Laberinto No. 494

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Laberinto

David Toscana Plagio cervantino página 2 Daniel Saldaña París Poesía página 3 Evodio Escalante Un Orfeo parrapa y carrascaloso página 8 Juan Carlos Villanueva Entrevista con Theo Travis página 10

N.o 494

sábado 1 de diciembre de 2012

Un retrato desde el exilio

Giovanni Macchia Página 5 CORTESÍA LETICIA OLVERA

Huellas de narrador Xavier Velasco

Página 6

MILENIO


02 b sábado 1 de diciembre de 2012

MILENIO

antesala DE CULTO

ESPECIAL

Plagio cervantino

Eliot Weinberger

Libros de maravillas

TOSCANADAS GUSTAVE DORÉ

David Toscana dtoscana@gmail.com

A

dvierto al lector que este texto es un plagio. Para ser exactos, he plagiado del Quijote de Cervantes, segunda parte, capítulos XLII y XLIII. En una ceremonia de toma de posesión de cualquier cargo público, no estaría de más leer en voz alta, a manera de manifiesto, los consejos que don Quijote le da a su escudero. Así sean los que atañen a su aspecto personal: “Lo primero que te encargo es que seas limpio, y que te cortes las uñas, sin dejarlas crecer como algunos hacen, a quien su ignorancia les ha dado a entender que las uñas largas les hermosean las manos… No andes, Sancho, desceñido y flojo; que el vestido descompuesto da indicios de ánimo desmazalado, si ya la descompostura y flojedad no cae debajo de socarronería… No comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor tu villanería. Anda despacio; habla con reposo, pero no de manera que parezca que te escuchas a ti mismo, que toda afectación es mala. Come poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago. Sé templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda secreto ni cumple palabra. Ten cuenta, Sancho, de no mascar a dos carrillos, ni de eructar delante de nadie”. Como aquellos que se refieren a la honra del cargo: “Préciate más de ser humilde virtuoso que pecador soberbio. Mira, Sancho, si tomas por medio a la virtud y te precias de hacer hechos virtuosos, no hay para qué tener envidia a los que los tienen, príncipes y señores; porque la sangre se hereda y la virtud se aquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale. Si acaso enviudares (cosa que puede suceder) y con el cargo mejorares de consorte, no la tomes tal que te sirva de anzuelo y de caña de pescar… Nunca te guíes por la ley del encaje, que suele tener mucha cabida con los

Penélope Córdova b fegari13@gmail.com

ignorantes que presumen de agudos. Hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre, pero no más justicia, que las informaciones del rico. Procura descubrir la verdad por entre las promesas y dádivas del rico como por entre los sollozos e importunidades del pobre… Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia. Cuando te sucediere juzgar algún pleito de algún tu enemigo, aparta las mientes de tu injuria y ponlos en la verdad del caso. No te ciegue la pasión propia en la causa ajena, que los yerros que en ella hicieres las más veces serán sin remedio, y, si le tuvieren, será a costa de tu crédito y aun de tu hacienda. Si alguna mujer hermosa veniere a pedirte justicia, quita los ojos de sus lágrimas y tus oídos de sus gemidos, y considera de espacio la sustancia de lo que pide, si no quieres que se anegue tu razón en su llanto y tu bondad en sus suspiros. Al que has de castigar con obras no trates mal con palabras, pues le basta al desdichado la pena del suplicio sin la añadidura de las malas razones. Si estos preceptos y estas reglas sigues, Sancho, serán luengos tus días, tu fama será eterna, tus premios colmados, tu felicidad indecible”. Esto es apenas una selección. Bueno sería que el funcionario en cuestión leyese Don Quijote de pe a pa. L

P

ese a lo que puedan proponer ciertas descuidadas prácticas literarias, el ensayo es, ante todo, un objeto de escritura, no de tema; de pensamiento, conjetura e imaginación; no género menor, argumento o metaliteratura. Pocos han sido capaces de desplegar las potencias del ensayo más allá del pretexto culto o la banalidad cotidiana. Entre los contemporáneos y del siglo pasado, Magris, Calvino y Sweig, Benjamin y Barthes se cuentan entre las celebridades. Eliot Weinberger es uno de los que, más allá de las siempre inconclusas definiciones del ensayo, ha logrado ponderar una escritura por encima de género o tema. Eliot Weinberger nació en 1949 en Nueva York. Si en su prosa se percibe un aroma de tierra latinoamericana es porque su relación con esta literatura ha sido estrecha, desde la entraña misma, mediante las traducciones que ha hecho de Paz, Huidobro, Villaurrutia y Borges, que han sido sus apegos más vehementes en América Latina. Su obra de creación e investigación, de igual magnitud que las traducciones, serpentea entre la crónica, la denuncia política y el ensayo literario. En Lo que oí de Iraq (Era, 2005), Weinberger recolecta una serie de fragmentos, fechados desde 1992 hasta 2005, que relatan las cosas que se dijeron sobre la guerra en dicho país, y en donde cada oración comienza con las mismas palabras: “Oí que Saddam Hussein, incomunicado, pasa el tiempo escribiendo poesía, leyendo el Corán, comiendo galletas y cuidando de unos arbustos y plantas.

EX LIBRIS

BITÁCORA PSICOTRÓPICA

Oí que había puesto un círculo de piedras blancas alrededor de un pequeño ciruelo”. En su obra ensayística, Algo elemental (Atalanta, 2010), “ensayo serial”, la escritura de Weinberger se revela como una extraordinaria convergencia entre el intelecto y el vuelo imaginativo: la necesidad de poesía plasmada en fragmentos de insuperable prosa. Un mirabilia contemporáneo que impide que la erudición o el dato histórico pesen más que la propia escritura, pues cada uno de los textos es una pieza capaz de levantar una diminuta inmensidad de símbolos que dotan de sentido a la anécdota. Las estaciones del año, los puntos cardinales, los elementos, los nombres, los rinocerontes, los asnos, los lacandones, los antiguos chinos, las huellas del camello en el desierto, adquieren nuevas formas, se tornan símbolo, poseen una nueva realidad. En Algo elemental, incluso el viento tiene su propio lenguaje: “Escucha el viento y conocerás el viento. El viento sopla y las generaciones son sus hojas. No hubo mayor elogio que lo que se dijo de Confucio: Él sabe de dónde viene el viento”. Karl Kraus, el ácido genio del periodismo austrohúngaro, escribió que “lo que vive del tema muere de él; lo que vive en el lenguaje vive con él”. Esta declaración es válida para toda la literatura, no se ciñe tan solo a la poesía o a la narrativa. Una exégesis del ensayo encomia el género por tratarse del más libre: proteico y prometeico. El ensayo es también arte de la transfiguración; su sostén es el lenguaje. Weinberger lo sabe. Su obra lo demuestra. L Filosofía del tocador bEKO

Xavier Velasco

Todo niño mimado contiene el germen de un viejo infeliz

MILENIO b LABERINTO b Dirección: José Luis Martínez S. Edición: Alicia Quiñones Coedición: Roberto Pliego Arte y diseño: Salvador Vázquez Mejía


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LABERINTO

antesala

Notre-Dame de Tafil

El dilema de la producción teatral

La enfermedad y los signos de lo mutable planean sobre estos versos escritos por una de nuestras voces jóvenes más originales POESÍA

A SALTO DE LÍNEA ESPECIAL

Daniel Saldaña París

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uestra Señora de la Frustración tiene su templo en una colina siempre verde. Hacia allá peregrinan los caídos en la falsa desgracia del cinismo. No quiero ponerme demasiado alegórico: solo hago mi trabajo. Démonos un tiempo para mirar las nubes, sus formas de demonio en eterno travestismo. Abrigo la esperanza de perder el miedo a las alturas líricas. Me servirá de poco el cenicero en la estación de lluvias. Nuestra Señora de las Horas Muertas se le aparece a los débiles de voluntad y causa, entre los cuales un servidor tiene sus filias. En su capilla son siempre las 18:18. No hace milagros. Nuestra Señora de las Mutaciones me tiene sorbido el coco, ¿se me nota? Otra, otra virgen se llama Nuestra Señora de los Psicofármacos. A ella se encomiendan los del pánico escénico en este nuestro municipal Gran Teatro del Mundo, precariamente erigido, por gracia de los predecesores, en el insigne año de 1984.

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aniel Saldaña París (Ciudad de México, 1984) es poeta y ensayista, autor del libro de poemas Esa pura materia (UACM, 2008), por el que ganó el Premio Nacional de Poetas Jóvenes Jaime Reyes, y de La máquina autobiográfica (Bonobos Editores, 2012). Fue secretario de redacción de la revista Letras Libres. Ha colaborado en diversas revistas de México y España. Algunos de sus poemas han sido traducidos al inglés, al francés, al sueco y al polaco. Ha sido becario del FONCA en el programa de Jóvenes Creadores (2006-2007) y de Residencias Artísticas (2012), así como de la Fundación para las Letras Mexicanas (2007-2009). Poemas suyos han aparecido en Divino tesoro. Muestra de nueva poesía mexicana (Casa Vecina, 2008), antologado por Luis Felipe Fabre, y Anuario de poesía mexicana 2007 (Fondo de Cultura Económica), entre otros.

Braulio Peralta braulioperalta@yahoo.com.mx

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uevo sexenio. Tiempo de recordar los modos de hacer teatro en México. Pensar en los errores. Ver de qué manera mejoramos la escena patrocinada por el Estado y universidades. Si no cambiamos los modos de producción teatral por parte del Estado —y de la Universidad—, menos saldremos del bache que vivimos. Los modos de producción son vitales para el resurgimiento de un teatro para esas minorías que van a las salas a la espera de mejores espectáculos. El Estado como productor debiera garantizar resultados óptimos, por lo menos desde el punto de vista artístico. El Estado tiene una política estatutaria, legal, sobre lo que quiere de la cultura y sus hacedores, pero es imprecisa, débil, vaga. Las reglas de comportamiento ético se quiebran, se tergiversan, se nulifica el profesionalismo y se cae en amiguismos. Es necesario acotar esos comportamientos. El teatro se convierte en un pretexto para la obtención de un salario al director, dramaturgo, actor, escenógrafo (se pasan la estafeta administrativa, se deben favores). Cómplices unos con otros. No hay plan artístico. No hay programación profesional, solo intención de sobrevivir. El verdadero arte, el que se rebela, no está de ese lado del mundo. Es por lo anterior que el teatro comercial avanza, mientras que el estatal, el universitario, se estancan. Sería injusto no impulsar una ética de la profesión teniendo en cuenta cómo el arte del teatro —ese espejo que lo sostiene, el público— ha

crecido en los últimos años. Hacer teatro cuesta mucho. Ah, pero si el Estado ayuda, las cosas podrían cambiar. Hay formas de subvención. Hay becas. Hay promoción —y sobre todo, programación—. Hay todo un aparato para la creación teatral. Pero cuidado: sea un éxito o un fracaso la escenificación, tenga público o no, buena o mala crítica, irremediablemente, el gobierno en turno abandona la empresa de servicio público porque el sistema político mexicano entiende que la difusión del buen teatro nada tiene que ver con las ganancias económicas. Y si las hay, pareciera que no le importan. ¿Se puede cerrar una empresa cuando gana? Eso ha pasado muchas veces en el teatro del Estado y universitario. Eso es lo que tendría que cambiar en México, ya. Los espacios públicos de teatro —universitarios y del Estado— tendrían que ser ejemplares: oportunidad a las jóvenes generaciones para sus montajes y textos dramatúrgicos. Espacios que han sido semillero de nuevas propuestas teatrales. Ha salido de ahí gente talentosa y de enorme trascendencia en el teatro actual. Que no se pierda ese impulso depende de una política persistente para que, a través de los años, veamos los nuevos éxitos del teatro mexicano. Se nos olvida, pero del teatro salen los creativos para el cine y la televisión. No se puede matar al origen… Y desde luego construir más salas de teatro. Coda Cumplí un año fuera de las editoriales. Es hora de decir lo que pienso de esa industria tan alicaída y a punto de reconvertirse por la era digital. L

