La señorita Grano de Polvo bailarina del sol

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Teresa de la Parra

Traducción al catalán de Antón de Elvás

Ilustraciones de Aldo Franz Constantin

La señorita Grano de Polvo bailarina del sol Tres cuentos fantásticos Edición bilingüe Catalán/castellano

kimura Gaman ediciones



Colección Tierra Firme de la América meridional nº1 Serie para la divulgación de la literatura venezolana

Kimura Gaman ediciones


©De las ilustraciones Aldo Franz Constantin ©De la traducción al catalán Antón de Elvás ©Kimura Gaman ediciones, 2017 PRIMERA EDICIÓN noviembre del 2017

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La señorita Grano de Polvo bailarina del sol



Teresa de la Parra

La señorita Grano de Polvo bailarina del sol Tres cuentos fantásticos Catalán/castellano


A la pequeña Eileen por ser nuestro sol en la oscuridad.

A Aldo, Antón y Neus Baltrons por vuestra inteligencia y bondad.


Índice

Prólogo 10 Historia de la señorita Grano de Polvo bailarina del sol 18 El genio del pesacartas 33 El ermitaño del reloj 47 Versió en llengua catalana 80


Tres cuentos fantáticos

Prólogo Antes de referirnos a cualquier otro asunto o detalle sobre su vida y obra, apremia decir que la escritora Teresa de la Parra (1889-1936) posee una prosa transparente con el tono singular de una conversación deliciosa. En sus textos la sensación de leer es reemplazada por un “sonido” sedoso que encierra al lector en un burbuja de una cadencia impecable, sutil y sofisticada. Sus obras son un cristal impoluto y su dicción literaria, inmejorable. En la figura intelectual de Teresa convergen las nacionalidades española, francesa y venezolana como un todo indisoluble. Escribió tres cuentos fantásticos que se cree que datan del año 1915. Narraciones que hilvanan tres historias ambientadas en ese espacio aislado del mundo al que se le suele asignar el nombre de hogar, morada o habitación; tienen como títulos: El ermitaño del reloj, El genio del 10


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pesacartas y la Historia de la señorita Grano de Polvo bailarina del sol. En ellas los objetos cotidianos cobran vida, virtudes y defectos humanos para animar un pequeño universo sobre la mesa de un poeta, en el interior de un reloj, en el armario de un comedor o en el rayo de sol que se cuela en el despacho de un escritor. Son relatos cortos que poseen una candidez y una gracia inusual y concisa. Lo más parecido a pasear por un lugar indeterminado pero salvajemente ameno. En El ermitaño del reloj; un pequeño monje capuchino, que cree ser parte imprescindible del mecanismo de un reloj de mesa, abandona una noche su eterna tarea de tocar las horas del reloj –a instancias de una bella figurilla de la Reina de Saba– para conocer las magníficas historias de la vida de los objetos que habitan a las afueras de su pequeña «casa-reloj» y a su vez descubrir «que su trabajo y su sacrificio diario no eran sino de risa, casi un escarnio público». 11


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El protagonista de El genio del pesacartas es un gnomo «de alambre, paño y piel de guante» que después de un sinnúmero de peripecias logra llegar a un puesto nunca antes alcanzado por uno de su especie: ser «el genio del pesacartas sobre el escritorio de un poeta» y tal proeza llenó su personalidad de pedantería, soberbia y arrogancia hasta que un revés inesperado le hace perder para siempre su reinado sobre la superficie del escritorio. En la Historia de la señorita Grano de Polvo bailarina

del sol, un muñeco de fieltro sostiene una placentera conversación con su dueño, al que le confiesa su intenso enamoramiento por una mota de polvo que una mañana observó flotando, con infinita gracia, en un rayo de sol que se filtraba por una ventana y que era un ser extraordinario que, según su ilusión, «como rostro no tenía ninguno propiamente hablando. Te diré que en realidad no poseía una forma precisa. Pero tomaba del sol con vertiginosa rapidez todos los rostros que yo hubiese podido soñar y que 12


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eran precisamente los mismos con que soñaba cuando pensaba en el amor». Estos tres cuentos sólo comprenden una parte de la producción temprana de Teresa de la Parra y son anteriores a la creación de su obra cumbre Ifigenia, pero en ellos ya se siente perfectamente el aroma por los universos íntimos, rebosantes de simplicidad y delicadeza que caracteriza la mayoría de sus obras. Las cuales dejan en el lector la sensación de un encierro cálido y confortable, sin nunca dejar de ser lugares provistos de rejas y candados invisibles. En junio de 1923, Teresa de la Parra envió una larguísima carta a Juan Vicente Gómez –dictador supremo de Venezuela– demandándole ayuda monetaria para publicar su novela Ifigenia: diario de una señorita que escribió

porque se fastidiaba, y aunque no tuvo respuesta, en la actualidad el gesto nos puede llegar a parecer poco elegante, si ignoramos el contexto histórico que lo enmarca, pero sobre todo se puede considerar la prueba de la 13


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sólida confianza que tenía la escritora en el valor de su propia obra. Obra reducida y limitada por una tuberculosis pulmonar que acortó la vida de la autora a cuarenta y siete años que, sin embargo, abarca cuentos, novelas, ensayos, conferencias y diarios de viaje.

Ifigenia, su obra más importante y difundida, fue publicada en 1926 en Francia. En ella lo que en la ficción y en la realidad se suele llamar “la moral y las buenas costumbres” quedan, ante el lector, grotescamente pintarrajeadas como las más absurdas de las cárceles mentales del ser humano, a través de la mirada rebosante de vitalidad de la protagonista principal. Ya que sólo desde su punto de vista se dibuja con maestría la concepción del mundo de los personajes que la rodean y del universo que los encierra. La frivolidad, que ocupa gran parte del tiempo de la joven protagonista, incluye un significado más profundo y complejo: el mecanismo inconsciente que embellece lo

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absurdo de su entorno y, a su vez, la lucha inútil contra un destino inmerecido del que no podrá huir. Muchos de los personajes de Teresa de la Parra son esclavos de un rumbo injusto, deambulan por universos íntimos, cerrados casi herméticamente al resto del mundo, atrapados en el ritmo monótono de un espacio doméstico casi deleitable. Incluso su diario privado pocas veces se aleja de la intimidad de ese pequeño mundo para posar su mirada en la calle y sus alrededores. Sin embargo, el lector pasea muy a gusto por ese cosmos que se encierra con vanos y muros en compañía de una prosa que jamás se empaña, porque el tono cadencioso de grata conversación en ningún momento aburre al lector, sino que acaricia su pensamiento con una acogedora habilidad.

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No es realmente fácil ser algo, excepto ser vulgar. Bernard Shaw


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Historia de la señorita Grano de Polvo bailarina del sol Era una mañana a fines del mes de abril. El buen tiempo en delirio contrastaba irónicamente con un pobre trabajo de escribanillo que tenía yo entre manos aquel día. De pronto como levantara la cabeza vi a Jimmy, mi muñeco de fieltro que se balanceaba sentado frente a mí, apoyando la espalda en la columna de la lámpara. La pantalla parecía servirle de parasol. No me veía y su mirada, una mirada que yo no le conocía, estaba fija con extraña atención en un rayo de sol que atravesaba la pieza. —¿Qué tienes, querido Jimmy? —le pregunté—. ¿En qué piensas? —En el pasado —me respondió simplemente sin mirarme. Y volvió a sumirse en su contemplación. 18


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Y como temiese haberme herido por la brusquedad de la respuesta: —No tengo motivos para esconderte nada —replicó—. Pero por otro lado, nada puedes hacer, ¡ay!, por mí. —Y suspiró en forma que me destrozó el corazón. Tomó cierto tiempo. Dio media vuelta a las dos arandelas de fieltro blanco que rodean sus pupilas negras y que son el alma de su expresión. Pasó esta al punto de la atención íntima al ensueño melancólico. Y me habló así: —Sí, pienso en el pasado. Pienso siempre en el pasado. Pero hoy especialmente, esta primavera tibia e insinuante reanima mi recuerdo. En cuanto al rayo de sol, quien clava a tus pies, fíjate bien, la alfombra que transfigura, este rayo de sol se parece tanto a aquel otro en el cual encontré por primera vez a… ¡Ah, siento que necesitarás suplir con tu complacencia la pobreza de mis palabras! »Imagínate la criatura más rubia, más argentina, más locamente etérea que haya nunca danzado por sobre las 21


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miserias de la vida. Apareció y mi ensueño se armonizó al instante con su presencia milagrosa. ¡Qué encanto! Bajaba por el rayo de sol, hollando con su presencia deslumbrante aquel camino de claridad que acababa de recordármela. Suspiros imperceptibles a nuestro burdo tacto animaban a su alrededor un pueblo de seres semejantes a ella, pero sin su gracia soberana ni su atractivo fulminante. Retozaba ella con todos un instante, se enlazaba en sus corros, se escapaba hábil por un intersticio, evitaba de un brinco el torpe abrazo del monstruo-mosquito ebrio y pesado como una fiera… mientras que un balanceo insensible y dulce la iba atrayendo hacia mí. Dios mío, ¡qué linda era! »Por rostro no tenía ninguno propiamente hablando. Te diré que en realidad no poseía una forma precisa. Pero tomaba del sol con vertiginosa rapidez todos los rostros que yo hubiese podido soñar y que eran precisamente los mismos con que soñaba cuando pensaba en el amor. Su 22


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sonrisa en vez de limitarse a los pliegues de la boca se extendía por sobre todos sus movimientos. Así, aparecía tan pronto rubia como el reflejo de un cobre, tan pronto pálida y gris como la luz del crepúsculo, ya oscura y misteriosa como la noche. Era a la vez suave como el terciopelo, loca como la arena en el viento, pérfida como el ápice de espuma al borde de una ola que se rompe. Era mil y mil cosas tan rápido que mis palabras no lograban seguir sus metamorfosis. »Quedé larguísimo rato mirándola invadido por una especie de estupor sagrado. De pronto se me escapó un grito. La bailarina etérea iba a tocar el suelo. Todo mi ser protestó ante la ignominia de semejante encuentro, y me precipité. »Mi movimiento brusco produjo extrema perturbación en el mundo del rayo de sol y muchos de los geniecillos se lanzaron, creo que por temor hacia las alturas. Pero mis ojos no perdían de vista a mi amada. Inmóvil, conteniendo 24


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la respiración, la espiaba con la mano extendida. ¡Ah, divina alegría! La mayor y la última ya de mi vida. En esa mano extendida había ella caído. Renuncio a detallarte mi estado de espíritu. El corazón me latía en forma tan acelerada que en mi mano temblorosa, mi dueña bailaba todavía. Era un vals lento y cadencioso de una coquetería infinita. —Señorita Grano de Polvo —le dije. —¿Y cómo sabes mi nombre? —Por intuición —le contesté—, el… en fin… el amor. —El amor —exclamó ella—. ¡Ah! —Y volvió a bailar pero de un modo impertinente. Me pareció que se reía. —No te rías —le reproché—, te quiero de veras. Es muy serio. —Pero yo no tengo nada de seria —replicó—. Soy la Señorita Grano de Polvo, bailarina del Sol. Sé demasiado que mi alcurnia no es de las más brillantes. Nací en una grieta del piso y nunca he vuelto a mi madre. Cuan25


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do me dicen que es una modesta suela de zapato, tengo que creerlo, pero nada me importa puesto que soy ahora la bailarina del Sol. No puedes quererme. Si me quieres, querrás también llevarme contigo y entonces ¿qué sería de mí? Prueba, quita tu mano un instante y ponla fuera del rayo. »La obedecí. Cuál no fue mi decepción cuando en mi mano, reintegrada a la penumbra, contemplé una cosita lamentable e informe, de un gris dudoso, toda ella inerte y achatada. ¡Tenía ganas de llorar! —¡Ya ves! —dijo ella—. Está ya hecha la experiencia. Solo vivo para mi arte. Vuelve a ponerme pronto en el rayo de sol. »Obedecí. Agradecida bailó de nuevo un instante en mi mano. —¿De qué cosa es tu mano? —Es de fieltro —contesté ingenuamente.

