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Series de la Nueva Evangelización

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“La vida de Cristo... refleja aquel Misterio que supera todo conocimiento: el Misterio del Verbo hecho carne, en el cual ‘reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente’ ”.

Series de la Nueva Evangelización

Los misterios de la vida de Jesús

— Papa Juan Pablo II

Michelle K. Borras

SERVICIO DE INFORMACIÓN CATÓLICA

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La vida de Jesucristo contiene profundidades inagotables. Revela al Dios que “amó tanto al mundo” (Juan 3,16) que se uniría a su criatura para siempre. Y porque nos muestra nuestro destino y nuestra salvación, la vida del Hijo encarnado de Dios revela toda la verdad acerca del hombre. En el espíritu de María, quien ponderó en su corazón los sucesos de la vida de su hijo, este folleto busca ayudar al lector a profundizar aún más en el “gran misterio” de la encarnación.

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Los misterios de la vida de JesĂşs

Michelle K. Borras


Contenido

“¡Oh gran misterio!” 1

“Yo busco tu rostro, Señor”

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“El misterio que supera todo entendimiento” Un Misterio Gozoso

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“Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”

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“¡Oh maravilloso intercambio!” Un Misterio Luminoso

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“En las bodas, el que se casa es el esposo”

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“Guardaste el mejor vino para el final”

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“Este es mi cuerpo, que se entrega por ustedes” Un Misterio Doloroso

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“¡Tengo sed!”

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“Si el grano de trigo...” Un Misterio Glorioso

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El sello de la alianza

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Ascensión y Pentecostés

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“El Espíritu le dice a la novia, ‘¡Ven!’”

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Fuentes

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Acerca de


“Yo busco tu rostro, Señor, no lo apartes de mí”. (Salmo 27, 8-9)

Cristo flanqueado por María y Juan el Bautista. Capilla del Centro Aletti, Roma. Imagen cortesía del Centro Aletti.


“¡Oh gran misterio!” Es propio del misterio de Dios actuar de manera discreta. Sólo poco a poco va construyendo su historia en la gran historia de la humanidad. Se hace hombre, pero de tal modo que puede ser ignorado por sus contemporáneos, por las fuerzas de renombre en la historia. Padece y muere y, como Resucitado, quiere llegar a la humanidad solamente mediante la fe de los suyos, a los que se manifiesta. No cesa de llamar con suavidad a las puertas de nuestro corazón y, si le abrimos, nos hace lentamente capaces de “ver”. — Papa Benedicto XVI, Jesús de Nazaret1

“Yo busco tu rostro, Señor” Los seres humanos tienen una increíble capacidad de anhelar algo más grande y más puro que todo lo que han experimentado. Esto es particularmente evidente en los jóvenes, pero no se limita a ellos. Tenemos “sed de algo grande, de plenitud”,2 incluso si no sabemos cómo lograrlo, o vivimos de formas que lo contradicen o no podemos sobrellevarlo cuando llega. Otto Neubauer, un joven erudito que enseña en un centro católico para el diálogo en Viena, Austria, habla acerca de un encuentro con un estudiante que sintetiza este anhelo de una belleza y un amor que nos supera:

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Después de un año en un curso de medios de comunicación, una estudiante preguntó si podía hacer una pregunta “íntima” que tenía que ver con mi fe. Durante todo ese año había expresado repetidamente que a pesar de que no era creyente, se sentía increíblemente a gusto durante el curso, así como en esta casa. Ahora quería saber si al final había rezado por ella. Al principio dudé en contestar, porque no buscaba convertirse. Después de todo, ¿quién desea ser un “objeto de misión”? Cuando respondí “sí”, preguntó si había orado por ella desde el principio del curso, es decir, durante el último año. Cuando dije “sí” nuevamente, dijo emocionada, “para ser honesta, ¡esperaba que lo hiciera!”.3

Todos tenemos una esperanza. Quizás esperamos simplemente que alguien note nuestro anhelo por algo que no comprendemos. Cuánta gente no recibe del mundo el amor que necesita. Incluso nosotros. A veces, “en este tiempo de ausencia de Dios cuando la tierra está árida de almas”4, nuestra esperanza amenaza con convertirse en desesperación. Quisiéramos olvidar que anhelamos algo, es decir, hasta que encontramos algo, o a Alguien, que siente anhelo por nosotros. Puede ser la menor experiencia de ser tomados en serio, o de ser amados. Puede ser el encuentro más fugaz y efímero con la belleza en otra persona humana, en el arte o en la música, o en el mundo natural. Tal vez hasta tengamos la inexplicable intuición de que no deberíamos tener sed de algo que no podemos darnos hasta que Alguien tenga sed de nosotros. Y repentinamente algo emerge en nosotros que es como la antigua plegaria que cita el Papa Benedicto XVI, rogándole a Dios que se muestre a todos los que lo buscan:

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“Señor, tú eres mi Dios, yo te busco ardientemente; mi alma tiene sed de ti, por ti suspira mi carne como tierra sedienta, reseca y sin agua...” (Salmos 63,2).5 Alguien primero ha tenido sed de nosotros. De cierta forma, se trata de todo el Evangelio Cristiano. Dios ya es perfecto en sí mismo y sin embargo, “su corazón se conmueve por nosotros, se inclina sobre nosotros”6 a tal punto que eligió convertirse en hombre. En el núcleo de la fe cristiana está el Dios que no sólo nos creó. Se sintió tan conmovido por nuestro sufrimiento, que “en Cristo, Dios bajó hasta la última profundidad del ser humano, hasta la noche del odio y de la ceguera, hasta la oscuridad del alejamiento del hombre de Dios, para encender allí la luz de su amor”.7 Al igual que la joven estudiante en Viena, todos esperamos sin saber exactamente lo que esperamos. Nuestra alma está como la tierra reseca y sin vida. Muchos de nosotros sentimos la tentación de ocultar nuestro anhelo, de sofocarlo o simplemente de olvidarlo, porque parece que nunca se saciará. Al igual los paganos que a veces venían a orar al atrio del Templo de Jerusalén– o mucha gente de nuestros días que aún no tienen fe – esperamos, insatisfechos con los “dioses, ritos y mitos” creados por nosotros mismos. Seguimos “anhelando el Puro y el Grande, aunque Dios siga siendo para [nosotros] el ‘Dios desconocido’ (cf. Hechos 17, 23).”8 Este “Dios desconocido” se acercó humildemente para mostrarnos su rostro. Inició con nosotros una relación de amor, uniéndose a nosotros para siempre. Cuando esto sucedió, toda la tierra se llenó de “la gran y completa realidad que todos esperamos”.

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Se llenó con el

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poder de Dios, que adquirió la forma de la pobreza. Se llenó con la humildad con la que pide nuestro amor.10 Ante esta revelación, repentinamente somos capaces de aceptar nuestra búsqueda de Dios, y “el anhelo que esconde”.11 Entonces descubrimos que nuestro anhelo no desaparece, sino que se transforma, lleno de admiración ante la belleza que ha aparecido entre nosotros. Nuestra tentación de desesperarnos en “esta época de ausencia de Dios” se convierte en una maravillosa mirada al Único que está presente. Jesús es Dios y hombre juntos en una alianza irrevocable. En su persona, Él une al cielo y a la tierra. Confrontados con su amor – con el Hijo de Dios que nace, muere y resucita en medio de nosotros – repentinamente nos comprendemos a nosotros mismos. Comprendemos que todo este tiempo, Él, quien es nuestro principio y fin, nuestro origen y nuestro destino, esperó que nosotros lo esperáramos.

“El Misterio que supera todo entendimiento” La experiencia de sentir anhelo y esperanza por lo que no entendemos completamente no es nueva. Cuando hace muchos siglos dos jóvenes pescadores judíos se sentaron a orillas del Mar de Galilea a remendar sus redes con su padre, un hombre con una extraña y convincente autoridad se acercó a ellos y simplemente les dijo, “síganme”. Su respuesta inmediata revela la sorprendente luz de reconocimiento que deben haber percibido en ese momento: “Y dejando en la barca a su padre Zebedeo con los pescadores, lo siguieron” (Marcos 1,20).

