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Oli, la luz de los cuentos

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El Café:

El Café:

Un ovillito de lana estaba sucio y despeinado, tirado en el suelo. Un garbancito se había quedado fuera del cuenco de agua en el que tenía que flotar. Una arverjita verde se había escapado por curiosidad y estaba debajo de la refrigeradora, pero aún se podía ver.

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Una hermosa mazorca de choclo tenía unos granos oscuros y blandos. Una papa empezaba a tener raíces como si fueran rizos en una cabeza calva. Un cuy recién nacido no dejaba de chillar. Y todo esto pasaba una mañana en la cocina de mi mami Oli.

Ella tiene el cabello oscuro y siempre muy bien arreglado. Se levanta muy pronto. Su padre le decía cuando era niña “¡Cuerpo al aire, rabo tieso!”. Y eso ella no lo olvida. Disfruta preparando el desayuno. Coge las llaves y cruza la calle, mirando de un lado a otro para que no le chanque ningún carro. Compra el pan, rico y calentito. Vuelve con prisa y entra casi corriendo. Cuando puede y tiene un respiro vuelve corriendo a mi habitación y me despierta con un susurro “¿Todavía duermes preciosa niña?”, me dice. Ese aroma a chocolate caliente, a leche mezclada con café, a huevos revueltos con cebolla, todo ese olor se le queda en las manos, en la cara, en sus besos.

Al ser pequeña, aún tengo sueño, me cuesta levantarme y abrir los ojos. Me duermo, me caigo una y otra vez cuando intento levantarme. Ella lo sabe, necesito más horas durmiendo. Me deja un ratito más, me da un poco más de tiempo. Duermo inquieta, pero duermo, y esos minutos parecen horas, y por fin me despierto de un salto para correr y ponerme todo a tiempo. El uniforme, el peine, el desayuno, los zapatos, la trenza, el lazo, el cepillo, los dientes, y el refrigerio. Salgo corriendo, doy un beso y un abrazo a mi mamita, y corro por la calle hasta el colegio.

El colegio pasa lento. Son horas muy largas. Un curso tras otros. Uno más bonitos que otros. Ha sonado la campana, por fin la hora del recreo. Qué rico eso que hace mi Oli para el refrigerio. Unos huevos pasados con pan calentito y un termo con jugo de maracuyá. Lleno mi estómago y mis ganas de volver a casa. Ya queda poco. Sumo, resto, divido, dibujo, recorto y pego. El timbre ha sonado y vuelvo a casa corriendo. El aroma de su cocina se siente desde que giro por la esquina. Qué delicia de comida.

“¿Cómo te ha ido hijita?”, me pregunta. Y yo le cuento todo. Detalle a detalle, segundo a segundo lo que he pasado. Hablo tanto que no mastico. Y ella se arrepiente de haberme preguntado. Entonces se hace el silencio cuando con voz tierna y suavecita, y pasando su mano sobre mi pequeña cabecita me dice: “Come hijita, come que se enfría”. Se sienta y me mira mientras como. Y yo tardo tanto en comer que mi lentitud le como lento, le arrulla sin querer. Mi Oli se ha quedado dormida. “Gracias mamita, todo muy rico le digo” y ella despierta con una sonrisa.

La tarde pasa rápido, demasiado rápido. Juego en casa, hago las tareas, salgo a la calle, salto la soga, juego vóley y ya toca cenar y dormir. Mi hora favorita en el día. Y le digo a mi Oli “¡Cuéntame un cuento!”. Y ella de memoria, como todas las noches, se recuesta a mi lado y empieza:

En un pequeño pueblo cerca al mar había un pequeño castillo donde habitaba un rey pequeño, muy pequeño: un rey niño muy amado. Todos lo saludaban por la mañana y lo invitaban a ir con él. Los marineros le decían: “Ven con nosotros al mar”. Los cazadores le decían: “Acompáñanos a las montañas”. Los leñadores le decían: “Vamos juntos al bosque”. Pero el rey no hacía caso, tenía miedo y no se movía de su castillo. Tenía una corona y no quería perderla.

