Laberinto No. 497

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Laberinto

David Toscana Clásicos vivos y muertos página 2 José Ángel Leyva Poesía: Tres cuartas partes página 3 Armando González Torres Baudelaire en movimiento página 3 Iván Ríos Gascón La muerte y el sistema página 9

N.o 497

sábado 22 de diciembre de 2012

You’re happy, I’m happy

Avelina Lésper página 12 ESPECIAL

Cuentos de Navidad Armando Alanís • Laura Quiceno • Julio Pesina Alonso Cueto • Alejandro Almazán Páginas 4 a 8

MILENIO


02 sábado 22 de diciembre de 2012

MILENIO

antesala DE CULTO

Andrés de Luna andres10deluna@gmail.com ESPECIAL

Clásicos vivos y muertos TOSCANADAS ESPECIAL

David Toscana dtoscana@gmail.com

L

os clásicos no son inmortales. Hace falta que esa minoría de lectores silenciosos les dé impulso, continúe pedaleando la bicicleta que podría desplomarse algún día. No pienso en Dostoievski, Cervantes, Kafka, otros tantos autores que gozan de movimiento perpetuo. ¿Pero alguien querrá leer a José Donoso dentro de cincuenta años? ¿A Onetti? ¿A Carpentier? ¿Joseph Roth? ¿Bruno Schulz? ¿Será Rulfo un autor que tan solo se lea en español? ¿Tan solo en Latinoamérica? ¿Tan solo en México? Alguien dirá: si un libro o autor cae en el olvido es precisamente porque no era clásico. Me queda claro que esa es la razón por la que muchos éxitos editoriales de hoy serán desterrados mañana de librerías y bibliotecas; sin embargo, quiero pensar que la condición de clásico o de universalidad de una obra está en la obra y no en el lector; pero ya esta idea abre la puerta a una posibilidad descabellada: que haya clásicos inéditos. O quizás no tan descabellada. Recordemos, por ejemplo, La conjura de los necios, de John Kennedy Toole. Fue rechazada por incontables editoriales. Publicada al fin, por insistencia de la madre cuando el autor tenía once años de muerto. La novela pinta para ser un clásico. ¿Lo era ya cuando se trataba de un manuscrito multirrechazado? No dudo que haya en la historia de la literatura muchos manuscritos que nunca llegaron a la imprenta, que no tuvieron esa insistente madre del autor. Esta semana leí que apareció un cuento inédito de Hans Christian Andersen. ¿Bastará incluirlo en la siguiente antología para que sea un clásico? En el multitudinario entierro de Manuel Acuña, el país despidió a uno de sus grandes poetas. Un clásico, habría dicho cualquiera de sus amorosos lectores. Mas oh, nuestro temperamento ha cambiado a través de las generaciones, y hoy el “Nocturno a Rosario” es

emblema de la cursilería. Al mismo tiempo, esos lectores de corazón duro tienen un espíritu de condescendencia con lo escrito en el pasado. Si un escritor contemporáneo tuviese un personaje con la visión religiosa de don Quijote, nos reiríamos de él. En cambio nada de eso nos molesta en Cervantes. Hoy, una novela con la gravedad del tema de Madame Bovary apenas podría salir del mundo puritano gringo, pero está muy bien que la haya escrito un francés del siglo diecinueve. A mí me gustaría que La familia Golovliov, de Mijaíl Saltykov-Shchedrín, fuese un clásico, pero es difícil conseguir una edición en español. Y así tengo varios otros títulos que creo injustamente relegados. Encima, estos libros clásicos o potencialmente clásicos han de navegar en un mercado que los ahoga. A los grupos editoriales no les gustan los clásicos; con ellos no se puede hacer gran negocio. Hay que impulsar la novedad, así sea mala; apabullar el libro de ayer, así sea bueno. ¿Dije “así sea mala”? Corrijo: sobre todo si es mala; de ese modo se garantiza lo efímero de su moda y con más certeza tendrá que ser pronto sustituida por otra novedad. Nosotros, los que hoy leemos, los que estamos vivos tenemos una doble responsabilidad: seguir impulsando a los clásicos e identificar, entre la literatura contemporánea, los clásicos de mañana. L

Russell Hoban

Sombras fulgurantes

E

xisten escritores que habitan el goce de lo desconocido. La realidad, para ellos, es un camino sinuoso, con horizontes amplificados y paisajes que se evaden a la mirada. Algo de esto era el sino del estadunidense Russell Hoban (1925-2011). Soldado en la II Guerra Mundial, en la Italia fascista y en Filipinas, supo de las amarguras del combate y de las insatisfacciones del triunfo de una patria inhóspita. Partió a Londres en 1969 luego de sus incursiones en la literatura infantil. Ya en Gran Bretaña publicó esa obra maestra de las letras fantásticas que es El león de Boaz-Jachin y Jachin-Boaz (Edhasa, 1989). Historia de búsquedas en medio de cartografías ideadas por un padre de ingenio mayúsculo, la novela da cuenta de un espacio geográfico que sirve para la realización de un viaje al centro del asombro. El inicio del texto dice así: “Ya no había leones. Los hubo. En ocasiones, en la trémula luz del calor sobre las llanuras, el movimiento de su carrera todavía aleteaba en el viento seco: atezado, vasto y desvanecido al instante. A veces la luna de color miel se estremecía en el silencio de un rugido fantasma en el aire que ascendía”. Hoban es uno de esos cazadores de instantes. Por ello, en sus libros está la conciencia de lo que nos falta, de lo que forma parte de nosotros y está ausente y que requiere de la aventura existencial. En El león de Boaz-Jachin y Jachin-Boaz, un joven desea encontrar a los mamíferos melenudos en un mundo que los ha exterminado. La utopía consiste en la férrea insistencia en aquello que es una determinación,

EX LIBRIS

BITÁCORA PSICOTRÓPICA

una manera de estar en la vida. Fábula filosófica, las acciones transcurren en el Londres contemporáneo y en medio de una contundente sexualidad. Otro texto indispensable en la bibliografía de Russell Hoban es Diario de las tortugas (Edhasa, 1990), que admitiera la adaptación fílmica de John Irvin, quien contó con protagonistas extraordinarios: Ben Kinsgley, Glenda Jackson y Michel Gambon. El tema es sencillo: unos personajes de edad madura, cercanos a la vejez, se obsesionan con las tortugas marinas que están enclaustradas en el acuario del zoológico de Londres. Harán todo lo posible por liberarlas. De nueva cuenta está el juego oblicuo de una realidad incompatible con la naturaleza. La forma de resolver el problema es el inicio de algo que es hecho infinito y sin solución alguna. Se podría devolver las tortugas a su hábitat, para que luego se atrapen otras y vuelvan a nadar en las insoportables paredes de cristal del recinto. La utopía tiene el sello de la repetición, de lo que se niega a existir porque está condenado desde antes de que ocurra el acontecimiento. Intentar lo imposible es parte del juego. Al llevar las tortugas al mar, se lee en la novela: “El champagne tenía un gusto de amanecer sin fin, luminoso y cosquilleante”. Esta línea podría definir lo que pasaba por la cabeza de Hoban y que él transmitía a sus personajes: la misión existencial, el propósito marca las fronteras de la vida. Sin llevar a cabo este itinerario, las cosas se vacían y pierden el rumbo, nada queda de él. L Delfos EKO

Xavier Velasco

Espíritu navideño: he ahí el gran coco de los malqueridos.

MILENIO LABERINTO Dirección: José Luis Martínez S. Edición: Alicia Quiñones Coedición: Roberto Pliego Arte y diseño: Salvador Vázquez Mejía


sábado 22 de diciembre de 2012 03

LABERINTO

antesala

Tres cuartas partes

Baudelaire en movimiento

Entre el poderío del instante y las pruebas de la caducidad, estas piezas se leen de asombro en asombro ESCOLIOS

POESÍA

Armando González Torres José Ángel Leyva

agonzale79@yahoo.com.mx

Apunte sobre una mesa de granito

U

na mujer contempla su rostro en el estanque Pasan cuervos recordados por los grises Fatiga la edad al ojo de apariencia joven Cae la lluvia contra el pronóstico del tiempo La piscina tiene la misma forma de la mesa se pone el camuflaje del granito sucede la charla y la mirada es verde No hay un árbol luminoso en esta alberca La mujer sonríe a su imagen Pone gotas de sal en las formas geológicas del agua Escampa y el cielo ramifica sus carmines describe la forma breve del ocaso

Fotografía de la playa

A

l ojo de humedad enhebra su fuego del volcán la sed Involuntaria soledad de arena Un charco es una imagen espacial Su redondez de oráculo limita el diario por venir Nos toca vivir lo que tocamos Beber la misma sal en donde nada sin asombro pasa

Fin del mundo

M

uere la muerte en el sopor de la teoría Caen los frutos anunciados de la ciencia Ruedan por tierra sin árbol de la vida Huele mal la rama plagada de preguntas También se quiebra y precipita al suelo junto al gusano fértil en cambio permanente No ensombrece al sol ni compite con la fronda El tiempo pudre la forma de raíz en otros pasos No hay religión ni fe en las larvas que devoran vivir es caducar hasta extinguirse LAOTRAREVISTA.COM

E

ditor, poeta, periodista y novelista, José Ángel Leyva (Durango, 1958) es, dentro de la oferta poética contemporánea, una voz consolidada. Se graduó en la Facultad de Medicina Humana de la Universidad Juárez del estado de Durango y realizó estudios de maestría en Literatura Iberoamericana en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha creado y dirigido revistas como Mundo, culturas y gente, Alforja y La Otra. Es coordinador de publicaciones de la Universidad Intercontinental. Entre sus libros de poesía destacan Cristales sólidos, El espinazo del diablo y Carne de imagen; en novela: La noche del jabalí; y en literatura infantil: Taga, el papalote.