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En ese rabino que los llamaba, Santiago y Juan vislumbraron algo que, junto con los fieles de Israel, habían esperado toda su vida. Durante tres años, observaron a Jesús mientras oraba, predicaba,

sanaba,

expulsaba

demonios,

alimentaba

multitudes y calmaba el viento y las olas. Un día inolvidable, junto con Pedro, lo vieron transfigurado en el Monte Tabor, su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz. Escucharon la voz de Dios Padre deleitándose en su Hijo y cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor (cf. Mateo 17,1). Entonces los hermanos supieron que existía algo grandioso en ese hombre que no comprendían, que era digno de su fidelidad y amor. A medida que lo seguían día tras día, descubrieron que cuando oraban los antiguos salmos de Israel, las palabras se llenaban con una nueva e indefinible luz: “Tú eres hermoso, el más hermoso de los hombres; la gracia se derramó sobre tus labios... por eso, los pueblos te alabarán eternamente” (Salmo 45, 3,18). Juan, el más joven de los hermanos, debe haber recordado a menudo ese primer momento a la orilla del mar, cuando abandonó sus redes y a su padre para emprender la aventura de seguir a Jesús. Sin embargo, incluso durante sus tres años al lado de Jesús, Juan no habría podido imaginar que un día estaría en la colina de la ejecución, observando a su maestro morir una dolorosa muerte en la cruz. No habría podido saber que, mientras observaba el cuerpo de su amigo en la tumba, las palabras que había aprendido de niño de pronto volverían a significar algo infinitamente más grande de lo

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que habían significado antes: “Yo busco tu rostro, Señor, no lo apartes de mí” (Salmo 27, 8-9). Toda categoría de pensamiento conocida se abriría de golpe para Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, mientras se reunían con los otros discípulos confusos y atemorizados después de la muerte de Jesús. Ninguno podía haber tenido la más mínima premonición de que su maestro, quien había muerto, estaría de pie en medio de ellos y les desearía Su paz. Después de poco más de una semana, una infructuosa noche de pesca con otros discípulos concluiría con redes llenas a reventar, cuando un extraño que se encontraba en la orilla les dijo que lanzaran sus redes vacías del otro lado de la barca. Juan, cuya visión y oído se habían armonizado aún más a la voz y la figura del Amor, exclamó: “¡Es el Señor!” (Juan 21,7). Su maestro, quien se encontraba en la orilla ofreciendo a los discípulos pescado a las brasas y pan partido con sus manos, era alguien a quien conocían íntimamente y a pesar de todo no lo conocían. Era el amigo que también era un extraño ante quien no se atrevían a hablar. “Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle, ‘¿quién eres?’” (Juan 21,12). Era demasiado obvio, pero también demasiado incomprensible. Él estaba demasiado lleno del misterio de Dios. Durante los 40 días que Jesús pasó con ellos después de la Pascua, abriéndoles el entendimiento de las Escrituras, los apóstoles comprendieron más profundamente que toda una vida no bastaría para reflexionar sobre lo que habían visto con sus propios ojos y tocado con sus propias manos (cf. 1 Juan 1,1). Porque este hombre que nació como criatura

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indefensa y conquistó la muerte, era el Hijo de Dios hecho hombre. Jesús no era simplemente “el más hermoso de los hombres” (Salmo 45,3). Era la belleza misma que había llegado a morar entre los hombres. Era “el Omnipotente Señor del cielo y de la tierra, [quien] deseó encarnarse, esconder su gloria bajo el velo de nuestra carne, para revelarnos plenamente su bondad (cf. Tito 3,4).”12 Cuando los apóstoles se separaron para proclamar hasta los confines del mundo la Buena Nueva de la vida redentora, la muerte y resurrección de Jesucristo, ellos y todos los que llegaron a creer por medio de ellos supieron que la vida de Jesús contiene un misterio. De hecho, su vida es el “gran misterio” que une el cielo y la tierra (cf. Efesios 5,32). El misterio no es algo irracional o que no pueda conocerse; más bien, contiene profundidades inagotables. Revela al Dios que “amó tanto al mundo” (Juan 3,16) que se uniría a su creación para siempre. Y porque nos muestra nuestro destino y nuestra salvación, la vida del Hijo encarnado de Dios revela toda la “verdad sobre el hombre”.13 Desde que el Hijo de Dios “se humilló” (Filipenses 2,8) para nacer como un hombre y morir en la cruz por la humanidad, ha crecido la admiración de la Iglesia hacia el incomprensible acto de caridad de Dios. Cuanto más permitían los apóstoles que la experiencia de la Pascua iluminara su corazón y su mente, más comprendían que la vida de su maestro los superaba infinitamente. Como un amante que no se cansa de mirar el rostro de su amada, volvían a todo lo que habían visto, escuchado y tocado, contemplándolo con el corazón lleno de admiración.

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Un sucesor moderno de los apóstoles, el Papa Juan Pablo II, nos recordó que 20 siglos no han disminuido esta admiración, ni hecho la contemplación de la vida de Jesucristo menos necesaria para los hombres y las mujeres de hoy. Todo lo que la Iglesia es y hace, “se basa en la capacidad de los cristianos de alcanzar ‘en toda su riqueza la plena inteligencia y perfecto conocimiento del Misterio de Dios, en el cual están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia’ (Colosenses 2,2-3)”.14

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“Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”. (Juan 1,14)

Capilla de la Sagrada Familia, Consejo Supremo de los Caballeros de Colón, New Haven, Connecticut.


Un Misterio Gozoso “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” Ingresamos al conocimiento del misterio de Cristo junto con María, su madre. La joven mujer judía que fue elegida para ser la madre del Verbo encarnado fue la primera en encontrarse con todo el misterio de la infinita humildad de Dios: el misterio en el que se revela que Él es amor. En su transparente fe en la bondad del Padre, en su absoluta docilidad hacia el Espíritu de Dios, escuchó la pregunta que Dios le hacía y simplemente dijo: Sí, Sí, ven. Aunque no es posible que comprenda lo que tus palabras pueden significar para mí, eres bueno. Sí. “que se cumpla en mí lo que has dicho” (Lucas 1,38). El Papa Benedicto XVI señaló que toda la historia lleva al “momento decisivo en el que Dios llamó al corazón de María y, al recibir su “sí”, comenzó a tomar carne en ella y de ella”.15 La gracia de Dios había preparado y hecho posible su respuesta, pero no existe coacción en el amor. En ese momento, el anhelo de la creación por Dios, expresado en largos siglos de plegarias del Pueblo de Israel, encontró un Dios que esperó el “Sí” de su criatura. Con el “sí, que se cumpla en mí lo que has dicho” de María, se abrió el camino al Dios que es amor. En Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, Dios podía encomendarse a ella y a nosotros.

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En su vientre, y después de su nacimiento en sus brazos, la Virgen María recibió el Verbo mediante el que todas las cosas fueron hechas (cf. Juan 1,3). El misterio de la vida de su hijo llenaría toda su vida cada vez más a medida que pasaba el tiempo. También llenaría la vida de los discípulos de Jesús. Y todos los pueblos, naciones y lenguas un día contemplarían al Rey resucitado del universo (cf. Daniel 7,14). La contemplación de Jesucristo por parte de todos los creyentes aún sigue arraigada a la primera mirada sorprendida de María al Verbo encarnado. La segunda Persona de la Santísima Trinidad descendió del cielo como lluvia para la tierra árida, pero también era un fruto de la tierra.16 Un niño en los brazos de María, vino como Dios “que nos ha mostrado su rostro y abierto su corazón”, como “el puente que pone realmente en contacto inmediato a Dios y al hombre”.17 En el tranquilo saludo del ángel y en la pobreza del establo en Belén, la madre de Jesús fue el primer testigo de “la admirable unión de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en la única Persona del Verbo”.18 El suceso casi oculto de la Encarnación contenía lo más grande y puro de la creación. A medida que María comenzaba a comprender débilmente desde el momento en que el Espíritu descendió sobre ella (cf. Lucas 1,35), el niño, ese hombre que predicó, sufrió, murió y se levantó nuevamente, “no solo se describe como el Hijo de Dios, Él es el Hijo”.19 Con su sola presencia nos comunica el Amor de Dios en Él. Al igual que Jesús dijo a sus discípulos, nos muestra el rostro de su Padre.20

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Contemplando a su hijo recién nacido, María observaba el misterio que se convertiría en el centro de la fe de la Iglesia. Como explicó Juan Pablo II, “realmente la Palabra ‘se hizo carne’ y asumió todas las características del ser humano, excepto el pecado (cf. Hebreos 4,15). En esta perspectiva, la Encarnación es verdaderamente una kenosis, un ‘despojarse’, por parte del Hijo de Dios, de la gloria que tiene desde la eternidad (Filipenses 2,6-8)”.21 Los Padres de la Iglesia han insistido en que Dios se hizo pobre para que nosotros pudiéramos volvernos ricos: “El Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, el hombre puede, en Él y por medio de Él, llegar a ser realmente hijo de Dios”.22 Contemplando a este niño, que por sí solo nos revela plenamente a Dios, comenzamos a comprender algo acerca del Dios capaz de entregarse así. Intuimos lo que podría hacer que Dios venga a nosotros no con fuerza, sino en la pobreza, con una delicadeza que llevó a reyes a ponerse de rodillas para adorarlo (cf. Mateo 2,11). Y vislumbramos la vida interior de amor de Dios que se abrió a nosotros. Finalmente, el Apóstol Juan encontró las palabras para expresar este suceso insuperable que, al igual que a María, lo llenó de admiración. Este admirable suceso aún colma la contemplación de todos los creyentes: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad” (Juan 1,14).