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—¡Es carrasposa! —exclamó—. Cuánto más prefiero mi camino aéreo —y trató de volar. »Yo no sé qué me invadió. Furioso por el insulto, pero además por el temor de perder a mi conquista, jugué mi vida entera en una decisión audaz. “Será opaca, pero será mía”, pensé. La cogí y la enterré dentro de mi cartera, que coloqué sobre mi corazón. »Aquí está desde hace un año. Pero la alegría ha huido de mí. Esta hada que escondo no me atrevo ya a mirarla, tan distinta la sé de aquella visión que despertó mi amor. Y sin embargo prefiero retenerla así que perderla de un todo al devolverle su libertad.» —¿De modo que la tienes todavía en tu cartera? —le pregunté picado de curiosidad. —Sí. ¿Quieres verla? Sin esperar mi respuesta y porque no podía aguantar más su propio deseo, abrió la cartera y sacó lo que se llamaba “la momia de la Señorita Grano de Polvo”. Hice 27


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como si la viera pero solo por amabilidad, pues en el fondo no veía absolutamente nada. Hubo entre Jimmy y yo un momento de silencio penoso. —Si quieres un consejo —le dije al fin— te doy este: Dale la libertad a tu amiga. Aprovecha ese rayo de sol. Aunque no dure más que dos horas serán dos horas de éxtasis. Eso vale más que continuar el martirio en que vives. —¿Lo crees de veras? —interrogó él mirándome con ansiedad—. Dos horas. ¡Ah, qué tentaciones siento! Sí, acabemos: ¡sea! Así diciendo, sacó de su cartera a la Señorita Grano de Polvo y la volvió a colocar en el rayo. Fue una resurrección maravillosa. Saliendo de su misterioso letargo la bailarinita se lanzó loca, imponderable y como espiritual, idéntica a la descripción entusiasta que me había hecho Jimmy. Comprendía al punto su pasión. Había que verlo a él inmóvil, boquiabierto ebrio de belleza. La voluptuosidad amarga del sacrificio se unía a la alegría purísima de 29


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la contemplación. Y, a decir verdad, su rostro me parecía más bello que la danza del hada, puesto que estaba iluminado de una nobleza moral extraña a la falaz bailarina. De pronto, juntos, exhalamos un grito. Un insecto enorme y estúpido, insecto grande como la cabeza de un alfiler, al bostezar acababa de tragarse a la Señorita Grano de Polvo. ¿Qué más decir ahora? El pobre Jimmy, con los ojos fijos, consideraba la extensión de su deleite. Nos quedamos largo rato silenciosos, incapaces de hallar nada que pudiese expresar yo mi remordimiento y él su desesperación. No tuvo ni para mí ni para la fatalidad siquiera una palabra de reproche, pero vi muy bien cómo, bajo el pretexto de levantar la arandela de fieltro que gradúa la expresión de sus pupilas, se enjugó furtivamente una lágrima.

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El genio del pesacartas Esta era una vez un gnomo sumamente listo e ingenioso: todo él de alambre, paño y piel de guante. Su cuerpo recordaba una papa, su cabeza una trufa blanca y sus pies a dos cucharitas. Con un pedazo de alambre de sombrero se hizo un par de brazos y un par de piernas. Las manos enguantadas con gamuza color crema no dejaban de prestarle cierta elegancia británica, desmentida quizás por el sombrero, que era de pimiento rojo. En cuanto a los ojos, particularidad misteriosa, miraban obstinadamente hacia la derecha, cosa que le prestaba un aire bizco sumamente extravagante. Lo envanecía mucho su origen irlandés, tierra clásica de hadas, sílfides y pigmeos, pero por nada en el mundo hubiera confesado que allá en su país había modestamente formado parte de una compañía de menestrales o 33


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cantores ambulantes: semejante detalle no tenía por qué interesar a nadie. Después de sabe Dios qué viajes y aventuras extraordinarias había llegado a obtener uno de los más altos puestos a que pueda aspirar un gnomo de cuero. Era el genio de un pesacartas sobre el escritorio de un poeta. Entiéndase por ello que, instalado en la plataforma de la máquina brillante, se balanceaba el día entero sonriendo con malicia. En los primeros tiempos había sin duda comprendido el honor que se le hacía al darle aquel puesto de confianza. Pero a fuerza de escuchar al poeta, su dueño, que decía a cada rato: “¡Cuidado!, que nadie lo toque, que no le pasen el plumero. Miren que gracioso es… ¡Es él quien dirige el vaivén de billetes y cartas!”, había acabado por ponerse tan pretencioso que perdió por completo el sentido de su importancia real, y esto al punto de que cuando lo quitaban un instante de su sitio para pesar las cartas le daban verdaderos ataques de ra34


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bia y gritaba que nadie tenía derecho de molestarlo, que él estaba en su casa, que haría duplicar la tarifa, y demás maldades delirantes. Pasaba pues los días sentado en el pesacartas como un príncipe merovingio en su pavés. Desde allá arriba contemplaba con desdén todo el mundo diminuto del escritorio: un reloj de oro; un cascarón de nuez, un ramo de flores, una lámpara, un tintero, un centímetro, un grupo de barras de lacre de vivos colores, alineados muy respetuosamente alrededor del sello de cristal. —Sí —decíales desde arriba—, yo soy el genio del pesacartas y todos ustedes son mis humildes súbditos. El cascarón de nuez es mi barco para cuando yo quiera regresar a Irlanda, el reloj está ahí para indicar la hora en que me dignaré a dormir; el ramo de flores es mi jardín; la lámpara me alumbra si deseo velar, el centímetro es para anotar los progresos de mi crecimiento (mido ciento setenta milímetros desde que me vino la idea de usar cal35


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zado medioeval). No sé todavía qué haré con los lacres. En cuanto al tintero está ahí, no cabe duda, para cuando yo quiera divertirme echando redondeles de saliva. Y diciendo así comenzaba a escupir dentro del tintero con una desvergüenza sin nombre. —Eres un gran mal educado —protestaba el tintero—. Si pudiera subir hasta allá, te haría una buena mancha en la mejilla y te escribiría en las espaldas con letras muy grandes “Gnomo malvado”. —Sí, pero como eres más pesado que el plomo con tu agua asquerosa de cloaca no puedes hacerme nada. Si me inclino sobre ti, quieras que no, tendrás que reflejar mi imagen. Y su rostro en efecto aparecía en el fondo del brocal de cobre negro y brillante como el de un diablillo burlón. Cuando su dueño se sentaba al escritorio, el gnomo tomaba un aire hipócrita y sonreía como diciendo:

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“Todo marcha bien. Puedes escribir lindísimas páginas, yo estoy aquí”. Entonces el poeta, que era de natural bondadoso y que se engañaba fácilmente, miraba al genio con complacencia y colocando una barrita de incienso verde en el pebetero, la ponía a arder. El humo subía en finas volutas hacia el gnomo y le cubría la cabeza con su dulce caricia azulada. El diminuto personaje respiraba el perfume con alegría y se estremecía de tal modo que la balanza marcaba quince gramos en lugar de diez, que era su peso normal, por lo cual deducía que el incienso era el único alimento digno de él, puesto que era el único que le aprovechaba. Una noche en que dormía profundamente lo despertó una música muy suave. Eran dos pobres menestreles, vestidos más o menos como él y del mismo tamaño, que venían a darle una serenata: uno tocaba la guitarra cantando con expresión apasionada; el otro lo acom38


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pañaba tarareando con las dos manos sobre el corazón como quien dice: “Qué divina música, nunca he sentido igual placer”. —¿Qué es esto? ¿Qué ocurre? —preguntó el gnomo frotándose los ojos con un puño furibundo—. ¿Quién se permite tocar y cantar de noche aquí en mi mesa? —Somos nosotros —contestó el guitarrista con mucha dulzura—. Parece que has corrido con mucha suerte desde el día en que te fuiste de nuestra compañía ambulante. Eres hoy gran personaje… y ya ves, hemos hecho el viaje. Estamos muy cansados... —En primer lugar, les prohíbo que me tuteen y, en segundo término, ¡no los conozco! ¡Vaya broma! Yo, yo en una compañía de menestreles… ¿Están locos? ¡Largo, largo de aquí, pedazos de vagabundos! —Pero, ¿de veras no nos reconoce usted, monseñor? —insistió el músico decepcionado—. Éramos tres, acuérdese, y teníamos grandes éxitos. Yo me ponía en el medio, 39


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mi compañero a la derecha y usted a la izquierda, bizqueando para que la gente se riera. Tiene usted siempre la misma mirada. Tome, aquí tengo la fotografía que nos sacó un aficionado la víspera del día que usted se escapó. Y desmontando la guitarra sacó un rollo de papel brumoso que extendió. Se veían, en efecto, los tres menestreles de cuero y alambre: el de la derecha era, en efecto, el genio del pesacartas. —¡Ah! Esto ya es demasiado —gritó exasperado—. No me gustan las burlas. Soy el genio del pesacartas y nada tengo que ver con mendigos como ustedes. —Pero, monseñor —respondió el guitarrista, a quien invadía una profunda tristeza—, si no pedimos gran cosa; tan solo el que nos permita vivir aquí, en su hermosa propiedad. Piense que hemos gastado en el viaje todas nuestras economías. —Lo que me tiene sin cuidado.

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—No lo molestaremos para nada. Tocaremos lindas romanzas. —No me gusta la música. Además, los veo venir: harían correr ciertos ruidos perjudiciales a mi buen nombre. Muchas gracias, mi situación es muy envidiada… Conozco cierto tintero que se sentiría encantado si pudiera salpicarme con sus calumnias. Arréglenselas como puedan, yo no los conozco. —¿Es su última palabra? —preguntaron los menestreles rendidos bajo tanta ingratitud. —Es mi última palabra —concluyó el genio del pesacartas. Y como los desgraciados músicos permanecieron aún indecisos y desesperados: —¿Quieren ustedes marcharse enseguida —bramó poniéndose de pie sobre el platillo— o llamo a la policía?