H

asta antes de los 16 años, ese muchacho decía no creer en Dios, después creyó en Baudelaire. El primer poema que retuvo fue “El albatros”, del que hizo una lectura insólita: esas estrofas, que se duelen ante la imagen de una gigantesca ave atormentada y humillada por marineros, no le descubrieron al artífice de la lengua francesa o al subversivo precursor del gusto moderno, sino al poeta de la compasión más amplia y elemental hacia los seres vivos. El muchacho creyó entonces en la frase baudeleriana: “Si la religión desapareciera del mundo, la volveríamos a encontrar en el corazón de un ateo”. Lo cierto es que, pese a la fuerza de los clichés críticos, Baudelaire, como sucede con los clásicos, depara siempre una recepción llena de sorpresas y posibilidades. Dibujos y fragmentos póstumos (Sexto piso, 2012, edición de Ernesto Kavi) es un libro que recoge todos los dibujos y apuntes de Baudelaire y que permite descubrir nuevas facetas del inagotable escritor. El libro parte de una labor de rastreo y organización editorial que ofrece una nueva vista del armario del poeta, pues si bien la mayoría de este material ya era conocido, estaba repartido en distintas publicaciones, bibliotecas o colecciones. Esta edición permite asomarse, al menos, a tres rasgos de Baudelaire: el rostro íntimo, el credo estético y el temperamento filosófico. Por un lado, los dibujos, los fragmentos, los proyectos de trabajo, los prólogos truncos, los índices de títulos y tramas, los apuntes angustiosos sobre sus finanzas y los conmovedores propósitos de enmienda son un diario del escritor que sucumbe ante la tentación y la enfermedad. Por otro lado, las consideraciones sobre el acto y el quehacer creativo

permiten asomarse al laboratorio de un creador con un profundo rigor, lucidez y confianza en el trabajo que contrasta con el lugar común del maldito que escribe entre el sopor del hachís. Pero quizá la perspectiva más fascinante sea el temperamento filosófico de Baudelaire que se acoge con toda naturalidad al género fragmentario característico de la modernidad. Cierto, acaso muchos de estos pensamientos e imágenes aspiraban a una forma consolidada; sin embargo, la mayoría de ellos son deliberadamente fugitivos, ambiguos, polivalentes, reacios a la prisión de lo coherente. Este bazar de imágenes, pensamientos y confidencias de formas y contenidos generalmente contradictorios, que van de la ironía hiriente a la ternura, constituyen un breviario filosófico. En efecto, los temas registrados dibujan un autor de intereses y formación amplios que rebasan las esferas de la poesía y el arte; pero que utilizan al máximo los potenciales cognoscitivos de estas disciplinas. La poesía se redime aquí como una forma de reflexión con dos atributos: la imagen, capaz de superar la lógica y el concepto unívoco, y la introspección, que genera un conocimiento visceral, imposible de alcanzar por otro medio que el de la dolencia. L

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04 sábado 22 de diciembre de 2012

MILENIO

de portada

Cuentos de Navidad Ya es una tradición que Laberinto convoque a narradores en lengua española para que imaginen, recreen o invoquen el espíritu navideño. Cinco voces se han reunido en esta ocasión, tan distintas que terminamos por sospechar que Santaclós no es uno sino legión

Rifa Armando Alanís

E

ra su primer año en la Ciudad de México. Ramiro, un amigo que había conocido en Zacatecas, lo invitó a la fiesta navideña del periódico para el que trabajaba. Llegaron tarde. Había mucha gente, mesas llenas donde se bebía whisky y ron, y una orquesta que no dejaba platicar, ni siquiera a gritos. Su amigo era muy conocido, y muchos se acercaban a saludarlo y darle el tradicional abrazo. Entre otros, una muchacha de baja estatura y pelo castaño que le caía en capas quebradas sobre los hombros. Al iniciar una precaria conversación con ella, entre el ruido de la orquesta, Chema notó su acento peculiar. —Soy peruana —dijo ella, rozando su oído con sus labios pintados de rojo carmesí. Sin estar seguro de que pudiera escucharlo, Chema le contó de su trabajo en la Secretaría de Cultura y su pasión secreta por la literatura. Tenía casi listo un libro de cuentos que esperaba publicar pronto. La orquesta hizo una pausa para proceder a la rifa de electrodomésticos y aparatos electrónicos, y Chema pensó que su suerte era doblemente mala: en la rifa de la Secretaría no se había ganado ni siquiera un tostador, y en ésta su único papel sería el de testigo. No le sirvió de consuelo que el boleto de Ramiro no saliera premiado. En cuanto a Carmen, como era colaboradora esporádica del periódico no tenía derecho a participar en la rifa. Siguió la música. Chema bailó con la peruana toda la noche, mientras Ramiro, tan popular, bailaba con una y con otra. Como a las tres de la mañana, su amigo, acompañado de otros dos periodistas, le propuso que los invitara a su departamento a seguir la fiesta. —El mío queda muy lejos —se justificó. Chema rentaba un departamento en la colonia Roma. Su mujer no estaba: había ido a Morelia con su hija, una niña pequeña. Él la alcanzaría el lunes para pasar la Navidad con su familia. Recibirían el Año Nuevo en Zacatecas. En el departamento, Julia había puesto un pino de Navidad de plástico, con series de foquitos rojos, verdes y amarillos, y sobre una repisa un Nacimiento con figuras de porcelana. De la pared colgaban bastones con listones rojos y una bota para los dulces de los Reyes Magos. —Las mujeres se encargan de que uno no se escape de la cursilería navideña —comentó Ramiro. Chema prefirió no contestar nada. La verdad era que la Navidad siempre le había gustado. De niño, la asociaba con regalos y vacaciones; ahora, con fiestas y cenas. Y no es que le gustaran mucho las fiestas multitudinarias, donde uno no conocía a la mayoría de los presentes, ni las cenas familiares donde uno volvía a ver a parientes que quién sabe dónde estaban escondidos. Pero se la pasaba bien en esas fechas, y esperaba que esta vez no fuera la excepción. Por lo pronto, le habían permitido conocer a Carmen. Le gustaba, y ella parecía estar contenta en su compañía. En la sala, bebieron las cervezas que habían comprado en un Oxxo y el tequila que Chema guardaba en la alacena —producto de un viaje a Guadalajara—. Ramiro tomó la guitarra de Julia e interpretó un par de canciones

rancheras, de amores contrariados. La peruana se reía, y soltó la carcajada cuando el periodista, con voz rasposa por el alcohol, cantó “Como un perro”: “Por beber la miel amarga de tus besos,/ hoy se tiene que arrastrar mi dignidad”. Chema también se rio, pero no por la letra azotada de la canción sino porque de pronto le dio por imaginar que no estaban en su departamento sino en Garibaldi, que la guitarra era un guitarrón, que su amigo formaba parte de un mariachi y estaba vestido de charro: esa cara mofletuda, el bigote espeso y negro, la barriga… y en la cabeza embutido un gorro de Santaclós, a tono con la temporada. Era divertido imaginarlo. Los amigos de Ramiro se marcharon, y éste, dejando a un lado la guitarra y recostándose en el sofá, se quedó dormido. Sostenía en la mano la botella vacía de tequila, como si quisiera evitar que alguien se la arrebatara. Chema se puso a platicar con Carmen. Hablaron de música. Con el pretexto de mostrarle sus discos, la llevó al cuarto principal. Luego, pasó un brazo por los hombros de Carmen y la besó en la boca. Ella se entregó sin reticencias al beso, así es que Chema decidió no aplazar más las cosas y fue a cerrar la puerta con seguro. Cuando la puerta quedó bien cerrada, sofocando los ronquidos, Carmen se puso un tanto nerviosa. —Mejor vámonos —dijo. —No te preocupes —la tranquilizó él—. No va a pasar nada que tú no quieras que pase. ◆◆◆ No sería la única vez que estaría con Carmen. Tendrían otros dos encuentros en hoteles del Centro Histórico: en el Zamora, que estaba en una construcción pequeña y destartalada; y en el Washington, un simpático hotelito con cuartos que parecían los de un edificio colonial. Al visitar a Ramiro en el periódico, se encontró con Carmen, que llevaba una colaboración. La invitó a cenar al Sanborn’s de los Azulejos. Ella le habló de sus dificultades para vender reportajes a las revistas: la poca paciencia que le tenían, la reducida paga, que no justificaba las semanas de investigación. Insistía en ganar lo suficiente como periodista para poder sostenerse en la ciudad de México. Rentaba un cuarto en una casa de huéspedes. Le contó a Chema que, al mostrarle el cuarto, la dueña de la casa le había advertido que no se permitían visitas masculinas. —A mí eso me dio mucha risa —comentó. Salieron a la calle lateral del Sanborn’s. Chema la abrazó, y luego de un largo beso ella le dijo: —Me agradas bastante. —Vamos a un lugar donde podamos estar solos —propuso él. —Siempre y cuando me lleves después a mi casa; no puedo desvelarme. En el Zamora, a Chema le gustó la naturalidad de Carmen, su desenfado: cómo le agarró el miembro erecto, sopesándolo, y cómo, después de penetrarla y cuando ya estaban tendidos uno al lado del otro, le acarició los testículos, provocándole una nueva erección. Cuando la llevaba a su casa, en el taxi, Carmen dijo: —Contigo me siento protegida. Chema reflexionó que la peruana se engañaba al confiar demasiado en lo que él pudiera hacer por ella, pero le gustó que dijera eso: halagaba su vanidad. Cuando la llevó al Washington, luego de una reunión en el departamento de un amigo, no acababan de entrar al cuarto cuando ella se desnudó y se acostó bocarriba sobre la cama. Hicieron el amor en unos cuantos minutos, y enseguida ella se quedó dormida. Al día siguiente, le dijo: —Discúlpame: estaba cansadísima. —No te preocupes —dijo él, mientras miraba la mañana alegre y soleada por entre los pliegues de la cortina. Pasaron dos o tres meses sin que la viera. Una mañana se la topó en la calle, por Insurgentes, a la altura de la colonia Condesa. Ella iba muy arreglada con un vestido lila y zapatos de tacón alto, y no había duda de que su cabello había sido tratado en un salón de belleza. Llevaba en la mano una especie de cuadernillo engargolado. Se lo mostró.

