Laberinto
David Toscana Mala prosa página 2 Armando González Torres ¿Ejercicio o caramelos? página 3 José Antonio Rodríguez Trabajo de Cámara página 8 Magali Tercero 150 años de arte moderno página 12
N.o 525
sábado 6 de julio de 2013
Nostalgia del cronopio
Gustavo Monroy / Santiago Gamboa Página 4 ARTURO FONSECA
¿Chomsky o Zaid? Julio Hubard
Usos y abusos culturales en México Luis Xavier López Farjeat Página 6
MILENIO
02 b sábado 6 de julio de 2013
MILENIO
antesala EX LIBRIS
Freud, Jung y el Subconsciente bEKO
Mala prosa TOSCANADAS
David Toscana dtoscana@gmail.com
H
ay escritores que saben algo del alma humana, que crean historias interesantes, que tienen una idea de la literatura como arte. ¿Pero de qué sirve todo esto si no saben redactar una frase? Pienso en eso porque ahora estaba intentando leer una novela supuestamente grandiosa: El país del agua, de Graham Swift, un autor inglés al que la crítica le alaba su excelente prosa. ¿Excelente? Todo lo contrario. Fui avanzando por la intrincada escritura, tratando al mismo tiempo de no irritarme por la traducción Made in Spain, que nos regala frases como “Dicho en otras palabras, el tipo se flipó, se volvió majara”, hasta que me topé con la siguiente joya: “¿Y por qué, pese a que no puede negar la evidencia de determinados signos — que dicen que quizá Mary Metcalf también sienta algo por él (porque la reticencia y quejumbrosidad del chico no han dejado de dotarle de una aura de misterio, y Mary es incapaz de resistirse a los misterios)—, no puede casi creer que lo que desea está, de hecho, ocurriendo?” La cabeza se me quebró con estas líneas dignas de una antología de la peor prosa. Llegué a suponer que era culpa del traductor, pero no: encontré la versión en inglés igualmente descoyuntada. Perdí todo interés en la
historia. No podía interesarme por los amores y desamores de los protagonistas si solo me estaba fijando en los paréntesis, los guiones, las frases entrecortadas, las palabras de más y las subordinadas de las subordinadas de las subordinadas. Cuando redacto evito los paréntesis y cuando leo agradezco que haya un mínimo de ellos. ¿Por qué? La RAE los define así: “Oración o frase incidental, sin enlace necesario con los demás miembros del periodo, cuyo sentido interrumpe y no altera”. Supongo que en la buena prosa no debe haber frases incidentales, cada idea ha de estar enlazada y es defecto interrumpir. Una novela se construye con prosa. La mera buena prosa no hace una buena novela; pero la mala prosa por necesidad hace una mala novela. Así, un mal pintor será un mal paisajista aunque elija plasmar un bello paisaje. Rulfo es nuestro mejor escritor por su prosa, no porque se le haya ocurrido una original historia de vivos muertos o muertos vivos. Y para muestra basta el inicio de Pedro Páramo: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo cuando ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo.” Graham Swift la hubiese redactado de otro modo, todo en una sola oración, con esa falsa idea de que se requiere mayor oficio para escribir frases largas que frases cortas. “Vine a Comala porque me dijeron —para ser exactos fue mi madre quien me lo dijo cuando estaba por morirse— que acá vivía mi padre (un tal Pedro Páramo), y yo le prometí (no con palabras, sino apretándole las manos) que — cuando ella muriera— vendría a verlo pues yo estaba en un plan de prometerlo todo.” Y no faltarán amantes de la mala prosa que prefieran la versión de Swift. L
DE CULTO
Rodrigo Flores Herrasti b floresherrasti@hotmail.com ESPECIAL
Juan de Palafox y Mendoza:
La ceniza tiembla
P
or estas latitudes, el nombre de Juan de Palafox y Mendoza no resulta extraño. La ciudad de Puebla goza tanto de la imponente catedral cuya edificación, hecha en tiempo récord para la época, el arzobispo impulsó con vehemencia, como de los cinco mil ejemplares de la magnífica biblioteca legada por él para optimizar la formación seminarista de la diócesis. En los estudios coloniales se recuerda aún el cansino pleito fiscal que, desde su breve virreinato en 1642, sostuvo con la Compañía de Jesús a lo largo de once años. A pesar de estos referentes, su trabajo como poeta es poco conocido. Si bien, esta labor ocupa un solo tomo de los trece volúmenes de sus escritos, no desmerece ni en plástica ni en impacto con respecto a otras letras barrocas peninsulares y de la Nueva España. Son las Poesías espirituales, en donde Palafox y Mendoza da rienda a una puntillosa compulsión por las postrimerías humanas y terrenales. Con diversas estrofas, el obispo asimila los modelos de construcción poética en boga y los vuelca, más que "a lo divino", hacia lo apocalíptico. Dos orillas guían este caudal lírico de escatología teológica: un visionario dar cuenta de la hecatombe y un énfasis sobre el tremor de la fe. Sin titubear, Palafox tira del hilo de las revelaciones. En versos como “La máquina del orbe se disuelve”, o su gemelo exhortativo “Que del mundo la máquina se rompa”, queda clara su singular ansia por engullir la mies de la herrumbre. Así, por ejemplo, cuando los elementos devastan, portan el sino del último juicio pues "el aire cuaja
el polvo en remolinos", o se convoca a que “bramen las aguas al bramar los vientos”. A veces, Palafox sigue de cerca la poesía de Lope ya sea en la gramática de ciertos sonetos o en ciertos juegos de opuestos. Otro tanto sucede con la obra de San Juan de la Cruz. No son gratuitos estos aparejamientos: además de los vínculos temáticos, la enumeración característica en uno y otro poeta sirve a Palafox para agolpar imágenes que saturen y se impongan al ánimo en la lectura. En esta escritura participan también temas como el flagelo y la purga del asceta. Desde una suavizada proposición como “el tormento y el quebranto/ son un laurel y amaranto/ para la fuente del justo”, hasta la explícita convicción de que el alma “con fuertes golpes a su carne azota/ y la sangre derrama,/ que vertida por Dios al cielo llama”, la puesta ante los ojos y el congestionamiento verbal se ufanan por enunciar una gracia lacerante. A la par, Palafox insiste en un ejercicio inquieto de la creencia. Apura a “Temed el día riguroso e incierto”, en que se volverá “en fuego nuestra vana confianza”. La devoción despojada de sosiego, sentida por igual frente a la condena o la gloria, le hace rozar ligeramente la irracionalidad mística. De símbolos aparentemente sencillos como “Y yendo sin camino/ sin que haya entendimiento ni memoria”, puede inferirse una noción divina del deseo cuyo movimiento prescinde del tiempo. Ya sea por el cíngulo o por el arrebato, la poesía de Palafox y Mendoza empuja a la imaginación religiosa hacia escenarios perturbables donde las percepciones vibren por los espasmos de la epifanía o de las cenizas. L
BITÁCORA PSICOTRÓPICA
Xavier Velasco
Si El Buen Camino fuera así de bueno, no estaría tan mal señalizado.
MILENIO b LABERINTO b Dirección: José Luis Martínez S. Edición: Alicia Quiñones Coedición: Iván Ríos Gascón Arte y diseño: Salvador Vázquez Mejía
sábado 6 de julio de 2013 b 03
LABERINTO
antesala
De Nebra
¿Ejercicio o caramelos?
Esta bitácora nos lleva, en una serie de destellos, por el día, la noche y las desventuras de una voz para la que la naturaleza se funde con los cuerpos POESÍA
ESCOLIOS ESPECIAL
Ingrid Valencia
Día siete Es Venus en el círculo hacia otro sol pasará y dormiré con la prisa en la garganta.
Día trece No está la guerra en la flecha sino en lo fugaz
Armando González Torres agonzale79@yahoo.com.mx
lo mirado
L
en el amor.
Día 18
Hundo el cuerpo en el acertijo de la isla. El peso atrae la coraza la intemperie.
Día 20 Un árbol en los ojos de piedra y avispa. Un árbol en la mano palpitante de la tierra cortada por ríos. Un árbol en la isla espera tu entraña de cuerpo con alas.
Día 34 El sol blanco duerme en tu boca un destello metido entre grietas la esquina donde se pierden los signos y la noche.
ESPECIAL
I
ngrid Valencia (Ciudad de México, 1983) es autora del poemario La inacabable sombra (Literalia Editores, 2008). Sus piezas han sido compiladas en: Diez y nota. Selección juvenil Jalisco, Niños que se tragan la luna, Del silencio hacia la luz. Mapa poético de México, La mujer rota y Anuario de poesía mexicana 2006 (FCE), entre otros. Ha colaborado en las revistas Acequias, Arca, Crítica, Tierra Adentro, Luvina, Moria, La línea del cosmonauta, Clarimonda, Papalotzi, The Ofi Press Magazine y Bakwa Magazine. Los versos que aquí se presentan se publicarán en la colección “La Ceibita”, del programa editorial Tierra Adentro.
a alegría es intrínseca al acto creativo: después de las etapas de germinación, esfuerzo y angustia, el alumbramiento de un producto estético genera un sentimiento de regocijo. Al igual que el juego, la actividad estética trasciende las necesidades naturales y se realiza por esparcimiento o afán de elevación. Por eso, la estética puede abstraer al individuo de las preocupaciones cotidianas e invitarlo a otros modos de observación. El proceso de articular una intuición difusa en una creación estética ejercita las facultades del gusto, la imaginación, la concentración, el juicio y la concreción. A menudo, el acto creativo reformula el mundo para el creador: le genera descubrimientos, le remoza vivencias remotas, le permite inventar nuevas asociaciones y lecturas y transforma su percepción y valoración de las cosas. De ahí el poderoso impacto de la creación en el creador y el hecho de que las características, grandiosas o humildes, del producto importen poco en el entusiasmo del que lo hace. El solo hecho de hacer algo implica para el creador desbordar las percepciones convencionales y generar excedentes de sentido: un ama de casa que ha plasmado su visión del paisaje en una pequeña acuarela es tan feliz como el escultor profesional que ha culminado su obra de gran formato. Una vez creado un producto estético, el hecho de que sea reconocido por los otros
produce placer. La alegría de crear y el placer de ser reconocido son sentimientos muy parecidos, pero con significativos matices: la alegría de crear es autogenerativa, mientras que el placer de ser reconocido es dependiente de las circunstancias y no añade nada al mérito de la creación. En un mundo donde privaran los ideales estéticos, la mera alegría de crear sería suficiente y se desvincularía de la proclividad al placer del reconocimiento y la retribución. Con todo, en la vida real es entendible que la alegría pura de crear se asocie con la expectativa placentera de trascender y merecer, pues el artista goza no solo el proceso agridulce de la creación, sino los efectos prácticos en su fortuna y en su estima pública del hecho de agradar a los demás. El gran problema ocurre cuando los incentivos apuntan a menoscabar la alegría creativa por el mero placer de ser reconocido, lo que es como sustituir las feromonas del ejercicio por las de los caramelos. Por lo demás, se sabe que la celebridad artística depende poco en realidad del trabajo creativo y que hay numerosos atajos (el tráfico de influencias, la mercadotecnia) para acelerar o inflar el placer del reconocimiento y crear adictos al aplauso. Un adicto de esta índole muy probablemente cambiará sus prioridades: apresurará los ciclos de maduración de sus obras a fin de que se exhiban más rápido en las vitrinas, buscará ratificar las convenciones emotivas de los otros y, en fin, derrochará su potencial de libertad y alegría creativa para obtener su dosis de reconocimiento inducido. L
MILENIO bLABERINTO b http://www.milenio.com/suplementos/laberinto/Facebook: Laberinto Milenio/Twitter: SCLaberinto
04 b sábado 6 de julio de 2013
MILENIO
sábado 6 de julio de 2013 b05
LABERINTO
literatura
literatura LA MAGA A OJOS DE GUSTAVO MONROY
ESPECIAL
ESPECIAL
Nostalgia del cronopio
Rayuela y sus consecuencias
El impacto de una obra literaria se mide en la dimensión de su presencia en el recuerdo, en la ubicuidad que adopta en la memoria: sean lugares o individuos, sea la música o el ambiente del tiempo perdido, la lectura acompaña las vivencias como parte del azaroso elenco existencial. A continuación, el relato de dos flâneurs, uno en la Ciudad de México y otro en París, que llevaban la novela de Cortázar bajo el brazo
Santiago Gamboa
Y
MEMORIA ESPECIAL
Gustavo Monroy
A
principios de los ochenta yo también busqué a La Maga, mi Maga, en lugares inciertos y cafés de la Ciudad de México, algunos de ellos ahora inexistentes. La busqué con mi ejemplar de Rayuela bajo el brazo en extraviadas noches frías en el café Kiko’s de Puente de Alvarado. Estudiante de pintura en La Esmeralda, ubicada en la calle de San Fernando, el centro de la ciudad me parecía el territorio ideal para soñar a ritmo de jazz su interminable búsqueda. En el histórico café La Habana conocí a un personaje que parecía salido de las páginas de la novela y que seguía juntando firmas para protestar por el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki: Moisés Evaristo Orozco Leal, Moieva, así firmaba sus escritos. Con Moi recorrí las calles nocturnas de una ciudad nueva y secreta. Nos reuníamos en la Zona Rosa por las noches, él vendía sus poemas y escritos anarquistas, yo mis dibujos y ejercicios de estudiante. El refugio anarquista de Moi estaba cerca del café La Habana en el edificio La Mascota, conocido ahora como departamentos Buen Tono, frente a la secretaría de Gobernación. De ahí salió una madrugada caminando rumbo al Reloj Chino completamente desnudo para fotografiarse de espaldas a él. Su larga barba blanca, su cuerpo alto y correoso de hombre ya maduro quedaron plasmados en una fotografía que colgaba en una de las paredes de su pequeña habitación y que mostraba con orgullo de guerrillero. No fueron pocos los amaneceres compartidos con Moi por los rumbos de Bucareli desayunando fideos hervidos en su minúsculo calentador eléctrico. Caminábamos sin rumbo, él con su interminable rollo de papel para recolectar firmas contra un bombardeo sucedido 35 años atrás, yo con mi ejemplar de Rayuela bajo el brazo buscando a La Maga, mi Maga. La busqué también en el café Tupinamba, en la calle de Bolívar, donde servían deliciosas magdalenas, y un arroz blanco montado con huevos bañados de mole que solo con el tiempo y algo más de dinero pude ordenar. Los domingos por la mañana llegaba desde Coyoacán al Tupinamba. Entraba a un mundo de viejos republicanos españoles que no distaba mucho del mundo en el cual me sumergía la novela, aislado en una de las tantas mesas atendidas por mujeres que cuidaban a los tertulianos como si fueran enfermeras de un hospital íntimo y familiar. Decían que ahí había estado infinidad de tardes el poeta León Felipe, décadas atrás; entonces yo intentaba acaso adivinar la mesa precisa, el lugar exacto, para revivir su recuerdo y extrañar, a mi manera, su ausencia. Un día el café Tupinamba cerró sus puertas, los viejos republicanos dejaron este mundo y el centro de la Ciudad de México perdió un entrañable sitio histórico, uno más de tantos… La lectura de Rayuela significó una nueva visión del mundo, volver a ver con ojos nuevos, menos rígidos, la realidad, el entorno, el adentro y el afuera. Enamorarse de una ciudad desconocida, lejana.