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Pero en su exaltación se resbaló, le faltó el pie y rodó soltando una horrible interjección hasta ir a dar al fondo del tintero que se lo tragó. Sin dar oídos a otros sentimientos que no fueran los del valor y la generosidad, los dos menestreles quisieron liberar al amigo de otros tiempos. Pero por desgracia el tintero, que tenía muchas cuentas que cobrar, dejó caer su tapa con estrépito y los menestreles no pudieron ni moverla. Al siguiente día, cuando el poeta vio el desastre, comprendió lo ocurrido y sintió repugnancia por la ingratitud del gnomo. Después de haberlo extraído del pozo negro y después de haber tratado en vano de limpiarlo, no sabiendo qué hacer con él y no queriendo tirarlo a la basura, lo metió en el fondo de una gaveta. En su destierro, el gnomo de cuero no ha perdido su orgullo. Continúa deslumbrando con sus cuentos fan-

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tásticos a la gente del nuevo medio social: un pisapapeles roto, una concha de tortuga y un rollo de viejas facturas. —Cuando yo reinaba en el pesacartas, era yo quien hacía llegar los telegramas. Pero un día un loco me arrojó en un tintero… En cuanto a los dos menestreles, el poeta los ha colocado sobre un gran ramo de follaje. Parecen dos pájaros de colores en un bosque virgen y allí cantan el día entero de un modo encantador.

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El ermitaño del reloj Este era una vez un capuchino que, encerrado en un reloj de mesa esculpido en madera, tenía como oficio tocar las horas. Doce veces en el día y doce veces en la noche, un ingenioso mecanismo abría de par en par la puerta de la capillita ojival que representaba el reloj, y podía así mirarse desde fuera cómo nuestro ermitaño tiraba de las cuerdas tantas veces cuantas el timbre, invisible dentro de su campanario, dejaba oír su tin-tin de alerta. La puerta volvía enseguida a cerrarse con un impulso brusco y seco como si quisiese escamotear al personaje; tenía el capuchino magnífica salud a pesar de su edad y de su vida retirada. Un hábito de lana siempre nuevo y bien cepillado descendía sin una mancha hasta sus pies desnudos dentro de sus sandalias. Su larga barba blanca, al contrastar con 47


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sus mejillas frescas y rosadas, inspiraba respeto. Tenía, en pocas palabras, todo cuanto se requiere para ser feliz. Engañado, lejos de suponer que el reloj obedecía a un mecanismo, estaba segurísimo de que era él quien tocaba las campanadas, cosa que lo llenaba de un sentimiento muy vivo de su poder e importancia. Por nada en el mundo se le hubiera ocurrido ir a mezclarse con la multitud. Bastaba con el servicio inmenso que les hacía a todos al anunciarles las horas. Para lo demás, que se las arreglaran solos. Cuando atraído por el prestigio del ermitaño alguien venía a consultarle un caso difícil, enfermedad o lo que fuese, él no se dignaba siquiera abrir la puerta. Daba la contestación por el ojo de la llave, cosa esta que no dejaba de prestar a sus oráculos cierto sello imponente de ocultismo y misterio. Durante muchos, muchísimos años, Fray Barnabé (este era su nombre) halló en su oficio de campanero tan gran atractivo que ello le bastó a satisfacer su vida; re48


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flexionen ustedes un momento: el pueblo entero del comedor tenía fijos los ojos en la capillita y algunos de los ciudadanos de aquel pueblo no habían conocido nunca más distracción que la de ver aparecer al fraile con su cuerda. Entre estos se contaba una compotera que había tenido la vida más gris y desgraciada del mundo. Rota en dos pedazos desde sus comienzos, gracias al aturdimiento de una criada, la habían empatado con ganchitos de hierro. Desde entonces las frutas con que la cargaban antes de colocarla en la mesa solían dirigirle las más humillantes burlas. La consideraban indigna de contener sus preciosas personas. Pues bien, aquella compotera que conservaba en el flanco una herida avivada continuamente por la sal del amor propio hallaba gran consuelo en ver funcionar al capuchino del reloj. —Miren —les decía a las frutas burlonas—, miren aquel hombre del hábito pardo. Dentro de algunos ins49


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tantes va a avisar que ha llegado la hora en que se las van a comer a todas —y la compotera se regocijaba en su corazón, saboreando por adelantado su venganza. Pero las frutas, sin creer ni una palabra, le contestaban: —Tú no eres más que una tullida envidiosa. No es posible que un canto tan cristalino, tan suave, pueda anunciarnos un suceso fatal. Y también las frutas consideraban al capuchino con complacencia y también unos periódicos viejos que bajo una consola pasaban la vida repitiéndose unos a otros sucesos ocurridos desde hacía veinte años, y la tabaquera, y las pinzas del azúcar, y los cuadros que estaban colgando en la pared, y los frascos de licor, todos, todos tenían la vista fija en el reloj y, cuanta vez se abría de par en par la puerta de roble, volvían a sentir aquella misma alegría ingenua y profunda. Cuando se acercaban las once y cincuenta minutos de la mañana llegaban entonces los niños, se sentaban en 50


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rueda frente a la chimenea y esperaban pacientemente a que tocaran las doce, momento solemne entre todos porque el capuchino, en vez de esconderse con rapidez de ladrón una vez terminada su tarea como hacía, por ejemplo, a la una o a las dos (entonces se podía hasta dudar de haberlo visto), no, se quedaba al contrario un rato, largo, largo, bien presentado, o sea, el tiempo necesario para dar doce campanadas. ¡Ah!, ¡y es que no se daba prisa entonces el hermano Barnabé! ¡Demasiado sabía que lo estaban admirando! Como quien no quiere la cosa, haciéndose el muy atento a su trabajo, tiraba del cordel, mientras que de reojo espiaba el efecto que producía su presencia. Los niños se alborotaban gritando: —Míralo cómo ha engordado. —No, está siempre lo mismo. —No señor, que está más joven. —Que no es el mismo de antes, que es su hijo. Etc., etc. 51


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El cubierto ya puesto se reía en la mesa con todos los dientes de sus tenedores, el sol iluminaba alegremente el oro de los marcos y los colores brillantes de las telas que estos encerraban; los retratos de familia guiñaban un ojo como diciendo: ¡Qué!, ¿aún está ahí el capuchino? Nosotros también fuimos niños hace ya muchos años y bastante nos divertía. Era un momento de triunfo. Llegaban al punto las personas mayores, todo el mundo se sentaba en la mesa y Fray Barnabé, su tarea terminada, volvía a entrar en la capilla con esa satisfacción profunda que da el deber cumplido. Pero ay, llegó el día en que tal sentimiento ya no le bastó. Acabó por cansarse de tocar siempre la hora, y se cansó sobre todo de no poder nunca salir. Tirar del cordel de la campana es, hasta cierto punto, una especie de función pública que todo el mundo admira. ¿Pero cuánto tiempo dura? Apenas un minutos por sesenta y el 52


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resto del tiempo ¿qué se hace? Pues, pasearse en rueda por la celda estrecha, rezar el rosario, meditar, dormir, mirar por debajo de la puerta o por entre los calados del campanario un rayo vaguísimo de sol o de luna. Son estas ocupaciones muy poco apasionantes. Fray Barnabé se aburrió. Lo asaltó un día la idea de escaparse. Pero rechazó con horror semejante tentación releyendo el reglamento inscrito en el interior de la capilla. Era muy terminante. Decía: “Prohibición absoluta a Fray Barnabé de salir, bajo ningún pretexto, de la capilla del reloj. Debe estar siempre listo para tocar las horas tanto del día como de la noche”. Nada podía tergiversarse. El ermitaño se sometió. ¡Pero qué dura resultaba la sumisión! Y ocurrió que una noche, como abriera su puerta para tocar las tres de la madrugada, cuál no fue su estupefacción al hallarse frente 54


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a frente con un elefante que de pie, tranquilo, lo miraba con sus ojitos maliciosos, y claro, Fray Barnabé lo reconoció enseguida: era el elefante de ébano que vivía en la repisa más alta del aparador, allá, en el extremo opuesto del comedor. Pero como jamás lo había visto fuera de la susodicha repisa había deducido que el animal formaba parte de ella, es decir que lo había esculpido en la propida madera del aparador. La sorpresa de verlo aquí, frente a él, lo dejó clavado en el suelo y se olvidó de cerrar las puertas cuando acabó de tocar la hora. —Bien, bien —dijo el elefante—, veo que mi visita le produce a usted cierto efecto; ¿me tiene miedo? —No, no es que tenga miedo —balbuceó el ermitaño—, pero confieso que… ¡Una visita! ¿Viene usted para hacerme una visita? —¡Pues es claro! Vengo a verlo. Ha hecho usted tanto bien aquí a todo el mundo que es muy justo el que

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alguien se le ofrezca para hacerle a su vez algún servicio. Sé, además, lo desgraciado que vive. Vengo a consolarlo. —¿Cómo sabe que…? ¿Cómo puede suponerlo? Si nunca se lo he dicho a nadie. ¿Será usted el diablo? —Tranquilícese —respondió sonriendo el animal de ébano—, no tengo nada en común con ese gran personaje. No soy más que un elefante, pero eso sí, de primer orden. Soy el elefante de la reina de Saba. Cuando vivía esta gran soberana de África era yo quien la llevaba en sus viajes. He visto a Salomón: tenía vestidos mucho más ricos que los suyos, pero no tenía esa hermosa barba. En cuanto a saber que es usted desgraciado no es sino cuestión de adivinarlo. Debe uno aburrirse de muerte con semejante existencia. —No tengo el derecho de salir de aquí —afirmó el capuchino con firmeza. —Sí, pero no deja de aburrirse por eso.

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Esta respuesta y la mirada inquisidora con que la acompañó el elefante azoraron mucho al ermitaño. No contesto nada, no se atrevía a contestar nada. ¡Era tal su verdad! Se fastidiaba a morir. ¡Pero así era! Tenía un deber evidente, una consigna formal indiscutible: permanecer siempre en la capilla para tocar las horas. El elefante lo consideró largo rato en silencio como quien no pierde el más mínimo pensamiento de su interlocutor. Al fin volvió a tomar la palabra: —Pero —preguntó con aire inocente—, ¿por qué razón tiene usted el derecho de salir de aquí? —Lo prometí a mi reverendo Padre, mi maestro espiritual, cuando me envió a guardar este reloj-capilla. —¡Ah!... ¿y hace mucho tiempo de eso? —Cincuenta años más o menos —contestó Fray Barnabé después de un rápido cálculo mental. —Y después de cincuenta años, ¿no ha vuelto nunca más a tener noticias de ese reverendo Padre? 57


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—No, nunca. —¿Y qué edad tenía él en aquella época? —Andaría supongo en los ochenta. —De modo que hoy tendría ciento treinta si no me equivoco. Entonces, mi querido amigo (y aquí el elefante soltó una risa sardónica muy dolorosa al oído), entonces quiere decir que lo ha olvidado totalmente. A menos que no haya querido burlarse de usted. De todos modos ya está más que libre de su compromiso. —Pero —objetó el monje—, la disciplina… —¡Qué disciplina! —En fin.. el reglamento. —Y mostró el cartel del reglamento que colgaba dentro de la celda. El elefante lo leyó con atención, y: —¿Quiere que le dé mi opinión sincera? La primera parte de este documento no tiene por objeto sino el de asustarlo. La leyenda esencial es: “Tocar las horas de día y de noche”, este es su estricto deber. Basta por lo tanto 58


