2019
La Gaceta de los Miserables.
La Revista La Gaceta de los Miserables es una revista digital que trata de poner al servicio todas aquellas publicaciones universitarias, entrevistas a personalidades y históricos y actuales. Una misión que va más allá de la prensa generalista y los sentarse a reflexionar sobre diversas temáticas internacionales, poniendo acontecimientos, actores, variables y fenómenos que cambian la Historia.
de las clases populares análisis sociopolíticos, titulares y que prefiere el foco en aquellos
La revista se congratula de reunir a más de cien colaboradores (https://gacetadelosmiserables.com/contacto/) entre los que destacamos a catedráticos, profesores y alumnos universitarios que se prestan a la elaboración de materiales con unas características adecuadas para su publicación y difusión. Lo analítico y lo estético se funden en estos mismos. A su vez, contamos con un equipo (https://gacetadelosmiserables.com/nosotros/) de colaboradores permanentes que habitan en distintos puntos de la geografía global y trasladan sus experiencias e investigaciones desde América Latina hasta el gigante asiático.
Con un número mensual, dos entrevistas mensuales y dos artículos semanales se publica la Gaceta de los Miserables. Al mismo tiempo, se asumen nuevos retos como el “I Ciclo Guerra Civil española (https://gacetadelosmiserables.com/category/ciclo-guerra-civil-espanola/)” en 2018 o el “Especial Protestas (https://gacetadelosmiserables.com/category/especial-protestas/)” en 2019, que tuvieron y tienen una acogida masiva. Con el fin de continuar esta labor de divulgación y formación desde la Academia hasta las calles a través de las redes, agradecemos e invitamos a nuestros lectores a acompañarnos en dicha tarea compartiendo y apoyando los contenidos. Para que en los años venideros seamos la revista de referencia de una generación formada. La Gaceta de los Miserables.
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España y Teruel: cruce de caminos a nivel trasatlántico. Por David Alegre Lorenz¹. En tanto que realidad político-cultural, los territorios que hoy en día componen lo que conocemos como España tuvieron y tienen una dimensión transatlántica innegable, ya sea por su particular posición geoestratégica, volcados al océano; por determinadas decisiones puntuales; o también por los caprichos de la contingencia. Así pues, la Península Ibérica ha sido uno de esos escenarios que a modo de metáfora denominaríamos cruce de caminos, por la gran cantidad de procesos históricos que han confluido en ella, pero también por los múltiples virajes que la historia ha experimentado en o a partir de unas tierras a caballo entre Europa, África y América. Es a partir de aquí que podemos explicar el carácter universal de la cultura hispánica, y no lo digo ni mucho menos en un sentido nacionalista o esencialista, sino valorando la proyección real que esta ha tenido y tiene en el mundo a nivel político-cultural. Muchas de las razones de dicha influencia son de sobra conocidas, y buena parte de ellas tienen que ver con la historia de guerra y expansión feudal de los condados y reinos cristianos septentrionales sobre la parte sur de la Península Ibérica, dominada por diferentes poderes musulmanes desde principios del siglo VIII hasta finales del XV. De algún modo, esa política expansionista de las coronas cristianas peninsulares tuvo continuidad tanto en el Mediterráneo, a manos de la Corona de Aragón, como en la América central y meridional, por iniciativa de Castilla y Portugal. En torno a estos hechos y a los conflictos europeos por la hegemonía continental que tuvieron lugar entre los siglos XVI y XVII, acompañados por las violencias de todo tipo, las disputas religiosas y la lucha político-cultural por la legitimidad, se generaron toda una serie de mitos y leyendas que más tarde serían destilados y explotados en plena época romántica durante el siglo XIX. En muchos casos, la España decimonónica acabó por convertirse en un paradigma del atraso y el exotismo, un país donde el tiempo parecía haberse congelado. Aquí encuentra su sentido el tremendo poder de atracción de la España contemporánea como destino de turistas, intelectuales y hombres de cultura de diferentes lugares del orbe. Sin embargo, muchos de esos relatos, como la llamada leyenda negra, han sido ampliamente debatidos y puestos en cuestión por la historiografía. Hoy en día, los historiadores e historiadoras españolas nos batimos con más o menos éxito para demostrar que la historia de las tierras peninsulares no es tan diferente a la del resto del continente, algo que se impone por la evidente continuidad territorial y los contactos constantes que las mantenían y las mantienen unidas a este. Sin embargo, existe una opinión pública y un sector muy visible de la intelectualidad española que insiste en destacar muchos de los
mitos que giran en torno al carácter de los españoles y su pasado, como por ejemplo el de su supuesta naturaleza inherentemente fratricida. El mejor representante de esta corriente, y que además hace fortuna como creador de opinión, es sin duda alguna Arturo Pérez-Reverte. No obstante, si en algún momento se hizo evidente la brecha entre España y Europa fue a partir del año 1945, cuando la derrota militar de los fascismos europeos no tuvo su correlato en ninguno de los dos países peninsulares, que aún habrían de sufrir sendas dictaduras durante tres décadas más. Hasta ese momento las guerras civiles, acompañadas de tasas de violencia cada vez mayores contra la población civil, habían sido una realidad intermitente pero omnipresente en todo el continente, con un momento clave en la década de los 70 del siglo XIX marcado por la Comuna de París y la salvaje represión militar contra los revolucionarios o la última guerra carlista y el aplastamiento del cantonalismo en España (Canal, 2012). A partir del periodo final de la Gran Guerra los conflictos internos de distinta intensidad acabaron por formar parte del horizonte experiencial de los europeos, con periodos de paz más o menos largos entre medio, pero llegando a caracterizar la vida de las sociedades continentales durante ciertos periodos y, también, contribuyendo de forma decisiva a dar forma a nuestras sociedades e instituciones actuales. De hecho, en algunos escenarios de Europa oriental o en Grecia los conflictos derivados de la Segunda Guerra Mundial se dejaron sentir con fuerza en forma de guerras civiles hasta finales de los años 40. Así lo intentamos demostrar con diferentes iniciativas científicas de alcance internacional que han tenido como plasmación obras colectivas ya publicadas y otras que están por venir (Rodrigo, 2014; Alegre, Alonso y Rodrigo, 2018). En este sentido, hasta 1945, con sus propios tempos y particularidades el país peninsular había pasado por procesos de modernización político-social, por el ascenso de las masas y por implantación del capitalismo de un modo muy similar a muchos países de su entorno (Santirso, 2008). Sin embargo, como decía, la española (pre-española, si pensamos en el periodo anterior al surgimiento de las narrativas nacionalistas en el siglo XIX) es una historia transatlántica en todos los sentidos. Esto se pone de manifiesto en la particular posición política de algunos países mediterráneos como Portugal, España y Grecia durante la Guerra Fría, que tuvo mucho que ver con las políticas de contención de la amenaza comunista por parte de los Estados Unidos hasta bien entrados los años 80. Y aquí vuelven a entrar en escena los lazos que unen al conjunto de Iberoamérica, muy evidentes en el siglo XIX, y con paralelismos y procesos político-sociales similares o compartidos a ambos lados del Atlántico en la segunda mitad del siglo XX. Durante este periodo, la España franquista llegaría a ser un referente político-cultural más que evidente en la creación y ordenación de la amplia red de dictaduras del Cono Sur latinoamericano, por mucho que sus tácticas contrainsurgentes vinieran inspiradas por las más modernas experiencias francesas y estadounidenses y el apoyo logístico financiero procediera de Washington. Desde el otro lado del Atlántico se alargaba la sombra del caudillo militar como garante de las esencias patrias, el catolicismo como ordenador de la vida en comunidad y la violencia como instrumento para la supresión de la amenaza revolucionaria y la resolución de los conflictos sociales. En este marco histórico-temporal tuvo lugar el establecimiento de la dictadura de Stroessner en Paraguay en 1954, favorecido por una fuerte violencia contrarrevolucionaria y un golpe de estado; la sucesión de golpes de estado cívico-militares en Argentina desde 1955, que culminaría con el establecimiento de la dictadura autodenominada como Proceso de Reorganización Nacional, impulsada y gobernada por los militares entre 1976 y 1983; la dictadura militar brasileña implantada en 1964, que se extendería hasta 1985; los diversos gobiernos militares de Bolivia y sus conflictos internos entre 1964 y 1982; el golpe de estado de 1973 y la posterior represión puestos en marcha por el comandante en jefe del ejército Augusto Pinochet o, también, el surgimiento en paralelo de la dictadura cívico-militar que rigió los destinos de Uruguay entre 1973-1985. Así pues, esta larga disquisición previa tiene por fin entender no ya solo qué hizo de la guerra civil –a priori un simple conflicto doméstico en un país pobre y periférico respecto a las principales cancillerías– un enfrentamiento con un seguimiento universal y una implicación internacional sin precedentes, sino
también indagar en las causas de su impacto mediático-cultural muchos años después de finalizada. En ello tuvo mucho que ver esa posición de España como cruce de caminos, pero no menos el desarrollo de los acontecimientos en un continente donde la izquierda revolucionaria y la democracia habían sido progresivamente desmanteladas desde principios de los años 20 sin apenas oposición. Cuando estalló el golpe de estado de julio del 36, la experiencia hacía que todos los actores supieran lo que estaba en juego e intuyeran lo que podía pasar, de ahí la respuesta contundente de las clases populares y las organizaciones político-sindicales ante el intento de los militares y sus apoyos políticos por tomar el poder en toda España durante el día 18 y sucesivos. Esto mismo es lo que hizo posible que la batalla de Teruel, ocurrida en un entorno particularmente aislado de la península, intrascendente desde el punto de vista estratégico-económico, acabara siendo el acontecimiento militar decisivo de la guerra civil y alcanzara una repercusión mediática mundial.
Todo lo dicho queda bien probado por la presencia y el papel de individuos como Harold Kim Philby en el entorno de la capital del Aragón meridional durante aquellos fatídicos días del invierno de 1937-1938. Este agente doble de origen británico, que trabajaba para los servicios secretos británicos y soviéticos bajo el paraguas de las crónicas favorables al bando sublevado que publicaba como corresponsal del The Times, estuvo a punto de morir la tarde-noche del 31 de diciembre de 1937, cuando el avance imparable de las tropas sublevadas hacía presagiar que la recuperación de la plaza sitiada por los republicanos tendría lugar al día siguiente. La historia de la guerra civil española no habría sido la misma si los insurgentes hubieran entrado esa misma Nochevieja en una ciudad que había quedado prácticamente desguarnecida ante la desbandada y el pánico que cundió entre las tropas republicanas. Pues bien, esa misma tarde un exceso de confianza de las autoridades golpistas hizo posible que el propio Philby y otros tres periodistas angloamericanos, Edward J. Neil, Bradish Johnson y Ernest Sheepshank, que cubrían la guerra en el lado sublevado para Associated Press, la revista Newsweek y Reuters, fueran autorizados bajar de Cerro Gordo a la primera línea de combate, entre Caudé y Concud. Desde el principio de la batalla de Teruel aquella zona del frente, situada unos diez kilómetros al noroeste de la capital, se había convertido en uno de los escenarios más disputados, con concentraciones de fuego muy densas y gran cantidad de bajas por ambos lados. De ahí que no resulte sorprende que un obús caído a un metro del coche en el que se desplazaban los corresponsales descargara su metralla sobre el utilitario,
matando al instante a Johnson; hiriendo de suma gravedad a Neil y a Sheepshank, que morirían con pocas horas de diferencia tras ser evacuados; y causando algunos rasguños superficiales a Philby en la cabeza, que se salvó de forma milagrosa. Como bien apunta Vicente Aupí, el conflicto español en tanto que guerra total con una amplia cobertura internacional introdujo al enviado especial o al reportero de guerra en una nueva dimensión, y fue justamente en ese decisivo 31 de diciembre cuando se pusieron de manifiesto los peligros a los que se expondrían a partir de entonces en su afán por cubrir las noticias al pie del terreno. Efectivamente, Teruel fue una hito puntual pero importante en la larga historia de la guerra por muy diversas razones, sobre todo porque fue allí donde la guerra civil devino total, con la movilización de todos los recursos humanos y materiales, la búsqueda de la derrota incondicional del enemigo, la conversión del civil en enemigo y el desprecio por las condiciones meteorológicas. Aquella minúscula ciudad de provincias fue el centro del mundo durante nueve semanas, observado por los militares de ambos lados del Atlántico como un laboratorio de pruebas de cara a una guerra europea que se prefiguraba en el horizonte y por los líderes políticos como el enésimo escenario donde se dirimía la lucha entre revolución y contrarrevolución. Allí decantó el bando sublevado a su favor la guerra civil española de forma definitiva. A pesar de que aún quedaban por delante once meses de guerra las fuerzas republicanas nunca volvieron a recuperarse de lo que fue una batalla de desgaste clásica agravada por un invierno sin precedentes. El propio Franco lo tenía muy claro, y así lo hizo saber en la ceremonia de entrega de condecoraciones del 2 de marzo donde Philby recibió la Cruz al Mérito Militar por sus servicios a favor de la causa rebelde: «La guerra está ganada. La victoria en Teruel ha sido una demostración de la superioridad tecnológica, militar y material del ejército nacional. Los rojos han sido derrotados en un terreno que ellos mismos habían escogido y en el que habían acumulado todos los hombres y materiales a su disposición» (Aupí, 2017: 168). Sin embargo, lejos de la fría visión racional y triunfalista de lo acontecido al sur de Aragón nos encontramos con el testimonio del enviado francés Bertrand de Jouvenel el día 6 de enero, muy poco antes de rendirse los últimos reductos sublevados en el interior de la ciudad. Este reflejó una realidad de la guerra a sus lectores del Paris-Soir y Candide con la que se debieron de identificar muchos veteranos franceses de la Gran Guerra: «¿Con qué voy a escribir mi artículo? […] Estamos en la batalla más importante de la guerra y no vemos nada. ¡Qué ironía! […] La guerra moderna no es ya una lucha pintoresca, sino de hombres pequeños y perdidos, que sin ver nada esperan su destino» (Bocanegra, 2017). La imagen no podía ser más plástica: en ese tipo de guerra la diferencia entre la vida y la muerte ya no dependía tanto de la costumbre o la habilidad de los combatientes y los civiles como de la estadística y la contingencia, es decir, de la suerte. El combatiente era un ser indefenso, aislado y la mayor parte de las veces aterrorizado, carente de cualquier conocimiento sobre la situación general. Así pues, como en tantos otros casos antes o después, la guerra pasó como un vendaval dejando miles de muertos de ambos bandos y de diferentes procedencias abandonados para siempre en fosas comunes y brechas naturales del paisaje estepario e irregular del sur de la provincia turolense. En los meses y años siguientes la guerra entre revolución y contrarrevolución se desplazaría a nuevos escenarios, y durante un tiempo pareció que iba a decantarse a favor de los partidarios de la segunda. Sin embargo, Teruel y los pueblos que sufrieron la batalla quedaron sumidos en el silencio y el terror de una posguerra atroz y en el abandono al que fue sometida toda la España rural a manos del régimen, que hicieron de la vida en el campo una constante lucha por la supervivencia. Empujadas prácticamente a la extinción, las tierras turolenses quedaron cubiertas por el tupido velo de un olvido tan solo roto de vez en cuando por la prensa del franquismo al celebrar sus efemérides, por los historiadores que hemos dado cuenta de lo ocurrido allí y por una ciudadanía que no se ha resignado nunca a ver morir su lugar en el mundo.
