Fogón Caribe. La Historia de la cocina del Caribe colombiano

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Fogรณn Caribe

La Historia de la Cocina del Caribe Colombiano

Enrique Morales Bedoya


Autor Enrique Morales Bedoya Diseño y diagramación Sandra Milena Farfan F. Portada e imagenes internas PAVCO, Carlos Valencia Editores La flora de Indias, Ilustraciones de Maria Sybilla Merian MCMLXXXIV Editor Enrique Morales Bedoya © enriquemorales25@att.net 2a edición - Septiembre de 2020 ISBN 978-958-49-0057-9


“Mi porro me sabe a todo lo bueno de mi región. Me sabe a piña, me sabe a mango, me sabe a leche ordeñá en corral; a ají con huevo en machuca de ave. Mi porro sabe a agua de corozo, a mi gran selele y a minguí con coco. Mi porro sabe a queso bien amasao con panela de Colomboy, también me sabe a viuda’e pescao con cacó ripiao bajo un ranchón. Mi porro me sabe a fruta, a mamey, patilla y tajá e melón. También me sabe a yuca harinosa mojá en asiento de chicharrón, a totuma de guarapo con hielo y limón; me sabe a caña, me sabe a toros, me sabe a ron. Mi porro me sabe a todo lo bueno de mi región.” Pablo Flórez Camargo


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PRÓLOGO

La palabra Caribe embruja, envuelve, deleita, inspira, relaja y convida a descubrir lo extraordinario de su cotidianidad. Se observa en la cadencia de las caderas de una mulata al andar o en la abundancia de la palangana de una negra, rebozada de alegrías y turrones, que luce sobre su cabeza como una corona de placer y destierro conjugados. Fogón Caribe narra una región de “accidentes y encuentros humanos”, los cuales generaron procesos de hibridaciones culturales y un universo culinario singular. En su primera edición, Enrique Morales se preocupa por entregar un documento históricamente acucioso, que no existía; su trabajo se centraba en una revisión de antiguos textos para construir un relato organizado de la multiplicidad de cocinas y recetarios propios de este territorio. Una descripción con bases etnográficas, del diario vivir, la posibilidad y el ingenio de sus pobladores; desde la época amerindia hasta nuestros días. En esta segunda entrega, el Historiador incluye con gran maestría otras voces a través de las referencias culinarias que se encuentran en algunas de las obras más importantes de la literatura latinoamericana. Un relato serio y fresco de la cocina de la costa atlántica colombiana que se escucha en el canto meloso y profundo de la mulata vendiendo “pescao fresco de mar”; en la olla sonora que anuncia: kibbeh-kibbeh-carimañola-kibbeh; en la percusión

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producida entre pinza y palangana que, con ritmo ofrece butifarra y bollo e’ yuca; en la jerga corta y precisa de los vendedores de tinto o en el coro: peto-petopeto-peto, amenizado con su estruendosa corneta. La herencia del mestizaje se devela en el uso del maíz, millo, arroz, plátano, guineo manzano, batata, yuca y coco; génesis del repertorio de bollos, abrazados en hojas de maíz, plátano, bijao y palma amarga; elaborado en cocinas abiertas y con traspatio, donde se habla un lenguaje particular para definir los procesos de estas delicadas piezas de la artesanía culinaria colombiana: trillar, pilar, moler, amasar, emboquillar, envolver, amarrar, atizar, ventear; así como pilones, hornillas, molinos, bangañas y balayes que complementan el entorno de un recinto que tiene características sacras. Las páginas de Fogón Caribe enriquecen y significan nuestra mesa a través de “sensaciones y milagros”, que suenan en el mordisco de un frito; brillan en el sol que nace de la arepa de huevo, madrugan con el café montuno; resucitan con el caldo levanta muerto y se embravecen después de un guandú, un mote, un pa’boil, un rondón o una malangada. El caldero de nuestras viandas es íntimo y generoso; una pieza ancestral que evoca al fogón con sus mitos y leyendas: dispuesto sobre piedras, bindes u hornillas; habitado por guisos, arroces apastelados, ligas, viudas, vituallas, mazamorras y dulces que pasan los tres días de vigilia. Los palotes y cucharones se mueven a ritmo propio, donde una mano de más, enfurece el temple de la matrona que, con sinuosa devoción entre rezo y conjuro, sabe cómo menearlo para que no se mazamoree. La cocina del Caribe nace en los albores del paleoamericano, hace más de ocho mil años cuando los pobladores de este vasto territorio ya fabricaban utensilios

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para satisfacer necesidades asociadas a la alimentación. Técnicas ancestrales como salar, orear o ahumar, utilizadas en la conservación de carnes rojas y blancas evidencian las prácticas alimenticias de la geografía culinaria, impronta de recetas permanentes e itinerantes, que reconocen la memoria y también la novedad. Una región en la que ríos, valles, ciénagas, desiertos, llanuras, sierras, picos, montes, costa y archipiélagos se encuentran a las orillas de un legendario mar de identidades, trueques, guerras e intercambios culturales. Protegida por deidades, asaltada por piratas, bucaneros y filibusteros, navegada por comerciantes y contrabandistas, defendida y habitada por zambos, mulatos y mestizos que gritaron libertad. Fogón Caribe es un relato apasionado representado en cinco (5) elementos: Aire, en pastel de millo con pato ahumado o un pisingo guisado en leche de coco; Agua, en el bocachico en cabrito asado a la brasa relleno de vegetales o en las huevas de lisa rebozadas acompañada con patacones; Tierra, en el ocaso lila de una arepa de chichiware; un friche que anochece y congrega o un stew bean con dumplings; Fuego, en un ajiaco cartagenero, venido de Las Antillas, con cerdo y bastimento; o en la leña que chispea con indolencia queriendo someter la presa de cocá (gallina de guinea) a los encantos del sabor condensado del monte en un solo bocado; Comunidad, porque nos recuerda que la cocina se pronuncia en un colectivo de cooperación, solidaridad y devoción. Elementos que se cuecen en un caldero bendito desgastado, desterrado y amado por incitar al placer en maternales y jugosos guisos que abrazan el paladar y la memoria. Álex Quessep -­ Johnny Meca

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Higuerilla

XXX Ricinus communis L.


CAPITULO I

UBICACIÓN GEOGRÁFICA

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olítica y administrativamente, al Caribe colombiano lo forman los departamentos de Atlántico, Bolívar, Cesar, Córdoba, Guajira, Magdalena, Sucre, y San Andrés, Providencia y Santa Catalina.

El Caribe continental transcurre desde la península de la Guajira hasta el Urabá, donde comenzó la invasión española del continente Sur Americano y hoy pertenece a la cultura antioqueña más que a la Caribe, entre 12º60’ y 7º80’ de latitud norte, y los 75º y 71’ de longitud al oeste de Greenwich. Hacia el sur se prolonga hasta las selvas del Carare en los límites del departamento de Bolívar con Antioquia y Santander. Al norte y al occidente limita con el Mar Caribe, al Occidente con Venezuela, y al nororiente con el departamento de Norte de Santander. El Caribe continental tiene una extensión de 132.244 Km2, el 11.6% de la superficie del país. El Caribe insular colombiano lo forman las islas de San Andrés, Providencia, Santa Catalina y sus anexos coralinos, de 70 Km2 de área terrestre y un poco más de 250.000 Km2 de aguas territoriales, entre los 80º17’ y 81º26’ de longitud oeste y los 13º17’ y 13º32’ de latitud norte.

Enrique Morales Bedoya

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Batata

XLI Ipomoea batatas L. lam.


CAPITULO II

PREHISTORIA

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as primeras evidencias de vida humana en la costa Caribe colombiana datan de los comienzos del cuarto milenio a. de C. El yacimiento principal, descubierto en 1992 por Augusto Oyuela Caicedo en San Jacinto, Bolívar, está fechado en 3.900

a. de C. y corresponde a una población del período del neolítico nombrado paleoindio. Los primitivos pobladores se alimentaron con moluscos, vegetales silvestres recolectados cuando estaban en cosecha, piezas de cacería menor, de la carne y huevos de reptiles como babillas, caimanes, iguanas, tortugas, roedores y aves. Del oso hormiguero, el oso melero y los monos aprendieron el consumo de insectos y de miel. Thierry Legros halló en Puerto Chacho restos fechados en 3.270 a. de C. de una población a orillas de una laguna tributaria del Canal del Dique. La llanura Caribe, sus lagunas y esteros, sus ríos y colinas, conformaban un hábitat propicio para culturas simples, semisedentarias, de pequeñas aldeas donde se hallaron artefactos de piedra poco diferenciados, tallados por un solo lado y usados en la caza de pequeños animales; también, piedras con pequeñas depresiones ovaladas que sirvieron de yunques para romper granos duros. Junto a ellas, encontraron varias placas de piedra arenisca y granulosa para moler o triturar materiales blandos, probablemente semillas o tallos verdes. Enrique Morales Bedoya

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Estos primeros pobladores del Caribe colombiano produjeron hace cinco mil años la primera cerámica en América. Dos mil años después, esta apareció en México y Perú, lo que nos permite afirmar que en nuestro territorio despegaron culturalmente las civilizaciones americanas. En América como en el resto del mundo, la cerámica cambió los hábitos alimenticios. En ella cocieron por primera vez alimentos cuyo consumo crudo era de difícil digestión, luego dependieron menos de la cacería y ensayaron con éxito nuevos modos de vida. En recipientes de cerámica pudieron almacenar agua y bebidas, guardar semillas, cereales y leguminosas para conservarlos largo tiempo sin que los roedores e insectos los alcanzaran. Tal logro en cantidad y calidad de la alimentación, posibilitó el aumento de la población y facilitó el progreso cultural. Gerardo y Alicia Reichel-Dolmatoff reportaron otro importante asentamiento humano en Puerto Hormiga, hoy Puerto Badel, también sobre este Canal en el Departamento de Bolívar, fechado en 3.100 a. de C. Estos mismos antropólogos encontraron en Bucarelia cerca de Zambrano, Bolívar, en el bajo Magdalena, un complejo parecido al de Puerto Hormiga fechado cerca de 2.000 a. de C., con vestigios de una primitiva población de pescadores y recolectores ribereños y lacustres. También encontraron importantes evidencias de asentamientos humanos en Monsú, Canapote y Malambo, que muestran una organización social más avanzada al igual que en una ancha franja de tierras bajas desde el Golfo de Urabá hasta la baja Guajira en la costa, y tierra adentro remontando el río Magdalena hasta El Banco y la laguna de Zapatosa. Monsú ofrece restos de un grupo humano más evolucionado, sedentario y agrícola que utilizó azadas fabricadas con conchas de Stombus gigas, un caracol grande y de color rosado empleado hoy en muchas casas de la costa para trancar las puertas. Hay azadas de dos formas: una; liviana, cortante y angosta para cortar materiales blandos como madera, fibras vegetales y para extraer el almidón del interior de los troncos de algunas palmas; otra; pesada y burda, muestra filos 14


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desgastados, astillado acaso por el uso como herramienta para cavar la tierra y cultivar yuca y otras plantas que no se siembran en surcos. En esta población no se encontraron piedras ni manos de moler, propias del cultivo del maíz, ni evidencias de su cultivo. En Malambo, al borde de una laguna al sur de Barranquilla, hay rastros de vida aldeana, ribereña y sedentaria, bien definida, fechada en 1.120 a. de C. La cerámica de este sitio, es mucho más rica en formas, muestra fragmentos de grandes platos planos o budares utilizados en la preparación del cazabe. Los habitantes de Malambo, cazadores ocasionales y pescadores, tuvieron la base de su subsistencia en el cultivo de la yuca. La incorporación de raíces a una dieta basada en moluscos, además de balancearla al proporcionarle carbohidratos, significó el paso de la depredación a la producción y con ello, a nuevas formas de relación con el entorno. Esta agricultura rudimentaria y los avances en las técnicas de cocción les posibilitaron reducir el tiempo de caza y recolección, y el avance de semi sedentarios a sedentarios. Con comida más abundante, un mayor número de familias pudieron vivir reunidas y permanecer largas temporadas en el mismo lugar, bajo enramadas de hojas de palma o rancherías. Carl Langebaeck, antropólogo colombiano, afirma que la imposición de la agricultura y el proceso de domesticación de plantas fue un proceso lento, con mucha resistencia por parte de los cazadores y que ocurrió mucho más tarde de lo que se cree.

Migración hacia el interior, cambios y mejorías en la dieta Los grupos que abandonaron el mar y los esteros, poblaron las orillas de las grandes lagunas adyacentes a los ríos Magdalena, Sinú, San Jorge, Cauca y Cesar, fundaron poblados lacustres que modificaron cualitativamente la alimentación. Los peces, las tortugas, los moluscos y crustáceos propios del ambiente marino, fueron reemplazados por una fauna de agua dulce más variada: moluscos lacustres 15


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(ostras, almejas y caracoles de tierra), reptiles (hicoteas, morrocoyos, caimanes, iguanas y babillas) y también mamíferos grandes (manatí, danta y venado). Suceden entonces dos grandes mejoras alimentarias: el aprovechamiento de las migraciones de especies de peces que como el bagre buscan periódicamente las ciénagas próximas a la costa para desovar o buscan las cabeceras de los ríos en cantidades enormes; y, por otra parte, las orillas de lagunas y ciénagas ofrecen tierras aluviales húmedas, irrigadas y fertilizadas por las crecientes anuales de los grandes ríos, creando las condiciones para el desarrollo de una agricultura eficiente con plantas de reproducción por semillas y un complejo sistema de uso y manejo de suelo-agua-selva. Hay abundantes ejemplos de esta cultura lacustre y ribereña en la llanura Caribe. El más importante es Momil en el bajo Sinú, dividido cronológicamente en dos etapas. La primera, hacia el año 170 a. de C., se distingue por la abundancia de fragmentos de budares y pequeñas esquirlas o astillas puntiagudas de piedra que servían de ralladores, signos del cultivo de yuca y de avance en los hábitos alimenticios. Junto a tales indicios de agricultura se encontraron huesos de mamíferos, de aves acuáticas y reptiles, garapachos de hicoteas, señales todas de que la principal fuente proteínica fue lacustre. En la segunda etapa de la secuencia Momil, en el inicio de nuestra era, se advierte un gran cambio: al paso que disminuye la cantidad de platos tipo budare, aparecen los metates y manos de moler tallados en piedra así como grandes tinajas de cerámica, que demuestran ya el cultivo del maíz y su uso culinario. El hallazgo de huesos humanos desarticulados, dispersos entre la basura casera demuestra que la cultura Momil practicó la antropofagia.

Importancia de la yuca La yuca es originaria de la Amazonia, al oriente de los Andes donde las evidencias de su cultivo datan de 2.500 años a. de C; los primitivos Arawac originarios de esta zona, emigraron a través de los grandes ríos, el Orinoco y el Amazonas, hasta 16


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la costa atlántica de Brasil y Venezuela, de allí a las Antillas antes de regresar a tierra firme en la costa Caribe colombiana. En su migración hasta las Antillas llevaron la variedad de yuca que cultivaban en el Amazonas, la llamada yuca brava o amarga (Manihot utilissima), común en nuestros llanos orientales, esta yuca es venenosa, hay que lavarla, rallarla y decantarla antes de consumirla en forma de harina o como cazabe. La otra variedad, llamada yuca dulce (Manihot esculenta), puede consumirse cocida, asada o frita, sin procedimientos previos, era la variedad más abundante en la costa Caribe a la llegada de los españoles. Según Reichel-Dolmatoff, tanto en la costa como en el interior del país cultivaron inicialmente la yuca amarga pero progresivamente fue reemplazada por la yuca dulce, mientras que la producción de harina (mañoco) y de cazabe se desarrolló principalmente al este de los Andes, en las cuencas del Orinoco y Amazonas. Dentro del área geográfica donde los aborígenes cultivaron y consumieron yuca, hay que distinguir las áreas donde se consumió como cazabe y aquellas donde la yuca se preparó hervida o asada a modo de verdura. Todas las investigaciones concuerdan en que en la parte occidental de Tierra Firme, en Centro América, en los valles interandinos y costa del Pacífico, se cultivaba principalmente la yuca dulce, y se preparaba cazabe en poca cantidad. El cultivo de yuca brava estaba restringido a las Antillas y la parte oriental de Suramérica, al oriente del meridiano 75° de Greenwich. En la actualidad, los campesinos de la zona de Monsú distinguen unas veinte variedades de yuca dulce, una de las cuales denominan “yuca montañera” o “yuca cimarrona” (Manihot carthagenensis), de escaso consumo humano. Los botánicos norteamericanos especialistas en yuca, David J. Rogers, S. G. Appan, Carl O. Sauer y los colombianos Luis López Jaramillo y Héctor Herrera Enciso afirman que esta variedad es cultivada desde épocas muy antiguas, al menos 17


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al cuarto milenio antes de Cristo y la señalan como la variedad que nuestros primeros pobladores de Caribe manipularon para convertirla en yuca dulce. La receta para preparar cazabe es la más antigua de nuestra culinaria del Caribe. Viajó con los Arawac desde la selva amazónica con la técnica del cultivo de la yuca. El investigador Carlos Angulo Valdés demostró la existencia del casabe de yuca desde 1000 años antes de Cristo, en el periodo cultural formativo o preclásico y la primera evidencia del consumo del cazabe en la costa Caribe colombiana son restos de budares hallados en la población de Malambo, fechados en el año 1.120 a. de C. cerca de mil años antes de la llegada del maíz. El budare es una cerámica circular con fondo plano y bordes levemente levantados. Cabe anotar que la presencia de budares en los restos arqueológicos decrece con el tiempo, hasta casi desaparecer luego de la llegada del maíz. Aunque la fabricación de cazabe aumentó después de la conquista por orden de los españoles, ésta no fue nunca la preparación favorita de la yuca en la costa Caribe colombiana donde se consume en mayor cantidad cocida, asada, frita o en pasteles de masa de yuca molida rellenos de carne picada o queso llamados carimañolas. Para preparar el cazabe, primero se descascara la yuca brava, se lava y luego se ralla. Esta pulpa se deja reposar una noche para separar las sustancias venenosas. Al día siguiente se exprime y se pasa por un cedazo, la harina resultante se extiende en budares que se llevan al fuego para asarla y obtener unas tortas delgadas y redondas. Para el cazabe con yuca dulce, se sigue el mismo procedimiento pero sin lavarla ni dejarla en remojo en agua. Solo se pela, raya y escurre antes de llevarla en el budare al fuego.

Referencias históricas Fernández de Enciso fue el primero en señalar en 1519 que la yuca consumida del Sinú hacia el occidente por la costa, era de la que se podía comer cruda, o sea la que no era venenosa. 18


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Según afirmó Oviedo en 1526, la yuca brava o venenosa abundaba en las Antillas mientras que en Santa Marta la variedad común era la dulce y los aborígenes de la región ocasionalmente la consumían como cazabe “...en Tierra Firme toda la yuca es de esta boniata [o sea dulce], y yo la he comido hartas veces, como he dicho, porque en aquella tierra no curan de hacer cazabe de ella todos, sino algunos, y comúnmente la comen de la manera que he dicho, asada en el rescoldo de la brasa, y es muy buena”….“Tienen yuca de la buena que no mata, como la de nuestras islas”. Insiste en lo poco que se usaba el cazabe en Tierra Firme, y afirma que cuando aquel se preparaba, se hacía de yuca brava. “Verdad es que algunos soldados, pláticos en aquestas islas, han enseñado en Tierra-Firme a hacer pan de la yuca que no mata; pero no curan dello, por no perder tiempo, pues que, como he dicho, la comen, sin hacella pan y en aquellas partes que lo hacen, no es de la que no mata, sino como la de acá (Santo Domingo)”. Ante la escasez de cazabe en la recién fundada Santa Marta se estableció un servicio para abastecer a la naciente ciudad con el cazabe y la carne cecina que sólo las Antillas Mayores estaban en condiciones de exportar en esa época. Lo mismo ocurrió cuando con base en Santa Marta, se empezaron a aprovechar los recursos de la Guajira. Juan de Castellanos, en 1544, cuenta que en la Guajira predominaba la yuca dulce o “boniata” y en 1578 el gobernador de Santa Marta, Lope de Orozco, testimonió que los indígenas de la población de Nueva Salamanca de La Ramada en las estribaciones bajas del Norte de la Sierra Nevada, cerca del mar, cultivaban yuca dulce y que solo ocasionalmente fabricaban cazabe. Los Heredia, en sus expediciones al Sinú en busca del oro de las tumbas solo encontraron en Ayapel, masato de yuca como único alimento. Era esta un una bebida preparada de manera semejante a la chicha. Era usual entre malibúes de Tamalameque y otras tribus más al oriente. Algunas llamaban vocana a esta chicha de yuca mascada y cocida que los guajiros llamaban hayma. En Ayapel, los Sinú, en el momento de la invasión no cultivaban maíz. 19


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Durante el siglo XVI la yuca comenzó a sustituir a otros alimentos en las largas travesías. El cazabe fue al viejo continente a bordo de los barcos. Los marineros llevaban para la travesía hasta España hojuelas de cazabe, alfajores y casabillos elaborados con yuca. En la actualidad, según el investigador Enrique Tercero Hoyos “la cultura del cazabe antillano, debido a cambios sociales operados a través del tiempo por alteraciones sufridas en los sistemas económicos de las Antillas y del Caribe, sobrevive en periferias marginales de pueblos vetustos y es comercializado como un objeto del marcado de cambio en empaques de palma tierna que los pobladores denominan adorotes. Su vigencia en el tiempo es sostenida por la demanda ancestral de los pueblos consumidores”. A la larga, en todos estos ámbitos geográficos culturales, el casabe en comparación con la harina de trigo, toma el calificativo de “pan de pobre”. No en balde hay varios dichos al respecto: “déjalo que pruebe mi casabe”, conocido en un tema de la Sonora Ponceña de Puerto Rico y “Pan caro, casabe pobre”.