MILENIO bLABERINTO b http://www.milenio.com/suplementos/laberinto/Facebook: Laberinto Milenio/Twitter: SCLaberinto


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MILENIO

literatura Elogio de la lucidez, elogio de las sombras:

Giovanni Macchia ENSAYO

ESPECIAL

El escritor italiano Giovanni Macchia (19122001) dejó un legado prodigioso, más de 60 libros de su autoría, entre estudios, ensayos, semblanzas, compilaciones, “escenarios” y extensos prólogos, amén de traducciones, adaptaciones teatrales y obras en coautoría (como La cámara de tortura, escrita con Luigi Pirandello). En ocasión de su centenario natal, los siguientes textos dan cuenta de su importancia como uno de los grandes críticos del siglo XX. Héctor Orestes Aguilar

E

s en verdad admirable que una obra de la erudición y exigencia como la de Giovanni Macchia llegue hasta el segundo decenio de nuestro siglo conservando la plenitud y la capacidad de interpelación desplegada en sus libros. Su pensamiento crítico y su expresividad prosística no solo no han envejecido sino ganado en corpulencia y calado. Una verdadera desgracia es constatar sus esporádicas traducciones a nuestra lengua y que en pleno 2012, año de su centenario natal, sea en el entorno cultural del español solo una referencia para iniciados, un escritor para escritores, algunos traductores, unos cuantos críticos. De todas las tareas emprendidas y cumplidas por Macchia, la más agradecible por los ultramodernos, al menos desde nuestra parte de Occidente, es la de habernos mostrado página a página la función civilizatoria de la cultura literaria: si compartimos valores universales en una misma época con lectores de otras latitudes es porque tenemos o deberíamos tener los mismos cánones y los mismos instrumentos para descifrarlos y servirnos de ellos. El caso de Macchia con relación a la literatura francesa es un paradigma, pues no solo hizo accesible al lector italiano de a pie un conjunto de autores y obras que hasta mediados del siglo pasado habían sido patrimonio académico (los moralistas clásicos, por ejemplo), sino que ensayó de manera única sobre escritores de los que aparentemente estaba dicho todo, como Molière, Stendhal y, en otra medida, Baudelaire. Macchia se desmarcó de la erudición profesoral y críptica que imperó en su país hasta la segunda posguerra y contribuyó, con Mario Praz, Emilio Cecchi y el poeta Sergio Solmi, a darle al ensayo literario una estatura creativa formidable que ganó multitudes de lectores para la gran literatura y atentos comentaristas de primer nivel. Desde su primer gran libro, Baudelaire crítico (1939), que fue reseñado por Tommaso Landolfi en el semanario romano Omnibus y por Georges Blin en la Nouvelle Revue Française, Macchia contó con fieles seguidores de sus escritos. La lista de los más asiduos y notables es sintomática de la influencia que la obra macchiana tendría durante más de cuarenta años y al menos tres distintas generaciones: Eugenio Montale, Pietro Citati, Leonardo Sciascia, Oreste del Buono, Enzo Siciliano, Vincenzo Consolo, Guido Piovene, Mario Bortolotti, Carlo Bo, Angelo Maria Ripellino, Elena Croce, Indro Montanelli, Mario Luzi, Umberto Eco, Valerio Magrelli… Toda la sociedad literaria italiana lo consideró, casi de manera unánime, un maestro, y eso por supuesto tuvo resonancias entre el gran público y las escenas literarias internacionales. Es comprensible que haya sido el primer escritor no francés en haber recibido el codiciado Premio Médicis de ensayo, en 1988, por su célebre Las ruinas de París (Versal, 1990). Me resulta imposible escoger uno solo de los títulos del repertorio macchiano como modelo ineludible para mejor comprender su estilo, sus alcances y contribuciones. No obstante, en Elogio de la luz. Encuentro de las artes (Elogio della luce. Incontri fra le arti, Adelphi, 1990) puede encontrarse una antología muy ilustrativa de su plan maestro: fusionar la crítica teatral, musical, literaria y de las artes visuales para desarrollar “escenarios”, pero no en el sentido que la reciente ciencia política le ha dado al término, sino en el de un cuadro narrativo de gran formato, un fresco sobre el cual el crítico procede, en primera instancia, de manera impresionista, para luego adentrarse en sus cavidades históricas y culturales.

El autor italiano

Casos memorables son sus ensayos sobre Watteau incluidos en ese volumen (“L’isola di Watteau”, “Diderot contro Watteau”). Macchia ve, recuerda, asocia, compara, documenta y de una manera sutil, nunca pedante ni grandilocuente, ilumina las articulaciones entre las artes. Para el lector es un momento mágico, porque la visibilidad no es total: es un punto en medio de la penumbra. “No quiero abolir las sombras —escribió el crítico, al explicar sus propósitos y su método—, sino afirmar, también estilísticamente, el deseo de claridad”. Debo confesar que, acercándome a los 50, tengo a otra de las compilaciones de Giovanni Macchia como una lectura que me acompaña con frecuencia: Scrittori al tramonto. Saggi e frammenti

autobiografici (Escritores en el ocaso. Ensayos y fragmentos autobiográficos, Adelphi,1999), galería de clásicos que, asomándose a la senectud, compusieron sus obras más audaces o impetuosas. Me gustan las semblanzas allí incluidas de Balzac, de Stendhal, de Anatole France, pero sobre todo la de Hippolyte Taine, quien ya muy cerca de la muerte se pone a escribir su obra maestra, El origen de la Francia contemporánea. No tengo ninguna duda: quien quiera conocer bien la literatura francesa y eventualmente dedicarse a su estudio, que mejor primero aprenda italiano y curse de principio a fin a Giovanni Macchia. Se enseñará a leer con placer, curiosidad intelectual y la pasión necesaria para contagiarse de la crítica. L


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LABERINTO

literatura ESPECIAL

Francisco Hernández

Poesía como existencia ENSAYO Francisco Goñi

H Luigi Pirandello

Un retrato desde el exilio ENSAYO Giovanni Macchia

O

bservo una fotografía en la que Pirandello, sentado en un austero estudio de artista, posa con resignada tranquilidad frente a una mujer que trabaja modelando su cabeza en terracota. Está situado en un espacio oscuro, pero la luz de una ventana que no vemos ilumina su ancha frente, el rostro, los ojos que miran hacia un punto impreciso y su mano izquierda que descansa abierta sobre su rodilla. La chaqueta desabotonada se abre sobre un chaleco blanco que realza, aún más, la acostumbrada mariposa de su corbata oscura. Todo en él se ve impecable, como si en lugar de estar sentado en un estudio de artista estuviese en una recepción mundana. Es verano. La mujer, con zapatos negro con blanco, lleva una blusa ligera. Estamos en París, en julio de 1931, en casa de una escultora holandesa. Conocí a esta señora, ahora ya fallecida. Su nombre era Annie Fokker y vivía en Capri junto con su esposo, Mario Cottrau, tío de mi esposa. Por lo que sé, publicó en colaboración con él la traducción italiana de un libro del biólogo Jacob von Uexküll que lleva por título L’immortale spirito della natura (El inmortal espíritu de la naturaleza). Uexküll nació en Estonia y vivió y murió en Capri. Fue partidario de las teorías vitalistas, para las cuales los fenómenos vitales son gobernados por entidades inmateriales. Ignoro si Pirandello conocía algo referente a estas teorías o si la Fokker le llegó a hablar de ellas. Pero creo que ese vitalismo, que tocaba la zona de lo trascendente contra todo fácil mecanicismo de los galenos, le pudo haber interesado. Pirandello fue uno de los escritores más fotografiados de su tiempo. Desde que era estudiante universitario en Bonn y posó en los estudios de fotógrafos alemanes hasta los años en los que ya era famoso, toda su vida fue una ininterrumpida sucesión de instantáneas, tomadas en los lugares más diversos y entre las más alegres comitivas: actores, agentes teatrales, familiares, amigos y amigas. Pero la fotografía que ahora miramos es muy diferente. En las otras se advertía un ingenuo placer, incluso cuando se encontraba solo, en su estudio, ante horribles escritorios de simulada antigüedad, o sentado en incómodas sillas estilo Savonarola conversando con amigos. Aquí, una infinita soledad emana de su mirada, como le sucedía cuando posaba para un artista. Unos años antes, en Viareggio, fotografiado mientras el pintor Primo Conti lo retrataba, hundido con abatimiento en un sillón de cuero, sus ojos adquirieron una fijeza casi vítrea. Voltaire, ante Pigalle, que llegó a Ferney con todos sus bártulos del oficio para modelarle una estatua, terminó por reírse de sí mismo y de su vejez de moribundo. Pirandello no sonríe pero tampoco se niega a someterse a una metamorfosis tan deprimente. En Berlín se hizo plasmar por un joven escultor alemán, que él en las cartas llama Esenstein o Isenstein. En París por la Fokker. La estatua fue el tema casi obsesivo que lo ocupó en esos años, desde Diana y Tuda hasta Cuando se es alguien. La estatua no es una pintura. La pintura es algo mental, una ilusión en la que coexisten verdad y mentira, protegida por una superficie de colores que nunca podremos atravesar. Una escultura, por el contrario, es un objeto que ocupa un espacio real al que podemos darle la vuelta y que en su peso encierra todo movimiento, todo placer.