¹ David Alegre Lorenz. Doctor Europeo en Historia Comparada, Política y Social por la Universitat Autònoma de Barcelona y desde el año 2014 es coeditor de la Revista Universitaria de Historia Militar. Referencias: Alegre, D., Alonso. M., y Rodrigo, J. (2018): Europa desgarrada: guerra, ocupación y violencia, 1900-1950. Zaragoza. Prensas de la Universidad de Zaragoza. Aupí, V. (2017): Crónicas de fuego y nieve. La Guerra Civil Española y los corresponsales internacionales en la Batalla de Teruel. Teruel. Dobleuve Comunicación. Bocanegra, E. (2017): Un espía en la trinchera: Kim Philby en la Guerra Civil española. Barcelona. Busquets [edición electrónica]. Canal, J. (2012): “Guerras civiles en Europa en el siglo XIX o guerra civil europea”, en Canal J. & González Calleja, E.: Guerras civiles. Una clave para entender la Europa de los siglos XIX y XX. Madrid. Casa de Velázquez. Rodrigo, J. (2014): Políticas de la violencia: Europa, siglo XX. Zaragoza. Prensas Universitarias de Zaragoza. Santirso, M. (2008): Progreso y libertad: España en la Europa liberal (1830-1870). Barcelona, Ariel. 28 JUNIO, 20182 ABRIL, 2019
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La posición del PCE ante la guerra y la revolución de 1936. Por Fernando Jiménez Herrera¹. El 18 de julio se produjo un golpe de estado que provocó una serie de consecuencias inesperadas para sus contemporáneos, la principal, una guerra civil. En las zonas que permanecieron fieles al Gobierno de la Segunda República se vieron sorprendidos a su vez por la pérdida de iniciativa del Estado frente a las organizaciones obreras, quienes se hicieron con el poder efectivo en las calles. Este poder efectivo reforzó las posiciones de los órganos obreros frente al Gobierno e iniciaron un proceso revolucionario, arrebatándole el monopolio de diversas funciones a la administración pública, el caso más evidente, el ejercicio de la justicia. El Partido Comunista Español (PCE) se vio sobrecogido por semejante consecuencia, al igual que el resto de fuerzas obreras que permanecieron en el campo republicano. Lo que se consideró un enfrentamiento que se resolvería en cuestión de semanas, a lo sumo meses, se alargó en el tiempo hasta los tres años. La estrategia a seguir por el PCE para combatir el golpe de estado a sus partidarios y su asentamiento varió en el tiempo y en el espacio. Tras la sublevación, la respuesta que se organizó fue muy similar a la del resto de fuerzas trabajadoras, promover la revolución desde abajo. Para ello, desde los Radios (principales órganos de dirección del partido a nivel local-municipal) se animó a los trabajadores a tomar la iniciativa y frenar la extensión del golpe de estado. Un ejemplo, lo encontramos en Madrid, donde miembros del Radio del Puente de Vallecas junto a obreros y funcionarios de otras corrientes ideológicas formaron una columna que se dirigió hacia el cercano cuartel de Artillería de Vicálvaro para asaltarlo. De esta forma se pretendía frenar la sublevación en la capital y conseguir armas para combatirla. No obstante, en los primeros compases de la guerra, esta respuesta dada “desde abajo” por las fuerzas obreras, en general, y por el PCE, en particular, no fue unitaria ni unánime. Los Radios contaron con mayor autonomía que antes del golpe como consecuencia del rápido suceder de los acontecimientos en las jornadas continuas al golpe de estado y la incertidumbre generada por el mismo. Aunque, la disciplina de partido pronto puso fin a esta autonomía de acción de la base respecto a la directiva. El PCE no fue un partido muy numeroso, en cuanto a filiación se refiere, antes del inicio de la guerra civil. Esta situación cambió radicalmente durante la guerra civil, sobre todo, con la llegada a la retaguardia republicana del armamento soviético y las Brigadas Internacionales en la segunda quincena de septiembre de 1936. De los poco más de 46.200 afiliados en marzo de ese mismo año, la cifra de militantes en el PCE se incrementó solo en nueve meses en más de 142.000. En este incremento hay que tener en cuenta que casi la mitad del territorio nacional de la época estaba en manos de los sublevados.
Además de la visibilidad que le otorgó al PCE la ayuda soviética, este incremento también se debió a la estrategia seguida por el partido en la España republicana. Desde la cúpula directiva nunca se perdió de vista la importancia de la movilización social durante el conflicto, que potenciaron los Radios y sus células. A esta actividad se unió la estrategia del partido de introducirse en la administración, y desde la misma promover actividades sociales, económicas, políticas y bélicas que le hicieran ganar el apoyo de la ciudadanía. Ambas esferas se favorecieron mutuamente, al ser los apoyos en las calles una muestra de fuerza de cara al Gobierno y al resto de partidos y sindicatos que luchaban con la República. De esta forma, obtenían más poder en la administración lo que les daba mayor visibilidad de cara a la sociedad.
Enrique Líster y el Quinto Regimiento en Toledo.
Centrándonos de forma pormenorizada en estas dos esferas de actuación, conviene destacar, dentro de la movilización social y la actuación impulsada a nivel micro por los Radios, instrumentos básicos de la organización del PCE. Estos centros, en el caso de la ciudad de Madrid, buscaron adaptarse a la nueva situación trasladando sus sedes a espacios más amplios a través de la incautación de edificios, principalmente de carácter religioso, aunque no solo. Volviendo al caso vallecano, nos encontramos que se trasladó desde la Avenida de la República número 43 al número 66, en el antiguo colegio/convento Ave María. Esta nueva sede se adaptaba mejor a las nuevas necesidades generadas por la sublevación en la capital. Según el testimonio de uno de los protagonistas de la incautación del edificio, Felipe Pulgar Luengo, a las mojas que residieron en este centro se las dio un “trato humano”, desconociendo cual fue su paradero. El PCE en este distrito madrileño centralizó su actividad a través de esta nueva sede. Desde allí, el Radio siguió con sus funciones políticas y sociales de preguerra, añadiendo nuevas funciones, como el ejercicio de la justicia revolucionaria. Una justicia que nada tenía que ver con la republicana,
catalogada de “burguesa” por las fuerzas obreras, y, por tanto, contraria a sus intereses de clase. Además, se organizó un cuartel que formase a las milicias que acudían al frente de Somosierra. Sumado a este fenómeno de centralización de sus funciones, el PCE también se diferenció del resto de fuerzas obreras, anarquistas fundamentalmente, por sus llamadas al orden y a la disciplina. Una forma de posponer la revolución a favor de la guerra, para lo cual, se optó por el apoyo al Estado. En esta llamada a la disciplina y al orden en la retaguardia fue fundamental el control de las Radios para controlar el impulso revolucionario de las bases comunistas. Por lo tanto, las actividades revolucionarias independientes de las directrices del Partido pronto se vieron frenadas por el mismo. Un factor a tener en cuenta es que la revolución fue corta en cuanto a tiempo se refiere. Solo durante los meses de verano y otoño de 1936 la actividad revolucionaria tuvo una gran presencia en las calles. Poco a poco, el devenir de los acontecimientos y las exigencias de una guerra total produjeron que la revolución se canalizase por cauces administrativos (por ejemplo, la nueva justicia republicana y los Tribunales Populares). En este proceso jugó un papel importante el PCE, aunque priorizó la victoria a este proceso revolucionario. Esta actitud, unida a la toma de mayores cuotas de poder dentro del Gobierno, llevó al PCE a ahondar en disputas previas a la guerra con otras formaciones políticas o sindicales, como fueron la CNT o el POUM. En los sucesos de Barcelona de 1937 o con el golpe de Casado en Madrid en 1939, el PCE se posicionó a favor del Gobierno y en contra de fuerzas revolucionarias como la anarquista CNT y el trotskista POUM. Mediando, en el caso de Barcelona, los asesores soviéticos, cuyo papel utilizó la propaganda franquista como forma de descrédito a la Segunda República. Una de las consecuencias de la mayor presencia del PCE en las instituciones y de su creciente militancia fue que el aparato de propaganda sublevado focalizó su atención en su descrédito. Sumado a los calificativos con una gran carga peyorativa como fueron el de “rojo” o “cheka”, se atribuyó al partido una carga importante de responsabilidad frente a lo que había acontecido en la retaguardia republicana durante los tres años que duró la guerra. Esa sombra se vio alargada por el franquismo durante sus cuarenta años de existencia, extendiéndose de forma indiscriminada a todo lo que significó la Segunda República. Homogeneización que fue rechazada por la gran diversidad de miembros que compusieron la retaguardia republicana y que demuestran las investigaciones que se están llevando a cabo desde la transición. Aunque, aún queda mucho por hacer e investigar sobre la guerra civil española y sobre el papel del PCE en la misma.
¹ Fernando Jiménez Herrera. Facultad de Geografía e Historia de la Universidad Complutense de Madrid. Referencias: Archivo General e Histórico de Defensa: Fondo: Madrid, Sumario 842, legajo 7386 Fondo: Madrid, Sumario 6269, Caja 2612, número 10. Archivo Histórico del PCE: Sección: Textos, Manuscritos y Memorias, signatura: 35/3. Sección: Textos, Manuscritos y Memorias, signatura: 54/3. Documentos PCE, Carpeta 17. Víctor ALBA: “De los Tribunales Populares al Tribunal Especial” en Archivo Histórico Nacional. Sección guerra Civil: Justicia en Guerra. Jornadas sobre la administración de justicia durante la guerra civil española: instituciones y fuentes documentales. Madrid, Ministerio de Cultura, 1990. Julio Aróstegui: Por qué el 18 de julio… y después. Barcelona, Flor del Viento, 2006. Javier CERVERA GIL: Contra el enemigo de la República desde la ley. Detener, juzgar y encarcelar en
guerra. Madrid, biblioteca nueva, 2015. Fernando HERNÁNDEZ SÁNCHEZ: Guerra o Revolución. El Partido Comunista de España en la guerra civil. Barcelona, Crítica, 2010. José Luis LEDESMA VERA: “Tercera parte. Una retaguardia al rojo. Las violencias en la zona republicana” en Francisco ESPINOSA MAESTRE, Violencia Roja y Azul. España 1936-1950. Crítica, Barcelona, 2010. 11 JUNIO, 20182 ABRIL, 2019
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De Compiégne a Pearl Harbour, el porqué de la neutralidad estadounidense en el mundo de entreguerras. Por Juan Carlos Merino Morales¹. Entre el 11 de noviembre de 1918, firma del armisticio de la I Guerra Mundial y el 7 de diciembre de 1941, día del ataque japonés a la base militar en Pearl Harbour, los Estados Unidos de América se mantuvieron en una estricta neutralidad que en momentos rozó el aislacionismo internacional. Por la Casa Blanca pasaron todo tipo de presidentes, tanto demócratas como republicanos, con distintas políticas económicas, sociales e internacionales, pero no variaron un ápice su neutralidad. La Historia nos ha contado que Estados Unidos no entró en la I Guerra Mundial hasta la intercepción del telegrama Zimmerman por los servicios de inteligencia de la Corona Británica. En él, Alemania invitaba a México a luchar contra los Estados Unidos a cambio de ayuda logística y económica para que recuperaran los territorios perdidos en Texas, Nuevo México y Arizona. Este hecho provocó una sacudida en la opinión pública estadounidense que llevó a dar un paso más al Presidente Wilson y llevar la posibilidad de entrar en la I Guerra Mundial, tal y como acabó produciéndose. Con la firma más tarde de la Paz de París y la llegada de los llamado “felices años 20” a los Estados Unidos, donde el ocio, los avances tecnológicos en el hogar, el desarrollo del modelo de trabajo en cadena, el sueldo de un dólar la hora trabajada, no se miró más allá de las fronteras. Ellos eran felices mientras Europa se reconstruía, se formaron repúblicas débiles, como la de Weimar, o se llevaba una política de rencor y odio, como Francia a Alemania, en el país de las barras y la estrellas todo era optimismo y felicidad. Optimismo y felicidad hasta el “crack del 29” que cambió los pilares del país e hizo mirar al pasado para analizar cómo y por qué se habían hecho determinadas cosas. Cuando el descenso en los niveles del consumo de los estadounidenses ya era una cuestión clara y meridiana, las diferentes industrias y el gobierno de Hoover no vieron ni hicieron nada para frenar la sobreproducción que se estaba generando. Ante la inacción la bola de nieve se fue haciendo cada vez más y más grande, llegando hasta el martes negro, 20 de octubre de 1929, cuando las pérdidas acumuladas en una semana ascendían al veinticinco por ciento, perdiendo todos los beneficios desde un año y medio antes. Todo el sector comercial y económico de los Estados Unidos cayeron en esta crisis, pero sobre todo hay uno que tiene un papel fundamental en el tema que se trata en estas líneas, la banca. Bajo el paraguas
del Banco Morgan, ya no contaba con el fundador, fallecido en 1913, se intentaron agrupar todos los sectores financieros con el fin de minimizar pérdidas. Para ello se negaron créditos tanto a particulares como a empresas, lo que provocó el inmediato despido y aumento del desempleo entre la clase obrera estadounidense. De esta forma comienza una nueva etapa, que no deja de ser la continuadora de la anterior, del mirar hacia dentro del propio país olvidando lo que ocurría fuera de las fronteras. Mientras en Estados Unidos, Roosevelt se hacía con la presidencia del país centrando todas sus energías en su New Deal, en Europa los autoritarismos estaban creciendo. En Italia Mussolini ya se había hecho con el poder desde hacía unos años, llevando su política fascista a península Itálica. En Alemania por su parte Hitler ya asediaba el poder, forzando al cada vez más vetusto Hindenburg a que le nombrara canciller sin poder frenar el ascenso hacia el poder del partido nazi. Aunque parezca obvio, estos dos hechos marcarán la política tanto interior de los Estados Unidos, sobre todo en la segunda mitad de la década de los treinta.