Llega el maíz La introducción del maíz, como el invento de la cerámica, fue trascendental para la economía indígena. Como sus granos pueden consumirse secos o recién cosechados, pudieron almacenarlos para períodos de escasez y el hecho de contar con granos fáciles de acopiar, preparar y comerciar, les permitió el abandono de las orillas de los ríos y lagunas y ocupar las llanuras y sabanas más altas. La palabra maíz deriva de mahis, nombre con que lo conocían los aborígenes tahínos en Las Antillas. Quizá el nombre original fue tlayoli, palabra nahuatl del antiguo México, que quiere decir “causa de vida”. Según el Popol Vuh, libro sagrado de los mayas, los distintos tonos de piel de los hombres se deben a que las primeros humanos fueron hechos de maíz de diferentes colores. El cultivo del maíz comenzó en la llanura del Caribe en fecha relativamente 20


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tardía, cerca a los inicios de nuestra era. 5.000 años antes a. de C. ya habían domesticado y cultivado este cereal en México y Guatemala. La alimentación aborigen era abundante en tubérculos ricos en almidón, proteínas vegetales, leguminosas, frutos silvestres, y proteínas, y grasa animal de la fauna marítima, fluvial y lacustre. Sólo el aumento poblacional hizo necesario el cultivo del maíz como complemento nutricional. Los habitantes de áreas montañosas en la Sierra Nevada de Santa Marta tuvieron en cambio un complejo alimenticio más rico: maíz, yuca, fríjol y ahuyama. Con los granos del maíz preparaban chicha que además de bebida fue alimento y medicina, y de las cañas verdes de la planta extraían el jugo dulce que bebían. Los españoles sólo resaltaron el efecto embriagante de la chicha y la prohibieron en su plan de aculturar a los indígenas. Fray Pedro Simón en las crónicas “Noticias historiales de las conquistas de Tierra Firme en las Indias Occidentales” describió así la elaboración: “Hácenla de esta manera: muelen el maíz entre dos piedras, a mano con alguna agua, de manera que queda hecho masa, y así mascada, la vuelven a la masa, porque aquello dicen, es la levadura con que se aseda la masa; la cual cuecen después con agua, y echándola en sus múcuras o cántaros, aquella agua cocida con la masa se aseda en dos días y se le hace un picante, que se pierden por ella los indios y de esta usan en sus borracheras”. Gonzalo Fernández de Oviedo vio una preparación diferente en los indígenas de Cueva en el Darién: “Ponen el maíz en remojo, y así hasta que allí en el agua comienza a brotar por los pezones, y se hincha, y salen unos cogollicos por aquella parte que el grano estuvo pegado en la mazorca que se crió; y desque está así sazonado, cuécenlo en buena agua, y después que ha dado ciertos hervores y menguado la cantidad que ya ellos saben que es menester, apartan del fuego la olla o tinajuela, en la que lo cuecen, y repósase y asiéntase abajo el grano. Y aquel día no está para beber; pero el segundo día está más asentado, y comienzan a beber 21


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dello, aunque está algo espeso; y al tercer día está bueno y claro, porque está de todo punto asentado, y el cuarto día muy mejor, y la color dello es como la del vino cocido blanco de España, y es gentil brebaje” . El mismo cronista apuntó que la chicha tenía mejor sabor que la cerveza, la sidra y el mismo vino de Vizcaya, y que mantenía a los indígenas gordos y sanos pues la bebían en grandes cantidades, especialmente durante las festividades. No toda la chicha fabricada era de la misma graduación alcohólica, la que usaban como refrigerio era recién hecha mientras que para las fiestas o reuniones ceremoniales la tomaban más fermentada, con alto poder embriagante. El maíz a diferencia de la yuca se da en distintos pisos térmicos, desde el nivel del mar hasta los 3.000 metros de altura, e inicialmente fue un cultivo de montaña con variedades desconocidas en la llanura. Aún hoy, en la costa se cultivan pocas variedades de maíz frente a las numerosas de clima templado donde este cereal fue el alimento principal de los habitantes. Las principales variedades de maíz diferenciadas por el color y uso que existen desde épocas precolombinas son conocidas como cariaco, cuba, piedrecita, tacaloa y negrito. Al “cariaco” lo llaman en Mompóx “maíz chiquito”, en La Guajira “chichiguare”, es de color leonado o caoba, blando y se usa para hacer el chocolate con harina o chucula. El “cuba”, amarillo y preferido para alimentar gallinas. El “negrito”, de color negruzco, casi azul, es bastante duro y se utiliza para preparar chicha y mazato. Reichel-Dolmatoff registró los siguientes nombres para las variedades cultivadas por los indios Kogis de la Sierra Nevada: maíz blanco (sésa éibi = maíz de flecha), llamado por los colonos vecinos “maíz puya”; “amarillo” (éibi); rojo de tierra fría, de mazorcas pequeñas (sáha éibi); el rojo que se come sólo en las ceremonias (éibi stséshi), y “casado”, blanco y negro o morado (guírua). Los indios Bondas cultivaban uno de grano blanco que obsequiaron a Pedro Fernández de Lugo en 1535 . 22


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Organización de tribus y cacicazgos En el primer milenio cristiano ocurrió la agrupación de los pobladores en tribus y la organización del cacicazgo. A éste período corresponde un crecido número de sociedades tribales, sedentarias, que ocupaban las zonas interfluviales, ribereñas o litorales del trópico húmedo y combinaban la agricultura con caza, pesca y recolección de recursos silvestres. Se encuentran rastros de estos poblados alrededor del golfo de Urabá y en las orillas de los ríos Ranchería y Cesar, también en las riberas del bajo Magdalena, en El Banco, Plato y Zambrano. La tierra entre los ríos Sinú y Magdalena, especialmente la región de Ayapel, fue rica en batata y gran variedad de ajíes cuyos frutos y hojas utilizaron como condimento La cultura más avanzada de este milenio, habitó en las tierras entre el bajo Magdalena y la hoya del río San Jorge donde estos indígenas crearon un complejo sistema deterraplenes y drenaje sobre una extensión de más de 200.000 hectáreas donde cultivaron en gran escala yuca, batata y ahuyama. Este grupo cultural desapareció cerca de quinientos años antes de la invasión española y sólo se conoce de ellos su gran capacidad como ingenieros y agricultores.

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AUTORES CONSULTADOS

ANGULO VALDEZ, Carlos. Evidencias de la serie Barrancoide en el Norte de Colombia. Revista Colombiana de Antropología. Vol. XI. Bogotá, 1962. DUSSAN DE REICHEL, Alicia. Algunas gentes del “Nuevo Mundo”. Lecturas dominicales del diario El Tiempo. Bogotá, 4 de Octubre de 1992. DE CASTELLANOS, Juan. Citado por PATIÑO, Víctor Manuel, en Plantas cultivadas y animales domésticos en América Equinoccial, Tomo III. Imprenta Departamental. Cali, 1963. FERNÁNDEZ DE OVIEDO, Gonzalo. Citado por RODRÌGUEZ, José Vicente, en Apuntes sobre la alimentación de la población prehispánica de la Cordillera Oriental de Colombia. Revista MAGUARE No. 13, del Departamento de Antropología de la Universidad Nacional de Colombia. Bogotá, 1998 y en Sumario de la Natural Historia de las Indias. Fondo de Cultura Económica. México, 1950. FRIEDE, Juan. Fuentes documentales para la Historia del Nuevo Reino de Granada. Fondo de Promoción de la Cultura. Banco popular. Bogotá, 1976. HOYOS, Enrique Tercero. El Casabe 30 siglos. Domus Libri. Montería, 1996. JJÁSZ, Emoke. Yuca. Editorial Voluntad S.A. Santafé de Bogotá, 1992 y en Yuca. Editorial Voluntad S.A. Santafé de Bogotá, 1992. JIMENEZ DE QUESADA, Gonzalo. Epítome de la conquista del Nuevo Reino de Granada. Citado por Aníbal Noguera Mendoza en Crónica Grande del Río Magdalena. Ediciones Sol y Luna. Bogotá, 1980. LANGEBAECK, Carl. Dieta y desarrollos prehispánicos en Colombia. Revista CREDENCIAL HISTORIA. Edición 60. Bogotá, Diciembre de 1994 y en Indios y españoles en la antigua Provincia de Santa Marta, Colombia, documentos de los 24


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Enrique Morales Bedoya

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Achiote

XLIV cf. Bixa sp.


CAPITULO III

El LITORAL CARIBE DURANTE LA INVASIÓN ESPAÑOLA

C

uando los españoles ocuparon el litoral Caribe, este mostraba un arco de asentamientos que se prolongaban por toda la costa, y hacia el interior, en las orillas de los grandes ríos. La razón principal de la migración hacia el interior de la costa fue el carácter semidesértico de las tierras próximas al mar, su difícil agricultura y la búsqueda de tierras con mejor régimen de lluvias y temperatura más acordes con el cultivo del maíz porque las laderas de las montañas son mucho más adecuadas que las llanuras ardientes.

Alimentación básica La población aborigen que encontraron los españoles tenía una alimentación balanceada, controlaba y respetaba el medio ambiente y no padecía graves enfermedades virales o carenciales. Su gastronomía, aunque nutricionalmente equilibrada, era sosa y distaba mucho de la riqueza de la de Aztecas e Incas, más sofisticadas y ricas en ingredientes y sabores. A diferencia de estos, los habitantes de la llanura Caribe tuvieron en los tubérculos más que en el maíz la base alimenticia como lo anotó Juan de Castellanos : Enrique Morales Bedoya

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“yucas boniatas, Con más otras raíces comederas Que son pericaguazos y batatas” El principal alimento vegetal en la costa Caribe colombiana antes de nuestra era fue la yuca, seguida de la batata. En las investigaciones en Momil, departamento de Córdoba, el arqueólogo Gerardo Reichel Dolmatoff logró establecer dos periodos alrededor de 1000 a.de C que muestran un patrón de subsistencia con la yuca y otro posterior con el maíz. Los indígenas también consumían además de maíz, ahuyama y fríjoles. Aunque el maíz era un renglón importante en la dieta, el alimento más apetecido era la yuca. En las costas complementaba su dieta con gran variedad de pescados, almejas, camarones y tortugas marinas. Lejos del mar, en las orillas de los ríos y lagunas, además de pescado de agua dulce consumían manatí, hicotea, patos y piezas de cacería menor. Lejos del mar y de los ríos, suplían el pescado con la caza de cuadrúpedos menores: iguanas, micos, saínos, ponches, ñeques, guartinajas y armadillos; con aves como guacharacas, pavas de monte, palomas torcazas y paujiles, e insectos como el gusano “molongo” de la palma de vino, lo mismo que el insecto conocido como langosta (Schistocerca gregaria). El consumo de carne roja entre los primeros pobladores de la costa Caribe colombiana no estuvo prohibido, no existieron los tabúes de los Chibchas en el altiplano de los actuales departamentos de Cundinamarca y Boyacá. Listado de algunas aves, reptiles y mamíferos que constituyeron la fuente de proteínas, su nombre común en la costa Caribe colombiana y su nombre científico:

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Nombres Comunes Armadillo Cacó o Ponche Chavarria o Chavarri Conejo Danta Gallina de monte Guacharaca Guartinaja Morrocoy Ñeque Pato careto Pato cucharo Paujil Pava de monte Perdiz Perro de monte Torcaza Venado Zaíno

Nombre Cientifico Dasypus novemcinctus Hydrochaeris hidrochaeris Chauna chavaria Sylvilagus floridianus Tapirus terrestris Tinamus tao Ortalis garrula Agouti paca Geochelone carbonaria Dasyprocta fulioginosa Anas discoro Anas clyspeata Crax alector Penelope purpurascens Colinus cristatus Speothos venaticus, Potos flavus Zenaida auriculata Mazama americana Tayassu tajacu

Relación con la tierra El hombre era el encargado de preparar el terreno, cuidaba el sembrado, la cosecha y el comercio del producto; La mujer preparaba los alimentos familiares y por ser símbolo de la fertilidad llevaba a cabo la siembra. En algunas tribus, la mujer infiel al marido era devuelta al grupo y como castigo se le prohibía cultivar la tierra porque creían que la esterilizaba.

Métodos de cocción y preservación de los alimentos. Los métodos de cocción eran muy limitados. Los alimentos se preparaban asados sobre fuego directo, ahumados sin uso de hornos, hervidos en tinajas 29


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de barro sobre fogón de tres piedras, o salados y deshidratados al sol; no usaban grasa animal ni vegetal y por tanto no guisaban ni freían, la única grasa consumida era la adherida a la carne de los animales cazados. Para conservarlos los ahumaban, salaban, secaban al sol o deshidrataban al viento. La escasez de tizne y cenizas hallados en los fondos de las ollas de barro utilizadas para cocinar, indica que los consumían líquidos, fríos y muy poco cocidos.

Utensilios empleados Además de los diferentes cuencos de barro cocido convertidos en ollas para cocinar y guardar alimentos; de palas y espátulas de madera para revolver, un componente importante fue el fruto seco del totumo (Crescencia cujete), árbol que reprodujeron por semillas y esquejes. A la cáscara áspera y maderosa del fruto seco le daban diferentes usos: entera, como recipientes para guardar agua, hacer maracas y achioteras; cortada, para elaborar cucharas, tazas y tazones. Como implementos de cocina utilizaban la piedra y la mano de moler, coladores y canastos fabricados con fibras vegetales, Usaban la barbacoa para asar al fuego directo y ahumar carnes; como fuentes de calor tenían la leña seca, el carbón vegetal y la tusa del maíz. Para la producción del cazabe, usaron rayadores fabricados con barro y espinas de árboles o pescados, coladores de fibras vegetales llamados en algunas regiones “sebucán”; y el budare o callana, recipiente plano, de cerámica para asar la yuca ya rayada.

Otros vegetales importantes Otro tubérculo importante en la dieta era la batata (Ipomea batata), raíz de la cual existen variedades de piel amarilla y azulada, y texturas lisa o áspera. Por su sabor dulce fue el único tubérculo del agrado de los españoles quienes la preparaban confitada y comparaban su gusto al de “gentiles mazapanes” de un sabor tan 30


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delicado que “podía ser presentada a su cesárea majestad”. Las había también con usos medicinales (Ipomea jalap.), que los indios llamaban Aryty, empleada con éxito como purgante por los aborígenes y luego por los españoles. Pedro Mártir de Anglería habló de ellas en 1520: “Cavan también de la tierra unas raíces que nacen naturalmente, y los indígenas llaman batatas; cuando yo las vi, las juzgué nabos de Lombardía o gruesas criadillas de tierra. De cualquier modo que se aderecen, asadas o cocidas, no hay pasteles ni otro ningún manjar de más suavidad y dulzura”. Fray Bartolomé de Las Casas escribió en sus crónicas: “Hay otras raíces que llamaron los indios ajes o batatas”. Gonzalo Fernández de Oviedo anotó en 1526: “Una batata bien cuidada y bien preparada no es inferior en el gusto a gentiles mazapanes….De cualquier manera son buena fructa(sic) e se puede presentar a la Cesarea Majestad por muy preciado manjar”. Conocieron también variedades de malanga (Xantosoma daguense), tubérculo cuyas raíces consumían cocidas o asadas, y sus hojas como verdura en las sopas. La malanga, rica en calorías, durante la colonia sirvió como alimento de los esclavos. Hoy se sabe que además de almidón, tienen alto contenido de aceite, grasa y vitaminas. Consumían también un tubérculo llamado sagú o yuca sagú (Maranta arundinacea) y la raíz del bijao. En menor cantidad, ahuyama (Cucurbita maxima), diversas frutas y una variedad de fríjol llamado hoy “zaragozas” (Phaseolus lunatus L.). El consumo de fríjoles combinado con maíz proveía a los indígenas de casi todas las proteínas necesarias. El bledo, (Amaranthus dubius), alimento milenario de América, probablemente de origen centroamericano,

hoy de moda ente los veganos y vegetarianos quienes lo

llaman amaranto; de hojas tiernas ricas en fibra, vitaminas, proteínas y minerales, se sirvió en las sopas para darles sabor y cuerpo; su fruto, rico en proteínas, cayó en desuso después de la conquista española cuando fue prohibido por ser “comida de indios” y su supuesto efecto afrodisíaco. El uso del bledo lo refiere Fray Pedro Aguado 31


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cuyo consumo observó entre los indígenas de la Guajira: “... por pan comen ciertas puches o mazamorras hechas de una semilla muy menuda, como mostaza, que la tierra por allí produce de suyo”. Con este grano hacían originalmente las “alegrías”, esas bolas de maíz millo asado y amasadas luego con miel de panela, coco y anís. En el norte de Venezuela, las “alegrías” aún se preparan con semillas de bledo. El bledo es distinto del también nativo bleo (Pereskia bleo), arbusto espinoso con cuyas hojas aromatizan y dan sabor al Mote de Queso, plato común en los departamentos de Bolívar, Córdoba y Sucre. La ahuyama costeña, como variedad de calabaza que es, no extrañó a los conquistadores porque la calabaza había sido empleada en la cocina por egipcios, romanos y árabes. Los indígenas la consumían cocida o asada. Los españoles le dieron otros usos: las semillas tostadas, como sustitutas de almendras para mazapanes y turrones; la pulpa cocida, aderezada con aceite y vinagre, como ensalada, o como bebida disuelta en agua y miel. También como conserva, endulzada o escarchada con miel o azúcar, para los viajes largos. Verduras y frutas consumidas por los aborígenes, con los nombres común y científico.

Frutas y vegetales nativos Nombre Comun Achiote Aguacate Ají Algarrobo Anón Batata Bijao Bledo 32

Nombre Cientifico Bixa orellana Persea americana Capsicum frutescens Himenia perulitis Annona squamosa Ipomea batata Canna edulis Amarantus dubius


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Bleo Cacao Caimito Ciruela Corozo de fruta Corozo para aceite Culantro o cilantro cimarrón Guama Guanábana Guásimo Guayaba Hicaco Hobo Malanga Mamey Mamón o mamoncillo Marañón Ñame Níspero Papaya Pimienta de olor Piña Sagú Verdolaga Yuca Zapote Zapote cachaco Zaragoza

Pereskia bleo Theobroma cacao Pouteria caimito Spondias purpúrea Arphanes aculeata Orbignia cuatrecasana Eryngium foetidum Inga edulis Annona muricata Guazuma ulmifolia Psidium guajava Chrysobalanus icaco Spondias mombium Xantosoma daguense, X. roseum Mammea americana Melicaccus bijugatus Anacardium occidentalis Dioscorea triphylla Manilkara zapota Carica papaya Pimenta dioica Ananas comosus Maranta arundinacea Portulaca oleracea Manihot esculenta Pouteria sapota Matisia cordata Phaesolus lunatus L

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Condimentos Cronistas tan importantes como Gonzalo Fernández de Oviedo y Fray Bartolomé de las Casas admiraron del uso generalizado de una nueva planta llamada axí o ají por los indígenas, cuyos frutos y hojas eran el principal aliño de sus comidas: “Ají es una planta muy conoscida e usada en todas partes destas Indias, islas e Terra Firme, e provechosa e necesaria, porque es caliente e da muy buen gusto e apetito con los otros manjares, así al pescado como a la carne, es la pimienta de los indios, y de que mucho caso hacen, aunque hay abundancia de ají, porque en todas sus labranzas e huertos lo ponen e crían con mucha diligencia e atención, porque continuamente lo comen con el pescado y con los más de sus manjares. E no es menos agradable a los cristianos, ni hacen menos por ello que los indios, porque, allende de ser muy buena especia, da buen gusto e calor al estómago; e es sano, pero asaz caliente cosa el ají”. Termina diciendo: “De las hojas del ají se hace tan buena o mejor salsa al gusto que la del perejil, desliéndole con el caldo de la olla de carne”. Los españoles llamaron al ají “pimienta de Indias”, las variedades menos picantes las llamaron pimientos o pimentones. Hoy se conoce como “pimienta de Cayena” al ají picante maduro, seco y molido. Poco a poco los europeos fueron descubriendo que los ajíes se daban en múltiples formas, tamaños y colores: redondos, cónicos, alargados, torcidos, en forma de botoncillos (chili piquín), de zanahoria, de pera, verdes, anaranjados, rojos, amarillos, casi blancos, algunos tan feroces (generalmente, los más pequeños son los más picantes) que comerlos equivalía a ingerir plomo derretido, otros de mayor tamaño y más dulces. Se descubrió, asimismo, que se hibridan con facilidad, lo cual ha multiplicado y desarrollado en todo el mundo nuevas formas y grados de picante, al exportarse a otros continentes, y aclimatarse en ellos, las semillas de los chiles mexicanos.

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Su diseminación en Asia y en África ocurrió en un tiempo tan corto que, durante muchos años, los europeos creyeron que los chiles eran originarios de Oriente. Otro condimento importante era la pimienta de olor (Pimenta dioica), también conocida como pimienta de Jamaica. El médico Nicolás Monardes (1493-1588) la conoció como “pimienta luenga” y le pareció que “tiene más acrimonia que la pimienta que traen de la India Oriental y es más aromática y de mejor olor que los ajíes o pimientos de Indias”. Hoy, algunos cocineros e investigadores la confunden y la llaman con el nombre de melegueta como la (Afromomum melegueta) especia originaria de África, conocida también como “granos del paraíso”, morfológicamente parecida al cardamomo (Elettaria cardamomun). Usaban también como condimentos, sal, achiote (Bixa orellana), las hojas del bleo (Pereskia bleo) y el cilantro cimarrón (Eryngium foetidum). Para ablandar la carne, la envolvían en hojas de papayo. En general, los amerindios eran poco ávidos de sal. Los guajiros extraían sal del mar, los mocaná, del lugar conocido hoy como Salinas del Rey cerca de Tubará,y de Galerazamba; los Sinúes de Isla Fuerte, pero todos la consumían poco y la usaban más para intercambiarla con otros productos con los habitantes de regiones retiradas del litoral, donde había pueblos que si comían sal, vomitaban y sufrían diarreas.

Bebidas Como bebidas, además de la chicha de maíz, tenían el jugo de la caña del maíz, la chicha de yuca, masato de piña, mazamorra de guásimo, vinos de corozo y del tallo de diferentes palmas. Cuando Colón llegó a tierra firme probó “vino de muchas maneras blanco y tinto, mas no de uvas: debe ser de diversas maneras, uno de una fruta y otro de otra, y así mismo debe ser de ello de maíz, que es una simiente que hace una espiga como una mazorca” . Fray Juan de Santa Gertrudis vio que los indios utilizaban el líquido que destilaban ciertas variedades de palma: “Recogen este jugo y lo embotijan. El se fermenta y toma punto, y a esta bebida llaman vino de palma”. 35


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Fernández de Oviedo describe la preparación de la chicha de yuca a partir de la variedad amarga: “Aquel zumo de la yuca que sale después que es rallada e se exprime en el cibucán, es tan pésimo veneno, que con un solo y pequeño trago matara un elefante... Non obstante lo cual, si a este mismo zumo mortal le dan dos o tres herbores, cómenlo los indios haciendo sopas en ello como en un buen potaje y cordial... Si cuando este zumo salió, lo cuecen tanto que mengüe dos partes, e lo ponen al sereno dos o tres días, tórnase dulce, e aprovéchanse dello como de licor dulce... y después de hervido y serenado, si lo tornan a hervir e serenar, tórnase agro aquel zumo e sírveles como vinagre o licor agro sin peligro alguno”.