Café La Habana
Rayuela no se podía leer pasivamente, Rayuela no se leía, se habitaba. Rayuela habitaba en el lector y viceversa. Como en el cuento “Casa tomada”, la novela se iba desplazando al interior, ocupando un espacio vital. Tardes de lectura en La fuente de Trevi, frente a la Alameda, esperando que entrara La Maga, mi Maga. Un capítulo, ¿cuál?, en el café La Blanca, en 5 de Mayo, de ahí al Popular, en la misma avenida, para continuar ese infinito juego de azar por las calles de París. Buscando a La Maga, mi Maga, escuchando a Oliveira, a Etienne, Roland, Babs, a Morelli se iban hilvanando nombres conocidos y otros por conocer: Picasso, André Bretón, Fritz Lang, San Agustín, Antonin Artaud, Henry Miller, Mondrian, Durrell… A todos ellos había que encontrarlos también pronto. Al tiempo que avanzaba en la lectura, en mi vieja máquina de escribir tecleaba los nombres de personajes reales que aparecían en la novela. Recuerdo
haber pasado de trescientos: Le Corbusier, Octavio Paz, Piero de la Francesca, Tupac Amaru. La lista aumentaba: Ambroise Pare, Chaplin, Kurt Schwitters, Buñuel, Malraux, Dylan Thomas… ¡Tantos libros por leer, tanta música por escuchar!... Rayuela se expandía y obligaba al conocimiento. A mis veinte años el futuro era un horizonte lejano pero La Maga, mi Maga, no tardaría en aparecer, pensaba. En más de una ocasión la busqué en el ya desaparecido café La Veiga, en Insurgentes, muy cerca de Félix Cuevas. Aquel gran salón con terraza era en cierto modo parecido a algunas cafeterías del centro pero al mismo tiempo diferente. Caras conocidas de intelectuales conocidos. Seguramente ahí no encontraría nada, pero el lugar era agradable, los molletes riquísimos, económicos, y había buen café con buen pan recién hecho en la panadería de al lado, integrada a la cafetería. Meseros limpios y elegantes. Algo se quebró para siempre el día que La Veiga dejó de existir, aviso de tiempos oscuros.
De regreso al centro, la opción natural era el café París, con su decadencia de glorias pasadas, su vista lateral desde la barra a la avenida 5 de Mayo. Hacer un alto para comer en las Tortas Robles, local que se ubicaba por la calle de Independencia, cerca de la Secretaría de Marina. Se subía a un segundo piso por unas angostas escaleras de madera, la fila para acceder era larga y muchas veces salía hasta la calle. Marineros, oficinistas, obreros y estudiantes admirábamos el decorado, que consistía de varias decenas de fotografías, muchas de ellas autografiadas, de actrices, vedettes y personajes de la farándula. Olga Breeskin, Isela Vega, Angélica María. Las Tortas Robles eran muy económicas, sencillas, sin complicaciones. No había mucha variedad: de quesillo, de aguacate y de queso de puerco, todas con o sin chile chipotle, para llevar o comer ahí mismo, en pequeñas mesas comunitarias. El universo de Rayuela lo abarcaba todo. Un tiempo sin tiempo en el que la muerte de Rocamadour podía originar días de duelo verdadero. No recuerdo el momento exacto en el que terminé la novela: al mismo tiempo había estado sumergido en sus cuentos y todo lo que caía en mis manos relacionado con ese Universo, la Galaxia Cortázar, enorme agujero negro que se tragaba la realidad. Llegó el año de 1983. Desayunaba cronopios, comía famas y soñaba esperanzas. Una noticia en el periódico unomásuno, el Gran Cronopio (¡el único!) vendría a México. Estaría de visita en la UNAM, en el Auditorio Che Guevara de la Facultad de Filosofía y Letras. Vivía en un minúsculo cuarto alquilado en la calle de Vicente García Torres, en Coyoacán. Recuerdo claramente la emoción de aquel día antecedido por una larga noche de insomnio. Me levanté muy de madrugada y enfilé rumbo a la UNAM. Al llegar me encontré con una multitud que intentaba entrar al auditorio. Nada ni nadie podría impedir mi acceso, así que al término de la batalla mi posición fue victoriosa, estratégica, triunfal. Quedé de frente al público, a unos cuantos metros de Julio Cortázar, muy cercano a la mesa desde donde con su particular forma de hablar y pronunciar la “r” se dirigía a un auditorio rebosante.
Esa posición en alto permitió, ya finalizado el evento, que decenas de estudiantes me ofrecieran desde abajo papelitos y cartas dobladas para que se las entregara al Supremo Cronopio de todos los tiempos. Alcancé en unos breves segundos a extender mi brazo para darle los pequeños papeles a Julio Cortázar, en la mano. Al momento de aquel fugaz contacto tuve la extraña sensación de que mi mano desaparecía, se extraviaba, era tragada por una enorme, enormísima y cálida mano gigantesca de cuya palma como planicie ilimitada surgían dedos más largos que mi brazo. “Ggrracias”, dijo el Verdadero Cronopio. Tal vez al día siguiente, no recuerdo bien, se presentó en la plaza de Coyoacán acompañado, entre otros, por Fernando Benítez. Las palabras con que inició aquella memorable charla permanecen aún en mi memoria: “… imaginemos esta plaza como a un enorme queso gruyere y que por sus agujeros se nos cuelan diferentes realidades…”. A principios de 1984 ya no vivía en Coyoacán. Me había mudado a la colonia Condesa. Finalmente regresaba al sitio donde había nacido y vivido mi infancia; un amigo pintor me había invitado a compartir espacios en la calle de Colima. El café de la zona era un café de chinos que se llamaba Café Especial, junto a la Sala Chopin. Fideos y café con leche económicos. Mi lectura de Rayuela había quedado atrás; sin embargo, tenía la rara sensación de que ahora en vez de leerla, la estaba viviendo con todo y música de fondo. El 13 de febrero bajé temprano por la escalera interior del departamento–taller comunitario a recoger el periódico que llegaba a domicilio. Julio Cortázar había muerto en París un día antes. En un abrir y cerrar de ojos, el llanto se desbordó. Como si ese mundo, esa galaxia, ese universo se hubiera detenido, subí las escaleras hacía el agujero negro de la orfandad. Treinta años después de haberla leído, Rayuela sigue siendo una fuente inagotable de sorpresas. Novela elixir, novela casa, novela piedra de toque, novela laberinto. Rayuela es una suerte de espejo a lo Dorian Gray: pasados treinta años, vuelvo a mi viejo ejemplar, lo abro y me veo, me contemplo joven de nuevo, a mis veinte años y el horizonte lejano. L
a conté en otro artículo en Laberinto la perplejidad que me produjo releer Rayuela 30 años después, así que en esta ocasión, para seguir evocando a ese gran autor que fue Cortázar, me propongo escribir sobre las “consecuencias” de Rayuela, esa extraña y, en el fondo, muy tradicional novela–texto sagrado que transformó a sus lectores en adeptos, en furiosos muyahidines que, a partir de su lectura, anhelaron cambiar sus vidas hacia algo rabiosamente estético y moderno. Rayuela fue, creo, la novela que más sojuzgó voluntades, y Cortázar el escritor que, a pesar de competir con Vargas Llosa, García Márquez y Carlos Fuentes —la pesada del Boom— resultó sin duda el más carismático, el que todos querían tener en su mesa o en su vagón de tren o en su cama. Esto último es un signo de los tiempos: a pesar de ser una novela increíblemente machista —las mujeres de Rayuela, por lo general, no son cultas, y lo compensan siendo buenas en la cama—, las féminas suspiraban por Cortázar, hacían gárgaras con sus lágrimas pensando en él y cuando murió todas se transformaron en sus viudas. Soy consciente de que en los años sesenta y setenta, época de revolución sexual y rebeldía planetaria, el machismo no era aún visto como ese comportamiento cavernícola y delincuencial de hoy, pero ya se denunciaba y sobre todo ya había un feminismo opuesto que a su vez, también, era bastante rudo y primario. La vida era así en esos años. Conozco decenas de cronopios de esa generación que siguen considerándose revolucionarios, pero que en sus casas son verdaderos tiranos. En mi caso, la consecuencia más grande de la lectura de Rayuela fue la convicción de que París era la capital de las letras. Si Hemingway y Henry Miller transformaron París en el Olimpo de los norteamericanos de su generación, Cortázar lo hizo en la mía e intermedias: París, tras leer Rayuela, se asociaba no solo con la escritura sino en general con la libertad creativa, con la respiración de un mundo y el deseo de abarcarlo: todas las culturas, todas las lenguas, todas las experiencias. París, en la imagen que Cortázar me transmitió a los 17 años, era algo más que una ciudad: era un modo de ser y de vivir, un modo de ser culto y cosmopolita, un modo político de concebir la realidad y las relaciones humanas. La consecuencia de Rayuela, para mí, fue haber llegado a vivir a París, en 1990, con una maleta de 23 kilos y 700 dólares. Venía a hacer mi peregrinaje, pero ya todos se habían ido. El París de Rayuela no aparecía por ningún lado. En su lugar había una ciudad inhóspita y cruel que se resistía a abrazarme. Yo buscaba la literatura y encontré la vida, solamente. Me sumergí de lleno en la piscina de los tiburones y procuré resistir, hacerme fuerte. Nada de eso estaba en el libreto que me dejó Cortázar, pero esos años de dureza y soledad parisina acabaron siendo mi mayor tesoro y, al final, un poco después, la literatura al fin llegó. L
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MILENIO
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LABERINTO
literatura
literatura LA MAGA A OJOS DE GUSTAVO MONROY
ESPECIAL
ESPECIAL
Nostalgia del cronopio
Rayuela y sus consecuencias
El impacto de una obra literaria se mide en la dimensión de su presencia en el recuerdo, en la ubicuidad que adopta en la memoria: sean lugares o individuos, sea la música o el ambiente del tiempo perdido, la lectura acompaña las vivencias como parte del azaroso elenco existencial. A continuación, el relato de dos flâneurs, uno en la Ciudad de México y otro en París, que llevaban la novela de Cortázar bajo el brazo
Santiago Gamboa
Y
MEMORIA ESPECIAL
Gustavo Monroy
A
principios de los ochenta yo también busqué a La Maga, mi Maga, en lugares inciertos y cafés de la Ciudad de México, algunos de ellos ahora inexistentes. La busqué con mi ejemplar de Rayuela bajo el brazo en extraviadas noches frías en el café Kiko’s de Puente de Alvarado. Estudiante de pintura en La Esmeralda, ubicada en la calle de San Fernando, el centro de la ciudad me parecía el territorio ideal para soñar a ritmo de jazz su interminable búsqueda. En el histórico café La Habana conocí a un personaje que parecía salido de las páginas de la novela y que seguía juntando firmas para protestar por el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki: Moisés Evaristo Orozco Leal, Moieva, así firmaba sus escritos. Con Moi recorrí las calles nocturnas de una ciudad nueva y secreta. Nos reuníamos en la Zona Rosa por las noches, él vendía sus poemas y escritos anarquistas, yo mis dibujos y ejercicios de estudiante. El refugio anarquista de Moi estaba cerca del café La Habana en el edificio La Mascota, conocido ahora como departamentos Buen Tono, frente a la secretaría de Gobernación. De ahí salió una madrugada caminando rumbo al Reloj Chino completamente desnudo para fotografiarse de espaldas a él. Su larga barba blanca, su cuerpo alto y correoso de hombre ya maduro quedaron plasmados en una fotografía que colgaba en una de las paredes de su pequeña habitación y que mostraba con orgullo de guerrillero. No fueron pocos los amaneceres compartidos con Moi por los rumbos de Bucareli desayunando fideos hervidos en su minúsculo calentador eléctrico. Caminábamos sin rumbo, él con su interminable rollo de papel para recolectar firmas contra un bombardeo sucedido 35 años atrás, yo con mi ejemplar de Rayuela bajo el brazo buscando a La Maga, mi Maga. La busqué también en el café Tupinamba, en la calle de Bolívar, donde servían deliciosas magdalenas, y un arroz blanco montado con huevos bañados de mole que solo con el tiempo y algo más de dinero pude ordenar. Los domingos por la mañana llegaba desde Coyoacán al Tupinamba. Entraba a un mundo de viejos republicanos españoles que no distaba mucho del mundo en el cual me sumergía la novela, aislado en una de las tantas mesas atendidas por mujeres que cuidaban a los tertulianos como si fueran enfermeras de un hospital íntimo y familiar. Decían que ahí había estado infinidad de tardes el poeta León Felipe, décadas atrás; entonces yo intentaba acaso adivinar la mesa precisa, el lugar exacto, para revivir su recuerdo y extrañar, a mi manera, su ausencia. Un día el café Tupinamba cerró sus puertas, los viejos republicanos dejaron este mundo y el centro de la Ciudad de México perdió un entrañable sitio histórico, uno más de tantos… La lectura de Rayuela significó una nueva visión del mundo, volver a ver con ojos nuevos, menos rígidos, la realidad, el entorno, el adentro y el afuera. Enamorarse de una ciudad desconocida, lejana.
Café La Habana
Rayuela no se podía leer pasivamente, Rayuela no se leía, se habitaba. Rayuela habitaba en el lector y viceversa. Como en el cuento “Casa tomada”, la novela se iba desplazando al interior, ocupando un espacio vital. Tardes de lectura en La fuente de Trevi, frente a la Alameda, esperando que entrara La Maga, mi Maga. Un capítulo, ¿cuál?, en el café La Blanca, en 5 de Mayo, de ahí al Popular, en la misma avenida, para continuar ese infinito juego de azar por las calles de París. Buscando a La Maga, mi Maga, escuchando a Oliveira, a Etienne, Roland, Babs, a Morelli se iban hilvanando nombres conocidos y otros por conocer: Picasso, André Bretón, Fritz Lang, San Agustín, Antonin Artaud, Henry Miller, Mondrian, Durrell… A todos ellos había que encontrarlos también pronto. Al tiempo que avanzaba en la lectura, en mi vieja máquina de escribir tecleaba los nombres de personajes reales que aparecían en la novela. Recuerdo
haber pasado de trescientos: Le Corbusier, Octavio Paz, Piero de la Francesca, Tupac Amaru. La lista aumentaba: Ambroise Pare, Chaplin, Kurt Schwitters, Buñuel, Malraux, Dylan Thomas… ¡Tantos libros por leer, tanta música por escuchar!... Rayuela se expandía y obligaba al conocimiento. A mis veinte años el futuro era un horizonte lejano pero La Maga, mi Maga, no tardaría en aparecer, pensaba. En más de una ocasión la busqué en el ya desaparecido café La Veiga, en Insurgentes, muy cerca de Félix Cuevas. Aquel gran salón con terraza era en cierto modo parecido a algunas cafeterías del centro pero al mismo tiempo diferente. Caras conocidas de intelectuales conocidos. Seguramente ahí no encontraría nada, pero el lugar era agradable, los molletes riquísimos, económicos, y había buen café con buen pan recién hecho en la panadería de al lado, integrada a la cafetería. Meseros limpios y elegantes. Algo se quebró para siempre el día que La Veiga dejó de existir, aviso de tiempos oscuros.