De vuelta a Norteamérica, la clase política una vez que se habían establecido las líneas básicas del New Deal, empezó a abordar temas de distinta índole a la económica. La actividad periodística creció de sobremanera a la hora de analizar qué había ocurrido durante la I Guerra Mundial. La tónica de las informaciones se centraron en las distintas presiones e intereses que movieron al gobierno del demócrata Wilson a entrar en la Gran Guerra. Éstas se centraron en motivaciones de la banca y la industria armamentística que temían que los países aliados no pudieran hacer frente a los pagos. Estas noticias contradecían la versión oficial de posible agresión externa de México con la ayuda de los germanos. Para hacer frente a estas noticias, el Congreso abrió una comisión de investigación que fue presidida por el senador por Dakota del Norte, el republicano Gerald P. Nye. La comisión cuyo nombre fue concretamente Special Committee to Investigate the Munitions Industry, y se prolongó desde el 12 de
abril de 1934 hasta febrero de 1936. Durante este tiempo se celebraron más de doscientas entrevistas a personajes tan importantes en la sociedad estadounidense como J.P. Morgan junior o Pierre Du Pont, magnate en la época de la empresa con su mismo nombre encargada de la fabricación de explosivos. La Comisión sentenció que hubo una conexión clara entre las empresas de armamento y la banca y la entrada en la guerra, dejando sin validez los mensajes épicos de la lucha por la democracia y sus valores en todo el mundo, mensajes que por cierto comenzaban a calar en la sociedad estadounidense. Ahora bien, lo que sí que provocaron esta comisión y sus investigaciones fueron el nacimiento de una corriente de aislacionismo internacional entre todos los sectores de la sociedad norteamericana. Siguiendo con el contexto internacional, es pertinente recordar que ya en 1935 Alemania era un estado autoritario bajo la directriz de Hitler y su Partido Nacionalsocialista, y en Italia ya se había dado la invasión italiana de Etiopía, en consonancia con la idea que tenía Mussolini de formar un nuevo Imperio romano. Ante esta situación se formuló la primera de una serie de leyes, llamadas de neutralidad que iban en la línea aislacionista que estaba cuajando paralelamente a la Comisión Nye. La Neutrality Act de 1935 fue la primera ley de otras tres más en las que expresamente se prohibía la venta de cualquier tipo de material armamentístico a cualquier país que estuviese en guerra. A su vez se prohibía a los ciudadanos estadounidenses viajar a estos países. En 1936 se prorrogó la ley anterior ampliando además la prohibición de conceder créditos y cualquier tipo de ayuda económica. De esta forma Roosevelt se enfrentaba a las elecciones que a la postre le darían su segundo mandato al frente de la Casa Blanca con una política internacional, aunque convulsa, blindada desde el Departamento de Estado y el Congreso, gracias a las ya citadas leyes. Pero en España se dio un golpe de Estado cuyo fracaso desencadenó una guerra civil. Desde el primer momento el Secretario de Estado, Cordel Hull, tuvo constancia que la ley de neutralidad en vigor no era válida para el caso español, ya que no se contemplaba una guerra civil, por lo que legalmente tanto rebeldes como leales al gobierno legítimo de la República podían comprar armas y material bélico a cualquier empresa estadounidense. Para frenar esta posibilidad, el propio Hull llamó de forma personal a los directores y presidentes de las principales empresas para que estableciendo un “embargo moral”, no vendiesen armas a España. En un primer momento este directriz fue aceptada por estas empresas, pero en los últimos días de 1936, una empresa llamada Hanover Sales, cuyo presidente era Robert Cuse, vendió un cargamento al gobierno republicano para ser enviado al frente del norte de España, a bordo del barco Mar Cantábrico. Este hecho enfureció al Presidente Roosevelt que no quiso esperar a la renovación de la ley de neutralidad en mayo de 1937, sino que en el mismo mes de enero durante su discurso anual en el Congreso, que de forma inmediata se aprobaba la Joint Resolution, por la que se establecía un embargo completo a España mientras expiraba la ley de neutralidad del año anterior. Además a este conflicto habría que añadir la Segunda Guerra Chino-Japonesa. Pero aquí no terminaban los problemas para Roosevelt y su recién reelegido gobierno, sino que la situación en Europa se recrudecía, con el Pacto de Múnich de 1938, la ocupación de los Sudetes y el posterior acuerdo germano-soviético. Esta serie de hechos propiciaron la cuarta ley de neutralidad. Una vez que Hitler ordenó el internamiento en el corredor de Danzig y dio así comienzo la II Guerra Mundial, los Estados Unidos se mantuvieron al margen siguiendo su legislación, su línea aislacionista y en tercer lugar una política exterior siguiendo los patrones marcados por el Reino Unido. Esta política cambió en agosto de 1941, momento en el que Alemania iba ganando la guerra, cuando se firmó la Carta del Atlántico entre el Primer Ministro del Reino Unido, Winston Churchill, y el Presidente Roosevelt. En este documento se acordó la neutralidad de Estados Unidos en la guerra, al menos hasta que Alemania no les atacase además de los pilares de la sociedad mundial posbélica basada en la paz y en la desconfiguración del mundo colonial existente hasta ese momento.
Solo unos meses después, el emperador japonés ordenó el ataque de la base militar de Pearl Harbour, y entonces los Estados Unidos entraron en la II Guerra Mundial.
¹Juan Carlos Merino Morales. Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Madrid. 23 MAYO, 20182 ABRIL, 2019
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El Exilio de 1939 en los países socialistas. Una deuda más con nuestro pasado. Por Matilde Eiroa¹. Las implicaciones internacionales de la Guerra Civil española y una de sus secuelas más dramáticas, el exilio, conforman una temática de gran interés por cuanto trasciende el cosmos de la historia de España para trasladarse a otros escenarios internacionales, especialmente europeos. Cuando hablamos del exilio de 1939, de sus trayectorias y destinos, hablamos no sólo de las políticas dictatoriales del Nuevo Estado franquista que les expulsó, sino también de las políticas europeas y americanas que les dieron un trato diverso. La salida forzada de los republicanos a lo largo de la Guerra Civil y, sobre todo, en los meses finales de la misma, fue un fenómeno dramático y precursor de lo que posteriormente serían los obligados movimientos poblacionales provocados por la ocupación nazi en los años de la Segunda Guerra Mundial. Francia, México, la URSS y otros estados iberoamericanos y europeos conformaron los nuevos lugares de residencia del casi medio millón de personas que no podían seguir en España si querían sobrevivir a la furia represora desencadenada por la dictadura. A lo largo de la primavera y verano de 1939 hubo muchos retornos, pero un número importante decidió continuar fuera de la España de Franco. Junto a estos hombres, mujeres y niños se exiliaron también las instituciones republicanas. Las Cortes se instalaron primero en México y luego en París, preparadas para un retorno que se calculaba inmediato tras la derrota de los ejércitos nazi-fascistas aliados de Franco. Cuando la Segunda Guerra Mundial acabó y nació la Organización de las Naciones Unidas (ONU) el gobierno de la República en el exilio presidido por José Giral vio la ocasión de entablar relaciones diplomáticas con algunos países que habían mostrado simpatías hacia esta opción política. Algunos países como México, Guatemala, Polonia, Hungría, Checoslovaquia y algunos otros reconocieron al gobierno de la República como el único legítimo. Fue el momento del envío de diplomáticos a los países de Europa Central y Oriental bajo la órbita soviética desde que el mundo había quedado repartido entre los dos bloques de poder: capitalista y comunista. Tanto los diplomáticos de la República, llegados a las antiguas democracias socialistas en los años 1946197, como los exiliados pertenecientes al PCE y al PSUC, instalados en esta geografía europea en distintas oleadas, pero, sobre todo, a partir del otoño de 1950, pasaron de ser héroes de guerra a víctimas de los acontecimientos nacionales, internacionales, así como de las dinámicas internas de sus organizaciones políticas.
En primer lugar, como víctimas de acontecimientos nacionales, sufrieron la dura represión franquista que les obligó a huir rápidamente si querían salvar sus vidas. Especialmente dura fue la persecución contra los miembros del PCE que habían sido protagonistas en su condición de militares, como el general Antonio Cordón, presente en el frente de Aragón y la batalla del Ebro, o Manuel Tagüeña, comandante del XV Cuerpo de Ejército del Ebro. Contra ellos pesaba todo tipo de cargos que iban desde los comprendidos en la Ley de Responsabilidades Políticas de febrero de 1939, hasta los incluidos en la Ley de Represión de Masonería y Comunismo de marzo de 1940 o la Ley de Seguridad del Estado de abril de 1941. En segundo lugar, como víctimas de los acontecimientos internacionales, es necesario mencionar que sufrieron el estallido de otra guerra, la Segunda Guerra Mundial, que a muchos republicanos les cogió en Europa luchando con los ejércitos aliados, y a los comunistas en la URSS, luchando también con los aliados, pero bajo la bandera comunista, un posicionamiento que sería profundamente negativo para los años posteriores, cuando el mundo se partió en dos bloques irreconciliables y ellos quedaron en la órbita soviética.
La Guerra Fría supuso un duro revés. Para el gobierno republicano en el exilio significó el reconocimiento definitivo del franquismo como el único en el que las potencias occidentales confiaban como un sólido baluarte anticomunista, eje fundamental de la política de Washington. Las sospechas de simpatías hacia la URSS con motivo del apoyo que había recibido la República en tiempos de la Guerra Civil y el reconocimiento oficial que le habían concedido los países del Telón de Acero fueron argumentos utilizados en contra de los republicanos. Para los exiliados comunistas asentados en Francia, la financiación del Plan Marshall norteamericano a Occidente, animó al gobierno de París a su expulsión a través de la operación policial denominada Bolero-Paprika, y a sufrir un segundo exilio con destino a la Europa socialista. Allí se encontraron con la realidad de las penalidades de la vida cotidiana, donde comprobaron los procesos de depuración contra los antiguos brigadistas internacionales, las restricciones alimentarias, la escasez de viviendas, el control de sus movimientos o la vigilancia estrecha por parte de los dirigentes de su Partido. Una forma de vida que contrastaba con la situación que habían experimentado en Toulouse, París y otras ciudades francesas donde llevaban ya años de residencia. Es necesario señalar, sin embargo, que fueron atendidos por el PCE y los partidos hermanos de los correspondientes países en las necesidades básicas de alojamiento, puesto de trabajo o educación, un soporte que les permitiría una mejor y más rápida adaptación.
Entre otras circunstancias internacionales podríamos citar la desestalinización, con la consiguiente sorpresa que se llevaron al conocer lo que habían sido las políticas represivas de Stalin. Pero también la ruptura Stalin-Tito de 1948, que obligó a posicionarse al grupo de los militares enviados a Yugoslavia para adiestrar al Ejército de Tito, por no mencionar la revolución húngara de 1956 o la invasión soviética de Checoslovaquia de 1968 de las que también fueron testigos. Sintieron y vivieron, por tanto, varias expulsiones o exilios forzados: no sólo el de España, sino también, el de Francia y el de Yugoslavia, con los correspondientes cambios de residencia y adaptaciones a las nuevas lenguas y costumbres. Una tercera circunstancia, en este caso interna del PCE, fue la dura disciplina a la que sometió a los afiliados, que favoreció un ambiente tenso regido por una estrecha vigilancia y control, así como la expulsión del Partido de muchos militantes destacados acusados de burgueses o de alejamiento de los principios del marxismo-leninismo. El exilio en general es una de las expresiones más evidentes del carácter dictatorial, reaccionario e intransigente del franquismo, de sus reducciones biopolíticas y de sus relatos nacionalistas de un españolismo rancio y reaccionario anclado en el fascismo, en el tradicionalismo y en el carlismo. Desgraciadamente no es un fenómeno exclusivo de la época franquista, sino de todos los gobiernos reaccionarios y absolutistas que han dominado la historia de España. De hecho, parece existir una tradición hispánica de exclusiones que remite a un lugar común a la hora de reconstruir el pasado heterodoxo de la cultura española y que desgraciadamente lo integran un largo listado de colectivos: judíos, moriscos, conversos, erasmistas, herejes, ilustrados, librepensadores, liberales, anarquistas, socialistas, republicanos, comunistas, por citar algunos de los grupos más representativos de aquellos que desarrollaron una visión crítica del mundo. Es curioso, sin embargo, que estos expulsados hayan mantenido fuera de las fronteras su apego a España, a las costumbres, la lengua o el folklore, configurando un modo muy especial de ser español fuera de España, transmitiendo la añoranza incluso a segundas y terceras generaciones que nunca habían pisado territorio nacional y cuyo recuerdo personal era inexistente. En todo caso, el exilio de 1939 tanto por su dimensión cuantitativa como cualitativa, por la guerra que la precedió y la violencia que le envolvió, constituye la expresión culmen de esa tradición excluyente, algunas de cuyas referencias originarias se hicieron muy presentes en la dictadura de Franco, como la unidad de pensamiento y de religión impuesta por el absolutismo de los Reyes Católicos y de Felipe II, que se convirtieron en una pieza básica del imaginario fascista y nacional-católico antes, durante y, especialmente, después la Guerra Civil con la construcción del denominado Nuevo Estado. Sin embargo, este exilio debe enmarcarse no sólo en la tradición hispánica de las expulsiones, sino también en el resultado de la geopolítica de los estados europeos. En estos momentos, si España era el problema, Europa no fue la solución, contradiciendo así la célebre frase de Ortega y Gasset. No solo fue el gobierno de la República española el que se organizó fuera de las fronteras; también hubo un gobierno polaco, checo o húngaro en el exilio como resultado de un contexto internacional de división del mundo que favoreció estas intransigencias. Países democráticos como Francia tampoco supieron gestionar bien la presencia de este contingente de personas a las que se consideró peligrosas o molestas para su posicionamiento político internacional. Es un colectivo que fue silenciado, estigmatizado y olvidado en el discurso oficial del franquismo, aunque en la actualidad tampoco es muy conocido. Obviamente constituyó un grupo reducido y minoritario frente a los exiliados a México, Francia e incluso a la URSS. Pero no es riguroso prescindir de ellos cuando se aborda el fenómeno de los transterrados de la Guerra Civil española. En algunos casos se menciona a los líderes del PCE como Santiago Carrillo o Dolores Ibarruri, incluso Alberti o Jorge
Semprún -en su calidad de antiguo Ministro de Cultura-, pero las referencias a este grupo son prácticamente nulas, tanto a los esfuerzos políticos fallidos de la Republica en el exilio como a los miembros del PCE que fueron los emisores de Radio Pirenaica, o los promotores del hispanismo en las universidades de Europa del Este. Mientras que en Europa el antifascismo constituyó la columna vertebral de la refundación nacional de los estados tras la Segunda Guerra Mundial y la derrota de los nazi-fascismos, en España ese puntal ha sido apenas perceptible en la construcción de la democracia y esa es una carencia que se siente en la actualidad. Lástima que la transición política no diera prioridad al elemento del antifascismo como base fundacional de la democracia de nuestro país. Pero ese es otro debate. PARA SABER MÁS: Matilde Eiroa, Españoles tras el Telón de Acero. El exilio republicano y comunista en la Europa socialista, Marcial Pons, Madrid, 2018.