—Es mi currículum —dijo. Chema lo hojeó. Después de la foto de estudio de la portada, donde Carmen no parecía Carmen —solía andar de jeans y camiseta—, venían varias cuartillas con el desglose al detalle de sus estudios y de los diversos trabajos que había realizado. Le pareció que el mamotreto, por excesivo, resultaba sospechoso, pero se abstuvo de decirlo. —Nos vemos pronto —dijo cuando ella se apresuraba a despedirse: tenía una cita en media hora y debía tomar un taxi. Fue la última vez que la vio. Habrá regresado a Lima, se dijo cuando pasó el tiempo sin que averiguara nada de ella, y quiso preguntarle a Ramiro, pero a Ramiro hacía semanas que no lo veía. Estaba en una ciudad del norte, enviado por su periódico, y se quedaría allá por un tiempo. ◆◆◆ La noche de la posada todo estuvo perfecto: el traslado a su departamento en compañía de Carmen, Ramiro y sus amigos; el hecho de que Julia y la niña estuvieran en Morelia; las canciones rancheras y el alcohol, que relajaron el ambiente; la pronta desaparición de los amigos de Ramiro; que éste, botella en mano, se durmiera, parecido más que nunca a un mariachi de Garibaldi; los discos de jazz, el cuarto, la cama king size donde Carmen y él se tendieron transversalmente, las piernas fuera del colchón; cómo su mano se paseaba por los muslos de Carmen, bajo la falda; la respiración entrecortada de ella... Se levantaron, se arreglaron las ropas que no habían terminado de quitarse y regresaron a la sala. Ramiro seguía dormido, pero ya no roncaba; había soltado la botella de tequila, que por suerte cayó sobre el tapete. En cualquier momento, su amigo se despertaría. El sol entraba a raudales por el ventanal. Carmen le pidió que la acompañara al Metro. Ya había movimiento en la calle. Pasaron frente a un puesto de jugos y otro de tortas. Ella no quiso nada: dijo que necesitaba regresar a su casa. —¿No te sientes raro? —le preguntó. —Sí, un poco —mintió Chema. En realidad se sentía feliz: se había ganado un premio navideño importado de Lima. L


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LABERINTO

de portada FOTOS: ESPECIAL

En un taxi Laura Quiceno

L

os ojos bien abiertos de alguien que acaba de recibir una sorpresa. Empieza a hablar sobre el espacio y el despegue del transbordador Atlantis, repite una y otra vez su obsesión por el color naranja del uniforme de despegue, hace una pausa y pasa al voyerismo satelital y la interceptación de conversaciones de piratas en el mar del Brasil. Se detiene, me mira, simula el slang que se escucha por los transmisores. Sus ojos cada vez más abiertos. Tengo miedo, trato de entender cada una de sus obsesiones espaciales, por el momento parecen invenciones de un desconocido. Es el trayecto de regreso a casa, el taxista no para de hablar del transbordador Atlantis y en mi cabeza solo están los rostros del reencuentro, los abrazos, las sonrisas, las lágrimas de volver a ver a los tuyos. Las luces de afuera no combinan con mi alma, la pólvora de mi ciudad en vez de alegrarme me asusta y el taxista sigue hablándome: —Al fin. —¿Al fin qué? —Al fin llega la Navidad. Me quedo en silencio, sin ganas de hablar, mis pensamientos se adueñan de mí. Sigo escuchando la voz del taxista como el ruido molesto que queda después de ir a un concierto. Saco su carta: NY, 4 de abril: Tu voz, tu piel, tus ojos, extraño tu manera de acercarte a mi pecho, cuando tratabas de endulzar mis oídos. Tu silencio, necesito tanto de ese silencio cuando cierro los ojos, pero ya no es lo mismo… Todo suena en ti cuando me acerco a tu espalda, tus miedos, tus ganas de huir, tus defectos… el ruido de las cosas al existir. No pude soportarlo más. Lo siento. Muchas soledades se encuentran esta noche. Muchos recuerdos y la cercanía de un cierre de año que me marcó para siempre. El taxista enciende la radio, la música de ruta me molesta menos que su slang espacial. Saco su otra nota: NY, 9 de julio Para ti: Lee con atención: a las 7 de la noche llega la mujer a su casa todos los días, se toma un chocolate caliente, enciende la luz del lado de la cama y empieza a leer

folletines de música de todo el mundo. Sí, es la pianista reconocida, ¿recuerdas? de la que te hable, solo cambia su rutina en caso de conciertos. Al fin sé dónde guarda exactamente las partituras, necesito que las saques todas, si necesitas ayuda de alguien (aunque no es lo mejor), te recomiendo a Otto, mi compañero del hostal (no, no te preocupes, no le he dicho nada todavía). Él puede encargarse de la pianista, si quieres, y tú mientras tanto de las notas. Gracias por aceptar la fuga. No me escribas, es peligroso. ◆◆◆ Se toman dos cafés. Eso de fugarse con ella, tan indecisa, tan insegura. Pero bueno, no importa, él tampoco quiere quedarse en la ciudad, ya con 28 años siente que su vida se volvió una línea en la que la rutina se confunde con la vida, sus amigos, ¿sus momentos de aventura? Las integraciones laborales parecen ser su única aventura. Faltan 24 horas para el hecho, no sabe si confiar en las indicaciones de una ex estudiante del conservatorio, algo resentida, pero nunca una asesina o ladrona. ¿Así de importante eran esas composiciones? Pe… —nunca ha entendido la obsesión por la música y le divierte cada vez que “la manu” habla de ella como “la pianista reconocida”, la verdad no tenía ni idea de quién era hasta que conoció a la rubia que a la segunda salida ya lo había involucrado en un plan del que no se quería salir porque los dos tenían solo una cosa en común: las ganas de huir. Lista de viaje 20 galones de gasolina 16 camisas 23 faldas 15 camisetas 10 pares de tenis Colección completa del pianista Keith Jarret 10 mil dólares 5 pañuelos sin almidón Una pistola ◆◆◆ —¿Para dónde vamos? —No sé, maneja más rápido.

—¿Más rápido? —Sí, más rápido, no sea que nos arrepintamos. —No… eso nunca. —Y… ¿dónde vamos a dormir? —No sé. —¿Y qué vamos a comer? —Cualquier cosa. —Nunca pensé que lo íbamos a hacer. —Yo tampoco, siempre encontrábamos un motivo para quedarnos, los amigos, el trabajo, qué sé yo… —La gente, el clima, la rutina, todo eso hace parte del pasado. —Ahora, una ciudad más bella que esa. —Nunca hubo nada nuevo allá atrás. —Ca m i na r las m ismas ca l les interminablemente. —Morir en la misma casa en la que naciste, como todos tus abuelos. —Y como los tuyos, una ciudad jaula. —¡Tantos años! —¿Y ahora?… Ahora… Empezar desde cero. —Podés montar el negocio de motos que siempre habías querido y yo mi propio hostal con decoración tailandesa. Empieza el viaje. —¿Es un viaje o una huida? —Pensando en lo que pasó, creo que es una huida. —¿Seguís hablando de eso? —Sí, creo que eso nos hizo decidir definitivamente para irnos. —Lo teníamos que hacer. —No me metas en eso, yo no hice nada, tú lo hiciste todo. —Sí, y ¿quién me llevó y recogió ese día? —Porque vos me obligaste. —¿Te obligué? Vos sabías que era la única opción que teníamos. —No, dudé hasta el último momento. —Entonces por qué cuadraste los horarios para que ella estuviera en la casa, ¿por qué me indicaste dónde estaba la plata, las tarjetas, como presionarla para…? —Porque no quería seguir en esa ciudad, porque era la única forma de conseguir el dinero, no me iba a quedar tres años trabajando en el hotel para poder largarme. Planeé, pero no fui la que… —¡Menos mal que no nos despedimos de nadie!

—Yo sí deje algunas cartas. —¿Qué? ¿Y qué tal que vengan a buscarnos? —Tenía que dejar cartas, yo sé que no voy a volver, además no hice nada. —Eres la cómplice, te van a juzgar igual, estamos juntos en esto. —No, apenas van 200 kilómetros de viaje, quién sabe qué pase cuando llevemos mil. —¿Qué? Bájate ya del carro. ¡Bájate! —No. —Si me vas a dejar solo, entonces te bajas de una vez, no me importa que sean 200 o mil kilómetros. Se escucha un grito en la carretera —Cálmate ya, no me voy a bajar, seguí rápido, más rápido y en silencio. —No me voy a calmar, te bajas ya, ¡siempre tienes miedo! Un día dices una cosa, el otro día otra. —¿Dejaste pruebas? —¿Cómo, pruebas? —¿Hiciste todo lo que te dije? —Sí, tome las precauciones. —¿Y el cuerpo? —¿Cuál cuerpo? —Pues el de la mujer. —¿Qué, cómo, qué cuerpo? Yo la amarré y ya. —¿Y no la mataste? —¡No, mujer!, cómo la iba a matar, ya tenemos las partituras y ya. —¿NO LA MATASTE? —No, no, no sería capaz. —Bájate, bájate ya. —¿Cóoomo? —Te bajas o te mato. —¿Queeeeeeeeeeé? — Ese no era el plan, tenías que haberla matado. —No te entiendo. —Dañaste el plan, dañaste la fuga. El tacómetro marca 350 kilómetros. Dos disparos en la carretera terminan este viaje; sin embargo, la música de ruta no para de sonar. —Señorita, ya llegamos —dice sonriente el taxista mientras yo sigo detenida en ese instante para siempre, miro el reloj, todavía no es medianoche, todavía no es Navidad. L


06 sábado 22 de diciembre de 2012

MILENIO

de portada

Cuando venga Santaclós Julio Pesina

Q

ué difícil es estarse quieto. Si tuviéramos chimenea todo sería más sencillo: Santaclós entraría sin problemas y yo no tendría tanto frío. El otro día mi hermanita me preguntó de qué se ríe Santa. Le dije que de lo bien que lo pasa cerca de las brasas. Una vez entré a la casa de Júnior nomás a ver qué se sentía. Pura vida. Ahí se te quita el frío; hace tanto calor que tienes que andar sin chamarra. La chimenea está en la sala, al centro de una pared de piedra que adornan rifles, cuernos de venado y la cabeza de un reno, de esos que jalan el trineo. En la sala de Júnior bien puede caber nuestra casa entera. “¿Tienes que apagarla cuando viene Santa?”. Júnior se me quedó mirando con una mezcla de burla y pena. “No me digas que todavía crees esa pendejada”, me dijo. “Claro que no”, le dije alzando los hombros. Luego me puse a mirar la nariz de su reno. Grande y brillante, sí, pero de rojo nada. Me sentí un poco tonto. ¿Cómo podía pensar que Santaclós debe esperar a que se enfríe la chimenea para entrar en una casa? Es más, si él necesitara de eso, jamás habría entrado a la mía. Todavía no sé por dónde lo hace, aunque puede ser por uno de los hoyos que hay en las paredes. Una vez por ahí se metió la Muñeca, la San Bernardo de don Valente; rascó y empujó hasta derribar las tablas para ir a echarse bajo la cama de la abuela, donde parió seis perritos. A ojo de buen cubero, cuando venga Santaclós no ha de batallar más que la Muñe para llegar a mi cama. Que no me den ganas de hacer pipí; si me levanto, quién sabe si se arrepienta ya estando ahí fuera. Hace tres años me dejó una caja. Cuando la vi se me aguaron los ojos, se me aflojó la nariz: era tan chica que ni de chiste podía ser lo que yo esperaba. ¿Cuatro canicones blancos para mí, que ni sé jugar a las canicas? Parecía cosa de burla. ¿Santa se reía de mí? Entonces yo no sabía de cartas. Nunca había escrito una. Papá dijo que si no le escribes debes conformarte con lo que te da. También dijo que si quería un regalo grande tenía que hacer méritos todo el año. Qué lejos se veía diciembre. Me quedaba un consuelo: cada año a Júnior le hinchan más su colección de juguetes. En Navidad sus papás les ponen pilas y los alinean