Importancia de la pesca en la dieta Los aborígenes de la costa Caribe colombiana no fueron grandes navegantes mar adentro aunque sí muy buenos pescadores en la costa y en los ríos. En el litoral Caribe desembocan importantes ríos como el Atrato, el Sinú, el Magdalena, el Palomino y el Ranchería; y las numerosas ciénagas, lagunas y bosques de mangles de los deltas de estos ríos forman un ecosistema de gran riqueza y productividad pesquera. Fernández de Oviedo observó: “Estos indios tienen sus asientos, algunos cerca de la mar, y otros cerca del río o quebrada de agua, donde haya arroyos o pesquerías, porque comúnmente su principal mantenimiento y más ordinario es el pescado, así porque son muy inclinados a ello, como porque son muy inclinados a ello, como porque más fácilmente lo pueden haber en abundancia, mejor que las salvajinas de puercos y ciervos, que también comen y matan” . En los ríos pescaban hicotea, bagre, manatí, bocachico, moncholo, doncella y barbudo. Del mar extraían principalmente pargo, robalo, mojarra, lebranche, sábalo, dorado, bonito, jurel, sierra y mero. También sacaban del mar caracol pala, almeja pepitona, chipi-chipi, ostras y crustáceos como camarón y langostino. Aunque la langosta, el calamar y el pulpo eran comunes, no los consumían. Como técnicas de 36


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pesca usaban el buceo, la atarraya, el chinchorro o boliche y el trasmallo; y entre los implementos, la nasa, arpones, y anzuelos como el sedal y el palangre. Construían especies de corrales con cañas en desembocaduras de ríos y ciénagas, donde criaban camarones y lisas que luego pescaban con atarrayas y secaban al sol. Fernández de Oviedo lo vio: “Hay muchos camarones en grandísima cantidad, y sécanlos para el tiempo en que están encerrados por las crescientes del río, y es como una provisión y mantenimiento ordinario, los cuales muelen y bébenlos”.

Peces y anfibios nativos Nombres comunes Hicotea Babilla Bagre Barbudo Bocachico Bonito Caimán Chipi-chipi Doncella Dorado Iguana Jurel Lebranche Lisa Manatí Mero Mojarra Pargo Robalo Sábalo Sierra

Nombre Cientifico Trachemys scripta calliostris Crocodylus fuscus Pseudoplatystoma fasciatum Ictalurus punctatus Prochilodus nigricans Sarda sarda Crocodylus acutus Donax sp. Coris julis Coryphaena hippurus Iguana iguana Trachurus trachurus Mujil spp. Mugil liza Tricherus manatus Epinephelus spp. Diplodus vulgaris Lutjanus spp. Centropomus spp. Megalops atlanticus Scomberomus spp. 37


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Las investigaciones de Gerardo Ardila, publicadas en 1996, muestran que desde los últimos siglos antes de nuestra era, los pobladores del norte de la costa Caribe colombiana dependían mayormente de la pesca. En sus excavaciones, el 80% son restos de peces, 10% son de mamíferos, y el 10% restante corresponde a cangrejos, tortugas e iguanas . Elizabeth Ramos y Sonia Archila, luego de avanzados estudios y excavaciones en la zona circundante a la ciénaga de El Totumo en Atlántico, llegaron a la conclusión de que es necesario reconsiderar el papel que la caza y la pesca cumplieron en la subsistencia de estas poblaciones, pues se afirma que la agricultura del maíz y la yuca fueron la base de su subsistencia pero la explotación de recursos faunísticos pudo tener en algunos momentos igual o mayor importancia como estrategia económica y alimenticia en estas poblaciones.

Antropofagia Muchas tribus practicaron la antropofagia más como ritual guerrero que como costumbre alimenticia. Si consideráramos las guerras una forma de caza organizada para la consecución de carne, observamos que los costos exceden con mucho a los beneficios. Si bien los humanos somos animales grandes, la captura de unos pocos lleva un enorme esfuerzo. Además, es una presa peligrosa porque cuentan con las mismas probabilidades de matar al perseguidor como éste de hacerlo con el perseguido. Quienes practicaban el canibalismo bélico no eran cazadores de humanos, sino guerreros en busca de material para sus ritos tribales, tomaban las víctimas propiciatorias entre grupos ajenos, nunca diezmaron con sacrificios a los propios .

Geofagia La geofagia, o costumbre de comer tierra, no fue privativa del Nuevo Continente. En España, en el siglo XVII, estuvo muy extendida especialmente entre las mujeres 38


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de clase social alta o cortesana, porque esto le daba a la piel el color pálido que exigía la moda. Esta sintomatología recibió el nombre de “pica” y “malasia”. Varias tribus americanas practicaron la geofagia. Según testimonios de Reclus, se practicaba en Dibulla en la costa Caribe colombiana; tanto Holton como Saffray afirmaron que en el siglo XIX había remanentes de tal costumbre en Calamar y cerca de la desembocadura del río Nare en el Magdalena, donde recibía el nombre de “jipatera”. Reichel-Dolmatoff, en sus estudios sobre los Kogi de la Sierra Nevada, en el siglo XX, la encontró común entre ese pueblo.

Recetas y utensilios de cocina precolombinos conservados De los primeros pobladores heredamos múltiples recetas. El cazabe, la mazorca cocida y la asada, los bollos de mazorca y el limpio (bolloemazorca y bollolimpio), el bollo de yuca (bolloeyuca), las arepas asadas de maíz, el palmito o cogollo fresco de palma, la yuca y la batata cocidas o asadas conservan la misma receta desde hace más de quinientos años al igual que la lisa salada y el camarón seco. Entre las bebidas, los jugos, chichas y masatos de frutas, la chicha y el agua de maíz (aguaemái), el peto, y los vinos de palma y de corozo. Gonzalo Fernández de Oviedo narra la forma como los indios preparaban las arepas de maíz: “…las indias especialmente lo muelen [el maíz] en una piedra algo concavada con otra redonda que en las manos traen a fuerza de brazos. Y echando de poco en poco agua, la cual así moliendo se mezcla con el maíz, y sale de allí una manera de pasta como masa, y toman un poco de aquello y envuélvenlo en una hoja de yerba que ya ellos tienen para esto, o en una hoja de caña del propio maíz o otra semejante y échanlo en las brasas, ásase y enduréscese y tórnase como pan blanco “. También utilizamos implementos de cocina de antaño: la piedra de moler, las ollas de barro, el budare para hacer cazabe, la achiotera para extraerle el color a las semillas de achiote, el palote para revolver líquidos, y los recipientes, cucharas y vasijas de totumo; técnicas de ahumado, secado y salado que conservan los alimentos y les 39


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confieren sabores especiales; la técnica de cocinar alimentos envolviéndolos en hojas de bijao y de maíz, lo mismo que las maneras de abrir y preparar el pescado en formas conocidas hoy como “manteado”, “arrollao” y “engambuzado”. “Manteado” es abrir el pescado longitudinalmente por el vientre hasta la aleta dorsal, quedando el espinazo adherido a una de las dos mitades; la técnica se usa para salar o ahumar el pescado. Para “arrollar” y “engambuzar” se hacen cortes exteriores a cada costado, que facilitan el adobo y consumo porque llevan los sabores al interior del cuerpo, y parten las espinas en pedazos pequeños. La cocina de los indios Chocó en el alto Sinú relatada por B. Le Roy Gordon, 1957, en el libro “El Sinú geografía humana y ecología” ilustra una cocina de los indígenas ribereños en tiempos de la Conquista, pues en 1957 los Chocó vivían aislados, en casas de madera con techos de palma y elevadas del suelo, tal como los encontraros los españoles cuatro siglos atrás. Dice Gordon: “El fogón se halla en el centro de la habitación, con los troncos hacia fuera. Las hojas de bijao se colocan sobre el piso de tierra y se les cubre con arcilla para evitar que el fuego se extienda y queme el piso. Las mujeres a veces caminan alrededor del fuego y mojan los troncos para que no se quemen hasta muy abajo; al mismo tiempo rocían las cenizas exteriores. El agua endurece las cenizas en el perímetro donde se acumulan hasta formar un lecho completo para el fuego, rodeado de un anillo y con una depresión central. Las arepas, batatas y similares se ponen contra la parte interna de este borde, de frente a las brasas. Hay por lo menos tres piedras en el fogón con troncos entre ellas. Cuando se usa más de un utensilio de cocina, se colocan dos piedras adicionales para formar un segundo triángulo, donde se colocan las ollas de fondo redondo….En una esquina se observan varios canastos llenos de maíz, yucas y frutos de palma, y cerca de ellos un rollo de hojas de bijao recién cortadas; en otra, grandes vasijas de barro de grano grueso en el que se está fermentando la chicha. Se utilizan las mismas vasijas una y otra vez, sin lavarlas….otro instrumento de mucha utilidad en la preparación de alimentos, conocido con el nombre de barbacoa es un marco, que se suspende desde la viga 40


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central del ático hasta el fuego del hogar por medio de tenazas de corteza y se emplea para ahumar la carne y el pescado.” “El techo sirve para ahumar carnes y pescados. Los antiguos zenúes ahumaban a sus muertos en el zarzo del techo, después de sacarles las vísceras y envolverlos en plantas medicinales, hasta la época de las cosechas, que era cuando se llevaban a cabo los entierros colectivos en Finzenú.” Sobre la preparación y cocción del maíz, observó Gordon: “En el piso se coloca una bandeja de madera ovalada y panda con una canasta sobre ella. Mientras una mujer desgrana las mazorcas verdes y frescas en el canasto, la otra pica la superficie de moler de las manos con una piedrita afilada, para volverla áspera. Las bandejas de madera se colocan debajo del extremo inferior del metate; luego las mujeres se arrodillan con el maíz entre ellas y echan en los metates manotadas de grano. A veces se enjuagan las manos en una vasija con agua fresca para evitar que la mano se resbale. Machacan los granos hasta triturarlos”. “La papilla se cuela con un cernidor de esterilla y la leche se vierte en una gran vasija de arcilla, se cubre con una hoja de bijao y se deja fermentar. Con el residuo sólido se forman arepas, de dos y medio centímetros de grosor y veinte centímetros de diámetro, que se envuelven en hojas de bijao y se asan verticalmente alrededor de las brasas. Hay diversas formas de preparar maíz, que es el producto alimenticio más importante. Se sirve asado o hervido. El maíz seco se tuesta y se muele”.

Diferentes etnias y su alimentación En la costa Caribe colombiana, a comienzos del siglo XVI, habitaba una amplia gama de sociedades muy distintas entre sí, algunas de las cuales se encontraban en constante competencia por el acceso a recursos; unas eran grandes, otras pequeñas y coexistían unas al lado de otras no siempre en feliz armonía. Con excepción de los Tairona de la Sierra Nevada, que tenían una estructura urbana definida, compleja red vial además de sistemas de riego y cultivos en terrazas, 41


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la población de la llanura caribeña vivía de los recursos acuáticos de ríos, ciénagas y mar. Las principales etnias que encontró el conquistador en la costa Caribe en los comienzos del siglo XVI fueron: Los Urabá que ocupaban las tierras de la margen izquierda del río Atrato hasta su desembocadura en el golfo de Urabá y la parte baja del río en el Oriente, hasta Tierra Alta en el alto Sinú. En las regiones ocupadas por los Urabá se han encontrado restos de cerámica de alta calidad para la preparación y preservación de alimentos. Trocaban sal, pescado y saínos con indígenas del interior, por oro y textiles. El grupo Sinú o Zenú, que habitaba la parte media del río Sinú y las llanuras vecinas desde límites con los Urabá por el Occidente hasta el golfo de Morrosquillo por el norte y Colosó al Sur, sobre las cuencas de los ríos Sinú, San Jorge, y baja de los ríos Cauca y Nechí. Cuando llegaron los conquistadores, formaban tres grandes “reinos”: Finzenú a orillas del río Sinú; Panzenú en las del río San Jorge, y Zenúfana en los valles bajos de los ríos Cauca y Nechí. Eran agricultores sedentarios que vivían de la yuca y el maíz, los dos grandes productos tropicales, complementados con caza y pesca abundantes. Los Sinú aprovecharon seguramente la gran red de camellones y caños construido entre los siglos I y X por un pueblo desconocido, mencionado ya en el capítulo primero, en zonas anegadizas de más de 200.000 hectáreas entre los ríos Sinú y San Jorge y ciénagas adyacentes. Tanto en Finzenú como en Urabá y en Isla Fuerte, frente a la desembocadura del río Sinú, se comerciaba con pescado y saínos, explotaban y procesaban la sal marina que llevaron luego a sitios alejados de la costa. En Isla Fuerte, los conquistadores quedaron sorprendidos por la blancura y calidad de la sal elaborada, también por la finura de los cestos en que la empacaban, “muy mejor hechos” que los de España, según Gonzalo Fernández de Oviedo. Los Tolú, ocupaban una zona poco extensa sobre las costas del golfo de Morrosquillo, era un pueblo guerrero alimentado básicamente con pescado y maíz; 42


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limitaba al Sur y al Este con los Sinú, y al Norte con los Mocanás. Comerciaban con pescado, achiote y caraña. Los Mocaná se extendían por todo el centro del actual departamento del Atlántico, exactamente por los municipios de Tubará, Malambo, Galapa, Usiacurí y Baranoa, llegando incluso hasta las riberas del río grande de la Magdalena. Su dieta consistía en yuca, maíz y animales de monte. Las excavaciones hechas en 1954 por Alicia Reichel-Dolmatoff en el asentamiento de Crespo, barrio cartagenero, fechadas en la última parte del siglo XIII, muestran restos de cerámica que incluyen budares, vasijas planas para triturar condimentos, copas y platos con bases anulares, recipientes para líquidos y piedras de moler. Obtenían la proteína animal de los saínos, armadillos, guartinajas, patos, guacharacas, paujiles y otras aves cazadas en los alrededores de los poblados; de variedades de peces de agua salada y dulce; también de la yuca y otros tubérculos; de frutas como guayabas, guanábanas y mameyes. Vendían excedentes de sal, pescado y ají a indígenas del interior, lo mismo que insectos como grillos, cigarras y langostas. Según Fernández de Oviedo y Pedro Mártir de Anglería, los nativos de Cartagena, recolectaban y secaban el insecto langosta (Schistocerca gregaria) para comerciar con tribus de la serranía de Abibe y el valle del Sinú, “donde no tienen pescado e se estima mucho aquel manjar para comer”. Los Coronados, recibieron este nombre del cronista Oviedo porque rapaban la cabeza en el centro como los frailes, ocupaban tierras desde Punta Canoa hasta el río Magdalena, en el actual Departamento del Atlántico. Los Malibú, la mayor población, habitaban las orillas del río Magdalena desde Tenerife hasta Tamalameque, incluyendo la isla de Mompox. Antes de la conquista, los malibú sólo comían pescado; y según Antonio de Medina, alcalde de Santa Marta en 1579, sólo comieron carne de res: “aquellos que están criados entre españoles”. Los Malibú de la Laguna, cultivaban maíz y celebraban las cosechas con los “entai”: danzas, cantos y narración de los hechos del presente y pasado que recogían la memoria de la comunidad. Durante aquella fiesta consumían hasta la embriaguez 43


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“macu”, bebida fermentada de yuca y maíz. Estas celebraciones tuvieron gran importancia para la cohesión comunitaria e involucraban tanto lo económico como lo político, lo social y lo sagrado. Los españoles sólo resaltaron la embriaguez de los participantes y llamaron “borracheras” a tales celebraciones y las tuvieron como prueba de los esfuerzos del demonio por obstaculizar la salvación de las almas. Los “Caribes Flecheros” que llamó Jiménez de Quesada, ocupaban la costa desde la orilla oriental del río Magdalena y las estribaciones de la Sierra Nevada. Se alimentaban de la fauna abundante tanto en las desembocaduras de ríos como en la red de caños de la Ciénaga Grande. Los “Indios de la Costa”, llamados así por Reichel-Dolmatoff, ocupaban el litoral desde río Frío hasta el río Palomino, pertenecientes a diferentes etnias, estaban relacionados cultural y económicamente con los Tairona con quienes mantenían un activo comercio de pescado y sal por oro y ropas tejidas. Estos indígenas de la provincia de Santa Marta también cocían los bollos de maíz envueltos en hojas de bijao (Calathea lutea) y bebían mazamorra de guásimo, (Guazuma ulmifolia). Los Tairona, habitaron las laderas de la Sierra Nevada y las llanuras adyacentes de la península de La Guajira desde unos 500 años antes de la invasión de los españoles, era la más desarrollada de las culturas precolombinas de la costa Caribe colombiana. Fabricaron una cerámica de bello diseño; se establecieron en las hoyas de los ríos, en densos poblados que fueron además centros de distribución; cada ciudad estaba rodeada de un sistema de terrazas con eficiente irrigación, con ecosistemas artificiales donde cultivaron “raíces comederas” como la yuca y la batata, además de maíz, ahuyama, fríjoles, pimentones y ajíes a los que eran muy aficionados los habitantes de los valles de Caldera y Taironaca. Otras fuentes de alimentos fueron la apicultura que practicaron en gran escala en algunas zonas y del pescado y los mariscos que compraban a los “Indios de la Costa”. Los Tairona desarrollaron diferentes sistemas ecológicos dependiendo de la altura sobre el nivel del mar. Como 100 metros en la escala vertical varían la 44


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temperatura aproximadamente 1°C, el traslado de unos centenares de metros en las laderas de la Sierra Nevada cambiaba el número de las cosechas anuales de maíz, la calidad de otros cultivos y posibilitaba o eliminaba el hábitat de animales como venados, zaínos y armadillos. Se han encontrado terrazas de cultivo hasta 2.500 metros sobre el nivel del mar. Al Este de la región Tairona, desde el cabo de San Agustín en el río Palomino hasta Riohacha, habitaron los Guanebucanes sobre una faja de terreno costero al Este y el Sur por el río Ranchería y al Occidente con los “Indios de la Costa” y con los Tairona. Fueron experimentados navegantes sin alejarse mucho de la costa, grandes cultivadores de maíz y practicaron la pesca y la agricultura intensivas. Los Chimila se extendían por todas las tierras bajas entre la Sierra Nevada y el río Magdalena; desde el río Frío y las estribaciones de la Sierra por el Norte, hasta las inmediaciones de la Isla de Mompox y la ciénaga de Zapatosa por el Sur, entre la margen oriental del río Magdalena por el Oeste, y la hoya del río Cesar por el Este. Grandes pescadores, se alimentaban de la rica fauna de las ciénagas adyacentes a estos ríos y cultivaban yuca y batata. Sólo pudieron ser doblegados a mediados del siglo XVIII. Hasta entonces mantuvieron las costumbres ancestrales. Nicolás de la Rosa describió su alimentación en ese siglo: “No usan mucho la sal en sus comidas, y éstas se reducen a la carne de animales silvestres, ahumada en cuartos, mazamorras de maíz cocido, molido y mezclado con la yuca, batata o ñame, para que hacen sus rocerías y sementeras”. Como defensa ante el conquistador, podaban las hojas de los cultivos para evitar su identificación por parte de los españoles durante las incursiones. La destrucción de yucales era práctica de guerra común de los españoles para tratar de vencer la resistencia enconada de las tribus del piedemonte serrano. Dominados, prefirieron “regalarse”, es decir, vagar por sus antiguos territorios, vivir de la caza de especies menores y de lo que pequeños grupos de colonos quisieran regalarles. 45


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En 1575, a los habitantes de la región que va desde el cabo de la Vela a Bahía Honda se los denominó Guajiros o Guaxidros. López de Velasco vio que consumían “jayo” (coca) y llevaban poporos. Compartían el territorio con aquellos a quienes Juan de Castellanos, también en el siglo XVI, llamó Cocinas y Tiznados: pintaban de negro todo el cuerpo para defenderse de los mosquitos. De su comercio con holandeses e ingleses, los Guajiros aprendieron rápidamente el pastoreo de cabras, carneros y vacas, el uso del burro como medio de transporte y de las armas de fuego como instrumento de cacería y defensa, sin sacrificar ni la libertad ni sus tradiciones. Desde el punto de vista culinario, el único aporte europeo a su cocina fue el chivo, que aprendieron a preparar de distintas maneras. Hoy el sancocho de chivo y el “friche”, preparado con las vísceras y la sangre del animal, son platos insignia. Han recuperado el consumo del warepo, molusco bivalvo que habitan en aguas poco profundas. Los miembros de la casta apalaanchis de la tribu wayuu preparan con warepo un arroz delicioso como el arroz con chipi-chipi, su primo barranquillero. También un arroz de camarones secos con sus conchas molidas empleadas como sazón y del que el “cucayo” o “pega” es lo mejor por el poder afrodisíaco que le atribuyen, lo mismo que al salpicón de mantarraya o “chucho”. También son características de la cocina guajira las “arepuelas”, arepas rellenas de queso y algunas veces de camarón. Los Guajiros al norte de la costa Caribe, los Chimilas al Sur y los Urabá al Oeste, trazaron las fronteras del territorio colonizado por los conquistadores españoles, casi hasta el fin de la Colonia; en cambio, transcurrido apenas un siglo de la conquista española, aquellos aborígenes que fueron dominados y reducidos a encomiendas, resguardos o reducciones, recorrían ya el camino de la aculturación y su casi desaparición.

Nivel cultural de los aborígenes Se dijo ya que a finales del siglo XV, los nativos vivían aún en el neolítico; desconocían los animales domesticados, el empleo del hierro y por ende, la hoja metálica del arado 46


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y la hoz para la cosecha; la labranza la desarrollaban con instrumentos de madera o piedra; pese a los sistemas de riego en algunas culturas, la ausencia de fertilizantes y herramientas apropiadas impidieron el progreso de las actividades agrícolas, que aunque suficientes para una aceptable alimentación y algún desarrollo del comercio, mostraban pobre la tecnología indígena frente a las europeas. Ninguna cultura americana usó la rueda o los animales de tiro y sobre las razones de este fenómeno existe gran controversia. Hay quienes hablan de atraso cultural y falta de imaginación pese a que los conquistadores encontraron ciudades como Tenochtitlán en México y Cuzco en Perú, más pobladas, arquitectónicamente más bellas y con niveles de comodidad superiores a cualquiera de las ciudades de la Europa del momento. Otros creen que la ausencia de la rueda y los animales de tiro se debe simplemente a que en América no hubo mamíferos de gran tamaño que pudieran domesticarse para tal fin y no fue posible utilizar la rueda en la locomoción. Para pescar usaron canoas, llamadas cayucos en La Guajira, talladas en un solo tronco de árboles grandes como la ceiba y el caracolí, que impulsaron con remos de madera porque no conocieron la navegación con vela. Los conquistadores introdujeron en América dos o tres técnicas de navegación y pesca, sencillas y fáciles de manejar tales como la vela, y los anzuelos de hierro, una muestra apenas de las 40 o 50 técnicas usuales entonces en España. En cambio, los conquistadores enriquecieron la tecnología agropecuaria americana de manera notable. Trajeron la rueda, el caballo, la carreta, el arado, el trapiche, el molino, el ganado vacuno, cerdos, ovejas, cabras, burros, gallinas y una larga lista de productos agrícolas: plátano, trigo, cebada, arroz, coco, caña de azúcar y gran variedad de flores y verduras cuya enumeración resulta interminable. En instrumentos de trabajo, la contribución española fue pobre. Se redujo a unas cuantas herramientas: machetes, azadones, palas, hachas, serruchos, martillos y clavos. La introducción del arado de hierro y el “carro de mula” fue a comienzos del siglo XVI, y a mediados del siglo XVII su uso era muy limitado. 47


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AUTORES CONSULTADOS

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Cacao

XXVI Theobroma caco L.