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que se encuentre usted en su puesto en los momentos necesarios. Todos los demás le pertenecen. —Pero, ¿qué haría en los momentos libres? —Lo que harás —dijo el animal de ébano cambiando de pronto el tono y hablando en voz clara, autoritaria, avasalladora—, te montarás en mi lomo y te llevaré al otro lado del mundo por países maravillosos que no conoces. Sabes que hay en el armario secreto, al que no abre casi nunca, tesoros sin precio, de los que no puedes hacerte la menor idea: tabaqueras en las cuales Napoleón estornudó, medallas con los bustos de los césares romanos, pescados de jade que conocen todo lo que ocurre en el fondo del océano, un viejo pote de jengibre vacío pero tan perfumado todavía que casi se embriaga uno al pasar por su lado (y se tienen entonces sueños sorprendentes). »Pero lo más bello de todo es la sopera, la famosa sopera de porcelana de China, la última pieza restante de un servicio estupendo, rarísimo. Está decorada con flores 59


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y en el fondo, ¿adivina lo que hay? La reina de Saba en persona, de pie, bajo un parasol flamígero y llevando en el puño su loro profeta. »Es linda, ¡si supieras!, es adorable, ¡cosa de caer de rodillas! Y te espera. Soy su elefante fiel que la sigue desde hace tres mil años. Hoy me dijo: “Ve a buscarme el ermitaño del reloj, estoy segura que debe de estar loco por verme”». —La reina de Saba. ¡La reina de Saba! —murmuraba en su fuero interno Fray Barnabé trémulo de emoción—. No puedo disculparme. Es preciso que vaya —y en voz alta: —Sí quiero ir. Pero ¡la hora, la hora! Piense un poco, elefante, ya son las cuatro menos cuarto. —Nadie se fijará si toca de una vez las cuatro. Así le quedaría libre una hora y cuarto entre este y el próximo toque. Es tiempo más que suficiente para ir a presentar sus respetos a la reina de Saba. 60


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Entonces, olvidándolo todo, rompiendo con su pasado de cincuenta años de exactitud y de fidelidad, Fray Barnabé tocó febrilmente las cuatro y saltó en el lomo del elefante, quien se lo llevó por el espacio. En algunos segundos se hallaron ante la puerta del armario. Tocó el elefante tres golpes con sus colmillos y la puerta se abrió por obra de encantamiento. Se escurrió entonces con amabilidad maravillosa por entre el dédalo de tabaqueras, medallas, abanicos, pescados de jade y estatuillas y no tardó en desembocar frente a la célebre sopera. Volvió a tocar los tres golpes mágicos, la tapa se levantó y nuestro monje pudo entonces ver a la reina de Saba en persona, que de pie en un paisaje de flores ante un trono de oro y pedrerías sonreía con expresión encantadora llevando en su puño el loro profeta. —Por fin lo veo, mi bello ermitaño —dijo ella—. ¡Ah!, cuánto me alegra su visita; confieso que la deseaba con locura, cuanta vez oía tocar la campana me decía: 61


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¡qué sonido tan dulce y cristalino! Es una música celestial. Quisiera conocer al campanero, deber ser un hombre de gran habilidad. Acérquese, mi bello ermitaño. Fray Barnabé obedeció. Estaba radiante en pleno mundo desconocido, milagroso… No sabía qué pensar. ¡Una reina estaba hablándole familiarmente, una reina había deseado verlo! Y ella seguía: —Tome, tome esta rosa como recuerdo mío. Si supiera cuánto me aburro aquí. He tratado de distraerme con esta gente que me rodea. Todos me han hecho la corte, quien más, quien menos, pero por fin me cansé. A la tabaquera no le falta gracia; narraba de un modo pasable relatos de guerra o intrigas picarescas, pero no puedo aguantar su mal olor. El pote de jengibre tiene garbo y cierto encanto, pero me es imposible estar a su lado sin que me asalte un sueño irresistible. Los pescados conocen profundas ciencias, pero no hablan nunca. Solo el César de oro de la 62


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medalla me ha divertido en realidad algunas veces, pero su orgullo acabó por parecerme insoportable. ¿No pretendía llevarme en cautiverio bajo el pretexto de que yo era una reina bárbara? Resolví plantarlo con toda su corona de laurel y su gran nariz de pretencioso, y así fue como quedé sola, sola pensando en usted el campanero lejano que me tocaba en las noches tan linda música. Entonces dije a mi elefante: “Anda y tráemelo. Nos distraeremos mutuamente. Le contaré yo mis aventuras, él me contará las suyas”. ¿Quiere usted, lindo ermitaño, que le cuente mi vida? —¡Oh, sí! —suspiró extasiado Fray Barnabé—. ¡Debe ser tan hermosa! Y la reina de Saba comenzó a recordar las aventuras magníficas que había corrido desde la noche aquella en que se había despedido de Salomón hasta el día más cercano en que, escoltada por sus esclavos, su parasol, su trono y sus pájaros, se había instalado dentro de la sopera. 64


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Había material para llenar varios libros y aún no lo refería todo; iba balanceándose al azar de los recuerdos. Había recorrido África, Asia y las islas de los dos océanos. Un príncipe de la China, caballero en un delfín de jade, había venido a pedir su mano, pero ella lo había rechazado porque proyectaba entonces un viaje al Perú, acompañado de un joven galante, pintado en un abanico, el cual en el instante de embarcarse hacia Citeres, como la viera pasar, cambió de rumbo. En Arabia había vivido en una corte de magos. Estos, para distraerla, hacían volar ante sus ojos pájaros encantados, desencadenaban tempestades terribles en medio de las cuales se alzaban sobre las alas de sus vestiduras, hacían cantar estatuas que yacían enterradas bajo la arena, extraviaban caravanas enteras, encendían espejismos con jardines, palacios y fuentes de agua viva. Pero, entre todas, la aventura más extraordinaria era aquella, la ocurrida con el César de oro. Es cierto que repetía: “me ofen65


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dió por ser orgulloso”. Pero se veía su satisfacción, pues el César aquel era un personaje de mucha consideración. A veces en medio del relato el pobre monje se atrevía a hacer una tímida interrupción: —Creo que ya es tiempo de ir a tocar la hora. Permítame que salga. Pero al punto la reina de Saba, cariñosa, pasaba la mano por la hermosa barba del ermitaño y contestaba riendo: “¡Qué malo eres, mi bello Barnabé! ¡Estar pensando en la campana cuando una reina de África te hace sus confidencias! Y además: es todavía de noche. Nadie va a darse cuenta de la falta”. Y volvía a tomar el hilo de su historia asombrosa. Cuando la hubo terminado, se dirigió a su huésped y dijo con la más encantadora de sus expresiones: —Y ahora, mi bello Barnabé, a usted le toca, me parece que nada de mi vida le he ocultado. Es ahora su turno. 66


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Y habiendo hecho sentar a su lado, en su propio trono, al pobre monje deslumbrado, la reina echó hacia atrás la cabeza como quien se dispone a saborear algo exquisito. Y aquí está el pobre Fray Barnabé que se pone a narrar los episodios de su vida. Contó cómo el padre Anselmo, su superior, lo había llevado un día al reloj-capilla; cómo le encomendó la guardia; cuáles fueron sus emociones de campanero principiante, describió su celda, recitó de cabo a rabo el reglamento que allí encontró escrito; dijo que el único banco en donde podía sentarse era un banco cojo; lo muy duro que resultaba no poder dormir arriba de tres cuartos de hora por la zozobra de no estar despierto para tirar de la cuerda en el momento dado. Es cierto que mientras enunciaba cosas tan miserables, allá en su fuero interno tenía la impresión de que no podían ellas interesar a nadie, pero ya se había lanzado y no podía detenerse. Adivinaba de sobra que lo que de él se esperaba no era el relato de su verdadera vida, que ca67


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recía en el fondo de sentido, sino otro, el de una existencia hermosa cuyas peripecias variadas y patéticas hubiera improvisado con arte. Pero, ¡ay!, carecía por completo de imaginación y, quieras que no, había que limitarse a los hechos exactos, es decir, a casi nada. En un momento dado del relato levantó los ojos que hasta entonces por modestia los había tenido clavados en el suelo, y se dio cuenta de que los esclavos, el loro, todos, todos, hasta la reina, dormían profundamente. Solo velaba el elefante: —¡Bravo! —le gritó este—. Podemos ahora decir que es usted un narrador de primer orden. El mismo pote de jengibre es nada a su lado. —¡Oh Dios mío! —imploró Fray Barnabé—, ¿se habrá enojado la reina? —Lo ignoro. Pero lo que sí sé es que debemos regresar. Ya es de día. Tengo justo el tiempo de cargarlo en el lomo y reintegrarlo a la capilla. 68


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Y era cierto. Rápido como un relámpago atravesó nuestro elefante de ébano el comedor y se detuvo ante la capilla. El reloj de la catedral de la ciudad apuntaba justo las ocho. Anhelante, el capuchino corrió a tocar las ocho campanadas y cayó rendido de sueño sin poder más. Nadie, por fortuna, se había dado cuenta de su ausencia. Pasó el día entero en una ansiedad febril. Cumplía maquinalmente su deber de campanero, pero con el pensamiento no abandonaba un instante la sopera encantada en donde vivía la reina de Saba, y se decía: “¿Qué me importa aburrirme durante el día si en las noches el elefante de ébano vendrá a buscarme y me llevará hasta ella? ¡Ah, qué bella vida me espera!”. Y desde el caer de la tarde comenzó a esperar impaciente a que llegara el elefante. ¡Pero nada! Las doce, la una, las dos de la madrugada pasaron sin que el real mensajero diera señales de vida. No pudiendo más y diciéndose que solo se trataría de un olvido, Fray Barnabé 69


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se puso en camino. Fue un largo y duro viaje. Tuvo que bajar de la chimenea agarrándose de la tela que la cubría y, como dicha tela no llegaba ni con mucho al suelo, fue a tener que saltar desde una altura igual a cinco o seis veces su estatura. Y cruzó a pie la gran pieza tropezándose en la oscuridad con la pata de una mesa, resbalándose por encima de una cucaracha y teniendo luego que luchar con un ratón salvaje que lo mordió cruelmente en una pierna; tardó, en pocas palabras, unas dos horas para llegar al armario. Imitó allí el procedimiento del elefante con tan gran exactitud que se le abrieron sin dificultad ninguna, primero la puerta, luego la tapa de la sopera. Trémulo de emoción y de alegría se encontró frente a la reina. Esta se sorprendió muchísimo: —¿Qué ocurre? —preguntó—, ¿qué quiere usted señor capuchino? —¿Pero ya no me recuerda? —dijo Fray Barnabé cortadísimo—. Soy el ermitaño del reloj… el que vino ayer… 70


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—¡Ah! ¿Con que es usted el mismo monje de ayer? Pues si quiere que le sea sincera, le daré este consejo: no vuelva más por aquí. Sus historias, francamente, no son interesantes. Y como el pobre Barnabé no atreviéndose a medir las dimensiones de su infortunio permaneciese inmóvil… —¿Quiere usted acabarse de ir? —silbó el loro profeta precipitándosele encima y cubriéndolo de picotazos—. Acaban de decirle que está aquí de más. Vamos, márchese y rápido. Con la muerte en el alma Fray Barnabé volvió a tomar el camino de la chimenea. Andando, andando se decía: —¡Por haber faltado a mi deber! Debía de antemano haber comprendido que todo esto no era sino una tentación del diablo para hacerme perder los méritos de toda una vida de soledad y penitencia. ¡Cómo era posible que un desgraciado monje, en sayal, pudiera luchar contra el 72


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recuerdo de un emperador romano en el corazón de una reina! Pero… ¡qué linda, qué linda era! Ahora es preciso que olvide. Es preciso que de hoy en adelante no piense más que en mi deber: mi deber es el de tocar la hora. Lo cumpliré sin desfallecimiento, alegremente hasta que la muerte me sorprenda en la extrema vejez. ¡Quiera Dios que nadie se haya dado cuenta de mi fuga! ¡Con tal de que llegue a tiempo! ¡Son las siete y media! Si no llego en punto de ocho, ¡estoy perdido! Es el momento en que se despierta la casa y todos comienzan a vivir. Y el pobre se apresuraba, las piernas ya rendidas. Cuando tuvo que subir agarrándose a las molduras de la chimenea, toda la sangre de su cuerpo parecía zumbarle en los oídos. Llegó arriba medio muerto. ¡Inútil esfuerzo! No llegó a tiempo… Las ocho estaban tocando.