De regreso al centro, la opción natural era el café París, con su decadencia de glorias pasadas, su vista lateral desde la barra a la avenida 5 de Mayo. Hacer un alto para comer en las Tortas Robles, local que se ubicaba por la calle de Independencia, cerca de la Secretaría de Marina. Se subía a un segundo piso por unas angostas escaleras de madera, la fila para acceder era larga y muchas veces salía hasta la calle. Marineros, oficinistas, obreros y estudiantes admirábamos el decorado, que consistía de varias decenas de fotografías, muchas de ellas autografiadas, de actrices, vedettes y personajes de la farándula. Olga Breeskin, Isela Vega, Angélica María. Las Tortas Robles eran muy económicas, sencillas, sin complicaciones. No había mucha variedad: de quesillo, de aguacate y de queso de puerco, todas con o sin chile chipotle, para llevar o comer ahí mismo, en pequeñas mesas comunitarias. El universo de Rayuela lo abarcaba todo. Un tiempo sin tiempo en el que la muerte de Rocamadour podía originar días de duelo verdadero. No recuerdo el momento exacto en el que terminé la novela: al mismo tiempo había estado sumergido en sus cuentos y todo lo que caía en mis manos relacionado con ese Universo, la Galaxia Cortázar, enorme agujero negro que se tragaba la realidad. Llegó el año de 1983. Desayunaba cronopios, comía famas y soñaba esperanzas. Una noticia en el periódico unomásuno, el Gran Cronopio (¡el único!) vendría a México. Estaría de visita en la UNAM, en el Auditorio Che Guevara de la Facultad de Filosofía y Letras. Vivía en un minúsculo cuarto alquilado en la calle de Vicente García Torres, en Coyoacán. Recuerdo claramente la emoción de aquel día antecedido por una larga noche de insomnio. Me levanté muy de madrugada y enfilé rumbo a la UNAM. Al llegar me encontré con una multitud que intentaba entrar al auditorio. Nada ni nadie podría impedir mi acceso, así que al término de la batalla mi posición fue victoriosa, estratégica, triunfal. Quedé de frente al público, a unos cuantos metros de Julio Cortázar, muy cercano a la mesa desde donde con su particular forma de hablar y pronunciar la “r” se dirigía a un auditorio rebosante.
Esa posición en alto permitió, ya finalizado el evento, que decenas de estudiantes me ofrecieran desde abajo papelitos y cartas dobladas para que se las entregara al Supremo Cronopio de todos los tiempos. Alcancé en unos breves segundos a extender mi brazo para darle los pequeños papeles a Julio Cortázar, en la mano. Al momento de aquel fugaz contacto tuve la extraña sensación de que mi mano desaparecía, se extraviaba, era tragada por una enorme, enormísima y cálida mano gigantesca de cuya palma como planicie ilimitada surgían dedos más largos que mi brazo. “Ggrracias”, dijo el Verdadero Cronopio. Tal vez al día siguiente, no recuerdo bien, se presentó en la plaza de Coyoacán acompañado, entre otros, por Fernando Benítez. Las palabras con que inició aquella memorable charla permanecen aún en mi memoria: “… imaginemos esta plaza como a un enorme queso gruyere y que por sus agujeros se nos cuelan diferentes realidades…”. A principios de 1984 ya no vivía en Coyoacán. Me había mudado a la colonia Condesa. Finalmente regresaba al sitio donde había nacido y vivido mi infancia; un amigo pintor me había invitado a compartir espacios en la calle de Colima. El café de la zona era un café de chinos que se llamaba Café Especial, junto a la Sala Chopin. Fideos y café con leche económicos. Mi lectura de Rayuela había quedado atrás; sin embargo, tenía la rara sensación de que ahora en vez de leerla, la estaba viviendo con todo y música de fondo. El 13 de febrero bajé temprano por la escalera interior del departamento–taller comunitario a recoger el periódico que llegaba a domicilio. Julio Cortázar había muerto en París un día antes. En un abrir y cerrar de ojos, el llanto se desbordó. Como si ese mundo, esa galaxia, ese universo se hubiera detenido, subí las escaleras hacía el agujero negro de la orfandad. Treinta años después de haberla leído, Rayuela sigue siendo una fuente inagotable de sorpresas. Novela elixir, novela casa, novela piedra de toque, novela laberinto. Rayuela es una suerte de espejo a lo Dorian Gray: pasados treinta años, vuelvo a mi viejo ejemplar, lo abro y me veo, me contemplo joven de nuevo, a mis veinte años y el horizonte lejano. L
a conté en otro artículo en Laberinto la perplejidad que me produjo releer Rayuela 30 años después, así que en esta ocasión, para seguir evocando a ese gran autor que fue Cortázar, me propongo escribir sobre las “consecuencias” de Rayuela, esa extraña y, en el fondo, muy tradicional novela–texto sagrado que transformó a sus lectores en adeptos, en furiosos muyahidines que, a partir de su lectura, anhelaron cambiar sus vidas hacia algo rabiosamente estético y moderno. Rayuela fue, creo, la novela que más sojuzgó voluntades, y Cortázar el escritor que, a pesar de competir con Vargas Llosa, García Márquez y Carlos Fuentes —la pesada del Boom— resultó sin duda el más carismático, el que todos querían tener en su mesa o en su vagón de tren o en su cama. Esto último es un signo de los tiempos: a pesar de ser una novela increíblemente machista —las mujeres de Rayuela, por lo general, no son cultas, y lo compensan siendo buenas en la cama—, las féminas suspiraban por Cortázar, hacían gárgaras con sus lágrimas pensando en él y cuando murió todas se transformaron en sus viudas. Soy consciente de que en los años sesenta y setenta, época de revolución sexual y rebeldía planetaria, el machismo no era aún visto como ese comportamiento cavernícola y delincuencial de hoy, pero ya se denunciaba y sobre todo ya había un feminismo opuesto que a su vez, también, era bastante rudo y primario. La vida era así en esos años. Conozco decenas de cronopios de esa generación que siguen considerándose revolucionarios, pero que en sus casas son verdaderos tiranos. En mi caso, la consecuencia más grande de la lectura de Rayuela fue la convicción de que París era la capital de las letras. Si Hemingway y Henry Miller transformaron París en el Olimpo de los norteamericanos de su generación, Cortázar lo hizo en la mía e intermedias: París, tras leer Rayuela, se asociaba no solo con la escritura sino en general con la libertad creativa, con la respiración de un mundo y el deseo de abarcarlo: todas las culturas, todas las lenguas, todas las experiencias. París, en la imagen que Cortázar me transmitió a los 17 años, era algo más que una ciudad: era un modo de ser y de vivir, un modo de ser culto y cosmopolita, un modo político de concebir la realidad y las relaciones humanas. La consecuencia de Rayuela, para mí, fue haber llegado a vivir a París, en 1990, con una maleta de 23 kilos y 700 dólares. Venía a hacer mi peregrinaje, pero ya todos se habían ido. El París de Rayuela no aparecía por ningún lado. En su lugar había una ciudad inhóspita y cruel que se resistía a abrazarme. Yo buscaba la literatura y encontré la vida, solamente. Me sumergí de lleno en la piscina de los tiburones y procuré resistir, hacerme fuerte. Nada de eso estaba en el libreto que me dejó Cortázar, pero esos años de dureza y soledad parisina acabaron siendo mi mayor tesoro y, al final, un poco después, la literatura al fin llegó. L
sábado 6 de julio de 2013 b07
LABERINTO
literatura
¿Chomsky o Zaid? A propósito de la reciente compilación de la obra de Gabriel Zaid, libro que reúne cuatro décadas de exhaustivo análisis de la cultura como noción antropológica, política de Estado, negocio, industria, modo de vida o entretenimiento, presentamos las siguientes reflexiones que dialogan con las principales ideas del pensador regiomontano Julio Hubard
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ómo entender la cultura y los dineros para la cultura. Los medios han generado un sucedáneo cultural que suele ser un halago a los sentidos y el abandono del espíritu (la taxonomía es de Fumaroli). Como comida chatarra: cosas sabrosas que provocan obesidad y placeres fugitivos. No importa si hablamos de París, Nueva York o México (muy por debajo), la cantidad de dinero y la oferta de bienes y servicios culturales es siempre mayor; su valor, decreciente. “El Estado cultural es Estado–distracciones y nada más” (Fumaroli, de nuevo). Es el apogeo del hombre masa, el imperio de las opiniones porque sí, por ocurrencia, sin pensar. Y se comprende bien el horror de hallarse frente a este sujeto “paradisiaco” que describió Ortega y Gasset como un ser “vitalicio y sin poros”, “que encuentra dentro de sí un repertorio de ideas que nunca se ha puesto a pensar, y decide que está completo”. Este ser que se topa Ortega ha perdido la imaginación acerca de sí mismo: no se sospecha y se ha vuelto “incapaz de transmigraciones” porque no puede descubrir su propio ser más allá de su zalea. En él no opera la magia que convierte al lector en el autor del poema o el personaje de la narración o del drama. Se ha convertido en un procesador de información, ha dejado de ser lector. Aprendió a leer pero nunca descubrió que en la lectura iba jugada su propia profundidad. Descifra periódicos. Y opina según lo que halla en una pantalla plana, pero no entiende por qué un poema pueda ser el lugar donde él mismo se transforma en creador y en semejante. Este sujeto ignora que es historia. Vive confinado piel adentro, lleno de memes y miedos, de ruidos y silencios superfluos. Y puede ser visto de dos modos: como la víctima de fuerzas que lo avasallan, o como alguien capaz de tomar por propia cuenta su destino y transformarse en un ser más real. O tiene razón Chomsky, o la tiene Zaid. Coinciden Fumaroli, Zaid, Chomsky en que hay tres instancias que han perdido su sentido frente a la cultura: el Estado, la universidad y los medios masivos. Chomsky (mucho menos asertivo cuando incluye a la universidad) los considera parte de The dark side, centros de reproducción y adoctrinamiento para mejor subyugar las conciencias. Zaid jamás se ha apercibido de algún eje del mal; no lo reconoce y, por eso, sigue proponiendo, una tras otra, posibilidades, proyectos, ideas —pequeñas, eso sí: un grupo de lectores, un club de libros, tertulias, formas de financiar,
las tinieblas y cree que todo lo significativo, lo importante, sucede más allá del espacio en que su propia conciencia tiene lugar. Chomsky es un autor ideal en este sentido: la libertad que te crees, en realidad es la prisión en que te han metido los poderes estatales y capitalistas para seguir usándote como recurso de producción. No estoy aquí refutando las visiones políticas de Chomsky —que me parecen tan equivocadas como defendibles— sino su intuición de la naturaleza humana y de dónde se halla la persona común: una pura víctima pasiva. Su sujeto básico, activo, es el Estado, el poder, los grupos dominantes, ante los cuales la persona común, corriente e inculta carece de fuerza y arrestos para resistirse y pensar por cuenta propia; no existe como individuo sino solo como forma pasiva de la masa. El sujeto básico de Zaid es lo contrario: no hay sino personas semejantes a personas y nadie supone ser solo parte de la masa. Por eso cree en la lectura como forma de vitalidad espiritual —y no como Chomsky, que ve en la lectura el recurso mecánico para acceder a la información (y sobre todo, a esa información que los poderes buscan ocultar). Chomsky no tiene un pelo de tonto, sus argumentos suelen ser sólidos, y yo mismo podría encabezar un homenaje al filósofo y al lingüista; su problema no es la falta de entendimiento sino la paranoia: en una sociedad “democrática no puedes ejercer coerción sobre las personas para llevar a cabo el control social, de modo que tienes que controlar lo que piensan” y para ello, “se requieren formas más sofisticadas de adoctrinamiento”. Le aterra que la libertad produzca moluscos espirituales. A Zaid también le preocupa, pero no le aterra, ese fenómeno de las sociedades que producen seres de espíritu anodino, carentes de curiosidad y de imaginación. Son dos posturas ante el extraño suceso del ser: una supone que es una tragedia que no cesa y nomás empeora —con Brecht: “el que ríe todavía no ha recibido la noticia atroz”. La otra postura no deja de sorprenderse de todo, y todo le parece tocado por la chispa de un milagro. Pero si Chomsky siente repugnancia y lástima de la gente común dada a los medios, a Zaid le parece una oportunidad: quizá se pueda actuar para contagiarlos. Por más sumidos que estén en su perplejidad, nunca serán suficientemente ajenos como para no considerarlos prójimos, semejantes, capaces de alzarse
no la industria editorial sino este título y aquel lector. Contagio, pues: cosas que pasan de uno a otro porque valen la pena, independientemente de que incidan o no en estadísticas. Pero la diferencia va más allá. Chomsky quiere un socialismo libertario y un sindicalismo anarquista, pero, a la vez, desconfía radicalmente de la capacidad del layman, del ciudadano común, de aquel que, si acaso, mira los encabezados del periódico y atiende algún sesgado noticiero de la tele. Y le parece necesario sacar a este sujeto del oprobio en que lo han sumido, convertirlo en un hombre
advertido de que la democracia liberal es aún más totalitaria que los otros regímenes... cosa que se ha de lograr tirando el imperio de las mentiras tejidas de los poderosos y difundidas por los medios masivos, diseñados para anular la libertad íntima de las personas. Solo entonces se podrá actuar para acceder al socialismo anarquista y sindical que avizora. Esa fórmula funciona. El que lo sabe todo, que ha leído todos los libros, hace tiempo dejó de sorprenderse. Viene de regreso, nada le parece nuevo y no queda sino deterioro. Halla al mundo ya marchito. Como la gente ha perdido la capacidad de sorpresa, ama
ENSAYISTA Y POETA, GABRIEL ZAID (Monterrey, Nuevo León, 1934) es uno de los más destacados intelectuales mexicanos. Obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia en 1972 por Leer poesía y es miembro de El Colegio Nacional desde 1984. De 1976 a 1992, formó parte del consejo editorial de la revista Vuelta, dirigida por Octavio Paz. En 1986 fue elegido miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, donde tomó posesión de la silla XVI el 14 de septiembre de 1989, puesto al que renunció el 25 de noviembre de 2002. Entre su vasta obra literaria se encuentran: Fábula de Narciso y Ariadna (Kátharsis, 1958), La poesía, fundamento de la ciudad (Sierra Madre, 1963), Seguimiento (FCE, 1964), La máquina de cantar (Siglo XXI, 1967) Campo nudista (Joaquín Mortiz, 1969), Ómnibus de poesía mexicana (Siglo XXI, 1971), Leer poesía (Joaquín Mortiz, 1972), Práctica mortal (FCE, 1973), Cómo leer en bicicleta (Joaquín Mortiz, 1975), Cuestionario (FCE, 1976), El progreso improductivo (Siglo XXI, 1979), La feria del progreso (Taurus, 1982), La poesía en la práctica (SEP/ Lecturas Mexicanas, 1985), La economía presidencial (Vuelta, 1987), De los libros al poder (Grijalbo, 1988), Asamblea de poetas jóvenes de México (Siglo XXI, 1980), Sonetos y canciones (El Tucán de Virginia, 1992), Reloj de sol (El Colegio Nacional, 1995), Hacen falta empresarios creadores de empresarios (Océano, 1995), Adiós al PRI (Océano, 1995), Tres poetas católicos (Océano, 1997) y El secreto de la fama (Lumen, 2009). a las mayores alturas espirituales. Eso sucede cada vez que se lee un poema, por ejemplo, sin importar quién lo lee o quién lo escribió: “el lector se ‘pone en el saco’ como un actor o una máquina analógica, pero la ‘máquina’ deja de serlo porque su respuesta es intransferible” —a eso se refiere Ortega y Gasset cuando habla de transmigraciones. Cualquier hipócrita lector puede ser Baudelaire o el Quijote, visitar el cielo y el infierno, y convertirse en un ser más real. Zaid es antípoda y antídoto de las lecturas utilitarias y paranoicas: la libertad existe solamente en primera persona. Nadie puede otorgarla; cada uno la halla y la habita y, si bien han existido, existen, regímenes criminales que destruyen la libertad, no es el caso de las sociedades llamadas democráticas, donde la libertad no depende de ninguna institución estatal ni organización capitalista. La de Zaid y la de Chomsky son dos democracias por completo distintas porque parten de nociones distintas de la persona. Una se interpreta desde la lectura del poder, las instituciones, las ideologías y su control: fuerzas mayores que uno, que cualquiera, donde queda claro que la persona no puede mayor cosa. Chomsky ha transformado a los Founding Fathers en “suffocating forces”. Pero si Zaid se equivocara, sobrevendría no solo el terror orteguiano sino el público de mass media que Chomsky parece suponer como estado neutro de la humanidad bajo la oscura opresión de la democracia: gente común que halla la libertad como un mero acomodo mental imperturbable, sin altas ni bajas, sin profundidad, sin preguntas. Es pensamiento tenebroso. El sujeto es una víctima que ignora serlo y no desea salir de la estolidez; cree ser libre cuando en realidad está atado. Zaid no puede imaginar una persona sino bajo la especie de la libertad. Y en esto es un ilustrado: no hay sino personas libres porque (Kant, desde luego): “no importa si el hombre nace libre, o no: es libre porque está obligado a tomar decisiones libres”. Son dos tendencias del pensamiento. Una es de enormidades, la otra cree que lo pequeño tiene sentido (Chesterton, Schumacher, Zaid, por ejemplo) El sueño hegeliano de que pensar es una gigantomaquia se ha transformado en la pesadilla de un Spengler descompuesto: fuerzas oscuras y descomunales que utilizan la vida humana como mero combustible y lubricante de sus engranajes. La verdad es que la vida se cumple en una escala mucho más pequeña...