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“¡Oh maravilloso intercambio!” Ante esta gloria oculta, podríamos preguntarnos por qué Dios no vino de una forma más obvia. ¿Por qué el amo del universo desea tocar suavemente nuestro corazón o encomendarse a las manos de sus criaturas? Pero entonces, observando con María al niño, comenzamos a comprender. “Es propio del misterio de Dios actuar de manera discreta”, escribió Benedicto XVI. “Pero, ¿no es éste acaso el estilo divino? No arrollar con el poder exterior, sino dar libertad, ofrecer y suscitar amor”.23 ¿No es el hecho de que Dios ‘se despoja’ de sí mismo precisamente la revelación de su gloria? ¿No es amarnos y suscitar nuestra libre respuesta la única forma de llevarnos a su vida y amor? A la luz de tanta discreción – a la luz de la humilde caridad que nos revela el verdadero poder de Dios – también comenzamos a comprender algo acerca de nosotros mismos. “Yo busco tu rostro, Señor...”. Quizás dentro de nosotros sentimos un eco de ese antiguo anhelo. Quizás no sabemos lo que buscamos. Pero cuando encontramos el rostro de Dios revelado en este niño indefenso, comenzamos a comprender lo que Dios busca. Él busca nuestro amor. Él desea compartir su vida con nosotros, sacándonos de nuestra propia prisión en el pecado. En Jesucristo, Dios desea no sólo mostrarnos su rostro. Nos revela nuestro origen y nuestro destino. Nos muestra “el auténtico rostro del hombre”.24 El Papa Benedicto explicó en una homilía de Navidad que en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, finalmente aprendemos lo que significa ser humano:

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El Ángel había dicho a los pastores: “Esto les servirá de señal: encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lucas 2,12; cf. 2,16). La señal de Dios, la señal que ha dado a los pastores y a nosotros, no es un milagro clamoroso. La señal de Dios es su humildad... ¡Cuánto desearíamos, nosotros los hombres, un signo diferente, imponente, irrefutable del poder de Dios y su grandeza! Pero su señal nos invita a la fe y al amor, y por eso nos da esperanza: Dios es así... Nos invita a ser semejantes a Él... Cuando le vemos a Él, al Dios que se ha hecho niño, se abre el corazón. En la Liturgia de la Noche Santa, Dios viene a nosotros como hombre, para que nosotros nos hagamos verdaderamente humanos.25

Lo que María contempló mientras sostenía al niño en sus brazos, lo que Santiago y Juan intuyeron el día que abandonaron sus redes y a su padre, es el misterio de Dios que se inclina con amor por esta criatura. Es el misterio de la criatura elevada para compartir en la vida de Dios. Y aunque este niño estaba destinado a sufrir y morir por nosotros, el misterio de la Encarnación del Verbo es siempre un misterio gozoso. Este gozo, que llenó a María y a los discípulos de Jesús, aún resuena en la Liturgia de las Horas, la oración diaria de la Iglesia de Cristo. Llena de una fe que no envejece, pronuncia esta exclamación de maravillada admiración: “¡Oh maravilloso intercambio! El Creador del hombre se hizo hombre, nacido de la Virgen. Hemos sido partícipes de la divinidad de Cristo, quien se humilló para compartir nuestra humanidad”.26

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“En las bodas, el que se casa es el esposo; pero el amigo del esposo, que esta allí y lo escucha, se llena de alegría al oír su voz. Por eso mi gozo es ahora perfecto”. (Juan 3,29)

Detalle del bautismo del Señor, Pared de la Encarnación del Verbo, Capilla Redemptoris Mater, Ciudad del Vaticano. Imagen cortesía del Centro Aletti.


Un Misterio Luminoso “En las bodas, el que se casa es el esposo” Treinta años después, la mirada sorprendida de María se reflejó en la mirada sorprendida de Juan el Bautista cuando vio a Jesús ir hacia él para recibir el “bautismo de conversión para el perdón de los pecados” (Lucas 3,3). En ese momento, Juan pudo vislumbrar cuán bajo descendió Dios cuando el Padre envió a su amado Hijo a un mundo desfigurado por el pecado. Juan el Bautista comprendió que el pecado es una prisión deliberada en la “noche de odio y de ceguera”.27 Es nuestro insensato rechazo de la comunión con Dios y de unos con otros. Todo el pueblo fiel de Israel sabía que el pecado significa la muerte, porque la muerte es lo que llega cuando nos separamos del Dios que nos creó para compartir su vida. Parecía que nosotros, los seres humanos pecadores, habíamos roto toda comunicación entre Dios y nosotros mismos. No existía un puente entre el Amor y nuestro rechazo a amar, la santidad indefensa de Dios y nuestra autoprotección en el pecado. Entonces Juan vio a un hombre sin pecado que descendía incluso “hasta la oscuridad del alejamiento del hombre de Dios”.28 Como explicó el Papa Benedicto, al describir el bautismo de Cristo, Juan el Bautista vio que el Mesías tanto tiempo esperado por Israel “cargando con la culpa de toda la humanidad: entró con ella en el Jordán”.29 De este modo, Jesús “inicia su vida pública tomando el puesto de los pecadores. La inicia con la anticipación de la cruz”.30

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Este momento, en el que el Hijo encarnado descendió en las aguas que simbolizaban la muerte, fue el momento de la confirmación de la misión de Jesús. Fue enviado en esta época “en la que la tierra está árida de almas”,31 con el fin de revelar ahí el rostro del Dios que es Amor. Juan el Bautista vio al Espíritu descender del cielo y permanecer sobre el que había sido enviado para regresar el mundo a Dios (cf. Juan 1,32), y por un instante, el último y más grande de los profetas de la Antigua Alianza escuchó la voz del Padre (cf. Marcos 1,11). Este hombre que había pasado su vida preparando el camino del Señor, vislumbró la indescriptible comunión que es el Padre, Hijo y Espíritu Santo unidos en el amor. Con sus labios y con su vida, Juan el Bautista había dado voz a siglos de oraciones de su pueblo: “Escucha Pastor de Israel... ¡Restáuranos... que brille tu rostro y seremos salvados!” (Salmo 80,1-4). En el hombre de Nazaret que llegó pidiendo el bautismo, el Pastor de Israel mostró ser el Dios que “es por su naturaleza amor” y que se entrega a un mundo que sufre.32 El arte sacro ha capturado este momento en el que con un sobresalto se da cuenta. Durante siglos, pinturas e iconos muestran a Juan el Bautista señalando a Jesús, con su dedo extendido expresando sin palabras su proclamación: “¡Éste es el Cordero de Dios!” (Juan 1,36). ¡Contemplen al que ha venido! ¡Miren al que carga todos los pecados del mundo! Después de escuchar este misterioso grito de reconocimiento, “los dos discípulos, al oírlo hablar así, siguieron a Jesús” (Juan 1,37) Juan el Bautista había enseñado a sus discípulos el anhelo contenido en los salmos. Habían escuchado de él las palabras de los profetas. Y aunque la promesa parecía estar lejos de cumplirse, sabían lo que Dios había prometido a su

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inconstante pueblo: “Yo estableceré para ellos, en aquel día, una alianza... Yo te desposaré para siempre, te desposaré en la justicia y el derecho, en el amor y la misericordia; te desposaré en la fidelidad, y tú conocerás al Señor” (Oseas 2,20-21). Los discípulos, uno de los cuales la tradición identifica como Andrés, no pudieron comprender el misterio del nuevo maestro. Aún así, algo en ellos percibió la razón de la plena alegría de su viejo maestro. “En las bodas, el que se casa es el esposo”, dijo Juan el Bautista, refiriéndose a Jesús con un título de Israel reservado para su Pastor y Señor.33 “El amigo del esposo, que está allí y lo escucha, se llena de alegría al oír su voz. Por eso mi gozo es ahora perfecto” (Juan 3,29) El tiempo de la ausencia de Dios se convirtió finalmente en un tiempo de presencia de Dios. La luz del amor divino comenzó a brillar en la profundidad de la noche.

