LA
FUGA
DELSAR ROBERTO GAYON TAVERA Abril de 2003
L
o acepto. No va a venir. No tiene una razón válida para hacerlo. Han pasado varios meses desde nuestro último encuentro, cuando la necesidad de unas pastillas anti stress nos llevó hasta la misma farmacia en el centro de la ciudad. Ante mis ojos lucia hermosa, a pesar de lidiar con la formación de tres hijos hiperactivos y un esposo enfermo de intimidad. Comenzamos hablando de asuntos familiares, tocamos el campo laboral y algo de actualidad nacional. Confiaba en inducir la conversación a la época de estudiantes y terminar rescatando las cenizas de nuestra relación, basada en mis dotes de buen amante. Ese día Victoria ignoró nuestro pasado. Hoy evitó
encontrarse conmigo. Me siento frustrado de no saldar esta deuda con mi hombría; estoy molesto de las miradas disimuladas de los clientes de este lugar, inquietos por saber la finalidad de mi larga espera. Ojalá esta cita malograda sea un desplante y no el inicio de desafortunados momentos en mis cuarentaiocho horas libres de trabajo y sin obligaciones de hogar. Fue un error citar a Victoria en este cafetín. No toda la gente viene a tomar café, a hablar de amor o a cerrar negocios. También se ven rostros cínicos, individuos que lucen ropa de colores fuertes, tratando de esconder sus caras dudosas tras unos enormes lentes oscuros y escoltados por dos o tres tipos no menos culpables. Aquí se consume un verdadero bazar de comidas: se sirven carnes al carbón, pasabocas, bebidas frías, calientes, naturales o al vacío, eso depende del motivo de la visita o de la compañía. Tal vez sean juicios prematuros. No obstante, las charlas a mi alrededor se tornan monótonas, un grupo de voces grita por cuarta ocasión la venta
de un carro, si siguen tratando el tema van a anular el intercambio o a encontrarle fallas al vehículo. En fin, estas divagaciones han sido paliativos al desmedro de mi ego, es injusto descargar la culpa de mi desgracia en los demás, simplemente, Victoria no va a venir. Mi soledad es sospechosa, las miradas menos discretas y el efecto del alcohol más notorio. Debo abandonar este lugar, reconozco que me he convertido en un malestar para el resto de visitantes. La manía de planear las actividades de la vida como si fueran un proceso de producción de tiempos exactos, me enfrenta a una situación incómoda, pues dejé el carro distante de la cafetería, quería que camináramos un rato, tomados de la mano; seguro de convencer a Victoria de ingresar a una de esas edificaciones con laberintos de guadúa o bambú en la entrada. Ahora, deambulo solitario y no todos los transeúntes están desprogramados. La gente deja sus trabajos tomando múltiples direcciones. Es noche de viernes. Sin ser experto en psicología de masas, veo cuál es el
negocio preferido de los señores mayores. Algunos abordan las puertas fluorescentes con un movimiento de rayo, tratando de evadir a los observadores implacables. Otros, más tácticos, suben la adrenalina ingiriendo varios tragos en las tiendas contiguas a estos palacios de sexo a la carta. En cambio, las mujeres parecen más conservadoras en su comportamiento. Van acompañadas de sus parejas o de otras damas. Las solitarias dan pasos rápidos, sosteniendo con fuerza sus bolsos, aunque en esta calle peatonal, unas y otros, no resisten la tentación de persignarse o entrar a los célebres templos coloniales de la capital. Wiskerías y santuarios me producen sensaciones diferentes, no me quedo con ninguna opción. Las primeras fácilmente crean adicción, los templos en cambio, nos recuerdan nuestras faltas imperdonables. Yo no creo poder borrar las secuelas de maniobras ruines, a través de un esporádico acto de contrición. El muchacho del estacionamiento me da vía libre al pagarle las horas de parqueo.