Chomsky no ha dejado de interpretar la pobreza como un fenómeno de la voluntad de poder. En eso, pertenece al universo de los hegelianos. Desde hace algún tiempo (y si nos remontamos en la historia, resulta que no es una idea solamente moderna) Zaid, con algunos otros (Yunus, Polak, etc.) ha propuesto una visión distinta: la pobreza es un fenómeno remediable, debido no a la maldad inherente a los hombres sino a las defectuosas administraciones y tonterías de orden jurídico. La diferencia reside en una percepción de la especie humana. Junto al sabio Chomsky, cundido de tedio y miedo, va otro que anda descubriendo cosas y modos de hacer cosas. Parece infantil porque la imaginación, todos lo saben, se pierde con el saber. Como Chesterton, no pocas veces Zaid deja escapar esa actitud de niño sorprendido (revise el lector el modo en que usa los signos de admiración, desde sus primeros libros hasta Dinero para la cultura). Cada que lee algo que vale la pena, lo mismo en un periodista casi olvidado que en Molière, va y lo cuenta y se le ocurre que por qué no poner esto encima de aquello, o ponerle ruedas, o coser unas telas, o creer que la humanidad vale la pena porque muchos maestros de primaria han sido capaces de entusiasmar niños en la lectura. Y cree que leer sirve para ser más reales. Ambos escriben en medios de gran alcance. Opinan de asuntos culturales y políticos, morales y económicos. Su opinión cuenta, influye, se comenta y se vuelve referencia. Chomsky, sin embargo, está en un lugar muy peculiar del star system (y para ver en qué grado, ahí esta en YouTube el documental homónimo de su libro Manufacturing Consent), mientras que Zaid es el autor menos mediático, además de que no es lo mismo la potencia de distribución de la lengua inglesa que la modesta difusión de la lengua española y, peor, de México, donde leer es un acto estrambótico. Pero la diferencia mayor reside en otro lado: en el lugar del lector. Si yo sigo a Chomsky y me convenzo, me convierto en chomskiano. Pero eso no podría suceder con Zaid. Para decirlo pronto: si me dejo convencer por Zaid no me vuelvo zaidiano sino sensato: adquiero nuevos argumentos, puedo entender mejor la mecánica de algún fenómeno, descubro unos poemas, etc., pero todo eso lo incorporo para mí, se vuelve mío. No se puede ser zaidiano, porque no hay recetas ni se sigue nunca el mismo método. Sus recursos principales ya eran míos: pensar, ver, leer, conversar. L
USOS Y ABUSOS CULTURALES EN MÉXICO Luis Xavier López Farjeat ¿A quién le importa la cultura en este país? Seguramente a muchas personas: los fines de semana suelen transitar por las librerías más conocidas un número nada despreciable de gente interesada en mirar libros (no se diga en la Feria del Libro de Minería o en la FIL en Guadalajara); los domingos es difícil visitar museos y contemplar en silencio y con tranquilidad las obras que en ellos se exhiben; las filas para entrar a las muestras y festivales de cine son con frecuencia equiparables a los estrenos de alguna película infantil; las salas de conciertos rara vez tienen poca gente. Pero esto no significa que haya abundante interés en la cultura. En realidad, el sector de la población involucrado es insignificante si se tiene en cuenta el número de mexicanos. Ello explica que, a pesar de que a un puñado de ciudadanos les importa, el nivel cultural y educativo sigue siendo vergonzoso. Por generaciones, la formación cultural en México ha sido deficiente. Las humanidades suelen ser tratadas desde el colegio como un añadido fastidioso, sin ninguna utilidad, y se les enseña a los estudiantes que lo prioritario es la adquisición de habilidades para destacar en el mundo productivo. En consecuencia, somos un país habituado al descrédito de la cultura. En las escuelas, las clases de historia y literatura, y no se diga de educación musical, son más bien mediocres. Muchos perciben que, en general, la cultura es tratada de un modo un tanto marginal, cualquiera que sea el gobierno en turno. No puede decirse, en efecto, que el fomento y la creación de políticas funcionales en este rubro, sean y hayan sido prioridad. La situación de la cultura no es mejor ahora que hace treinta o cuarenta años. La presencia de Gabriel Zaid, siempre atento a este tema, ha sido fundamental para comprender los numerosos desaciertos —y uno que otro acierto— de los distintos funcionarios y organismos —públicos y privados— que toman decisiones relevantes en esta materia. La falta de políticas efectivas y bien planteadas ha sido tal, como lo ha denunciado tantas veces Zaid, que la cultura ha pasado al olvido y hemos llegado a un punto en el se ha vuelto necesario explicar, “aunque sea bochornoso, (…) lo que antes era obvio: la importancia de la cultura” (Zaid 2013: 31). El panorama se vuelve más sombrío si se tiene en cuenta que el desinterés en aquélla se da en las instituciones educativas, desde la primaria hasta las universidades, y se da, también, en las propias instituciones gubernamentales destinadas a promoverla. En Dinero para la cultura, la compilación más reciente de artículos de Gabriel Zaid (Debate, 2013), se describe perfectamente la situación. Se trata de 69 capítulos compuestos a partir de 101 artículos publicados entre 1971 y 2013 en distintas revistas, periódicos y suplementos. Como es costumbre, la mente analítica de Zaid revisa minuciosamente el modo en
que la cultura ha sido administrada. A lo largo de estas páginas se discute la problemática acerca de quién debería financiarla, se critican las políticas fallidas de gobiernos tanto del PRI como del PAN, se demanda claridad en los premios literarios, se explica por qué los programas de fomento a la lectura han fallado, por qué las instituciones educativas han marginado a la cultura, por qué el periodismo cultural ha ido en picada, cómo ha sido que la dirección del Fondo de Cultura Económica se ha vuelto un capricho presidencial; se incluye también la revisión de las políticas relacionadas con el mercado del libro y las librerías, el fracaso de los programas de apertura de bibliotecas (sin libros), la estandarización de los libros de texto, el despilfarro de los tirajes excesivos, la cultura y el fisco; también se reúnen artículos en los que se habla de la cultura en la radio y la televisión. Zaid es un crítico severo. Si hubiese que decir, en pocas palabras, de qué trata este libro, podría responderse que de los ‘usos, abusos y fracasos de la administración cultural en México’. Hay que decir, sin embargo, que junto a las críticas también aparecen las propuestas altamente valiosas que desde siempre han sido esenciales a los artículos de Zaid: con gran inteligencia y sentido común, alega a favor de un fondo para las artes, de una administración (inteligente y sensata, claro) de la cultura, del renacimiento de los verdaderos editores, de una “cultura libre” que realmente incida en el desarrollo democrático del país. ¿Por qué importa la cultura? Zaid ofrece varias respuestas a lo largo de los artículos que componen el libro. Importa porque es a través de ella que las personas adquieren mayor conciencia individual, social e histórica; porque así cultivan su inteligencia, su sensibilidad y sus emociones; porque crecen en libertad y poco a poco se vuelven capaces de comprenderse a sí mismas, su entorno, su comunidad, y a la condición humana en general. Coincido con buena parte de los planteamientos de Gabriel Zaid. Una constante a lo largo de sus artículos es la tendencia a des–institucionalizar la cultura, a evitar en la medida de lo posible los controles gubernamentales o los monopolios de algunos organismos privados que han convertido algunas manifestaciones literarias y artísticas mediocres en productos lucrativos. En general, encuentro en su postura una tensión sumamente interesante: por una parte, es un libertario, partidario de una “cultura libre” —anárquica, fragmentada, diversa, dispersa, dice, y, ¿por qué no?, añadiría, des–profesionalizada y des–institucionalizada; por otra parte, es un libertario moderado que no pretende derribar todo control institucional. Es, por decirlo claramente, un liberal que propone políticas culturales bien planteadas pero que ejerzan controles mínimos. La cultura es algo vivo; la administración burocrática y excesiva ha acelerado su deceso. L
sábado 6 de julio de 2013 b07
LABERINTO
literatura
¿Chomsky o Zaid? A propósito de la reciente compilación de la obra de Gabriel Zaid, libro que reúne cuatro décadas de exhaustivo análisis de la cultura como noción antropológica, política de Estado, negocio, industria, modo de vida o entretenimiento, presentamos las siguientes reflexiones que dialogan con las principales ideas del pensador regiomontano Julio Hubard
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ómo entender la cultura y los dineros para la cultura. Los medios han generado un sucedáneo cultural que suele ser un halago a los sentidos y el abandono del espíritu (la taxonomía es de Fumaroli). Como comida chatarra: cosas sabrosas que provocan obesidad y placeres fugitivos. No importa si hablamos de París, Nueva York o México (muy por debajo), la cantidad de dinero y la oferta de bienes y servicios culturales es siempre mayor; su valor, decreciente. “El Estado cultural es Estado–distracciones y nada más” (Fumaroli, de nuevo). Es el apogeo del hombre masa, el imperio de las opiniones porque sí, por ocurrencia, sin pensar. Y se comprende bien el horror de hallarse frente a este sujeto “paradisiaco” que describió Ortega y Gasset como un ser “vitalicio y sin poros”, “que encuentra dentro de sí un repertorio de ideas que nunca se ha puesto a pensar, y decide que está completo”. Este ser que se topa Ortega ha perdido la imaginación acerca de sí mismo: no se sospecha y se ha vuelto “incapaz de transmigraciones” porque no puede descubrir su propio ser más allá de su zalea. En él no opera la magia que convierte al lector en el autor del poema o el personaje de la narración o del drama. Se ha convertido en un procesador de información, ha dejado de ser lector. Aprendió a leer pero nunca descubrió que en la lectura iba jugada su propia profundidad. Descifra periódicos. Y opina según lo que halla en una pantalla plana, pero no entiende por qué un poema pueda ser el lugar donde él mismo se transforma en creador y en semejante. Este sujeto ignora que es historia. Vive confinado piel adentro, lleno de memes y miedos, de ruidos y silencios superfluos. Y puede ser visto de dos modos: como la víctima de fuerzas que lo avasallan, o como alguien capaz de tomar por propia cuenta su destino y transformarse en un ser más real. O tiene razón Chomsky, o la tiene Zaid. Coinciden Fumaroli, Zaid, Chomsky en que hay tres instancias que han perdido su sentido frente a la cultura: el Estado, la universidad y los medios masivos. Chomsky (mucho menos asertivo cuando incluye a la universidad) los considera parte de The dark side, centros de reproducción y adoctrinamiento para mejor subyugar las conciencias. Zaid jamás se ha apercibido de algún eje del mal; no lo reconoce y, por eso, sigue proponiendo, una tras otra, posibilidades, proyectos, ideas —pequeñas, eso sí: un grupo de lectores, un club de libros, tertulias, formas de financiar,
las tinieblas y cree que todo lo significativo, lo importante, sucede más allá del espacio en que su propia conciencia tiene lugar. Chomsky es un autor ideal en este sentido: la libertad que te crees, en realidad es la prisión en que te han metido los poderes estatales y capitalistas para seguir usándote como recurso de producción. No estoy aquí refutando las visiones políticas de Chomsky —que me parecen tan equivocadas como defendibles— sino su intuición de la naturaleza humana y de dónde se halla la persona común: una pura víctima pasiva. Su sujeto básico, activo, es el Estado, el poder, los grupos dominantes, ante los cuales la persona común, corriente e inculta carece de fuerza y arrestos para resistirse y pensar por cuenta propia; no existe como individuo sino solo como forma pasiva de la masa. El sujeto básico de Zaid es lo contrario: no hay sino personas semejantes a personas y nadie supone ser solo parte de la masa. Por eso cree en la lectura como forma de vitalidad espiritual —y no como Chomsky, que ve en la lectura el recurso mecánico para acceder a la información (y sobre todo, a esa información que los poderes buscan ocultar). Chomsky no tiene un pelo de tonto, sus argumentos suelen ser sólidos, y yo mismo podría encabezar un homenaje al filósofo y al lingüista; su problema no es la falta de entendimiento sino la paranoia: en una sociedad “democrática no puedes ejercer coerción sobre las personas para llevar a cabo el control social, de modo que tienes que controlar lo que piensan” y para ello, “se requieren formas más sofisticadas de adoctrinamiento”. Le aterra que la libertad produzca moluscos espirituales. A Zaid también le preocupa, pero no le aterra, ese fenómeno de las sociedades que producen seres de espíritu anodino, carentes de curiosidad y de imaginación. Son dos posturas ante el extraño suceso del ser: una supone que es una tragedia que no cesa y nomás empeora —con Brecht: “el que ríe todavía no ha recibido la noticia atroz”. La otra postura no deja de sorprenderse de todo, y todo le parece tocado por la chispa de un milagro. Pero si Chomsky siente repugnancia y lástima de la gente común dada a los medios, a Zaid le parece una oportunidad: quizá se pueda actuar para contagiarlos. Por más sumidos que estén en su perplejidad, nunca serán suficientemente ajenos como para no considerarlos prójimos, semejantes, capaces de alzarse
no la industria editorial sino este título y aquel lector. Contagio, pues: cosas que pasan de uno a otro porque valen la pena, independientemente de que incidan o no en estadísticas. Pero la diferencia va más allá. Chomsky quiere un socialismo libertario y un sindicalismo anarquista, pero, a la vez, desconfía radicalmente de la capacidad del layman, del ciudadano común, de aquel que, si acaso, mira los encabezados del periódico y atiende algún sesgado noticiero de la tele. Y le parece necesario sacar a este sujeto del oprobio en que lo han sumido, convertirlo en un hombre
advertido de que la democracia liberal es aún más totalitaria que los otros regímenes... cosa que se ha de lograr tirando el imperio de las mentiras tejidas de los poderosos y difundidas por los medios masivos, diseñados para anular la libertad íntima de las personas. Solo entonces se podrá actuar para acceder al socialismo anarquista y sindical que avizora. Esa fórmula funciona. El que lo sabe todo, que ha leído todos los libros, hace tiempo dejó de sorprenderse. Viene de regreso, nada le parece nuevo y no queda sino deterioro. Halla al mundo ya marchito. Como la gente ha perdido la capacidad de sorpresa, ama
ENSAYISTA Y POETA, GABRIEL ZAID (Monterrey, Nuevo León, 1934) es uno de los más destacados intelectuales mexicanos. Obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia en 1972 por Leer poesía y es miembro de El Colegio Nacional desde 1984. De 1976 a 1992, formó parte del consejo editorial de la revista Vuelta, dirigida por Octavio Paz. En 1986 fue elegido miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, donde tomó posesión de la silla XVI el 14 de septiembre de 1989, puesto al que renunció el 25 de noviembre de 2002. Entre su vasta obra literaria se encuentran: Fábula de Narciso y Ariadna (Kátharsis, 1958), La poesía, fundamento de la ciudad (Sierra Madre, 1963), Seguimiento (FCE, 1964), La máquina de cantar (Siglo XXI, 1967) Campo nudista (Joaquín Mortiz, 1969), Ómnibus de poesía mexicana (Siglo XXI, 1971), Leer poesía (Joaquín Mortiz, 1972), Práctica mortal (FCE, 1973), Cómo leer en bicicleta (Joaquín Mortiz, 1975), Cuestionario (FCE, 1976), El progreso improductivo (Siglo XXI, 1979), La feria del progreso (Taurus, 1982), La poesía en la práctica (SEP/ Lecturas Mexicanas, 1985), La economía presidencial (Vuelta, 1987), De los libros al poder (Grijalbo, 1988), Asamblea de poetas jóvenes de México (Siglo XXI, 1980), Sonetos y canciones (El Tucán de Virginia, 1992), Reloj de sol (El Colegio Nacional, 1995), Hacen falta empresarios creadores de empresarios (Océano, 1995), Adiós al PRI (Océano, 1995), Tres poetas católicos (Océano, 1997) y El secreto de la fama (Lumen, 2009). a las mayores alturas espirituales. Eso sucede cada vez que se lee un poema, por ejemplo, sin importar quién lo lee o quién lo escribió: “el lector se ‘pone en el saco’ como un actor o una máquina analógica, pero la ‘máquina’ deja de serlo porque su respuesta es intransferible” —a eso se refiere Ortega y Gasset cuando habla de transmigraciones. Cualquier hipócrita lector puede ser Baudelaire o el Quijote, visitar el cielo y el infierno, y convertirse en un ser más real. Zaid es antípoda y antídoto de las lecturas utilitarias y paranoicas: la libertad existe solamente en primera persona. Nadie puede otorgarla; cada uno la halla y la habita y, si bien han existido, existen, regímenes criminales que destruyen la libertad, no es el caso de las sociedades llamadas democráticas, donde la libertad no depende de ninguna institución estatal ni organización capitalista. La de Zaid y la de Chomsky son dos democracias por completo distintas porque parten de nociones distintas de la persona. Una se interpreta desde la lectura del poder, las instituciones, las ideologías y su control: fuerzas mayores que uno, que cualquiera, donde queda claro que la persona no puede mayor cosa. Chomsky ha transformado a los Founding Fathers en “suffocating forces”. Pero si Zaid se equivocara, sobrevendría no solo el terror orteguiano sino el público de mass media que Chomsky parece suponer como estado neutro de la humanidad bajo la oscura opresión de la democracia: gente común que halla la libertad como un mero acomodo mental imperturbable, sin altas ni bajas, sin profundidad, sin preguntas. Es pensamiento tenebroso. El sujeto es una víctima que ignora serlo y no desea salir de la estolidez; cree ser libre cuando en realidad está atado. Zaid no puede imaginar una persona sino bajo la especie de la libertad. Y en esto es un ilustrado: no hay sino personas libres porque (Kant, desde luego): “no importa si el hombre nace libre, o no: es libre porque está obligado a tomar decisiones libres”. Son dos tendencias del pensamiento. Una es de enormidades, la otra cree que lo pequeño tiene sentido (Chesterton, Schumacher, Zaid, por ejemplo) El sueño hegeliano de que pensar es una gigantomaquia se ha transformado en la pesadilla de un Spengler descompuesto: fuerzas oscuras y descomunales que utilizan la vida humana como mero combustible y lubricante de sus engranajes. La verdad es que la vida se cumple en una escala mucho más pequeña...