“Guardaste el mejor vino para el f inal” La luz del amor de Dios se haría incluso más fuerte. Durante tres años, los dos antiguos discípulos de Juan el Bautista y sus compañeros – los hombres que se convertirían en los Doce Apóstoles – vivieron bajo esta luz. Cada vez más el resplandor brilló a través de las grietas de su obstinación y poca fe. Con mucha dificultad, como ciegos que aprenden a ver, lograron comprender lo que María supo en silencio en el momento en que el niño fue concebido en su vientre: “Desde los pañales de su natividad hasta el vinagre de su Pasión y el sudario de su Resurrección, todo en la vida de Jesús es signo de su misterio”.34

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La percepción de los discípulos requirió mucho tiempo para adaptarse a la radiante luz de este amor. Al comienzo de su vida con Jesús, necesitaron la ayuda de María. Después, Juan el Apóstol recordaría que María, Jesús y sus discípulos asistieron a una boda en Caná, en Galilea (cf. Juan 2,1). Al igual que toda boda para el pueblo de Israel, en ésta resonaba la alianza que Dios había establecido con el pueblo que amaba. En esta alianza, así como en la alianza de la boda celebrada por sus amigos, María vio lo que faltaba. Personificando la fidelidad de Israel, tenía una visión que el amor ya había hecho muy clara. Le dijo a Jesús: “No tienen vino” (Juan 2,3). No es sólo que esta pareja de recién casados se avergüence porque ya no tiene nada que ofrecer a sus invitados. Todos estamos avergonzados porque nos falta el vino del amor de Dios. Rompimos la alianza que Dios estableció con nosotros y ya no nos queda nada para ofrecerle. Nos falta lo único que nos da alegría. En nosotros se ha agotado la risa, dejándonos infructuosos y sin vida. En respuesta a la declaración de María, Jesús parecía rechazarla, con misteriosas palabras que ya apuntan al momento de su sufrimiento, “¡Mi hora no ha llegado todavía!” (Juan 2,4). Sin embargo, los discípulos la escuchan dar instrucciones a los sirvientes, que representan a todos los fieles de Israel y a nosotros mismos: “Hagan todo lo que Él les diga” (Juan 2,5). Llenaron de agua hasta el borde seis tinajas de arcilla. Entregaron al encargado del banquete de la fiesta un cazo. Al probarla, se volvió sorprendido hacia el novio exclamando, “Siempre se sirve primero el buen vino y cuando todos han bebido bien, se trae el de inferior calidad. Tú, en cambio, has guardado el buen vino hasta este momento” (Juan 2,10).

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Los ojos y el corazón de los discípulos se abrieron del todo. “Éste fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo en Caná de Galilea. Así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en Él” (Juan 2,11). Por supuesto, aún no comprendían todo su misterio. Pero a medida que sus ojos comenzaban a llenarse de su luz, dieron sus primeros pasos vacilantes hacia el misterio de nuestra redención. Dios había cambiado el agua de nuestra humanidad en el vino de su divinidad. En medio del inconstante pueblo de Dios y de la inconstante humanidad, Dios mismo había venido para ser la fidelidad que sanaría la alianza rota. Él, el verdadero esposo en la boda entre el Creador y su creación, había “guardado el buen vino hasta ahora”. Juan el Bautista declaró, “En las bodas, el que se casa es el esposo” (Juan 3,29). Incluso hoy, la Iglesia incluye la manifestación del Señor a las naciones, su bautismo y el milagro en Caná en su sencilla oración de alabanza: “Hoy la Iglesia se une a su Esposo celestial, porque en el Jordán Cristo lavó sus pecados... y los convidados se alegran viendo el agua convertida en vino, Aleluya”.35

“Este es mi cuerpo, que se entrega por ustedes” El resplandor de este signo, en el que Jesús “manifestó su gloria” a los discípulos, perduró. En sus milagrosas curaciones, las palabras de las parábolas e incluso las discusiones con los maestros de la ley, los discípulos vislumbraron un amor que no comprendían. Los superaba. Su luz era demasiado grande para ellos. A veces, como cuando Jesús calmó una tormenta en el mar con una simple orden, vislumbraron la majestuosidad de su amor. Sobrecogidos,

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murmuraron, “¿Quién es éste?” (Marcos 4,41). Pero aún así, “No habían comprendido” (Marcos 6,52). Ciertamente, tenían momentos de iluminación. Lleno de una visión que provenía del Padre, Pedro exclamó en nombre de los Doce, “¡Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo!” (Mateo 16,16). Durante algunos momentos privilegiados en el Monte Tabor, Pedro, Santiago y Juan pudieron convertirse en una imagen de la futura Iglesia, que “contempla el rostro transfigurado” de Cristo cuando “su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz”.36 Pero incluso entonces, los apóstoles bajaron de la montaña y se absorbieron nuevamente en su falta de entendimiento. La “hora” de Jesús, a la que había aludido en Caná, aún no había llegado. Los discípulos aún no habían contemplado toda la revelación del Amor. Pero desde que vislumbraron la gloria de Jesús en el milagro en Caná, ese momento era ineludible. Su maestro “decididamente miró hacia Jerusalén” (Lucas 9,51), donde habían muerto los profetas, y los discípulos lo siguieron temblando. Reunido con los apóstoles en la Ciudad Santa la noche en que Judas se fue para traicionarlo, Jesús les permitió ser testigos de su íntima plegaria con su Padre: “Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo para que el Hijo te glorifique a ti” (Juan 17,1). Ésta era la hora del amor de Dios, el momento en que el Hijo de Dios sería entregado a los pecadores para redimirnos y revelarnos el rostro de Dios. Esa noche, al transformar el pan que partió para ellos y el vino que les entregó en su cuerpo y su sangre, Jesús haría de la muerte que se aproximaba un acto de amor. “Nadie me quita la vida”, dijo (Juan 10,18). La entregó libremente al mundo; y sobre todo, por amor al Padre.

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Cuando Jesús instituyó la Eucaristía la noche antes de morir, sus discípulos comenzaron a percibir todo el alcance y la profundidad del signo del que fueron testigos en Caná. En aquel momento no lo sabían, pero el agua hecha vino para la fiesta de la boda apuntaba a esa noche y a los tres días siguientes. Porque cuando Jesús repara la alianza rota, lo hace con su cuerpo roto. Cuando ofrece el vino de “una nueva Alianza eterna”37 que une a Dios y al hombre, lo hace derramando su sangre. El Papa Benedicto explicó que en la Eucaristía, Jesús nos ofrece el alimento que realmente necesitamos: “la comunión con Dios mismo”.38 Nos ofrece realmente el mejor vino, “el cáliz lleno del vino del amor... La Eucaristía es más que un banquete, es una fiesta de boda. Y esta boda se funda en la entrega de Dios hasta la muerte”.39 En la Eucaristía, vemos “la unión que Jesús quería establecer”, mediante su muerte y resurrección, “entre Él y nosotros, entre su persona y la Iglesia”.40 Ante la sorprendida mirada de los 11 apóstoles, el Hijo de Dios dio gracias al Padre. Entonces, al bendecir, partir y ofrecerles el pan, se entregó totalmente por amor a la humanidad (cf Marcos 14,22). Mientras comían, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: “Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía... Esta copa es la Nueva Alianza sellada con mi Sangre, que se derrama por ustedes (Lucas 22,19-20). Estas son las palabras de la Nueva Alianza. Son las palabras de un amor más fuerte que la muerte. Y aunque iniciaron la “noche” caótica en la que el odio pareció triunfar (cf Juan 13,30), estas palabras nos muestran claramente que el misterio de la Encarnación del Verbo es un misterio de insondable amor. Es un misterio de la luz de Dios.

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“Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere...” (Juan 12,24)

Detalle del descendimiento, con Jesús muerto sostenido por María y José de Arimatea. Capilla de las Hermanas Hospitalarias de la Misericordia, Roma. Imagen cortesía del Centro Aletti.