Un día una ancianita, la más querida del pueblo, también pasó por allí y le dijo: “Estás muy solo, ¿por qué no buscas una fortaleza que te proteja de todos los peligros?”. El pequeño niño rey pensó y se dio cuenta de que tenía razón, así que empezó a construir una gran torre para protegerse. La sabia anciana que le visitaba cada cierto tiempo le decía “Piénsalo bien, no creo que puedas construir tú solo la fortaleza más segura del mundo”. El niño rey no le hacía caso, así que siguió construyendo día y noche, hasta que su torre fue tan alta que sobrepasaba las nubes.

Allí se sentía seguro, y como su torre era tan alta y estrecha, también disfrutaba del viento que le mecía como si estuviera en un columpio. De pronto una tormenta hizo crujir los cimientos y la torre empezó a derrumbarse. El pequeño niño rey salió corriendo. Asustado pensó que ahora sí que estaba en peligro. En ese momento unos ladrones que estaban cerca le escucharon, y fueron hacia él. El pequeño niño rey empezó a correr y correr. Cuando estaba tan cansado se dio cuenta de que pronto los ladrones le alcanzarían, entonces se cayó y se abrazó a los pequeños arbustos que crecían en el camino. Cerró los ojos y espero muerto de miedo.

En ese momento salieron de todos lados los leñadores, los marineros, los cazadores. Aparecieron todos los vecinos de su pueblo. Persiguieron a los ladrones que huyeron a toda prisa. El pequeño niño se vio rodeado de toda la gente que le quería, y se dio cuenta de que, por fin, desde hacía mucho tiempo que no se sentía tan seguro y querido.

El pequeño rey estaba radiante de felicidad. Su torre estaba destruida, pero ahora, rodeado de aquellas personas amigas que acababan de salvarle, por primera vez se sentía completamente seguro. Ellos eran su verdadera fortaleza. Desde aquel día, el rey niño nunca volvió a estar solo. Viajó con los marineros y recorrió las montañas y el bosque con los cazadores y los leñadores. Luego, con la ayuda de todos, se construyó una casita en el centro del pueblo, donde estaría para siempre junto a sus amigos. Una hermosa noche estrellada, el pequeño rey se encontró con la vieja anciana sabia en la plaza del pueblo y le preguntó: ¿Qué piensas de la fortaleza de donde vivo ahora? Y ella le respondió sonriendo: “No existe en todo el mundo una fortaleza más grande y segura que la tuya”. Y colorín colorado, este cuento se ha terminado.

Y el cuento se acaba y yo quiero más sobre el pequeño niño rey. Y pregunto y repregunto, porque me interesa saber toda la historia. Y ella, con esa luz tierna en sus ojos, me dice muy bajito “Cierra esos ojitos”. Y yo le hago caso, los cierro; pero sigo pensando en el castillo, el mar, los leñadores y la torre. Y me imagino que soy yo la que le da un buen consejo como la sabia anciana, y otras veces me imagino también a los ladrones y tengo miedo, y entonces aprieto los ojos para que desaparezcan.

Me duermo y sueño. Sueño con esa cocina y sus mañanas. Con el ovillito de lana que está bien envuelto y limpio, con el garbancito que ha conseguido con mucho esfuerzo nadar en el cuenco de agua, con la arverjita que al ser tan verde pudo ser recogida y volver a la olla del guiso junto a la papa sin raíces, con el choclo que tiene menos granos, pero ahora todos buenos y sabrosos. Sueño con el cuy que come su alfalfa, tan tranquilo sin chillar. Sueño con mis recuerdos de infancia, con mi cocina, mis mañanas frías, con esa luz que todo lo ilumina, sueño con sus besos y sus caricias, las de mi Oli que sigue despierta leyendo más libros para que mañana me cuente otro cuento.

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