Pero inevitablemente, tarde o temprano, durante el transcurso de su existencia, un hombre, o un escritor, tiene que afrontar el encuentro con su propia estatua y sufrir la comparación con ella. Y para Pirandello no fue un encuentro feliz. Él estaba atravesando por uno de los periodos más críticos de su existencia. Encaminándose hacia la vejez —había dejado de visitarlo la prodigiosa energía de un tiempo, que él ajustaba con algunas concepciones teosóficas en el lugar en el que era exaltada la esencia del espíritu en relación con el personaje—, advirtió que algo estaba por obstruir la admirable movilidad de su propio yo. Y perseguía mitos; y entre los mitos también el de quienes se habían liberado de su espectral fijeza: Dédalo o Pigmalión. Una buena parte de Cuando se es alguien está consagrada a la cabeza del “gran hombre”, ora ridículo monigote “para dejarlo sentado frente al escritorio, ante la luz de la lámpara, la peluca, la cara, las manos, los ojos de vidrio, allí, inmóvil”, ora un busto de mármol con la cabeza y el brazo derecho que la sostiene con el puño cerrado sobre la sien (como en algunas fotografías de Pirandello cuando era joven). Es el mármol que adorna la biblioteca del escritor, en una casa antigua “donde se respira el aire corrompido de antiguos grabados”. Pero un mito más moderno pudo haberlo ayudado. Piénsese en la habitación gótica de altas bóvedas donde Fausto, inquieto, se sienta frente al atril. Solo Mefistófeles, al devolverle la juventud, habría podido salvarlo para arrojarlo en los brazos de Veruccia veinteañera de cabellera escarlata. Pero él, hombre de teatro, se asemejaba más a Mefistófeles que a Fausto. Incluso su hija, en una carta, socarronamente le escribía que no había que fiarse demasiado de ciertas “mefistofélicas barbas de perilla y de ojos tan escrutadores”. Sobre estos ojos y esta barba trabajó Filippo De Pisis en el retrato de París. Así, en esos durísimos años de exilio, la idea de la estatua perdía todo significado estético formal para asumir otro, cada vez más autobiográfico, hasta alcanzar un valor simbólico. A la carne, al flujo perenne de la sangre, a la energía, se sustituía en ese símbolo la materia. Del mundo de la flora y de la fauna se entraba a un doloroso mundo inorgánico, al reino de los fósiles y de las ruinas. Pero en esos años de exilio no solo el hombre se sintió abandonado por la vida. También el escritor se sintió abandonado por la obra. Solo, lejos de Italia, de su familia, en Berlín, en París, de un hotel a otro, de una pensión a otra, ajeno a todo, sin encontrar contacto con nada y con nadie, sin tener nada de lo que quería; ni siquiera toleraba “que sus ideas tomasen orden alguno”. Svevo, que con Pirandello tenía en común la obra y la vejez pero no la fama, ante la pregunta “¿Quién soy?”, respondía: “No aquel que vivió, sino aquel que describió”. Pirandello habría respondido con las mismas palabras, pero no habría aceptado lo que Svevo afirmaba: que “la única parte importante de la vida era el recogimiento”. La fama era el regalo rumoroso que le había ofrecido la juventud perdida. Después de haber escrito en 1929 una obra maestra, Esta noche se improvisa, se había vuelto en esos años el hombre de la maleta, empleado, sobre todo, en administrar su gran pasado, o en la contemplación de ese inmóvil e impasible simulacro de la vida que el llamaba: la estatua. L Traducción de María Teresa Meneses

ay poetas que nacen con el estigma de marcar su tiempo con lenguaje volcánico, dislocando la realidad, erotizando formas y ritmos, proponiendo espacios donde no hay fronteras y el material onírico se expande, flota, se convierte en palabras incandescentes. Francisco Hernández (San Andrés Tuxtla, 1946) es uno de ellos. Al enterarme en la noche del lunes que se le concedió el Premio Nacional de Ciencias y Artes 2012, me pareció una noticia extremadamente conmovedora. Porque simboliza el reconocimiento a una forma de sentir el mundo, a un destino y más allá, a la poesía como fundamento de la existencia. De Francisco Hernández se ha dicho de todo, desde comentarios malintencionados hasta los más justos elogios. De alguna manera, se ha fabulado con su vida. Se habla de que está enfermo, deprimido, malhumorado, que padece ataques de epilepsia y ha intentado suicidarse. A la par, se le admira la entrega desinteresada al lenguaje como un regreso a casa, el fino oído, las complejas y oscuras metáforas que pueblan sus textos. Pero creo que es momento de decirlo: la grandeza de su poesía lo une a la familia de enormes escritores como Hölderlin, Rilke y Baudelaire. Tanto sus poemas como libros enteros se han convertido en referencias de la literatura mexicana: de Mar de fondo a Moneda de tres caras, de La isla de las breves ausencias a Una forma escondida tras la puerta, el más reciente poemario dedicado a su entrañable Emily Dickinson. Generación tras generación, gana lectores y espacios en la crítica. A pesar de alejarse de la vida literaria y la fama, una y otra vez es invitado a ferias y lecturas aunque, para sorpresa de todos, siempre trata de ausentarse. Francisco Hernández es un poeta sinfónico. Ha cifrado su obra a través de múltiples voces: Schumann, Hölderlin, Plath, Charles B. White, Basquiat... La experiencia de ser uno y muchos, o nadie y habitar infinitos personajes se ha convertido en un estilo personalísimo. Meses antes de morir, Daniel Sada me confesó su profundo respeto por la escritura de Francisco Hernández. Sobre todo porque diferenciaba a un escritor de un artista por un elemento importante; decía: “un escritor domina el oficio y cumple con los propósitos; el artista, en cambio, es inventor de un estilo, tal como se evidencia en la vasta obra de Hernández”. Son notables los romances que comparte en sus poemas: tiene tanto textos a partir de pinturas como de fotografías, de esculturas como de instalaciones. Son memorables los diálogos estéticos que ha establecido con la obra de Chillida, Arturo Rivera o Claudio Bravo. Asimismo, la música y los viajes se han internado en sus versos, creando dimensiones y ciudades donde vivir. Al igual que Thomas Bernhard, Francisco podría ser considerado un escritor fatalista y demoledor. Sin embargo, desde el lado de la belleza difícil y la penumbra, ha construido un puente luminoso para cruzar las noches largas. L


LABERINTO

Huellas de narrador

Dos son los ángeles protectores a los que aquí se encomienda el autor de Diablo Guardián: el deseo de contar, un descubrimiento que registró durante su adolescencia, y ese escritor proteico que fue Carlos Fuentes, contemporáneo de Balzac Xavier Velasco

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star aquí esta noche, ocupando un espacio de lejos familiar, inspira sentimientos contradictorios. De un lado, me recuerdo apostado allá mismo, espectador intruso, fugitivo del aula universitaria delirando que un día de seguro lejano sería un novelista de verdad, igual que el beato sueña con los hábitos. Del otro, puedo ver a Carlos Fuentes consumando un hechizo colectivo para el cual, nada más abrir los ojos, temo que me escasean los abracadabras. Esta suerte de ensueño acontecido no está exenta, por tanto, de un raro sentimiento de usurpación. “¿Pero qué novelista no es un usurpador profesional?”, me corrijo y recuerdo, muchos años más tarde, la sonrisa de Fuentes al tiempo de confiarme que éste, el de novelista, es el mejor trabajo del mundo. A menudo sucede que los géneros eligen al incauto que habrá de cultivarlos. Nunca, que yo recuerde, tomé la decisión de hacerme novelista. Y si acaso lo hice, trataríase no más que de una obediente resolución, adoptada con cierta resignación intrépida, cuando ser y asumirse embrión de novelista llevaba a tentaciones tan urgentes como huir de las aulas universitarias en pos de unos centímetros cuadrados del suelo del Colegio Nacional, así fuera en cuclillas y hasta atrás, para asistir perplejo, patitieso, atento como un francotirador, al rito apasionado del novelista-actor que hacía de su persona personaje hasta orillar al verbo a hacerse carne, al tiempo que en la sala retumbaban esos ecos de pronto socarrones, sabihondos, truculentos, cáusticos, pasionales, resonantes. “Siete días tardó la creación divina”, advertía Carlos Fuentes bajo estas mismas piedras, “el octavo nació la creación humana y su nombre fue el deseo”. Hasta donde recuerdo, y según testifica el renglón de “conducta” en todas mis libretas de calificaciones, el deseo de contar y hacerme oír se

remonta al inicio de la vida escolar. “Platica mucho en clase”, anotaba maestro tras maestra, y ahí a renglón seguido mi madre respondía con la misma mentira compungida: “No volverá a suceder”. Hasta que un día el deseo tropezó con la pluma y el papel: dos aliados angélicos para el niño que ya ha alcanzado el rango de lisiado social y no habrá de jugar más que consigo mismo. A partir de ese día mi indisciplina no conoció más límite que las hojas finales de aquellos cuadernos donde nadie me vio conquistar mundos y derribar imperios, a bordo de una alfombra de palabras que era el mejor juguete imaginable. Paridos casi siempre de atrás para adelante, en los mismos cuadernos de Aritmética o Ciencias Naturales que nunca habría llenado con apuntes, aquellos garabatos virtualmente encriptados que rara vez llegaban a la palabra fin no eran menos que una bitácora de fuga. Me envicié en este juego, a fin de cuentas, para huir del encierro en general y de la especie humana en particular. Antes que novelista soy fugitivo. La tinta es mi coartada y el cuaderno, con suerte, el salvoconducto. No persigo más gloria que eludir el arresto. Hurgo en la condición de apestado escolar que motivara mis primeros desvelos y concluyo que alguna relación debió de haber entre ser un alumno impopular e interesarme poco por los superhéroes. Una vez aburrido de Ciudad Gótica, sin el menor

deseo de rozar los suburbios de Villa Chica, llegué a la adolescencia y hallé asilo en un pueblo que se llamaba Cuévano. No estaba en ningún mapa, pero era familiar a extremos misantrópicos y gozoso a niveles lacrimógenos. Poco faltó para que por la culpa de Jorge Ibargüengoitia el maestro escribiera en mi libreta “Llora de risa en clase”. He de admitir ahora que había una satisfacción díscola y revanchista en reprobar materias por leer novelas. Ya que no me era dado premiar mi pubertad calenturienta frecuentando el Casino del Danzón, quería cuando menos malograrme en el nombre de sus anfitrionas, las infames hermanas Baladro. A ver, pues, ¿qué tarea escolar me iba a sacar de Cuévano? ¿Qué pupitre-trinchera no acabaría convertido en el túnel propicio que conectaba al aula mal querida con otra del colegio Leoncio Prado, un averno aún más hondo y tenebroso pero al menos repleto de diablos entrañables? ¿Cómo no abandonar civismo y catecismo por ir tras el misterio de la niña Amilamia? Cierto es que no arribaron tan temprano como uno habría esperado, pero a su modo fueron muy puntuales. Si con dieciséis años mis compañeros no creían más en superhéroes, los míos recién llegaban al rescate, precedidos por la palabra boom. Otros héroes habían venido al mundo para salvarlo de villanos insufribles y evitarle las peores calamidades; los próceres del Boom latinoamericano, jugaba a