¹ Matilde Eiroa. Profesora Titular de la Universidad Carlos III (Madrid). 21 MAYO, 20182 ABRIL, 2019
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Cine y anarquismo en la Barcelona revolucionaria (1936-1937): los largometrajes de ficción Por Santiago Juan-Navarro¹. El 19 de julio de 1936 se produjo en Barcelona una situación paradójica. El alzamiento armado en contra de la República, fraguado por los militares con la excusa de evitar la revolución, fue sofocado por las organizaciones de izquierda lideradas por los anarquistas, que aprovecharon la ocasión para poner en marcha una revolución en toda regla. El ensayo revolucionario fue breve, pero se prodigó cambios radicales en la vida de la España republicana y especialmente de Cataluña. Casi toda la actividad económica en Barcelona fue socializada. Durante un año se produjo una ocupación masiva de los espacios públicos y privados y de los centros de producción, que pasaron por ser autogestionados por los mismos trabajadores. A pesar de la avalancha bibliográfica sobre la guerra civil, la contribución del anarquismo al mundo de la cultura en España sigue siendo un tema poco explorado. Especialmente interesante fue el papel que el cine tuvo en el proceso revolucionario. Entre julio de 1936 y mayo de 1937 se colectivizó la mayor parte de la industria cinematográfica, desde la producción hasta la exhibición de los filmes. El cine anarcosindicalista tuvo un carácter claro diferenciado del producido por el resto de las organizaciones políticas. En el periodo que nos ocupa, que abarca la escasamente un año, se realiza cerca de cien títulos, muchos de ellos largometrajes de ficción (no solo documentales de guerra y propaganda, como cabría esperar en un contexto bélico). Uno de los imperativos revolucionarios que plantean los anarquistas era el de las mejoras sociales y económicas de los trabajadores. Esto implicaba el mantenimiento de la producción “comercial” de base, al lado de los videos propagandísticos, lo que a medio y largo plazo de crear problemas de coherencia ideológica y de subsistencia en una contexto bélico. El cine anarquista, además, fue un caso único en la historia del cine español por la forma en que fueron concebidas sus producciones. Su apuesta por el realismo permitió que aparecieran temas como el desempleo, las desigualdades de clase, la explotación social, el alcoholismo, la prostitución y, en general, todo lo que se refiere al mundo obrero en esos momentos. Ahora bien, por falta de voluntad, de equipamiento técnico, o de formación política de los responsables del cine, estas películas no siempre gustaron a los dirigentes cenetistas y hasta llegaron a estar en algunos casos contrarrevolucionarias. Por otro lado, la falta de medios o de formación cinematográfica (la mayor parte de los directores eran principiantes) que los filmes cayeran a menudo en el melodrama histriónico o en errores técnicos de bulto. De esta producción cinematográfica “de ficción” realizada en Barcelona durante el periodo que nos ocupa
(julio de 1936-mayo de 1937), destacan dos títulos: Aurora de Esperanza (1937) y Barrios bajos (1937).
La aurora de una nueva sociedad.
Autora de esperanza es el más cercano al movimiento libertario. Cuenta la historia de un obrero, Juan, que a la vuelta de vacaciones descubre que su fábrica ha cerrado. Como no encuentra otro trabajo, la familia va empeñándolo todo para comer. La situación es tan dramática que su esposa, Marta, acepta a escondidas un empleo humillante. Finalmente, Juan envía a su familia al campo, mientras él se queda en la ciudad luchando con otros obreros a los que organiza en una Marcha del Hambre. Esta coincide con la revolución del 19 de julio y justifica su estallido. Es el principio, la aurora (expresión reiterada en la literatura social) de un nuevo tiempo. Autora de esperanza fue el primer largometraje de ficción que aprobó el Sindicato de la Industria del Espectáculo (SIE). El proyecto, titulado inicialmente La Marcha del Hambre, siguió los cauces característicos en el cine de la época. Primero hubo de ser presentado al Comité de Producción del sindicato, que pidió algunos cambios. El argumento original, obra del cinéfilo aragonés Antonio Sau Olite, giraba en torno a la crisis del proletariado internacional durante la época de la Depresión. Se le pidió a su autor que lo adaptara a la coyuntura de la España de la época. Una vez aprobados los cambios, se puso al propio Sau al frente de la dirección, sin importar, al parecer, su total inexperiencia. En aquellos momentos de huida de los profesionales, se convirtió en una rutina confiar los proyectos a “jóvenes promesas” que al menos simpatizaban con los proyectos culturales anarcosindicalistas. En las hojas de promoción de la película se presentaba a Sau como “un espíritu rebelde”, “un hombre de ensayos, de estudios, de pensamientos hondos, de ambiciones artísticas infinitas”. Además del propio Sau, a cargo de la dirección, el equipo técnico y artístico contó con Adrien Porchet (fotografía), Joaquín Giner (ayudante de dirección), Antonio Burgos (decorados) y Felix de Pomés y Enriqueta Soler (actores protagonistas). El rodaje se llevó a cabo sin contratiempos en la Barcelona de la retaguardia. Los interiores fueron rodados en los Estudios Trilla-La Riva. Para el rodaje se confeccionaron veinte decorados y no se reparó en gastos. Los exteriores fueron rodados en Barcelona y alrededores ante la perplejidad de los testigos accidentales, que debieron contemplar atónitos escenas como la gran manifestación que pone inicio a la Marcha del Hambre y en la que debieron usarse carteles advirtiendo de la naturaleza ficticia de lo representado: “La ciudad estos días—se leía en la revista Popular Film—se ha visto sorprendida por el equipo técnico y por multitud de comparsas que han llenado nuestras grandes vías con estampas proletarias de gran belleza plástica en sus conjuntos”. Las masas de obreros reclamando trabajo en el centro de una Barcelona colectivizada debieron causar sorpresa entre los testigos del rodaje de una película que escenificaba una revolución ficticia dentro de un proceso revolucionario. Desde los primeros instantes de su gestación, Aurora de esperanza tuvo que hacer frente a una gran responsabilidad, que venía dada por las grandes expectativas, que se crearon sobre ella. En las revistas culturales del momento se hablaba del filme como “el primer ensayo del cinema social”, “el primer filme revolucionario”, que habría de marcar “un nuevo estilo para la producción nacional”. Por primera vez, se prometía, además, las masas iban a ser el verdadero protagonista. Sin embargo, el filme tuvo algunos tropiezos con el sindicato. Hubo división de opiniones en el seno de la CNT sobre su carácter militante, que parecía diluido dentro de un vago idealismo humanista. Más que un contundente filme de propaganda proletaria, Aurora era un folletín obrero con más sentimentalismo doméstico que crítica política. Como resultado de tales reticencias, el filme no tuvo un estreno inmediato. Aunque se había terminado el rodaje en marzo del 37, no se estrenó en Barcelona hasta finales de septiembre y, en Madrid, hasta enero del
siguiente año. También cabe apuntar el hecho de que el fin del rodaje se produjo en una delicada coyuntura política para los anarquistas. En esa misma primavera, sus militantes, junto a los del POUM, habrían de enfrentarse a tiros en las calles de Barcelona con los militantes del PSUC y la Guardia Civil.
Una radiografía del lumpenproletariado barcelonés.
Rodada al mismo tiempo que Aurora de Esperanza, Barrios bajos está basada en una obra teatral de Luis Elías. La adaptación a la pantalla se encomendó a Pedro Puche, quien ya en 1935 había dirigido No me mates (Los misterios del Barrio Chino), ambientada también en los bajos fondos de la ciudad condal. El filme comienza con el señorito Ricardo matando a su mejor amigo por traicionarlo con su mujer. Para huir de la policía, busca refugio en los barrios bajos de Barcelona, donde vive el Valencia, un estibador bruto, pero noble, que demostrará ser el verdadero amigo de Ricardo. Al mismo tiempo, el Valencia salva de la prostitución a Rosa, una joven sirvienta de la que se enamora. Esta acción le granjea la enemistad de Floreal y su banda de hampones, que en represalia intentan entregar a Ricardo a la policía. Finalmente, El Valencia sacrifica su vida para que Rosa y Ricardo, que se han enamorado, puedan huir de la ciudad e iniciar una vida mejor. La película, inspirada en el realismo poético francés, es una exaltación del “ingenuo salvaje”, del hombre bueno en estado de naturaleza. Como en los filmes de Jean Renoir, René Clair, Marcel Carné, o Jean Vigo, el de Puche presenta al proletario que debe enfrentar en soledad los valores y explotación de la burguesía. El personaje de El Valencia evoca el antihéroe marginal de La chienne (1931) o Boudu sauvé des eaux (1932), de Renoir. La reflexión sobre el amor y la amistad en el marco de una relación triangular recuerda la que tiene lugar en Sous les toits de Paris (1930), de Clair, y L´Atalante (1934) de Vigo. El microcosmos de Casa Paco podría estar inspirado en la galería de fracasados que puebla el albergue de Les bas-fonds (1936), de Renoir, y parece anticipar, a su vez, la turbia atmósfera de la taberna portuaria de Quai des Brumes (1938), de Carné. La ambientación misma del filme remite igualmente a los decorados estilizados del realismo poético. En lugar de presentar una fiel réplica de la realidad, Puche se vale de unos interiores teatrales y de unos decorados con falsas perspectivas, que subrayan el artificio. En vez de recrearse en la fotogenia de los personajes, la fotografía de José María Beltrán acentúa el marco sórdido en el que se desenvuelven sus vidas. Incluso la recepción negativa del filme entre los críticos de izquierdas guarda ciertos paralelismos con el rechazo ideológico del que fueron objeto algunas cintas del realismo poético por parte de los sectores más recalcitrantes de la izquierda francesa. Aunque, hay una clara denuncia de la sociedad capitalista, de la explotación del hombre por el hombre, y, sobre todo, de la explotación sexual de la mujer, no se trata de una película panfletaria ni especialmente propagandística. Al igual que ocurrió con Aurora de Esperanza, Barrios bajos tuvo problemas con los dirigentes del SIE barcelonés por su “tibieza” política. Como el filme de Sau, el de Puche carecía de un espíritu suficientemente militante y se movía dentro de una misma ambigüedad ideológica. Miguel Ángel Puche, el hijo del realizador, describe así los pormenores del rodaje y estreno de la película: “El rodaje de Barrios bajos tuvo lugar desde enero de 1937 hasta finales de febrero del mismo año (ocho o nueve semanas, calculo). En sólo tres días se dobló, con 196 tomas. El guión contenía 424 planos (600 era lo normal) […] Sin embargo, debido a que no era una apología anarquista, por su poco sentido ácrata, recibió presiones de la CNT-FAI, a quienes nos les gustó la película. De ahí que se desentendieran casi a la mitad del rodaje […] El estreno tuvo lugar enseguida; tras los hechos de mayo en Barcelona. En la capital catalana, Madrid y Valencia alcanzó una recaudación a 31 de enero de 1938 de 500.000 pesetas, batiéndose los récords taquilleros de aquel conflictivo periodo”. A pesar del éxito de público, la prensa del momento se mostró bastante reticente. La Vanguardia (15 de mayo de 1937), diario barcelonés de mayor difusión, criticaba el filme frente a su modelo dramático, atacaba lo que consideraba el carácter inmoral o de mal gusto de muchas escenas, la pobre ambientación
y la fotografía desigual. Únicamente salvaba la actuación de los protagonistas y algunos fotogramas “bellamente logrados”. La prensa anarquista defendió los aciertos del filme, si bien no se mostró particularmente entusiasta. En varios momentos de la película reaparece el tema musical (un tango), cuya letra tiene especial importancia en la creación de la singular atmósfera mórbida de este filme: bajos, hez y escoria / de una tétrica bohemia / En tu tristísima historia / vives sin pena ni gloria / Barrios consumido por tu anemia. / Cuando rompen tus derechos / tus navajas siembran tajos / y se dora tu belleza / en la trágica majeza / de tu barrio… / Barrios bajos. / Sangre, celos, rabia y crimen, / son tus bellos madrigales / y tan sólo te redimen, / las mazmorras y hospitales. / Tu destino, / sabor tiene de mal vino. / Tus deslices, / cual son de meretrices. / Son tus cantos, / rimas que tejen los llantos / del vicio y de la maldad. / Barrio triste, / ten alardes de ti mismo. / De crespón negro te vistes / ocultando tu altruísmo. / Barrios bajos. / Es tu ley la ley del mal / y tu eterno madrigal / riman los chulos y majos / con la punta del puñal.
El fin de la hegemonía anarquista.
Las disputas entre los propios militantes, la marginación de aquellos trabajadores sin afiliación política, la escasez de fondos para producir películas ideológicamente afines al ideario anarquista, la pérdida de poder del anarquismo en el gobierno republicano y el paralelo ascenso de los comunistas, radicalmente opuestos al proceso revolucionario, pusieron fin a este experimento de socialización de la industria cinematográfica. Los acontecimientos de mayo de 1937 y la consiguiente represión estalinista pondrían un fin simbólico a la hegemonía del anarcosindicalismo en el sector. El movimiento libertario seguiría siendo hegemónico en muchos ramos de la industria, pero su poder real se vería significativamente mermado a medida que la ayuda soviética al ejército republicano favoreció el ascenso de los comunistas en el poder.
Santiago Juan-Navarro¹. Catedrático de Estudios Hispánicos en Florida International University. 12 MARZO, 20182 ABRIL, 2019
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La guerra de la “Nueva España”. Fascistización en las trincheras de la Guerra Civil. Por Miguel Alonso Ibarra¹.
Ordénales, te ruego, que callen. ¿Por qué siguen gritando? ¿A quién aplauden? ¿A quién aclaman? ¿A sus verdugos? ¿A sus muertos? ¿O querrán convencerse de que tiene manos y pueden hacerlas sonar, de que tienen voz y pueden gritar y oír así la voz que tienen? (Yannis Ritsos, Agamenón).