Un Misterio Doloroso “¡Tengo sed!” Durante la noche y el día que siguieron a la Última Cena, Jesús fue traicionado por uno de los suyos. Fue entregado a las autoridades con una impotencia tan humillante que incluso aquellos que pensaban que lo amaban huyeron. Él, que vino a revelarnos al Dios que es Amor, cayó en manos de los hombres sin amor. Entonces, ante la mirada de Juan, el único apóstol que estuvo presente en la ejecución del Señor, y su madre María, sufrió una muerte espantosa. Aquí, en el centro del misterio de nuestra redención, empieza a revelarse la plena medida del “maravilloso intercambio”. El Hijo de Dios no sólo se convirtió en el Hijo del Hombre, superando las mayores esperanzas que contienen los salmos y los profetas. Jesús vino a ser la llama purificadora del Amor en medio de nosotros, perturbando a un mundo que había llegado a sentirse cómodo en su alejamiento de Dios.41 Vino a derramar su espíritu sobre nosotros y a reconciliarnos con el Padre. Cuando San Pablo nos dice que el Hijo de Dios “se anonadó a sí mismo” (Filipenses 2,7), no sólo menciona el nacimiento de Jesús. Cuando el Hijo de Dios adquirió nuestra humanidad, su “intercambio” con nosotros llega hasta el final: “Y presentándose con aspecto humano, se humilló

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hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz” (Filipenses 2,8). En algún otro lugar, San Pablo señala el mismo misterio indescifrable de solidaridad con los pecadores que Juan el Bautista había vislumbrado en el Jordán: “A aquel que no conoció el pecado, Dios lo identificó con el pecado en favor nuestro, a fin de que nosotros seamos justificados por Él” (2 Corintios 5,21). Cuando contemplamos con María y Juan a Cristo, quien “murió por nuestros pecados, conforme a la Escritura” (1 Corintios 15,3), nos enfrentamos cara a cara con todas las consecuencias de la Encarnación. Uniéndose a su creación, el Hijo de Dios asumió todo nuestro destino. Asumió incluso la sed de un mundo que padece su autoinflingido alejamiento de Dios. Incluso la muerte. Durante siglos, el fiel pueblo de Israel estuvo sediento de Dios como la tierra seca (cf. Salmo 62,2). Oró, “mi garganta se ha enronquecido; se me ha nublado la vista de tanto esperar a mi Dios” (Salmo 69,4). Toda la humanidad estaba sedienta, porque al pecar, habíamos rechazado la fuente de nuestra vida. Nos habíamos defendido contra el Dios que es amor. Sin embargo, nuestro sufrimiento en “ese tiempo de ausencia de Dios”42 no era nada ante el terrible grito que María y Juan escucharon al pie de la cruz. “Sabiendo que ya todo estaba cumplido, y para que la Escritura se cumpliera hasta el final, Jesús dijo: ¡Tengo sed!” (Juan 19,28). El hombre torturado, agonizante, estaba sediento de agua, pero también de amor. Estaba sediento de nuestro amor, porque vino a desposar a la humanidad. Y a pesar de que era “verdadero Dios de Dios verdadero... consubstancial con el

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Padre”,43 incluso estaba sediento de Dios. Juan no pudo haber imaginado tal uso – o cumplimiento – de las palabras de los salmos como cuando el Hijo de Dios gritó su sed a su Padre: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. (Salmo 22,1; Marcos 15,34). Cuando Juan lo escuchó, de algún modo comprendió. Esas palabras estaban escritas para ese día. Se oraron durante siglos para que Jesús, en sí mismo, pudiera resumir toda la sed de la humanidad por Dios, todo el sufrimiento y todo el abandono. Estas palabras fueron transmitidas de generación en generación para que cuando el Hijo las dijera para expresar su propia sed, sufrimiento y abandono de su Padre, nuestras palabras se volvieran palabras divinas de amor inquebrantable e insuperable. “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”, exclamó Jesús con un grito (Lucas 23,46). Finalmente, “inclinando la cabeza”, entregó el Espíritu que unía a Padre e Hijo (cf. Juan 19,30). Incluso de su muerte hizo una revelación de la inquebrantable comunión de Amor que es Dios. Cuando un centurión romano atravesó el costado de Jesús con una lanza, Juan, María y el centurión mismo vieron sangre y agua – un signo de la divinidad y la humanidad de Cristo – fluir sobre la tierra árida. La alianza estaba establecida. Nunca se rompería. El esposo divino realmente nos amó “hasta el fin” (Juan 13,1). Incluso el centurión, un no creyente que no conocía ni los salmos ni a los profetas, reconoció esta radiante humildad y vio la gloria de su amor: “Al verlo expirar así, el centurión que

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estaba frente a Él, exclamó: ‘¡Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios!’” (Marcos 15,39).

“Si el grano de trigo...” Cuando vio la sangre y el agua fluir “del cuerpo atravesado del Crucificado”,44 la amorosa contemplación de María se llenó de dolor perplejo. Para ella y para aquellos que creían con ella, la vida de Jesús se había convertido en un misterio de infinito dolor. Sin embargo, este dolor no es como la desesperación que amenazaba con engullirnos en el tiempo de la ausencia de amor. A pesar de que la muerte del Señor contenía un sufrimiento inimaginable, es un misterio del amor que expulsa nuestra desesperación. “No tienen vino”, había dicho María en Caná. Ante el odio que en todas las épocas brama en el corazón humano, parecía que no teníamos nada. No teníamos felicidad, no teníamos vida, no teníamos nada más que la oscuridad y la muerte. Sin embargo, desde la tarde del Viernes Santo, cuando Jesús murió, hasta el silencio del Sábado Santo, cuando yacía en la tumba, la creación fue llevada a una alianza de matrimonio. María, Juan y algunos otros ya lo habían vislumbrado en el Calvario. Porque la sangre que fluía del costado de Jesús, “es su amor, en el que la vida divina y la humana se han hecho una cosa sola”.45 La madre de Jesús no comprendió todo esto mientras miraba “al Sanador... herido” morir,46 pero aceptó el misterio con la ilimitada fe, la total entrega y el amor con el que al principio recibió la palabra del ángel. Permaneció al pie de la cruz y dijo “Sí” una vez más por todos nosotros. La mujer, de

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quien la gentileza de Dios obtuvo un acto de amor completamente libre en nombre de todos los seres humanos, accedió con pesar al sacrificio que es la redención del mundo. Estamos invitados a contemplar al Jesús crucificado con María, permitiendo que el misterio llene nuestros ojos, nuestro corazón y nuestra mente. En 2007, el Papa Benedicto XVI exhortó a sus compañeros peregrinos a contemplar el crucifijo en un santuario Mariano en Australia. Explicó que los brazos extendidos de Jesús representan ante todo “el gesto de la Pasión: se deja clavar por nosotros, para darnos su vida”. Sin embargo, continuó el Papa, “los brazos extendidos son al mismo tiempo la actitud del orante, una postura que el sacerdote asume cuando, en la oración, extiende los brazos”. Es el gesto de quien ofreció el mundo al Padre en un perfecto acto de amor. “Por eso”, dijo el Papa Benedicto, “los brazos extendidos de Cristo crucificado son también un gesto de abrazo, con el que nos atrae hacia sí”.47 El mundo efectivamente fue recibido con verdad y ternura. El Hijo de Dios reveló el “verdadero amor”, que da “nada más ni nada menos que a sí mismo”.48 Porque Dios es una comunión de Amor que “desea darse a sí mismo”,49 El Hijo descendió al sufrimiento, incluso al infierno de nuestra soledad. La delicadeza de su llegada da lugar a la extrema impotencia de la cruz y la muerte. Cuando esto sucedió, el descenso de Dios al árido mundo mostró ser un misterio de la fecundidad del amor. “Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo”, había dicho Jesús a sus discípulos. “Pero si muere, da

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mucho fruto” (Juan 12, 24). Ya vislumbramos el “fruto” de la muerte de Jesús entre el pueblo que permanecía al pie de la cruz. Con María estaban otros que habían comenzado a participar de su fe y su amor: Juan, María Magdalena, María la esposa de Cleofás, Salomé, e incluso el centurión que sintió la grandeza ante él. Eran testigos del don de la sangre y el agua que fluyeron sobre la tierra árida y estéril. “Agua, como símbolo del bautismo; sangre, como figura de la eucaristía”, escribió San Juan Crisóstomo en el Siglo IV. “Con estos dos sacramentos se edifica la Iglesia”.50 En nuestra era, el Cardenal Ratzinger expresó el mismo misterio de la fecundidad de la muerte de Cristo: “El origen de la Iglesia es el costado abierto de Cristo agonizante”.51

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“Todos ellos, íntimamente unidos, se dedicaban a la oración, en compañía... de María, la madre de Jesús”. (Hechos 1,14)

El Espíritu Santo descendiendo sobre María y los apóstoles en Pentecostés. Pared de la Divinización del Hombre. Capilla Redemptoris Mater, Ciudad del Vaticano. Imagen cortesía del Centro Aletti.


