Un amigo como Henry La impactante historia de un ni帽o autista y su perro. Un relato de superaci贸n.
Nuala Gardner
Título original: A Friend Like Henry Nuala Gardner Publicado por primera vez en Gran Bretaña en 2007 por Hodder & Stoughton, una filial de Hachette Livre UK © 2007 Nuala Gardner © 2011 Kns ediciones S.C., edición en castellano Pedrouso 42 Cacheiras - Teo 15883 A Coruña consultas@knsediciones.com www.knsediciones.com © 2010 de la traducción: María Reimóndez Meilán Corrección de estilo: Mensi Cortizas Bouza, Miguel Salas Bruquetas Maquetación: Ana Loureiro Diseño de cubierta: Alberto Mosquera Lorenzo Fotografías: De portada: Alberto Mosquera Lorenzo (El niño de la portada es un modelo, no es el protagonista de la obra) De solapa: Kns ediciones S.C. Página dos: Nuala Gardner Ilustraciones: Dale J. Gardner Depósito Legal: C 1092-2011 ISBN 978-84-937456-4-6 Impresión: Tórculo Artes Gráficas, S.A. Impreso en España Se han cambiado algunos nombres e identidades. Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro en cualquier forma o medio sea electrónico o mecánico, incluida la fotocopia o grabación o a través de cualquier sistema de almacenamiento, sin permiso escrito de la editorial. (Diríjase al Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org, si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra)
Este libro está dedicado con amor y admiración a mi increíble hijo Dale por permitirme contar su historia. Sin su apoyo y colaboración, no habría sido posible.
Índice Prólogo
9
1 Las palabras
11
2 Un niño diferente
19
3 “Árbol”
31
4 La explosión
39
5 La visita
51
6 El verano del infierno
63
7 La guerra: primera parte
77
8 La guerra: segunda parte
91
9 Thomas, un tren muy útil
103
10 Henry, un perro muy útil
117
11 La voz
131
12 La patada
149
13 A toda costa
165
14 Un tributo digno
179
15 El milagro
195
16 Independencia
215
17 Decisiones complicadas
229
18 Harry
245
19 Un mundo nuevo
263
20 El abuelo George
279
21 Dejarlo ir
291
En sus propias palabras
301
Unas palabras finales
313
Recursos Ăştiles
315
Prólogo Mi marido Jamie y yo no queríamos un perro. Esto no quiere decir que no nos gustasen; yo misma había tenido uno cuando era niña y aunque Jamie no tenía costumbre de tener perros, no tenía nada en contra de ellos. No, simplemente no queríamos tener un perro en aquel momento porque ya teníamos suficientes responsabilidades. Nuestro pequeño hijo, Dale, vivía encerrado en su mundo autista, aterrorizado por cualquier cosa irrelevante y, aún así, totalmente incapaz de comunicar sus miedos o comprender nuestro apoyo. Cada minuto del día a su lado era un torbellino de conflictos en el que pasábamos de una rabieta violenta a la siguiente. Ni siquiera sabía quiénes éramos y nuestros esfuerzos por relacionarnos con él resultaban profundamente frustrantes, totalmente agotadores y a fin de cuentas, por lo que parecía, inútiles. Entonces, un encuentro casual con los perros del primo de Jamie nos dio un atisbo de esperanza… y así empezó el camino de encontrar un cachorro. Aunque, incluso con solo seis semanas, Henry sobresalía de entre el resto de la camada no lo elegimos nosotros: él eligió a Dale. No sé si a esa edad tan temprana sería capaz de percibir los problemas de nuestro hijo y notar que podía serle de ayuda. Lo único que puedo decir es que su naturaleza encantadora, estoica y beatífica fue la llave que abrió una personalidad que no sabíamos que nuestro hijo tuviera. Lo que ocurrió estaba muy lejos de nuestros sueños más remotos; nada podría habernos preparado para el impacto que tuvo en todas nuestras vidas encontrar un amigo como Henry.
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1 Las palabras Cuando la comadrona me puso a mi primer hijo en los brazos, lloré de alegría: era un niño pequeñito y lindo, que pesó 2 kilos y 668 gramos. En tan solo dos años había salido de una mala relación, había comenzado otra nueva y había sido madre. “La cosa no puede ir a mejor”, pensé, mientras me limpiaba las lágrimas y observaba a mi hijo recién nacido. Y entonces el estómago me dio un vuelco de miedo cuando le vi la cabeza. Yo trabajaba como comadrona en el Hospital de Maternidad de St. Luke, pero solo había visto una vez un niño ingresado en la unidad de neonatos por “tumor del parto”. Recuerdo de forma muy viva mi estupor al verlo y que se me quedaron grabadas las palabras de mi compañera: “Será un milagro que este niño salga ileso”. Nunca supe qué le pasó a aquel niño; solo sabía que la cabeza de mi bebé era muchísimo peor que nada de lo que hubiera visto hasta el momento. Además de estar lleno de moratones incluso en la cara, por detrás tenía la cabeza plana, excesivamente alargada y casi le tocaba los hombros. Supe de inmediato que tendrían que ingresarlo para