Mucho se ha escrito acerca del volumen de españoles que apoyó al régimen franquista durante los casi 40 años, 39 para ser más exactos, que este se mantuvo en pie. En los últimos años, el desarrollo de la historiografía ha ido desentrañando un complejo mundo de actitudes sociales que iban desde la connivencia y el apoyo ferviente a la oposición frontal e incluso violenta, pasando por otras formas de apoyo, adaptación o resistencia más sutiles, variables y acontecidas en la escala de lo cotidiano. El estraperlo, los hurtos, la participación en los programas e iniciativas del régimen como medio de supervivencia, la colaboración y la delación como mecanismo de medra personal o la implicación activa en la forja de la comunidad nacional de la “Nueva España” fueron algunas de las formas con las que los españoles lidiaron con el escenario político y social construido por la dictadura. Un escenario surgido de la “Victoria” de 1939 y cuyo momento de conformación ideológica se remite precisamente a los tres años que duró la contienda bélica. De este modo, la Guerra Civil no fue sino la partera del régimen franquista y, como tal, constituyó un escenario de renacionalización en clave contrarrevolucionaria – y, más específicamente, fascista– que sentó las bases de los posteriores apoyos de los que disfrutaría la dictadura. Frente y retaguardia asistieron a un proceso de socialización de una serie de principios e ideas-fuerza que componían la base doctrinal de la ideología del bando sublevado y que fueron adaptados, en su forma transmitida, a los diferentes receptores a los que iban destinados –en función de su origen social, nivel de estudios y otros factores–, de tal modo que consiguiesen el mayor efecto posible. Un proceso que, merced a la
conscripción masiva necesaria para sostener una guerra total como la que se libró en España, transformó el espacio del frente en un inmenso e idóneo laboratorio de fascistización. Así, en tanto que la experiencia bélica de tantos cientos de miles de españoles se desarrolló dentro un marco plenamente controlado, encuadrado y monitorizado por los dirigentes sublevados, el frente se convirtió en un escenario de crucial importancia para comprender cómo se construyeron los cimientos que sostuvieron al posterior régimen franquista. El fracaso del golpe de estado de julio de 1936 y la apertura de una larga contienda militar, fundamentalmente a partir del fracaso de las fuerzas rebeldes en la toma de Madrid a finales de ese mismo año, forzaron a ambos bandos a adoptar una política de movilización total de cara a sustentar el esfuerzo bélico. En este sentido, dicha movilización requería de un proceso paralelo de homogeneización ideológica en ambas retaguardias y frentes, no solo por el trasfondo netamente ideológico del propio conflicto en sí, sino también por la necesidad de hacer converger los esfuerzos y energías hacia un proyecto y objetivos comunes y no diversificarlas en disputas paralelas al propio devenir de la guerra, algo que a la postre se demostró letal para la República. En el espacio del frente esto se tradujo en la implementación de una serie de mecanismos de propaganda y adoctrinamiento en ambos bandos, pero que el sublevado supo y tuvo la capacidad de explotar mejor. Ya en la instrucción a la que eran sometidos los soldados movilizados, escasa y precaria por los pocos medios que los rebeldes tenían a su alcance, una parte de las horas de teoría estaban destinadas a la educación moral del combatiente, algo que tenía que ver tanto con la inculcación de valores militares –también permeados de contenido ideológico– como con la familiarización con ciertos conceptos clave, tales como la Patria, el Movimiento Nacional o el significado de la guerra que se estaba librando. De este modo, el primer contacto que estos individuos tenían con el ámbito militar –al menos en lo que a la guerra de 1936-1939 se refiere, ya que no debemos olvidar las experiencias castrenses anteriores de muchos españoles, incluso en contextos tan duros como el africano– marcaba claramente una parte del objetivo de dicho encuadramiento, el de renacionalizar en clave fascista a estos jóvenes para convertirlos en apoyos sociales al régimen que se pretendía construir tras la guerra.
Franco se dirige a sus tropas tras tomar el Alcázar de Toledo.
Una vez los soldados eran destinados a las distintas unidades, la maquinaria del ejército sublevado ponía en marcha una serie de procesos por los cuales se aseguraba de ofrecer una constante instrucción ideológica a sus combatientes, ya fuese de forma directa a través de las denominadas “charlas patrióticas” en el frente, precisamente impartidas por militares y no por falangistas o requetés –lo que hacía la transmisión del mensaje mucho más efectiva, al tratarse generalmente de oficiales y suboficiales respetados por la tropa–, o indirecta mediante la provisión de prensa a los soldados, la cual presentaba una versión filtrada del conflicto. El contenido de toda esta maquinaria de ideologización no solo tenía que ver con la socialización de los principios doctrinales de la “Nueva España”, sino que se presentaba también en un plano mucho más pragmático, el de la familia –preocupación constante del combatiente y un vector de penetración ideológica altamente efectivo– y las ventajas tangibles que traería consigo la victoria bélica. De esta forma, los soldados veían cómo, por su condición de combatientes, el incipiente Estado franquista proveía a su familia de una seguridad económica crucial en tiempos tan convulsos, al tiempo que se les ofrecía un futuro de –aparente– seguridad laboral, de orden y de estabilidad. Esto conseguía explotar los mecanismos de generación de lealtades y afinidades con el nuevo Estado, haciendo al mismo tiempo a los combatientes más proclives a la asimilación de los principios ideológicos del franquismo por una vía más relacionada con el pragmatismo que con el simple y pleno convencimiento político.
Sin embargo, este proceso de confluencia con el naciente régimen franquista también se basó en un mecanismo que fue mucho más común para la retaguardia rebelde, el de la participación directa en la construcción de la comunidad nacional mediante la purga o la denuncia de los “elementos indeseables”. Una toma de partido que se realizaba en base a múltiples factores y motivaciones, bien por convencimiento, por oportunidad de contraer méritos, por imposición o como forma de supervivencia personal o familiar. Por un lado, la participación en episodios represivos contra los definidos como enemigos de España comportó la creación de lealtades sobre la base de un pacto de sangre, de una experiencia de violencia colectiva que unía al individuo con el nuevo Estado. Las sucesivas directivas militares emanadas desde el escalafón más alto de los líderes militares rebeldes, a partir de finales de 1936 el Cuartel General del Generalísimo, dieron carta de naturaleza a este proceso de violencia masiva, el cual tuvo una dimensión muy relevante en el propio frente de batalla, tal y como evidencian los múltiples episodios de saqueos, violaciones, robos, exacciones y ejecuciones en caliente. Es decir que, por ende, implicó a un número considerable de los cientos de miles españoles que pasaron por las filas sublevadas. En segundo término, hemos de entender que la otra gran función del ejército sublevado, además de la de constituir una fuerza militar capaz de ganar la guerra, era el control y encuadramiento de la población civil, tanto para el establecimiento de una retaguardia segura –libre de individuos en edad de combatir– como para la implementación de la profilaxis social asociada al proyecto fascista, algo que tenía una dimensión muy importante en seno de las propias unidades militares. Esta estructura de control interno hacía uso de la delación, el espionaje entre compañeros y la constante vigilancia como formas de medrar y obtener credenciales en el nuevo escenario político-social, sobre todo para aquellos individuos que debido a sus antecedentes políticos, conocidos o por conocer, debían purgar su pasado. De esta forma, el incipiente régimen franquista, aún en su dimensión campamental, se sirvió de la destrucción de las redes de sociabilidad y solidaridad elementales que regían en la sociedad hasta el momento para generar un espacio arrasado por la sospecha, la violencia y la muerte, el cual colonizó con sus propios mecanismos y formas de interacción y relación social. Esto, que tuvo su reflejo en el frente mediante esa experiencia colectiva de violencia y delación, pero que se desarrolló especialmente en la retaguardia, fue un potente vector de construcción de lealtades a la dictadura, de nuevo haciendo gala más de pragmatismo, de cálculo de oportunidades y de la obtención de beneficios personales que del simple convencimiento de los individuos, algo que indudablemente también existió. En definitiva, tanto en las trincheras como en la retaguardia sublevada aconteció un proceso de socialización ideológica que permeó, para el caso del frente, las percepciones de muchos de los individuos que combatieron en las filas rebeldes. Una permeación potenciada por el carácter límite de la experiencia bélica, marcada por la constante presencia de la muerte, y que se articuló en base a la adaptación de esas ideas-fuerza antes mencionadas a la realidad cotidiana de cada uno de los individuos, tal y como se evidencia con la propaganda sobre el apoyo a las familias de los soldados o la promesa de un trabajo estable en el futuro. Sin embargo, no debemos olvidar tampoco el hecho de que todos estos procesos no dieron como resultado un apoyo unánime, homogéneo y absoluto al régimen franquista por parte de la masa combatiente. El ejército rebelde era un conglomerado de muchísimos individuos cuya actitud hacia el mismo, como sucedió posteriormente con el régimen, oscilaba por todo el rango de grises entre el apoyo ferviente y la firme oposición. Un amplio abanico en el que incluso la aparente aquiescencia podía no ser sino una mera fachada dentro del inmenso baile de máscaras que fue la España de la guerra y la posguerra. Un asenso que, como evocaba Ritsos, podía no ser sino la voluntad de demostrar que aún se tenía voz.
¹Miguel Alonso Ibarra. Departamento de Historia Moderna y Contemporánea en la Universidad
Autónoma de Barcelona. 7 MAYO, 20182 ABRIL, 2019
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“Por la noche, en las barracas, las mujeres cantaban…” Supervivencia y resistencia femenina durante los primeros años de exilio en Francia (1939-1941) Por Alba Martínez Martínez¹. era yo la única en soñar con la libertad. Prueba de ello es que algunas intentaban evadirse. (…) una No mujer de mi barraca se había escapado ayudada por otras compañeras. Al anochecer logró saltar las
alambradas. Poco le duró la libertad, la detuvieron en la estación cuando intentó tomar el tren. Al día siguiente, cuando la trajeron al campo, agotada, le dio un ataque de nervios (…). (Oliva, 2006: 99). Remedios Oliva, exiliada española en Francia tras la guerra civil, evocaba con estas palabras cómo ella “no era la única en soñar con la libertad” durante su internamiento en el campo de concentración de Argelès-sur-Mer (Pirineos Orientales, Francia). Y es que fueron muchas las mujeres que, con sus escasos medios, hicieron todo lo posible para remediar la miseria física y emocional que padecieron durante los primeros años de exilio en Francia. Los refugios y campos de concentración improvisados en los que el gobierno francés internó a los miles de exiliados republicanos que llegaron, exhaustos, a sus pasos fronterizos, se convirtieron en auténticos espacios de coerción en los que fue necesario agudizar el ingenio para resistir y garantizar la supervivencia propia y del grupo familiar. En este contexto, las estrategias de supervivencia desarrolladas por las mujeres fueron un ejemplo más de su agencia y su capacidad de acción para alterar en algún grado realidades que sintieron injustas. Estrategias que se materializaron a través de las redes de ayuda mutua y solidaridad por ellas tejidas, de las pequeñas rebeldías cotidianas por ellas protagonizadas, así como a través de la búsqueda incesante de horizontes y futuros posibles en el difícil territorio del exilio. Algo que pasaba indiscutiblemente por la salida del campo en el que estaban internas, un sueño de libertad por el que muchas lucharon. El exilio que se produjo al término de la guerra civil española estuvo compuesto por casi medio millón de mujeres y hombres de toda clase y condición social. Ellas representaron cerca del 45% del conjunto de los exiliados, sin embargo, sus experiencias del destierro se van abriendo paso, muy poco a poco, entre los grandes nombres y las grandes vivencias políticas y militares, fundamentalmente masculinas. Y es que el paradigma androcéntrico en el que ha estado inserta la historiografía tradicional, las ha concebido sólo como acompañantes de, quedando desprovistas de historia y de voz e impidiendo reconocerlas como
sujetos históricos. De manera que resulta necesario estudiar y analizar sus formas de vivir, pensar y afrontar el exilio, para enriquecer nuestra mirada hacia este episodio de nuestra historia contemporánea y proyectar otras dimensiones sociales, emocionales, políticas y culturales del mismo. En este breve ensayo nos acercaremos a algunas de las prácticas de resistencia y supervivencia femeninas desarrolladas durante los primeros años de exilio en Francia, especialmente en el contexto de internamiento en campos de concentración y refugios. Éstos estuvieron en funcionamiento hasta el año 1941 aproximadamente y constituyeron el primer “hogar” que los refugiados españoles tuvieron al llegar a Francia, después de tres años de guerra civil y a las puertas de un nuevo conflicto armado, la Segunda Guerra Mundial.
Redes de solidaridad y ayuda mutua.
El diálogo entre adversidad y resistencia había marcado las experiencias de las mujeres españolas desde el inicio de la guerra, sin embargo en el exilio, la sensación de desarraigo y añoranza llegó para permanecer en la vida de las refugiadas durante un largo periodo de tiempo. Quizás la derrota en términos políticos e ideológicos no ocupara un lugar central en el sentimiento de aquellas mujeres, sobre todo si tenemos en cuenta que la mayoría de ellas no estaban politizadas, pero sí lo hacía la derrota familiar, la pérdida y la separación de los seres queridos, así como la privación de su marco de referencia: la ciudad, el pueblo, el barrio, el hogar…Por ello, fue indispensable tejer redes de ayuda mutua y solidaridad; mecanismos de poder trascendentales para todos los que ingresaron en los campos y refugios. Permitieron organizar las tareas domésticas, satisfacer las necesidades de los más vulnerables, garantizar el cuidado, avivar el buen humor y hacer frente a infortunios individuales y colectivos. Luisa Carnés le dedicaba en su diario las siguientes palabras a algunas de sus compañeras de refugio: las más alegres, las más ingeniosas, las mejores compañeras de todo el refugio. Puede decirse que ellas Eran mantuvieron firme la moral de todos los refugiados de Le Pouliguen. (…) servían de intermediarias entre
los españoles y el director, apoyándolos ante este en sus modestas reivindicaciones —más abundancia de jabón para lavar la ropa, medicamentos para los críos, mantas, sábanas, etc.—. Por eso, no era de extrañar que las refugiadas las buscaran para exponerles sus cuitas. (…) ¡Maruja! ¡Lourdes! ¡Gabriela! ¡Pura! ¡Palmira! ¡Carmen! (…) Teníais una palabra de consuelo para cada caso, una solución para cada problema colectivo o individual. (Carnés, 2014: 228-230)
Los refugios de civiles también se convirtieron en espacios de cultura popular emergente fruto de la inmediatez de los acontecimientos y de las emociones encontradas y compartidas. “Por la noche, en las barracas, las mujeres cantaban…”, recordaba un refugiado, pero ellas también crearon cancioncillas que tararearon cotidianamente, fomentaron la cohesión y afirmaron su dignidad. Así, las ingeniosas refugiadas del refugio de Aérium Marin de Brécéan (Loire-Atlantique) ilustraron con letrillas diversas realidades, donde también tenían cabida las quejas y protestas. Las patatas que —en palabras de Luisa Carnés—“era el plato invariable de aquel refugio” motivaron unos versos que terminaron cantando todas a media voz durante la comida. De alguna manera, el humor socarrón que de ellas se desprende evidencia una rebeldía atenuada que no llegó nunca a materializarse, pero que formó parte de los mecanismos de agencia y poder para gestionar las relaciones de subordinación que existieron en aquellos espacios: Míralas, míralas, míralas, (…) en la fuente las traen ya.
Patatas a todas horas, y ya no queremos más. (…) Pan pan, pan, pedimos todas. Pan, pan, pan, ya nos lo dan. Pero las papas, ¡no, no pasarán! ¡No, no, no, pasarán! (…) (Carnés, 2014: 228). Además de la organización material del refugio, la higiene, la alimentación o las quejas más o menos acentuadas, aquellos inhóspitos campos no podían convertirse en un lugar apacible sin emitir y recibir noticias de los familiares de los que las habían separado. Remedios Oliva nos cuenta cómo la llegada de las cartas paralizaba y a su vez marcaba el ritmo cotidiano del refugio, quedando el ánimo de las mujeres supeditado a las noticias que de ellas emanaran. Luisa Carnés recuerda en sus escritos “la impresión que causó la llegada de las primeras cartas”: “¡Qué gritos! ¡Qué carreras! Hubo hasta algún desmayo de la emoción” (Carnés, 2014: 231). Sin embargo, había quienes no las recibían porque posiblemente no tenían a quién enviárselas. En este sentido, la comunidad creada en el refugio fue crucial para superar estas
desdichas. Era entonces cuando se agudizaba el ingenio y la capacidad de gestionar el infortunio, algo que creemos queda bien reflejado en el testimonio de Luisa al relatar cómo aquellas que no recibían nunca cartas decidieron fundar el “Sindicato de las Sin Carta”. Un espacio simbólico de cohesión que les devolvía el sentimiento de pertenencia a un marco común y, de nuevo, adquirían poder individual y colectivo para sobrevivir en tan desnortada realidad.