en el porche, que se llena de luces y ruidos. Entre tanto armatoste que le dan sus papás no sabes qué le trajo Santaclós. Por culpa de don Valente a Júnior le dicen Malora, pero vaya que es un suertudo. Fregado uno que debe portarse bien. Yo digo que ese año fui un niño bueno. Acababa de entrar a la escuela y apenas empuñaba el lápiz. No sé qué puse en la carta, pero le dije a papá que la llevara al correo. Que no era así la movida. Uno tiene que confiar en la gente que sabe. Mi padre amarró la carta al pescuezo de un globo. Me llevó a la azotea. Levantó el brazo: abrió la mano. El globo escapó zigzagueando como si quisiera elevarse y se arrepintiera . —¿Seguro que llegará? —Claro. ¿Qué pediste? —Una chimenea. Iba apenas en primero, pero creo que conté bien los días. En Navidad me desperté antes que cualquiera. La casa estaba igual de helada. Me deslicé al cuarto grande. No vi ninguna chimenea. En vez de eso había un brasero. Que Santa no trae ese tipo de cosas, me dijo papá cuando lo desperté. “¿No te das cuenta de que no caben en el trineo?”. Rio. Le olía la boca a yuco. Me pregunté si la risa de Santa podía oler a eso mismo. Se rascó la cabeza antes de levantarse. “Ya no hagas coraje. Vas a ver que esta cosa calienta como cualquier chimenea”. No me quedé a estrenar el brasero. Ese año le dieron a Júnior un rifle junto con una caja de postas y un mono de cartón que se hizo trizas en una sola semana. El día de Año Nuevo don Valente tocó el timbre de su casa. Le dijo que llamara a sus padres no para darles el abrazo, sino para reclamarles lo de la Muñeca: la pobre tenía un agujero entre las costillas. Que si no sería una de tantas balas de la noche anterior, alegó el papá de Júnior. ¿No sabía de la seño a la que una bala caída del cielo la descalabró? Que no, que ese muchacho malora le había disparado. Había testigos. —Ay, vecino, qué pena. Le juro que esta vez voy a darle un escarmiento —se disculpó la señora—. ¿Cuánto le debemos? A don Valente se le ensombreció más el rostro. —No, señora, no se trata de dinero. La doña puso cara de tabla. Despachó a Júnior con una sola mirada.

—Entonces, ¿qué podemos hacer? —Lo que pasa es que en las tardes… Siempre había pensado que don Valente era un tipo rudo. —Cada tarde yo compraba tres bolillos: para mi esposa, para mí y para la perra. Ahora dígame usted, ¿a quién le voy a dar ese pan? Apenas lo dijo bajó la cabeza, como si se avergonzara de toda esa situación. Los papás de Júnior se quedaron ahí, contemplándolo, hasta que optaron por cerrar el postigo. Fueron regalos equivocados. Gracias al anafre mi casa estuvo caliente buen tiempo. Mamá, la abuela, mi hermanita, los gatos y yo nos acurrucábamos alrededor. La abuela tejía mientras nos contaba cuentos. No sé qué nos daba más sueño, si sus historias o el fuego. Así lo hicimos hasta que abuelita le dijo a mi hermana que dejara de dar vueltas en el piso. Luego todo fue muy rápido. Mi papá cargó a la niña y la llevó a la puerta, mamá la bañó en alcohol, la abuela quiso darle leche, los gatos huyeron despavoridos y yo me puse a llorar en plena banqueta. Esa historia terminó en el hospital, donde mi hermana pasó cinco días. Luego la trajeron a casa, toda desinflada. Hoy no se anima ni a preguntar por la risa de Santaclós. El siguiente invierno ya no tuvimos brasero, pero mis papás pusieron en el cuarto grande un pino de Navidad. Si de todos modos Santa iba a venir a la casa, qué mejor sitio que el árbol para dejarle recados. Así lo hice, y esta vez fui precavido: recorté la foto de un rifle como el de Júnior y lo puse en el arbolito. Era cuestión de esperar. Si para algo sirve la tele es para ver que la Navidad llega a unas ciudades primero que a otras. A lo mejor Santaclós vendría más temprano si fuéramos menos pobres. Esta vez fue papá quien se levantó primero. Cuando desperté ya estaba ahí, a un lado de mi cama, mirando el regalo. “Ábrelo”, fue lo único que dijo. Estaba muy emocionado. Yo también lo estuve hasta que abrí el regalo y me encontré una carabina que disparaba bolas de hule. ¿De qué se reía Santa? No me aguanté la rabia. —Pinche Santaclós. “¿Qué dijiste?”, gruñó mi papá (nos tiene prohibido decir palabrotas). “¡El baboso no me trajo lo que yo quería!”. Mi papá se había puesto rojo. “¿No le pediste un rifle?”. Yo hice a un lado la carabina para salir de la cama. —¡Santaclós pendejo: yo no le pedí esta mierda! Mi papá me dio primero un par de bofetones y después un sermón. Era increíble que se pusiera del lado del gordo cuando él mismo había visto la foto colgada en el árbol. No me quedaba más que esperar otro año. Y esta vez me esmeré. He sido un niño muy bueno. He cuidado a mi hermana ahora que está malita, he sido obediente con mamá y con la abuela. A papá le he ayudado en todo lo que he podido. Me urge que sea Navidad. Un niño bien portado si no contamos lo de hoy. Esta tarde fui a casa de Júnior a que me prestara su rifle. No pensé que siguiera tan helado aun bajo las cobijas. Y aquí estoy aguantándome el frío, haciéndome el dormido hasta que llegue Santaclós. L


sábado 22 de diciembre de 2012 07

LABERINTO

de portada

La segunda cena de la señora Vass

Alonso Cueto

L

a señora Amelia Vass se levantó de la silla y acomodó una de las flores en el jarrón. Había estado mirándolas durante un rato. Pensó que habían quedado bien así, separadas por una distancia proporcionada, los colores rojos y blancos dispersos en un orden floreciente. Se quedó de pie. Seguía moviendo las flores. Así se verían bien. Los dedos se le habían humedecido y corrió a lavarse. Sus hijos Adriana y Félix iban a venir para la cena de Navidad, y ella había estado preparando la casa desde hacía varios días. Eran las ocho. La hora en la que debían llegar. A tiempo para comer algo, brindar, conversar, brindar otra vez, hablar de sus hijos, de sus viajes, de sus planes para el año entrante, tomar el postre, reírse juntos, tomar el café, con un poquito de leche, despedirse, irse. La casa de la señora Amelia era la primera escala de la noche. Luego ambos hijos iban a recalar en la casa de sus suegros para otra cena. Pero así habían quedado: antes pasarían por donde ella, para comer algo, y después donde sus suegros. Se darían regalos. La señora Amelia tenía una camisa para su yerno, una blusa para Adriana, un libro para su nuera, un saco de verano para Félix. Era un saco que había escogido con mucho cuidado, para él. La señora Amelia caminó por la sala. La alfombra gris, el mantel limpio y estirado, la vajilla de porcelana, las velas rojas con gruesas lágrimas de cera. Se miró al espejo. Su traje largo, el collar de perlas, los zapatos color crema. Estaba lista. Cuando sonó el timbre, supo que era su hija Adriana. Ella apretaba el timbre con un golpe corto y luego se quedaba callada. En efecto. Eran Adriana y su marido. Los recibió en la sala. Los vio sentarse. Cómo están los niños, qué pena que no pudieron venir, dijo

la señora Amelia. Adriana y su marido sonrieron. Siguieron la conversación. Hace demasiado frío para esta época del año, opinaron. Se oyó el timbre otra vez. El marido de Adriana bajó. Era Félix con su esposa, Delly. Delly tenía las piernas largas y torneadas, era profesora de baile flamenco. La señora Amelia la saludó. Tenía las copas de vino listas y servidas en una bandeja. Las fue pasando a cada uno de los cuatro. Por fin, todos estaban con una copa en la mano. —Salud, por todos ustedes —dijo la señora Amelia. Todos dieron un murmullo, alzaron las copas y tomaron un sorbo. —Por usted, señora Amelia —dijo el marido de Adriana. Cuando se sentaron a la mesa, ella fue la encargada de servir cada plato. Pavo, ensalada, puré de manzana. Trajo un postre de lúcuma. —Un poquito nomás —dijo Adriana. Es lo normal, pensó Amelia. Iban a comer otra vez esa misma noche. —El próximo año vamos a viajar al Caribe en el invierno —dijo Félix—. El invierno aquí es insoportable. —Pero vamos a estar aquí por el santo de mi madre —advirtió Adriana. —Por supuesto. —¿Cuántos cumple, señora? —dijo su nuera. —Cumplo ochenta. —Y en muy buena forma, señora.

