, no se privatizan y son de uso público. Parece que la ley no es para todos, parece que sanciona sólo a la gente que suele caminar y siempre y solo caminar.

San Antonio tiene alma de adolescente depresivo y que se autosabotea. Tiene discordias, violencia y autoflagelo. Psicológicamente ya han subyugado nuestra vida, nuestra tierra y nuestro bienestar por debajo del de Chinos y Gringos.

Pobre joven con traumas. Una parte de él, preso del Síndrome de Estocolmo, pide a gritos un “Mega Puerto”. Los Chinos y los Gringos son tan buenos para el Marketing que hasta le pusieron nombre de superhéroe. ¿O supervillano?

¿Cómo se sale de la depresión como ciudad?

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