Lapso consumido en una espera inútil, en un duelo interno de lo sagrado y lo profano. Aún así quiero permanecer gozando algo de la vida nocturna de la ciudad, llevo semanas sin pasear de noche por el centro, ahora me parece más organizado, iluminado, menos informal e improvisado. El cine es una buena alternativa a mi soledad pero veo anunciadas en las carteleras, cantidad de películas carentes de argumento y con exceso de efectos especiales, esas historias me aburren, el verdadero cambio puede estar ahí, en desmenuzar lo que consumimos. Otra alternativa sería acudir a un centro comercial, sentarme a saborear un plato típico o derretir en mi boca los gélidos sabores de un helado gigante. Sólo hay un atenuante, los televisores, enclavados en los pasillos, me transportarían de inmediato a la actualidad informativa, precisamente, en mis dos días de descanso procuro evitar ese bombardeo de hechos sorprendentes. Esquivaré la congestión vehicular girando por el próximo desvío y tomaré el carril rápido en dirección a mi casa.
La ciudad en su parte norte es más silenciosa. El trajín parece disminuir con el paso de las cuadras, la cotidianidad se torna más discreta o la vida más disimulada, deducirlo es cuestión de percepción. Sin embargo, mi esposa escogió nuestra casa en una urbanización algo bulliciosa, todavía se escucha jugar a los niños, en las mañanas se ve a las madres en pijama despidiendo a sus hijos al colegio o abuelos sentados en las zonas verdes, cuidando las mascotas. A esta hora sólo encuentro celadores apostados en las esquinas ansiando el amanecer. Esto no es atractivo para un desprogramado, iré a mi residencia. Acostumbro a cerrar las chapas con doble llave, Marcela me dice paranoico, no es mi culpa, soy prevenido hace mucho rato. Marcela, Marcela debió llegar a la costa al medio día, la dejé en el aeropuerto a las diez en punto, se notaba afectada por la enfermedad de su madre. Cree que estoy en cierre de edición, no en un descanso fortuito, ella cree en mí y yo en ella, no merecía este intento de infidelidad; si
escuchara su voz al otro lado de la bocina sentiría un latigazo en mi conciencia. De igual forma no es posible una comunicación, al entrar desconecté teléfonos, citófonos y televisores; he apagado el computador y el celular queriendo evadir cualquier contacto con aparatos transmisores de información. El aislamiento de mi ámbito diario no tiene retroceso. La falta de compañías humanas y electrónicas me incita a otras tareas. Cocinar es inútil, Marcela, en sus ausencias, me deja preparado algo en el microondas. Oír música me lleva a beber, no acostumbro a hacerlo solo. Entregarme al ritmo de la noche detrás de los ventanales, sería colisionar con el amanecer. Tampoco es hora de dormir. Mejor no le cedo más terreno a la reflexión. Comeré algo y luego acudiré al viejo hábito de la lectura. Empezaré a revisar el simpático libro que le robé al senador Puentes, EL CODIGO SECRETO DE LA POLITICA, título un poco sugestivo. Desde niño le he tenido aversión a las viviendas sosegadas, mis padres captaron rápido mi
temor y en adelante procuraron no dejarme encerrado. Anoche volví a enfrentar mi trauma, por fortuna, dormí como un perezoso, mi sueño imperturbable tiene una explicación franca: ningún despertador sonó temprano. Aunque no preveía levantarme tan tarde, en dos horas será medio día, ya no aguanto las ansias de conectar el teléfono o encender la televisión. ¿Cómo estará mi suegra? ¿Saldría oportunamente el periódico? ¿Cómo titularían la primera página? ¿Cómo amanecería el país, el mundo? Mi incomunicación la soluciono uniendo dos o tres enchufes al interruptor de energía. Le caería bien a mi salud un día de quietud, acompañado de música, internet, documentales y noticieros. Si lo hago contradigo mi propósito y de paso la memoria de papá, él concebía el descanso como un simple cambio de actividad. Buscaré a dónde ir. Los deseos de prender la radio del auto son permanentes. Si con la yema de mis dedos girara el botón de encendido, inmediatamente el interior del carro quedaría inundado con la
fuerte voz de los locutores y en segundos las noticias se deslizarían por mis oídos. Este pensamiento se desdibuja mientras el vehículo se mantiene en movimiento, pues conducir exige concentración; debo estar atento a la circulación de adelante y controlar el resto de tráfico por los espejos. El inconveniente vuelve a aparecer en los semáforos con la luz en rojo. Me es indiferente ver a los vendedores informales ofreciendo cigarrillos, agua, gaseosas o golosinas, hoy, no quiero verles en sus manos lo que diariamente les compro: los periódicos. Las noticias son como fantasmas, aparecen cuando menos deseamos conocerlas. Sin embargo, los diarios de actualidad son más escasos al avanzar hacia el sur de la ciudad; mecánicos y operarios de fábricas sienten más interés por las mujeres de piel limpia que exhiben las publicaciones amarillistas en portada y contraportada. La investigación de mercados no es el motivo de este recorrido, quiero saber si aún funciona el negocio en el cual planeé mi futuro hace dos décadas.