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de portada ESPECIAL

imaginar, descendían del firmamento literario para reivindicar aquella profesión deficitaria que según mis mayores acabaría por matarme de hambre. ¿Viviría tal vez en la miseria extrema el hombre que nutría mis insomnios a través del fantasma de esa infeliz Eréndira en cuyo lecho tanto dormité? ¿Sería mi destino similar al del historiador Felipe Montero, condenado a alquilarse hasta la tumba para solaz de una hechicera esquiva? Esperé muchos años la oportunidad de agradecer al maestro distante que me insultara a tiempo, aunque sin pretenderlo. Todavía estudiaba la preparatoria y aspiraba a vivir de la política, para sonora sorna de mi fuero interno, cuando encontré el insulto en el periódico. Es decir, cuando aquella invectiva dio conmigo. “Novelista sin novela”, fustigaba a la letra Carlos Fuentes a su destinatario, que no era el de la carta sino yo. ¿Cómo saber que uno es un novelista, si no existe constancia ni del primer intento? ¿Y no era de esperarse que al menos escociera ese exabrupto ardiente que habría de acompañarme, año tras año de infertilidad, como una suerte de cilicio invisible? Para mi desazón, no había un solo aviso en la sección de anuncios clasificados donde solicitaran un novelista. Y menos, suponía, uno sin novela. Por más que desde niño así me torturara, no había renunciado a esa manía morbosa y masoquista de comparar las líneas recién pergeñadas con las de los autores que uno

lee. Si los hermanos Grimm me acomplejaron antes de los diez años, a los veinte mordía tímidamente el polvo bajo el látigo de Milan Kundera, cuyas páginas eran a un tiempo inmarcesibles y entrañables. Eso es un novelista, me intimidaba a solas, entre desconsolado y deslumbrado, mientras imaginaba las calles penumbrosas de la Malá Strana y le daba las gracias al maestro distante que me señaló el rumbo del hallazgo. Supe de la existencia de Kundera merced a un deslumbrante ensayo literario, mismo que devoré con la comezón propia de una novela de Rubem Fonseca. Y no era para menos, si en su transcurso intenso Carlos Fuentes narraba su hazañosa travesía al lado de Gabriel García Márquez a la Praga recién defenestrada por las tropas del Pacto de Varsovia. El encuentro de ambos con Milan Kundera, digno de una novela de Ian Fleming, funge como escenario para una comatosa Europa Central donde el poeta insiste en observar que “la ternura nace en el momento en que el hombre es escupido hacia el umbral de la madurez y se da cuenta, angustiado, de las ventajas de la infancia que, como niño, no comprendía”. ¿Y no era una ventaja jugar a novelar y nada más, cuando el único fin era huir del colegio en perfecto secreto? ¿Qué ha de hacer la ficción para llevar a cuestas el peso muerto de una realidad donde a nadie le importa la ficción? Corrijo: casi a nadie. Al novelista debe bastarle esa rendija para darse a creer en lo inenarrable. Hacer eco gratuito de la vieja verdad de Perogrullo según la cual “la realidad supera a la ficción” equivale a opinar que el accidente suele ser más veloz que la ambulancia. Antes que superar a quien aún no llega, la realidad apenas prefigura lo que con suerte un día será ficción, y entonces sí que habrá de corregirla; otorgarle un sentido y un origen, un cómo y un por qué, un desde entonces y un hasta aquí. ¿Sabes, de aquí a cien años, me preguntó un día Fuentes, sin contener la risa, quién va a saber los nombres de los miembros del gabinete de Vicente Fox? “He ahí la pobrecita realidad”, parecía conceder su mueca entre festiva y funeral, seguida de esa luz artificiosa que solía reinstalarlo en los dominios del fabulador. Enseñarse a escribir esas cuartillas no solicitadas que alguna vez, tal vez, merecerán el rango de novela, es atizar la hoguera donde ya se consumen las propias vanidades y no contar sino con la osadía para sobrevivir a los espectros que uno mismo alimenta en el camino. ¿Cuál es ese camino, que tan bonito suena? Escribimos no más que para averiguarlo, y leemos acaso por esa misma causa. No se trata de en dónde termine la ficción, sino hasta dónde conseguirá llevarme. Es decir, qué verdades punzantes habrán de encañonarme igual que bayonetas a lo largo de su transcurso mentiroso. Los héroes de mi historia literaria no eran, ni mucho menos, unos pueblerinos, aun si sus novelas solían ocurrir en lugares “remotos” y en teoría dejados de la mano de la literatura. Alguna vez, en un debate público, José Revueltas y Mario Vargas Llosa discutieron en torno al término boom. ¿No tenía que ser indigno y humillante, desafiaba el autor de Los muros de agua, que el esclavo se ajuste al lenguaje del amo? Lejos de esa metáfora feudal, Vargas Llosa reivindicó el derecho, si no la obligación, del novelista hispanoamericano a adueñarse de Shakespeare, así como de Goethe, Dostoievski y Flaubert, sin el menor complejo de por medio. Lejos de regatearle un palmo de respeto a quien me había dado las veneradas líneas de El apando, debí aceptar no obstante mi identidad profunda con la osadía del boom. Comerse vivo al mundo: tal era la encomienda. Si no entendía mal, ser novelista de este lado del mundo era aceptar la urgencia de meterse en problemas. Eso sí, con alguna discreción, según consejo de Lord Henry Wotton, agudo instigador para quien uno nunca tendría que hacer nada que no pueda contar en la sobremesa. Verdad es, sin embargo, que Oscar Wilde contenía un Harry Wotton y su correspondiente Dorian Gray. No se escribe novela sin debatirse entre Wotton y Gray, tanto o más que entre Jekyll y Hyde. Raro es el novelista que no sabe ejercer de juglar al final de la cena, mientras el aparato digestivo hace lo suyo y el cerebro no está para acrobacias, de modo que su obra, y con ella la elite de sus demonios, permanece escondida debajo de la mesa. Sin duda el narrador puede pagarse el lujo de la cautela, pero su obra tiene que atreverse a todo. Por eso no la quieren para la sobremesa.

En el remoto caso de que un día apareciera en el periódico aquel anuncio exótico donde se solicita un novelista, se entiende ya que el sueldo del escriba dependería de sus aptitudes. ¿Y cuáles serían esas aptitudes? Cada uno en su caso las conoce, pero ya teme que no las domina y sospecha además que son insuficientes. Se trata, al fin, de acuchillar a un león sin cuchillo a la mano. Va uno a la muerte, más que probablemente. Luego, le queda poco por perder, y puede que sea esa su última esperanza. En un descuido, logra marear al león. Toda novela es una última esperanza: más allá de sus límites no se mira sino penumbra y precipicio. ¿Cómo, pues, no escribirla con la vida en un hilo? Igual que tantos otros lisiados sociales, crecí temiéndome un vulgar cobarde. La sola idea de trepar a un árbol se antojaba a mis ojos una gesta suicida. Lo cual, a ojos de Hemingway, me descalificaba como novelista. Y de poco sirvió que ya con quince años escalara los árboles como un macaco, si el complejo de novelista enclenque había crecido tanto que a gritos exigía plantar cara a la muerte. Ya con diecinueve años, salté de una avioneta en Tequesquitengo, con un paracaídas por ángel de la guarda, pues solo así sabría con certeza que había superado la prueba de Hemingway. Es, por cierto, más fácil saltar hacia el vacío a tres mil pies del suelo que pelear contra el león por setecientos días y no caer rendido en el intento. La verdad, al final, es que entre tanta lucha cuerpo a cuerpo uno acaba por entenderse con la bestia, de modo que rodar barranca abajo, atenazados entre brazos y zarpas, no habla ya de suplicio como de salario. Un sueldo en tal medida generoso que a alguno le alcanzó para encarnarse nada menos que en Madame Bovary. Cuando el león cae vencido y el novelista vuelve con la piel en jirones, presa de algún excéntrico estado de gracia, sabemos por su rictus satisfecho que ha cobrado todo cuanto le corresponde. Puede morir en paz, ya nada le preocupa. Las regalías, y esto es evidente, solo podrán caerle del cielo.

Los héroes de mi historia literaria no eran, ni mucho menos, unos pueblerinos, aun si sus novelas solían ocurrir en lugares “remotos” y en teoría dejados de la mano de la literatura De Hamlet aprendemos que el narrador no tiene sino un límite, y éste es por cierto la sobrevivencia. Si el narrador se muere, toda su obra inconclusa se va con él al fondo de la fosa. Situación insalvable, hay que decir, en el supuesto de que el hoy occiso resulte un novelista sin novela. Ya sé que Dorian Gray solo queda contento si me ve caminando por la cuerda floja, pero una vez cansado de darle gusto en uno y otro capricho debo reconocer que en el camino va uno pertrechándose con las tretas de Lord Henry Wotton. Si en los primeros años persigue el ficcionante la aptitud de escribir no a pesar del vértigo, sino a partir de él, eventualmente topa con las fronteras que un novelista nunca tendría que cruzar. La demencia, la muerte, la adicción terminal, aunque también la gloria, el poder, la certeza de la propia importancia: veneno puro para quien lo que busca es desaparecer detrás de su escenario y escapar, como un caco, en la confusión. ¿Qué ha de hacer el autor para bajarse de los homenajes y ponerse a escribir en su rincón? Quiero decir, ¿cómo hace Carlos Fuentes para ir a todas partes cargando con el peso de su nombre? Fue más o menos eso lo que le pregunté, cuando ya no tenía que seguirlo de lejos ni acercarme discretamente a sus espaldas en busca de cualquier asomo de lección, pues para esas alturas el maestro distante ya me había regalado su amistad. Todo ese asunto de los premios y homenajes, sentenció Carlos Fuentes aquel día, se parece a unas buenas enchiladas. Vas, las disfrutas mucho, las celebras y las agradeces, pero una hora más tarde estás trabajando, y ya no vuelves a acordarte de ellas. Conocí al detective Sam Spade un par de días después de dejar los zapatos del burócrata Félix Maldonado. Si en la universidad me costaba seguir el tren de pensamiento del profesor pomposo que miraba por encima del hombro a la novela negra, mis maestros distantes me conducían hacia sus territorios igual que una pandilla de súcubos afines. En el caso de Fuentes, seguirlo es tan sencillo como perderme entre las calles de la ciudad que él, nómada desde niño, atisba con los ojos de un fuereño sediento de contagio. Ojos de narrador, seductor de sus calles, fisgón de sus entrañas, espía de sus códigos inmemoriales. “No por ser mexicano soy azteca”, le gustaba aclarar, con alegría sardónica, “mi padre es de Veracruz, mi madre de Mazatlán; no soy de la Meseta Sangrienta”. Fracasé en mis estudios de política por una confusión fundamental en la que aún hoy día los novelistas siguen tropezando: creía que el trabajo de hacer ficción a partir de la realidad equivalía al de hacer realidad la ficción. Un error garrafal, diría mi abuela, que en esto de escribir creyó en mí mucho tiempo antes que yo. Desde el recuerdo vivo de sus interminables relatos nocturnos, me atrevo a sugerir que un narrador que careció de abuela puede considerarse mutilado, y acaso lo mejor de entre sus líneas emane justo de ese tullimiento. Si me dejé llevar a París y de vuelta por el Boom fue porque antes la abuela me había llevado a ver los muertos en la Ciudadela tras la Decena Trágica, y más tarde a burlarme de Victoriano Huerta: ese viejo borracho que espera estacionado afuera del mercado, con la botella igual que un biberón, a que su chofer vuelva con el pescado fresco. Y sin embargo llega la hora de contarlo y uno se hace pequeño frente a la perspectiva de tomar de las riendas a la narración. ¿Dónde es que encontraré a un lector como yo, y antes a un narrador como mi abuela? b