Búsqueda de futuros posibles.
Antes de entrar en los refugios y campos de concentración, las autoridades francesas mantuvieron a los refugiados extremadamente vigilados en los pasos fronterizos del país. Ello aumentó durante días la confusión de las miles de personas que allí se encontraban, a la vez que las noticias sobre su futuro inmediato llegaban con cuentagotas pero ya contenían las palabras “campo de concentración”, lo que “excitó los nervios de la gente” (Carnés, 2014: 175). Estas desdibujadas noticias dieron lugar a las primeras reacciones en busca de alternativas, así como a las muestras de indignación constantes entre aquellas mujeres refugiadas: “Después de lo que hemos sufrido, ¿esto más?”, “Yo no voy a un campo de concentración ni atada”, “¡Que vayan el señor Daladier y su madre!”, “¡Bonito remate a la política de no intervención!” (Carnés, 2014: 175-176). Estas manifestaciones de irritación precedieron al intento de escapar de la vigilancia de las autoridades francesas que llevaron a cabo un grupo de evacuadas. Fue la primera tentativa frustrada de convertirse en dueñas de su porvenir en el país galo: de mucho hablar, se llegó a la conclusión de que dos de las compañeras (…) fueran a la estación, Después con objeto de informarse del precio del billete para Perpiñán. (…) Así se hizo. Aquellas compañeras de fatigas se acicalaron lo mejor que pudieron —con sus toquecitos de rouge y todo— y, cogidas del brazo, se marcharon hacia las oficinas de la estación, adoptando el aire más distinguido posible. (Carnés, 2014: 185-186).
La afluencia de gendarmes en cada esquina impidió siquiera que estas dos mujeres llegaran a las taquillas de la estación, pero este acto constituyó para ellas el inicio de nuevas prácticas, de nuevas formas de hacer en el marco de una búsqueda incesante de futuros posibles que les permitieran transformar aunque fuera ligeramente su dramática realidad. Salir del campo o del refugio donde las autoridades francesas los habían internado no fue una tarea fácil para las mujeres. Muchas intentaron evadirse, como recordaba Remedios Oliva en el extracto con el que abríamos este ensayo. Pero la mayoría tuvo que esperar a que sus maridos, padres o hermanos las reclamaran cuando hubieran conseguido un trabajo. O bien conseguir uno ellas mismas. Sin embargo, la mano de obra femenina fue mucho menos solicitada que la masculina y, además, existía otro problema y es que casi todas las mujeres que llegaron al exilio lo hicieron con hijos menores a su cargo, lo que constituyó otro principal impedimento para contratarlas. En este sentido, nos remitimos de nuevo a las memorias de Remedios Oliva quien tras reiterados intentos frustrados de encontrar trabajo para poder salir del campo de Argelès, un buen día…: abrió la puerta y alguien dijo (…): «Se busca a unas sesenta mujeres que sepan coser para hacer Se pantalones para el ejército en una fábrica de Isère. Se admite a las mujeres con niños». (…) Enseguida se
llenó de mujeres la barraca donde había que apuntarse (…). Tras una mesa estaban el jefe de los gendarmes y un señor muy serio: era el director de la fábrica de pantalones. (…) Primero apuntó a las mujeres solas, luego a las que tenían niños de cuatro o cinco años. Cuando le tocó a la madre de una niña de dos años y medio, dijo con tono nervioso que él no dirigía una maternidad sino una fábrica. La gente se enfadó y yo decidí hablar en nombre de todas las que teníamos bebés. (Oliva, 2006: 101-102).
Después de una larga conversación, Remedios consiguió que unas diez mujeres con sus niños salieran del campo al día siguiente para coger el tren con destino a Isère, a cambio, su padre trabajaría en la fábrica cortando leña y su madre cuidando de todos los bebés de aquellas mujeres. La alegría de todas fue inmensa. Su agencia y su capacidad para negociar el futuro más inmediato de sus compañeras nos muestra cómo la acción de las mujeres fue crucial para sobrevivir y resistir en estos y otros espacios del exilio. Estas pequeñas acciones convirtieron a las mujeres en sujetos políticos, quienes activamente y con sus propias armas, lucharon por una mejora en sus condiciones de vida. Sin embargo, a menudo quedan eclipsadas por las grandes historias, por lo que se hace más necesario visibilizarlas y analizarlas para situar a las mujeres en el centro del relato histórico, para entender que además de víctimas fueron agentes y supervivientes y, con ello, complejizar nuestra mirada hacia este y otros episodios de nuestra historia.
¹Alba Martinez Martinez. Departamento de Historia Contemporánea en la Universidad de Granada. 17 MAYO, 20182 ABRIL, 2019
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El campo de concentración de Reus: exclusión y estigmatización (1939-1942) Por Jordi Carrillo¹. El régimen franquista convirtió 1939 en el “Año de la Victoria”, pero ese año también fue el “Año de la Derrota”, y aunque se suele decir que en una guerra ambos bandos pierden, la realidad fue que un bando salió victorioso, muy victorioso, sobre el otro. El Año de la Victoria no significó el inicio de la reconciliación, ni de la paz, ni siquiera del perdón, la fecha de 1939 se convirtió en el inicio de una larga pesadilla para unos y un gran sueño para otros. Vencedor y vencido, honra y humillación, represión y libertad o poder y sumisión se convirtieron en vocablos y términos cercanos entre sí, pero muy lejanos a la vez, separados por una barrera, un muro simbólico de hormigón y alambre que separó una sociedad rota, pero también un muro físico y tangible para hombres y mujeres que no tuvieron otro remedio que ver, vivir y sentir los primeros años del nuevo régimen a través de unos barrotes en centros penitenciarios o campos de concentración. Los campos de concentración, las instituciones penitenciarias o los batallones de trabajadores, surgieron y se crearon como no podría ser de otra manera después de la conquista de un territorio, – exceptuando las instituciones penitenciarias, que ya tenían vigencia de carácter permanente años atrás. – Los campos de concentración tal como lo definió un informe del CGM nacieron de la “necesidad dimanante de la guerra, siendo la clasificación de los mismos formula obligada para la utilización de aquellos sobre los que se carecía de antecedentes o resultaran tenerlos desfavorables.” De esta manera, en el caos de la guerra, su primera función fue la de reunir, vigilar y clasificar a los presos políticos que capturaban en los territorios ocupados, erigiendo e imponiendo desde el primer momento la segregación y la exclusión social que llevarían marcados, como si de ganado se tratasen, los soldados y milicianos republicanos. Un estigma y una señal que les identificaría durante lo que les quedaba de vida con un bando y sobre todo con una guerra que sería la base legitimadora por excelencia de un régimen que como dijimos anteriormente nació matando y murió matando. Enero de 1939 se convirtió en un mes caótico para el ejército franquista, no por los posibles problemas suscitados en enfrentamientos militares, ya que prácticamente no existieron, más bien por la problemática que ocasionaron las cantidades ingentes de soldados que capturaron o preveían que podían apresar, provocando que en algunas ciudades de interés estratégico se fundaran, de manera improvisada, una serie de campos de concentración. Este fue el caso de las ciudades de Reus, Tarragona y Lleida, fundados a finales de mes a raíz de una orden del CGM a la Inspección de los Campos de Concentración
de Prisioneros (ICCP) – órgano responsable de los mismos – cuyo mandato fue enviar un batallón de guarnición a la 5a Región Militar para que pudiese atender a las necesidades que precisaran para la consolidación de los mencionados campos. 2 Debido a la rapidez y a la gran cantidad de presos que debían de organizar y controlar no pudieron construir edificios o pabellones específicos, sino que tuvieron que aprovechar y adaptar edificios o infraestructuras que pudieran ser óptimas para albergar a esta gran amalgama de prisioneros. En el caso que tratamos, el de la ciudad de Reus, hubo distintos cambios de ubicación, a razón de la cierta longevidad del campo y específicamente tal como destaca Aram Monfort, a causa del cierre de otros campos catalanes y la movilización de las quintas de 1936 a 1941, ocasionando que Reus fuera el centro receptor de los mozos clasificados como desafectos por las cajas de reclutas. La rápida conquista de Cataluña por parte del ejército franquista trasladó grandes beneficios a los intereses de los sublevados, pero, así como se adentraban victoriosos y laureados a las ciudades, el problema ocasionado por la gran cantidad de prisioneros que acarreaban en cada territorio obligó a las autoridades militares a actuar rápidamente. En un conflicto bélico dónde la guerra iba más allá de los enfrentamientos militares y se aplicaba una política violenta y punitiva contra el enemigo, era necesaria una enumeración, evaluación y clasificación de estos para una posterior actuación sancionadora. Debido a la sobrepoblación reclusa y la carencia y escasez de medios, tal como ha señalado Javier Rodrigo fue necesario utilizar los campos de concentración de nueva creación situados en la retaguardia como Barbastro, Cervera o Reus, a modo de centros de evacuación de mozos y soldados que no podían ser clasificados.4 De esta manera los soldados fueron enviados a los campos de concentración en la retaguardia para posteriormente, y después de clasificados, ser destinados a centros penitenciarios, Batallones de Trabajadores y si reunían los avales necesarios, a la libertad. Las primeras ubicaciones del campo de concentración de Reus no han podido ser confirmadas, pero todo parece indicar, tal como ha señalado Montserrat Duch, que uno de los primeros emplazamientos provisionales estuvo situado en la Boca de la Mina, un espacio situado a las afueras de la localidad.5 Que fuera una ubicación provisional y empezaran a necesitar espacios más grandes para albergar a los soldados lo demuestra el hecho que, a partir de los meses de abril y junio el Gobernador Militar de Tarragona ordenara la búsqueda de edificios deshabitados por la demarcación, haciendo hincapié en la importancia de conocer la capacidad de los mismos. Después de tantear algunos edificios situados fuera del término municipal, el campo de concentración se situó en el Instituto Pere Mata, una institución psiquiátrica situada, también como la anterior, a las afueras de la ciudad, habilitada para que los pacientes con enfermedades mentales tuvieran suficiente espacio exterior para el esparcimiento y, además unos pabellones lo suficientemente amplios para albergarlos. Los beneficios de poseer un espacio ya creado y adaptado para controlar a los enfermos mentales facilitaban en gran medida las tareas que tenían encomendadas de clasificación, vigilancia y castigo hacia otros tipos de “enfermos mentales” es decir, hacia los vencidos que hacía falta reeducar. Aun así, los anteriores inquilinos del hospital psiquiátrico pudieron convivir en un espacio suficientemente amplio, no lo fue en el caso de los prisioneros de guerra, que pronto hubieron de sobrevivir hacinados y en malas condiciones debido a la cada vez más frecuente llegada de soldados pendientes de clasificar, provocando dificultades de sostenibilidad. Miquel Royo, un preso madrileño dio cuenta de la sobrepoblación y la represión del campo de concentración durante su estancia en el campo situado en el Pere Mata: daban por la mañana un café muy malo, y para el resto del día un panecillo y una lata de sardinas. “Nos Estábamos todos llenos de piojos. Dormíamos en el suelo, todo estaba lleno de prisioneros, el manicomio
estaba de bote en bote de prisioneros de guerra”. Todos los días de fiesta, especialmente los domingos, nos formaban para oír misa, y antes se leía una lista con la gente que debía salir de la fila y después oíamos como los fusilaban en la parte de atrás”
A diferencia de otros campos de concentración que, si tuvieron más de un emplazamiento a la vez, el campo de Reus ocupó diferentes espacios, pero siempre después de cerrar y entregar el edificio anterior. Así, creemos que el exceso y acumulación de población en el psiquiátrico Pere Mata fue una de las razones por las que se optó por un cambio de infraestructura. En septiembre de 1939, la propia exigencia de buscar otro enclavamiento con mejores aptitudes, y la necesidad por parte del Ayuntamiento de volver a reutilizar el edificio para la función por la que se había creado, ayudaron e impulsaron a que la misma alcaldía buscara y ofreciera otro espacio para reubicar el campo. La gestora ofreció, de buena gana, el edificio de la Escuela del Trabajo, formada por un pabellón grande y tres anexos al mismo, posibilitando también el uso de dos pabellones más que había que adaptar. Con la concesión, aceptación y posterior entrega del mencionado edificio a las autoridades militares se obtuvo una infraestructura que durante la Guerra Civil sirvió como fábrica de materiales de guerra aparte de un importante taller de aviación, siendo uno de los principales objetivos de los bombardeos durante la contienda. Parece ser que la utilización de la Escuela del Trabajo fue breve ya que a partir de octubre de 1939 se cambió la ubicación hacía la que ya sería la última, el edificio Cuartel de la Plaza de José Antonio, o lo que es lo mismo, la antigua caserna de la caballería situada en la Avenida de los Mártires, actual Plaça de la Llibertat, dónde fue a parar Miquel Morera desde el campo de concentración de Horta en Barcelona. Morera destacó en su testimonio la apariencia abandonada del Cuartel y la ubicación del campo, situado a seiscientos metros en dirección al centro de la ciudad. Creemos interesante destacar la importancia de que la última ubicación estuviera situada cerca del centro, y por tanto de la población civil, ya que respondía a la lógica y evolución de los campos de concentración que no era otra que desaparecer poco a poco. A finales de 1939 gran cantidad de campos ya habían desaparecido, el de Reus continuó todavía dos años más pero variando su funcionalidad y recibiendo cada vez menos mozos por lo que a ojos de la visión pública, si alguna vez le importó al régimen, el cambio del carácter del campo posibilitó una mayor adaptación del mismo al espacio municipal, de esta manera podemos entender que Miquel Morera y su padre pudiesen salir con un pase a comprar materiales por las tiendas de la ciudad para la reparación de algunas estancias del campo de concentración.