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Digo bien: ¡las ocho estaban tocando! ¡Tocando o solas, sin él! La puerta del reloj se había abierto de par en par, la cuerda subía y bajaba, lo mismo que si hubieran estado sus manos tirando de ellas; y las ocho campanadas cristalinas sonaban… Hundido en el estupor, el pobre capuchino comprendió. Comprendió que el campanario funcionaba sin él, es decir, que él no había contribuido nunca en nada al juego del mecanismo. Comprendió que su trabajo y su sacrificio diario no eran sino de risa, casi un escarnio público. Todo se derrumbaba a la vez: la felicidad que había esperado recibir de la reina de Saba y ese deber futuro que había resuelto cumplir en adelante obediente en su celda. Ese deber no tenía ya objeto. La desesperación negra, inmensa, absoluta penetró en su alma. Comprendió entonces que la vida sobrellevada en tales condiciones era imposible.

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Entonces rompió en menudos pedazos la rosa que le regalara la reina de Saba, desgarró el reglamento que colgaba en la pared de la celda y, agarrando el extremo de la cuerda que asomaba como de costumbre bajo el techo, aquella misma que tantas veces habían sus manos tirado tan alegremente, pasósela ahora alrededor del cuello y, dando un salto en el vacío, se ahorcó.

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Versió en llengua catalana Antón de Elvás


A la petita Erola, per ser la primera lectora d’aquesta versió.


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Història de la senyoreta Gra de Pols ballarina del sol Era un matí de finals del mes d’abril. El bon temps delirant contrastava irònicament amb una pobra feina d’escrivanet que tenia jo entre mans aquell dia. De sobte, en aixecar el cap, vaig veure el Jimmy, el meu ninot de feltre que es balancejava assegut davant meu, tot recolzant l’esquena a la columna del llum. El llum semblava fer-li de para-sol. No em veia i la seva mirada, una mirada que jo li coneixia, estava fixa amb estranya atenció sobre un raig de sol que travessava la cambra. —Què et passa, estimat Jimmy? —li vaig preguntar—. En què penses? 80


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—En el passat —em va respondre simplement sense mirar-me, i va tornar a enfonsar-se en la seva contemplació. I com si hagués temut haver-me fet mal amb la brusquedat de la resposta: —No tinc motius per amagar-te res —va replicar—. Però, de fet, res hi podries fer, ai!, per mi —i va sospirar d’una manera que em va destrossar el cor. Es va prendre un cert temps. Va fer mitja volta a les dues volanderes de feltre blanc que envolten les seves pupil·les negres i que són l’ànima de la seva expressió. Va passar aquesta al punt de l’atenció íntima, al somni malenconiós. I em va parlar així: —Sí, penso en el passat. Penso sempre en el passat. Però avui especialment, aquesta primavera tèbia i insinuant revifa el meu record. Pel que fa al raig de sol, qui clava als teus peus, fixa’t-hi bé, la catifa que transfigura, aquest raig de sol s’assembla tant a aquell altre en el qual vaig

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trobar per primer cop... Ah!, sento que necessitaràs suplir amb la teva complaença la pobresa de les meves paraules! »Imagina’t la criatura més rossa, més argentina, més esbojarradament etèria que hagi dansat mai per damunt de les misèries de la vida. Va aparèixer i el meu somni es va harmonitzar a l’instant amb la seva presència miraculosa. Quin encant! Baixava pel raig de sol, trepitjant amb la seva presència enlluernadora aquell camí de claror que acabava de recordar-me-la. Sospirs imperceptibles al nostre bast tacte animaven al seu voltant un poble d’éssers semblants a ella, però sense la seva gràcia sobirana ni el seu atractiu fulminant. Jugava ella amb ells un instant, s’enllaçava en les seves rotllanes, s’escapava hàbilment per una escletxa, evitava tot d’un salt la maldestra abraçada del monstre-mosquit embriac i pesat com una fera... mentre que un balanceig insensible i dolç l’anava atraient cap a mi. —Déu meu! Com n’era, de bufona!

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»De rostre no en tenia cap si parlem amb propietat. Et diré que en realitat no posseïa una forma precisa. Però prenia del sol amb vertiginosa rapidesa tots els rostres que jo hagués pogut somniar i que eren justament els mateixos amb els quals somniava quan pensava en l’amor. El seu somriure en lloc de limitar-se als plecs de la boca s’estenia per sobre tots els seus moviments. Així, apareixia de sobte rossa com el reflex d’un coure, de sobte pàl·lida i grisa com la llum del crepuscle, ja fosca i misteriosa com la nit. Era a la vegada suau com el vellut, boja com la sorra al vent, pèrfida com l’àpex d’escuma a la vora d’una onada que es trenca. Era mil i mil coses tan de pressa que les meves paraules no aconseguien seguir les seves metamorfosis. »Em vaig quedar una llarguíssima estona mirant-la envaït per una mena d’estupor sagrat... De sobte se’m va escapar un crit... La ballarina etèria anava a tocar el terra.

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Tot el meu ésser va protestar davant la ignomínia d’una trobada com aquesta, i em vaig precipitar. »El meu moviment brusc va produir una extrema pertorbació al món del raig de sol i molts dels petits genis s’hi van llençar, crec que per por de les altures. Però els meus ulls no perdien de vista la meva estimada. Ah, divina alegria! La més gran i l’última ja de la meva vida. Sobre aquesta mà estesa ella havia caigut. Renuncio a detallar-te l’estat d’ànim. El cor em bategava de forma tan accelerada que a la meva mà tremolosa, la meva mestressa ballava encara. Era un vals lent i cadenciós d’una coqueteria infinita. —Senyoreta Gra de Pols... —li vaig dir. —I com és que el saps, el meu nom? —Per intuïció —li vaig contestar—, el... en fi... l’amor. —L’amor —va exclamar ella—. Ah! —i va tornar a ballar però d’una manera impertinent. Em va semblar que reia. 86


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—No te’n riguis —li vaig retreure—, t’estimo de debò. És molt seriós. —Però jo no en tinc res, de seriosa —va replicar—. Sóc la Senyoreta Gra de Pols, ballarina del Sol. Sé molt bé que la meva nissaga no és de les més brillants. Vaig néixer a l’esquerda del terra i mai he tornat a la meva mare. Quan em diuen que és una modesta sola de sabata, haig de creure-ho, però res m’importa ja que sóc ara la ballarina del Sol. No pots estimar-me. Si m’estimes, estimaràs també dur-me amb tu i aleshores, què seria de mi? Prova-ho, treu la mà un instant i posa-la fora del raig. »La vaig obeir. Quina decepció vaig tenir quan a la meva mà, reintegrada a la penombra, vaig contemplar una coseta lamentable i informe, d’un gris dubtós, tota ella inerta i aplatada. Tenia ganes de plorar! —Ja veus! —va dir ella—. Ja està feta l’experiència. Només visc per al meu art. Torna a posar-me aviat al raig de sol. 87


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Vaig obeir. Agraïda va ballar de nou un instant a la meva mà. —De què està feta la teva mà? —És de feltre —vaig contestar ingènuament. —És rasposa! —va exclamar—. M’estimo molt més el meu camí aeri —i va tractar de volar. »Jo no sé què em va envair. Furiós, per l’insult, però a més a més per la por de perdre la meva conquesta, vaig jugar la meva vida sencera en una decisió audaç. “Serà opaca, però serà meva”, vaig pensar. La vaig agafar i la vaig tancar dins la meva cartera, que vaig col·locar sobre el meu cor. »Aquí la tinc des de fa un any. Però l’alegria ha fugit de mi. Aquesta fada que amago no m’atreveixo ja a mirar-la, tan diferent la sé d’aquella visió que va despertar el meu amor. I no obstant això prefereixo retenir-la així que perdre-la del tot en tornar-li la llibertat».

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—Així que la tens encara a la teva cartera? —li vaig preguntar mort de curiositat. —Sí. Que vols veure-la? Sense esperar la meva resposta i perquè no podia aguantar més el seu propi desig, va obrir la cartera i va treure el que s’anomenava “la mòmia de la Senyoreta Gra de Pols”. Vaig fer com si la veiés però només per amabilitat, perquè en el fons no veia absolutament res. Va haver-hi entre el Jimmy i jo un moment de silenci penós. —Si vols un consell —li vaig dir finalment— et donaré aquest: dóna-li la llibertat, a la teva amiga. Aprofita aquest raig de sol. Encara que no duri més de dues hores seran dues hores d’èxtasi. Això val més que continuar en el martiri on vius. —De debò ho creus? —va interrogar ell mirant-me amb ansietat—. Dues hores. Ah, quines temptacions sento! Sí, acabem-ho: que així sigui!

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Tot dient això, va treure de la seva cartera la Senyoreta Gra de Pols i la va tornar a posar al raig. Va ser una resurrecció miraculosa. Sortint de la seva misteriosa letargia la ballarineta es va llançar a ballar boja, imponderable i com espiritual, idèntica a la descripció entusiasta que em va fer el Jimmy. Vaig comprendre de seguida la seva passió. Calia veure’l a ell immòbil, bocabadat, ebri de bellesa. La voluptuositat amarga del sacrifici s’unia a l’alegria puríssima de la contemplació. I francament, el seu rostre em semblava més bell que la dansa de la fada, ja que estava il·luminat d’una noblesa moral estranya a la fal·laç ballarina. De sobte, junts, vam exhalar un crit. Un insecte enorme i babau, insecte gran com el cap d’una agulla, en badallar acabava d’empassar-se la Senyoreta Gra de Pols. Què més puc dir ara? El pobre Jimmy amb els ulls fixos considerava l’extensió del seu delit. Vam quedar-nos una llarga estona 91


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silenciosos, incapaços de trobar res que pogués expressar, jo el meu remordiment i ell la seva desesperació. No va tenir ni per a mi, ni per a la fatalitat tan sols una paraula de retret, però vaig veure molt bé com sota el pretext d’aixecar la volandera de feltre que gradua l’expressió de les seves pupil·les, es va eixugar furtivament una llàgrima.