08 b sábado 1 de diciembre de 2012

MILENIO

de portada

Un Orfeo parrapa y carrascaloso

b Decía Carlos Fuentes que en términos de poder los vacíos siempre

se llenan. Quienes más de una vez pretendimos huir del aullido tenaz de la vocación, encontramos que el afán de narrar es una suerte de materia líquida que por sí misma colma cuantos huecos encuentra en su camino. No es uno narrador solo en sus horas hábiles, menos aún se libra del trabajo durante sus soberanas horas de sueño. Tarde comprende ya que la soberanía en asuntos románticos y literarios no consiste en librarse de las alas, sino en hacerse a ellas y mandarse a volar, aunque muera uno de hambre. “¿Para qué escribir una mala novela si es tan fácil no escribir una novela?”, se pregunta por la vía del Twitter el novelista colombiano Héctor Abad, y uno recuerda esos años difíciles en los que estar a un paso de hacerse novelista era vivir a un paso de nunca conseguirlo. Y si ya por entonces, cuando no era posible publicar una coma sin el auxilio del papel y la tinta, la idea de rendirse era vergonzosa, hoy en día delata su origen visceral: en la era de los blogs, el Twitter y los libros electrónicos, solo el miedo enmudece al novelista. Si una luz, por lo tanto, ha de brillar al centro de la palabra Boom, ésta tendría que ser la osadía. Novelas que no existen: se atreven a existir. Y al existir, ¡albricias!, nos ponen sobre el mapa. Cincuenta años atrás, un novelista nacido de este lado del mundo era naturalmente invisible. Y si amén del prodigio de hacerse un día visible aspiraba el incauto al milagro de convertirse en escritor profesional, y en tanto ello vivir de su trabajo, ya podía incursionar en el dudoso género de la literatura fantasiosa. Hoy día, publicar una novela y hacerla disponible al público lector resulta simple a extremos escalofriantes. En un par de semanas, cuando no un par de horas, cualquier archivo escrito o procesado electrónicamente salta al mercado como libro digital. Una ventana abierta para la osadía, pero asimismo para la bazofia, pues menudean los autores impetuosos cuya obsesión no es ya por escribir, como por publicar. El mundo tiene prisa, no así la novela. Amante demandante donde las haya, la novela castiga la premura con el mismo rigor que recompensa la perseverancia. Vivir para escribir: he ahí nuestro modus operandi. Si el forajido invierte los sentidos, la razón y el instinto en proteger el curso de sus malas artes, el narrador tampoco puede darse el lujo de dejar cabos sueltos en el camino. Antes de ir a dormir, el novelista Fuentes revisitaba su obsesión en curso y definía la táctica para el día siguiente. De ese modo, al cerebro le quedaba trabajo para toda la noche. Unas horas más tarde, ya despierto, el narrador torcía por un camino distinto al planeado. Nada del otro mundo, finalmente, para aquel cuya faena cotidiana consiste en desplazarse por territorio agreste jugando a despistar a sus perseguidores. Cada mañana, en el departamento de Barkston Gardens, el narrador ocupaba nada más que la orilla de un escritorio abarrotado de libros, como quien se atrinchera en lo alto del campanario. “¿Has estado ya en Wimbledon?”, me preguntó una vez, luego de oírme hablar de Roger Federer con la veneración propia del caso. A partir de ese día, lo tomé como un reto. Un contador de historias no puede conformarse con lo que le cuentan. Y cuando al fin estuve en el torneo de Wimbledon, me apresuré a buscar a Silvia Lemus, que para mi fortuna estaba en Londres e intempestivamente me invitaba a cenar con ellos esa noche. ¿Cuándo iba a imaginar que dejaría con gusto un duelo entre Nadal y Del Potro en plena Cancha Central de Wimbledon con tal de estar a tiempo en una cena? En todo caso, no era la primera vez que dejaba cuanto estuviera haciendo por acudir a tiempo a la lección. Y sucedió que aquella noche Silvia debía entrevistar a Antonio Skármeta, de manera que habría que esperarlos. Durante las dos horas que siguieron, conocí a la persona singular que habitaba detrás del maestro ya nunca más distante. La lección, sin embargo, nada tenía que ver con la novela. Es decir que al final tenía todo que ver con la novela. Hablamos de los tiempos de colegio: tenía pensado narrar sus años de infancia y adolescencia, pero no más allá. Platicamos de abuelas y otras mujeres mágicas. Nos hicimos reír, aunque también hablar más de la cuenta y entonces tender puentes impensados. A veces, por la tarde, iba a solas al bar del Mandarin Oriental, nada más que a mirar a los extraños, amén de disfrutar, last but not least, “del mejor martini de Londres”. ¿Cómo iba a imaginar, mientras servía el vino en una y otra copa cual si la noche no tuviera fin, que sería esa la última lección del narrador? ¿Cómo creer, hace meses apenas, que aquella emocionante invitación, consistente en venir a compartir este escenario con el otrora maestro distante, acabaría en un mero recuento de la herencia por tantos recibida? ¿Y de qué más hablar, sino de este botín para siempre impagable? Un hombre solo en el bar de un hotel observa de reojo el panorama: he ahí un novelista trabajando. Un merodeador más que se esmera en pasar inadvertido para mejor armar su fechoría. Un quintacolumnista de la rutina que aplica rayos equis al paisaje. Un prófugo oficioso sentenciado a vivir a salto de mito y aun así decir toda la verdad. Un hombre de su tiempo que no obstante, de poder elegir, habría sido contemporáneo de Balzac. Un tal Fuentes, que para más señales llega solo, en la tarde, y se toma un martini. L *Texto leído durante el ciclo Nueva novela latinoamericana. Homenaje a Carlos Fuentes, el pasado 20 de noviembre.

Mario Santiago Papasquiaro fue quizás uno de los últimos en su especie: un poeta maldito con modos de clochard, irrepetible hasta la médula ENSAYO ESPECIAL

Evodio Escalante

C

onocido como el Ulises Lima de Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, pero también como Mario Santiago, como Santiago Papasquiaro, o de modo más completo, como Mario Santiago Papasquiaro (1953-1998), el autor de estos poemas (Arte & Basura, selección y prólogo de Luis Felipe Fabre, Almadía, 2012) cumplió a la perfección en vida el papel que se asigna a los poetas malditos: ser agraviado, desconocido, despreciado e ignorado por todos. O por casi todos. Cabeza visible del infrarrealismo, un movimiento poético animado por la subversión de las costumbres establecidas que tiroteaba contra todo lo que se moviera en el campo de la “crema” de la cultura y, naturalmente, contrario a la hegemonía de Paz y sus discípulos, Mario Santiago encarnó como nadie la condición desmadrosa y marginal enarbolada por el grupo. Lo conocí a mediados de los años setenta en las inmediaciones de La Casa del Lago de la UNAM, donde al parecer él asistía a un taller de poesía que capitaneaba Alejandro Aura. Se sabía que él y sus cofrades habían asistido por esos mismos meses a un taller similar que encabezaba Juan Bañuelos en la Torre de la Rectoría de la UNAM, y que habían terminado por sabotearlo. Los vientos del 68, con sus cientos de muertos atravesados en el camino, seguían soplando huracanados en la cultura mexicana. Mario Santiago era descuidado y se bañaba poco. Ya podía adivinarse en él la imagen del clochard que en una época tardía justificaría que la policía austriaca lo arrojara del país, sellando en su pasaporte una prohibición de cinco años para que pudiera poner otra vez los pies en Viena, la ciudad de Mahler y de Klimt. Cuando lo conocí era ya autor de un extenso poema titulado “Consejos de 1 discípulo de Marx a 1 fanático de Heidegger” que circulaba en ediciones de mimeógrafo, y ya había adoptado ciertas manías tipográficas que no abandonaría durante su azarosa carrera como escritor. Sigue siendo una de sus piezas de resistencia. Por cierto que nunca entendí por qué razón los partidarios de Heidegger tendrían que ser unos “fanáticos”, ni menos capté por qué los seguidores de Marx tendrían que ser siempre unos discípulos “correctos”. Los infras podían serlo todo, menos “correctos” o “disciplinados”, y por eso saboteaban con ánimo deportivo las lecturas públicas de los consagrados o en trance de serlo. El poeta maldito que todos desdeñamos está de regreso. Primero, por el éxito inusitado de la novela de Bolaño en la que es uno de los protagonistas. Segundo, porque sus poemas empiezan a ser editados en libros dignos de este nombre. La leyenda puede empezar a cobrar realidad. En mi opinión, Mario Santiago puede ser un poeta irregular, disparejo, de subibaja. Escribía como endemoniado, como poseído por la poesía, utilizando como apoyo a veces hasta servilletas o recortes de periódico, y los resultados no siempre son de primer nivel. Eso sí, cuando acierta en la expresión, lo hace como los grandes. Los adoradores del estilo pueden tirarse a llorar. El anti-estilista Santiago creó un estilo inconfundible que no tiene nada que ver con el mainstream de la acicalada poesía culta mexicana. El outsider por antonomasia, el admirador de Infraín Huerta (sic) y de Arthur Rimbaud, de Malcom Lowry y de Antonin Artaud, de José Luis Benítez (el Bunker) y de André Breton, de Alejandra Pizarnik y de los poetas peruanos de Hora cero, el admirador del novelista comunista José Revueltas, acaso su gurú decisivo, se proyecta en nuestros días como un Orfeo parrapa y carrascaloso que retorna del Infierno para instaurar una nueva canción con las notas de una estridente belleza que nos era desconocida.

Vivió por y para la poesía, hasta identificarse con ella. Así consta con todas sus letras en su poema “Devoción Cherokee”: “Poesía atroz /te amo de siempre // Gatees silbes muerdas o vueles //Hembrita mía coño encharcado pétalo santo //Sin otra opción hurgo en tus astros //Mi yo eres tú”. Su oxígeno era la poesía: “Sigo vivo nada más por ti poesía desgreñada”. Su admiración por Rimbaud, el genio, el adolescente, el visionario, era infinita. Solo Mario Santiago, entre nosotros, pudo escribir versos como éste: “El gesto calcinado vomita aún fulgor”. O como este otro: “Penetraste a la Diosa misma en su capullo”. O como el que sigue: “El caballo de Zapata va a levantarse en busca de jinete”. Hay en su versolibrismo un rigor que tendría que estudiarse. Vital hasta la médula, existencial sin existencialismo, escribe en “Popocatépetl rodante”: Quita tus garfios de encima Catatonia escribías /ya con el dedo con el gesto: con el reto ((La rutina: stanca la pasión subleva el vivir es prieto))

A Rimbaud le dice, igualado: “¡Con cuántos pelones o greñudos no te han confundido!”. A lo que agrega: “Todos quisimos ser ese niño /que enlodaba de misterio a los escribas”. Por cierto, ahí mismo postula de sopetón una tesis más que interesante acerca de Rimbaud: “Tu homosexualismo era panteísta & al revés”. ¡Y al revés! Lo que viene en seguida es como el corolario, como la consecuencia vital y corporal de esta tesis: Pero el cuerpo es 1 tesoro que prodigar & tú lo hiciste Culeaste con los soles de la Psyche Penetraste a la Diosa misma en su capullo Cabrón tan esperma /tan óvulo Única flor hermafrodita Te beso & te extraño Carnal de mi tormenta mi embriaguez & mis heridas.

Siempre se burló de los exquisitos. “A la Diosa Blanca /yo la llamo China Hilaria //& es prieta //como zumo de humo //zacate de raíz”. ¿Qué más agregar? La médula ardiente de su existencia la plasmó, para mi gusto, en uno de los versos de sus famosos “Consejos de 1 discípulo de Marx a 1 fanático de Heidegger”. Ahí afirma, con el poder de una ecuación matemática que adquiere fuerza performativa: “El núcleo de mi sistema solar es la Aventura”. Tendrán que pasar al menos unos cien años para que la literatura mexicana vuelva a tener entre sus filas a otro Santiago Papasquiaro. L


sábado 1 de diciembre de 2012 b09

LABERINTO

en librerías

Pietr, el Letón

El gato

Georges Simenon Acantilado Barcelona, 2012 173 pp.

E

l comisario Maigret, de la 1.a Brigada Móvil, levantó la cabeza y tuvo la impresión de que el zumbido de la estufa de hierro instalada en medio de su despacho y unida al techo mediante un grueso tubo negro se iba debilitando”. Este es el comienzo de Pietr, el Letón y también el nacimiento de uno de los más populares héroes policiacos: Maigret. Publicada por primera vez en 1931, la novela cuenta la persecución de un estafador —Pietr— por Europa, que al llegar a París se enfrenta a un comisario para el que —dice el propio Simenon— “un caso criminal no es un caso más o menos científico, un problema abstracto. Es tan solo un caso humano”. Con ésta, Acantilado inicia la publicación de las novelas que tienen como protagonista al comisario Maigret y continúa la reivindicación de un autor popular cuya excelencia ha sido reconocida por escritores como John Banville, Roberto Calasso y Céline.