Chomsky no ha dejado de interpretar la pobreza como un fenómeno de la voluntad de poder. En eso, pertenece al universo de los hegelianos. Desde hace algún tiempo (y si nos remontamos en la historia, resulta que no es una idea solamente moderna) Zaid, con algunos otros (Yunus, Polak, etc.) ha propuesto una visión distinta: la pobreza es un fenómeno remediable, debido no a la maldad inherente a los hombres sino a las defectuosas administraciones y tonterías de orden jurídico. La diferencia reside en una percepción de la especie humana. Junto al sabio Chomsky, cundido de tedio y miedo, va otro que anda descubriendo cosas y modos de hacer cosas. Parece infantil porque la imaginación, todos lo saben, se pierde con el saber. Como Chesterton, no pocas veces Zaid deja escapar esa actitud de niño sorprendido (revise el lector el modo en que usa los signos de admiración, desde sus primeros libros hasta Dinero para la cultura). Cada que lee algo que vale la pena, lo mismo en un periodista casi olvidado que en Molière, va y lo cuenta y se le ocurre que por qué no poner esto encima de aquello, o ponerle ruedas, o coser unas telas, o creer que la humanidad vale la pena porque muchos maestros de primaria han sido capaces de entusiasmar niños en la lectura. Y cree que leer sirve para ser más reales. Ambos escriben en medios de gran alcance. Opinan de asuntos culturales y políticos, morales y económicos. Su opinión cuenta, influye, se comenta y se vuelve referencia. Chomsky, sin embargo, está en un lugar muy peculiar del star system (y para ver en qué grado, ahí esta en YouTube el documental homónimo de su libro Manufacturing Consent), mientras que Zaid es el autor menos mediático, además de que no es lo mismo la potencia de distribución de la lengua inglesa que la modesta difusión de la lengua española y, peor, de México, donde leer es un acto estrambótico. Pero la diferencia mayor reside en otro lado: en el lugar del lector. Si yo sigo a Chomsky y me convenzo, me convierto en chomskiano. Pero eso no podría suceder con Zaid. Para decirlo pronto: si me dejo convencer por Zaid no me vuelvo zaidiano sino sensato: adquiero nuevos argumentos, puedo entender mejor la mecánica de algún fenómeno, descubro unos poemas, etc., pero todo eso lo incorporo para mí, se vuelve mío. No se puede ser zaidiano, porque no hay recetas ni se sigue nunca el mismo método. Sus recursos principales ya eran míos: pensar, ver, leer, conversar. L
USOS Y ABUSOS CULTURALES EN MÉXICO Luis Xavier López Farjeat ¿A quién le importa la cultura en este país? Seguramente a muchas personas: los fines de semana suelen transitar por las librerías más conocidas un número nada despreciable de gente interesada en mirar libros (no se diga en la Feria del Libro de Minería o en la FIL en Guadalajara); los domingos es difícil visitar museos y contemplar en silencio y con tranquilidad las obras que en ellos se exhiben; las filas para entrar a las muestras y festivales de cine son con frecuencia equiparables a los estrenos de alguna película infantil; las salas de conciertos rara vez tienen poca gente. Pero esto no significa que haya abundante interés en la cultura. En realidad, el sector de la población involucrado es insignificante si se tiene en cuenta el número de mexicanos. Ello explica que, a pesar de que a un puñado de ciudadanos les importa, el nivel cultural y educativo sigue siendo vergonzoso. Por generaciones, la formación cultural en México ha sido deficiente. Las humanidades suelen ser tratadas desde el colegio como un añadido fastidioso, sin ninguna utilidad, y se les enseña a los estudiantes que lo prioritario es la adquisición de habilidades para destacar en el mundo productivo. En consecuencia, somos un país habituado al descrédito de la cultura. En las escuelas, las clases de historia y literatura, y no se diga de educación musical, son más bien mediocres. Muchos perciben que, en general, la cultura es tratada de un modo un tanto marginal, cualquiera que sea el gobierno en turno. No puede decirse, en efecto, que el fomento y la creación de políticas funcionales en este rubro, sean y hayan sido prioridad. La situación de la cultura no es mejor ahora que hace treinta o cuarenta años. La presencia de Gabriel Zaid, siempre atento a este tema, ha sido fundamental para comprender los numerosos desaciertos —y uno que otro acierto— de los distintos funcionarios y organismos —públicos y privados— que toman decisiones relevantes en esta materia. La falta de políticas efectivas y bien planteadas ha sido tal, como lo ha denunciado tantas veces Zaid, que la cultura ha pasado al olvido y hemos llegado a un punto en el se ha vuelto necesario explicar, “aunque sea bochornoso, (…) lo que antes era obvio: la importancia de la cultura” (Zaid 2013: 31). El panorama se vuelve más sombrío si se tiene en cuenta que el desinterés en aquélla se da en las instituciones educativas, desde la primaria hasta las universidades, y se da, también, en las propias instituciones gubernamentales destinadas a promoverla. En Dinero para la cultura, la compilación más reciente de artículos de Gabriel Zaid (Debate, 2013), se describe perfectamente la situación. Se trata de 69 capítulos compuestos a partir de 101 artículos publicados entre 1971 y 2013 en distintas revistas, periódicos y suplementos. Como es costumbre, la mente analítica de Zaid revisa minuciosamente el modo en
que la cultura ha sido administrada. A lo largo de estas páginas se discute la problemática acerca de quién debería financiarla, se critican las políticas fallidas de gobiernos tanto del PRI como del PAN, se demanda claridad en los premios literarios, se explica por qué los programas de fomento a la lectura han fallado, por qué las instituciones educativas han marginado a la cultura, por qué el periodismo cultural ha ido en picada, cómo ha sido que la dirección del Fondo de Cultura Económica se ha vuelto un capricho presidencial; se incluye también la revisión de las políticas relacionadas con el mercado del libro y las librerías, el fracaso de los programas de apertura de bibliotecas (sin libros), la estandarización de los libros de texto, el despilfarro de los tirajes excesivos, la cultura y el fisco; también se reúnen artículos en los que se habla de la cultura en la radio y la televisión. Zaid es un crítico severo. Si hubiese que decir, en pocas palabras, de qué trata este libro, podría responderse que de los ‘usos, abusos y fracasos de la administración cultural en México’. Hay que decir, sin embargo, que junto a las críticas también aparecen las propuestas altamente valiosas que desde siempre han sido esenciales a los artículos de Zaid: con gran inteligencia y sentido común, alega a favor de un fondo para las artes, de una administración (inteligente y sensata, claro) de la cultura, del renacimiento de los verdaderos editores, de una “cultura libre” que realmente incida en el desarrollo democrático del país. ¿Por qué importa la cultura? Zaid ofrece varias respuestas a lo largo de los artículos que componen el libro. Importa porque es a través de ella que las personas adquieren mayor conciencia individual, social e histórica; porque así cultivan su inteligencia, su sensibilidad y sus emociones; porque crecen en libertad y poco a poco se vuelven capaces de comprenderse a sí mismas, su entorno, su comunidad, y a la condición humana en general. Coincido con buena parte de los planteamientos de Gabriel Zaid. Una constante a lo largo de sus artículos es la tendencia a des–institucionalizar la cultura, a evitar en la medida de lo posible los controles gubernamentales o los monopolios de algunos organismos privados que han convertido algunas manifestaciones literarias y artísticas mediocres en productos lucrativos. En general, encuentro en su postura una tensión sumamente interesante: por una parte, es un libertario, partidario de una “cultura libre” —anárquica, fragmentada, diversa, dispersa, dice, y, ¿por qué no?, añadiría, des–profesionalizada y des–institucionalizada; por otra parte, es un libertario moderado que no pretende derribar todo control institucional. Es, por decirlo claramente, un liberal que propone políticas culturales bien planteadas pero que ejerzan controles mínimos. La cultura es algo vivo; la administración burocrática y excesiva ha acelerado su deceso. L
08 b sábado 6 de julio de 2013
MILENIO
fotografía CORTESÍA CENTRO DE LA IMAGEN
Portada y contraportada de Tríptico de sombras
Trazos en la sombra:
fotografía pictorialista mexicana TRABAJO DE CÁMARA José Antonio Rodríguez clicksaladistancia@gmail.com
A la memoria de Susannah Joel Glusker, mujer generosa con los hacedores de historias visuales
F
inalmente ya circula Tríptico de sombras (Centro de la Imagen/INAH/Centro de las Artes San Luis Centenario, 2012). Un libro esencial, y próximamente una referencia obligada, para la historia de la fotografía en México. Una investigación —que obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Fotográfico en 2012— que relata una historia escasamente asomada entre nosotros y que nos la descubre Carlos A. Córdova, historiador de largos vuelos y autor de libros como Arqueología de la imagen (Museo de Historia Mexicana, 2000) o Agustín Jiménez y la vanguardia fotográfica mexicana (RM, 2005). ¿Pero qué es Tríptico de sombras? Es la recuperación de una historia visual que se comenzó a gestar en la primera década del siglo XX en los salones artísticos, y llegó a su madurez en la segunda década de ese mismo siglo, esto es nada menos que una corriente tan innovadora como vanguardista para la fotografía que se le conocerá como pictorialismo (o en su momento, también, fotografía artística), con una fuerte repercusión tanto en México como en el mundo. Tríptico de sombras es un libro cargado de erudición, de referencias culturales cruzadas (dígalo, si no, el surgimiento de la radio al lado de la madurez de lo visual en nuestros fotógrafos pictorialistas), de hallazgos históricos, de ejercicio crítico acerca de cómo se había comprendido esta corriente hasta ahora, de rescate de autores que simbólica y literalmente se encontraban en la sombra: Gustavo F. Silva, María Santibañez,
Librado García, Juan Ocón, Antonio Garduño, Ignacio Gómez Gallardo, José María Lupercio, Eva Mendiola, Martín Ortiz o Eduardo Melhado, puro maestro que a la vuelta de la otra vanguardia, la de los años treinta, cayeron en el semiolvido. Y no por falta de méritos sino porque se dio un encontronazo con otro tipo de pensamiento visual: el que, ni modo, encabezaban Edward Weston y Tina Modotti, su pupila más adelantada, así como la generación que de ellos se desprendió, que abogaba por la fotografía nítida pero que olvidó que ellos mismos habían salido del pictorialismo. Gran paradoja de los tiempos de transición. No por nada Rebeca Monroy Nasr, otra de nuestras brillantes historiadoras, nos presenta a Carlos A. Córdova en el prólogo: “El uso de conceptos, marcos históricos y teóricos de referencia, así como sus métodos de trabajo y análisis se traslucen pero no son evidentes; son parte de un tejido sutil y bien tramado (…) Entre las sombras asoma una luz con firmeza, un tema desdeñado, dilapidado, malbaratado, prejuiciado, abandonado por propios y ajenos, como es la fotografía pictorialista del siglo XX mexicano. Ésta cobra forma de manera sugerente, entre los tejidos sutiles e invisibles de los andamios del historiador”. Y en efecto, si el autor derrocha eruditas referencias de la historia de las imágenes, como siempre lo ha hecho —citas en varios idiomas cuya traducción corre por cuenta del lector—, sabemos que él valora al lenguaje como una herramienta de poder para sus narraciones. Por eso, esta faceta histórica que se encontraba perdida, en decenas de polvorientas revistas y libros inconseguibles, cobra otra dimensión desde la prosa del autor, quien se permite hasta la ironía—incluso hacia sus colegas europeos— al lado de la reflexión filosófica y frente a los delicados acabados pictorialistas que perviven en las sombras y en las luces atenuadas. Y para aclarar por dónde caminará en esta reconstrucción, escribe: “Y ya que estamos deshaciéndonos de cachivaches, también habría que desarmar las alegorías morales en la fotografía directa, pura. Lecturas anticuadas. El pictorialismo nunca aspiró al fiel registro de lo real —una imposibilidad, supongo—, sino que experimentó con trabajos artesanales que producían objetos únicos, auráticos. Ponía en entredicho uno de los pilares del entendimiento vulgar de la
fotografía: su capacidad de reproducirse infinitamente. Se equivocaba Jean-François Chevrier al definir a la fotografía como una técnica de reproducciónmultiplicación. Como si fueran fotocopiadoras (…) El pictorialismo resultó un movimiento que buscaba nuevas vías estéticas para la fotografía. Sin embargo, conviene subrayar que lo que llamamos abreviadamente Pictorialismo fue en realidad varias cosas simultáneamente: una filosofía, una estética, un movimiento artístico, un estilo y una vanguardia. Supone para el medio la innovación de las prácticas creativas, la primera en muchos sentidos. Saturado de elementos simbolistas y con particulares códigos de lectura, al interior del pictorialismo se aprecia la mutabilidad de las ideas estéticas, el peso ideológico de la belleza clásica y de las formas trascendentes, al tiempo que se privilegia la puesta en escena y la recreación pictórica por encima de los valores de objetividad y verdad”. Aunque a esta gran corriente ya le llegaría su decadencia años después y el historiador no la evade: “El estudio [fotográfico] —escribe Córdova—, de haber sido templo de la fotografía, cayó hasta la infamia del changarro, que fabricaba sucesivamente insulsos retratos de ovalito al uso de cualquier trámite. Tan monótonos como faltos de inspiración. No sobra el comentario de Alfonso Reyes, quien en 1954 le pidió un retrato a Julio Torri: ‘No un retrato precioso, sino uno de esos retratos de pasaporte en que tiene uno cara de asesino’. Los asesinos, claro está, habían sido los propios fotógrafos”. Mientras tanto, los años veinte vieron su esplendor, su gran sofisticación, tanto, que hasta los diarios más inocuos permitieron circular a esta corriente para el asombro. Una historia que le da un giro a nuestra historia de las imágenes fotográficas, por si eso fuera poco. L
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LABERINTO
en librerías El ejército iluminado
Esmirna en llamas
David Toscana Alfaguara México, 2013 162 pp.