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El geni del pesacartes Hi havia una vegada un gnom summament llest i ple d’enginy: tot ell de filferro, drap i pell de guant. El seu cos recordava una patata, el seu cap una tòfona blanca i els seus peus dues culleretes. Amb un tros de filferro de barret va fer-se un parell de braços i un parell de cames. Les mans enguantades amb camussa color crema no deixaven d’atorgar-li una certa elegància britànica, desmentida potser pel barret que era de pebrot vermell. Pel que fa als ulls, particularitat misteriosa, miraven obstinadament cap a la dreta, la qual cosa li atorgava un aire guenyo summament extravagant. El feia envanir molt el seu origen irlandès, terra clàssica de fades, sílfides i pigmeus, però per res del món hauria 95


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confessat que allà al seu país havia modestament fomat part d’una companyia de joglars o cantors ambulants: un detall així no hauria interessat ningú. Després de Déu sap quins viatges i aventures extraordinàries, havia arribat a obtenir un dels més alts càrrecs al qual pugui aspirar un gnom de cuir. Era el geni d’un pesacartes damunt l’escriptori d’un poeta. Entengui’s per això que, instal·lat a la plataforma de la màquina brillant, es balancejava el dia sencer somrient amb malícia. Els primers temps havia comprès sens dubte l’honor que se li feia en donar-li aquest càrrec de confiança. Però a còpia de sentir el poeta, el seu amo, que deia tota l’estona: “Compte! que ningú el toqui, que no li passin el plomall. Mirin si n’és de trempat... És qui dirigeix el vaivé de bitllets i de cartes!”, havia acabat per tornar-se tan pretensiós que va perdre del tot el sentit de la seva importància real i això fins al punt que quan el treien un sol instant del seu lloc per pesar les cartes li agafaven autèntics atacs de ràbia i cri96


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dava que ningú tenia dret d’amoïnar-lo, que ell era a casa seva, que faria duplicar la tarifa i altres maldats delirants. Passaven doncs els dies, assegut al pesacartes com un príncep merovingi al seu pavès. Des d’allà dalt contemplava amb desafecció tot el món diminut de l’escriptori: un rellotge d’or, una closca de nou, un ram de flors, una llàntia, un tinter, una cinta mètrica, un grup de barres de lacre de colors vius, alineats molt respectuosament al voltant del segell de vidre. —Sí —els deia des de dalt—, jo sóc el geni del pesacartes i tots vostès són els meus humils súbdits. La closca de nou és el meu vaixell per quan jo vulgui tornar a Irlanda, el rellotge és allà per indicar l’hora a la qual em dignaré a dormir; el ram de flors és el meu jardí; la llàntia m’il·lumina si desitjo vetllar; la cinta mètrica és per anotar els progressos del meu creixement (faig una alçada de setanta mil·límetres des que em va venir la idea de fer servir calçat medieval). —No sé encara què faré amb els 97


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lacres—. Pel que fa al tinter és allà, sens dubte, per quan jo vulgui divertir-me tot fent cercles de saliva. I tot dient així començava a escopir dins el tinter amb un desvergonyiment que no tenia nom. —Ets un gran mal educat, protestava el tinter. Si pogués pujar fins a dalt, et faria una bona taca a la galta i t’escriuria a l’esquena amb lletres molt grans “Gnom malvat”. —Sí, però com que ets més pesat que el plom amb la teva aigua fastigosa de clavegueram no pots fer-me res. Si m’inclino a sobre teu, vulguis o no, hauràs de reflectir la meva imatge. I el seu rostre en efecte apareixia al fons del brocal de coure negre i brillant com el d’un dimoniet burleta. Quan el seu amo seia a l’escriptori, el gnom prenia un aire hipòcrita i somreia com dient: “Tot marxa bé. Pots escriure bellíssimes pàgines, jo sóc aquí”. Aleshores el poeta, que era de natural bondadós i que s’enganyava fàcilment, mirava el geni amb complaença i, 98


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col·locant una barreta d’encens verd al peveter, la posava a cremar. El fum pujava en fines volutes fins al gnom i li cobria el cap amb la seva dolça carícia blavosa. El diminut personatge respirava el perfum amb alegria i s’estremia de tal manera que la balança marcava quinze grams enlloc de deu, que era el seu pes normal, per la qual cosa deduïa que l’encens era l’únic aliment digne seu, ja que era l’únic que li feia profit. Una nit en què dormia profundament el va despertar una música molt suau. Eren dos pobres joglars vestits més o menys com ell i de la mateixa mida que venien a oferirli una serenata: un tocava la guitarra cantant amb expressió apassionada; l’altre l’acompanyava taral·larejant amb les dues mans sobre el cor com qui diu: “quina divina música, mai no havia sentit un plaer igual”. —Què és això? Què passa? —va preguntar el gnom tot fregant-se els ulls amb un puny furibund—. Qui es permet tocar i cantar de nit aquí a la meva taula? 99


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—Som nosaltres —va contestar el guitarrista amb molta dolçor—. Sembla que has tingut molta sort des d’aquell dia en què vas marxar de la nostra companyia ambulant. Ets avui un gran personatge... i ja ho veus, hem fet el viatge. Estem molt cansats... —En primer lloc, els prohibeixo que em tutegin i en segon terme, no els conec! Quina broma!, jo, jo a una companyia de joglars... Són bojos? Fora, fora d’aquí, trossos de rodamons! —Però, de debò no ens reconeix, Monsenyor? —va insistir el músic decebut—. Érem tres, recordi-se’n, i teníem grans èxits... Jo em posava al mig, el meu company a la dreta i vostè a l’esquerra, mirant guerxo perquè la gent rigués. Té encara la mateixa mirada. Tingui, aquí porto la fotografia que ens va fer un aficionat la vigília del dia que vostè es va escapar. I desmuntant la guitarra va treure un rotllo de paper boirós que va estendre. Es veien, en efecte, els tres joglars 100


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de cuir i filferro: el de la dreta era efectivament el geni del pesacartes. —Ah! Això ja és massa —va cridar exasperat—. No m’agraden les burles. Sóc el geni del pesacartes i res tinc a veure amb captaires com vostès. —Però, monsenyor —va respondre el guitarrista, a qui envaïa una profunda tristesa—. Si no demanem gran cosa; tan sols que ens permeti viure aquí a la seva bella propietat. Pensi que hem gastat en el viatge totes les nostres economies. —La qual cosa m’és indiferent. —No el molestarem gens. Tocarem boniques romances. —No m’agrada la música. A més a més, ja m’ho ensumo: farien córrer certs sorolls perjudicials per al meu bon nom, moltes gràcies, la meva situació és molt envejada... Conec un cert tinter que se sentiria encantat si

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pogués esquitxar-me amb les seves calúmnies. Espavilin-se com puguin, jo no els conec pas. —És la seva última paraula? —van preguntar els joglars rendits sota tanta ingratitud. —És la meva última paraula —va concloure el geni del pesacartes. I com que els desgraciats músics van romandre encara indecisos i desesperats: —Volen marxar de seguida —va bramar, posant-se dempeus sobre el plateret—, o truco a la policia? Però en la seva exaltació, va relliscar, li va faltar el peu i va rodar, deixant anar una horrible interjecció, fins a anar a tocar el fons del tinter que se’l va empassar. Sense fer cas a altres sentiments que no fossin els del valor i la generositat, els dos joglars van voler alliberar l’amic d’altres temps. Però per desgràcia el tinter, que tenia molts comptes per cobrar, va deixar caure la tapa amb estrèpit i els joglars no van poder ni tan sols moure-la. 103


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L’endemà quan el poeta va veure el desastre, va comprendre el que havia passat i va sentir fàstic per la ingratitud del gnom. Després d’haver-lo extret del pou negre i després d’haver tractat en va de netejar-lo, no sabent què fer amb ell i no volent llençar-lo a les escombraries, el va ficar al fons d’un calaix. En el seu desterrament, el gnom de cuir no ha perdut el seu orgull. Continua enlluernant amb els seus contes fantàstics la gent del nou medi social: un petjapapers trencat; una closca de tortuga i un rotlle de velles factures. —Quan jo regnava al pesacartes, era jo qui feia arribar els telegrames. Però un dia, un boig em va llençar dins un tinter... Pel que fa als dos joglars, el poeta els ha col·locat sobre un gran ram de fullatge. Semblen dos ocells de colors en un bosc verge i allà canten el dia sencer d’una manera encantadora.

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L’ermità del rellotge Hi havia una vegada un caputxí que, tancat dins un rellotge de taula esculpit en fusta, tenia com a ofici tocar les hores. Dotze cops al dia i dotze cops a la nit, un enginyós mecanisme obria de bat a bat la porta de la capelleta ogival que representava el rellotge, i així podia veure’s des de fora com el nostre ermità estirava les cordes tantes vegades com el timbre, invisible dins el seu campanar, deixava sentir el seu tin-tin d’alerta. La porta tornava de seguida a tancar-se amb un impuls brusc i sec com si volgués escamotejar el personatge; tenia el caputxí una magnífica salut malgrat la seva edat i la seva vida retirada. Un hàbit de llana sempre nou i ben raspallat descendia sense una taca fins als peus nus dins les seves sandàlies. La seva llarga

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barba blanca, en contrastar amb les seves galtes fresques i rosades, inspirava respecte. Tenia, en poques paraules, tot allò que cal per ser feliç. Enganyat, lluny de suposar que el rellotge obeïa un mecanisme, estava seguríssim que era ell qui tocava les campanades, cosa que l’omplia d’un sentiment molt viu del seu poder i importància. De cap de les maneres se li hauria ocorregut anar a barrejar-se amb la multitud. N’hi havia prou amb el servei immens que els feia a tots en anunciar les hores. Per a tota la resta, que s’arreglessin sols. Quan atret pel prestigi de l’ermità venia algú a consultar-li un cas difícil, malaltia o el que fos, ell no es dignava ni tan sols a obrir la porta. Donava la resposta pel forat del pany, la qual cosa no deixava d’atorgar als seus oracles un cert segell imponent d’ocultisme i misteri. Durant molts, moltíssims anys, Fra Barnabé (aquest era el seu nom) va trobar en el seu ofici de campaner un atractiu tan gran que això li va bastar per satisfer la seva 108


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vida; reflexionin vostès un moment: el poble sencer del menjador tenia els ulls fixos en la capelleta i alguns dels ciutadans d’aquell poble no havien conegut mai cap altra distracció que la de veure aparèixer el frare amb la seva corda. Entre aquests hi havia una compotera que havia tingut la vida més grisa i desgraciada del món. Trencada en dos trossos des dels seus inicis, gràcies a l’atordiment d’una criada, l’havien ajuntat amb ganxets de ferro. Des d’aleshores, les fruites amb què la carregaven abans de col·locar-la a la taula, acostumaven a dirigir-li les més humiliants burles. La consideraven indigna de contenir les seves precioses persones. Doncs bé, aquella compotera que conservava en el costat una ferida avivada contínuament per la sal de l’amor propi, trobava un gran consol en veure funcionar el caputxí del rellotge. —Mirin —els deia a les fruites burletes—, mirin aquell home de l’hàbit marró. D’aquí a uns instants avisarà que 109