Tela de Sevoya

Georges Simenon Acantilado Barcelona, 2012 174 pp.

N

o crea el lector que se trata de una de las 75 novelas protagonizadas por el comisario Maigret, el rey de reyes de la novela policiaca del siglo XX. Se trata, más bien, de un “ajuste de cuentas”. Apareció en 1967, luego de que Simenon sufrió el abandono de su segunda esposa. Que sea un ajuste de cuentas se debe a la trama desgarradora: una pareja de ancianos juega a despreciarse, sin dirigirse siquiera la palabra, mientras pasan los años y la rutina se convierte en un trasunto del vacío. En el origen del juego está la muerte por envenenamiento de un gato, encarnación del espíritu libre. Simenon escribió una novela de cámara: no hay más que espacios cerrados y una esgrima mental que consiste en tirar del otro hasta verlo quebrarse. La ira parece concentrarse en esta resolución de Émile, el viejo de 73 años: “Nunca había pronunciado la palabra amor. No era propio de su edad”.

Neonao

Myriam Moscona Lumen México, 2012 292 pp.

L

a memoria es una reconstrucción de la vida en dos sentidos: de ida, nuestra historia; de vuelta, sueños y deseos. ¿Qué sucede cuando se camina en estas direcciones para reescribir un pasado? Gracias a un viaje que la poeta Myriam Moscona realizó a Bulgaria en busca de su historia familiar nació Tela de Sevoya —su primera obra narrativa—, que tiene un poco de autobiografía y otro poco de ficción. La trama comienza con la imagen de una abuela “malencarada” y juguetona. Ella nos lleva a descubrir desde el inicio el ladino, la lengua que utilizaron los judíos sefardíes que llegaron a la España medieval. Con un ritmo cálido, Moscona crea un libro politonal que, como la vida, nos lleva a través de sus personajes a revivir pasiones, decepciones y a ser testigos de momentos históricos como la expulsión de los judíos de España en el siglo XV.

Favores recibidos

Simón Levy-Dabbah Plaza y Valdés México, 2012 266 pp.

M

iguel de Loarca, soldado raso al servicio del rey Felipe II, con treinta años a cuestas y cinco en la Nueva España, ha sido tocado por el destino: se ha convertido en testigo fundamental de los primeros viajes de la nao San Pedro a las islas Filipinas. De esta empresa depende no solo el comercio de especias sino la prometedora posibilidad de establecer lazos duraderos con China. Se entenderá que Neonao siga a Loarca por tierras y mares lejanos, desde que zarpa por vez primera de Acapulco el 21 de noviembre de 1564. Tarda en arrancar, como si esperara vientos favorables, pero una vez que lo hace ya no pierde el ritmo vertiginoso. Se abre paso entre escaramuzas, golpes de fortuna y aun la amenaza de los piratas. Y aunque rinde tributo a la ficción literaria, no deja de someterse a la Historia, que encarna en la ambición española de crear un imperio católico en el Lejano Oriente.

El Santos vs La Tetona Mendoza Jis y Trino Tusquets México, 2012 120 pp.

Antonio Deltoro Fondo de Cultura Económica México, 2012 296 pp.

T

res secciones componen este libro que reúne la obra crítica y ensayística del poeta, pero ante todo lector, Antonio Deltoro: “El guardián del silencio”, “Favores recibidos” y “A mitad del foro”. En la primera presenta sus ideas acerca de la poesía en general y de algunos autores que la ejemplificarían. Su poética queda expresada en las siguientes líneas: “En mi poesía actual intento hablar en un tono íntimo del asombro, pretendo hacer una poesía de baja velocidad, cercana a la materia y a la observación”. Antonio Machado, López Velarde y Eliseo Diego son poetas que para él representan esta idea. En la segunda, nos ofrece acercamientos a poemas que han sido determinantes en su vida como un soneto de Carlos Pellicer. Acaso sea el último que escribió. La parte final reúne reseñas, notas que forman parte de libros de amigos o antologías y textos realizados para presentaciones de libros.

E

l lanzamiento de este libro, cuyo subtítulo es El desmadre detrás de la película, coincide con el estreno de la cinta dirigida por Alejandro Lozano, en la que Daniel Giménez Cacho y Regina Orozco dan vida al Santos y a la Tetona Mendoza, respectivamente. Abre con una entrevista de Mónica Maristain a los creadores de estos esperpénticos personajes, quienes narran las peripecias de una animación en la que fueron descartando guionistas hasta quedarse con Augusto Mendoza, al que le dieron total libertad en su trabajo. Sin embargo, advierten: “Queremos enarbolar la bandera del desmadre y ojalá la película transmita ese espíritu libertino que nos caracteriza”. Con fotografías y dibujos de Jis y Trino, el libro es un divertido tour por los escabrosos caminos de una producción que termina con un texto en el que Guillermo Sheridan celebra el demencial sentido del humor de los moneros tapatíos.

En el principio… el silencio RESEÑA Gabriela A. Couturier

E

l nuevo libro de Linda Olsson, la autora de la celebrada novela Astrid y Veronika, es Sonata para Miriam. Esta novela se lee casi como un poema por su tono melancólico, que hace pensar en parajes helados y solitarios aun cuando la acción arranque en el soleado verano de Auckland en Nueva Zelanda. Sus dolores, callados, misteriosos, inexplicados, se intuyen bajo el flujo de la narración. La historia corre por dos vertientes: en una, la tragedia es reciente y privada; en la otra, es antigua, anunciada, conocida. La primera parte del libro, la que narra Adam, el padre destrozado por la muerte de su hija adolescente, es la historia de un azoro constante, de una necesidad de entender, que comienza con el nacimiento de Miriam y no termina con su muerte a destiempo. El enigma se insinúa en la ausencia de Cecilia, la madre de la chica; en la salida, casi una huida, de Adam y Miriam de la Suecia natal; y se profundiza con la pérdida repentina de Miriam. Hasta aquí, la lectura es una delicia. Luego, la narración se convierte en otra búsqueda, la de las raíces de Adam, quien se refugia en ella como un antídoto al dolor o a la incertidumbre. Esta búsqueda planta a Adam frente a una anciana refugiada del Holocausto y frente a una familia polaca que tal vez había intuido pero que ni conocía ni había tratado de encontrar. Adam, un músico talentoso, se instala entonces en Polonia para tratar de juntar las piezas de su rompecabezas personal. Esta Cracovia olvidada, que lo acoge como a un hijo pródigo, le va dosificando las claves de su pasado entre arte, música y ajedrez, al lado de dos viejos que se convierten en sus guías y sus confidentes. Aquí es donde la historia pierde su tono dulce y sosegado y se convierte en algo más, algo no siempre convincente: los encuentros en Polonia, aunque justificados por la lógica interna del relato, saben forzados, y los personajes resultan un tanto predecibles. La penúltima parte del libro está narrada por Cecilia. Esta parte de la historia debería ofrecer la explicación al enigma de la soledad de Adam, y sin embargo su narración, desde la soledad de una isla sueca en invierno, deja mucho que desear. Estos cambios de punto de vista ayudan a que tanto Adam

Linda Olsson Sonata para Miriam Salamandra Barcelona, 2012 256 pp. como Cecilia se expliquen y se definan a sí mismos, en aspectos que el otro no podría conocer, y los enriquecen como personajes. De hecho, yo casi habría preferido que la historia se quedara entre ellos dos. Si bien es cierto que, al perder a su hija, Adam siente con mayor fuerza la necesidad de saber de dónde viene él; si bien es cierto que se abrió la puerta hacia su pasado el mismo día que se cerró la de la vida de su hija y eso le da a la búsqueda de su familia un sentido de tributo hacia Miriam, también es cierto que la historia de Adam y Cecilia sería suficientemente interesante por sí misma como para haberla explorado con mayor profundidad. El subtítulo de la novela en inglés es La consecuencia del silencio. Tal vez incluir este subtítulo en la traducción habría ayudado a tener presente el vínculo entre ambas historias, más allá del hecho de que las dos están relacionadas con Adam: en el pasado inmediato, la consecuencia del silencio de Cecilia es la angustiosa decisión que Adam se vio forzado a hacer ante el nacimiento de Miriam y que nunca entendieron ni él ni su hija. Y en el pasado más remoto, ese silencio tiene que ver con las decisiones de sus propios padres, y en particular de su madre al huir de Polonia. Sonata para Miriam es un libro de pérdidas. Todos los personajes principales han perdido algo fundamental: una hija, un hermano, su inocencia, su país. Es una historia que al cruzarse con la del Holocausto pierde un poco de su esencia y se vuelve, tal vez a su pesar, otra cosa. Quiero decir que la historia de la muerte de Miriam es delicada y frágil como una adolescente muerta, y que al chocar con la del Holocausto se desdibuja y se pierde en el ruido de los millones de muertes y de las atrocidades. Quizá por eso la explicación de Cecilia, inmersa ella misma en sus propias pesadillas, resulta insuficiente y por eso el lector se queda con ganas de algo más tangible que lo ayude a entender. L


10 b sábado 1 de diciembre de 2012

MILENIO

música ESPECIAL

Theo Travis

“La música es el escape de la miseria del mundo” El saxofonista y flautista inglés aborda su carrera junto a Robert Fripp y su fascinación por el jazz y el rock progresivo ENTREVISTA Juan Carlos Villanueva

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ara recorrer las geografías sonoras del saxofonista, flautista y compositor británico Theo Travis se necesita un GPS para evitar perder las formas, matices y nuevas rutas. Graduado por la Universidad de Manchester, el músico de 48 años ha tocado y grabado para artistas como Soft Machine Legacy, Gong, Jansen Barbieri Karn, Porcupine Tree y Robert Fripp. “Mis raíces provienen de la música clásica, que es parte de mi formación académica. En mi adolescencia me enamoré del rock progresivo de principios de los setenta. Enseguida, me especialicé en la música jazz y, junto a mi gusto por el rock, empecé a tocar con bandas como Gong y Jansen Barbieri Karn, hasta que terminé tocando para John Etheridge, John Marshall y Hugh Hopper”, dice Travis. Sentado en la mesa del bar de un hotel en la Ciudad de México, a Travis le gusta rodearse de bebidas exquisitas, así como lo hace cuando selecciona a los artistas para emprender sus proyectos. Tiene un café colombiano a un lado, un whisky y un coctel “secreto de la casa”. Travis ha compartido créditos con músicos estrellas como Steven Wilson, Harold Budd, Jah Wobble o David Sylvian. “Mi primer disco fue lanzado en 1993, y tengo una carrera generosa en la que he podido trabajar con músicos maravillosos de diferentes estilos, como jazz, rock, experimental y fusión”, asegura. “He tocado con bandas como The Tangent y Soft Machine Legacy, pero también temas ambientales con Robert Fripp y Harold Budd.