—Te diré que no sé en qué momento he venido a cumplir ochenta años, hija. Todos sonrieron. Mientras lo veía sonreír, la señora Vass ha espiado los movimientos de su yerno que se sirve de la bandeja demasiado rápido, como si estuviera ávido por comer. También ha vigilado, desde que la vio llegar, el traje de su nuera que es de un rojo estridente. Por no hablar de su peinado, alto, duro y defectuoso. Pero no dice nada, por supuesto. Los escucha. Hablan de futbol, de política, de los viajes del próximo año. De pronto se han ido. No hay nadie en su casa. Está sola y ha quedado media bandeja de pavo y bastante puré de manzana. Entra a su cuarto. La foto de Mauricio la observa. Esta vez parece más serio que de costumbre. Escucha el silencio. Hay un estallido de fuegos artificiales que apenas la altera. Sigue observando a Mauricio. Son las diez y media. Sus dos hijos están llegando a la casa de sus suegros, que los recibirán con los brazos abiertos. La señora Amelia camina por la casa. Ve los cuadros, esos son los cuadros que colgó una mañana con Mauricio. Ve los libros, fue Mauricio quien los compró y los puso allí y desde entonces nadie los había movido. Vio la ropa doblada en el armario. Da una vuelta. Llega a la ventana. Entonces ocurre algo. La señora Vass mira hacia la cocina. Allí está María. Está lavando los platos. María vive con ella hace cuarenta años. Va a salir después, a ver a su familia. Pero antes está lavando. Piensa en lo que va a hacer y duda un rato. Se siente extraña. Nunca había imaginado que podía decir algo así. Pero siente una urgencia. —María —dijo de pronto. La mujer volteó. —Señora. —Por favor —le dice la señora Vass. La mujer la observa. Está asustada. —Sí, dígame, señora. —¿Quisieras tomar un vino conmigo? —dijo la señora Vass—. Tenemos un montón de pavo. Y si quisieras… —Pero me estoy yendo, señora. —¿Dónde vives? —Muy lejos de aquí. Lejos. —Bueno, bueno. Entonces vamos a brindar. Vamos a comer algo. Estamos tanto tiempo juntas. La mujer la observa. Tiene el rostro destruido por las manchas y los granos, pero a la señora Vass le parece que alguna vez fue una mujer bella. De pronto María ha avanzado, se sienta. La señora Amelia trae la botella. —¿Vives muy lejos? María no le contesta. La señora Amelia llena dos copas de vino. Por alguna razón, le parece bastante normal ver a María allí. Más normal que ver a sus hijos. —Salud, señora —le dice. Levantan la copa lentamente. Toman. Se miran. María la observa. —Nunca esperé sentarme aquí, en la sala. —¿Tienes hijos? —Sí, por su lado cada uno. No viven aquí. Las dos mujeres terminaron sus vasos. —Bueno, gracias. La dejo. —No —dijo la señora Amelia—. Quédate un rato. Otro traguito más. María se detiene. —Tengo que irme. —¿Por qué? —No sé. Me espera mi hermana. —Quédate entonces. La señora Amelia nota que está de buen humor. Y no sabe por qué. —Bueno —dijo María—. Me quedo un ratito. Pero un ratito nomás. —Un ratito nomás —dijo la señora Amelia, con una sonrisa. Llena las dos copas y añade: —No te preocupes que después yo lavo. María alza la copa. —Salud, señora. Pero dígame algo. —¿Qué? —¿Por qué celebran Navidad todos los años? L


08 sábado 22 de diciembre de 2012

MILENIO

de portada

Pinito blues Alejandro Almazán

Y

o no debería estar aquí, en esta situación tan estúpida que pude de mil maneras evitar. Pero, bueno, qué se le va a hacer. La pinche vida es injusta, y ese maldito perro y yo nos atravesamos. De verdad que soporté todo. Soporté el salvajismo de la motosierra. Soporté a los viejos borrachos esos que me aventaron a un camión como si fuera una gallina muerta. Resistí que las moscas cagaran mis hojas. Toleré el smog de la ciudad y al güey ese que vendía carnitas en la esquina. Sobrellevé al tipo gordo que me vendió como pino canadiense, a sabiendas que me trajeron de Amecameca. Aguanté al imbécil que me amarró en el toldo del carro. Soporté que el departamento al que llegué oliera a cigarro y a vómito. Me hice el disimulado cuando la abuela me colgó esferas del tamaño de un balón y me enredó unas lucecitas que día y noche tocaban villancicos insoportables. Aguanté que me rociaran de espuma, porque la niña nunca había visto la puta nieve. Dejé que el padre me pusiera la estrella más fea del mundo y que la madre me llenara de dulcecitos, sin pensar que el azúcar no atrae la suerte, sino a las hormigas. Permití que me arrumbaran en un rincón y que el joven me haya aventado un calcetín apestoso. Pero tengo dignidad y por eso no se la perdoné al perro. Si ustedes lo hubieran conocido les habría robado el corazón: era obeso, su nariz parecía moldeada por los puños de un boxeador y tenía una mirada donde las treguas eran posibles. Era el

pug perfecto. Su problema fue que cada mañana, invariablemente, me iba a orinar. Y no crean que salpicaba gotitas. No. El desgraciado parecía diabético. No sé cómo de un animal tan pequeño pueden salir tantos meados. Eso no es de Dios. La primera vez que lo hizo dejé pasarlo. Supuse que al pobre no lo sacaban, porque de algo que sí me di cuenta en cuanto llegué al departamento es que aquellos humanos eran unos güevones. Nunca los vi barrer ni hacerse de comer. Desde que apareció esto de la igualdad entre hombres y mujeres, la mugre cobró más fuerza. En fin. El caso es que para la segunda vez que me orinó el pug, observé un extraño placer en sus ojos. Eso ya era mala leche. ¡Vete a orinar a tu madre!, le dije lo más serio que pude, como para apantallarlo de entrada. El pug me miró de reojo y luego soltó una de esas risas como las que le dibujan al diablo. Y entonces… lo vi levantar el culito y me cagó. Todavía con sus patitas me aventó la mierda y se largó. Yo esperé a que la abuela, la niña, el joven, el padre o la madre limpiaran la caquita del pug, pero no. Ni siquiera reprendieron al perro. Es más, le dieron unas galletitas como si cagar fuera un triunfo. Ahí fue donde comencé a cavilar mi plan. Hasta eso ni la pensé mucho. Si pendejo no soy. Y esto fue lo que ocurrió: a la mañana siguiente esperé al pug. Nada. El muy infeliz no apareció. Creí que se había ahogado (dormía en la cama con la abuela y la abuela sufría de problemas estomacales muy serios). Eso me entristeció. No porque se hubiera muerto el desgraciado, sino

porque la vida me había arrebatado la oportunidad de asesinarlo. Fue hasta medio día que vi salir de la recámara al pug. La abuela lo había bañado. Quién sabe si hicieron algo raro en la regadera. Ese no es mi problema. Con la sexualidad nunca me he metido. Lo que a mí me interesaba era que el pug viniera a orinarme. Y allá vino, bamboleante. Si le hubieran visto la cara seguro le habrían dado una patada o se hubieran echado a correr. Yo no tenía de otra y lo esperé. Dejé que se acercara lo suficiente y entonces… ¡Paquito, ven acá!, gritó la abuela y el pug retrocedió. Yo, cuya única ilusión en la vida ya solo era conocer a Santa Clos y a los Reyes Magos, pensé que aquello era como una señal del cielo, una donde me decían que perdonara al pug y me relajara. Está bien, dije, Son tiempos de amor y paz, y me replegué. Esa tarde, sin embargo, el joven llegó con sus ideas y todo se fue al carajo. Les cuento: el joven estudia Filosofía y, si no, al menos se pachequea todos los días y dice mucha pendejada. Como a las seis, cuando la abuela solía tomar su siesta en compañía del pug, el joven apareció con su novia, una de esas mujeres que incitan a pensamientos indebidos. Fumaron mota y luego cogieron en la sala. (El joven, por cierto, debería checarse eso de la eyaculación precoz.) Filosofaron: ¿Te das cuenta de que la fecha más importante del año es una mentira?, le preguntó el joven a su novia. ¿Por qué?, respondió ella. Porque Jesús no nació en diciembre, los Reyes no existen y ora hasta el Papa dice que ni el burro ni el buey estaban en el pesebre. No sé de qué más hablaron cuando prendieron más mota. Yo solo comencé a sentirme mareado, el suelo parecía moverse y empecé a ver cosas. Vi al pug tragándose a la niña; vi al pug caminar en dos patas; vi al pug sacando una pistola; y vi al pug bailando una de los Stones. ¿Tomé impulso y me le fui encima al pug con mis cuarenta y tantos kilos? ¿Lo maté desde el golpe o fue necesario enredarlo a las lucecitas hasta electrocutarlo? ¿Y si fue el joven? Él tampoco quería al pug; le parecía que su novia solo andaba con él para poder tocar al perro. Todavía no entiendo muy bien lo que ocurrió, pero si el pug estaba todo tatemado a mis pies, no debería haber lugar para malentendidos. ¿Y luego qué pasó? Fue muy triste lo que sucedió. La muerte del pug cambió los planes y padre, madre, joven, niña y abuela pasaron todas las fiestas navideñas fuera de casa. Cuando regresaron, solo fue para tirarme a la calle. Yo debería estar en el bosque y, sin embargo, estoy aquí, frente a unos niños que van a prenderme fuego. Pinche pug. L


sábado 22 de diciembre de 2012 09

LABERINTO

en librerías

Culpa

Sorgo rojo Ferdinand von Schirach Salamandra México, 2012 153 pp.

S

i los lectores ya se asomaron a Crímenes, la colección de casos reales con la que Ferdinand von Schirach saltó a la arena literaria después de abandonar una carrera como abogado penalista, no dudarán en hacerlo ahora con Culpa, que borda sobre las relaciones y, claro, las desavenencias entre la ley y la justicia. Los quince relatos, extraídos directamente de los legajos policiales, adelantan la sospecha de que debajo de la bonanza económica de Alemania vive una bestia que se alimenta del miedo al extraño, la angustia colectiva y la violencia. Se leen con temor y temblor. Véase, si no, el caso con que abre el volumen. “Fiestas” entrega a un grupo de honorables padres de familia, maridos amorosos e integrantes de una banda musical, que ya entrados en copas golpean y violan a una dulce jovencita. Los griegos hablarían de hybris. Un contemporáneo diría que la culpa es harina de otro costal.

Los reflejos y la escarcha

Mo Yan Océano México, 2012 514 pp.

N

oveno día del octavo mes lunar de 1939. Mi padre, hijo de un bandido y con catorce años apenas, se unía a las tropas del comandante Yu Zhan’ao, un hombre destinado a convertirse en héroe legendario, para tender una emboscada a un convoy japonés en la carretera de Jiao Ping”. Este es el comienzo de Sorgo rojo (1987), la aclamada novela del Premio Nobel de Literatura 2012, llevada al cine en 1988 por Zhang Yimou. La narración transcurre en una zona rural de la provincia de Shangdong durante los años de la segunda guerra chino-japonesa (1937-1945), con los invasores nipones imparables y crueles frente a grupos de resistencia chinos en los que no faltaban los traidores. Apuesta por la memoria y cuenta la historia de tres generaciones de la familia del narrador, en la que sobresale Yu Zhan’ao, desventurado amante de una joven obligada por su padre a casarse con un viejo leproso, dueño de una destilería.