Los campos de concentración se convirtieron en una herramienta muy útil para controlar a todas las personas que en algún momento u otro formaron parte del ejército republicano. De esta manera, aunque un soldado acabara en libertad poco tiempo después, su ficha y su pasado serían una pesada losa que lo acompañaría en su reintegración en la vida pública y social después de la contienda. El franquismo, en una de las máximas representaciones de lo que podríamos entender como guerra total, se encargó de someter y subyugar, incluso después de la contienda bélica, a una parte de la población que por motivos políticos e ideológicos fue apartada, desestimada y condenada a vivir en los márgenes de la sociedad. Según se dispuso por el Cuartel General del Generalísimo el 13 de abril de 1939 10 un Tribunal formado por el Jefe de Campo, como presidente, un Oficial, como vocal y un secretario que debería de ser el Capellán o un Facultativo adecuado habrían de ser los responsables en catalogar y clasificar al soldado. Que el Capellán formara parte del Tribunal nos indica hasta qué punto la institución católica tenia poder decisión y actuación dentro de los campos de concentración. Ante este Tribunal se acababa presentando toda una serie de información muy detallada sobre los antecedentes políticos, sociales y militares del capturado con información recogida a través de interrogatorios, delaciones de los compañeros o informes sobre los antecedentes de Comandantes de la Guardia Civil, Comandantes Militares, Alcaldes, Párrocos, Autoridades y por los Jefes y Presidentes de Entidades Patrióticas de solvencia. Como podemos observar no era poca la información con la que contaban los mandos militares, toda indagación era útil y necesaria ya que, tarde o temprano, si el mozo no era considerado “desafecto grave” volvería de nuevo a la sociedad por lo que debían de garantizar la completa reeducación para su futura reintegración en la nueva España de Franco. Que las condiciones higiénicas y saludables estaban en muy mala condiciones lo confirma un informe realizado el 13 de junio de 1940 que afirma que tanto los alojamientos como los suministros eran muy deficientes, destacando en el “rancho” bastantes diferencias entre los diferentes batallones debido a la ubicación de los mismos, ya que los peores situados no tienen acceso a la misma cantidad y calidad que los otros, provocado también por la falta de transporte entre las diferentes compañías. En julio de 1942, y después de varios años de dedicarse primero a recoger y clasificar prisioneros, ya no solamente evacuados sino también refugiados españoles que cruzaban la frontera pirenaica de vuelta a España, y después a crear, formar y enviar a los lugares predeterminados a los diferentes BDST, el campo de concentración de Reus fue clausurado. Las razones, tal como señala un informe: prescindirse del depósito de concentración de Reus (Tarragona), el cual, por existencia en el “…puede mismo de tifus exantemático, se encuentra ya virtualmente clausurado desde hace tres meses, no
efectuándose en el mismo ingreso alguno, y quedando como únicos depósitos de concentración el de “Miguel de Unamuno”, en Madrid, destinado a la recepción y clasificación de los individuos procedentes de toda España… y el de Miranda de Ebro…”
Ser prisionero de guerra en la España “liberada” de los años 30 y 40 significaba ser “fichado” y clasificado de por vida. En un ambiente bélico como el que vivió el país, ya no solamente durante la guerra sino también durante la posguerra, los campos de concentración y los batallones de Trabajadores a los que fueron enviados se convirtieron en una especie de lugar situados en una dimensión cerrada donde el cautivo debía de ser castigado pero transformado, un trámite por el que habían de encaminarse para reformar y “purificar” el alma. La intención adoctrinadora y la reeducación comportó la creación de un propio universo dónde nada ni nadie quedaba fuera del control de las autoridades. La triple función de las instituciones coercitivas se aseguraba la detención aislada de los presos, el trabajo regular y la influencia de la instrucción religiosa, tal como cita Foucault en el caso de Estados Unidos,14 pero lo cierto es que, en el caso español, tanto la Iglesia Católica, como sus representantes en los campos de concentración, los curas, tuvieron una fuerza y un poder desmesurado ante la faena reeducadora y punitiva. La vida cotidiana de los prisioneros fue una sucesión constante de charlas patrióticas, misas o castigos físicos y morales que tal como dice Javier Rodrigo no respondían únicamente a los problemas económicos u ocupacionales derivados de la guerra sino a la imposición teórica e religiosa además de, la “remodelación caudillista y nacionalista de las ideologías de los prisioneros de guerra.15 La disciplina, la humillación y la violencia convivieron con las enfermedades, las torturas, la falta de higiene y el hambre para crear en los campos de concentración unos auténticos “espacios” para el castigo, donde el prisionero era condenado en “cuerpo y alma” al abismo mental o directamente a la muerte. Pero si la imagen dantesca real que presentaban los campos era esta, muy lejos estaban de la realidad las noticias que los aludían y mencionaban. De esta manera, en el periódico Diario Español se hacen eco de un reportaje que hicieron sobre el día a día del campo de concentración de la Vidriera en Avilés. Creemos necesario mostrar partes importantes del mismo para destacar, una vez más, como la prensa intentó hacer creer a la vida pública que lo que sucedía detrás de los muros de los campos de concentración no era la humillación ni el hambre o las enfermedades sino la reeducación realizada con bondad, cariño y calor patrio.
primer encuentro con los concentrados es, en el llamado calabozo de castigo. Una estancia “Nuestro amplia… en donde juegan a las damas cinco rapados jovenzuelos. ¿Y a esto llaman pensamos sonrientes,
calabozo de castigo? “y pese a tanta tortura (en las cárceles rojas), se nos ensancha el alma comprobando, como nuestros oficiales sienten el pudor de la dignidad humana sublevado, porque se vieron constreñidos a encerrar a estos simpáticos mozos…Los vimos (a los presos), atónicos, escuchar las doctrinas de redención política y social… Los observamos, en formación perfecta en brazo en alto, entonar emocionados el Himno de la Legión y el “Cara al Sol” y vitorear entusiastas a Franco….Los reclusos están todo el día al aire libre, sin que se les coarte ni obligue a trabajar… Se hace el reparto de pan, tan abundante que a algunos les sobra para enviar a sus familiares… Con tan excelente trato no puede sorprendernos que los concertados, rompan los avales, necesarios para decretar la libertad que les proporcionan sus familiares. Es difícil saber que podía pensar una persona al leer una noticia que afirmaba que los mismos presos preferían quedarse encerrados que salir en libertad. Seguramente gran parte de la población no cayó en el engaño. Después de largos años de guerra en que acabaron de sustentarse los odios y las divisiones entre los españoles, era muy difícil de creer que unos espacios dedicados al castigo fueran más bien lugares de ocio y esparcimiento, aunado a que en el momento de miseria que vivía la población después de la guerra, la alimentación escaseaba. Las autoridades franquistas lo sabían, acababan de vencer una guerra, pero ahora empezaba la más importante, la legitimadora, la que debía de permitir que el nuevo régimen creado durase después de la muerte del Generalísimo, y esta nueva contienda, simbólica, aunque también física, se ganaba con la propaganda. Lo más seguro es que si alguno de los testimonios que vivió el cautiverio en primera persona leyera la noticia, se daría cuenta de lo vital e importante que es investigar, contrastar y dar a conocer la verdad de lo que sucedió en el pasado y especialmente en este caso en la época tan oscura del franquismo.
¹ Jordi Carrillo. Universitat Rovira i Virgili. Historia y Universidad Autónoma de Barcelona. Historia PdH. 26 ABRIL, 20182 ABRIL, 2019
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La Gaceta de los Miserables.
La Unión Soviética y la Prensa de la Guerra Civil: Destino y Hora de España Por Jesús Guzmán Mora¹.
Rusia en España o España en Rusia
Desde 1920 hasta 1935 la Unión Soviética se convirtió, para un nutrido grupo de intelectuales españoles y extranjeros, en un destino alcanzable. Aparecieron opiniones favorables y contrarias al país de los soviets en libros y reportajes periodísticos. Algunos de esos textos, como los de Manuel Chaves Nogales, Ramón J. Sender, Luis Amado Blanco, César Vallejo, Joseph Roth o Stefan Zweig se han reeditado en los últimos años. Otros, de un interés histórico relevante, como Impresiones de un viaje a Rusia (1923), del político comunista Isidoro Acevedo, han caído en el olvido. El 18 de julio de 1936 comenzó en España, de manera paralela, una guerra propagandística en la que participaron ambos bandos. Durante la lucha surgieron diversos periódicos y revistas afines a los partidos integrados en los sublevados y los gubernamentales. Entre estas publicaciones destacan Destino –en su primera época– en Burgos, realizada por los catalanes favorables al golpe huidos a la ciudad castellana, y Hora de España en Valencia, obra de la intelectualidad republicana refugiada en la capital levantina. Entre ambas se publican con una fecha de inicio pareja: el número uno de la primera apareció en enero de 1937 y el de la segunda el 6 de marzo del mismo año. Ambas vieron su final con la caída de Barcelona. Más allá del antagonismo ideológico, resaltan dos diferencias formales respecto a su periodicidad –Destino era semanal y Hora de España mensual, lo que propició que la primera alcanzara 100 números y la segunda 23– y la cantidad de páginas que componían cada uno de los ejemplares editados –Destino osciló entre las cuatro y las ocho hojas y Hora de España varió entre las sesenta y seis de los números tres y cuatro y las ciento cuarenta y seis del número cinco, con una media que en 1937 se mantuvo en números cercanos a ochenta y que en 1938, menos en uno de ellos, superó la centena–. Como puede intuirse a primera vista, la imagen de la Unión Soviética en ambas revistas aparece totalmente polarizada. Para unos, el demonio; para otros, la única ayuda ante la ausencia de Gran Bretaña y Francia a la llamada republicana. En el caso de la revista que editaban los falangistas de Burgos aparece la transformación de ciudades bajo el control de la República, que se convierten en espacios totalmente sovietizados. Así sucede al seguir el texto de Un fugitivo –más claro no puede ser el sobrenombre en relación con lo que
más arriba se lee de Fontana–, quien dibuja una Barcelona en la “que todo gira en torno a la imitación y apología de Rusia, sus modos y costumbres”. Así ocurriría en “la Plaza de Cataluña, en la fachada de uno de los principales edificios, aparecen dos grabados de descomunales dimensiones, con las efigies de Lenin y Stalin a los que ahora rinden culto los separatistas y marxistas, que han relevado a segundo plano a su antiguo ídolo Macia”. Pero no solo ha cambiado la ciudad, sino que ha sido literalmente invadida por “un número considerable de rusos, [que] circulan con aire de superioridad por sus calles, completamente pertrechados y armados”. Rusia en España o España en Rusia. Al igual que existían referencias como la que acaba de leerse, se encuentran relatos acerca de la vida que se ofrece en la Unión Soviética. Baderín de Cantor –los sobrenombres en Destino son habituales para evitar la posible represión que pudieran sufrir los familiares que no se habían marchado con ellos– notifica que allí la mujer no es “más libre de lo que lo era antes”, ya que tiene, como ser “socialmente inferior, pese a quien le pese (…) sobre sí las cargas de las que legislación alguna puede llegar a librarla”. Los hijos, considerados del Estado, los deja “en la calle, pues sus asilos dan capacidad para un millón y medio de esta clase de indocumentados y quedan por lo tanto ocho millones sin amparo”, una cantidad de niños que pasarán, para el autor, a ejercer “la honrosa profesión de vagabundo primero, de maleante después y de delincuente al final”. La permeabilidad entre el Estado ruso y la España republicana hace que, para aquellos “que han pasado una temporada en la zona roja nada puede cogerles de improviso porque allí el hecho se impuso al derecho”. Pero no todas las firmas de la publicación se ocultaban. Concha Espina, al final de la guerra y pasado un año y medio del final de la misma en Santander –septiembre de 1937–, publicaba un relato sobre los niños evacuados a diferentes países, entre ellos la URSS. Desgarradora es la imagen de la niña que se encontraba en “la insensible comunidad estaliniana”, donde entre “forcejeo, codicia y barbarie, nadie escucha ese tácito andar infantil (…) acaso entre las trincheras de basura que los animales inferiores registran en solicitud de algún desperdicio comestible”. La pequeña forma parte de ese millón “de fantasmas débiles depauperados, ensombrecidos, que ambulan por el duro suelo bolchevique dentro y fuera de la patria” que se encuentra en “la adumbración tenebrosa del paisaje soviético”, donde a la escritora se le “oscurece el dibujo y el paso de la niña anémica, descalza, por los caminos rojos del mundo”.
Entre los que jugaron al rojo y se cansaron y los que no.
En la primera época de Destino –al contrario de la segunda, en plena dictadura, para la que hay que considerarla con toda justicia como una de las más importantes referencias culturales–, las referencias literarias o artísticas reducían su presencia a la reseña de libros anticomunistas. Al hablar de la novela Falsos pasaportes (1938), en la que Charles Plisnier renegaba de la Unión Soviética, se aprovechaba la ocasión para criticar a los intelectuales que se posicionaron junto a la Rusia bolchevique, aquellos que “crearon una modalidad literaria más y por espacio de veinte años han ayudado a mantener una brillante aureola alrededor de la U.R.S.S”, que jugaron “al rojo” y se cansaron “un día del juego”. Desde Valencia, la Unión Soviética recibió un trato totalmente opuesto. Se pueden leer reseñas de libros, conciertos y actividades culturales de contenido ruso y reflexiones sobre la politización del arte y el uso de este como arma de combate intelectual y político. También tuvo un especial trato el II Congreso de Intelectuales Antifascistas. Pero, por encima de estos factores, la firma principal fue la de Antonio Machado. Se habla de películas soviéticas como El circo (Grigori Aleksándrov, 1936), de la que se destaca cómo “la aparición del amor, ya casi en un primer plano de la trama, nos induce a pensar en la Rusia de la amplia Constitución democrática salida de los rigores de sus años de prueba”. También se señala la presencia de una “juventud, vestida de blanco bajo las triunfales banderas, [que] pone su sonrisa de seguridad ante los ojos de los españoles, preocupados aún por su suerte”. Se tiende así un hilo entre la película y la población española que sufría las causas de la guerra. En el plano literario, el año 1937 coincidió con el aniversario del primer centenario de la muerte del poeta Alexander Pushkin. Apareció una nota dedicada al autor de Eugenio Onegin de manera anónima, pero de la cual se puede intuir que era partícipe todo el grupo de la publicación mensual. En ella se aplaude el
valor que la Unión Soviética daba a la cultura: “Se comprende cómo el país del socialismo, que se llama defensor de los valores culturales de la humanidad, en su ascensión hacia más perfectas formas de vida, honre con esos ecos que nos llegan, a Alejandro Pushkin”. Otro de los puntos más interesantes es el amplio espacio que se dedicó a la creación literaria, con poemas como “Salud, Moscú”, que Pascual José Pla y Beltrán compuso tras su viaje al país de los soviets. Dentro de las ficciones en prosa ofrecidas, aparece una firmada por O. Savitch, titulada Casa de campo, cuyo final consigue establecer una conexión entre los dos países amigos: ciudadano soviético de seis años atraído por las cosas españolas hasta olvidarse de sí mismo, estudiando Un el mapa y repitiendo las palabras de los partes de guerra, como todos los ciudadanos soviéticos de su edad y de otras edades, cuando quiere acariciar y a veces adular a su madre la llama con las palabras para él más bonitas, más tiernas, más extraordinarias y extrañamente próximas: – Tú eres mi Casa de Campo.