CAPITULO IV

FUSIÓN ALIMENTICIA DURANTE LOS PRIMEROS AÑOS DE CONQUISTA

El Siglo XV

L

a incursión española en 1492 representó el choque de dos mundos, un proceso de comunicación e intercambio cultural en la historia de la humanidad y un

cambio en la dieta de todos. El cronista López de Gómara, en 1552, tipifica

la actitud hispánica que bien pronto habría de extenderse en el Viejo Mundo, la tomó como “La mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo crió, es el descubrimiento de las Indias; y así las llaman Nuevo Mundo... se puede llamar nuevo por ser todas sus cosas diferentísimas de las del nuestro. Los animales en general, aunque son pocos en especie, son de otra manera”. Colón llegó a América buscando las especias de Asia, elementos culinarios de gran valor comercial, así que el encuentro con América tuvo un trasfondo gastronómico que produjo la fusión de las cocinas de América, Asia, Europa y África. Aparecieron nuevos ingredientes alimenticios, se modificaron recetas culinarias y se asimilaron Enrique Morales Bedoya

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diferentes técnicas de cocción. La coexistencia de tres razas: blanca, indígena y negra, produjo rápidamente el mestizaje racial y cultural de la costa Caribe colombiana. Pero tal vez más que de fusión de costumbres alimenticias, debemos hablar de un proceso de reinvención: aborígenes, europeos y luego los africanos, tuvieron que reinventar su modo de vida. Todo era nuevo; para los aborígenes, trabajo forzado, cultivo de especies foráneas, rechazo a sus alimentos tradicionales y una nueva organización social que los trató como animales. Los europeos encontraron una tierra sin estaciones que marcaran las cosechas y en la que no pudieron aclimatar muchos de sus cultivos tradicionales; aun siendo conquistadores, tuvieron que conformarse con lo poco que podían importar en largos viajes en barco, con alimentos nativos que algunas veces encontraron inmundos y hasta demoníacos, debieron aceptar técnicas de cocción nuevas, modificaciones a sus recetas españolas y los sabores de nuevas especias. Los africanos, desarraigados y esclavizados en una tierra extraña, muy pronto se adaptaron a sus nuevas condiciones de vida. Si bien en los primeros ingresos de esclavos no hubo mujeres, los varones apelaron a los ingredientes locales para la cocina, usando su creatividad para preparar sus cocidos en el poco tiempo disponible a los menesteres de la cocina. Cuando llegaron las mujeres a partir de la tercera década del siglo XVI, el panorama de la cocina cambió, pues dedicadas a estos asuntos por los amos, tenían suficiente tiempo para mezclar y experimentar con los ingredientes. La cocina del Caribe colombiano es tan auténtica como la personalidad del costeño, mezcla de tantas razas. Cada grupo étnico reinventó su cocina y de la fusión de ellas nació una cocina con la magia del Caribe continental y las Antillas. Se diferencia de las otras cocinas caribeñas por la amplia gama de sus platos, la originalidad de muchos de ellos, y los matices en sus aliños, que manejados con mayor delicadeza que en las cocinas antillanas, sin el sabor picante y el exceso de especias de éstas, le confieren a la cocina del Caribe colombiano, delicadeza y encanto gustativo . 52


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La dieta abordo Cristóbal Colón cargó en 1492 tres naves con víveres para quince meses y agua para seis. Como sólo tardaron un mes en el viaje, los expedicionarios no padecieron hambre ni sed, tuvieron excedentes para la estadía en tierra y el viaje de regreso. En viajes posteriores, la ración diaria por pasajero solía ser una libra y media o dos de bizcocho o galleta, de media a una libra de tasajo o carne salada, un cuarto de libra de arroz o legumbres secas, un litro de agua, tres cuartos de litro de vino, cincuenta gramos de vinagre y un cuarto de litro de aceite. En los días de ayuno y abstinencia recibían media libra de arroz adicional, de bacalao seco, o queso, en lugar de carne. Durante el viaje en barco la única comida verdadera y caliente era la del mediodía. No viajaban cocineros profesionales ni mujeres; algunos marineros viejos, ayudados por pajes o grumetes cocinaban en enormes calderos colocados sobre trébedes o bases de hierro de tres patas, como podían y si el vaivén del barco lo permitía, guisos con cuanto hubiera disponible en la despensa localizada en la parte más seca de la carabela. El fogón descansaba sobre una base de tierra con carbón y brasas. Usaban para los guisos vino, miel, higos secos, ciruelas y uvas pasas, aceite de oliva, lentejas, garbanzos, ajos, queso, tocino, bacalao o sardinas en salazón, tasajo o carne salada y bizcocho. Cada cual recibía la ración en una escudilla de barro o en un plato de madera, acompañaban la comida con vino, más fácil de conservar que el agua. Colón en el segundo viaje de regreso a España llevó cazabe al que llamó “pan de la tierra”, como sustituto del bizcocho, vital para los marineros. El origen latino de la palabra bizcocho, “bis-cocho”: cocido dos veces, ilustra muy bien la técnica de preparación de este pan que se hornea dos veces para deshidratarlo y así prolongar sus propiedades comestibles. A este bizcocho elaborado con harina de trigo, se agregaba carne o pescado deshidratado, aceite de oliva, cebollas y ajos. Lo usaban abordo en las comidas humedecido con vinagre para espesar guisos, disuelto en agua para disimular el 53


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mal sabor de ésta, en caldo para hacer sopas, remojado en vino para el desayuno, y partido en trozos grandes para acompañar la carne seca o el pescado salado. Los indígenas primero, luego los negros, fueron forzados a preparar grandes cantidades de cazabe que los españoles llevaban abordo en los barcos durante el regreso a Europa. En el viaje de retorno los barcos llevaban además de cazabe, pescado salado y tasajo de manatí. El cazabe nunca fue grato al gusto de los españoles, lo usaron sólo en momentos de necesidad durante los viajes largos y en las cárceles pues este producto se puede almacenar durante varias semanas sin que se dañe, presentando enorme ventaja sobre el tubérculo fresco, que se descompone en pocos días. Más tarde, todas las naves llevaron cazabe en los viajes de retorno a España, excepto las de Veracruz que acostumbraron el bizcocho horneado en México. En tiempos de la conquista, en la costa Caribe colombiana, los indígenas prefirieron consumir la yuca dulce, asada o cocida, y no como cazabe que necesitaba más tiempo en su preparación. Algunos conquistadores españoles como el adelantado Colón y el insigne Bartolomé de las Casas, según él mismo lo confiesa se dedicaron al negocio de plantar yucas para la producción de cazabe. Los españoles introdujeron la modalidad de consumirla frita, después de hervirla. Más tarde, Juan de Vadillo, para su expedición desde Cartagena hasta el valle del Cauca en 1537-1538, se aprovisionó de maíz tostado y harina de maíz además de cazabe por no ser este suficiente. “Llevarán [los soldados en las expediciones] harina de maíz tostado lo más que pudiere, porque es el perfecto matalotaje para hacer sus mazamorras, que es lo que más sustenta y hace menos balume” En navegaciones prolongadas, en viajes o expediciones en que escaseara el alimento fresco, hubo que depender de sustancias alteradas. Los alimentos se llenaban de gusanos y según Colón, muchos marineros “esperaban a la noche para comer la mazamorra y no ver los gusanos que tenía; y otros estaban tan acostumbrados 54


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a comerlo que no se cuidaban de quitarlos aunque los viesen, porque si se detenían en esto perderían la cena”. La tripulación sufría sed porque con el vaivén de los barcos el vino se agriaba y con el calor del trópico el agua tomaba olor fétido. Fray Juan de Santa Gertrudis, apuntó que de España a Cartagena “se mareó el vino y el agua con tal hedor, que era menester para beber taparse la nariz”. Fray Bartolomé de Las Casas, luego de atravesar varias veces el Atlántico calificó como “negra comida” la que se servía en los barcos. Muy distinta era la dieta a bordo de barcos franceses en 1639: El padre Labat cuenta que comía en la mesa del capitán junto a otros diez privilegiados, cuyas servilletas se cambiaban dos veces por semana. El desayuno se componía de jamón o paté, mantequilla o queso, “muy buen vino y pan fresco” hecho seguramente a bordo. En el almuerzo se servía sopa de ave, pecho de res de Irlanda, petit salé, carnero o ternera frescos, con fricasé de pollo u otra cosa. Después, un asado, dos ragoûts y dos ensaladas y, como postre, quesos, compotas, frutas, castañas y mermeladas. La cena, según Labat, resultaba casi tan abundante como el almuerzo. La carencia de vitamina C en esta dieta sin frutos ni verduras frescas causaba escorbuto, terror de los marineros y mayor causa de muerte en los barcos. Los médicos de la época, que desconocían la causa de la enfermedad, la atribuían a diversos orígenes. Severino Eugaleno Doccumano escribió en 1607, De Morbo Scorbuto Liber Cum Observationibus quibusdam, brevique & Succinta Cujusque Curationis indicatione y acorde con el modo de pensar de la época explicó así la causa: “un mal tan irregular que constituye la más complicada enfermedad, azote de la justicia divina contra los pecados de los hombres, consecuencia del influjo del demonio”. El hecho de que la enfermedad no atacara frecuentemente a los capitanes, a los pilotos y personas importantes, que viajaban a bordo de las carabelas gozando de una dieta más rica, con frutas pasas, en mermeladas y confitadas, no alertó a los médicos para señalar la mala alimentación como causa de la enfermedad. En 1757, 55


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Jacob Lindt observó las diferencias pero la achacó la enfermedad a la desigualdad que había entre los ranchos mal ventilados de la marinería y los camarotes desahogados de los oficiales. Otros médicos de la flota española señalaron una causa distinta: no haber cuidado la purificación de la atmósfera de los barcos por lo que la carga de las exhalaciones de los cuerpos se convertía en “una masa azótica de naturaleza debilitante”. Para poner remedio a la enfermedad ordenaron como medida preventiva taladrar seis orificios en el casco del barco para ventilarlo y un aseo general a base de vinagre. Este Jacob Lindt, médico de cámara del rey Jorge III de Inglaterra, investigó luego los milagros que hacían los limones, limas y naranjas entre los afectados. James Cook en viaje al Pacífico Sur durante los años 1772 –1775, incluyó limones en la dieta de los barcos y a nadie afectó la enfermedad. Más tarde, a partir de 1789 fue obligatorio llevar en todos los barcos un remedio a base de jugo de limón, hervido y embotellado. Casi al mismo tiempo, cuando se conocieron las causas, un tal Mac Bride recomendaba la “cerveza escorbútica”, más conocida como ‘drech’ elaborada con granos de cebada germinados que se secaban, tostaban y molían hasta convertirla en harina, que empacaban en latas para usarla abordo diluida o como infusión. Todavía, las recetas de cocina y fórmulas médicas se publicaban en un mismo libro.

Influencia española en la alimentación durante la conquista La demanda de alimentos españoles llevó pronto a Cristóbal Colón a escribir a sus majestades: “Que esta gente sea proveída de los mantenimientos que en España acostumbran”. Colón confiaba a sus monarcas que había muchos soldados enfermos por cambios en la rutina alimenticia, “de mudamiento de aguas y aires”, y hacía el pedido de las primeras plantas europeas: “...Que envíen trigo, cebada y viñas.”, “...Y carneros vivos, asnos, yeguas y becerros para hacer simiente.” Si la mayor parte de los cultivos, animales y tecnologías introducidos por 56


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españoles en América procedían de la Península Ibérica, no era ésta su sitio de origen. España y Portugal sirvieron de puente y punto de encuentro de milenarias culturas europeas, asiáticas y del norte de África. A finales del siglo XV, España era una mezcla de culturas, y por ende, de cocinas griega, romana, celta, visigoda, árabe y judía. Griegos y romanos cultivaron en España la vid, cebolla, remolacha, trigo, repollo, ajo, laurel, orégano, salvia, romero, tomillo, estragón, perejil e hinojo. De los árabes tomaron el arroz, la caña de azúcar, albahaca, azafrán, anís, ajonjolí, almendras, alcaparras, alcachofas, acelgas, berenjenas, cilantro, espinacas, los cítricos, los duraznos y otros frutos de nuez, las manzanas, la mejorana, y la zanahoria. Gran cantidad de semillas y plantas de alimentos básicos y elementales para los europeos de hoy, fueron introducidos durante los primeros 150 años de relación de los españoles con América mientras se mantuvo el interés por los cultivos, pero fue disminuyendo paulatinamente en aras de las ansias por el enriquecimiento rápido que embargó a los conquistadores. Como resultado, las actividades agrícolas fueron abandonadas y se incrementó la importación de alimentos.

La estratificación social y la dieta Desde el comienzo del mestizaje culinario, la dieta americana estuvo claramente diferenciada según la clase social. Los españoles atendían las costumbres de la península con refinamiento y gula entre los miembros de la corte y la nobleza; sobriedad y a menudo privaciones y hambre entre la clase media y los pobres. En América, la clase alta vivía a lo europeo, consumía productos importados; los mestizos combinaban lo nativo y lo europeo según las posibilidades y el sitio donde vivían; y los indígenas mantuvieron su comida tradicional no obstante la presión de las comunidades religiosas para que cambiaron las costumbres. En términos generales, en la civilización occidental los adinerados prefirieron 57


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productos animales para la alimentación y el vestido, mientras los pobres se contentaban con vegetales para una y otro. Algunos autores son enfáticos al afirmar que el pobre es necesariamente vegetariano y el rico, naturalmente carnívoro. En España, los nobles comían cordero, cabrito, cerdo, gallinas, capones, perdices, y pavos; tomaban vino puro, cocinaban con grasa de aves y de cerdo, y se alumbraban con cera. Los pobres comían carne de vaca y vísceras animales, tomaban vino con agua, cocinaban con aceite de oliva y se alumbraban con aceite vegetal ordinario.

Libros de cocina de la época Como ejemplos de la glotonería y la mala alimentación de la realeza, los nobles y los altos clérigos, tenemos las recetas de cocina escritas en España. En el libro más antiguo de cocina española, El libro de Sent Soví escrito en catalán antiguo a principios del siglo XIV mencionan la “olla” y la carn d’olla, antecesoras de la olla podrida, plato español por excelencia en tiempo de los Austria. También se conservan de esa época el Manual de mugeres en el cual se contienen muchas y diversas receutas muy buenas, que contiene recetas de cocina usuales entre 1475 y 1525. Por orden del emperador Carlos V, poco afecto a las artes pero famoso por su gula, se publicó en 1525 en Toledo el Libro de Guisados, Manjares y Potajes, intitulado Libro de Cozina de Ruperto de Nola, cocinero mayor del rey don Hernando de Nápoles. La mayoría de las recetas de Ruperto de Nola son de guisos que él llama “potages”, abundan allí las proteínas animales: la carne de gallina, cabrito y carnero, productos de mar como los calamares y las jaibas; sólo trae una receta de huevos, muy pocos platos con hortalizas o verduras y sólo tres de arroz, uno de los cuales también aparece en el Manual de Mugeres. En cambio trae gran cantidad de salsas compuestas de muchas especias, caldo de gallina, carnero tocino, almendras y piñones, hierbas como perejil, 58


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hierbabuena y mejorana, emplea el sabor agrio del vinagre y del agraz y algunas veces el sabor dulce del azúcar. Para dar consistencia a los guisos recomienda majar en el mortero miga de pan tostado e hígado de aves y una vez servido el plato, rociarlo con azúcar y canela, clara herencia de la cocina medieval. En la misma época apareció el Libro de arte culinaria escrito por Martino da Como, quien coincide con De Nola en muchas recetas; imposible determinar quién copió o a quién copiaron. Diego Granado publicó el Libro del arte de cocina en 1699, un año después de que Felipe II muriera cubierto de llagas en El Escorial, víctima de los pecados de la gula y lujuria, como se decía entonces, o sencillamente de gota complicada con suciedad y falta de higiene como llamamos ahora. Allí encontramos por primera vez en castellano la receta de la pasta de hojaldre, y digo en castellano porque en el siglo XIII, en un libro de cocina escrita en árabe por Ibn Razin al-Tugibi, nacido en Murcia hacia 1227, aparece la receta de esta pasta con el nombre árabe de al-musammana, la mantecada. Así que ya en el siglo XIII estaban los españoles cristianos manipulando el hojaldre; podemos entonces suponerla de mucha usanza y buen recibo en Cartagena durante la Colonia, por lo menos cuando se disponía de harina. El cocinero de Felipe III, Francisco Martínez Motiño, revolucionó la corte española con recetas como la de sopa de puntas de cuernos de venado y la decoración de los platos con pasta de hojaldre que figuran en el libro Arte de cozina, pastelería, bizcochería y conservería, publicado en 1617. Todos estos libros de recetas promocionan una cocina nutricionalmente mal balanceada y poco digestiva. Uno de esos platos, el “manjar blanco”, favorito de reyes y nada parecido al dulce de leche del Valle del Cauca, era preparado con pechugas de gallina cocidas, almendras peladas, migas de pan remojadas en caldo, azúcar, jugo de naranjas, agua de rosas y jengibre, y hoy no figura en el recetario español. Los comentaristas y viajeros europeos de la época mostraron extrañeza ante el 59


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uso exagerado de especias que hacían los nobles españoles. Este uso buscaba no solo realzar los sabores sino preservar los alimentos, y muchas veces ocultar el estado de descomposición. Para tal menester se preparaba una mezcla de especias finamente molidas, usadas como sazonador, llamada “pólvora duque” compuesta de canela, jengibre, pimienta negra, clavos y azúcar.

Referencias literarias Muy distinta era la dieta de los nobles arruinados y orgullosos que luchaban por preservar su condición de hidalgos en medio de la pobreza, para quienes conseguir el alimento diario era proeza. Un refrán se mofa de ellos: “Hidalgos y galgos, secos y cuellilargos”. La novela picaresca muestra en muchas ocasiones el esfuerzo del hampa urbana, del “pícaro”, para conseguir con trampas el alimento diario. Por afán de aparentar riqueza se rociaban la barba con migas de pan para simular que acababan de comer. Narra don Francisco de Quevedo (1580-1645) en Historia de la vida del buscón llamado don Pablos: “Mi amigo iba pisando tieso y mirándose a los pies, sacó unas migajas de pan que traía para el efecto siempre en una cajuela, y derramóselas por la barba y el vestido, de suerte que parecía haber comido”.. Con el mismo propósito salían a la calle con un palillo de dientes. En La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades, de autor anónimo y publicado por primera vez en 1554, el protagonista cuenta que su amo: “Por lo que trae a su negra, que dicen honra, tomaba una paja, de las que aún asaz no había en casa, escarbando los dientes, que nada entre sí tenían, quejándose todavía de aquel mal sabor, diciendo: porque malo está de ver, que la desdicha de esta vivienda lo hace”. El Quijote de La Mancha de Don Miguel de Cervantes Saavedra da idea de una situación económica no muy holgada y es una buena fuente de información de esta cocina de necesidad y poca imaginación para hidalgos que como Don Alonso 60


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Quijano gastaban las tres cuartas partes de su renta y hacienda en manutención. En El Quijote el relato del hambre vuela bajo y con peripecias. Al comienzo de la novela, segundo párrafo, se dice que Don Quijote disfrutaba cotidianamente del siguiente menú:“Una olla de algo más de vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, y algún palomino de añadidura los domingos”. La famosa “olla podrida” tenía como ingredientes básicos col, puerro, zanahoria, cebolla, calabaza, ajo, aceite y vinagre. Todo esto le daba sabor a las carnes de cerdo, ternera o carnero y a una buena porción de tocino. El tragaldabas de Sancho lo describe: “Aquel platonazo que está más adelante vahando me parece que es olla podrida, que por la diversidad de cosas que en tales ollas podridas hay, no podré dejar de topar con alguna que me sea de gusto y provecho”. Decían los refranes: “olla sin verdura no tiene gracia ni hartura” y “cerdo y carnero, olla de caballero”. Suele admitirse que el origen del nombre del plato es la olla poderida, y refiérese a los ingredientes poderosos que lleva, poderida en el sentido de olla de los poderosos, olla del que puede, del rico que posee lo necesario para hacerla “poderida”. El pueblo llano debía prepararla con hierbas del campo, granos y verduras. La e habría desaparecido en el proceso de evolución de la lengua, quedando la palabra como podrida, confundiéndose luego con la acepción de pudrir. La “olla” fue un mundo, un compendio de ciencias naturales hervido en agua y perfumado con todas las especias y con todos los aromas. En el siglo XVI se añadieron papas y pimentones de América y pasó a llamarse “tojunto”, contracción de “todo junto”. Más tarde, “puchero”, padre del actual “cocido” en todas las acepciones regionales de España. Ya entonces se llamó a estos cocidos “plato de tres vuelcos” porque se servían separadas la sopa, las legumbres y las verduras, por último las carnes en fuente aparte, tal como todavía se sirve el sancocho costeño en muchos lugares. 61


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La carne más apreciada entonces era el carnero, de modo que la presencia de la carne de vaca en la olla de Don Alonso Quijano delata a un caballero venido a menos, la precisión “más vaca que carnero” muestra sus escasos recursos. En aquel tiempo el ganado vacuno era usado como animal de tiro en las carretas y arados, sólo cuando estos animales morían de cansancio, eran destinados a la olla de la gente modesta. El salpicón es un plato acorde con los recursos propios de hidalgos sin fortuna, hecho con las sobrantes de la olla podrida del medio día. Las escasas carnes se aderezaban con una vinagreta que servía de aliño a los restos del almuerzo, adornado todo con rodajas de cebolla. Hoy en la costa, el salpicón es un plato muy popular elaborado con una o varias clases de pescado y mariscos salpresos y guisados sin mucho condimento, dejando prevalecer el sabor del pescado. Los “duelos y quebrantos”, un plato muy antiguo de la región española de La Mancha era confeccionado con los huesos y la poca carne adherida a ellos de animales que morían accidentalmente o sufrían fracturas, cuya carne se convertía en tasajo para el dueño del animal, dejando los huesos como regalo a los trabajadores. Esta comida se llamó “duelos y quebrantos” por el duelo que causaba al dueño la pérdida del ganado y los quebrantos de los huesos del animal. Algunos estudiosos afirman que los “duelos y quebrantos” eran una tortilla de huevos con jamón que probaba el carácter de cristiano del comensal y a judíos y moros, quienes tenían prohibido comer cerdo, producían dolor al quebrantar sus leyes. Con las lentejas sin tocino de los viernes completamos el retrato de un cristiano viejo que sigue y respeta los mandamientos de la Santa Madre Iglesia. Ésta ordena en sus primeros siglos la abstinencia de carne durante la cuaresma y todos los viernes del año; luego del cisma de la Iglesia de Oriente también la hicieron obligatoria los sábados para diferenciarse de los ortodoxos griegos. La prohibición de comer carne los sábados fue debilitándose permitiendo el consumo de vísceras y carnes de poco nutrimento. Se popularizaron entonces el 62