Un Misterio Glorioso El sello de la alianza El Hijo de Dios realmente se “anonadó a sí mismo” (Filipenses 2,7). El Verbo cayó en un silencio sin palabras. María Magdalena y otros que lo amaban observaron como empujaban la piedra sobre la tumba abierta, sellándolo en las sombras de la muerte. Como profesamos en el Credo, Cristo “descendió a los infiernos, “a la profundidad de la muerte”,

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el reino de los que estaban privados de la visión

de Dios”.53 La gloria del amor brilló hasta allá en las profundidades de nuestra noche. Los primeros cristianos intuyeron que esta extrema humillación

por

solidaridad

con

los

pecadores

fue

precisamente la causa de la victoria de Cristo. En Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, se cumplió “el misterio nupcial del amor”.54 Dios nos amó “hasta el fin” (Juan 13,1) – y el “fin” no pudo retenerlo. El Dios trino, que es la Vida misma, rompió los lazos de la muerte. Cristo, humillándose a sí mismo, llenó toda la creación, del cielo al infierno, con el amor fiel e inquebrantable de Dios. En una antigua homilía para el Sábado Santo, Cristo ordena al primer hombre, Adán, con estas palabras: “Levántate, obra de mis manos; levántate, imagen mía, creado a mi semejanza... porque tú en mí, y yo en ti, formamos una sola e indivisible persona... Levántate,

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salgamos de aquí... Dormí en la cruz y la lanza atravesó mi costado, por ti, que en el paraíso dormiste, y de tu costado diste origen a Eva... Mi costado ha curado el dolor del tuyo”.55 Se había nublado la vista de los ojos de Adán – los ojos de todos los hombres –esperando la salvación de Dios (cf. Salmo 69.4). Pero cuando el Salvador llegó para llevar el alma de los justos fuera del reino de la muerte, dichos ojos se llenaron de asombro. Precisamente en la cima de la impotencia de Cristo en la muerte, le mostró a Adán el cielo abierto: “El trono de los querubines está a punto, los portadores atentos y preparados, el tálamo construido, los alimentos prestos; se han embellecido los eternos tabernáculos y moradas, han sido abiertos los tesoros de todos los bienes, y el reino de los cielos está preparado desde toda la eternidad”.56 En su Señor que se convirtió en su descendencia, el padre de la raza humana distinguió la propia vida de Dios abierta a la humanidad. Nadie – ni nuestros primeros padres, ni María, ni ninguno de los discípulos – vio el momento en que el Padre resucitó a Jesús de la muerte. Nadie lo vio constituido “Hijo de Dios con poder”, según el Espíritu santificador (cf. Romanos 1,4). Sólo la “noche clara como el día, la noche iluminada”,57 fue testigo de la consumación de la alianza entre Dios y su criatura. La Iglesia aún alaba “esta noche santa” entre el Sábado Santo y el Domingo de Pascua, “en que se une el cielo con la tierra, lo humano y lo divino”.58 En la resurrección de Jesucristo, el Espíritu de Dios vino al mundo de su – de nuestra – carne resucitada, glorificada. Muchos años después, aún maravillado, Juan escribió: “Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando

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cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: ‘¡La paz esté con ustedes!’” (Juan 20,19). Los discípulos, aterrorizados, no comprendieron, no podían comprender. Pero ellos, que habían perdido toda razón de gozo, “se llenaron de alegría cuando vieron al Señor” (Juan 20,20). Entonces, en un don de insuperable intimidad, su Dios, que era también su hermano, les dio el amor que une a Padre e Hijo. “Reciban el Espíritu Santo”, dijo (Juan, 20,22). Soplando sobre ellos con su aliento humano, les entregó el sello de la alianza. Para ellos, ese día estuvo demasiado lleno de asombro para reflexionar acerca del significado de dicho don. No fue sino hasta unos días después cuando los apóstoles comenzaron a comprender vagamente lo que había ocurrido entre ellos. Comenzaron a tener ojos para el inexpresable amor que contenía la resurrección de su Señor. La encarnación del Verbo es más que un misterio de la caridad de Dios. La vida, la muerte y la resurrección del Hijo de Dios es un misterio de amor recíproco. Jesús dijo el “Sí” definitivo de Dios a sus criaturas y el “Sí” definitivo de sus criaturas a Dios. Su madre dijo “Sí” al ángel y accedió en silencio por todos nosotros a la muerte de Cristo en la cruz. Cuando siete de los discípulos encontraron al Señor resucitado después de aquella noche de pesca fallida (Juan 21,3), la luz del entendimiento comenzó lentamente a nacer en ellos. “El hombre no vive solo de pan” o incluso simplemente de ser amado. “En la esencia de su humanidad, vive de ser amado y de que se le permita amar”.59

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“Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”. Le preguntó Jesús tranquilamente a Pedro en la orilla (Juan 21,16). Jesús preguntó tres veces al hombre que llevaba hundida en su corazón la inefable vergüenza de haber negado tres veces a su Señor. “Señor, sabes que te quiero”, respondió Pedro. Él, a quien pidió que apacentara a sus ovejas, respondió por él mismo y por los otros. Tres veces dijo “Sí” por su triple negación: fue el don que le hizo el Señor esa brillante mañana de Pascua. Después de todo, el Hijo de Dios vino para que seamos libres para amar. En la admiración del líder de los apóstoles, cuyo pecado había sido perdonado, la Iglesia sabría por siempre que había sido lavada en la sangre del Cordero.

Ascensión y Pentecostés Se pidió a los pescadores que estaban sentados con Jesús en la orilla que llevaran el don del perdón de Dios a los confines de la tierra. Se les encomendó el inagotable don de los sacramentos que fluían del costado atravesado del Señor. “Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes”, les dijo la noche de Pascua, conduciéndolos al amor entre el Padre y el Hijo (Juan 20,21). A estos hombres enmudecidos de admiración les asignó la tarea de proclamar la obra de Dios de la redención hasta los confines de la tierra. Durante 40 días miraron y tocaron al maestro resucitado, quien los amaba y a quien ellos amaban. Prometiéndoles la mayor cercanía al Padre y el don del Espíritu de Dios, no solo les abrió las Escrituras, sino que los abrió al Dios trino. Todos

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sus sentidos se llenaron con su presencia (cf. 1 Juan 1,1). Finalmente, con la misteriosa promesa de que estaría con ellos hasta el fin del mundo (cf. Mateo 28,20), Jesús ascendió hacia su Padre en el cielo. El día de la ascensión, los discípulos vieron la indisolubilidad de la alianza que Dios había establecido con toda la humanidad. En el Cristo resucitado, un hombre con nuestra carne y rostro ingresó a la vida de la Trinidad. El Hijo de Dios nunca perdería su naturaleza humana que tomó para sí. Dios nunca sería infiel a la respuesta de amor de su criatura. En esta divina fidelidad que abrió el cielo al mundo y el mundo al cielo, los discípulos vieron más que un misterio gozoso, luminoso y doloroso. Toda la vida de Jesús, desde su concepción hasta su Ascensión al cielo, es un misterio de la gloria de Dios. Esta gloria era tan poderosa y su amor tan grande que se abrió paso hasta llenar toda la creación. “Vayan por todo el mundo, anuncien la Buena Noticia a toda la creación”, les dijo Jesús (Marcos 16,15). Los discípulos no podían obedecer por su propio poder. Durante 10 días después de la ascensión de su maestro al cielo, “se dedicaban a la oración, en compañía de... María, la madre de Jesús...” (Hechos 1,14). Con la mujer con la que ahora compartían su fe y amor, oraron, esperaron y escucharon. “La promesa del Padre” llegaría (Hechos 1,4). Esta vez desde el cielo, el Señor resucitado les enviaría el Espíritu que une a Padre e Hijo. Cuando finalmente llegó el día de Pentecostés, el Espíritu bajó sobre ellos como “lenguas de fuego” que penetraron ardiendo su miedo (Hechos 2,3). Iluminó su entendimiento,

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mostrándoles las eternas profundidades contenidas en los misterios de la vida de su Señor. Este “fuego inteligente... fuego que transforma, renueva y crea una novedad en el hombre”60 transformó a estos hombres en los “enviados” o “apóstoles”. Los hizo capaces de comunicar lo que habían presenciado en Jesús a todas las culturas y pueblos de la tierra. Sobre todo, el don del Espíritu hizo de este pequeño grupo de discípulos una comunión en la tierra que reflejó la comunión trinitaria de Dios. Siglo tras siglo, los creyentes volverían una y otra vez a lo que sucedió en Pentecostés. Contemplarían a los apóstoles reunidos con María en oración, llenos repentinamente del Espíritu de Dios. Porque en ese momento, el pequeño grupo de creyentes que era el fruto de la muerte de Cristo se convirtió – para el mundo entero – en la Iglesia, el signo visible y efectivo del Dios que es Amor. La unidad en comunión de Dios penetró y transformó a los primeros cristianos. Con María en el centro como el corazón de la Iglesia en amor y oración, se convirtieron en el sacramento de la salvación del mundo.61 Mucho antes de la llegada de Cristo, Dios prometió a través del profeta Joel: “Yo derramaré mi espíritu sobre todos los hombres” (Joel 3,1). En los discípulos y en la Madre que les enseñó cómo recibir el don de Dios, los salmos y los profetas alcanzaron su realización. Estos primeros creyentes, llenos del gozo del Espíritu Santo, fueron los primeros frutos de la humanidad redimida. Fueron el signo de que el Hijo fue entregado y el Espíritu derramado para que todos los pueblos y naciones fueran conducidos a la vida de la Trinidad.