El número 8 de Hora de España estuvo dedicado, de manera íntegra, a la reproducción de las intervenciones de los diferentes delegados en el II Congreso de Intelectuales Antifascistas de julio de 1937. o faltaron las voces de dos importantes representantes del país que sostenía en parte los esfuerzos bélicos de la España legítima. Por la Unión Soviética hablaron Ilyá Ehrenburg –organizador del evento– y Fedor Kelyn. El discurso del primero tuvo un marcado carácter belicista y se centró en la actividad de los aliados fascistas y en cómo estos pretendían destruir de manera sistemática aquella cultura que no fuese acorde a su ideología. Destacaba el valor del pueblo como propietario único de la cultura, y como protagonista de una epopeya en su lucha. Las palabras de Kelyn establecen una sintonía entre los dos países y ofrecen un punto de vista diferente al que se podía observar en Hora de España y otras publicaciones: la percepción e
influencia de la cultura española –en especial de la literatura– en la Unión Soviética. La aparición de Antonio Machado en todos los números y la dedicación concreta de varios de sus textos a la Unión Soviética invitan a centrarse en el análisis de las impresiones que el país dejó en él. En su primer artículo ya se podía leer el pensamiento que el poeta tenía sobre el concepto arte proletario: “Todo arte verdadero será arte proletario. Quiero decir que todo artista trabaja siempre para la prole de Adán. Lo difícil sería crear un arte para señoritos, que no ha existido jamás”. De todos ellos, el texto en el que Machado deja plasmadas de manera más evidente sus impresiones sobre el país de los soviets es el titulado “Sobre la Rusia actual”. En él establece sus reflexiones sobre el momento que atravesaba dicha nación. Desde un primer momento contempla a la URSS en relación con el número de sus enemigos. Aprovecha para criticar al Reino Unido y Francia “que fueron un día el orgullo del mundo”; a la Sociedad de Naciones, que había pasado de ser “una institución nobilísima, que hubiera honrado a la humanidad entera” a “un organismo superfluo, cuando no lamentable, y que sería de la más regocijante ópera bufa, si no coincidiese con los momentos más trágicos de la historia contemporánea”; y a “esos dos hinchados dictadores que pretenden asustar al mundo y a quienes Roma y Berlín soportan y exaltan”. Para él se ha convertido en el eco de una ideología que había conseguido internacionalizarse al llegar, desde allí, el mensaje de la misma al centro del resto de los pueblos: tesis es esta: la Rusia actual, que a todos nos asombra, es marxista, Mi pero es mucho más que marxismo. Por eso el marxismo, que ha traspasado todas las fronteras y está al alcance de todos los pueblos, es en Rusia donde parece hablar a nuestro corazón.
A modo de cierre, puede decirse que las publicaciones de la Guerra Civil española tuvieron un carácter abiertamente combativo y ofrecieron dos perspectivas diferenciadas acerca de la nación. Destino y Hora de España, por su especial significado a la hora de estudiar el papel de la prensa en el conflicto cainita, son dos revistas que permiten contemplar cómo la URSS obtuvo dos lecturas en un mismo territorio. Los falangistas de Burgos convirtieron al territorio bolchevique en el hogar de cualquier tipo de mal. En cambio, los republicanos de Valencia contemplaron sus virtudes, destacaron su ayuda y promocionaron su influjo cultural como herederos directos del ambiente proclive de los años anteriores al conflicto. En Destino, las descripciones de la URSS siguieron la línea que podía leerse respecto al papel de otros de los enemigos declarados del fascismo español. El carácter propagandístico y meramente informativo de los mismos de sus textos aleja a la revista de la calidad literaria aportada por varias de las firmas presentes en Hora de España. Como se ha podido observar en este trabajo, especialmente loable es en este sentido la labor de Antonio Machado, quien dedicó a Rusia una parte importante de sus esfuerzos en la publicación. Aunque situadas en perspectiva ofrecen dos magníficos ejemplos para contemplar la imagen del país de los soviets en la prensa de la Guerra Civil, la vocación literaria y artística de Hora de España permiten que los temas soviéticos tratados, enfrentados a los de Destino, no se caractericen por motivaciones únicamente propagandísticas. La Unión Soviética se convirtió en un escenario más del conflicto. El tema soviético no puede entenderse en las dos publicaciones sin tender un hilo de comunicación con España. La URSS no es un tema aislado, sino que es una indeseable profecía en Destino o un admirable espejo para Hora de España. Al referirse a ella, los autores de los textos analizados hablan indudablemente de España.
¹Jesús Guzmán Mora. Universität Rostock. Institut für Romanistik. 22 FEBRERO, 20182 ABRIL, 2019
La Gaceta de los Miserables.
La imagen de la Revolución de Octubre: Anticomunismo en España Por Manuelle Peloille¹.
Frente republicano en la Guerra Civil española (1936-1939).
La permanencia del discurso anticomunista.
Al principio de esta labor de investigación en proceso está la impresión de ver repetirse los argumentos y tesis del discurso anticomunista de los años veinte, tanto en Francia como en España. Dicho de forma más directa, este discurso que se amplifica después de los informes Kruschev y Suslov de los cincuenta y se
suelta del todo con la caída del muro de Berlín de 1989 ya estaba configurado desde la misma Revolución y posterior institución de la URSS, si nos atenemos al análisis de fuentes tan diversas como artículos de prensa, ensayos, carteles y relatos de viaje a la URSS. Más aún, los primeros ensayos orientados hacia la socialización de los medios de producción y de la riqueza a lo largo del siglo XIX se vieron tachados con una visión despectiva y profecías de muerte, siempre contradichas por los renovados movimientos populares. Dentro del marco de esta presentación, me limitaré a estudiar el discurso anticomunista en el punto de partida, en el transcurso de los años 1917 a 1936. Aludiendo al reciente derrumbe de la Unión soviética en el año 1991, el director de una fábrica del norte de Francia le espetó al delegado sindical estas cuatro palabras: «Se acabó el juego ». La partida había terminado por desaparición de uno de los jugadores. Podrían resumir el alcance histórico de lo que durante más de siete decenios fue foro de unos, espantajo de otros, pero punto de referencia de la historia del siglo XX: el comunismo. Al principio denominado bolchevismo, fue punto de referencia, o mejor dicho, polo con carácter hegemónico, en el sentido en que representó un terreno en el cual tenían que situarse todas las componentes del abanico político, estuvieran en pro o en contra. Tal planteamiento vale para la España desde fines de la Restauración hasta la Guerra Civil. El alcance histórico de la Revolución rusa, es decir el cambio del conjunto de una sociedad a partir de sus fundamentos, tarda unos años en valorarse, tanto entre los simpatizantes como entre los enemigos. En un primer tiempo, éstos prefieren entonces la respuesta violenta, combinada con concesiones sociales como la jornada de 8 horas en 1920 tras la larga huelga de La Canadiense. Entre 1917 y 1922, España observa a Rusia dudando, con alegría o temor según, de la estabilidad de la Revolución. En 1922 se da un cambio: los bolcheviques salieron victoriosos de los blancos y del bloqueo aliado y se crea la URSS; en España el movimiento obrero español cae unos meses antes del pronunciamiento militar, por la represión y sus divisiones internas. Es entonces cuando el discurso anticomunista de la derecha se va elaborando de cara a una lucha larga, percibiendo la necesidad de unir al combate físico nuevos cauces de captación de las aspiraciones populares. El discurso anticomunista, como crítica abierta al socialismo ruso en su conjunto, en sus bases o en un aspecto concreto, es con la adhesión de las masas una muestra de este lugar hegemónico que ocupa en el mundo y en España. Cualesquiera que sean las fuentes, podemos comprobar cómo el anticomunismo pondera de manera negativa el alcance histórico de la Revolución soviética: entonces, nada de servil admiración. El anticomunismo procede de dos tradiciones opuestas. La más clara corresponde al tratamiento católico de la cuestión social que se expresaban en ABC o en El Debate y a la incipiente corriente fascista que aparece a principios de los treinta en la publicación La Conquista del Estado. La otra tradición procede del modelo de las Luces y Revolución francesas, y está presente entre los republicanos y socialistas cuyos medios de comunicación privilegiados son La Libertad y El Sol. Por muy dispares que sean estas tradiciones, con la correspondiente diferencia de juicios sobre el comunismo, también coinciden en algunos blancos. El conjunto de las opiniones y juicios anticomunistas configura una visión histórica del comunismo, que se fija desde los años veinte y casi no cambia hasta el derrumbe de la URSS a principios de los años noventa del siglo XX. Para cada parte hemos procurado abstraer lo común en el anticomunismo de las diferentes componentes sin detenernos en variantes.
España años 50′. Fotografía de Carlos Saura.
El anticomunismo desde planteamientos católicos o fascistas
El anticomunismo de derechas tiene dos formas: una orientada hacia la acción, que se concreta en la persecución física de los comunistas o simpatizantes y en la coordinación de fuerzas a nivel nacional y mundial como la organización ginebrina Entente internationale contre la Troisième Internationale de Théodore Aubert. Lo que hoy nos ocupa es la segunda forma de este anticomunismo, vinculada a la primera, la forma ideológica. Vinculada porque primero la respuesta violenta a los intentos socialistas no pueden valer a medio y largo plazo, así que necesita legitimación en el pensamiento. Segundo porque la forma práctica puede canalizar y aprovechar el pensamiento orientado hacia la elusión del nodo de la cuestión social. Entre católicos (de hecho divididos) y fascistas cabe recordar contradicciones que cobrarán todo su significado a principios del franquismo, cuando Falange e Iglesia luchen por el control de la sociedad. Pero los ponemos juntos porque sobre el tema del comunismo tienen un punto común fundamental. Ambos quieren evitar que las luchas sociales cobren forma política. Los dos pretenden encauzar las aspiraciones obreras, completando la lucha frontal, precediendo y siguiendo las pautas marcadas por la Encíclica De rerum novarum de 1891, que tras reconocer las desigualdades sociales reafirma el principio inamovible de la propiedad individual, proponiendo la recuperación de los gremios. Evidentemente, el fascismo asocia a esta voluntad la componente de violencia, que la Iglesia rehúsa en sus planteamientos. El fascismo, asimismo, es más reciente, mientras que los católicos echan mano de una tradición de catolicismo social desarrollada durante el siglo XIX.
Lo que ante todo se ofrece al lector de las columnas del ABC o de El Debate, pobladas por escritos de firmas en parte olvidadas (Álvaro Alcalá-Galiano, Ángel Herrera, Manuel Graña, Salvador Minguijón 4) es un par de motivos despectivos utilizados para caracterizar el comunismo: la enfermedad (con la larga lista de palabras que no cabe enumerar aquí: morbo, enfermedad, profilaxis, antídoto) y la destrucción (ruina, caos…). Estos motivos no son de uso exclusivo de los autores adscritos a la derecha ya en los años veinte. Conforme se va desmoronando el comunismo durante el siglo XX, a partir de la muerte de Stalin, se extienden a amplias capas de la opinión, saliendo del estrecho medio de la derecha tradicional y extrema. Aparentemente, estos motivos, que aparecen de manera repetitiva, no tienen más interés que la iteración de una idea negativa del enemigo. Pero su otra función es apoyar un ataque al nodo del problema. Lo que está en juego aparece a las claras: el anticomunismo se impone porque es destrucción de un régimen de propiedad, del capitalismo, del orden social derivado de éste. Aparece pues claramente bajo las plumas del significado histórico del comunismo. Al cambiar las bases de una sociedad, la cambia en su conjunto. No afectan tanto a los editorialistas de El Debate las conquistas sociales de los sindicatos como la reducción de jornada o los incipientes seguros adoptados a partir de 1900. En cuanto al motivo de la enfermedad, también apoya el desarrollo de estrategias de lucha indirecta para encauzar a las aspiraciones populares. Tomemos como ilustración los planteamientos de un Salvador Minguijón, a quien destacamos por analizar de manera distanciada y objetiva a la postura contraria: «Fuerzas proletarias, que se gastaban en una lucha estéril y perturbadora, contra el orden social, pueden cambiar sus objetivos y emplear en la consecución de aspiraciones sensatas energías que antes se ofrendaba a la quimera de utopías disolventes». En los artículos que Ramiro Ledesma Ramos escribe en su revista La conquista del Estado a partir de 1931, también está presente esta voluntad de encauzar el movimiento social. Pero a la postura católica se añade durante los primeros meses de la República un intento de captación de las ansias populares en nombre de la juventud y del revolución, puesto en primer plano. Detrás de aquello se esconde la defensa de la continuidad nacional española. Después, al fracasar este intento, la promoción de lo nacional como elemento federativo de las clases sale en primer término, en su lucha contra el comunismo, palabra usada como arma arrojadiza contra todo lo que huela a nuevo reparto: «Frente al comunismo, con su carga de razones y de eficacias, colocamos una idea nacional, que él no acepta, y que representa para nosotros el origen de toda empresa humana de rango airoso. […] Frente al comunismo no hay sino una fidelidad de cada gran pueblo a sus destinos. […] Frente a la empresa comunista cabe la empresa nacional. El hundir las uñas en el palpitar más hondo. El sentirse llamado a la genial elaboración de elaborar humanidad plena». La observación de las corrientes anticomunistas durante los años veinte permite al historiador o al curioso ver a la vez las conexiones entre las que compondrán la base del franquismo, y al mismo tiempo distinguirlas.
España años 50′ “La caza”. Fotografía de Carlos Saura.
Conclusiones
Durante los años veinte, se van inaugurando dos tradiciones de anticomunismo: la liberal que toma como referencia la Revolución francesa y la católica o fascista que sale por un régimen social determinado. Más que inaugurar, continúan la tradición de antisocialismo del siglo XIX, con el mismo ideario y los mismos motivos, bien en nombre del liberalismo ideal, bien en nombre del control y mantenimiento de la hegemonía social. Con fines de lucha, resulta que en los años veinte la derecha anticomunista toma muy pronto la medida del intento soviético, al revés de los liberales que siguen anclados en un modelo desligado de las condiciones sociales de su tiempo. Para los primeros el anticomunismo es arma de combate directo e indirecto capaz de aglutinar en torno suyo a amplias capas de la sociedad, y no solamente altas. Los años veinte son fundamentales para entender la creación de un modelo español de atajo de todo lo que huela a socialismo, modelo cuya plasmación encontraremos durante el decenio de los treinta, durante el cual asimismo se aglutinan en torno al polo ruso parte de los que diez años antes lo miraron con recelo. En el transcurso del siglo XX, los ataques en un primer tiempo circunscritos al ámbito de la derecha cunden hasta encontrarse en el pensamiento liberal del continente europeo, sobre todo una vez que el prestigio ruso heredado de su papel en la segunda guerra mundial empieza a decaer.
¹ Manuelle Peloille. Profesor de Estudios Hispánicos en la Universidad de Angers (Francia). ©Este texto es una versión corregida de « La imagen de la revolución rusa en España: amplificación y permanencias, años 20-años 90 del siglo xx », in Nuevos caminos del hispanismo, Actas del XVI e Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, julio 2007, 2010, vol. 2, p. 314-320. [CD-ROM]
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