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hígado, los sesos, tripas y los callos o mondongo. Mondongo es nombre de origen africano, cobró tal renombre y popularidad en España, que en la mojiganga Los Guisados de Calderón de la Barca (1601-1681) aparece Don Mondongo disputando la condición de “princesa de los guisados” a Doña Olla Podrida en torneo organizado por Don Estofado y presidido por el propio Baco. Otros platos de gentes con más creatividad que dinero son citados en El Quijote y tienen nombres tan pintorescos y descriptivos como tiznaos, pipirranas, atascaburras, mojete, carretero, hartavagos y andrajos. El pueblo llano conoció el hambre y conseguir al menos una comida al día fue la principal preocupación de su vida miserable. La obsesión de los españoles humildes del Renacimiento era comer y comer hasta hartarse si fuera posible. Sancho Panza es paradigma de esta filosofía nutritiva: “... y para mí, como yo esté harto, eso me hace, que sea de zanahorias o de perdices” y su lema: “Muera Marta y muera harta”. El caballero andante agrega: “La mejor salsa del mundo es el hambre, y como esta no falta a los pobres, siempre comen con gusto”. Los primeros conquistadores, reclutados entre aquellos pobres o entre los hidalgos arruinados, mostraban una escasa educación en relación con los estándares europeos de la época y su recetario de cocina fue pobre. Aquellos conquistadores no conocieron finas costumbres alimenticias ni ingredientes exóticos. Por lo general el desayuno consistía en un pedazo de pan con un poco de tocino; el almuerzo, queso con pan, cebollas y ajos; y en la cena comían carne salada llamada cecina o tasajo y un guiso de nabos con berzas (Brassica oleracea var. Acephala). Una verdura muy popular en España, la (Brassica oleracea var. viridis) conocida en la costa Caribe colombiana como “col” y en el interior del país como “tallos” fue una de las pocas que se adaptó con facilidad en la costa. En el “Libro de entretenimientos de la pícara Justina” de Francisco López de Ubeda, publicado en 1605, encontramos la descripción del aspecto de unos campesinos que lucían como los emigrantes españoles de entonces: “Estos asturianos encontré 63


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en diversas tropas o piaras, con tales figuras, que parecían soldados del rey Longaniza o mensajeros de la muerte de hambre, lo cual creyera cualquiera que los viera, flacos, largos, desnudos y estrujados y con guadañas al hombro y andan siempre descalzos”. A cuentagotas llegaron a las ciudades principales personas letradas de la “baja nobleza”, segundones citadinos y la llamada “gente honrada”, mercaderes y artesanos. Sin embargo, nunca se detuvo el flujo de europeos empobrecidos en busca de oportunidades. Pero toda esta “hambre atrasada” se olvidó al llegar a América. El suelo americano no solo brindaba nuevos alimentos sino que su fertilidad permitía la reproducción fácil de animales y vegetales traídos por los conquistadores. Las vacas, cabras, caballos, cerdos y ovejas no tuvieron que competir con animales domésticos nativos por pastos ni tierra, los vegetales se daban todo el año y en menor tiempo que en Europa. Las cabras y ovejas se adaptaron sólo en algunas zonas, pero las vacas y los cerdos se multiplicaron de tal manera que parecía que el Nuevo Mundo fuera el sitio más adecuado del planeta para su cría. La abundancia de tierra, la falta de mano de obra, de cercas o vallados, hicieron que las vacas y cerdos se reprodujeran menos en corrales bajo el cuidado de pastores que como animales cimarrones en los montes desde donde llegaban al mercado como presas de caza. Al tiempo que estos nuevos ganados se multiplicaban, los animales indígenas mantuvieron su ciclo normal sin ser domesticados y algunos de ellos como el saíno, el ñeque, el armadillo, la guartinaja, la tortuga, el manatí, la iguana y el caimán formaron parte regular de la dieta de algunas zonas hasta el inicio del período colonial. Tanta carne para un pueblo con una dieta compuesta en un alto grado de pan y carbohidratos, desató un desorden tal que algunos cronistas hablan de ciertos cazadores que mataban vacas para consumir sólo sus lenguas o ubres, dejando el resto a los animales carroñeros. 64


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El aporte de judíos y árabes Los judíos se establecieron en Hispania o España en tiempos de la diáspora a principios de la era cristiana. Los Reyes Católicos promulgaron el 31 de marzo de 1492 el “Edicto general sobre la expulsión de los judíos de Castilla y Aragón” señalando como fecha límite el 2 de Agosto, un día antes de la partida de Colón hacia América, para que los judíos que no demostraran su conversión a la fe cristiana, abandonaran España. Se estima que 250.000 judíos salieron de España en 1492 camino a Portugal donde eran tolerados y hacia países musulmanes del norte de África y de los Balcanes, donde fueron bien recibidos. Estos judíos españoles conocidos desde entonces como Sefarditas o Sephardim, del hebreo Sepharad, que significa España, se exiliaron en Italia y Polonia, también en Holanda. Un grupo numeroso llegó a Brasil con los conquistadores portugueses, algunos se establecieron en Pernambuco y otros en Curazao y Aruba. La cocina judía está fuertemente condicionada por su religión, que establece rígidas normas alimenticias. El Levítico 11.2-4 dice: “Digan a los israelitas que de todos los animales que viven en tierra pueden comer los que sean rumiantes y tengan pezuñas partidas; pero no deben comer los siguientes animales aunque sean rumiantes o tengan pezuñas partidas:” y nombra al camello, el tejón, la liebre y el cerdo. Luego en Levítico 11.9-10 estipula: “De los animales que viven en el agua, ya sean de mar o de río, pueden comer solamente de los que tienen aletas y escamas. Pero a los que no tienen aletas y escamas deben considerarlos animales despreciables, aunque sean de mar o de río, lo mismo los animales pequeños que los grandes”. Estas restricciones en su dieta los hacían fácilmente reconocibles en el momento de sentarse a la mesa al lado de los cristianos. Muchos judíos sefarditas adoptaron un apellido cristiano, se camuflaron entre los emigrantes y lograron llegar y establecerse en estas tierras, donde trataron por todos los medios de ocultar su fe judía para evitar ser perseguidos por la Inquisición. En los recetarios de comida costeña encontramos abundantes rastros de este 65


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pueblo. Así, la técnica para lograr dulces compactos y gelatinizados es creación judía sefardí, ellos popularizaron en la España antigua el dulce de bimbrio o dulce de membrillo, fruta muy común en Europa que contiene gran cantidad de pectina, fibra que ayuda a la gelificación. Al llegar a la costa Caribe la receta, el membrillo fue reemplazado por la guayaba, de sabor más dulce y fuerte aroma: nacen el bocadillo, la jalea y el espejuelo de guayaba. Son de origen judío las famosas “pastas” de mango de Ciénaga (Magdalena), variaciones de la receta original del dulce de membrillo. La cáscara del mango es rica en pectina, encima que favorece la coagulación del dulce. Y es de origen sefardí la costumbre de intercambiar dulces con los vecinos durante la Semana Santa cristiana, que coincide con la Pascua Judía. Estos dulces propios de la Semana Santa son conocidos hoy como “el rasguñao” y hasta hace pocos años se enviaban en los mejores platos de la vajilla, cubiertos por carpetas finamente tejidas o bordadas. Fray Juan de Santa Gertrudis escribió que en Cartagena en el siglo XVIII: “..a la esclava que lo lleva la engalanan con mucha gargantilla, zarcillo y cadenas de oro, manillas de perlas, y lo que lleva va tapado con un paño muy rico todo bordado de seda en variedad de colores”. Los sefarditas de España y Portugal medievales preparaban un plato llamado empanadas o impanadas, que son el origen de las nuestras. La palabra impanada aparece en algunos manuscritos rabínicos antiguos para designar la pasta rellena de carne o de pescado que se come en el Sabbath. El relleno de carne entre dos capas de masa representaba la doble ración de maná que les fue dado a los hebreos en su camino hacia la tierra prometida. La forma redonda y el relleno de carne de estas empanadas judías es quizá la causa de que en Cartagena se les llame empanada con huevo a las que en el resto de la costa se conocen como arepa de huevo (pronunciada arepaehuevo). En 1608, Fray Pedro Simón describe la existencia de la arepa de huevo en las casas cartageneras. La empanada con huevo cartagenera lleva “picado”, llamándosele picado a la mezcla de carne de cerdo o de res aderezada con ajo, comino y sofrito 66


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de cebolla y tomate. Las arepaehuevo y las empanadas con huevo están hechas con la misma masa de maíz “cuba”, pilado, cocido y molido, pero la arepaehuevo no lleva carne. La empanada judía era asada, la cartagenera es frita. En el resto de la costa, sólo se llama empanada a discos de masa de maíz, rellenos de queso o de un guiso de carne de cerdo, res o pollo, doblados en dos y sellado en los bordes hasta darle forma de semicírculo o de media luna fritas en abundante aceite. El resto de la Costa llama a todas las preparaciones de maíz con forma redonda y plana, sencillamente arepa. El gastrónomo Lácydes Moreno Blanco sostiene la teoría de que la empanada de huevo cartagenera debió originarse, como las papas soufflé francesas, en algún accidente culinario: mientras se fritaba una arepa de maíz en aceite caliente ésta se infló, y alguna cocinera de gran imaginación decidió rellenarla con huevo y con carne picada. Interesante afirmación, nada descabellada, que debe tenerse muy en cuenta, ya que no existen recetarios de cocina escritos en la época de colonial. Algunos investigadores sostienen que la arepaehuevo proviene de la empanada de la mezza siria, que creo poco probable porque la cartagenera apareció en la colonia mientras la inmigración siria comenzó a fines del siglo XIX, además la forma de la empanada siria es en forma de media luna y la arepa o empanada de huevo es redonda. Los historiadores de la cocina española están de acuerdo en que el origen de los diversos potajes, cocidos, ollas, pucheros o potes es la adafina, del árabe dafana, que significa tapar. Hasta el siglo XV, este guiso propio de los judíos españoles se preparaba los viernes poniendo en una olla de barro, garbanzos, arroz, verduras, carnes de res y de cordero, huevos enteros, aceite y ciruelas pasas. Se dejaba cocer lentamente, durante la noche, para consumirlo caliente el sabbath. Por último pero no menos importante, aportaron el sistema de cocción llamado “baño de María”, Balneum Mariae en latín medieval. Zósimo de Panópolis, escribió los más antiguos textos conocidos sobre la alquimia en siglo IV y cuenta 67


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que este procedimiento fue inventado por una mujer alquimista, alejandrina, María la Judía, de quien recibió el nombre. En 1690, un singular personaje, Doña Francisca Baptiste de Bohorquez, fue nombrada Conquistadora y Pacificadora de la Provincia de Urabá por el rey Felipe III e instaló una colonia de judíos sefarditas supuestamente convertidos al cristianismo en un pueblo que fundó en 1700, llamado San Sebastián de Urabá, en la orilla izquierda del brazo de Loba del río Magdalena. Aquellos judíos, para poder practicar su religión con tranquilidad, no vivían en la población sino en pequeños minifundios cercanos y quizá fueron la causa de la alta población blanca que tenía Lorica a finales del siglo XVII. Al terminar la colonia, esta ciudad de la costa Caribe colombiana era la de mayor población blanca después de Cartagena. Actualmente es la de mayor número de descendientes de árabes el medio Oriente. A finales del siglo XIX y a comienzos del XX hubo una importante migración de judíos sefarditas desde Curazao. Tuvo repercusiones grandes en las costumbres alimenticias como se verá más adelante cuando se estudie la historia culinaria de esos siglos.

El aporte árabe Los árabes conquistaron el Sur de España en el año 711. Establecieron en Córdoba un califato que pretendía rivalizar en riqueza y refinamiento, con el de Bagdad. Más tarde mudaron la sede del califato a Sevilla y por último, a Granada. El 2 de enero de 1492 luego de la toma de esta última por los Reyes Católicos, estos expulsaron de sus reinos a todos los musulmanes. En el año 822 llegó a Córdoba un aristócrata letrado, de costumbres elegantes, llamado Abu al-Hasan “Ali ibn Ñafi” más conocido como Ziryab; además de innovaciones en la música y en la forma de ejecutarla, enseñó a los cordobeses las recetas más refinadas de la cocina de Bagdad, las maneras elegantes de disponer un convite: no debían servir los alimentos desordenadamente, había que empezar 68


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por las sopas, continuar con los primeros platos de carne y de aves, para terminar con los platos dulces, pasteles de nueces, almendras y miel o dulces de frutas. Introdujo la idea de la decoración de la mesa. Estas recetas y costumbres de la realeza musulmana abasí influyeron luego en la nobleza española mucho menos refinada. Recordemos que en el siglo VIII, los cultos eran los árabes y los europeos bárbaros. Los españoles musulmanes del común, o moriscos, tenían una dieta predominantemente vegetal, a base de alimentos considerados “viles” por los españoles cristianos. Consistía en legumbres, lentejas, panizo (Panicurn miliaceum), habas y sorgo. Panes de harina de cereales, hoy casi desaparecidos, como la alcandía o zahina y el panizo. Aún se dice en el Oriente de España: “Pan de panizo, Dios no lo hizo; lo hizo Mahoma, que se lo coma”. Estos musulmanes consumían regularmente higos, miel, leche, almendras, pepinos, berenjenas y melones; los que vivían en Valencia comían arroz todos los días, costumbre que heredamos los costeños. Arroz, del árabe ar-ruz, aparece en fecha tan temprana como 1251 en el libro Calila e Dimna, escrito en español antiguo y patrocinado por el rey Alfonso X el sabio. Los musulmanes tenían prohibido comer no sólo la carne del cerdo sino también el tocino y la manteca o grasa, por tanto el aceite de oliva era y sigue siendo estrella en un sinnúmero de recetas y presentaciones; los chorizos y salchichas los preparaban con carne y grasa de cordero. Las aceitunas y las alcaparras se curaban y aliñaban igual que hoy para comerlas solas o como aderezo en los guisos. El cordero, la berenjena y el aceite de oliva fueron común denominador culinario entre cristianos, moros y judíos. Tenían prohibido también tomar vino, incluso usarlo como sazón en la cocina; pero evadían la prohibición de tomarlo mezclándolo con agua y miel, dando como resultado la hidromiel, bebida muy popular y no considerada como bebida alcohólica. Cocinaban el mosto de la uva con azúcar o miel y luego agregaban 69


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agua, para elaborar una bebida refrescante que además fue origen de los jarabes (de sarib, bebida), de las mistelas y más tarde, de la sangría. Los árabes aderezaban usualmente su comida con especies como canela, clavo, agua de azahares y azafrán. Acostumbraban también mezclar los sabores dulce, salado y ácido en un mismo plato. Esta costumbre pasó a los españoles y hasta bien entrado el siglo XVII, la costumbre en España era mezclar estos tres sabores, de modo que algún dulce se convertía en agridulce y pasaba de ser un postre a tratarse como un primer plato o como salsa para acompañar asados. Es el origen de la costumbre de la cocina costeña de mezclar los platos principales de sal con acompañantes dulces, tal es el caso de la posta negra que lleva un poco de panela y se acompaña con variedad de preparaciones de plátano maduro, y del pernil de cerdo sazonado con clavos de olor, acompañado de ensalada de frutas. No debemos olvidar que los árabes que conquistaron a España provenían del desierto donde las frutas frescas son muy escasas, por lo que era común entre ellos usar en la cocina frutas secas como ciruelas y uvas pasas, higos y dátiles, con la misma liberalidad que en Colombia la comida de sal se combina con frutas nativas de América como tomate, pimentón, ají o ahuyama. La receta del arroz con leche (Ruzz bi halib) aparece en el libro Relieves de las mesas, acerca de las delicias de la comida y los diferentes platos, escrito en el siglo XIII por Ibn Razin al-Tugibi; la combinación de arroz, cocinado en leche y una raja de canela, endulzado con azúcar y rociado con canela en polvo denuncia su ancestro árabe. En el mismo libro aparecen también muchos platos comunes entre nosotros como las almojábanas, los alfajores, la alboronía, el hojaldre y gran variedad de buñuelos llamados “frutos de sartén” por los españoles. La “albóndiga,” derivado del árabe “al-bunduq” que significa “avellana,” y por extensión un objeto redondo pequeño, es creación árabe llevada a España. La boronía, mezcla de puré de berenjena con plátano maduro triturado y combinado con un guiso de cebolla, ajo y ají dulce o pimentón, tiene antecedentes 70


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en la alboronía, también llamada en Andalucía “boronía” y “moronía”, y en otras partes “almoronía” La palabra alboronía viene del vocablo árabe “al-baraniyya” que significa guiso, y es el nombre dado en España a cierto plato muy apreciado que se servía en los días de cuaresma en los que estaba prohibido comer carne; en la época mozárabe se degustaba en bodas y en grandes celebraciones, lo que muestra la categoría gastronómica del plato. Existe la leyenda que dice que la palabra alboronía viene del nombre de la princesa Al-Buran, para quien se creó el plato el día de su boda. No obstante el origen dudoso del nombre del plato, se sabe los ingredientes que formaban parte del guiso original: berenjenas, ajo, cebolla, calabaza y frutos secos triturados, como almendras, nueces o avellanas. Su origen judío-árabe coincide con las formas típicas de cocinar las berenjenas de aquella época. Su descendiente, la deliciosa boronía costeña, parece ser mezcla de la alboronía árabe con el fufu africano: plato preparado con puré de plátanos suavizado con caldo y adobado con especies. El alfajor, dulce muy común en la costa heredó el nombre del árabe al-hasu. Don Sebastián de Covarrubias en “El tesoro de la lengua” define alfajor: “Cierta pasta que hacen los moros de pan rallado, miel, alegría (ajonjolí) y especias”. Los alfajores costeños son de cazabe pulverizado, coco rallado, y miel de azúcar o panela hervida en agua de coco. Las almojábanas, escritas almojavanas en castellano antiguo, cuyo nombre proviene del árabe al-mnuyabbana que significa “la torta de queso”, su receta aparece en libros de cocina árabes desde el siglo XIII y eran en tiempos de la conquista pasteles de cuajada casera, mezclada con harina y huevos, con forma de rosquilla, muy delgada, fritos a fuego lento. Después se mojaban en almíbar y se aderezaban con canela molida, o hierbabuena fresca picada, o seca, molida. En la cocina costeña son unas rosquillas horneadas, de queso, almidón de yuca, harina de maíz y huevos. 71


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Quizá antepasado de la paella, es la altamandria de árabes y judíos, un picado de pollo, gallina, paloma y pájaros, que se cocía con arroz y se aderezaba con varias especias. El azúcar, del árabe al-Sukkar, fue otro regalo que llegó a manos nuestras a través de los árabes. Algunos autores sostienen que la caña de azúcar es originaria de Nueva Guinea, otros que del norte de Bengala o de China meridional, desde donde luego de muchos años, viajes y procesos de aclimatación llegó a manos de los árabes. Éstos la introdujeron a España en donde ya en el siglo XI había cultivos de “caña de miel” en Granada, Málaga y Almería. Ya en esa época el jugo de la caña era laboriosamente espesado, compactado y luego envasado en recipientes cónicos para hacer pan, por lo que se les llamaba “pan de azúcar”. La textura dura y el color oscuro del azúcar inicial se parecía más a nuestra actual panela que al azúcar blanco granulado, cuyo proceso de refinación es de origen posterior. El azúcar era una especia muy costosa y reputada como artículo delicado y raro, utilizado por su sabor dulce tanto en la cocina como en la farmacopea árabe. En esa cultura todo alimento tiene un poder curativo específico, además de la propiedad de alimentar. Dice El Corán: “El régimen es el padre de todos los remedios”. Confeccionado con azúcar y de origen árabe es el “pirulí”, heredero del alfeñique español, del árabe al-finiq: “manjar delicado a base de azúcar cocida”. Las “arropillas” llamadas melcochas en el interior del país, descendientes del castellano arrope, de ar-rub: “el jugo de frutas cocido”, pero cuya receta se parece más al original alfandoque, del árabe al-fanid; el alfandoque castellano es una pasta hecha con melado de caña, anís o jengibre y las arropillas costeñas son de panela y coco o anís suficiente para perfumarlas. Las panelitas de ajonjolí y los dulces de almíbar que luego fueron muy comunes en los conventos de España y de Las Indias. De hecho, la palabra almíbar se deriva del árabe al-maiba: “el jarabe de membrillo con vino y agua”. 72


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Un instrumento culinario de gran uso en la costa Caribe colombiana, el anafe, es de origen árabe, llamado an-nafij en esa lengua. Igual origen tiene azafate, Assafat, o bandeja. En los alambiques, del árabe al-inbiq, a partir de flores y especias como rosas o anís, preparaban esencias usadas en la farmacia lo mismo que para aromatizar sus alimentos. El escabeche, del árabe sakbaý, que es la técnica de conservar en vinagre los alimentos previamente cocidos o fritos, se usa en la costa para preparar el bocachico o cualquier otro pescado en escabeche. El pescado se sazona con condimentos y algunas veces se apana, luego se frita en aceite y se conserva en frascos de vidrio llenos de vinagre. Aunque no hay evidencias de que algún grupo importante de moriscos haya llegado a nuestra costa durante la colonia, su influjo en la culinaria es evidente no solo por la cantidad de palabras y recetas de claro origen árabe sino por la impronta que dejaron en toda España, especialmente en el Sur, en el-andalus o Andalucía, de donde provienieron gran parte de los colonizadores.