E
l profesor Ignacio Matus tiene dos obsesiones en su vida: la reconquista de Texas y una medalla olímpica en el maratón que nunca le fue otorgada. Para lograr lo primero, Matus contará con el apoyo de sus alumnos: varios niños con mucho valor y retraso mental, que están dispuestos a llevar la guerra a sus últimas consecuencias. Liderados por el gordo Comodoro, el ejército iluminado descubrirá en su batalla el amor, la crueldad e, incluso, la muerte. Toscana logra contar una historia disparatada a través de planos narrativos de gran intensidad.
Memorias de un inocente en el infierno
Homero Aridjis FCE México, 2013 166 pp.
P
oeta, ensayista, dramaturgo y narrador, Homero Aridjis (Michoacán, 1940) nos sorprende con su más reciente novela: Esmirna en llamas, inspirado en el conflicto bélico entre Grecia y Turquía entre 1919 y 1922, que culminó con la expulsión de los griegos del puerto turco. La historia se cuenta desde la mirada de Nicias, ex soldado y refugiado griego, que enfrentará el regreso a una patria transformada por la violencia. Acompañada de una serie de láminas, esta historia nos recuerda cuán brutales y sanguinarios fueron los acontecimientos en la “Catástrofe de Esmirna”.
La cabeza de Pancho Villa
Greco Sotelo Universidad Veracruzana México, 2013 274 pp.
G
reco Sotelo, historiador, documentalista y escritor, presenta en su más reciente novela a Lucio Coyote, un ex reportero de espectáculos que decide escribir las memorias de su vida. Este “recuento de los daños” está marcado por la escasez económica, las malas compañías y una desaforada cacería amorosa. Coyote, emparentado con Don Juan, intoxicado de soledad y de resentimiento, decide realizar un pacto con el diablo, quien cumplirá puntualmente sus fantasías. Epopéyico, este relato nos habla de la soledad y la búsqueda del ser amado en nuestros tiempos.
Primavera del mal
Craig McDonald Océano México, 2013 304 pp.
N
unca una cabeza humana había tenido el estatus de una joya o de una pieza arqueológica ni tampoco había sido el botín de dos naciones. Sin embargo, el escritor Héctor Lassiter andará en busca de una testa cuya posesión provocará una frenética persecución de Los Ángeles al Río Bravo y más al sur: la cabeza de Pancho Villa, como el halcón maltés de la novela de Dashiell Hammett y la película de John Huston, será la alhaja codiciada por temibles bandos de políticos, gángsters, estrellas de Hollywood y acaudalados coleccionistas para los que esa cabeza encarna su opulenta vanidad.
El leopardo de las nieves
F.G. Haghenbeck SUMA México, 2013 439 pp.
N
arrador y guionista de cómics, F.G. Haghenbeck (Ciudad de México, 1965) ha publicado su más reciente novela: Primavera del mal —dedicada, por cierto, a Élmer Mendoza—. En ella se abordan los inicios del crimen organizado. Para el autor, a principios del siglo XX, los chinos controlaban el negocio de las drogas en la frontera norte de México, un poder que les fue arrancado por generales que combatieron en la Revolución Mexicana. Complicidad, policías corruptos, intereses económicos, esta guerra de opio y mariguana se convirtió, en el siglo XXI, en el negocio más lucrativo a nivel mundial.
Peter Matthiessen Conaculta/Siruela México, 2012 355 pp.
P
or una invitación del zoólogo George Schaller, en 1973 Mattiessen realizó con él una expedición a la Montaña de Cristal en la frontera de Nepal y el Tibet cuyo objetivo era, en primera instancia, estudiar al bharal o cordero azul himalayo; sin embargo, su intención secreta era poder encontrar al leopardo de las nieves, un raro y hermoso felino en peligro de extinción. A Matthiessen, cuya pareja murió de cáncer, el viaje le permitirá reflexionar sobre ella, su hijo y su estar en el mundo, teniendo al pensamiento budista como fundamento.
¿Qué es la locura?
Dreamers Eileen Truax Océano México, 2013 244 pp.
U
n dreamer es un migrante que ha pasado la mayor parte de su vida en Estados Unidos pero que no puede aspirar a ingresar a la universidad o conseguir un empleo bien remunerado por ser indocumentado. Se trata de jóvenes rechazados por dos países a la vez. En este libro, la periodista Eileen Truax retrata, a través de nueve crónicas casi independientes, la lucha del movimiento Dreamer en su búsqueda de reconocimiento y educación, desde los actos de desobediencia civil en estados antiinmigrantes hasta los pequeños triunfos obtenidos en Texas y California.
Darian Leader Sexto Piso México, 2013 440 pp.
E
n los sesenta, los antipsiquiatras ingleses, Ronald D. Laing en primer lugar, aunque rechazara estar en el grupo, enseñaron que lo “normal” era que todos tenemos algo de loco. Aceptado esto, el también inglés Darian Leader nos dice que hay una locura llamada psicosis “blanca”, “ordinaria”, “normal”, “lúcida”, “privada” o “cotidiana”, que no tiene síntomas evidentes, pero obviamente necesita ser estudiada. Apoyándose en Lacan, cuestiona los tratamientos basados en los fármacos. Para él, el paciente debe ser tratado en su humanidad, no como un objeto.
Disparen contra el crítico RESEÑA Ernesto Jiménez Olín urzoolin@prodigy.net.mx
E
n un texto reciente donde recuerda los 50 años de Rayuela, el escritor nicaragüense Sergio Ramírez escribió que el libro de Julio Cortázar “fue a mi generación lo que Los detectives salvajes de Bolaño es a las nuevas, una biblia laica”. Resultaba inevitable entonces que un escritor de estas últimas generaciones llegara a reunir a los dos modelos. Eso es lo que ha hecho el peruano Diego Trelles Paz (Lima, 1977) en su novela El circulo de los escritores asesinos (Borrador Editores/Librosampleados, Perú, 2012), la cual por su tema —el asesinato de un crítico literario— debería tener cierta celebridad pues en todo ámbito artístico y literario, es seguro que cada creador le tenga echado el ojo a más de uno. La novela fue publicada originalmente en una edición española en 2005 y ahora tiene una segunda oportunidad de alcanzar una mayor repercusión. El Círculo al que hace referencia el titulo, se conformó en un bar limeño teniendo como figura tutelar a César Vallejo; cinco jóvenes —Ganivet, Larrita, el Chato, Casandra y Alejandro Sawa—, cada uno con diversos intereses artísticos, lo integraron y su objetivo era luchar contra la mafia que domina la cultura en Lima. Es aquí donde las huellas de Cortázar y Bolaño se hacen presentes, ya que las cofradías de Rayuela y Los detectives salvajes son los antecedentes directos del Círculo limeño. La erudición, la intelectualidad y el apasionamiento son rasgos que hermanan a los personajes de las tres obras. Románticos, nos recuerdan que leer y ver películas y pinturas no son pasatiempos sino que son la vida. Sergio Ramírez ha observado que sin ser una novela política, Rayuela fue como una especie de carga de dinamita que intentó derribar los muros del establishment, para usar una expresión de la época. El ejercicio de la libertad es el objetivo de estas tres cofradías, pero si la novela de Trelles Paz es más radical se debe a que llevan a la práctica sus ideas. En cuanto a la estructura, rashomonianamente se presentan cuatro manuscritos escritos por Ganivet, Larrita,
el Chato, Casandra, donde cada uno ofrece su versión de los hechos, los cuales serán presentados y comentados por Sawa. Esto le imprime dinamismo a la obra al hacer que el lector se involucre en la identificación del asesino. La lectura de cada uno de los diversos textos, definen claramente a los integrantes del Círculo; al exponer sus debilidades y fortalezas se irá perfilando quién fue el encargado de matar al critico García Ordóñez, mejor conocido como El Perro. Como se anotó, la secta limeña se creó teniendo como numen a César Vallejo y este hecho nos anuncia otro nivel de lectura que propone El circulo de los escritores asesinos: una historia personal de creadores que están fuera del mainstream, donde caben vanguardistas, raros, malditos y contraculturales. Si uno de los personajes se hace llamar Ganivet, es en honor del escritor español Ángel Ganivet, considerado un precursor de la Generación del 98. En el caso de México, Trelles Paz menciona, por ejemplo, a los Estridentistas y a José Agustín en su catálogo. Y haciendo una enumeración rápida de la pléyade de creadores con los que se formaron los integrantes del Círculo encontramos a Silvia Plath, Alejandra Pizarnik, Emilio Adolfo Westphalen, Jorge Eduardo Eielson, Ramón del Valle Inclán, Malcolm Lowry, David Lynch, Andrei Tarkovsky, Claude Chabrol, Eric Rohmer, Edward Hopper, Oliveiro Girondo, Michel Foucault, Orson Welles, Luis Buñuel y queda un largo etcétera que al lector le tocará descubrir. El circulo de los escritores asesinos por sus referencias y las inquietudes vitales que pone en juego, no retrata lo que ocurre en un país sino a una época. L
10 b sábado 6 de julio de 2013
MILENIO
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LABERINTO
cine
teatro CORTESÍA PRODUCCIÓN
Los niños sacrificados
Guerra, familia y honor patrio
¿Qué motivos tienen aquéllos que soportan los abusos sexuales, la violencia, el vacío? La pieza de Thyrion, bajo la dirección de Gabriela Lozano, propone algunas ideas al respecto
El caso de los inmigrantes europeos que desembarcaron en México en los años 40 y el desempeño del Escuadrón 201 en la conflagración mundial, urden la trama del documental centrado en la memoria familiar ARCHIVO GENERAL DE LA NACIÓN
CRÍTICA Alegría Martínez alegriamtz@gmail.com
E
l abuso sexual cometido por un hombre, se extiende a una familia ajena que él dice aceptar como suya hasta que la destruye. Tres actrices y un actor interpretan a cuatro seres sometidos por la obsesión de uno de ellos, la madre, que permite todo atropello contra ella y sus hijos, para conservar a su lado al marido agresor, que no es el padre. Un equipo artístico joven en su mayoría, elige la obra de Françoise Thyrion, Los niños sacrificados, que traducen Boris Schoemann y Humberto Pérez Mortera y que actualmente se escenifica en un espacio habilitado, entre otras actividades, para el teatro, la Sala CCB (Centro Cultural del Bosque), donde esta propuesta se abre paso una hora antes de que inicie la función en los teatros contiguos. En un espacio negro, poblado de sillas blancas, sin trastos ni mayor mobiliario escenográfico, la amiga de la madre permisiva, que se enteró por el diario de la tragedia que vive su ex compañera de infancia, narra al espectador la fatídica existencia que recién descubre, de los dos chicos que desde pequeños han sufrido del abuso permanente al interior de su casa, como si se tratase de sucesos cotidianos. La obra expone con claridad los motivos que cada personaje tiene para soportar su circunstancia y posteriormente, el drástico cambio de suerte que viven, a partir de la intervención de las autoridades, que llega envuelto en culpa, dolor y rabia. Con dirección de Gabriela Lozano —quien establece las distintas escenas con todo el elenco sobre el escenario, de forma que los personajes que no participan de momento en la acción se quedan inmóviles y de espaldas al público—, la puesta en escena plantea con apertura y valentía esta fuerte problemática social. La amistad al paso de los años, los anhelos de infancia, la diversión, los recuerdos de esa época, asfixiados por una vida de infelicidad que en memoria de lo vivido intenta reestablecer este afecto desinteresado que siente la amiga de la madre, es una parte importante de la obra, que abre paso a una renovada, aunque débil fe en el ser humano. Lozano logra con su equipo artístico que se cuente la historia, se
La obra se presenta lunes y martes a las 19:00 hrs. en el Centro Cultural del Bosque, Campo Marte s/n, Polanco
perciban profundas contradicciones y se llegue a la comprensión del origen del error de cada personaje. Sin embargo, hay momentos mejor logrados que otros, como las escenas entre los dos jóvenes hermanos, él y ella, o de cada uno por separado al hablar de su problemática. El delicado manejo de los hechos que aquejaron a los personajes en distintas etapas y que en ocasiones, durante la escenificación, son traídos de nuevo al presente, debe observar un proceso de transición más definido y un intenso y mayor trabajo de análisis que trascienda el gesto, la forma y consiga transitar con mayor veracidad por la ficción en la que se encuentran los dos personajes femeninos adultos. Los niños sacrificados es un trabajo joven que despega con decoro y que encontrará, de aumentarse el rigor escénico, los refuerzos necesarios para hacer crecer lo logrado. De inicio, la elección del tema y de la obra de la dramaturga francesa, de quien se montó en México Moliére por ella
misma, así como la seriedad con la que se aborda, son buen punto de partida. Con Aleyda Gallardo o Elsa Jaimes como La Amiga, Bricia Orozco en la interpretación de La Madre, Tania Mayrén de la Hermana y Víctor Navarro Jup en la del Hermano, con escenofonía de Rodrigo Mendoza, vestuario de Eduardo y María Inés Hermosilla, iluminación de Martha Benítez, pintura e instalación escenográfica de Alejandro Lavanderos, Los niños sacrificados deja una metáfora contundente que estremece y una agónica promesa en la última acción de la madre. Imágenes tortuosas de venganza con abrigo de expiación, valores trastocados, vacíos infinitos que se llenaron de aparente ceguera y mutismo voluntario, alimentan la fragilidad de hijos y madre, atados a una incapacidad infinita para modificar su destino. Aferrados a su miseria interna desde edad temprana, cada miembro de este núcleo que se decía “familia”, avanza sin tropiezo a su propio abismo con la mirada sin horizonte. L
LA PUERTA ESTRECHA
Miembro del célebre escuadrón
ENTREVISTA Carlos Jordán gonzalezjordan@gmail.com
D
urante la Segunda Guerra Mundial, en aguas mexicanas se refugiaron nueve buques italianos y tres alemanes. En uno de ellos viajaba el padre del realizador Luis Lupone. Poco después, el gobierno incautó las embarcaciones sin justificación legal aparente. Ya con bandera mexicana, las naves fueron atacadas por submarinos nazis, lo que detona una declaración de guerra contra los países del Eje. Es entonces cuando el Escuadrón 201 se convierte en el encargado de lavar el honor patrio. La historia de ambos sucesos
es narrada en Memoria recuperada, documental dirigido por el propio Lupone y que se proyecta en la Cineteca Nacional y sus sedes alternas. El origen de la película era investigar la llegada de su padre a México pero termina hablando de la participación del país en la Segunda Guerra Mundial. ¿Por qué? Descubrí que había poca información acerca de los barcos, tanto en las academias como en las dependencias gubernamentales, por eso decidí buscar a los sobrevivientes del Escuadrón 201. Creí que podrían contarme el ambiente de los años cuarenta y que quizás habrían oído sobre
HOMBRE DE CELULOIDE ESPECIAL
Juana in a Million
ESPECIAL
Como música de Stockhausen
Alicia Quiñones
Fernando Zamora
aquinonescontacto@gmail.com
@fernandovzamora
L
a primera obra de teatro sobre migración se escribió a principios de 1930. La anécdota presenta a una familia que tras la gran depresión del 29, trata de huir de la Revolución Mexicana y la pobreza hacia Estados Unidos, sorteando a los polleros y el racismo. Esta pieza es Los que vuelven, estrenada en 1932 y publicada en 1933. Su autor: Juan Bustillo Oro (1904-1984). En ella, Chema y su esposa Remedios han llegado con dificultades al norte y buscan a su hija, Guadalupe, quien se casó con un obrero irlandés. Remedios y Chema se hacen cada vez más viejos, la edad y la pobreza los acaba. “Tu pecado, Chema, tu pecado… Te lo decía todavía en la frontera… No le niegues a tu tierra los huesos de tus hijos, (…) el sudor de tu frente [a tu país]…”, le reprocha Remedios. El teatro histórico implica redescubrir la vida y los orígenes. Escribir un teatro periodístico, coyuntural, significa recrear las historias que suceden, replantearlas, proponer una verdad. Vicente Leñero lo llamó “Teatro documental” en los 70. Una “forma” dramatúrgica que transita entre la investigación periodística y la ficción (aunque de esta última se puede prescindir). Hacer teatro en torno a los acontecimientos actuales es parte de lo que hoy se mira en los escenarios mexicanos: la violencia, el narco, la migración, la militarización de la frontera y la construcción de un muro que prohíba el paso de los latinoamericanos a Estados Unidos. Desafortunadamente, el fenómeno migratorio no se ha limitado a lo económico; hoy, en su avance, también se reflejan las matanzas descar-