Creo que los proyectos que más disfruto son esos que implican riesgo, es decir, que me llevan a lugares inexplorados. Pero también me seduce tocar con músicos prestigiosos. Me gusta medirme con otros talentos, y no lo hago por egocentrismo, sino por sentirme presionado a dar lo mejor de mí”. ¿Cómo ha sido su evolución en el saxofón y la flauta? Mi calidad como saxofonista ha mejorado en los últimos años, técnica y espiritualmente. Creo que soy más saxofonista que flautista. Dejé de tocar la flauta por años, hasta que grabé Earth to ether en 2004. Soy un músico que busca encontrar retos, no solo en el exterior, sino en el interior. El sax soprano es un instrumento relativamente nuevo en mi vida, que ha tomado un papel protagónico. Cada instrumento adopta una personalidad. La flauta, por ejemplo, se ha vuelto como esa amante misteriosa y a veces compleja a la cual he decidido no acercarme demasiado, pero el sax se ha convertido en mi alma gemela. En su evolución como músico, ¿qué papel ha jugado la tecnología? Utilizo efectos, loops y procesadores de sonido que han nutrido mi forma de tocar. Se vuelven una extensión, pero jamás la base. Creo mucho en la naturalidad del instrumento y del creador, de modo que invitar a la tecnología como elemento externo se vuelve un proceso de integración. Platíquenos un poco sobre su experiencia junto a Robert Fripp. Todo empezó por mi admiración hacia

Travis ha grabado con bandas como Gong

la música de King Crimson, cuando era adolescente. Ahora estoy tocando junto a uno de mis héroes de todos los tiempos. En 2006, Robert Fripp estuvo como abridor de los conciertos de Porcupine Tree. A través de Steven Wilson —amigo muy cercano—, tuvimos un primer acercamiento. Después, Robert y yo grabamos para David Sylvian en el disco Snow borne sorrow, de Nine Horses, y entonces nos escribimos por correo electrónico para buscar una colaboración entre ambos. Robert fue a verme a un concierto que tuve con Soft Machine Legacy, en Londres. Grabamos por primera vez para mi disco Double talk (2007). Al año siguiente, empezamos a componer y realizamos nuestro primer disco en colaboración llamado Thread; enseguida vino una gira en 2009. Dicen que es preferible no conocer a la gente que se admira. ¿Qué ha significado estar tan cerca de su ídolo? Robert Fripp es alguien muy especial, tiene una personalidad elegante y compleja. Puede ser un músico muy exigente e incluso soberbio, pero todo consiste en aprender a hablar su lenguaje. En la parte donde coincidimos naturalmente es en la improvisación. En muchas ocasiones la comunicación entre nosotros depende de la concentración.

¿Cuál ha sido la colaboración más valiosa en su carrera? El trabajo que me hace sentir más orgullo es el que he hecho con Robert Fripp. Después podría decirte que estoy disfrutando mucho mi trabajo junto a Steven Wilson. Recuerdo con gusto los duetos al lado de Hugh Hopper y Roger Beaujolais, que toca el vibráfono. La esencia de un músico consiste en su generosidad. Trato de relacionarme con gente que me aporte cosas. La avaricia musical se traduce en gente que solo vende su arte, que fija contratos. ¿Le resulta fácil ceder el control de sus composiciones, incluso adaptarse a las necesidades de otros? No puedo decirte que no existe un ego de por medio. Muchas veces es difícil ceder a las ideas de otros, y más cuando no te gustan. Creo que soy demasiado egoísta en eso, pero prefiero trabajar con otros músicos que estar solo. La música se vuelve más fácil y divertida cuando estás en un grupo. He descubierto que no solo se comparten ideas y emociones; muchas veces nace una comunión de frustraciones y miedos. Ser músico no es fácil y no se vive dignamente. De ahí que la música sea un escape a la miseria del mundo. L

EL PAPEL DE LAS NOTAS ESPECIAL

El violín y el piano: una combinación feliz Eusebio Ruvalcaba eusebius1951_2@yahoo.com.mx

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ntre las combinaciones felices, la del violín y el piano; como apuntara Borges del café con leche. 2) Cuando el violín y el piano tocan la sonata en la opus 13 de Gabriel Fauré, el mundo salvaguarda su movimiento de rotación. 3) Si se escuchan por separado, acaso el violín semeje al varón, y el piano a la mujer. Príncipes del travestismo, el violín se torna femenino, y el piano masculino en la sonata Primavera de Beethoven. 4) Cuando el piano suena, el violín rasga las cortinas del sufrimiento; hasta abrir pequeñas fisuras, por donde finalmente el dolor se fuga. 5) El sonido del violín se trepa en el del piano, y se hacen uno hasta alcanzar la sabiduría musical. 6) El violín proviene del bosque; fue hecho para acompañar la faena de los leñadores. El piano proviene de la fiebre humana; del delirio sublime. Pero los dos se imbricaron en la mentalidad de César Franck; luego de escuchar su sonata en La, el corazón sufre una pausa en su atolondramiento. 7) El piano representa al día, la luz solar que va apropiándose de nuestro estado anímico conforme las horas avanzan. El violín representa la noche, el advenimiento de los espectros. Cuando el día y la noche se trenzan, cuando por fin aquella música suena, Brahms se manifiesta en toda su magnificencia en sus tres sonatas para violín y piano.

8) Cuando menos hay cinco sonatas luminosas para el violín y el piano: las tres de Johannes Brahms y las dos de Dante Michelangelo Benvenuto Busoni. Si se las busca de noche en la bóveda celeste, semejan una estrella de cinco puntas. 9) Mozart es el antecedente de lo que significa la pureza de esta dotación musical, de preparar las sonatas para afrontar el advenimiento del romanticismo. Dejó puesto el camino a través de su sonata en mi bemol mayor K 380, de la sonata en si bemol mayor K 454, de la sonata en si bemol mayor K 378, de la sonata en sol mayor K 301 y de la sonata en mi bemol mayor K 481. 10) En efecto, el desarrollo de la música parecía proseguir el canon académico; todo estaba en riguroso orden; las cosas acomodadas donde deberían estar, cuando de pronto Mozart trastocó los preceptos. Sus sonatas para violín y piano resplandecen en la intimidad nocturna de una habitación donde una pareja se ama. Como lámparas de iluminación perenne. Para apreciarlas en toda su luminosidad se requiere quitarse de encima la camisa de fuerza de la mojigatería. 11) ¿Pero qué matrimonio no es desdichado?, ¿qué mixtura no lleva en sí misma su pathos? Escúchese la sonata de Richard Strauss antes de responder. 12) La música para violín y piano también tiene un sabor mexicano a ultranza. Basta con escuchar la sonata de Domingo Lobato, la de Hermilio Hernández, o bien la suite de Manuel Enríquez. Tres obras maestras de tres jaliscienses para el acervo universal. 13) El sonido del piano y el violín tocando en forma simultánea encarna el contraste por antonomasia. Algo así como los claroscuros de Rembrandt, los

jirones dramáticos de Goya, o los estadios por los que atravesó el poeta guiado por Virgilio. 14) El violín y el piano son como el líquido y el sólido que requerimos para sobrevivir. Sin uno de los dos no satisfacemos nuestra hambre física, y menos la espiritual. A eso sabe la sonatina en re mayor de Schubert para piano y violín: una gema del tamaño de un sol. L


sábado 1 de diciembre de 2012 b 11

LABERINTO

cine VIDEOCINE

Alejandro Lozano

“El universo de Jis y Trino da para una serie de películas” El Santos vs. La Tetona Mendoza guarda la esencia de la tira cómica en la que se inspira. Es un llamado a practicar el humor irreverente ENTREVISTA Carlos Jordán gonzalezjordan@gmail.com

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mediados de la década de 1980 Jis y Trino irrumpieron en la prensa escrita con una serie de historietas irreverentes y despolitizadas. El principal ariete de su trabajo era El Santos. Desde hace diez años, los moneros tapatíos empezaron a barajar la idea de llevar su personaje al cine. En el camino, no pocas veces cambiaron de directores y guionistas. Por fin, en 2009 encontraron en Alejandro Lozano al realizador idóneo para llevar a buen puerto El Santos vs. La Tetona Mendoza, cinta que recién se estrena en las salas mexicanas. Ha sido un proyecto largo. Pasaron varios directores antes de que usted se quedara en la película. Llegué por Lynn Fainchtein, una de las productoras. Había trabajado con ella en Sultanes del sur y en cuanto me invitó acepté de inmediato. Hice química con Jis y Trino, y ahí salió todo. ¿No es un punto en contra hacer una película sobre una historieta exitosa? Esa fue una de las mayores preocupaciones porque somos conscientes de que hay muchos fans del personaje. No obstante, también nos interesaba conectar con quienes no conocen a El Santos. Por eso lo más complicado fue el guión. Una vez que entré, tardamos tres años en afinarlo. Queríamos encontrar el tono medio entre el fan y el no fan. Obviamente, estuvimos supervisados por Jis y Trino. En una adaptación el director se apropia de la obra y hace una lectura personal. ¿En qué momento la película se convirtió en una cinta de Alejandro Lozano? Una virtud de Jis y Trino es que delinearon muy bien

a los personajes. Su rigor me impuso una línea que debía respetar. Es decir, tenían que hablar y reaccionar como lo hacen en la tira. Fuera de eso encontré mucha libertad. Mi mano se nota en el estilo de la narrativa. De hecho, ellos nunca habían explorado la animación de los dibujos. Nosotros nos abocamos a darles vida a los personajes. En realidad, no podría decir que es una película mía pues tiene un gran equipo atrás. Escena del filme inspirado en la historieta de los moneros jaliscienses

¿Por qué utilizar el esquema de capítulos ligados y no una historia integral? Desde el guión agarramos el cliché para darle la vuelta. Nos interesaba conseguir una estructura que la gente sintiera familiar para luego darle un giro de tuerca. Todo el lenguaje narrativo y de estilo es similar al de una película de acción viva. La cámara no se mueve como en la mayoría de las cintas animadas, sino como si hubiera actores reales. No queríamos que la gente sintiera que veía dibujos. Por eso las voces las hacen actores de cine y no de doblaje. Usar una estructura a base de capítulos facilitó las cosas. El humor de la tira es negro pero también minoritario. ¿Cree que pueda tener un éxito masivo? Es cierto que la historieta tiene un humor particular y le tira a todo por parejo. Quizás el público no se identifique con todos los chistes pero al menos con alguno sí sentirá proximidad. ¿Manejar la animación en 2d y no en 3d no los pone en desventaja ante las cintas extranjeras? El 3d no es un plus o una escalera sino un estilo. La tira nace de un periódico, de modo que no podíamos hacer la película en 3d porque hubiera sido traicionar su espíritu. Incluso un reto técnico fue respetar el mal dibujo como una decisión estética. Jis y Trino dibujan increíble pero decidieron que El Santos y La Tetona no tuvieran trazos perfectos. Si te fijas en el papel, el

color se sale de los personajes. Nosotros respetamos eso e hicimos un trabajo artesanal que consistió en hacer el coloreado a mano cuadro por cuadro. La computadora está hecha para que todo resulte perfecto, pero nosotros queríamos recuperar la estética sucia original. Para competir con Pixar hay que tomar las decisiones artísticas adecuadas. Te pongo un ejemplo: en una ocasión a Jis y Trino les preguntamos cuántos dedos tenía El Santos y no supieron responder porque en ocasiones tiene tres y en otras cuatro. Conservamos su falta de rigidez en el dibujo y creo que eso enriquece a la película. Partiendo de que la mayoría de los cómics trasladados a película son deficientes, ¿cómo califica su película? Lo principal era que nos gustara a nosotros como cinéfilos y también como fans. Es impredecible la reacción de la gente, pero lo mejor que podemos pensar es que afuera hay gente igual a nosotros que conectará con nuestro humor. El hecho de que la cinta provenga de una tira más que una limitante juega a nuestro favor porque nos permite llevar a todos lados a unos personajes que normalmente viven en un cuadrito. En México tenemos la costumbre de asociar las películas de animación con el público infantil, pero este no es el caso. La tira y el humor sin duda son para adolescentes y adultos. No fue algo premeditado, sino resultado de los personajes mismos. ¿Habrá secuela? Todos queremos. Los personajes y el universo de Jis y Trino dan para una serie de películas. Si la gente lo acepta seguramente habrá una segunda parte. L