Llegan nuevos ingredientes europeos La mayoría de los alimentos ibéricos que llegaron a la costa Caribe colombiana en el período de la conquista fueron almacenados, o cultivados y aclimatados primero en la isla La Española, que comparten República Dominicana y Haití, punto de reunión de las expediciones que iban o venían de Tierra Firme. La casa comercial alemana de los Welser que tuvo sedes en Cádiz, Venezuela y Santo Domingo durante los inicios de la colonia, trajo a América artículos de Asia como canela, anís, pimienta; de Europa, productos de consumo como trigo, vino, harina, cebada, galletas, pan azucarado y aceite de oliva Aunque desde el principio de la conquista hubo intentos de cultivos de trigo, uvas y olivos, éstos no prosperaron en el trópico. 73


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Más tarde, los colonos traerían de las partes altas del interior del Nuevo Reino de Granada, harina, trigo, cebada, y verduras que resistían el largo viaje: cebolla y ajo. En el siglo XVIII, dominados los Chimilas, sembraron trigo en la Sierra Nevada de Santa Marta pero las plagas y las pestes acabaron los cultivos. La necesidad de trigo y vino estaba muy ligada a la religión, no se podía celebrar misa sin hostias de harina de trigo y vino de uva. El pan y el vino de tiempos de la conquista eran diferentes a los actuales. El pan se hacía con una mezcla de cereales molidos menos finamente que hoy y tenía una corteza gruesa y dura que desechaban, o usaban para espesar sopas; consumían sólo la miga del centro de la hogaza. El vino era fermentado en grandes tinajas de barro sin una tapa hermética que evitara su contacto con el aire, o en odres de cuero de cabra pegados con pez que le daba muy mal sabor. Este vino se agriaba muy pronto, los recipientes inapropiados afeaban el sabor, y obligaban a la gente a rebajarlo mezclándolo con agua y agregando hierbas como mejorana y tomillo, o especias como mirra y canela para mejorar el aroma. Uno de los primeros animales criados con éxito en América fue el cerdo. La preferencia de los españoles por la carne de cerdo, muy propia de su cultura en todos los tiempos, religiosamente los diferenciaba de judíos y musulmanes. La iglesia católica, desde san Pablo se opuso a cualquier tabú alimenticio que alzara obstáculos en el camino del posible converso. A pesar del requisito para los viajeros hacia América de ser “cristianos viejos” y demostrar “pureza de sangre” antes de embarcarse, mezclados con los primeros conquistadores, con los portugueses comerciantes de esclavos, llegaron algunos judíos “conversos” que continuaban practicando su religión en secreto y conocidos comúnmente como “marranos”. El gusto por el tocino y el cerdo, entender de butifarras y jamones y estar dispuesto a todo por una morcilla fueron las mejores credenciales de los cristianos 74


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viejos. Era más importante comer cerdo que estar bautizado y practicar la religión. Testimoniaba hidalguía y pureza de sangre no sentir escrúpulos frente al cerdo y apreciarlo por encima de otro manjar. La inquisición española persiguió con saña a judíos y musulmanes que permanecieron en España o emigraron a sus dominios de ultramar fingiendo conversión a la fe cristiana. Los edictos y manuales de inquisidores describían las costumbres alimenticias que los diferenciaban de los cristianos: “…En las fiestas judías comen con judíos. No tocan la carne de cerdo. Comen carne en viernes”. Les iba la fama y hasta la vida por un pedazo de cerdo despreciado. Judíos y musulmanes convertidos al catolicismo fueron forzados por la Inquisición a comer carne de cerdo para probar el cambio, y el cerdo se incorporó a muchos platos españoles de la época para probar una sincera conversión. Dado que pocas “cristianas viejas” se arriesgaron a hacer el viaje desde España, en 1512 Fernando el Católico autorizó el viaje de mujeres conversas con el fin de “que las Indias se poblaran y ennoblecieran lo más que pudiesen”. Aunque no se conoce el número de mujeres judías que llegaron a Cartagena, puede imaginarse su influencia en la cocina de los primeros tiempos de la ciudad.

Adquisición de un nuevo vocabulario de alimentos, animales y costumbres Los españoles aprendieron en Santo Domingo algunos vocablos indígenas para denominar los animales, vegetales y otros objetos, usos y costumbres de diferentes lugares de los nuevos territorios descubiertos. Estas voces luego pasaron a tierra firme donde incorporaron otras. Algunos ejemplos son maíz, yuca, mamey, malanga, papaya, zapote, guayaba, ají, batata, bijao, guanábana, iguana, caimán, manatí e hicotea del lenguaje taíno y del arawac de las Antillas. Cacao, chocolate, tamal, tomate y aguacate llegaron del náhuatl mexicano; y ajiaco, chupe, bollo, son generalizaciones 75


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españolas para denominar preparaciones que consideraron similares de diferentes partes de América.

El tamal La palabra tamal se deriva del azteca tamalli, plato que no guarda parecido hoy con su pariente lingüístico colombiano. La descripción de los tamales mexicanos de la época hecha por Fray Bernardino de Sahagún (1499-1590) lo confirma: “Comían también tamales de muchas maneras, unos de ellos son blancos y a manera de pella, hechos no del todo redondos, ni bien cuadrados, tiene en lo alto un caracol, que le pintan los fríjoles, con que está mezclado. Otros tamales comían que son muy blancos y delicados, como digamos, pan de bamba o a la guillena; otra manera de tamales comían blancos, pero no tan delicados como los de arriba, algo más duros; otros tamales comían que son colorados, y tienen su caracol encima”. Fray Bernardino hace luego la descripción de otras tres clases de tamales muy diferentes a los actuales tamales mexicanos y a las preparaciones conocidas en Colombia como tamales, hallacas y nuestro “pastel de arroz y gallina”, del cual dice Lácydes Moreno Blanco que no es otra cosa que una paella envuelta en hojas de bijao. Fray Juan de Santa Gertrudis describió el tamal cartagenero dos siglos después de Fray Bernardino: “El tamal es la misma masa de maíz, y de ella hacen pasteles metiendo adentro pedazos de tocino y jamón con mucho ají molido. Este se muele fresco y se hace masa, y la gente culta suele freírlo con manteca”. Esta descripción serviría para los tamales y hallacas de hoy, no para los pasteles de gallina que llevan arroz en vez de masa de maíz. Tamales, hallacas y pasteles de gallina, son platos triétnicos. En los pasteles de arroz cartageneros los indios aportaron el maíz de la masa, el achiote, el tomate y el ají dulce para el guiso. La sazón del guiso y la técnica de cocinarlos envueltos en hojas de bijao son africanas. y el tocino, las carnes de gallina y cerdo, el arroz y las verduras como zanahoria, col, alcaparra y repollo del relleno son contribución 76


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española. Hoy en el departamento del Atlántico encontramos pasteles con pato o conejo, y millo en lugar de arroz. La variedad de ingredientes, la forma de envolverlos en hojas y la posibilidad de cocinarlos en ollas diferentes sin que varíe el sabor, lo hacen un plato fácil de preparar en grandes cantidades, de transportar, recalentar y de servir sin platos adicionales, ideal para celebraciones con muchos invitados. Para el ensayista Eugenio Barney Cabrera, en su libro Notas y Apostillas al margen de un libro de cocina señala que “con los negros puede decirse que llegaron las formas en que se prepara el plátano y los envueltos en hoja de plátano, inclusive el “tamal” que a pesar de la procedencia lingüística azteca, derivada de “tamalli”, por su composición y procesos culinarios (cocción al vapor) parece pertenecer a la comida negra”. La hallaca, ampliamente conocida en Barranquilla y servida en navidades, es de origen venezolano, por tanto su ortografía no es clara: estudiosos de la culinaria venezolana lo escriben con y, y otros con ll. El nombre parece ser indígena, no así la ortografía. La h y la ll no existen en lenguas Caribe, aunque la h conservada hace pensar que el sonido original era aspirado y se pronunciaría “jayaca”. Para la ll no se tiene explicación. El significado de hallaca es bulto, bojote, algo envuelto sin forma definida. Juan Friede en “Los WeIzer en la conquista de Venezuela”, cuenta que al teniente general y alcalde mayor de Maracaibo se le acusó de crueldad por un castigo, en 1538, porque: “hizo atar a un palo al soldado Francisco de San Martín y le mandó colgar del pescuezo dos hayacas de maíz”. Parece que las hayacas de maíz a las que se refiere el cronista no eran otra cosa que bolas grandes de masa de maíz y aparecen escritas con y en este documento. En un documento del Archivo General de la Nación, de Venezuela, Encomiendas, tomo V, fechado el 13 de septiembre de 1608, aparecen en una lista de bienes “tres hayacas de sal grandes”. 77


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Según la tradición venezolana, el plato nació durante los siglos XV y XVI inventado por esclavos negros y sirvientes indígenas quienes, recogiendo restos de comida de los señores, armaron un plato heterogéneo que mejoró su alimentación habitual. Otra leyenda afirma que cuando se construía el “camino de los españoles” que comunicó al puerto de La Guaira con Caracas, la mayoría de los trabajadores eran indígenas tenían como único alimento “bollos” o tamales de sólo harina de maíz con los cuales se desnutrían. Por tanto se pidió a las familias caraqueñas que donaran sobrantes de comida para que los indígenas pusieran a sus “bollos” como hacían esclavos y siervos domésticos. También en Venezuela se dice que durante unas navidades, festividad que los criollos acostumbraban a celebrar con pompa y comilonas, el obispo de Caracas enfurecido por tal conducta, los exhortó a comer hallacas o bollos o tamales rellenos de sobras como hacían los indígenas que trabajaban en el “camino de los españoles”, y así habría nacido la costumbre de comerlas en navidad. En el siglo XVIII su consumo era común: en el Archivo arquidiosesano de Caracas reposa un documento en el cual, una mujer fue acusada y enjuiciada en 1756 por recibir hombres en su casa. En su defensa alegó que esos hombres sólo iban a comprarle hallacas, y que era llamada con frecuencia para ayudar a confeccionarlas. El héroe y primer presidente venezolano José Antonio Páez escribió en su Autobiografía, que a mediados del siglo XIX, en 1831, intentó ganarse el favor del indio José Dionisio Cisneros, quien asaltaba caminos llamándose realista, ofreciéndole “grandes comilonas de hayacas”. José Antonio Díaz, experto en cuestiones agrícolas, publicó entre 1861 y 1864 en Caracas El Agricultor Venezolano, que en su tomo primero incluye un recetario de cocina campestre, lo que vendría a ser el primer libro impreso de recetas de la cocina venezolana. Allí, entre más de treinta platos, Díaz incluye a las hallacas. 78


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Durante la Colonia, por temor a los corsarios, mucho del comercio de los actuales Estados Zulia, Mérida y Barquisimeto de Venezuela se llevaba a cabo a través del puerto de Cartagena. Quizá fue esa la vía por donde adquirimos la receta de este plato tan común entre nosotros.

Cacao y chocolate La palabra cacao deriva del náhuatl, cacahuaquitl, árbol del cacao. Cuando llegaron los españoles, crecían en distintos lugares de la costa Caribe árboles silvestres de las variedades Theobroma y Herrania. Ninguna tribu prehispánica suramericana conoció bebida semejante al chocolate que tomamos hoy. Fueron los españoles quienes introdujeron y difundieron el uso de la bebida llamada por ellos chocolate, del náhuatl xocóatl, cuyo consumo se propagó por el continente en preparación nada parecida a la bebida del México anterior a Cortés. Ésta era una bebida que se tomaba fría, de sabor amargo, ácido y picante, por las especias que le añadían y que Moctezuma, emperador de México, la tomaba en vasos de oro después de comer y antes de entregarse a las concubinas. Muchos autores aseguran que durante la invasión española, los aborígenes del Caribe colombiano tomaban chocolate con harina de maíz como lo hacían los aztecas, el autor no ha encontrado evidencia escrita de esa época sobre tal costumbre. Más parece que la bebida de chocolate con maíz, llamada chucula por los aztecas, fue traída a estas tierras por españoles que lo popularizaron entre la población pobre por ser más barato que el que ellos tomaban con leche. Esa misma versión la esboza Eugenio Barney Cabrera en su libro de Notas sobre Cocina cuando afirma “hasta donde llegan los conocimientos, ninguna tribu prehispánica de Suramérica conoció ni usó bebida semejante al chocolate, preparada con la parte cotiledonar de las semillas”, a pesar de que en diferentes lugares crecían árboles silvestres de los géneros Theobroma y Herrania. Y, segundo, que fueron los españoles, al contrario de lo que pudo suceder con varios usos de origen 79


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quechua, quienes introdujeron y difundieron el uso del chocolate como bebida que bien pronto se generalizó en todo el país. Pero hay que advertir, para evitar confusiones que suelen ser corrientes en materias como ésta, que no siempre el origen de la palabra (en este caso azteca) tiene relación con el uso ni con el modo de preparar el alimento”. El chocolate en un principio lo consumió sólo la realeza. Los españoles modificaron la receta mexicana, y la costumbre de tomarlo se extendió rápidamente en dos formatos: una receta para ricos, otra para pobres, según advirtieron Jorge Juan y Antonio Ulloa en 1735 en Cartagena, donde los negros tomaban chocolate con harina, y los blancos, puro : “El chocolate, a quien allí conocen solamente por el nombre de Cacao, es tan frecuente, que lo acostumbran tomar diariamente hasta los Negros Esclavos, después que se han desayunado; y para este fin lo venden por las calles las Negras, que lo tienen ya dispuesto en toda forma, y con solo calentarlo lo van despachando por Jícaras, cuyo valor es un Cuartillo de Real de Plata ; pero no es todo puro Cacao, porque este común es compuesto de Maíz la mayor parte, y una pequeña de aquel; el que usan las Personas de Distinción es puro, y trabajado como en España. Repiten el tomarlo una hora después de haver comido, costumbre que no ha de dexar de practicarse en Día alguno, pero nunca lo usan en ayunas, o sin haber comido algo antes”. Las órdenes religiosas difundieron en las colonias españolas la receta del chocolate y la costumbre de tomarlo con frecuencia a lo largo del día. A comienzos del siglo XVII estaba completa la receta: moler la semilla del cacao, con azúcar y especias aromáticas, sobre una piedra caliente. También estaba resuelta la duda moral y teológica: si consumirlo quebrantaba el ayuno eclesiástico, o era pecado. En esa centuria, la costumbre de beber varias tazas diarias se difundió desde España al resto de las naciones europeas. En 1631, Antonio Colmenero de Ledesma en el Curioso tratado de la naturaleza y calidad del chocolate, da la receta de la bebida tomada por la nobleza: por cada 80


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cien granos de cacao había que añadir dos guindillas (ajíes o pimienta de cayena), un puñado de anís, seis rosas de Alejandría en polvo, vainilla, canela, almendras y avellanas, o pepitas de melón o de calabaza de Valencia tostadas y, para perfumarlo, ámbar gris. Al ámbar gris, secreción biliar de los intestinos del cachalote, es una sustancia viscosa y muy aromática que se encuentra flotando en el mar o sobre las arenas de las costas, y era material precioso para los perfumeros. El consumo habitual de chocolate y la costumbre de tomarlo durante el día con tanta frecuencia como hoy se hace con el café perduraron hasta bien entrado el siglo XX, atestiguó a mediados del siglo XX el famoso padre Pedro María Revollo en “Memorias”: “A ello [al chocolate] debo mi fortaleza física y mis alientos. Pero no solo con el pocillito después de almuerzo o en la cena, a la usanza cartagenera, sino con una jícara llena en el desayuno y al anochecer, y cuantas más veces se me ofrezcan”.

El ajiaco La Real Academia de la lengua española define hoy el ajiaco como: “especie de olla podrida usada en América, que se hace de legumbres y carne en pedazos pequeños, y se sazona con ají”, también como “salsa de ají”. En tiempos de la Conquista la palabra ajiaco designaba en las Antillas una sopa de carne condimentada con mucho ají. Cabe resaltar que el ají picante cayó en desuso en el Caribe colombiano en la medida en que desaparecieron los indígenas, y su lugar en la cocina fue ocupado por los negros. Prevaleció el ají dulce (Capsicum frutescens), ingrediente indispensable de la cocina costeña. Existe en el recetario costeño actual una sopa llamada ajiaco de carne salada, muy popular en la antigua provincia de Cartagena, que contiene carnes saladas de cerdo y res, reemplazable por bagre salado en días de abstinencia de carne; ñame, plátano maduro y yuca. En La Guajira preparan el ajiaco de tortuga, con la carne de este animal y los mismos vegetales del anterior. 81


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Hay en la cocina cubana una sopa con nombre ajiaco criollo, que lleva carne de cerdo fresca y salada; otra, ajiaco cubano, también contiene carnes de res y de cerdo. En la cocina de Puerto Rico hay una sopa llamada ajiaco, preparada como el criollo cubano con sólo carne de cerdo, fresco y salado. En San Cristóbal, Estado de Táchira, Venezuela, consumen ajiaco, por sus ingredientes muy emparentado con el ajiaco santafereño colombiano. Así, el ajiaco se parece al sancocho. Sin embargo, se diferencia de éste en que la mayoría de sus ingredientes básicos se deshacen hasta convertir el caldo en una sopa espesa. En plena Colonia, Jorge Juan y Antonio Ulloa lo comieron en Cartagena y describen: “El Agi-aco es uno de los más introducidos, y es rara la mesa donde falta, al cual bastaría la abundancia de especies, que lo componen, para hacerlo gustoso; porque en él entra Puerco frito, Aves, Plátanos, Pasta de Maíz, y otras varias cosas sobresaliendo en él el picante de Pimiento o Ají (como allí lo llaman) para que se incite el apetito”. Isaac Holton, en 1850 lo probó mientras viajaba por el río Magdalena y lo definió: “El ajiaco es un caldo espeso con pedazos de plátano o de papa y a veces hasta dos o tres bocados de carne, en caso de que la cocinera sea generosa; si esta además es buena guisandera, el plato es aceptable”. Eliseo Reclus, en su viaje a la Sierra Nevada en 1893 lo declara “plato nacional”: “Con plátano y papas se prepara el ajiaco, plato nacional por excelencia a que siguen en importancia el sancocho y el viudo”. En los casos citados anteriormente se trata de una sopa con ingredientes muy parecidos: variedad de carnes, plátanos y tubérculos, que permiten asignar a la palabra ajiaco “nacionalidad” caribe.

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Plรกtano

XII Musa sp.


CAPITULO V

El Siglo XVI LLEGA EL PLÁTANO

H

ay numerosas variedades de plátanos silvestres en la India, el Archipiélago Malayo y las Filipinas. Pocas especies producen semillas viables y su reproducción ha sido vegetativa desde antes de la conquista de América.

El botánico colombiano Enrique Pérez Arbeláez clasificó las 300 variedades de la fruta en dos grandes grupos: Musa paradisíaca, plátano de cocinar, y Musa sapientum, banano o guineo de fruta que se consume crudo. La introducción del plátano revolucionó la alimentación en América como lo había hecho antes el maíz, se difundió con gran rapidez, y se utilizó no sólo como hortaliza y fruta, sino para la preparación de bebidas y vinagre. Los españoles ensayaron aclimatarlo en las Islas Canarias donde se reprodujo sin mucho éxito. De allí, el misionero dominico Tomás Berlanga en 1516 lo trajo a La española, desde donde otros conquistadores lo trajeron a Santa María la Antigua del Darién en el golfo de Urabá. Por venir de Santo Domingo y haber llegado a América en Enrique Morales Bedoya

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las manos de un fraile dominico, en algunas regiones se conoce como plátano dominico a la variedad que se consume cocida. El plátano se aclimató fácilmente en toda la zona tropical de América. En una carta del licenciado Juan de Vadillo escrita en Cartagena el 15 de septiembre de 1537, éste escribe: “Aquí he hecho plantar...Plátanos. Antes, de nada se cuidaban”. En 1570, durante la gobernación de Luis de Rojas en Santa Marta se cultivaban en Bonda, cerca de Santa Marta, plátanos hartones y dominicos. Sesenta años después de su introducción, era parte integral de la dieta de los habitantes de la costa Caribe colombiana donde se conocen más de 30 variedades. Gonzalo Fernández de Oviedo, cronista español, publicó la “Historia General y Natural de Las Indias” en 1526, donde señala las siguientes características: “La cáscara no es muy gruesa, pero correosa y fácil de romper o desollar, y de dentro es todo una medula que parece un tuétano de vaca”. Pedro Mártir de Anglería había conocido el plátano mucho antes que Fernández de Oviedo porque Anglería estuvo de embajador ante el sultán Kansu en los años de 1501 y 1502 y observó: “Vi yo muchas [frutas] de éstas, y comí no pocas en Alejandría de Egipto, cuando en nombre de mis Reyes Católicos desempeñaba mi embajada para con el Sultán (... ) Cuentan que primero la llevaron [al Nuevo Mundo] de aquella parte de Etiopía que se dice vulgarmente Guinea, donde es común y nace espontáneamente”. Don Juan de Castellanos (1522-1607) lo describió así en la recién fundada Cartagena: Hay plátanos que es fruta codiciosa, A manera de árbol pero planta. Que no es aquella planta muy humbrosa Y estéril de quien vieja musa canta . Fray Pedro Simón (1574-1628) dijo del plátano: “cada plátano tiene su cáscara como el rábano, y dentro de ésta lo que se come. La cáscara de color verde, y al 88


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madurar se pone amarillo, y echa una fragancia muy apacible. La comida verde está blanca, y madura es de color de oro”. En tiempos coloniales, en 1757, Fray Juan de Santa Gertrudis (1724-1799) describió las variedades de plátano que vio cerca de Cartagena: “Hay cuatro especies de plátanos, éste es: hartones, son los mayores, que cada uno tendrá una cuarta y cuatro dedos de largo, y del grueso de la muñeca, como un pepino. Otros llaman hartones guineos y éstos no llegan a un jeme de largo, y tienen el sabor moscatel, y echan de sí más suave fragancia. Otros se llaman guineos dominicos y de largo tienen cuatro dedos, y a proporción su grueso. Su sabor es moscatel el más fino de todos. Es toda esta fruta que más presto madura fuera de la mata; y los guineos, unos y otros, al madurar, suelen romper la cáscara, y destilan un licor como almíbar….Se come maduro por sí solo; y de él ya acedo, y pasado de maduro, se hace bebida, y aún conserva. Frito hecho tajadas es muy delicado, y verde escaldado se conserva todo el año. Los plátanos verdes desgajados y enterrados bajo la tierra maduran más presto y se ponen mucho más sabrosos”.