las naves incautadas. Sin embargo, tampoco tenían demasiada idea. Ambos episodios se conectan cuando me dicen que su misión durante la guerra era lavar el honor nacional ante el ataque de los nazis a los barcos, que precisamente eran los incautados a las compañías italianas. Su investigación apunta hacia un olvido premeditado de la captura de los barcos y del propio Escuadrón 201. ¿A qué atribuye este silencio? La incautación de las naves fue ilegal puesto que la tripulación estaba en calidad de refugiada, de ahí podemos entender su escasa difusión. En el caso del escuadrón, desconozco la posición histórica de las fuerzas armadas en relación a este periodo. Ni siquiera los integrantes del agrupamiento lo entienden. ¿Cuál es su argumento para decir que los refugiados fueron tratados ilegalmente? El lugar donde estaban confinados se habilitó como estación migratoria. En términos oficiales no estaban en calidad de prisioneros, pero sí en una especie de limbo legal. Sería una buena tesis jurídica saber cuál fue su estatus durante los casi cuatro años que estuvieron en calidad de detenidos. No se les abrió un proceso de deportación o liberación. ¿Por qué se decantó por esta estructura sustentada en el testimonio oral de sus entrevistados? No fue fácil encontrar la estructura. Me interesaba respetar la oralidad porque recrean muy bien la época. En el caso de los marinos capturados, me hubiera gustado contar con más voces pero fue imposible, solo uno pudo hablar. Un psicólogo me explicó que la gente que por alguna razón de guerra y exilio tiene que cambiar de país, tiende al silencio. Caso contrario a lo que sucede con el Escuadrón 201 porque ahí sí pude incluir varias entrevistas con los protagonistas. Entre los integrantes del Escuadrón 201 permanece una sensación de que no se les ha hecho justicia. Sobre la historia del escuadrón siguen existiendo varios mitos. Todavía hay quien dice que no estuvieron en un frente de batalla. A su regreso varios quedaron desamparados, incluso llegaron a pedir placas de taxi para poder sobrevivir. La cereza de un pastel lleno de actos vergonzosos y de omisión, es lo que sucedió con los terrenos de la colonia Escuadrón 201: les dieron los terrenos y les dedicaron una colonia. Sin embargo, ninguno vive ahí. Los paracaidistas se afincaron y nadie los movió. La película maneja mucha información sobre dos temas concretos. ¿Por qué no hacer dos filmes por separado? De hacerlo así, habrían quedado muy desproporcionados en cuestión de tiempo. La historia de los marinos italianos y alemanes quizás habría durado 40 minutos nada más. Además, la conexión está justificada, por lo que preferí trabajarlas de manera conjunta. Es interesante mostrar cómo es que ambos episodios están omitidos en términos de divulgación y claridad histórica. L
P La obra se presenta el próximo martes en el Centro Cultural Helénico
nadas, la impunidad y, en consecuencia, la pérdida de negocios familiares en estados como Michoacán. De este ambiente surge la historia Juana in a Million —ganadora del Premio Fringe First en Edimburgo—, que, a diferencia de lo “tradicional”, la protagonista migra a Londres después de que el restaurante familiar quebrara por falta de turismo, después de que su novio fuera asesinado por sicarios. Juana Gómez no huye per se de la pobreza, huye de la violencia. En el viaje busca mejores condiciones de vida, y en él vivirá la crueldad que sufren los ilegales latinoamericanos.
El conflicto en sí mismo no es tan innovador respecto a otras historias sobre el tema, lo interesante son los motivos del personaje, cómo se abordan y, más que lo anterior: la actuación. El monólogo de una hora y media está a cargo de Vicky Araico, nominada al premio Off West End 2014, en Londres como mejor actriz. En un escenario vacío, manipulado con iluminación, Araico recrea el pasado y el presente de su historia, pero también de su país. Entre las alegrías y las desdichas, Vicky contrapuntea su presente con la historia de su país, es decir, de la conquista europea del Imperio Azteca. L
or un misterio que se va develando poco a poco, con la lentitud (y contundencia) del mejor cine de Europa (pienso ahora en los hermanos Dardenne), Paula Markovitch ha creado una pieza de candor y belleza inquietantes: El premio, ganadora del Ariel este año como mejor película. El secreto de Markovitch, como el secreto de los mejores cineastas de México y Europa, consiste en hablar de cosas que realmente le importan. Y se nota. En este sentido sería banal juzgar El Premio exclusivamente como un cine que “denuncia” a los militares del pasado argentino a través de la historia de Cecilia, una niña que, obligada a mentir con respecto a lo que ve y siente del mundo que la rodea, gana un premio que le dan justamente quienes han asesinado a su prima y, tal vez, a su padre. Como en todo gran cine, Markovitch no juzga a sus personajes; ellos viven en la pantalla y eso es sin duda un logro narrativo. Desde el punto de vista visual, la película transcurre en una playa gris y triste; el único contacto con la vida cosmopolita que, adivinamos, vivieron los protagonistas antes de venirse a vivir aquí (auténtico paisaje de un desolado fin del mundo) es el radio viejo y una estación ferroviaria en la que no pasan trenes. A
Cecilia la interpreta una actriz excelente, tanto que consigue dotar al personaje de un sutil sentido del humor con el que la directora macera lo más profundo de sus recuerdos. Y es que Cecilia es una proyección de Paula y es también la proyección de esas generaciones que vivieron su infancia abatidos por una de las dictaduras más crueles que ha visto América Latina. Sin embargo aquí está: la infancia con su deseo de explorar el mundo; la infancia con el deseo de trascender el miedo, la infancia con esos sueños que (dice Pessoa) abarcan todo el mundo por más que luego se reduzcan a nada. Cecilia es, a pesar de todo, una niña feliz y es en ello que el final (un final que recuerda la aparente incompletud de ciertas obras de Bartok) golpea con la invitación a interpretar: ¿qué sufre el personaje? La exégesis está ahí, para quien quiera buscarla, Markovitch no ofrece otras pistas que lo que ya hemos visto: una playa, una niña, arena que se mete en la ropa, en los zapatos y los ojos. Durante una escena Cecilia y su gran amiga Silvia (una morochita que pareciera representar el statu quo de un país sometido por la milicia) se lanzan por una duna de arena en el paisaje gris de esta playa en el fin del mundo. Por un segundo la música se antojaría alegre, en cambio, los acordes de Sergio Gurrola (que tienen un dejo de lo mejor de Karlheinz Stockhausen) desafinan sobre la
El premio. Dirección: Paula Markovitch. Guión: Paula Markovitch. Música: Sergio Gurrola. Fotografía: Wojciech Staron. Con Paula Galinelli Hertzog, Laura Agorreca y Sharon Herrera. México, Francia, Polonia, Alemania, 2013. imagen. Entendemos entonces la razón de las revoluciones que ha vivido el arte a partir de la Segunda Guerra Mundial: la alegría barroca, el romanticismo decimonónico no tienen cabida ya en un mundo testigo de semejantes horrores, la inocencia de Cecilia no se ilustra con Vivaldi sino con este Gurrola. Actuación, imagen y una historia que realmente atañe a su autora. Eso es El premio. Eso es un cine que es arte. L
10 b sábado 6 de julio de 2013
MILENIO
sábado 6 de julio de 2013 b 11
LABERINTO
cine
teatro CORTESÍA PRODUCCIÓN
Los niños sacrificados
Guerra, familia y honor patrio
¿Qué motivos tienen aquéllos que soportan los abusos sexuales, la violencia, el vacío? La pieza de Thyrion, bajo la dirección de Gabriela Lozano, propone algunas ideas al respecto
El caso de los inmigrantes europeos que desembarcaron en México en los años 40 y el desempeño del Escuadrón 201 en la conflagración mundial, urden la trama del documental centrado en la memoria familiar ARCHIVO GENERAL DE LA NACIÓN
CRÍTICA Alegría Martínez alegriamtz@gmail.com
E
l abuso sexual cometido por un hombre, se extiende a una familia ajena que él dice aceptar como suya hasta que la destruye. Tres actrices y un actor interpretan a cuatro seres sometidos por la obsesión de uno de ellos, la madre, que permite todo atropello contra ella y sus hijos, para conservar a su lado al marido agresor, que no es el padre. Un equipo artístico joven en su mayoría, elige la obra de Françoise Thyrion, Los niños sacrificados, que traducen Boris Schoemann y Humberto Pérez Mortera y que actualmente se escenifica en un espacio habilitado, entre otras actividades, para el teatro, la Sala CCB (Centro Cultural del Bosque), donde esta propuesta se abre paso una hora antes de que inicie la función en los teatros contiguos. En un espacio negro, poblado de sillas blancas, sin trastos ni mayor mobiliario escenográfico, la amiga de la madre permisiva, que se enteró por el diario de la tragedia que vive su ex compañera de infancia, narra al espectador la fatídica existencia que recién descubre, de los dos chicos que desde pequeños han sufrido del abuso permanente al interior de su casa, como si se tratase de sucesos cotidianos. La obra expone con claridad los motivos que cada personaje tiene para soportar su circunstancia y posteriormente, el drástico cambio de suerte que viven, a partir de la intervención de las autoridades, que llega envuelto en culpa, dolor y rabia. Con dirección de Gabriela Lozano —quien establece las distintas escenas con todo el elenco sobre el escenario, de forma que los personajes que no participan de momento en la acción se quedan inmóviles y de espaldas al público—, la puesta en escena plantea con apertura y valentía esta fuerte problemática social. La amistad al paso de los años, los anhelos de infancia, la diversión, los recuerdos de esa época, asfixiados por una vida de infelicidad que en memoria de lo vivido intenta reestablecer este afecto desinteresado que siente la amiga de la madre, es una parte importante de la obra, que abre paso a una renovada, aunque débil fe en el ser humano. Lozano logra con su equipo artístico que se cuente la historia, se
La obra se presenta lunes y martes a las 19:00 hrs. en el Centro Cultural del Bosque, Campo Marte s/n, Polanco
perciban profundas contradicciones y se llegue a la comprensión del origen del error de cada personaje. Sin embargo, hay momentos mejor logrados que otros, como las escenas entre los dos jóvenes hermanos, él y ella, o de cada uno por separado al hablar de su problemática. El delicado manejo de los hechos que aquejaron a los personajes en distintas etapas y que en ocasiones, durante la escenificación, son traídos de nuevo al presente, debe observar un proceso de transición más definido y un intenso y mayor trabajo de análisis que trascienda el gesto, la forma y consiga transitar con mayor veracidad por la ficción en la que se encuentran los dos personajes femeninos adultos. Los niños sacrificados es un trabajo joven que despega con decoro y que encontrará, de aumentarse el rigor escénico, los refuerzos necesarios para hacer crecer lo logrado. De inicio, la elección del tema y de la obra de la dramaturga francesa, de quien se montó en México Moliére por ella
misma, así como la seriedad con la que se aborda, son buen punto de partida. Con Aleyda Gallardo o Elsa Jaimes como La Amiga, Bricia Orozco en la interpretación de La Madre, Tania Mayrén de la Hermana y Víctor Navarro Jup en la del Hermano, con escenofonía de Rodrigo Mendoza, vestuario de Eduardo y María Inés Hermosilla, iluminación de Martha Benítez, pintura e instalación escenográfica de Alejandro Lavanderos, Los niños sacrificados deja una metáfora contundente que estremece y una agónica promesa en la última acción de la madre. Imágenes tortuosas de venganza con abrigo de expiación, valores trastocados, vacíos infinitos que se llenaron de aparente ceguera y mutismo voluntario, alimentan la fragilidad de hijos y madre, atados a una incapacidad infinita para modificar su destino. Aferrados a su miseria interna desde edad temprana, cada miembro de este núcleo que se decía “familia”, avanza sin tropiezo a su propio abismo con la mirada sin horizonte. L
LA PUERTA ESTRECHA
Miembro del célebre escuadrón
ENTREVISTA Carlos Jordán gonzalezjordan@gmail.com
D
urante la Segunda Guerra Mundial, en aguas mexicanas se refugiaron nueve buques italianos y tres alemanes. En uno de ellos viajaba el padre del realizador Luis Lupone. Poco después, el gobierno incautó las embarcaciones sin justificación legal aparente. Ya con bandera mexicana, las naves fueron atacadas por submarinos nazis, lo que detona una declaración de guerra contra los países del Eje. Es entonces cuando el Escuadrón 201 se convierte en el encargado de lavar el honor patrio. La historia de ambos sucesos
es narrada en Memoria recuperada, documental dirigido por el propio Lupone y que se proyecta en la Cineteca Nacional y sus sedes alternas. El origen de la película era investigar la llegada de su padre a México pero termina hablando de la participación del país en la Segunda Guerra Mundial. ¿Por qué? Descubrí que había poca información acerca de los barcos, tanto en las academias como en las dependencias gubernamentales, por eso decidí buscar a los sobrevivientes del Escuadrón 201. Creí que podrían contarme el ambiente de los años cuarenta y que quizás habrían oído sobre
HOMBRE DE CELULOIDE ESPECIAL
Juana in a Million
ESPECIAL
Como música de Stockhausen
Alicia Quiñones
Fernando Zamora
aquinonescontacto@gmail.com
@fernandovzamora
L
a primera obra de teatro sobre migración se escribió a principios de 1930. La anécdota presenta a una familia que tras la gran depresión del 29, trata de huir de la Revolución Mexicana y la pobreza hacia Estados Unidos, sorteando a los polleros y el racismo. Esta pieza es Los que vuelven, estrenada en 1932 y publicada en 1933. Su autor: Juan Bustillo Oro (1904-1984). En ella, Chema y su esposa Remedios han llegado con dificultades al norte y buscan a su hija, Guadalupe, quien se casó con un obrero irlandés. Remedios y Chema se hacen cada vez más viejos, la edad y la pobreza los acaba. “Tu pecado, Chema, tu pecado… Te lo decía todavía en la frontera… No le niegues a tu tierra los huesos de tus hijos, (…) el sudor de tu frente [a tu país]…”, le reprocha Remedios. El teatro histórico implica redescubrir la vida y los orígenes. Escribir un teatro periodístico, coyuntural, significa recrear las historias que suceden, replantearlas, proponer una verdad. Vicente Leñero lo llamó “Teatro documental” en los 70. Una “forma” dramatúrgica que transita entre la investigación periodística y la ficción (aunque de esta última se puede prescindir). Hacer teatro en torno a los acontecimientos actuales es parte de lo que hoy se mira en los escenarios mexicanos: la violencia, el narco, la migración, la militarización de la frontera y la construcción de un muro que prohíba el paso de los latinoamericanos a Estados Unidos. Desafortunadamente, el fenómeno migratorio no se ha limitado a lo económico; hoy, en su avance, también se reflejan las matanzas descar-
las naves incautadas. Sin embargo, tampoco tenían demasiada idea. Ambos episodios se conectan cuando me dicen que su misión durante la guerra era lavar el honor nacional ante el ataque de los nazis a los barcos, que precisamente eran los incautados a las compañías italianas. Su investigación apunta hacia un olvido premeditado de la captura de los barcos y del propio Escuadrón 201. ¿A qué atribuye este silencio? La incautación de las naves fue ilegal puesto que la tripulación estaba en calidad de refugiada, de ahí podemos entender su escasa difusión. En el caso del escuadrón, desconozco la posición histórica de las fuerzas armadas en relación a este periodo. Ni siquiera los integrantes del agrupamiento lo entienden. ¿Cuál es su argumento para decir que los refugiados fueron tratados ilegalmente? El lugar donde estaban confinados se habilitó como estación migratoria. En términos oficiales no estaban en calidad de prisioneros, pero sí en una especie de limbo legal. Sería una buena tesis jurídica saber cuál fue su estatus durante los casi cuatro años que estuvieron en calidad de detenidos. No se les abrió un proceso de deportación o liberación. ¿Por qué se decantó por esta estructura sustentada en el testimonio oral de sus entrevistados? No fue fácil encontrar la estructura. Me interesaba respetar la oralidad porque recrean muy bien la época. En el caso de los marinos capturados, me hubiera gustado contar con más voces pero fue imposible, solo uno pudo hablar. Un psicólogo me explicó que la gente que por alguna razón de guerra y exilio tiene que cambiar de país, tiende al silencio. Caso contrario a lo que sucede con el Escuadrón 201 porque ahí sí pude incluir varias entrevistas con los protagonistas. Entre los integrantes del Escuadrón 201 permanece una sensación de que no se les ha hecho justicia. Sobre la historia del escuadrón siguen existiendo varios mitos. Todavía hay quien dice que no estuvieron en un frente de batalla. A su regreso varios quedaron desamparados, incluso llegaron a pedir placas de taxi para poder sobrevivir. La cereza de un pastel lleno de actos vergonzosos y de omisión, es lo que sucedió con los terrenos de la colonia Escuadrón 201: les dieron los terrenos y les dedicaron una colonia. Sin embargo, ninguno vive ahí. Los paracaidistas se afincaron y nadie los movió. La película maneja mucha información sobre dos temas concretos. ¿Por qué no hacer dos filmes por separado? De hacerlo así, habrían quedado muy desproporcionados en cuestión de tiempo. La historia de los marinos italianos y alemanes quizás habría durado 40 minutos nada más. Además, la conexión está justificada, por lo que preferí trabajarlas de manera conjunta. Es interesante mostrar cómo es que ambos episodios están omitidos en términos de divulgación y claridad histórica. L
P La obra se presenta el próximo martes en el Centro Cultural Helénico
nadas, la impunidad y, en consecuencia, la pérdida de negocios familiares en estados como Michoacán. De este ambiente surge la historia Juana in a Million —ganadora del Premio Fringe First en Edimburgo—, que, a diferencia de lo “tradicional”, la protagonista migra a Londres después de que el restaurante familiar quebrara por falta de turismo, después de que su novio fuera asesinado por sicarios. Juana Gómez no huye per se de la pobreza, huye de la violencia. En el viaje busca mejores condiciones de vida, y en él vivirá la crueldad que sufren los ilegales latinoamericanos.