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“El Espíritu le dice a la novia, ¡’Ven’!” Finalmente, el mundo que sufre puede orar con las palabras del salmista, “mi copa rebosa” (Salmo 23,5). La tierra ya no está árida y estéril; rebosa con el vino del amor de Dios. Aún esperamos la llegada final del Señor “con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos”.62 Entonces, el Hijo encarnado que unió a Dios con el hombre y al cielo con la tierra, presentará su obra terminada a su Padre (cf. 1 Corintios 15,24). Al igual que su primera llegada, ese día también, será un misterio de amor. Sin embargo, ya sabemos que la transformación del mundo ha comenzado. De manera delicada – y a menudo dramática – el misterio ya consumado en Cristo se encuentra con la libertad del corazón humano. Se encuentra con nosotros en todos lados, oculto en el rostro de nuestro prójimo. En los sacramentos de la Iglesia, nos pone en contacto con su inagotable vida. Transfigura incluso los elementos más básicos de nuestra existencia. En el bautismo, el agua se convierte en un “baño de bodas”.63 En la confirmación, el óleo nos sella con el sello de la Alianza. El pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre del Señor, el alimento del “banquete de bodas”.64 Repentinamente, las cosas más simples del mundo tienen un significado infinito que nos lleva a la vida de Dios. Puede haber en el mundo una gran cantidad de sufrimiento, mientras la redención lo transforma lentamente como levadura. Aún puede haber lágrimas, duelo y dolor, porque el Señor resucitado venció al mundo a través de su muerte. De hecho, la tradición nos dice que todos los

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apóstoles, menos Juan, fueron martirizados. Sin embargo, debajo de su sufrimiento – y del nuestro – se encuentra una alegría radiante, porque vivimos en la época de la alianza. Al igual que María, que fue asunta al cielo, y los 11 apóstoles65 que murieron antes que él, Juan lo sabía. En toda su vida, no pudo parar de dar testimonio del misterio que encontró en la vida de su Señor. Cuando Juan, ya anciano, fue desterrado a la isla griega de Patmos por proclamar el Evangelio, los ojos que una vez se maravillaron ante la gloria del Señor en Caná, lloraron en el Calvario y contemplaron con sorpresa la tumba vacía, se abrieron una vez más con asombro. El apóstol que fue amado y que amó, vio la fertilidad de la alianza. La visión registrada en el libro del Apocalipsis se otorgó a Juan para los creyentes de su época, quienes sufrían una terrible persecución, y para todos los futuros creyentes. “Vi a un Cordero como inmolado”, escribió, hermoso y terrible al mismo tiempo. Y ante el Cordero, “vi una enorme muchedumbre, imposible de contar, formada por gente de todas las naciones, familias, pueblos y lenguas” gritando su alabanza y adoración (Apocalipsis 7,9). En una visión del fin de los tiempos, Juan vio transfigurada a la humanidad redimida, reunida ante el trono de Dios. Escuchó a una voz angelical gritar: “¡Felices los que han sido invitados al banquete de bodas del Cordero!” (Apocalipsis 19,9). El fruto del don de sí mismo del Señor era la novia: todos aquellos por los que María dijo “Sí” al ángel. Quizás Juan comprendió cuando vio a la Iglesia descender del cielo como una hermosa ciudad, adornada como “una novia preparada para recibir a su esposo” (Apocalipsis 21,2). Una vez

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había abandonado sus redes y a su padre para seguir al esposo de Israel. Ahora tenía el privilegio de contemplar la alegría de Dios en la alianza. Juan escuchó una voz familiar gritar llena de felicidad: “¡Ya está! Yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin” (Apocalipsis 21,6). El Señor del tiempo y de la historia, quien llenó la contemplación de Juan, tenía el rostro de su maestro y amigo. Jesucristo, el único mediador, es la nueva y eterna alianza entre Dios y el hombre. El mundo ha sido amado. Dios ha cumplido todas sus promesas. Sin embargo, el anhelo de Israel y del mundo no se eliminó con la llegada del Hijo de Dios. Como lo aprendió Juan en su visión, el anhelo se purificó, se transformó, se extendió y profundizó para convertirse en la oración amorosa de la Iglesia llena de expectación por su Señor. Al final del libro del Apocalipsis escuchamos: “El Espíritu y la Esposa dicen, ‘¡Ven!’” (22,17). En el penúltimo versículo de la Biblia, Juan repite: “¡Ven, Señor Jesús!” (Apocalipsis 22,20). Jesús ha venido, y viene. Esperaba que nosotros viviéramos con esperanza. De cierta forma, la Iglesia nunca ha abandonado la habitación en la que los apóstoles se reunieron con María en Pentecostés. Incluso después de extenderse por todo el mundo para cumplir la orden de su Señor, la Iglesia espera con amorosa expectación. Hasta el día de su manifestación final en la gloria, “la Iglesia, unida a la Virgen Madre, se dirige incesantemente como Esposa a su divino Esposo, ‘¡Ven!’... el Espíritu ha sido dado a la Iglesia para que, por su poder, toda la comunidad del pueblo de Dios... persevere en la esperanza: aquella esperanza en la que ‘hemos sido salvados’”.66

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*** NOTA

PARA EL LECTOR:

Al orar el Rosario, los cristianos

contemplan la vida de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, a través de los ojos de María. El ciclo de los misterios del rosario — gozosos, luminosos, dolorosos y gloriosos — guía a los fieles con lentitud y devoción por la vida del Señor. Quienes oran el rosario con el corazón abierto, a menudo viven una experiencia similar a la de los primeros discípulos de Jesús. La madre de Jesús, quien “conservaba” todos estos misterios y los “meditaba en su corazón” (Lucas 2,19), nos enseña cómo orar. Se nos concede una parte de su amor maravillado. Ella, que una vez dijo “Sí” a Dios por nosotros nos guía al “gran misterio” de la redención del mundo. El Servicio de Información Católica publica una guía de Cómo rezar el Rosario, # 4772 en las publicaciones impresas o del SIC o para pedir en línea.

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Fuentes 1

Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Parte Dos: De la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección, Ediciones Encuentro, Madrid 2011, 231.

2

Id., Palabras al inicio de la Misa celebrada tras el encuentro con el “Ratzinger Schülerkreis,” 28 de agosto de 2011.

3

Otto Neubauer, “Does the World Still Move the Heart of the Church?” (¿El mundo toca aún el corazón de la Iglesia?) Presentación en la Universidad Católica de Varsovia. Simposio sobre el Concilio Vaticano Segundo, noviembre de 2012.

4

Benedicto XVI, Palabras al inicio de la Misa celebrada tras el encuentro con el “Ratzinger Schülerkreis,” 28 de agosto de 2011.

5 6

Cf. ibid. Id., Homilía del Papa Benedicto XVI, Aeropuerto turístico de Friburgo de Brisgovia, 25 de septiembre de 2001.

7

Id., Discurso del Papa Benedicto XVI a la Curia Romana para el Intercambio de Felicitaciones con ocasión de la Navidad, 21 de diciembre de 2009.

8

Ibid.

9

Id., Palabras al inicio de la Misa celebrada tras el encuentro con el “Ratzinger Schülerkreis,” 28 de agosto de 2011

10 Cf. id., Homilía del Papa Benedicto XVI en la Misa de Nochebuena, 24 de diciembre de 2011 En el niño Jesús, Dios se ha hecho dependiente, necesitado del amor de personas humanas, a las que ahora puede pedir su amor, nuestro amor. 11 Id., Discurso de Benedicto XVI a la Curia Romana para el Intercambio de Felicitaciones con ocasión de la Navidad, 21 de diciembre de 2009. 12 Id., Homilía para la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, 1 de enero de 2012 13 Juan Pablo II, Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae (El Rosario de la Virgen María), 25.