Controversia sobre el coco Cuando los españoles llegaron al territorio interior de la actual Colombia, encontraron gran variedad de palmas diferentes al coco, muchas de las cuales se utilizaban como alimento los frutos, cogollos tiernos y el almidón del interior del tallo. No encontraron cocos en la costa Caribe colombiana aunque sí, en la costa pacífica de Colombia y Panamá. Enrique Pérez Arbeláez sostiene que el coco es originario del Valle del Cauca. Se apoyó en el hecho de la variedad de palmas existentes en la región, y en que los españoles encontraran cocos en la costa pacífica. Pero eso no prueba que sea especie indígena; está demostrado sí que el coco es originario de Asia suroccidental desde donde los frutos llegaron flotando a la costa pacífica, arrastrados por las corrientes marinas. Cayo Plinio Segundo los menciona en el año 77 en su libro Historia Natural. 89


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Coco es palabra de origen malayo, recogida por navegantes portugueses. Quizá los primeros europeos que vieron cocos en el golfo de Panamá fueron Vasco Núñez de Balboa y sus compañeros cuando, en 1513, descubrieron el océano Pacífico y tal vez se mencione en alguna de sus cartas perdidas. De Pedro Mártir de Anglería (1457-1526) tenemos la primera noticia del hallazgo en el Pacífico: “En la mar austral hay varias islas al occidente del golfo de San Miguel y de la isla Rica, en la mayor parte de las cuales se crían y cultivan árboles que crían el mismo fruto que en la tierra de Colocut .” En una cédula real fechada en Vitoria, el 5 de marzo de 1524, los reyes de España conceden escudo de armas a Gaspar de Espinosa por servicios prestados: “descubristes la boca de un estrecho por la dicha Mar del Sur, que se cree que pasa a la del Norte, y ocho leguas de costa que era todo de cocos, como los que hay en Calicud”. Colocut y Calicud eran palabras empleadas para nombrar a la India. La primera información verídica sobre la existencia del cocotero en América, concretamente en la costa Sur panameña, la dio Gonzalo Fernández de Oviedo después de verlo con sus ojos. Las informaciones de Oviedo y Anglería, y otros documentos del primer cuarto del siglo XVI, limitan la presencia de cocoteros a la costa pacífica de tres lugares del Sur del istmo panameño. El coco (Cocos nucífera) llegó a Cartagena en barcos españoles proveniente del sur de Asia entre 1520 y 1540 (15). Lo acompañaron el arroz y el plátano y se quedaron juntos en la mesa caribe. A Fernández de Oviedo le gustan su agua y la leche que se saca de la pulpa que “los cristianos echan en las mazamorras que hacen del maíz o del pan, a manera de puches o poleadas; y por causa de esta leche de los cocos son las dichas mazamorras excelente manjar”. El cocotero se difundió con tal rapidez, que ya en 1627 el cronista Fray Pedro Simón encontró palmas de coco en las orillas del Magdalena, entre Mompox y Tamalameque. 90


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Fray Juan de Santa Gertrudis, estuvo en Suramérica entre 1758 y 1767 y las vio en Pasacaballos, cerca de Cartagena, donde “Había palmas de coco tiernas, y nos dieron cuantos quisimos”. Luego nos cuenta que “Y aquella noche, de cocos ya maduros se hizo ensalada y no estuvo mala. Y es la mejor que hay porque no hay otra”. Desgraciadamente la receta de esta ensalada de coco desapareció.

La caña de azúcar En el año 325 a. de C. llegó a Occidente la primera noticia sobre la existencia de la caña de azúcar. Nearque, capitán del ejército de Alejandro Magno, contó que en la India había visto una suerte de miel producida sin participación de abejas, a partir de unos tallos de caña. Trescientos años más tarde la miel de caña figuraba en las prescripciones médicas de la Persia sasánida. Allí los árabes obtuvieron el secreto de su producción luego de la batalla de Al Qadisiyya, en el año 637 d. de C. Estos árabes, recién convertidos al Islam iniciaron la imparable expansión que los llevó en menos de un siglo a dominar todo el Sur mediterráneo y la península ibérica, donde plantaron la caña dulce en Andalucía, de allí pasó más al sur, a las Islas Canarias desde donde se propagó a Occidente de la mano de los españoles. La caña de azúcar llegó a La Española durante el segundo viaje de Colón en 1493, según consta en carta escrita en abril del mismo año, donde comenta la feracidad de la tierra: “La caña de azúcar ansimesmo; los melones y pepinos y cohombros en cuarenta días después de sembrados dieron fruto”. Los primeros esquejes venían sembrados y enraizados en tierra contenida en toneles de madera que habían servido antes para almacenar vino. Pero el cultivo en esta isla sólo prosperó después de 1501, año en que Pedro de Atienza la plantó, cuando la colonia estaba consolidada. Don Juan de Castellanos en 1535 hizo referencia a que en Santa Marta se hacían guisadillos con azúcar importada desde Santo Domingo u obtenida en la misma ciudad. Pedro de Heredia tenía un ingenio azucarero en Azúa en La Española y estuvo en Santa Marta como 91


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Teniente del gobernador Pedro de Badillo, quien también poseía un cultivo de caña en San Juan de la Maguana en la misma isla, y es posible que hayan dejado establecido un cañaveral en las inmediaciones de Santa Marta. Con certeza, cuando Pedro de Heredia fundó Cartagena, trajo exenciones y privilegios para fundar un ingenio de azúcar, libre durante su vida y la de un heredero; luego debió traer plantas desde Azúa a Cartagena cuando terminó el pillaje del Sinú. Juan de Castellanos lo corrobora al describir la prosperidad de la recién fundada ciudad, menciona la producción de melcochas que se hacían con miel virgen o azúcar pardo, con grandes ganancias para los melcocheros. La melcocha en cuestión es el nombre dado a la melaza, resultante de hervir y reducir el jugo de la caña. El teólogo carmelita Antonio Vásquez de Espinosa en el libro segundo “De la Audiencia de Santa Fe de Bogotá del Nuevo Reino de Granada”, da fe de que hacia 1560 existían cultivos de caña en lugares tan distantes entre sí como Cali, Cartagena, Gachetá y Mompox. Así que la difusión del cultivo de la caña de azúcar marchó a la par con la colonización española. Por la misma época, el Maestre de Campo Bernardo Vargas Machuca vivió varios años en la actual Colombia y escribió “Milicia y Descripción de las Indias”, donde da fe del uso del azúcar como provisión indispensable en la botica del ejército, ingrediente importante de remedios, jarabes y sahumerios. Para extraer el jugo de la caña es necesario el trapiche, del cual había varios tipos. Fray Juan de Santa Gertrudis describe así al trapiche visto por él en las inmediaciones de Cartagena: “Trapiche llaman al ingenio de moler caña dulce para hacer azúcar. Son tres palos parados redondos a punta de compás, de vara y media de alto, engarzado uno con el otro con sus dientes al modo de la rueda de la matraca. El de en medio tiene su espiga, y con ella engarza la hembra de un timón como una noria. Este tiran caballos o bueyes, y cuanta caña se mete entre los tres metida por éste y sacada por el otro, la estrujó de tal suerte que sale hecha una hiesca. El caldo 92


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cae debajo de una canal, y va a dar a una poza donde se recoge. De allí lo pasan a los fondos de la hornasa, en donde con la candela se cuaja la miel”. “Al jugo que sacan de la caña llaman allá guarapo. Este lo hierven y después lo embotijan, y él por sí se fermenta y toma punto”. En el Diccionario de la Lengua Española aparece que guarapo proviene del quechua Huarapu aunque la caña de azúcar tardó mucho en llegar al Perú. El investigador cartagenero Nicolás del Castillo Mathieu afirma que Guarapo es palabra africana que los españoles aprendieron de los esclavos africanos en los primeros cultivos de las Antillas y difundieron luego en los lugares donde hubo plantaciones de caña de azúcar. Tiene desde entonces dos acepciones principales; la primera, el primer jugo extraído de la caña de azúcar; la segunda, una bebida hecha a partir de las espumas de la melaza en hervor. Esta espuma se guardaba en una canoa y se dejaba fermentar un poco antes de repartirla entre los peones, para quienes la bebida era fuente de energía y algunas veces parte de la paga que recibían por el trabajo. Hoy en la costa se llama guarapo a una bebida refrescante que resulta al disolver panela en agua y agregarle jugo de limón y mucho hielo. Se diferencia de la agüepanela porque ésta es hervida y se puede tomar fría o caliente. La primera mención de la palabra guarapo en la literatura española la hizo Tirso de Molina en 1620, y aparece citada en el diccionario de Corominas: “guarapo, ¿qué es entre esclavos?”. Tirso de Molina (1584 – 1648) vivió unos años en Santo Domingo y seguramente allí aprendió la palabra de los negros esclavos. El guarapo de caña se fermenta rápidamente, por tal razón lo hervían convirtiéndolo en miel que se conserva líquida, con un poco más de cocción se transforma en melaza, más espesa, que demora en fermentarse y es más fácil de transportar. De la melaza se obtenían panela y azúcar, aguardiente y ron. En zonas con densa población indígena, parte de la miel se destinaba a la producción de chicha. A la fórmula de los indígenas para hacer chicha le agregaban miel de caña para dulcificarla y acelerar la fermentación. 93


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En los primeros ingenios sólo se fabricaba azúcar moreno o “mascabado” y panela. Los azúcares que exigían fórmula especial como el azúcar candi, el rosado y el violáceo se importaban de España. El azúcar candi, del latín candidum, blanco, fulgurante, necesitaba un proceso especial de refinación; al rosado, rosarum, se le añadía esencia de rosas, y al violáceo, violarum, esencia de violetas. Estos azúcares especiales eran muy apreciados por los farmaceutas o apothecarios. Más tarde, los ingenios produjeron azúcar blanco y luego azúcar refinada; éste se obtenía sometiendo el azúcar blanco a tres o más cocimientos, y filtraciones a través de un paño muy fino. Una parte del azúcar no se comercializaba, se destinaba al consumo doméstico para endulzar bebidas como el chocolate y los jugos de frutas, también para preparar dulces y frutas en conserva. El fraile Alonso de Zamora en Historia de la provincia de San Antonino del Nuevo Reino de Granada, publicado en 1696, alababa la mermelada de mamey de Cartagena y las cortezas caramelizadas de limas, limones, toronjas y cidrones de Mompox. Estos dulces en conserva eran comunes en las pequeñas fincas paneleras, donde las mujeres los preparaban para el consumo casero y como fuente de ingreso adicional para vender en plazas de mercado, en ferias y fiestas patronales. En 1735, Jorge Juan y Antonio Ulloa observaron el gusto de los cartageneros por la miel de caña, las conservas y los dulces de almíbar: “En la misma conformidad es grande el consumo que hacen de los Dulces y Miel; pues quantas veces en el discurso del Día se les ofrece beber Agua, ha de ser precediendo el tomar Dulce. Suelen preferir muchas veces la miel a las conservas y otros dulces de almíbar, o secos, porque endulza más” y anotan la curiosa costumbre de acompañar la miel y las conservas o mermeladas con pan, mientras que los dulces de almíbar los servían con cazabe. Las grandes plantaciones de caña fueron común denominador en las islas del Caribe, y la enorme producción de azúcar revolucionó la culinaria europea 94


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al abaratar el costo de este ingrediente. En la costa Caribe colombiana no hubo grandes plantaciones de caña, el producto de la zona bastó apenas para el consumo local de panela, azúcar, aguardiente y ron. El jesuita Felipe salvador Gilij visitó la costa Caribe a mediados del siglo XVIII y observó: “Es increíble cómo se usa en toda la Tierra Firme esta miel que los españoles llaman miel de caña, y los franceses de las Antillas melaza. No hay comercio más lucrativo que éste. La miel se lleva a todas partes en zurrones y todos pelean por ella. Con qué fin? para mojar el pan al final de las comidas, para comerla en la merienda y cuando les da la gana. Si no hay miel en casa es como si no hubiera sal. Por consiguiente no es de extrañar que muchos dueños de cañaduzales, dejando de fabricar azúcar se entreguen únicamente a la fabricación de miel. Grande la ganancia y poco el trabajo. Y no menor utilidad obtienen de la destilación de dicha miel por medio de un aparato especial para hacer aguardiente. Pequeña ventaja, pero no indiferente, es la que se consigue con la venta del jugo crudo de la caña de azúcar fermentado y reducido a una bebida refrigerante que se llama guarapo”. En 1828, cuando Auguste Le Moyne visitó la hacienda San Pedro Alejandrino en Mamatoco, donde dos años más tarde moriría el Libertador Simón Bolívar, pudo ver que los trapiches eran casi primitivos y que las máquinas de vapor no se conocían aún en la Nueva Granada. Eliseo Reclus en 1850 observó que la panela formaba, con los plátanos, la base de la alimentación de la costa Caribe. Tanto, que indios y negros se contentaban con azúcar como alimento. Reclus calculó que en la costa atlántica de Colombia una persona comía más de ciento cincuenta kilogramos de azúcar por año, un promedio mayor al de las Antillas y cualquier otro lugar del mundo, opinó también que en ninguna otra parte la caña era más rica en azúcar. En 1888, el cónsul norteamericano elogiaba la panela: “saludable y barata, panacea para el catarro y la diarrea, con la que se hace, mezclada con agua, una bebida refrescante”. 95


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Descripción de los primeros alimentos observados por los españoles en la costa Caribe colombiana Cristóbal Colón fue el primero en describir las maravillas de América. Lo hizo en las cartas a los Reyes Católicos. Confundió el Nuevo Continente con Asia y los productos de acá con los europeos y africanos. Llamó a la malanga que encontró en las Antillas ñame o inhame como el vegetal que había conocido en Guinea en viajes anteriores y que sólo llegaría a nuestras tierras un siglo después en los barcos negreros. Creyó que los higos, los hicacos y las uvas de playa eran iguales a la uva fruto de la viña. Cuando probó un ají y lo encontró picante, lo creyó una abundante especie de pimienta y se apresuró a comunicar a sus empresarios tal descubrimiento; de allí que los ajíes dulces, domesticados en Europa, se llamen pimientos. Los primeros cronistas describieron maravillados ese nuevo mundo insospechado que se abría ante sus ojos, poblado de hombres, animales, árboles y frutas jamás vistos. Procuraron relacionarlos con frutos y objetos conocidos en Europa, lo cual hace muy interesantes sus descripciones. Fray Pedro Simón, llegó al Nuevo Reino de Granada en 1604 y escribió alrededor de 1608 las “Noticias historiales de las conquistas de Tierra Firme”, abundan allí definiciones de frutos y alimentos observados por él : El maíz: “es el trigo de los indios que también hacen bebidas como dijimos en el vocablo chibcha. Es el mantenimiento más común de los indios. La espiga de este maíz donde echa sus granos cubiertos con hojas fuertes se llama mazorca.” La arepa: “Arepa es el pan que se hace de la masa del maíz, que hecha en forma de tortillas delgadas, se cuecen en unos tiestos en fuego manso, y sirve de lo mismo que el pan de trigo”. Y en seguida cuenta la existencia de la arepa de huevo y de la arepa con queso: “Suelen hacerse muy regaladas con huevos, manteca y otras cosas que les echan”. 96


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Fray Juan de Santa Gertrudis la describe así: “La arepa es la misma masa de maíz hecha tortilla y asada en la callana”. Los bollos: Fray Juan describió así al bollo: “el bollo es maíz molido y hecho masa, hacen unos trozos y los envuelven con hojas de plátano o achira que en tamaño y hechura parece una libra de tabaco en polvo envuelta en su papel. Esto lo cuecen al vapor del agua como el sancocho”. Inicialmente sólo existían los bollos de mazorca hechos con maíz amarillo, el “bollo limpio” hecho de maíz blanco y el bollo de yuca. El bollo de plátano, el “bollo limpio” con queso, el “bollo angelito” que lleva coco y anís, y los demás bollos compuestos de diversos ingredientes, fueron creaciones posteriores a la conquista española, enriquecidos con queso, mantequilla y anís traídos de Europa, o de Asia como plátano y coco. El masato: Fray Pedro Simón lo describió así: “Mazato es la masa de este maíz, molido y guardado para llevar de camino, cuando no han de hallar comodidad de molerlo”. Fray Juan de Santa Gertrudis encontró un siglo después que también lo hacían de piña, de yuca y otras raíces, ralladas y fermentadas. La yuca: Gonzalo Fernández de Oviedo escribió sobre “una planta que los indios llaman yuca, el fruto desto nasce en las raíces de las dichas plantas, entre las cuales se hacen unas mazorcas como zanahorias gruesas y muy mayores comúnmente, y tienen una corteza áspera, y cuasi la color como leonada, entre parda, y de dentro está muy blanca.” El cazabe: Fray Pedro lo describe: “Cazabe es un pan hecho de unas raíces que llaman yucas, las cuales siembran y después de dos o tres años están de sazón, las desentierran y rallan en unas piedras ásperas y exprimiéndolas en unas prensas aquel jugo con que queda aquella masa, la van echando en unas cazuelas de barro extendidas, que están a la lumbre con fuego manso; y así van cuajando unas tortas grandes, o pequeñas, como las quieren hacer, y estar cuajadas y cocidas, 97


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todo se hace de una vez. Es sustento muy universal en las tierras calientes, que es donde se dan estas raíces”. Y Gonzalo Fernández de Oviedo: “Hay otra manera de pan que se llama cazabe, que se hace de unas raíces de una planta que los indios llaman yuca.” El aguacate: Al aguacate, del náhuatl “ahuacatl”, por su forma de pera algunos lo llamaron “peral de las Indias”. Su textura fue comparada con la mantequilla y con las nueces tiernas por su sabor, lo que da a entender que fue aceptado sin remilgos por los españoles. Gonzalo Fernández de Oviedo afirma: “la mejor y más hermosa del mundo” y opina que “con queso saben muy bien estas peras”. Nos cuenta además sobre la costumbre de recolectarlas antes de que maduren: “cógense temprano, antes de que maduren, y guárdanlas, y después de cogidas, se sazonan y ponen en toda perfección para las comer”. Según Fray Pedro Simón: “Aguacate es una fruta de la echura de una pera, con su pezón verde, aunque algunas pintan en amarillos. Tiene el hueso de la hechura de corazón, no con la dureza del de la ciruela. La carne muy blanda y de poco sabor. Suelen ser grandes de más de una libra. Danse en unos grandes, frondosos y hermosos árboles. Llámanse paltas en el Perú y en otras partes aguacates o curas”. A pesar de que su forma y sabor llamó la atención de los viajeros y que fue aclimatada con éxito en el sur de España en 1601, este fruto cayó increíblemente en el olvido durante casi cuatro siglos; se rescató como alimento en Colombia en la primera mitad del siglo XX luego de considerarla muchos años como venenosa. La piña: Como la yuca, es originaria de las tierras bajas de Brasil, llegaron juntas a las Antillas y luego a la costa Caribe con los primitivos Arawac. Al llegar Colón a Guanhaní en su primer viaje, fue agasajado con una fruta llamada “ananá” por los aborígenes, la palabra significaba “fragancia” en aquella lengua. Los españoles la llamaron piña por su parecido con el fruto del pino. La piña se asimiló rápidamente, fue comparada con la alcachofa por la forma exterior, y con el melocotón o durazno por su gusto. Así quedó descrita en 98


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el diccionario de Fray Pedro Simón: “Piña es una fruta que dan unos cardos, tan grandes como melones medianos. Son olorosísimas y suavísimas de comer. Llamarónle los españoles piñas por lo mucho que por de fuera se parecen a las piñas de los piñones, aunque en todo lo demás no se parecen en nada. Téngola por la mejor fruta de las Indias y hay abundancia de ellas en tierras calientes”. Para Fray Juan de Santa Gertrudis: “La piña es una fruta semejante a lo exterior a las piñas que dan los pinos, es del tamaño de un coco, de color verde, y al madurar se pone amarilla y echa de sí una fragancia muy suave. Su sabor es entre dulce y asedo moscatel. De ella se hace conserva con almíbar. También hecha pedazos la meten en agua, y al cabo de cuatro días la prensan, y el jugo que da lo mixturan con la misma agua, y todo junto se bebe y es buena bebida, y se llama masato”. Jorge Juan y Antonio de Ulloa hallaron que “la común opinión le da el nombre de Reyna de las Frutas”. A La guayaba, del arawak “guayavu”, la compararon con una manzana por la forma pero con muchas semillas por dentro, no bien aceptada inicialmente porque el olor no se consideró agradable, luego se preparó en conserva y se convirtió en la más popular de las frutas del Caribe. Fray Pedro Simón habla de ella: “Guayaba es una fruta colorada por de dentro, y de fuera del tamaño de manzanas, con unos granillos, no pocos ni blandos. Son facilísimas de corromperse y llenarse de gusanos. Hácese de ellas buena conserva; algunas hay blancas de dos o tres maneras. Estas son muy mejores para todo, aunque iguales en criar gusanos”. Fray Juan de Santa Gertrudis describió tanto al árbol como a la fruta: “El guayabo es un árbol mediano, su hoja es parecida a la del algarrobo, más delgada y mayor. Es árbol que sólo fecunda en tierra caliente… Su fruto es del tamaño de un huevo de pava, algo más redonda; tiene hollejo como la pera. No cría pepita ninguna, sino unos granitos como los higos chumbos. Su sabor extraño como la acerola”. 99


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Las guanábanas, los anones y las guamas, descritas de múltiples maneras, resultaban novedosas por sus formas; algunos decían que eran como algodón mojado en su interior y su sabor como vinagre con miel hizo que las calificaran de manjares. Fray Pedro los describió así: “Los anones es una fruta que la carne que se come de ellos es como manjar blanco, tiene muchas pepitas negras. Es tan saludable que a un muy enfermo se la dan por regalo; hay dos especies de ellos.” La segunda especie citada pero no descrita era la guanábana. La papaya, del Caribe “pawpaw”, llamada inicialmente “árbol de melón” por la semejanza con los melones pero de sabor diferente, fue llamada “la fruta de los ángeles” por Colón. En las descripciones deFray Pedro leemos: “Papaya es una fruta tamaña como un melón y con sus tajadas señaladas, que se da en unos árboles desaliñados y de no agradable vista, aunque la fruta lo enmienda, que es muy sabrosa y sana. Tiene las pepitas como granos de pimienta, aunque un poquito mayores y más arrugados, que saben a mastuerzo. Todas son buenas para hacer conserva.” Abundan todavía las recetas de dulces de papaya, la mayoría con papaya verde, de la que se hace también ensalada. A propósito del achiote, Fray Juan de Santa Gertrudis lo llama “el azafrán que se usa en estas tierras” y alabó sus propiedades colorantes: [La comida] “se pondrá toda amarilla y cuanto más le echen se pondrá el color más encendido, hasta que con mucho se pone carmesí”. Del mamey dice este autor: “Es un meloncito del tamaño de la cabeza. Tiene dentro tres pepitas, que en color y figura como una castaña. No se come porque es desabrida. El mamey tiene su hollejo, y mondado, su carne es amarilla encendida, su sabor es de melón y moscatel muy fragante”. Patiño cita una receta para preparar un dulce de mamey en Cartagena a principios del siglo XVII: “Son indigestos, para lo cual se suele preparar, con que 100