El conflicto en sí mismo no es tan innovador respecto a otras historias sobre el tema, lo interesante son los motivos del personaje, cómo se abordan y, más que lo anterior: la actuación. El monólogo de una hora y media está a cargo de Vicky Araico, nominada al premio Off West End 2014, en Londres como mejor actriz. En un escenario vacío, manipulado con iluminación, Araico recrea el pasado y el presente de su historia, pero también de su país. Entre las alegrías y las desdichas, Vicky contrapuntea su presente con la historia de su país, es decir, de la conquista europea del Imperio Azteca. L
or un misterio que se va develando poco a poco, con la lentitud (y contundencia) del mejor cine de Europa (pienso ahora en los hermanos Dardenne), Paula Markovitch ha creado una pieza de candor y belleza inquietantes: El premio, ganadora del Ariel este año como mejor película. El secreto de Markovitch, como el secreto de los mejores cineastas de México y Europa, consiste en hablar de cosas que realmente le importan. Y se nota. En este sentido sería banal juzgar El Premio exclusivamente como un cine que “denuncia” a los militares del pasado argentino a través de la historia de Cecilia, una niña que, obligada a mentir con respecto a lo que ve y siente del mundo que la rodea, gana un premio que le dan justamente quienes han asesinado a su prima y, tal vez, a su padre. Como en todo gran cine, Markovitch no juzga a sus personajes; ellos viven en la pantalla y eso es sin duda un logro narrativo. Desde el punto de vista visual, la película transcurre en una playa gris y triste; el único contacto con la vida cosmopolita que, adivinamos, vivieron los protagonistas antes de venirse a vivir aquí (auténtico paisaje de un desolado fin del mundo) es el radio viejo y una estación ferroviaria en la que no pasan trenes. A
Cecilia la interpreta una actriz excelente, tanto que consigue dotar al personaje de un sutil sentido del humor con el que la directora macera lo más profundo de sus recuerdos. Y es que Cecilia es una proyección de Paula y es también la proyección de esas generaciones que vivieron su infancia abatidos por una de las dictaduras más crueles que ha visto América Latina. Sin embargo aquí está: la infancia con su deseo de explorar el mundo; la infancia con el deseo de trascender el miedo, la infancia con esos sueños que (dice Pessoa) abarcan todo el mundo por más que luego se reduzcan a nada. Cecilia es, a pesar de todo, una niña feliz y es en ello que el final (un final que recuerda la aparente incompletud de ciertas obras de Bartok) golpea con la invitación a interpretar: ¿qué sufre el personaje? La exégesis está ahí, para quien quiera buscarla, Markovitch no ofrece otras pistas que lo que ya hemos visto: una playa, una niña, arena que se mete en la ropa, en los zapatos y los ojos. Durante una escena Cecilia y su gran amiga Silvia (una morochita que pareciera representar el statu quo de un país sometido por la milicia) se lanzan por una duna de arena en el paisaje gris de esta playa en el fin del mundo. Por un segundo la música se antojaría alegre, en cambio, los acordes de Sergio Gurrola (que tienen un dejo de lo mejor de Karlheinz Stockhausen) desafinan sobre la
El premio. Dirección: Paula Markovitch. Guión: Paula Markovitch. Música: Sergio Gurrola. Fotografía: Wojciech Staron. Con Paula Galinelli Hertzog, Laura Agorreca y Sharon Herrera. México, Francia, Polonia, Alemania, 2013. imagen. Entendemos entonces la razón de las revoluciones que ha vivido el arte a partir de la Segunda Guerra Mundial: la alegría barroca, el romanticismo decimonónico no tienen cabida ya en un mundo testigo de semejantes horrores, la inocencia de Cecilia no se ilustra con Vivaldi sino con este Gurrola. Actuación, imagen y una historia que realmente atañe a su autora. Eso es El premio. Eso es un cine que es arte. L
12 b sábado 6 de julio de 2013
MILENIO
varia ESPECIAL
ESPECIAL
El libro de Will Gompertz
Simone y los premios
¿Qué estás mirando? 150 años de arte moderno
ARCHIVO HACHE
GUÍA VISUAL
Heriberto Yépez hyepez.blogspot.com
L
a novela Simone de Eduardo Lalo obtuvo el cuantioso Premio Rómulo Gallegos 2013. En Internet noté cierta desazón, que no comparto. Mézclese a Pedro Juan Gutiérrez y Mario Bellatin. Eduardo Lalo no es ese hipogrifo pero hace posible imaginarlo. Una escritura busca volverse lo que no es. En un sentido técnico: devenir fotografía o migajas en busca de un imán (otro género o formato). También en un sentido existencial: Lalo escribe desde un resquemor caribeño. Una palabra defi ne su estilo: maledicencia. Lalo es también artista visual, dentro y fuera de lo impreso. Se suelen resaltar sus libros–de– artista (que yo no clasificaría como tales). Entre sus libros, prefiero El deseo del lápiz. Castigo, urbanismo, escritura y Los países invisibles. Un hombre moderno que ya no cree en Dios pero mantiene una relación trascendental con un ente que lo sobrepasa, salva y castiga, teologa con una ciudad. Lalo es un escritor transverberado por San Juan. Simone es una novela que comienza como un diario y ensayo. Por una cantidad suficiente de páginas iniciales se lee como una bitácora rencorosa e irritante, que molesta de tanto rechazo a los otros y su circunstancia. La voz del libro es el alter ego de Lalo, atrapado. El libro avanza y aparece una mujer. Cobra forma de novela. O autobiografía. Li es una camarera culta y una china– puertorriqueña de cuya pista y cercanía se enamora. El tono y la forma del libro cambian. Li
se vuelve el bonito premio del escritor amargo. Li parecería derruir los fi los experimentales del texto al ser una nueva avatar del arquetipo femenino mágico–misterioso, “irreal y previsible”: Alejandra Vidal, La Maga o Cesárea Tinajero, con quien Li resuena. Cuando la novela amenaza devenir romance redentor, la trama se altera. Un personaje espectral del inicio de la novela toma protagonismo, y la acidez del principio regresa. En su última esfera dramática, el personaje irrumpe en una fiesta donde Li y su amante, un editor funesto y los invitados se vuelven los demonios de un escritor de una isla colonizada. En la confrontación, el personaje escupe una diatriba contra la industria editorial española y el imperialismo en general debido a mal de amores y la recuperación de la maledicencia, que había sido puesta en pausa por el idilio con la migrante acomplejada. Simone es un libro memorable. No es un jueguillo literario, sino una narración retóricamente pensada que deja un mal sabor de boca y un archivo del envenenamiento que retuerce al personaje, por vivir en una cultura colonizada y despreciada por los dominantes y por el personaje mismo, que detesta a sus prójimos, colegas, extraños y superiores. Ante una larga oleada de libros inanes, Simone reiteró que Eduardo Lalo es un autor sobresaliente, cuya voz es un lugar de grito agrio, y que ama la prosa cuidada de su desencanto. L
Magali Tercero mtercero2000@yahoo.com.mx
¿
Qué estás mirando? 150 años de arte moderno en un abrir y cerrar de ojos es el libro del británico Will Gompertz del que se ha estado hablando en Europa desde 2012. ¿Libro? Más bien ameno manual seminovelado de historia del arte occidental rico en preguntas cómo “¿esto es arte?” y explicaciones sencillas sobre lo que ocurre hoy. ¿Novelado? Sí, si le creemos a su autor —ex director de comunicación de la Tate Gallery y actual director de arte de la BBC Broadcasting House— lo siguiente: “Mi cometido ha sido escribir un libro repleto de información y vivaz, no una obra académica (…) de cuando en cuando, me dejo llevar por la fantasía: por ejemplo, imaginando una escena en la que los impresionistas se encuentran en un café (con) ciertos detalles de las conversaciones son imaginarios”. Stand–Up Comedy sobre arte El libro, lo cuenta en el prólogo, surgió después de haber tomado un curso de Stand–Up Comedy (el traductor dejó esto en inglés) para “explicar el arte moderno en forma atractiva y clara”. Gompertz escribió el monólogo Double Art History, y lo presentó, en 2009, en el Fringe Festival de Edimburgo. Hacía tiempo rumiaba el deseo de contar el arte, como escribió en The Guardian. Escribió un monólogo y el público, tras un “examen” informal al fi nal del show demostró haber aprendido nociones de arte moderno en un lapso de una hora o dos. Por fi n publicó “un libro personal, de anécdotas e informativo, que narra cronológicamente la historia del arte moderno” que lo lanzó a la fama mediática. Gompertz no quiere competir con autoridades como E. H. Gombrich y Robert Hughes. Tampoco es un periodista de arte que busque la belleza del lenguaje. Lo suyo es informar y “ambientar”. Por eso inventa situaciones inspiradas, por ejemplo, en banquetes a los que sí asistió Picasso. ¿La amenidad al servicio del conocimiento? Él buscó “un lenguaje fluido, elegante y directo” pues es “muy fácil enmarañarse y caer en lo pomposo”, o bien perderse en la “artificialidad del lenguaje”, algo muy peligroso porque “expulsas al lector”.
¿Manual “novelado”? El Fringe Festival de Edimburgo es uno de los seis que conforman el gran festival de la ciudad, un acontecimiento no oficial porque no hay comité de selección ni se veta lo experimental, creado en 1947. Ahí se presentan informalmente artistas noveles de drama, comedia, baile y música. Ahí se presentó nuestro entusiasta Gompertz antes de escribir su libro. Es difícil clasificar un manual “novelado” sobre arte. En México hay un nicho para los libros de “historia novelada”, y algunos de periodismo ídem, debidos a la imaginación de autores que no intentan engañar. Gompertz, así lo publicitan sus editores, es uno de los periodistas que más sabe sobre arte en Inglaterra. Siete años en la Tate y su trabajo en la BBC le han dado experiencia. Aunque él admite que no lo sabe todo. Tracey Emin no es un fraude A reserva de dedicar al tema otra columna, diré que “El arte hoy en día. Fama y fortuna, 1988–2008, y hoy”, el capítulo fi nal, deja claro que artistas como Tracey Emin no estafan al público: “La historia juzgará su obra, pero no es un fraude. Tiene un título superior por el Maidstone College of Art y un máster por el Royal College of Art. Sus obras están en las colecciones de los mejores museos del mundo (MoMA, Pompidou, Tate) y es la segunda mujer que representa a Gran Bretaña en la Bienal de Venecia. El que su obra sea reconocible a simple vista significa que posee una habilidad excepcional en lo que constituye la base de su estilo artístico: el dibujo. (…) Posee la comprensión profunda de la claridad propia de un poeta”. El dramaturgo Strindberg, explica en otro capítulo, decía al pintor Gauguin: “No me gusta tu obra porque no la entiendo”. Con todo, Gompertz sigue considerando que no ha habido nadie como Picasso. Antes de cerrar, y como va a pasar un tiempo antes de volver sobre este libro, diré que a muchos puede interesar cómo liga la historia económica de Inglaterra de los ochenta al surgimiento del “artista– empresario”, una figura analizada con cierta profundidad y velocidad periodísticas. Olvidaba algo: el título promete demasiado. L