HOMBRE DE CELULOIDE ESPECIAL

La herencia de Eastwood Fernando Zamora @fernandovzamora

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astwood es uno de los mejores directores de cine. Y no estoy lanzando hipérboles. Tres películas bastan para justificar mi afirmación: Unforgiven, The bridges of Madison County y Mystic river. Pero Eastwood es además un icono; es Dirty Harry y, a la altura de Bette Davis, es el único actor vivo que sabe jugar tretas a la muerte. Se burla de ella con sus tics reales en la vejez. En Trouble with the curve pareciese estarnos diciendo con voz cascada: “Soy inmortal”. Y lo es. Deja aquí el legado más importante que puede dejar un maestro: una escuela con su propia visión del arte. Robert Lorenz dirige su primera película y, en ella, a su propio maestro. Fue un trayecto largo desde que comenzó como asistente de producción en Malpaso, la compañía de Eastwood. Fue segundo asistente de dirección, primer asistente de dirección, productor en línea y hoy director. Trouble with the curve es una obra fundamental en la filmografía de Eastwood; en ella el maestro cambia estafeta. Ha escogido sucesor y lo ha escogido bien, tanto que el tema se presta para la reflexión estética. Trouble with the curve es un retrato de cuerpo entero de Eastwood: Gus es un

viejo contratista de beisbol y tiene además todas las características del icono de cine: carácter rudo, agnosticismo de corazón cristiano, el empuje de un hombre que se resiste a dejar de trabajar y que lo pasa bien mal viendo cómo los tecnócratas, con la arrogancia que los caracteriza, tratan de sustituir el talento con máquinas que escriben guiones, fotografían películas y actúan obras de teatro. Gus, como Eastwood, está cansado, pero como Eastwood quiere morir trabajando. Gus va y viene por Estados Unidos buscando en los juegos de beisbol amateur a la futura estrella profesional. Hay en Trobule with the curve dos enfrentamientos que se resuelven en dos herencias. Por una parte está el hombre que sabe tanto de beisbol que solo con escuchar la forma en que el bat corta el aire entiende que el bateador tiene un severo problema con las curvas. Este hombre se enfrenta con el tecnócrata que sin ir a los juegos escolares cree que todo lo puede resolver en su oficina haciendo análisis estadísticos. Al otro lado del espectro está la pugna entre un engreído y rubicundo estrella de beisbol amateur que se enfrenta con un nuevo deportista natural: un joven mexicano, humillado y —adivinamos— indocumentado que se gana la vida vendiendo papitas en los juegos no-profesionales. Hay otras tramas que se enredan en la película pero vale la pena mirar estas dos. Lorenz subraya

Trouble with the curve (Curvas de la vida). Dirección Robert Lorenz. Guión Randy Brown. Fotografía Tom Stern. Música Marco Belrami. Con Clint Eastwood, John Goodman y Justin Timberlake. Estados Unidos, 2012 el empuje de una nueva generación americana que emerge, como ya sucedió en los años veinte, de entre los desheredados. Es una generación que quiere adueñarse del mundo. Esta es la herencia de América, la reciben los indocumentados que no se contentan con vivir en segundo plano. Está además la herencia de Eastwood. Lorenz es heredero de la sabiduría de un viejo Harry que sabe que se acerca la muerte. Él la espera con la frente en alto. Con honor. L


12 b sábado 1 de diciembre de 2012

MILENIO

varia DAVID MEDALLA

ESPECIAL

Gates, 1964

Cloud-Canyon, 1974

Del mal y buen humor

Elogio de la dura: David Medalla

ARCHIVO HACHE

GUÍA VISUAL

Heriberto Yépez hyepez.blogspot.com

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scuchar a otro —leerle— pide buen humor. Podría ser que la historia de la lectura sea el proyecto de posibilitar el “buen humor”. Pero el espíritu chocarrero de lo inflexible lo aniquila; da la sensación o certeza de que la vida no puede ser mejor. El buen humor es “buen” porque hay otro: el “mal” humor, que no solo es enojo sino otro tipo de humor y ese también ríe: la ironía. Esa risa que implica que no hay cambio, no demasiado. Risa reaccionaria. Ironía es risa que se llama a sí misma risilla. Por su parte, el buen humor se ríe del quiebre de lo estable, como un niño ante un perro con sombrero, que le da gracia de lo inusual. La ironía, en cambio, se ríe diciendo: con todo y sombrero, perro es y punto. La risa del buen humor encuentra lo irreal de lo real, y ese hallazgo provoca su risa y una predisposición a reír otro día. Predisposición a renovar la risa, que es histórica, memoria. También el buen humor nace de la experiencia, resulta de una confianza, optimismo. No solo la ironía tiene archivo. Uno no ríe ante el mismo chiste de la misma forma; la risa del buen humor espera algo distinto. La apertura a esa diferencia comoposible (y frecuente) lo defi ne. Si el buen humor ríe celebrando la flexibilidad (la trans-formación), la ironía se ríe burlando de la posibilidad de un giro.

Ese giro que para el buen humor es un giro hacia lo distinto, y para la ironía un giro hacia lo mismo. La ironía es pronóstico contra la fortuna. Ella dice: no es posible, no funcionará, no tendrá éxito. La ironía ríe desde el futuro: “Ya verán en qué terminará eso”. Es la risa desde un futuro viejo, futuro que ya (se) sabe. El buen humor, en cambio, es risa niña. Todo sorprende. Todo es su otro modo. “Ríete, no lo dice en serio” significa: lo dice jugando, quiere mostrar que su punto de vista puede ser otro, lo está inventando. Y aunque la ironía también dice lo uno y lo otro, lo dice para negar que lo otro sea posible. Dice “qué original...” para decir: “Ya lo he escuchado antes”. Como la ironía es escéptica, para ella el buen humor es ingenuo. Pero en la risa generalmente se juntan mal y buen humor. Casi siempre la ironía habita cada risa, porque el hombre está hecho de pasado, que como mala experiencia desea colonizar más y más. La ironía nos protege de la frustración de haber creído otramente. “¡Ni creas que tengo esperanza!” es el letrero pegado en la frente de la risa irónica o, mejor dicho, su mordaza. Pero a veces en la risa asoma la niña, como leve evidencia de que lo humano prematuramente está amargado, herida huidiza de su lágrima viva para reír genuina por gracia imprevista. Poco a poco devenimos irónicos. Es la familia, es la escuela, es la Iglesia, es el empleo, es la noticia, es la política. El buen humor todavía es utopía. L

Magali Tercero https://www.facebook.com/magali.tercero3

H

oy quiero decir algunas cosas sobre lo emotivo en los artistas, sobre su don terrible de traducir la sensibilidad al lenguaje estético. Quiero decir: no me importa si no buscan lo Bello con mayúsculas, lo Bello Obvio que puede inducirme al sueño pues, pregunto, ¿cómo no va a ser bello que un niño de nueve años, David Medalla, haya convocado, un día de 1951, a un pueblo de pescadores filipinos de coral para esculpir una tortuga gigante que luego quedaría perdida entre la bruma de las islas pero muy presente en la memoria colectiva de su tierra materna? ¿Cómo no va a ser bello que alguien —artista, escritor, bailarín, performancero… etiquétenlo como gusten— quiera entregarnos “estructuras melódicas continuas”, según cita Guy Brett, su mejor amigo londinense, su crítico más lúcido y amoroso, en el libro publicado por primera vez en español por Alias, casa editorial sin afanes de lucro dirigida por Damián Ortega? Me refiero a Galaxias explosivas. El arte de David Medalla, escrito en los noventa. El artista filipino —nacido en 1942 y residente en Londres, fundador de grupos efímeros, galerías y revistas, considerado como un precursor del arte cinético pese a rebasar el mote— se ha permitido chorrear miel, lodo, espuma y mucho más en sus diversos quehaceres. Un todo unido y movible El elogio de la duda parece ser su esencia. Su método consiste en vincular libremente a una persona con otra: “Para formar un todo unido y movible, […] incrementar la conciencia de la cooperación voluntaria […] y la cooperación entre el individuo y el grupo, sin que domine el individuo ni el grupo, sin la posibilidad de que un individuo aislado domine a otros; pues los vínculos de esta obra están distribuidos de tal manera que cada uno contribuye a articular el todo”. David Medalla practica el arte participativo. Y, aunque en español la terminación “ivo” no es exactamente musical, el nombre funciona porque comunica la búsqueda de un artista que a los 14 años estudió a los clásicos en Columbia y que muy joven comenzó a fundar comunidades culturales efímeras. Una rosa es una rosa Aun se use chicle masticado como soporte de una fotografía escultórica, como hizo la polaca Alina Szapocznikow, si un artista comunica su emoción, digo yo, el mundo vuelve a nacer. Ayer me abordó la mujer de los aseos de un Sanborn’s para

Guy Brett Galaxias explosivas. El arte de David Medalla Traducción de Juan Elías Tovar Alias 2012 320 pp. decirme: “La Biblia previene de los días cortos del invierno. El Creador acomoda el mundo y nos puede llamar. Por eso algunos oyen vientos por las noches. ¿No es una divinidad la Creación?”. Me gustó dejarme deslumbrar por sus palabras a tal punto que volví a casa a archivar la columna que ya había escrito y la cambié por este homenaje a David Medalla, un artista que, parafraseando a Wittgenstein, “posee la capacidad de construir lenguajes en los que cualquier sentido resulta expresable”. Apenas supe de su existencia por Mónica Benítez, actual responsable del diseño de una nueva carrera sobre arte digital en la UAM. Cómo le agradezco haberme descubierto a David Medalla. ¿El artista es masculino o femenino? “¿El retrato se pintó en la ciudad o en el campo? ¿En un lugar o varios? ¿O se pintó bajo luz artificial? ¿El sujeto del retrato estaba desnudo? ¿El sujeto estaba soñando? ¿El artista y el sujeto conversaron mientras se pintaba el retrato? ¿O el retrato se pintó en silencio? ¿O el retrato se pintó mientras sonaba música mientras el artista pintaba al sujeto en silencio?” (Fragmento de The secret portrait of… una obra de David Medalla concebida en Nueva York dedicada a James Dean cuyo otro nombre es Byron). Londoners Medalla, nos cuenta Brett, ha descrito sus performances como “cúmulos de microdramas y obras poéticas”. En el circuito del arte oficial inglés se le vio mucho tiempo como un artista periférico. Entonces no se dirigía la mirada a la exuberante cultura mestiza de una ciudad donde solo el 25 por ciento es londoner de nacimiento. Medalla proviene de Duchamp, Klein, Mondrian, Malevich, Albers, Clark, Oticica y otros. Representa también, con su sentido amplio de la existencia, a la cultura asiática. No daré nombres, él detesta adornarse mencionando a los importantes que trató, pero sí invito a los escépticos del arte de los siglos XX y XXI a suspender su credulidad y sumergirse en este hermoso libro de Guy Brett. L


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