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ha arribat l’hora en què se les menjaran a totes —i la compotera s’alegrava en el seu cor, assaborint per avançat la seva venjança. Però les fruites, sense creure una sola paraula, li contestaven: —Tu no ets més que una tolida envejosa. No és possible que un cant tan cristal·lí, tan suau, pugui anunciar-nos un succés fatal. I també les fruites consideraven el caputxí amb complaença i també uns diaris vells que sota una consola passaven la vida repetint-se els uns als altres fets passats des de feia vint anys, i la tabaquera, i les pinces del sucre, i els quadres que estaven penjants a la paret i les ampolles de licor, tots, tots tenien la vista fixada en el rellotge i cada cop que s’obria de bat a bat la porta de roure tornaven a sentir aquella mateixa alegria ingènua i profunda. Quan s’apropaven les onze i cinquanta minuts del migdia, arribaven llavors els nens, seien en roda davant la 111


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llar de foc i esperaven amb paciència que toquessin les dotze, el moment més solemne de tots ja que el caputxí, en lloc d’amagar-se amb rapidesa de lladre un cop acabada la seva tasca com feia per exemple a la una o a les dues (aleshores es podia fins i tot dubtar d’haver-lo vist), no, es quedava, en canvi, una estona, llarga, llarga, ben presentat, o sigui, el temps necessari per tocar dotze campanades. Ah!, i és que no s’afanyava aleshores el germà Barnabé! Bé ho sabia ell, que l’estaven admirant! Com qui no vol la cosa, fent veure que posava tota l’atenció en la seva feina, estirava el cordill, mentre que de reüll espiava l’efecte que produïa la seva presència. Els nens s’esvalotaven cridant: —Mira’l com s’ha engreixat. —No, està igual que sempre. —No senyor, que està més jove. —Que no és el mateix d’abans, que és el seu fill. Etc., etc. 112


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El cobert ja posat reia a la taula amb totes les dents de les seves forquilles, el sol il·luminava alegrament l’or dels marcs i els colors brillants de les teles que aquests contenien; els retrats de família picaven l’ullet com dient: Què!, encara és allà el caputxí? Nosaltres també vam ser nens ja fa molts anys i força que ens divertia. Era un moment de triomf. Arribaven puntuals les persones grans, tothom seia a taula i Fra Barnabé, enllestida la seva tasca, tornava a entrar a la capella amb aquella satisfacció profunda que dóna el deure complert. Però ai, va arribar el dia en què amb aquest sentiment ja no en va tenir prou. Va acabar per cansar-se de tocar sempre l’hora, i es va cansar sobretot de no poder sortir mai. Estirar el cordill de la campana és, fins a cert punt, una mena de funció pública que tothom admira. Però, quant de temps dura? Amb prou feines un minut per seixanta i la resta del temps, què es fa? Doncs, passejar-se en 113


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roda per la cel·la estreta, resar el rosari, meditar, dormir, mirar per sota de la porta o entre els calats del campanar un raig vaguíssim de sol o de lluna. Són aquestes ocupacions molt poc apassionants. Fra Barnabé se’n va avorrir. El va assaltar un dia la idea d’escapar-se. Però va rebutjar amb horror aquesta temptació rellegint el reglament inscrit a l’interior de la capella. Era molt terminant. Deia: “Prohibició absoluta a Fra Barnabé de sortir, sota cap pretext, de la capella del rellotge. Ha d’estar sempre a punt per tocar les hores tant del dia com de la nit”. Res es podia tergiversar. L’ermità s’hi va sotmetre. Però, que dura que resultava la submissió! I va passar que una nit, en obrir la seva porta per tocar les tres de la matinada, va quedar totalment estupefacte al trobar-se cara a cara amb un elefant que dempeus, tranquil, el mirava amb els seus ullets maliciosos, i és clar, Fra Barnabé el va reconèixer de seguida: era l’elefant de banús que vivia a la lleixa més alta de l’aparador, allà, a l’extrem oposat del 114


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menjador. Però com que mai l’havia vist fora de l’esmentada lleixa havia deduït que l’animal en formava part, és a dir que l’havien esculpit a la pròpia fusta de l’aparador. La sorpresa de veure’l aquí, davant seu, el va deixar clavat al terra i es va oblidar de tancar les portes, quan va acabar de tocar l’hora. —Molt bé —va dir l’elefant—, veig que la meva visita li produeix un cert efecte; que em té por? —No, no és que tingui por —va balbotejar l’ermità—, però confesso que... ¡Una visita! Ve per fer-me una visita? —Doncs és clar! Vinc a veure’l. Ha fet tant de bé aquí a tothom que és molt just que algú se li ofereixi per fer-li al seu torn algun servei. Sé, a més a més, la desgràcia amb què viu. Vinc a consolar-lo. —Com sap que... Com pot suposar-ho?... Si mai l’hi he dit a ningú... Que és el diable, vostè? —Tranquil·litzi’s —va respondre somrient l’animal de banús—, no tinc res en comú amb aquell gran personat115


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ge. No sóc res més que un elefant... però això sí, de primer ordre. Sóc l’elefant de la reina de Saba. Quan vivia aquesta gran sobirana de l’Àfrica era jo qui la portava en els seus viatges. He vist Salomó: tenia vestits molt més rics que els seus, però no tenia aquesta bella barba. Pel que fa a saber que és vostè desgraciat no és més que qüestió d’endevinar-ho. Hom s’ha d’avorrir a morir amb una existència així. —No tinc dret a sortir d’aquí —va afirmar el caputxí amb fermesa. —Sí, però no deixa d’avorrir-se per això. Aquesta resposta i la mirada inquisidora amb què la va acompanyar l’elefant van torbar molt l’ermità. No va contestar res, no s’atrevia a contestar res. Així era la seva veritat! Es fastiguejava a morir. Però era així! Tenia un deure evident, una consigna formal indiscutible: romandre sempre a la capella per tocar les hores. L’elefant el va considerar llarga estona en silenci com qui no perd el 116


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més mínim pensament del seu interlocutor. Finalment va tornar a prendre la paraula: —Però —va preguntar amb aire innocent—, per quina raó no té dret a sortir d’aquí? —Ho vaig prometre al meu reverend Pare, el meu mestre espiritual, quan em va enviar a guardar aquest rellotge-capella. —Ah!... i fa gaire temps d’allò? —Cinquanta anys més o menys —va contestar Fra Barnabé, després d’un ràpid càlcul mental. —I després de cinquanta anys; no ha tornat mai més a tenir notícies d’aquell reverend Pare? —No, mai. —I quina edat tenia ell en aquella època? —Devia rondar els vuitanta. —De manera que avui en deuria tenir cent trenta si no m’equivoco. Aleshores, el meu estimat amic —i aquí l’elefant va deixar anar un riure sardònic molt dolorós per 118


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l’oïda—, aleshores vol dir que l’ha oblidat totalment. Si no és que ha volgut burlar-se de vostè. Sigui com sigui ja està més que lliure del seu compromís. —Però —va objectar el monjo—, la disciplina... —Quina disciplina! —En fi... el reglament —i va mostrar el cartell del reglament que penjava dins la cel·la. L’elefant el va llegir amb atenció, i: —Vol que li’n doni la meva opinió sincera? La primera part d’aquest document no té cap altre objecte que el d’espantar-lo. La llegenda essencial és: “Tocar les hores de dia i de nit”, aquest és el seu estricte deure. N’hi ha prou, per tant, que vostè es trobi al seu lloc en els moments necessaris. Tots els altres li pertanyen. —Però, què faria en els moments lliures? —El que faràs —va dir l’animal de banús canviant de sobte el to i parlant amb veu clara, autoritària, subjugadora—, pujaràs al meu llom i et portaré a l’altre costat 119


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del món per països meravellosos que no coneixes. Deus saber que hi ha a l’armari secret, que no obren gairebé mai, tresors sense preu, d’aquells que no te’n podries fer la més mínima idea: tabaqueres en les quals Napoleó va esternudar, medalles amb els bustos dels cèsars romans, peixos de jade que coneixen tot allò que passa al fons de l’oceà, un vell pot de gingebre buit però tan perfumat encara que s’embriaga tot aquell que hi passa pel costat (i es tenen aleshores somnis sorprenents). »Però el més bell de tot és la sopera, la famosa sopera de porcellana de la Xina, l’última peça que queda d’un servei fantàstic, raríssim. Està decorada amb flors i al fons, endevina el que hi ha? La reina de Saba en persona, dempeus, sota un para-sol flamíger i portant al puny el seu lloro profeta. »És ben maca! Si la coneguessis! És adorable! Per fer-te caure de genolls! I t’espera. Sóc el seu fidel elefant que la segueix des de fa tres mil anys. Avui m’ha dit: “Ves a 120


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buscar-me l’ermità del rellotge, estic segura que deu estar boig per veure’m”». —La reina de Saba! La reina de Saba! —murmurava per dins fra Barnabé, tremolós d’emoció—. No puc disculpar-me. Cal que hi vagi —i en veu alta: —Sí que hi vull anar. Però... l’hora, l’hora! Pensi una mica, elefant, ja són tres quarts de quatre. —Ningú es fixarà si toca ara les quatre. Així li quedaria lliure una hora i quart entre aquest i el proper toc. N’hi ha ben bé prou per anar a presentar els seus respectes a la reina de Saba. Aleshores, oblidant-ho tot, trencant amb un passat de cinquanta anys d’exactitud i fidelitat, Fra Barnabé va tocar febrilment les quatre i va saltar al llom de l’elefant, que se’l va emportar per l’espai. Al cap d’alguns segons es van trobar davant la porta de l’armari. Va tocar l’elefant tres cops amb els seus ullals i la porta es va obrir per obra d’encanteri. Es va escórrer llavors amb una amabilitat me121


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ravellosa entre el dèdal de tabaqueres, medalles, ventalls, peixos de jade i estatuetes i no va trigar a desembocar davant la cèlebre sopera. Va tornar a tocar els tres cops màgics, la tapa es va aixecar i el nostre monjo va poder veure llavors la reina de Saba en persona, que dempeus en un paisatge de flors davant un tron d’or i pedreries somreia amb expressió encantadora tot portant al seu puny el lloro profeta. —Per fi el veig, el meu bell ermità —va dir ella—. Ah!, com m’alegra la seva visita; confesso que la desitjava amb bogeria, cada cop que sentia tocar la campana, em deia: quin so tan dolç i cristal·lí! És una música celestial. Voldria conèixer el campaner, deu ser un home de gran habilitat. Apropi’s, bell ermità. Fra Barnabé va obeir. Estava radiant en ple món desconegut, miraculós... No sabia què pensar. Una reina estava parlant-li familiarment, una reina havia desitjat veure’l! I ella seguia: 123