¿

De qué hablamos cuando hablamos de fraternidad? Si escuchamos el llamado de este nuevo libro de Ignacio Padilla, no dudaríamos en responder que nos ocupamos tan solo de una quimera. Son quimera los lazos familiares, son quimera los juramentos de los compañeros de armas, como lo son la patria y los recuerdos de la infancia. Algunos de los doce cuentos reunidos en Los reflejos y la escarcha ya vivieron una vida anterior en revistas y antologías. Vistos en grupo, adquieren un nuevo talante, se transmutan sin dejar de ser ellos mismos, y agregan una piedra más al sólido edificio que se empeña en ser la obra de Ignacio Padilla. Esa obra podría caber en una frase del relato “La balada del pollo sin cabeza”: “No entendemos que nadie merece para siempre su buena estrella, y que la providencia es aliada del demonio”. Respondemos al mundo, sugiere Padilla, ignorando sus aviesas intenciones.

Historias del más allá en el México de hoy

Daniel Krauze Joaquín Mortiz México, 2012 251 pp.

T

ras seis años en Nueva York, Matías, un joven escritor mexicano que se droga más de lo que publica, recibe una llamada desde la Ciudad de México: su padre acaba de sufrir un derrame cerebral. Emprende el regreso a México sin ninguna expectativa y se encuentra con un país que no quiere, distanciado por completo de sus familiares y amigos y, por si fuera poco, su padre muere a los pocos días de su llegada. Matías comienza entonces una suerte de lenta autodestrucción (moral y física) en la que trata de acabar con cualquier rastro del mundo frívolo y de clase alta que le rodea. En su descenso al abismo (que incluye muchas drogas y alcohol), tiene relaciones sexuales con la novia de su mejor amigo, hace que otro de sus camaradas pierda su trabajo y arruina la boda de su hermana. De las cenizas de su vida, Matías trata de recuperar lo único valioso que le pertenece: sus recuerdos.

Variopinto

Gerardo Lammers Producciones El salario del miedo México, 2012 231 pp.

C

on un sutil sabor a las crónicas de Monsiváis, el periodista y escritor mexicano Gerardo Lammers retrata las calles, la cultura y algunos personajes populares que hacen de nuestro país un lugar lleno de altos contrastes. Lo hace con un ligero toque de irreverencia que le permite ahondar en ciertas paradojas de nuestra historia reciente: el pueblo fantasma en Durango que dejó de existir en cuanto pasó de moda como locación de cine de Hollywood, el Chavo del 8 y su mal genio, o las entrevistas —con fines periodísticos— con personajes como Leonardo Da Vinci o Jorge Luis Borges a través de un médium “calificado” que vive en la colonia Condesa. En el prólogo, Sergio González Rodríguez escribe: “Lammers elige elaborar un sentido de la crónica fundado en la mayor exigencia y voluntad distintivas, sin perder el júbilo y el deseo de ahondar más allá de las apariencias”.

Núm. 6 Diciembre México, 2012 88 pp.

L

LOS PAISAJES INVISIBLES AFP

Mujer reza en la escuela de Newtown

Iván Ríos Gascón www.ivanriosgascon.wordpress.com

L

Fallas de origen

Ignacio Padilla Páginas de espuma México, 2012 131 pp.

La muerte y el sistema

a oferta editorial de la revista Variopinto en su edición de diciembre es amplia: en sus páginas encontramos dos análisis sobre las reformas laboral y educativa y su influencia en la vida cotidiana de los mexicanos. En el tema central, el jefe de gobierno del Distrito Federal, Miguel Ángel Mancera, habla en entrevista sobre su proyecto de gobierno y su relación con el ejecutivo federal; y un reportaje sobre el conflicto de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México nos brinda un recuento preciso sobre la situación política de la institución. Otro de los platos fuertes es la crónica sobre Culiacán, un recorrido a través de los sepulcros que encontramos en centros comerciales o en conjuntos habitacionales: una geografía del crimen organizado y sus muertes. Por último, Rafael Tovar y de Teresa, presidente del Conaculta, en entrevista, habla sobre su trayectoria literaria e intelectual.

a escena siempre es la misma. El asesino lleva un arsenal portátil y dispara indiscriminadamente. Quizá mira a sus víctimas como si fueran patos de cartón en el estanquillo de tiro al blanco de una feria. La última bala es para él. 1966: Charles Whitman mató a quince estudiantes desde el mirador del campus de la Universidad de Texas. Él no pudo suicidarse, lo eliminó la policía; 2002: balaceras en una escuela californiana, en una high school de San Diego y en la Universidad de Arizona; 2006: secuestro y asesinato de niñas de primaria en un autobús escolar de Maryland; 2007: tiroteo en el Tecnológico de Virginia; 2012: veinte niños y seis adultos acribillados en la primaria Sandy Hook de Newtown, Connecticut. A las afueras, ondea una bandera americana con una pregunta escrita: “¿Por qué?”. En Masacre en Columbine (2002), Michael Moore lanzó una sentencia atroz pero certera: “ser joven en Norteamérica es una mierda”, y cómo negarlo, si su documental es una marcha alucinante por las tinieblas de la imbecilidad, la insignificancia y la neurosis que solo tienen como válvula de escape la realización de un acto extremo: el asesinato colectivo hecho alternativa de ascensión a la rotonda de los demonios ilustres; la gratuidad del crimen como proclama de la singularidad y el menosprecio del orden público, a través de los mitos de una población abstraída en el horror de los espejos. Masacre en Columbine recurrió al museo de las quimeras creadas por la industria y la ideología del miedo (las fábricas y las tiendas de armas, municiones y explosivos), para desmenuzar las marañas psíquicas del estúpido hombre blanco, aquel que cree fervientemente que un invisible e imaginario contrincante caerá tarde o temprano sobre él, sea un negro, un terrorista, un fantasma o un extraterrestre y, para conjurar tal amenaza, es imperioso poseer

un revólver o un rifle de asalto o, de preferencia, disponer de una armería para el día del supuesto Apocalipsis. Michael Moore desentrañó el sentimiento de omnipotencia y mesianismo que contamina a los egos intrascendentes pero, esencialmente, las torceduras emocionales que proyectan las pistolas, transformadas en objetos metafóricos para aliviar la pandemia social por cuenta propia: los mass murderers operan, por lo regular, sin móviles concretos, sus crímenes son deliberados. Solo basta un momento de ansiedad o una crisis de paroxismo o, sencillamente, un minuto de éxtasis ambulatorio, para que borren con sendas dosis de metralla a sus dobles ontológicos. Los mass murderers tienen un defecto: su enfoque del homicidio no proviene de una convicción o de un complejo o de una frustración intelectual, mística, afectiva o libidinal cultivada durante mucho tiempo (como sucede con el serial killer), sino que surge de los instintos o de un repentino acto de furia. Gus Van Sant también aportó ciertas señales sobre esta fenomenología. En su película Elefante (2003), dos adolescentes anodinos pero con ciertas virtudes (el autor intelectual de la matanza lo mismo es un hábil operador de videojuegos que talentoso intérprete de Chopin), descargan una Uzi y un par de Berettas en las aulas, para aplacar el torrente de pulsiones que los asfixia sin razón alguna, mientras que Nick McDonell en su novela Twelve exploró el soso estado de ánimo de la generación Columbine (en esta historia, la balacera no sucede en una escuela sino en una fiesta de teenagers), llegando a la conclusión de que, en realidad, no existen (ni son necesarias) las razones para perpetrar una matanza, ésta solo ocurre, es parte del sistema. L


10 sábado 22 de diciembre de 2012

MILENIO

teatro ALFREDO MILLÁN / ROLATUARTE

Diciembre con sarcasmo Como cada año, el Teatro La Capilla presenta los cuentos antinavideños, una serie de historias a contracorriente de la liviandad decembrina ENTREVISTA Alegría Martínez alegriamtz@gmail.com

A

pocalipsis antinavideño vincula a un nutrido grupo de personas que no le entran a la liviana felicidad decembrina. Abre un espacio escénico a aquellos que al margen de regalos, luces y buenos deseos, se encuentran anclados a una realidad pasada o presente, ficticia o no, que les impide evadirse entre villancicos, viandas, promesas y carcajadas de Santa. La iniciativa del Teatro La Capilla y la Compañía Los Endebles, puesta en marcha en diciembre de 2004, muestra en esta ocasión cuatro obras elegidas entre 42 textos recibidos en esta novena convocatoria de Cuentos antinavideños, entre los que por primera vez el ganador será elegido mediante votación de los espectadores, que al salir de la función cruzarán en una papeleta el título de la que califican como mejor obra. Cuatro textos bajo la dirección de Angélica Rogel son interpretados respectivamente por Olivia Lagunas, Miguel Conde, Ginés Cruz y Montserrat Marañón, con el apoyo de todo el conjunto cuando se trata de puentes escénicos, musicales en su mayoría. Vato Santa Claus de Nora Coss plantea la historia de una joven que tiene una relación epistolar con Santaclós, a quien le pide el cumplimiento de un deseo de manera persistente. Este texto —como los que integran este espectáculo, cumple con la propuesta del dramaturgo quebequense Yvan Bienvenue, en cuanto a la tradición de “contar historias vergonzosas, indecibles, de todo tipo de acontecimientos ocurridos durante la época navideña, pero con sarcasmo y humor”— utiliza una estructura abigarrada para presentar el conflicto de la protagonista que se encuentra en un mundo mayoritariamente femenino y homosexual en el que busca, según dice, un equilibrio cósmico. Cíclico, con cascadas de palabras soeces, arropado por un humor ingenuo, extremo a la vez y de una misoginia inverosímil, el texto dramático es llevado a buen puerto por la actriz Olivia Lagunas quien, poseedora de una gran soltura escénica y a partir del arduo trabajo que realiza sobre las tablas, consigue que el espectador crea en cada una de las palabras que pronuncia su personaje, por encima de su unidimensionalidad, de la circunstancia absurda en la que se desenvuelve y de su afán discriminador y machista. Slasher Santa de Luis Guerrero sienta sobre una silla, al centro del escenario, a un Santaclós de centro comercial, hundido en la