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hacerle pruebas en una unidad especial, pero le quité importancia ante mi compañero, Jamie: —Es que es prematuro —le aseguré. Hacía meses que habíamos elegido el nombre de nuestro bebé y preparábamos con emoción el gran evento: Dale si era niño y Amy si era niña. Pero a pesar de la sencillez de su nombre, la llegada de Dale al mundo no estuvo exenta de problemas. El sábado 11 de junio de 1988, con solo treinta y cinco semanas de embarazo, empecé a sentir contracciones mientras le daba los últimos toques al baño que acabábamos de renovar en el piso en el que vivíamos Jamie y yo. Como aún era muy pronto para el parto, llegué a la conclusión de que debía de tener una infección de orina. Por mi formación médica, no me preocupé demasiado pero, por si acaso, Jamie me llevó al hospital. Me ingresaron y me sorprendió bastante comprobar que las contracciones continuaban en serio. Las notaba a intervalos regulares y con fuerza, pero no pasó nada hasta las cinco de la mañana siguiente, cuando rompí aguas. En ese momento supe con total seguridad que iba a tener a mi hijo en las próximas veinticuatro horas, porque el riesgo de infección era más grave que el de un nacimiento prematuro. Estuve de parto durante horas sin conseguir nada. Entonces, a las 7 de la mañana, la enfermera de noche me inspeccionó y expresó su sospecha de que el bebé viniera de nalgas, a pesar de que todas las evaluaciones anteriores habían indicado lo contrario. Unas treinta y seis horas después de mi ingreso en el hospital, agonizante y exhausta, me examinaron con rayos X y se confirmaron las sospechas de la enfermera. Jamie tuvo que salir corriendo de la oficina, dejando a medio comer su bocadillo de beicon, para reunirse conmigo en el quirófano para la inevitable cesárea. Al final, a las 11.04 de la mañana del 13 de junio Dale llegó al mundo gritando con entusiasmo. El tumor del parto que afectaba a la cabeza de Dale se debía al hecho de no haberse diagnosticado que venía de nalgas y a que la cabeza se le había quedado atrapada en mi caja torácica; por eso
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el parto no había avanzado de forma natural. Solo el tiempo diría si había algún daño permanente como resultado de este trauma. A pesar de mis recelos, intenté relativizarlo. Ser madre era una hermosa consecuencia de ese viaje fantástico que había empezado al conocer a Jamie. Había terminado una relación anterior y me había trasladado a la residencia de enfermeras de St. Luke con solo una maleta y amargos recuerdos. Aunque solo estaba a sesenta kilómetros de mi pueblo, Greenock, a veces parecía que estaba en otro país y echaba muchísimo de menos a mi familia y a mis amistades. Por fortuna, a pesar del cansancio derivado de una vida laboral intensa, una amiga íntima, Lorraine, de vez en cuando ignoraba mis protestas y me pedía que volviera a la vida social de Greenock. Conocía a Lorraine desde el verano de 1978, en que nuestros caminos habían coincidido en el Hospital de Psiquiatría Ravenscraig de Greenock. Como parte de nuestra formación como enfermeras teníamos que adquirir alguna experiencia práctica en psiquiatría. Creo que es justo decir que adquirimos bastante más experiencia en salir por la noche de farra, y en ese proceso acabamos siendo como hermanas. Un viernes por la noche de 1986, mi presencia fue requerida por Lorraine en el conocido pub Tokyo Joe de Greenock. A medida que iba avanzando la noche y se intensificaban el beber y el bailar me fijé en un hombre alto y de pelo oscuro que estaba inclinado en la barra, observándome. Aunque se encontraba solo parecía estar muy a gusto consigo mismo. Cuando abrió la boca para farfullar un “hola”, me llegó un fuerte tufo a vodka. —Eres una mujer de bandera —dijo arrastrando la lengua. A pesar de su condición, creo que contesté que él tampoco estaba mal. Hizo una pausa mientras consideraba si sería capaz de mantener una conversación. Luego agitó la cabeza, declarando agotado: —Hora de dejarme caer por casa. Me pareció un tipo educado y muy gracioso, a pesar de su estado de embriaguez. Dijo que esperaba verme de nuevo alguna vez, cuando le volviera el “sentido común”.
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No estoy segura de si me encontró irresistible o simplemente se olvidó de que ya se había despedido pero antes de marcharse regresó y me invitó a la fiesta en casa de un amigo al día siguiente. Por alguna razón, me intrigó lo suficiente como para querer conocerlo más. La noche siguiente lo encontré en la fiesta, todavía bajo los efectos de la borrachera de la noche anterior y dispuesta a tomarme las cosas con calma. —¿Me recuerdas? —me presenté—. Ahora sí que pareces tener sentido común. Sospechaba que la amnesia se habría apoderado de él tras dejar Tokyo Joe y esperaba que con esto sería suficiente para que recordase nuestro encuentro. Hubo un momento de sorpresa pero el reconocimiento afloró en su cara y sin duda el alivio también en la mía. Jamie y yo conectamos al instante. Pasamos toda la noche juntos, hablando y riéndonos, antes de decidir abandonar la fiesta temprano e irnos a su piso, que estaba cerca. Era el ático de una casa de ladrillo construida hacía noventa años en la calle Roxburgh y Jamie acababa de trasladarse: su primer piso de soltero. A pesar de pasar de los veinticinco, nos sentíamos como dos adolescentes que escuchaban música y hablaban hasta tarde antes de quedarse dormidos abrazados en el sofá hasta la mañana siguiente. Intercambiamos teléfonos y después de un cariñoso beso de despedida, regresé a los confines de la residencia de enfermeras de St. Luke y Jamie al National Semiconductor donde trabajaba como ingeniero de diseño de microchips. En solo unos meses me sentí extrañamente segura y contenta con Jamie. Nos convertimos en inseparables y nos echábamos de menos cuando el trabajo nos separaba. Tal vez era inevitable, por ello, que en una de nuestras fiestas del sábado noche, tras un rato en el bar, se dijesen “las palabras”. Todavía empapados por la lluvia torrencial caída al salir del bar y ambos un poco borrachos, nos perdíamos la una en el otro sin prestar atención a la fiesta. Mientras me reía de otra de sus frases ingeniosas, Jamie me agarró de repente y me dijo “las palabras”. Para un soltero convencido como él este era
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