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—Agafi, agafi aquesta rosa com a record meu. Si sabés com m’avorreixo aquí. He intentat distreure’m amb aquesta gent que m’envolta. Tothom m’ha fet la cort, qui més, qui menys, però per fi me n’he cansat. A la tabaquera no li falta gràcia; narrava d’una manera tolerable relats de guerra o intrigues picaresques, però no puc aguantar la pudor que fa. El pot de gingebre té soltesa i un cert encant, però m’és impossible estar al seu costat sense que m’agafi una son irresistible. Els peixos coneixen profundes ciències, però no parlen mai. Només el Cèsar d’or de la medalla m’ha divertit de debò algunes vegades, però el seu orgull va acabar per resultar-me insuportable. Et pots creure que pretenia endur-se-me’n en captiveri sota el pretext que jo era una reina bàrbara? Vaig resoldre plantar-lo amb tota la seva corona de llorer i el seu gran nas de pretensiós, i va ser així com vaig quedar tota sola, sola pensant en vostè, el campaner llunyà que em tocava a les nits una música tan agradable. Aleshores 124


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vaig dir al meu elefant: “Corre i porta-me’l. Ens distraurem mútuament. Jo li explicaré les meves aventures, ell m’explicarà les seves”. Vol, ermità bufó, que li expliqui la meva vida? —I tant que sí! —va sospirar Fra Barnabé—. Ha de ser tan bonica! I la reina de Saba va començar a recordar les magnífiques aventures que havia viscut des de la nit aquella en què s’havia acomiadat de Salomó fins al dia més proper en què, escortada pels seus esclaus, el seu para-sol, el seu tron i els seus ocells, s’havia instal·lat dins la sopera. Hi havia material per omplir diversos llibres i encara no ho referia tot; anava balancejant-se a l’atzar pels seus records. Havia recorregut l’Àfrica, l’Àsia i les illes dels dos oceans. Un príncep de la Xina, cavaller d’un dofí de jade, havia vingut a demanar la seva mà, però ella l’havia rebutjat perquè projectava llavors un viatge al Perú, acompanyada d’un jove galant, pintat en un ventall, 125


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el qual a l’instant d’embarcar-se cap a Citeres, en veure-la passar, va canviar de rumb. A l’Aràbia havia viscut en una cort de mags. Aquests, per distreure-la, feien volar davant els seus ulls ocells encantats, desencadenaven tempestats terribles enmig de les quals s’alçaven sobre les ales de les seves vestidures, feien cantar estàtues que jeien enterrades sota la sorra, extraviaven caravanes senceres, encenien miratges amb jardins, palaus i fonts d’aigua viva. Però entre totes, l’aventura més extraordinària era aquella, la que va ocórrer amb el Cèsar d’or. És cert que repetia: “Em va ofendre perquè era orgullós”. Però es veia que estava satisfeta, ja que aquell César era un personatge de molta consideració. De vegades enmig d’un relat el pobre monjo s’atrevia a fer una tímida interrupció: —Crec que ja és el moment d’anar a tocar l’hora. Permeteu-me que surti.

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Però tot seguit la reina de Saba, afectuosa, passava la mà per la bella barba de l’ermità i contestava tot rient: com ets de dolent, el meu bell Barnabé! Estar pensant en la campana quan una reina d’Àfrica et fa les seves confidències! I a més a més, encara és de nit. Ningú se n’adonarà, de la falta. I tornava a agafar el fil de la seva història sorprenent. Quan la va haver acabat, es va dirigir al seu hoste i va dir amb la més encantadora de les seves expressions: —I ara, el meu bell Barnabé, li toca a vostè, em sembla que res de la meva vida li he amagat. Ara és el seu torn. I havent fet seure al seu costat, en el seu propi tron, el pobre monjo enlluernat, la reina va tirar cap enrere el cap com qui es disposa a assaborir una cosa exquisida. I aquí tenim el pobre Fra Barnabé que es posa a narrar els episodis de la seva vida. Va explicar com el pare Anselmo, el seu superior, l’havia portat un dia al rellotge-capella; com li va encomanar la guàrdia; quines van ser les 128


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seves emocions de campaner principiant, va descriure la seva cel·la, va recitar de cap a cap el reglament que hi va trobar escrit; va dir que l’únic banc on podia seure era un banc coix; l’enorme duresa de no poder dormir més enllà de tres quarts per la inquietud de no estar despert per estirar la corda arribat el moment. És cert que mentre enunciava coses tan miserables, allà en la seva consciència tenia la impressió que no podien interessar ningú, però ja s’havia llançat i no podia aturar-se. Endevinava sobradament que allò que s’esperava d’ell no era el relat de la seva veritable vida, que no tenia en el fons cap sentit, sinó un altre, aquell d’una existència bella amb peripècies variades i patètiques que hauria improvisat amb art. Però, ai!, no tenia gens d’imaginació i, volgués o no, havia de limitar-se als fets exactes, és a dir, a gairebé res. En un determinat moment del relat va aixecar els ulls que fins aleshores per modèstia havia tingut baixos, clavats al terra, i es va adonar que els esclaus, el lloro, tots, 129


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tots, fins i tot la reina, dormien profundament. Només vetllava l’elefant: —Bravo! —li va cridar aquest—. Podem dir ara que vostè és un narrador de primer ordre. El mateix pot de gingebre no és res al seu costat. —Oh Déu meu! —va implorar Fra Barnabé—. Es deu haver enutjat la reina? —Ho ignoro. Però el que sí que sé és que hem de tornar. Ja és de dia. Tinc el temps just per carregar-lo al llom i reintegrar-lo a la capella. I era cert. Ràpid com un llamp el nostre elefant de banús va travessar el menjador i va aturar-se davant la capella. El rellotge de la catedral de la ciutat assenyalava just les vuit. Ansiós, el caputxí va córrer a tocar les vuit campanades i va caure rendit de son sense poder més... Ningú per fortuna s’havia adonat de la seva absència. Va passar el dia sencer en un estat d’ansietat febril. Complia maquinalment el seu deure de campaner, però 130


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amb el pensament no abandonava ni un instant la sopera encantada on vivia la reina de Saba i es deia: què m’importa a mi avorrir-me durant el dia si a les nits l’elefant de banús vindrà a buscar-me i em portarà amb ella? Ah!, quina vida més bella m’espera! I des de la caiguda de la tarda va començar a esperar amb impaciència que arribés l’elefant. Però res! Les dotze, la una, les dues de la matinada van passar sense que el reial missatger donés senyals de vida. No podent més i dient-se que només es devia tractar d’un oblit, Fra Barnabé es va posar en camí. Va ser un llarg i dur viatge. Va haver de baixar de la xemeneia tot agafant-se de la tela que la cobria i, com que aquesta tela no arribava ni de bon tros al terra, va haver de saltar des d’una altura igual a cinc o sis cops la seva alçada. I va creuar a peu la gran cambra ensopegant en la foscor amb la pota d’una taula, relliscant damunt una panerola i havent de lluitar després amb un ratolí salvatge que li va mossegar cruelment una 131


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cama; en poques paraules, va trigar unes dues hores per arribar a l’armari. Va imitar allà el procediment de l’elefant amb tan gran exactitud que se li van obrir sense cap dificultat, primer la porta, després la tapa de la sopera. Tremolós d’emoció i d’alegria es va trobar davant la reina. Aquesta es va sorprendre moltíssim: —Què passa? —va preguntar—, què vol vostè, senyor caputxí? —Però ja no se’n recorda de mi? —va dir Fra Barnabé cohibidíssim—. Sóc l’ermità del rellotge... aquell que va venir ahir... —Ah! Així que és vostè el mateix monjo d’ahir? Doncs si vol que li sigui sincera, li donaré aquest consell: no torni més per aquí. Les seves històries, francament, no són interessants. I com que el pobre Barnabé, sense atrevir-se a mesurar les dimensions del seu infortuni, romania immòbil...

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—Vol acabar d’anar-se’n? —va xiular el lloro profeta precipitant-se sobre seu i cobrint-lo de picades—. Acaben de dir-li que fa nosa. Au, marxi i ràpid. Amb la mort a l’ànima, Fra Barnabé va tornar a enfilar el camí de la xemeneia. Caminant, caminant es deia: —Per haver faltat al meu deure! Per endavant hauria d’haver comprès que tot això no era cap altra cosa que una temptació del diable per fer-me perdre els mèrits de tota una vida de solitud i de penitència. Com podia ser que un desgraciat monjo, vestit amb sac, pogués lluitar contra el record d’un emperador romà al cor d’una reina! Però... que n’era de bonica! Ara cal que oblidi. Cal que d’avui endavant no pensi més que en el meu deure: el meu deure és tocar l’hora. Ho compliré sense decaure, alegrement fins que la mort em sorprengui a l’extrema vellesa. Vulgui Déu que ningú s’hagi adonat de la meva fugida! Si almenys arribo a temps! Són dos quarts de vuit! Si no 133


Tres cuentos fantáticos

arribo a les vuit en punt, estic perdut! És el moment en què es desperta la casa i tothom comença a viure. I el pobre s’afanyava, les cames ja rendides. Quan va haver de pujar agafant-se a les motllures de la xemeneia, tota la sang del cos semblava que li brunzís a les oïdes. Va arribar a dalt mig mort. Inútil esforç! No va arribar a temps... Les vuit estaven tocant. Ho dic bé: les vuit estaven tocant! Tocantt soles, sense ell! La porta del rellotge s’havia obert de bat a bat, la corda pujava i baixava, de la mateixa manera que si haguessin estat les seves mans que les estiressin; i les vuit campanades sonaven cristal·lines... Enfonsat en l’estupor, el pobre caputxí va comprendre. Va comprendre que el campanar funcionava sense ell, és a dir, que ell no havia contribuït mai en res al joc del mecanisme. Va comprendre que la seva feina i el seu sacrifici diari no eren sinó de riure, gairebé, gairebé un escarni públic. Tot s’esfondrava alhora: la felicitat que havia 134


Teresa de la Parra

esperat rebre de la reina de Saba i aquell deure futur que havia resolt complir en endavant obedient a la seva cel·la. Aquell deure no tenia ja objecte. La desesperació negra, immensa, absoluta va penetrar en la seva ànima. Va comprendre llavors que la vida suportada en aquelles condicions era impossible. Aleshores va trencar en trossos petits la rosa que li havia regalat la reina de Saba, va estripar el reglament penjat a la paret de la cel·la, i agafant l’extrem de la corda que apuntava com de costum sota el sostre, aquella mateixa que tantes vegades havien estirat tan alegrement les seves mans, la va passar ara al voltant del coll i, fent un salt al buit, es va penjar.

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Teresa de la Parra (1889-1936)



Teresa de la Parra (1889-1936)

Su nombre era en realidad Ana Teresa Parra Sanojo y fue hija del cónsul de Venezuela en Berlín. Arribó al mundo en 1889 en la ciudad París. La mayor parte de su vida transcurrió en Europa, sin embargo, es considerada una figura clave en la historia de la literatura venezolana e hispanoamericana, ya que, su infancia transcurrida en Venezuela marcó sensiblemente su producción literaria. De su obra destacan las novelas Ifigenia y Las memorias de la mamá Blanca. Los tres cuentos fantásticos —incluidos en este primer título de la colección Tierra Firme de la América meridional— representan quizás lo menos conocido o difundido de la producción literaria de Teresa de la Parra, donde lo bello, lo triste y lo irremediable forman un pequeño universo sublime y desconcertante.


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