Las piezas se presentan el 22 y 23 de diciembre

costumbre de preguntar a cada niño qué es lo que quiere, cuando él no ha podido responderse esta pregunta. El autor, fiel a la estructura del género cinematográfico de terror, construye eficazmente un microuniverso en el que la autocompasión se transforma en venganza. Miguel Conde, que asume con éxito el reto de construir a un desaliñado Santa de vientre plano, traslada al espectador al vértigo de su alucinación habitada por zombis, muertos sin alma que se vuelven depósitos del odio, la rabia y desesperación de un hombre que detesta la Navidad y busca salvar a la sociedad mexicana a punta de caramelazos y balas. Dios de porcelana fría de Mario Alberto Monroy es un cuento en el que las figuras de un Niño Dios y un Pitufo bromista adquieren dimensiones insospechadas en la vida de un joven estudiante que, entre el Error de Diciembre, la llegada del PAN al poder, el descubrimiento de su mamá en el rol de amante, la relación de sucesos y números apocalípticos y una suerte de acontecimientos vudú, entra en un remolino hilarante de espanto y humor negro. El actor Ginés Cruz hace que su personaje se desplace raudo y ligero de una situación a otra dotando de verosimilitud cada acontecimiento, por

más disparatado que sea. Su agilidad para crear situaciones e imágenes mediante la narración de lo que padece, junto al caudal de obstáculos a los que debe sobreponerse, hacen de la obra un grato recorrido por el desatino. Yo no sueño con patinar en el Rockefeller Center de Gabriela Guraieb es uno de los textos mejor acabados. Sin pretensiones ni saltos triples, expone las reflexiones y cuestionamientos de una chica sobre el sentido de festejar “el nacimiento del hijo de quien creemos que no existe”. Con la sincera y conmovedora actuación de Montserrat Marañón, cuyo personaje se despoja de una prenda de vestir como si descubriera al mismo tiempo la coraza de su alma, esta obra encara con inteligencia, humor y ternura, las contradicciones de quienes no pueden, o no están dispuestas a conciliar el mundo real con la parafernalia de las tradiciones navideñas. Apocalipsis antinavideño es una experiencia incluyente que abraza a quienes no soportan la melcocha decembrina. Es un buen ejercicio que expone lo grotesco, la violencia, el rencor, el pesar, el anhelo, asidos a un humor que libera pero, sobre todo, es una dosis de oxígeno a cargo de un elenco de buenos actores. L

LA PUERTA ESTRECHA ESPECIAL

De Mesones a Tacubaya Alicia Quiñones aquinonescontacto@gmail.com

Y

o soy quien sin amparo cruzó la vida /En su nublada aurora, niño doliente, /con mi alma herida /El luto y la miseria sobre la frente; […] /Hoy merezco recuerdo de ese pasado /de luz y de tinieblas, de llanto y gloria; /soy un despojo, un resto casi borrado /de la memoria”. Ocho años antes de su muerte, un hombre se mira romántico en su poema “Cantares” (septiembre, 1889) tras una lista de quehaceres por cumplir antes de partir. Fue un luchador social y político que a los 71 años miraba los distintos tonos de sus pasiones como miles de reproducciones formadas en una línea de tiempo. Este hombre, que nació el 10 de febrero de 1818 en la calle Portal de Tejada, ahora conocida como Mesones, y murió en Tacubaya en 1897, era Guillermo Prieto, quien más allá de ser el poeta

popular por excelencia, fue abrazado —como los decimonónicos— por las corrientes románticas, y, por supuesto, del liberalismo, del costumbrismo mexicano y su folclore. Dejó toda la ideología social no solo en sus versos, también en su prosa, en sus crónicas y en su teatro: El alférez, Alonso de Ávila, A mi padre, entre otras. Prieto fue de esos autores a quienes le agradecemos haya dejado en su literatura la vida cotidiana, porque esa vida, esos colores, para él eran los verdaderos escenarios dramáticos y literarios. El pueblo era la literatura misma. ¿Qué sería de los historiadores, de los investigadores sin estos registros? Y ¿qué sería de los teatreros sin Fidel (el seudónimo más conocido y que utilizaba para las críticas y crónicas teatrales en el periódico Siglo XIX)? Es importante recordar que en la vida escénica del XIX Prieto jugó un papel importante con sus traducciones. Tradujo, por ejemplo, zarzuelas francesas. Una de ellas fue El laurel de oro, que se estrenó en el Gran Teatro Nacional en 1876; un año por demás clave para la actividad escénica, ya que se registraba un número inaudito de estrenos para el movimiento teatral de entonces: ¡43 en tan solo 12 meses! Ignacio Manuel Altamirano, quien lo declaró “El poeta mexicano por excelencia” en una de sus crónicas publicadas en El Monitor Republicano, describe: “Guillermo Prieto, quien, ante los anteojos subidos hasta la frente y sacudiendo de cuando en cuando su cabeza agitada por ardientes pensamientos y coronada por sendos mechones de plata mezclados a sus cabellos castaños, le responde con su voz vibrante y magnífica [a Pepe Castillo]”. Ése era el escritor para quien la palabra y los versos estaban a merced de sus ideales.

Guillermo Prieto

De este intelectual se editó recientemente La patria como oficio, un mural de su tiempo; una lectura placentera en donde confluyen una serie de propuestas sobre política cultural que no nos caería mal revisitar. La puerta estrecha se ha cerrado. L


sábado 22 de diciembre de 2012 11

LABERINTO

cine ESPECIAL

Juan Carlos Martín

“Un documental es también una ficción” El proceso creativo y la llegada de Gabriel Orozco a los grandes museos del mundo son la columna vertebral de Campo abierto, más una intuición que una mirada inquisitiva ENTREVISTA Carlos Jordán gonzalezjordan@gmail.com

J

uan Carlos Martín conoce a Gabriel Orozco desde pequeño. Primero coincidieron en alguna escuela y tiempo después el trabajo volvió a reunirlos. Producto de la relación entre el cineasta y el artista plástico, aparecieron dos películas: Gabriel Orozco y Campo abierto, la más reciente. Ambas se traducen en los más exhaustivos trabajos dedicados al proceso creativo del escultor, pintor y performancero mexicano. ¿Por qué hacer una secuela dedicada a Gabriel Orozco? Cuando fui a ver su exposición en Bellas Artes agarré la cámara súper 8 y volví a filmar; te estoy hablando de 2005. Tiempo después encontré el material que se quedó guardado y me pareció interesante. Hablé con Gabriel y se nos ocurrió hacer unos pequeños cortos que tuvieran relación con los sueños. Seguí filmando y me di cuenta que podía haber una nueva película. ¿Pero en 2002, cuando concluye el primer documental, pensaba en retomar el tema? Nunca tuve la intención de hacer un segundo documental. Me fui a vivir a Francia y coincidí con la llegada de su exposición al Pompidou; después estuvo en la Tate Gallery. Gabriel es el primer artista mexicano que en vida recorre los principales museos del mundo. Resultaba interesante capturar eso. Quizá su amistad le ayudó a acceder a cierta información, pero también pudo limitarlo respecto a ciertas cuestiones personales que prefirió no tocar. ¿Cómo lidiar con eso?

Tu mayor virtud puede ser tu peor defecto. La distancia que pude establecer con Gabriel es la que ves en pantalla. Uno hace las películas desde uno mismo, no desde las expectativas de los demás ni desde el análisis. Realicé estos filmes de una manera intuitiva, prendía la cámara y de pronto algo empezaba a suceder. ¿Esta intuición lo lleva a convertirse en personaje? Me pareció interesante que si obligaba a los otros a decir cosas ante una cámara, algo que no siempre es divertido, incluir mi voz me comprometería y me permitiría transmitir una idea de diálogo. En algún momento de la película usted se pregunta “¿Soy yo a partir de quién eres tú?”. ¿Cómo se ve usted a partir de Orozco? Decía Oscar Wilde que cuando pintas el retrato de alguien más, en realidad pintas tu propio retrato. Un documental es también una ficción. El director escoge los momentos de realidad que hablan más de él que de lo que están retratando; es decir, la realidad no es más que un vehículo para expresar cosas que a uno le interesan. Hay un tono didáctico en la película, ¿fue premeditado? No me lo planteé. En los documentales el proceso corre de modo inverso: primero filmas y luego escribes. El arte conceptual es en apariencia hermético pero quería demostrar que en realidad es al contrario. En la película hace escala en la retrospectiva de Gabriel Orozco en el MoMA, que si bien fue importante también le valió cualquier cantidad de comentarios adversos. ¿Por qué no ahondó en la parte crítica?

El pintor, escultor y performancero mexicano

Era un espacio difícil, era la primera de las cuatro exposiciones alrededor del mundo. La del MoMA fue la más complicada, ya luego las cosas fluyeron de mejor manera. No me concentré en lo que dices porque me interesa más registrar elementos generacionales. Por eso aparecen Mauricio Rocha, Gabriel Kuri, Abraham Cruz Villegas. Esa es una de mis obsesiones. ¿Pero cómo vivió Orozco las críticas? Gabriel trabaja al margen de las críticas, tiene muy claro su camino. En el arte incluso las críticas dan prestigio. El arte no es algo bonito, debe perturbarte y dejarte pensando. ¿Qué retroalimentación hay entre su obra y el trabajo de Orozco? No puedo hablar por Gabriel, pero en mi caso la idea de viajar, el movimiento, es algo que siempre me ha llamado la atención. Me enseñó a ver la realidad de una manera distinta; a tratar de estar más consciente de la belleza que me rodea y a ubicarme en el presente. Le he aprendido la pasión por la disciplina y la concentración. ¿Como observador de su trabajo, en qué momento se encuentra el proceso creativo de Gabriel Orozco? Vive una etapa de madurez. En París acabo de ver una exposición con árboles bambú que en lugar de hojas tienen plumas. Sigue experimentando. Se encuentra trabajando con el boomerang como espacio de pensamiento. Es un hombre que sigue jugando. L