La calle de mis memorias aún es disímil en su arquitectura, parece haber un acuerdo tácito entre los dueños de las casas para conservar diferente el modelo y el color de las fachadas. El ambiente humano no ha cambiado. El estéreo de los equipos de sonido se estrella contra las ventanas, transportando la letra de las canciones de moda. Los negocios ya han abierto. Las clásicas cantinas le están dando espacio a misceláneas y droguerías y en menor medida al café internet. La vieja Helena, como es costumbre, va en contravía de esta ola y mantiene su tienda de bebida en el garaje de la casa. No me ha visto parquear en el andén, más discreción no puedo exigir.
de hombres, justificando a sus esposas el estado de embriaguez. En cambio, me siento como un intruso perturbando una reunión de viejos camaradas, como en el cafetín del centro, los rayos invisibles de sus ojos apuntan en clara trayectoria mía, en esta ocasión, aguardaré el desenlace. Pensándolo con menos paranoia no soy un desconocido, los jugadores de cartas son los mismos vendedores de canecas de hace veinte años, distintos destinos, reunidos por la zancadilla de los vicios. En síntesis, muy pocas cosas han cambiado, eso sí los años han golpeado el físico de todos y pienso que Helena continuará abriendo el garaje hasta el fin de sus días.
¿Cómo estás muchacho?, me dice al verme entrar. El carro estará bien ahí, agrega, y me señala una banca.
Aún no me invaden los síntomas de la embriaguez. He bebido una docena de cervezas, he notado como la falta de amor propio desemboca en el abandono personal, he estado sordo a los comentarios de la gente, pero mis oídos de nuevo registran el mensaje fugaz de un anciano borracho a quien nadie le habla para no ofrecerle algo de tomar.
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Sus palabras me tranquilizan. Las cuatro mesas ya están ocupadas y me resigno a ocupar una silla junto al teléfono público. La verdad, no me incomoda escuchar las charlas telefónicas, en su mayoría, serán llamadas
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¡Y los Estados Unidos estallaron la guerra en el Medio Oriente¡, vuelve a repetir el hombrecito con la lengua pegada al paladar.
A mí, sí me interesa la gran noticia. Voy a pagar la cuenta y en el radio del carro terminaré de empaparme del suceso. Además, los clientes de Helena, juiciosos, organizan las sillas frente al televisor, listos a desfogar energía viendo un nuevo juego amistoso de la selección nacional de fútbol.
desaparición, pero lo más preocupante, es justificarle a ella la huida de mi hábitat por unas horas. Este cuento no se lo cree nadie, tienen la razón quienes afirman que todas nuestras actuaciones implican un costo y esta historia relata el mío.
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No debes nada, me dice unos de los vendedores de canecas, apoyando su mano en mi hombro. En la televisión dicen que estás desaparecido, me alegra verte, agrega mostrándome la calle.
Me marcho. Declina la tarde. Los compromisos me llaman. El resto de la noche será corta. Debo espulgar en mis archivos las causas de la invasión de los Estados Unidos a la civilización oriental. Antes de que Marcela llegue, debo estacionar en el aeropuerto y hallar una disculpa creíble que borre mi supuesta
DELSAR ROBERTO GAYON TAVERA Abril de 2003
Director Tecnología en Comunicación Social- Periodismo INPAHU