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Fuentes

14 Ibid., 24. 15 Benedicto XVI, Ángelus, IV Domingo de Adviento, 21 de diciembre de 2008 16 Cf. Isaías 45,8, que es la base para la Introducción del IV Domingo de Adviento: “¡Destilen, cielos, desde lo alto, y que las nubes derramen la justicia! ¡Que se abra la tierra y produzca la salvación...!”. 17 Benedicto XVI, Homilía durante la Misa con ocasión del 850 aniversario de la Fundación del Santuario de Mariazell, Austria, 8 de septiembre de 2007. 18 Catecismo de la Iglesia Católica (=CIC), 483. 19 Joseph Ratzinger, Mirar a Cristo. 20 Cf. Juan 14,9: “El que me ha visto, ha visto al Padre”. 21 Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte, 22. 22 Ibid., 23, citando a San Anastasio. 23 Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Parte Dos, 107, Ediciones Encuentro, Madrid, 2011. 24 Juan Pablo II, Novo Millennio Ineunte, 23. 25 Benedicto XVI, Homilía de la Misa de Nochebuena, Solemnidad de la Natividad del Señor, 24 de diciembre de 2009. 26 Liturgia de las Horas, Antífona vespertina, Oración 1 para la Solemnidad de María, la Madre de Dios. 27 Benedicto XVI, Discurso a los Miembros de la Curia Romana, 21 de diciembre de 2009. 28 Ibid. 29 Id., Jesús de Nazaret, Parte Uno, 16. Ediciones Encuentro, Madrid, 2011. 30 Ibid. 31 Benedicto XVI, Discurso de Introducción de la Santa Misa…28 de agosto de 2011.

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32 Cf. id., Discurso en el Encuentro con los católicos comprometidos en la Iglesia y la sociedad, Friburgo de Brisgovia, 25 de septiembre de 2011. 33 Cf. Isaías 54,5: Porque tu esposo es aquel que te hizo: su nombre es Señor de los ejércitos; tu redentor es el Santo de Israel: él se llama “Dios de toda la tierra”. 34 CIC, 515. Lo que había de visible en su vida terrena conduce al misterio invisible de su filiación divina y de su misión redentora. 35 Antífona para la Oración Matutina I, Fiesta de la Epifanía del Señor 36 Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Postsinodal Vita Consecrata, 15. 37 Canon Romano, Plegaria Eucarística I. Cf. Jeremías 31,31, Ezequiel 16,60, Isaías 55,5. 38 Benedicto XVI, Misa “In Cena Domini”, Basílica de San Juan de Letrán, Jueves Santo, 9 de abril de 2009. 39 Ibid. 40 Id., Sacramentum Caritatis, 14. 41 Cf. id., Discurso en el Encuentro con los católicos comprometidos en la Iglesia y la sociedad, Friburgo de Brisgovia: “Cristo, el Hijo de Dios, ha salido, por decirlo así, de la esfera de su ser Dios, se ha hecho carne y se ha hecho hombre; no sólo para ratificar al mundo en su ser terrenal, y ser para él como un mero acompañante que lo deja tal como es, sino para transformarlo”. 42 Id., Palabras al inicio de la Misa celebrada tras el encuentro con el “Ratzinger Schülerkreis”, 28 de agosto de 2011 43 Credo Niceno. 44 Joseph Cardinal Ratzinger, “Meditations on Holy Week,” reimpreso en The Sabbath of History: William Congdon, with Meditations on Holy Week by Joseph Ratzinger, (New Haven: Knights of Columbus Museum, 2012),

146,

http://www.kofcmuseum.org/km/es/exhibits/2012/

sabbath_history/index.html

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Fuentes 45 Benedicto XVI, Misa “In Cena Domini”, Basílica de San Juan de Letrán, Jueves Santo, 9 de abril de 2009. 46 San Agustín, Sermón 191.1. 47 Benedicto XVI, Homilía durante la Misa con ocasión del 850 aniversario de la Fundación del Santuario de Mariazell, Austria, 8 de septiembre de 2007. 48 Joseph Cardinal Ratzinger, “Meditations on Holy Week,” reimpreso en The Sabbath of History: William Congdon, with Meditations on Holy Week by Joseph Ratzinger, (New Haven: Knights of Columbus Museum, 2012),

146,

http://www.kofcmuseum.org/km/es/exhibits/2012/

sabbath_history/index.html 49 Cf, Discurso en el Encuentro con los católicos comprometidos en la Iglesia y la sociedad, Friburgo de Brisgovia, 25 de septiembre de 2011. 50 San Juan Crisóstomo, Oración de la Liturgia de las Horas, Tiempo de Cuaresma, Viernes Santo. http://www.corazones.org/biblia_y_ liturgia/oficio_lectura/cuaresma/cuaresma_viernes_santo.htm 51 Joseph Cardinal Ratzinger, “Meditations on Holy Week,” reimpreso en The Sabbath of History: William Congdon, with Meditations on Holy Week by Joseph Ratzinger, (New Haven: Knights of Columbus Museum, 2012),

146,

http://www.kofcmuseum.org/km/es/exhibits/2012/

sabbath_history/index.html 52 CIC, 635. 53 CIC, 633. 54 Benedicto XVI, Misa “In Cena Domini”, Basílica de San Juan de Letrán, Jueves Santo, 9 de abril de 2009. 55 Antigua homilía Cristiana a veces atribuida a Epifanio de Salamina, de la Liturgia de las Horas, Lecturas para el Sábado Santo. 56 Ibid.

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57 El Exultet, o pregón pascual, cantado en la Misa de Vigilia Pascual durante la noche entre Sábado Santo y Pascua: ¡Qué noche tan dichosa! Sólo ella conoció el momento en que Cristo resucitó de entre los muertos. Esta es la noche de que estaba escrito: “Será la noche clara como el día, la noche iluminada por mi gozo”. 58 Ibid. 59 Joseph Cardinal Ratzinger, “Meditations on Holy Week,” reimpreso en The Sabbath of History: William Congdon, with Meditations on Holy Week by Joseph Ratzinger, (New Haven: Knights of Columbus Museum, 2012),

151,

http://www.kofcmuseum.org/km/es/exhibits/2012/

sabbath_history/index.html 60 Benedicto XVI, Meditación durante la Primera Congregación General de la XIII Asamblea General del Sínodo de los Obispos, 8 de octubre de 2012. 61 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium (=LG), 1: “Porque la Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano”. También LG 9: “Cristo, que lo instituyó para ser comunión de vida, de caridad y de verdad, se sirve también de él como de instrumento de la redención universal”. 62 El Credo Niceno. 63 CIC,1617; cf Efesios 5,25-26, 31-32. 64 Ibid.; Apocalipsis 19,9. 65 Después de la resurrección, los once Apóstoles restantes eligieron a Matías para reemplazar a Judas, quien se suicidó después de traicionar a Jesús. Así volvieron a ser doce Apóstoles. 66 Juan Pablo II, Carta Encíclica Dominum et Vivificantem [sobre el Espíritu Santo en la Vida de la Iglesia y el mundo], 66; Romanos (8,24).

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Acerca de la autora La Doctora Michelle K. Borras es Directora del Servicio de Información Católica. Obtuvo la Licenciatura en Literatura Inglesa de la Universidad de Harvard, un Doctorado en Teología por el Pontificio Instituto Juan Pablo II para Estudios sobre el Matrimonio y la Familia en Roma y un Doctorado en Teología por la sede del Instituto en Washington, D.C., con una tesis sobre la Interpretación del origen del Misterio Pascual. La Dra. Borras fue profesora adjunta en el Instituto Juan Pablo II en Washington durante el año académico 2010-2011 y ha dictado seminarios de literatura católica, la interpretación patrística de las Escrituras y la teología de Hans Urs Von Balthasar en el internado de las Hermanas Misioneras de St. Charles Borromeo en Roma. Además de traducir extensamente, la Dra. Borras ha publicado artículos acerca de literatura y teología católicas.

Acerca del Servicio de Información Católica Desde su fundación, los Caballeros de Colón han participado en la evangelización. En 1948, los Caballeros pusieron en marcha el Servicio de Información Católica (SIC) con el fin de proporcionar publicaciones católicas de bajo costo para el público en general así como para parroquias, escuelas, casas de retiro, instalaciones militares, centros penitenciarios, legislaturas, la comunidad médica y cualquier persona que las solicite. Durante más de 60 años el SIC ha impreso y distribuido millones de folletos y miles de personas se han inscrito en nuestros cursos de catequesis.

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403-S 6-15

El “Servicio de Información Católica” es una marca registrada de Caballeros de Colón.


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