HOMBRE DE CELULOIDE ESPECIAL

De Dios y otros cuentos Fernando Zamora @fernandovzamora

S

i Dios no existe todo me está permitido. Si Dios no existe, ¿quién grita su nombre en la soledad del mar? Si Dios no existe ¿por qué el corazón lo busca? Si hemos matado a Dios, ¿qué justifica la existencia dentro de un cuerpo que —sabemos— ha de ser polvo? A la discusión en torno a la creencia (o no) en Dios y a la pertinencia (o no) de las religiones, se une Ang Lee. Lo hace a la altura de los lamentos poéticos de filósofos como San Agustín, Tomás de Aquino y Nietzsche, parafraseados arriba. Antes de esta película, Lee solo era un buen director; hoy se revela como artista-filósofo, un hombre que tiene la voz para tocar temas grandes. Y lo hace con una película grande. En resumen, Life of Pi es una belleza. Está construida con técnica impecable, excelente actuación, soundtrack espectacular y fotografía que introduce al espectador en un sueño. Es ahí, al fondo del sueño, que el artista-filósofo se pregunta por Dios. Y lo hace (cuidado, no nos confundamos) mostrando la sordidez del mal. Ang Lee hace girar el argumento

de la belleza, ese que mueve casi toda la película y parece tan ñoño: “De acuerdo, hay belleza, sí, pero ella tampoco demuestra que Dios existe”. ¿No? Hacia el final Lee vence con un knockout que ofrece solo dos posibilidades: sordidez o belleza. El número 28 en el soundtrack de esta película tiene por nombre ¿Qué historia prefieres tú? Con esta pregunta, el artista-filósofo responde al pesimismo moderno; ese que sacó de la discusión “seria” en liceos y universidades el tema de Dios; ese que impide preguntar por la existencia del bien y del mal; ese que se contenta con respuestas rápidas, extraídas de Wikipedia. La ausencia de Dios, sin embargo (los filósofos lo saben), vuelve grande un pequeño problema: la gratuidad del arte. La vida de Pi comienza pareciendo un cuento fácil que incluso se parece al Cast away de Robert Zemeckis (2000). Efectivamente, podemos verlo en el tráiler, tenemos aquí la historia de un náufrago y por más que no queramos vienen a cuento todos los chistes de náufragos que hemos leído en tiras cómicas. Hay incluso una escena en la que Pi lanza al mar un mensaje enlatado: “!Ayuda! Soy náufrago”. ¿Puede alguien imaginar un cliché más grande? Sí. Dios. La idea de Dios la hemos vuelto un cliché, pero Lee (buen posmoderno) sabe jugar con los clichés; les da vuelta, los contempla, los olisquea y extrae de ellos conclusiones insospechadas, como el mago que extrae una rosa de la oreja del asombrado espectador. No hay cliché que bien pensado no pueda poner a girar a quien cree que todo lo sabe. Lee lo hizo con Brokeback mountain, esa historia de dos vaqueros homosexuales que

Life of Pi (Una aventura extraordinaria). Dirección Ang Lee. Guión David Magee basado en la novela de Yann Martel. Fotografía Claudio Miranda. Música Mychael Danna. China, Estados Unidos, 2012 recordaba todos los clichés sobre vaqueros homosexuales. Life of Pi es una de las películas más hermosas del 2012. Es también una de las más contundentes, pero es necesaria la disciplina, atender cada detalle. Si no lo hacemos, corremos el riesgo de pasar por encima de la parábola zen y quedarnos solo con una bonita historia, un pequeño cuento infantil, un cliché en el que no habita Dios. L


12 sábado 22 de diciembre de 2012

MILENIO

varia AVELINA LÉSPER

ESPECIAL

Visitante de Art Basel

Nativos cuestionan You’re happy, académicos I’m happy ARCHIVO HACHE

CASTA DIVA

Heriberto Yépez

Avelina Lésper

archivohache.blogspot.com

www.avelinalesper.com

saquearon ideas del norte, titularon su statement cool y, de nuevo, nos enteramos cuando la tendencia se hizo apabullante. os académicos para En la última década, la nueva conseguir un trabajo, como ley dicta que hay que atacar en cualquier otra profesión, la literatura del norte para deben ofrecer algo nuevo. Eso es positivo. Excepto cuando la relación tener invitaciones, puestos y notoriedad. con algo “nuevo” tiene el único fin Hoy se nos acusa de todo. de conseguir un puesto o visibilidad. Desde ser parte del crimen Hace dos décadas nuevos organizado hasta tener lectores académicos se colgaron de la que pagan por nuestros libros. aparición de más de una literatura Estimados académicos y del norte. Nos entrevistaban académicas a las que les quede el o te pedían tus libros porque saco, por favor, dejen de usarnos. les resultaban inconseguibles. Nuestro ego no los necesita ni Generalmente, nunca más sabías de nuestra cultura se beneficia en ellos. nada. Al norte nunca se le había dado Llevan ya muchos años importancia literaria. Escribir colgándose del trabajo literario de ese norte en un momento en del norte. que no paraba de publicar libros Si ustedes creen que el interesantes, se hizo lo que ellos nativo norteño es tan torpe mismos llaman una “industria”. que los necesita para definirse, Convenía ponenciar sobre esos “validarse” o “progresar”, o que salvajes. no se entera o no dirá nada, Los 90 y 2000, docenas de s*u*e*ñ*a*n. congresos, artículos MLA en Yo no soy amable. Pero casi Indiana Jones-Journals y, claro, las todos mis colegas sí, y ustedes Memorias (ed.) se han aprovechado de su Los escritores del norte pocas amabilidad. veces recibían siquiera un ejemplar Antes éramos los o aviso. Las comunidades, mucho “chichimecas”, los menos. “provincianos”, los “bárbaros”, En el 99% de los casos, no éramos los exotic-posmos; hoy somos sino objeto de estudio, tema nuevo los “narcoliteratos”. Y a estos para acrecentar su currículum. Al chichimecas, provincianos, norte, en nada le beneficiaba ese bárbaros, exotic-posmos y “descubrimiento”. narcoliteratos no nos gusta que se A partir, más o menos, del 2004 metan con lo que más amamos: se dio un giro. Ahora los nuevos académicos necesitaban ofrecer algo el norte, la tierra en que nacimos distinto, y como ya se había ofrecido y donde vamos a morir peleando. Y sí, somos lo “regresivo”, lo que la literatura del norte de México “mal hecho”, lo “violento”, lo estaba en apogeo y era interesante, “efímero”, lo que necesita dejar los nuevos académicos necesitaban decir lo contrario. de ser así. Somos la basura Rastrearon libros, maquillaron costumbrista, la pior de las sus intervenciones con un teórico carnes asadas. norteamericano o europeo que Somos todos tus prejuicios, explica lo que hace el nativo, bibliografía incluida. L

L

E

l banco HSBC pide perdón porque no estuvo a la altura de sus reguladores y clientes y permitió que sus instituciones se dedicaran al redituable negocio de lavar dinero, miles de millones de dólares en Estados Unidos y en México. Desde luego que el banco estuvo a la altura de sus clientes: hizo lo que se espera de él: eficiencia para manejar dinero ajeno, discreción y una amplia cartera de instrumentos financieros para que todo parezca lo que es, un negocio en el que todos ganan, un casino sin pérdidas. “You’re happy, I’m happy”, decía Vito Corleone. Los dueños de estas cuentas y los funcionarios de esos bancos mantienen su pulcro anonimato, su impecable dinero está seguro, el optimismo está de fiesta, y en algo hay que gastar ese deslumbrante capital de nívea e impune limpieza. Llegan a Art Basel Miami con las manos llenas del dinero que no cabe en una bóveda y tienen que usarlo en algo y qué mejor opción, políticamente correcta y socialmente aceptada, que comprar esto que llaman arte. El impoluto dinero del narco mexicano no circula en esta feria. Tenemos una delincuencia que no compra arte, ni nacional ni extranjero, ni del verdadero ni del falso. Lo único que acumula son Hummers, mansiones y asesinatos. La burbuja del coleccionismo de cosas que pretenden ser arte, y que en realidad son objetos de lujo excéntrico, se infló paralela al desenfreno bancario y a la burbuja inmobiliaria. Decidir qué comprar entre tantas obras iguales es un dilema que se resuelve con la inspiración de otras burbujas, las del champán que se regala en la zona VIP, precisamente para los compradores de cosas VIP: video, instalación, performance. El coleccionismo tiene diferentes modalidades y personalidades. Está el coleccionista que se involucra con la obra, mantiene una comunión con lo adquirido, ve en ese objeto algo de él mismo, y toma riesgos por obra que lo comprometa, que lo implique. También está el que acumula objetos indigeribles que sus asesores definen como arte, que le van a permitir figurar en las listas de mecenas ricos de las revistas y le abran las

puertas de los museos contemporáneos. Este último viene a Art Basel y se lleva esas cosas que no podrían ser ni guardadas en una caja una vez terminada la feria. Ahora, no es razonable ponerse exigente con eso de la selección. Cuando el dinero sobra, lo justo es despilfarrarlo. Estas obras son un ejemplo: todo vendido, todo en dólares, solo algunos precios son en euros. De Mona Hatoun, una silla de hierro con una telaraña tejida, muy “poética” dice la galerista, 120 mil euros. Para decorar una casa diseñada por Zaha Hadid, flor gigante, con colorido tipo Hello Kitty, de Yayoi Kusama, 450 mil. Tapiz para cubrir paredes con la frase “Conceptual Decoration”, 40 mil por diez rollos de Stefan Brüggemann. Hay letreros de Barbara Kruger de diferentes precios con frases muy profundas: “Greedy Schmuck”, de 250 mil. Si queda grande para la pared del corporativo la galería lo pide más pequeño; total, es una impresión digital. La comida basura reverenciada por el arte ídem, “escultura” de bolsa de papas fritas cubierta de brillantina, muy elegante, de Liza Lou, por 95 mil. De Isa Genzen, bloque de cemento con dos antenas de radio, el sentido del humor está en el precio, 29 mil. Uno de los récords de venta, impresión digital de una portada de novela rosa con la imagen de una enfermera y unos artísticos brochazos de pintura de Richard Prince, 6 millones. Tendedero con lienzo teñido con cosméticos, de la ganadora del Turner Prize, Carla Black, 60 mil libras. Foto de Cindy Sherman disfrazada, 120 mil; y en caso de no llegar al precio, están las fotos de su imitadora Rineke Dijstra: hace lo mismo, es más joven y cuestan 50 mil. Lo minimalista se paga caro. De Jorge Macchi, alambres sobre una tabla, 32 mil. Estantería con videos, enseres kitsch y botellas con agua de colores, de Papilotti Rist, 300 mil. Llanta y tubo de aluminio de Cady Nolan, 75 mil. El precio de un objeto de este tipo es un capricho, y es un capricho pagarlo, consecuencia de la borrachera que causan estas burbujas. La cruda no llega porque para eso están los teóricos de este falso arte absolviendo al cinismo. L


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