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se mejora su gusto, echándolos en vino de Castilla y espolvoreándolos con azúcar y canela”. Del cacao: “El cacao es un árbol del alto de un naranjo. Su hoja se parece algo a la del membrillo, sino que es más grande. Su fruto lo da en las raíces, que están como las del olivo fuera de la tierra, y en el tronco. Da unos meloncitos dos veces más grandes que un limón, con sus entradas al modo de melón. En madurando se pone amarillo color de oro. Su cáscara es del tamaño de una toronja algo dura. Dentro tiene tres o cuatro docenas de granitos de cacao embabados de una baba blanca, agridulce muy apetecible”. El níspero según Fray Juan: “Dos frutas más vi singulares en Cartagena: los nísperos. Es el níspero un árbol grande y coposo. Su hoja se parece algo a la del ciruelo. Tiene dentro tres pepitas negras. Su carne es del color del níspero (sic), pero azucarada como confitura rica”. El tamarindo, oriundo de la India, es muy común en la comida de ese país y del sudeste asiático donde se usa como ingrediente de guisos y salsas, no como bebida; cultivado en la América española desde inicios de La Colonia. Fray Juan lo encontró en Cartagena y da noticia de ello: “También vi en Cartagena el árbol llamado tamarindo….Su fruto son unas algarrobillas llanas de 2 o 3 apartamientos, y dentro cría su fruto agridulce muy fresco….El fruto antes de madurar es más acedo que el vinagre fuerte; pero es un acedo apetecible, aunque destiempla algo los dientes”. El alférez José Nicolás de la Rosa nos dejó la receta de la jalea de tamarindo como se hacía en Santa Marta en el siglo XVIII: “Sácase el tamarindo de su vaina y échase en agua aquella porción que se quiere hacer, Y con facilidad le desune entre las manos la pepita que tiene en el interior. Pónese luego a hervir al fuego con un poco de azúcar blanco, hasta que queda cocido. El punto de dulce hallado, y guardado en orzas, sirve al apetito del agua en las comidas. Sirve también desleída esta jalea en agua, para tomarla como los helados, a sus horas correspondientes. 101


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Sirve del mismo modo para mezclar el medicamento purgante, el restringente u otro que haya de tomarse, y para todos los demás usos a que se aplica”. La chicha fue definida por Fray Juan de Santa Gertrudis como “el vino que hacen los indios de su maíz, que embriaga si beben mucho”. Hecha de maíz, fue aceptada rápidamente por los blancos ya que la consideraban semejante al vino por su sabor. Los españoles modificaron la receta original agregándole miel de panela lo que la hizo más dulce y aceleró su fermentación. Dice Fray Juan: “las españolas han hallado otros modos de hacerla más limpia y más curiosa y regalada”. La pitahaya (Acanthocereus pitajaya), del arawac “pitaya”: fruta escamosa. Esta fruta comestible se daba silvestre y era apreciada por su flor, tan bella como efímera. Fray Juan de Santa Gertrudis la describió: “Ella a la forma de un higo chumbo, sólo que los granitos son tan chicos como una liendrecita de color negro. Su carne es del color y humedad de la sandía. Es fruta muy fresca. Ellas regularmente son del tamaño del puño. Yo cuando vi aquella fruta tan diforme, no quería creer que fuera pitahaya, hasta que la probé”. Y notó algunos de sus efectos: “Yo comí bastante, pero a la tarde, así que me levanté de la siesta, me retiré a hacer aguas, y veo que meaba sangre. Tomé un buen susto, y tanto que lo comuniqué al Padre cura. Él me dijo que no me diese cuidado que aquello era de la pitahaya que tiñe estas humedades. Yo después siempre lo he vuelto a experimentar así”. En el siglo XIX se usó como laxante, como remedio y para algunos era fruta venenosa. Del guamacho (Pereskia spp.), fruta hoy olvidada, se daba en jurisdicción samaria, dijo el alférez Nicolás de la Rosa: “es un árbol pequeño y espinoso, da una fruta dulce, y su fragancia es atractiva de todo animal montés, de suerte que en donde permanece este árbol, luego que fructifica, es segura la caza de venados, zahinos y otros animales”. 102


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Alimentos cuestionados por la religión Mientras la religión católica reguló las conciencias y la vida diaria, la aparición de nuevos alimentos fue motivo de controversia y de consulta a los Papas. Si era permitido o no comerlos y si quebrantaban o no el ayuno y la abstinencia. Cuestión importante porque durante la conquista y luego del Concilio de Trento, el número de días al año en que no se podía comer carne superaba los ciento cincuenta, lo mismo que los días de ayuno cuando sólo se podía hacer una comida al día. Lo ambiguo, todo lo que no se ajustara claramente a la normatividad cristiana, lo que no estuviera claramente descrito en la Biblia, se miraba con desconfianza y escrúpulo.

Controversia sobre el cacao Ni el cacao ni el chocolate aparecen citados en la Biblia. El cacao contiene metilxantinas: fuerte estimulante, pequeñas cantidades de cafeína, y grandes cantidades de teobromina, un poco más débil; feniletilamina, más potente, parecida a la anfetamina, y cannabinoides generadores de placer; la grasa y el azúcar del chocolate estimulan al cerebro a producir opiáceos. Hernán Cortés escribió al emperador: “Una sola taza fortaleza tanto al soldado que puede caminar todo el día sin necesidad de tomar ningún otro alimento”. Su efecto reconfortante y placentero provocó dudas: ¿Al consumirlo quebrantaban el ayuno y sus fines de mortificación del cuerpo y adormecimiento de los sentidos? El Papa Pío V (1504-1572) fue consultado sobre el particular y su respuesta fue negativa. Consideró que por ser bebida no quebrantaba el ayuno. La había hecho preparar en su presencia y la había probado. Sólo entonces pronunció su veredicto: Hoc non frangit jejunium, (ésto no quebranta el ayuno). Pero allí no terminó la controversia. En 1636, el peruano Antonio de León Pinelo escribió “Cuestión moral si el chocolate quebranta el ayuno eclesiástico” y resume la

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cuestión: “el cacao se come, el azúcar se come, la canela se come, las baynillas(sic) se comen, y todo junto dan en decir que se bebe”. Más grave fue la acusación de que avivaba la lujuria. El padre Eusebio de Nuremberg conceptuó que “la fuerza de esta bebida, si se toma simple, es refrigerar y causar mucho nutrimento; pero si se toma compuesto, excitar para el uso venéreo”. Un poco más tarde, en 1642, el padre Tomás Hurtado publicó un libro que tituló Si el chocolate quebranta el ayuno de la Iglesia: lo niega, especificando que siempre y cuando se tome poco espeso y sin añadirle huevos o leche. Pero la cuestión sólo zanjó después de elevar la consulta a eminentes teólogos en 1662. El cardenal Bracancio, apoyado en la autoridad de los escritos de santo Tomás de Aquino expresó la máxima oficial de que Liquidum non frangit jejunium: (los líquidos no quebrantan el ayuno). Quedó claro: el chocolate no rompe el ayuno, siempre y cuando no se prepare con huevos ni leche.

Escrúpulos frente a los anfibios Más complejo fue el debate sobre anfibios, los cuales por su capacidad de vivir en el agua y en la tierra, dos partes del mundo tan claramente divididas en la Biblia por Dios, desde la creación, contravenían el orden divino de los animales que figura en el Génesis 1.24,26. Los animales más controvertidos fueron el manatí y la iguana; las hicoteas y los caimanes lo fueron en menor medida porque los españoles conocían tortugas y lagartos en Europa que habían sido descritos y definidos desde la antigüedad por Plinio el Viejo en el libro Historia Natural, publicado en el año 77. Posteriormente lo hizo San Isidoro de Sevilla (c.560-636) en Etimologías, la primera enciclopedia de la historia.

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El Manatí Las primeras noticias del manatí se tuvieron durante el segundo viaje de Colón, exactamente el 9 de enero de 1494 cuando el Almirante gritó: ¡sirenas!” cuando “vido tres sirenas que salieron bien alto de la mar”. El nuevo mundo estaba poblado de seres mitológicos agigantados por la demonología medieval. Los expedicionarios llegaron a la desembocadura de un río caudaloso y vieron salir hasta altamar a tres sirenas, no tan hermosas como afirmaban los relatos de marineros que las habían oído. No obstante, la visión de aquellos cuerpos rollizos y desnudos inflamó la lascivia de la tripulación. Pudo más el hambre, y a saetazos, lanzadas y golpes de alabardas, acabaron con la vida de las tres sirenas. Encendieron un gran fuego y asaron la primera: Era rica la manteca y además de aderezar el manjar, pudieron recoger cerca de una arroba de ella, la cual una vez derretida sirvió para mantener encendida la luz del candil largo tiempo. La carne resultó tan sabrosa y tierna que la compararon con la de la mejor ternera de Ávila. Hartos hasta el vómito, adobaron las otras con sal y especias, que habían traído de España, y las hicieron tasajo. Las características del manatí provocaron la desconfianza de los españoles, sorprendidos por ese animal que vivía en el agua y salía para alimentarse con hierba; que combinaba cualidades propias de peces con las de los mamíferos; pasaba la mayor parte del tiempo dentro del agua pero carecía de escamas; tenía órganos reproductores externos como los de los mamíferos y el pelo cubría algunas partes de su cuerpo. Comer carne de ese animal en días de abstinencia suscitaba dudas “Comiendo manatí parece carne más que pescado; fresco sabe a ternera; salado, a atún, pero es mejor y consérvase mucho”. El jesuita José de Acosta sintió escrúpulos al comerlo un viernes “porque en el color y sabor no parecían sino tajadas de ternera, y en parte de pernil [de cerdo]” aunque “Con su carne prepararon cecinas y tocinetas, y se adobaba como atún”.

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Así que desde los comienzos de la Colonia, el sabor de aquella carne y la variedad de platos que podían prepararse con ella pesaron más que sus escrúpulos. La manteca de manatí llegó a ser tan apreciada que se montaron “mantequeras”, sitios donde se cazaba y procesaba el manatí para extraer la grasa, dividir la carne cruda entre la que se consumía en el sitio y la de salar, ahumar y secar para enviar a las poblaciones distantes. Esta carne en cecina se vendía a los viajeros del río Magdalena, y la manteca era enviada a Cartagena. Las principales mantequeras estuvieron en inmediaciones de Mompox, el más importante centro de acopio de la zona. Si la carne fue del gusto de los españoles por su sabor y textura, la manteca lo fue por sus propiedades: arder sin producir hollín, poder para freír, fácil de transportar en botijas, no se ranciaba a pesar del calor. La mansedumbre del animal hacía fácil su caza y los precios que alcanzaron el aceite, la carne y el cuero casi llevan a la extinción de la especie. En 1611 era tan poca la producción de las mantequeras que éstas cerraron, y la poca carne disponible abastecía sólo para el consumo local. La casi total extinción de la especie en tan corto tiempo, evitó que el consumo de carne de manatí se volviera costumbre entre la población española y mestiza, cosa que sí ocurrió con la hicotea, más fácil de llevar viva hasta los lugares de consumo.

La Iguana El consumo de la iguana provocó menos escrúpulos ya que era grande el parecido con las sierpes, lagartos y salamandras del Viejo Mundo. Cieza de León la describió así: “Por los árboles que están juntos a los ríos hay una que se llama iguana, que parece serpiente; para apropiarla, remeda en gran manera a un lagarto de los de España”. Pero en todo hubo escrúpulos: “No se determinar si es carne o pescado, ni ninguno lo acaba de entender, porque vemos que se echa de los árboles al agua y se halla bien en ella; y también, la tierra adentro”. 106


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Pero la descripción que Fray Pedro Simón hizo de las iguanas más se parece a una visión terrorífica: “Son unas sierpes espantables a la vista, tamañas como grandes lagartos y de aquellas pintas. Traen el cuello y cabeza levantada, pero no son de algún daño vivas, y muertas cuanto son de espantables son de sabrosas, guisadas de mil maneras. Hállanse sólo en tierras calientes, y muchas en algunas partes”. En términos generales la carne de iguana fue aceptada desde el principio en la cocina de los colonizadores españoles pese a la extraña forma; su carne se comparó algunas veces con la de conejos, otras, con la de gallina o faisanes, perdices y pavos. Se prepararon con iguana recetas que tenían en España para esos animales además de las que tenían los indígenas para ella. Como tenía la desventaja de corromperse con rapidez no fue usada como bastimento para viajes largos y terminó reducido el consumo al doméstico de negros e indios. Fernández de Oviedo aconsejaba para su preparación. “..hánla de cocer y guisar de la misma manera que una gallina; y con sus especias y un pedazo de tocino y una berza, que no hay más que pedir en este caso para los que conocen este manjar”. La carne y los huevos de iguana como los de tortuga y caimán fueron del agrado de los españoles inicialmente; pero cuando hubo abundancia de gallinas, los europeos prefirieron éstas, y la carne y los huevos de los reptiles se destinaron a la dieta de los indígenas, que siempre los habían consumido. Los huevos de iguana más que su carne, apreciada durante toda la Colonia, siguen siendo del gusto del paladar costeño. Aún hoy se consumen los huevos de iguana cocidos y amarrados en sartas, son muy populares en los carnavales. Daniel Lemaitre cuenta en sus escritos, que a fines del siglo XIX, cuando todavía el ejercicio de la medicina era propio de personas bondadosas, había en Lorica un médico que estaba atento a la llegada de los barcos cargados de iguanas para comprarlas todas, liberarlas en la maleza y salvarlas así del horrible destino de ser abiertas para extraer los huevos y luego abandonadas a morir en el campo. Existía la creencia infundada de que si el animal se cosía con pita, sanaba. 107


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El Caimán El caimán, uno de los símbolos de Barranquilla, insignia de Ciénaga y motivo de leyendas en Plato, provocó espanto entre los conquistadores que le atribuyeron características inexistentes: inmunidad ante las balas y poseer cuatro ojos. En la imaginería criolla este caimán “come queso, come pan y bebe tragos de ron”, Según Fray Juan de Santa Gertrudis: “El caimán es un lagarto de 7 y 8 varas, todo vestido de conchas de a tres dedos de grueso, tan duras, que, si le tiran un escopetazo, rechaza la bala. El caimán su color es entre ceniciento y verde. Es fiera que tiene cuatro ojos. Dos en el puesto natural, y con éstos se gobierna para pescar y andar por debajo del agua. Otros dos tiene sobre la cabeza, y con ellos se gobierna fuera del agua”. A los indígenas no les gustaba mucho la carne de caimán, así que los españoles la encontraron raras veces en los alimentos que obtenían de ellos. Los indígenas preferían la de babilla, y de ella, la cola era la presa favorita. A los españoles tampoco les gustó mucho la carne de caimán aunque entre ellos hubo opiniones diferentes, quizá por las circunstancias en las que debieron comerla. A Fernández de Enciso durante la hambruna de Santa María la Antigua del Darién le pareció que su carne era: “blanca y gentil, olía a almizcle, era buena de comer”. Casi veinte años después, a orillas del río San Jorge y con un hambre menor que la del bachiller, Cieza de León la encontró: “mala carne, y de un olor muy enhastioso”. Así que la carne de este animal se reservó para tiempos de mucha necesidad tanto entre los españoles como entre los indígenas. Apreciaron la grasa, que utilizaron exclusivamente para alumbrar. No pasó lo mismo con los huevos que encontraban enterrados en las playas de los ríos; éstos, como los de tortuga e iguana, no sufrieron reparos por el sabor, sí por la consistencia suave y la cáscara blanda y delgada, muy distintos de los de gallina. 108


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Hicoteas, tortugas y morrocoyos Los indígenas que habitaban la orilla del mar consumían tortugas marítimas, los que tenían acceso a los ríos y lagunas comían hicoteas; y morrocoyos los de tierradentro. Durante la colonia la carne de tortuga y de hicotea fue muy apreciada en Cartagena y en poblaciones como Mompox y Tamalameque, no sólo en días de abstinencia de carne. Como su apariencia se asemeja más a la carne de res, los españoles la preparaban de la misma manera que la de vaca o ternera; incluso en las carnicerías la pesaban “por libras o arreldes, ansí como el puerco, carnero o vaca” según el jesuita José de Acosta. Los pobladores de las orillas del río Magdalena las guardaban en pequeños corrales para tenerlas frescas a disposición, se podían transportar vivas a los mercados amarradas en “hilos” de a cinco animales, lo que facilitaba contarlas en el momento de entregarlas vivas al carnicero. Cuando estaba fresca, la preparaban en potajes o sopas, adobada con condimentos y especies de ambos continentes. Salada y ahumada era una de las principales provisiones tanto para los barcos que salían para España como para los bongos y champanes que navegaban por el río Magdalena. La carne de tortuga o de hicotea era cortada en tiras largas que eran saladas y secadas al viento; en el momento de consumirlas las desalaban en un poco de agua y se asaban con un poco de ajo. También la manteca de los huevos de tortuga era muy apreciada pero hoy es prácticamente desconocido su uso y la forma de obtenerla. Todavía la hicotea es plato común durante la cuaresma, época que precede a las lluvias, cuando este animal es más visible. Para encontrarlas se sumergen en el barro hasta la cintura, en el agua fangosa, tientan casi centímetro a centímetro con el chuzo; cuando sienten que éste toca el cuerpo de la hicotea, se agachan y la agarran. Ponen el animal en la bolsa que llevan colgada al hombro y prosiguen la búsqueda de más ejemplares. La costumbre es entregarlas a las 109


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mujeres. Cuando éstas las reciben, inmediatamente las examinan con los dedos para saber si son hembras o machos. Las hembras que llegan con más número de huevos son las más apetecibles, ya que traen suerte, bonanza y son “bonitas”. Se ponen entre un costal, vivas todavía, y se guardan debajo de la cama, hasta el día de la fiesta. El médico, folclorista y escritor monteriano Omar González Anaya describe con humor este proceso. : “Los hombres iban a la ciénaga a cazar hicoteas con el agua a la cintura. En esas ciénagas había mucha sanguijuela caballuna que se pegaba en la piel y uno la arrancaba echándole mascada de tabaco. Mi abuelo decía que en esos tiempos casi no se podía caminar por la orilla de las ciénagas en semana santa, porque había tanta hicotea que uno tenía que caminar zanconeando. También había que tener cuidado con las babillas dientes de perro. A un compadre suyo, Casiano, casi lo capa una babilla una vez que se fue a montear. El se metió en la ciénaga, agua a la cintura, y se puso a “braciar” para coger hicoteas, pero lo que abrazó fue una babilla recién parida que le mordió la bragueta. Él le gritaba a su mujer, en la orilla: “corre mija, corre que me capa la maldecía babilla”. Y la vieja que estaba de pelea con él en esos momentos, dizque contestaba: “tía babilla, déjalo chiclán pa´ que respete la semana santa”. Continua el doctor González: “Desde 15 días antes, en las casas se surtía de lo necesario para la Semana Santa. Los campesinos, antes del viernes santo ya debían tener listas sus hicoteas, sus moncholos ahumados, la leña recogida y el agua en sus tanques. Se cortaban dos o tres árboles de palma utilizada para techar las casas y se les sacaba el cogollo; este era el palmito para hacer la sopa. Así mismo, desgranaban las mazorcas y pilaban a mano el mái, para la chicha. Las amas de casa tenían por orgullo preparar la mejor comida, el más sabroso plato típico, el mejor dulce, la chicha de maíz fuertecita, el masato que dicen, el bollo mocaricero, el bollo limpio cortado con batata, el alfajón, el casabito doblado con conservita por dentro, la sopa de palmito y el dulce de mongo-mongo.” Las supersticiones enriquecían la liturgia y 110


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daban sabor a la cocina de estos días: “se creía que si se ordeñaba, las vacas botarían sangre en vez de leche; que si hendía o se cortaba algo con una rula, se golpeaba era a las ánimas benditas; si uno se bañaba, se volvía mulo; si se montaba en caballo o burro, se montaba era a Jesucristo; no se comía carne desde el primer viernes de cuaresma; no se bebía ron ni se peleaba, no se debía coger rabia; no se podían tener relaciones sexuales porque se quedaban pegados; no se oía música ni se bailaba.” El garapacho: guiso de carne de hicotea deshilachada, sofrito y huevos, es plato muy famoso de Mompox y las riberas del Sinú; también la hicotea guisada con leche de coco. Es común comerla en “biftec”: cortada en filetes de tamaño igual a los de carne de res; o como sopa preparada con carne de las patas preferentemente. Aunque las dudas, vacilaciones y escrúpulos sobre el carácter de los anfibios persistieron hasta fines del siglo XVI, se tuvieron por peces, y como tales se les consideró carne sana, advirtiendo que las personas que hubieran contraído bubas (sífilis) no deberían comerlas porque avivaban los dolores de las bubas y las hacían más visibles. El origen de la creencia quizá se fundamenta en que la sífilis y los anfibios se ocultan y aparecen recurrentemente. El consumo de la carne podría hacer evidentes los signos ocultos de la enfermedad, las “bubas” o chancros, aparecen y desaparecen periódicamente en el curso de la enfermedad.

Dieta de aborígenes y españoles durante la Conquista Los conquistadores nos dejaron crónicas con valiosa información sobre la dieta de nuestros aborígenes. Gonzalo Jiménez de Quesada escribe en “Epítome de la Conquista del Nuevo Reyno de Granada”, alrededor de 1540: “Las carnes que comen los indios en aquesta tierra son venados de que hay infinidad en tanta abundancia que los basta a mantener como acá los ganados”. “Así mismo comen unos animales a manera de conejos de que también hay muy gran cantidad…..Y en Santa Marta y en la costa también los hay y los llaman curí”. Pedro de Heredia encontró en 1534 rebaños de venados 111


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pastando en el Sinú, y los conquistadores creyeron que estaban domesticados, pero los indígenas los tenían simplemente encerrados en corrales. Don Pero López de Angulo, escribió desde Florencia a su señor Don Hernando de Toledo una de las primeras noticias directas de América: “Rutas de Cartagena de Indias a Buenos Aires y Sublevaciones de Pizarro, Castilla y Hernández Girón. 1540-1570”. Describe el río Magdalena y sus riberas: “Este río es muy grande y muy ancho. Hay mucho pescado, muchos manatís, muchos sábalos, bagres y otros géneros de pescados que los naturales lo toman con facilidad. Puédese ir gran parte del camino por las playas en las cuales hay caza en los bosques de pavas, paujiles que es mejor que la pava, y hay salvajinas, jabalís, urinas, dantas que son como becerros. En las playas muchos huevos enterrados en la arena de iguanas y hijoteas y lagartos los cuales los indios hallan que son buen sustento así para ellos como para nosotros”. Aunque las indígenas amamantaban a sus hijos casi hasta la adolescencia, el consumo de leche de vaca y de cabra impactó a la cultura aborigen. Francisco López de Gomara anotó que “carecían de bestias de carga y leche, cosas tan provechosas como necesarias para la vida, y así estimaron mucho el queso, maravillados de que la leche se cuajara”. Cuando hubo suficiente ganado vacuno en la costa, fabricaron queso con la leche no consumida el día del ordeño. Esta suele agriarse con facilidad en el clima ardiente, con el queso prepararon recetas españolas como almojábanas y buñuelos, enriquecieron bollos y arepas indígenas y formó la pareja perfecta con el chocolate, bollo de yuca, bocadillos de guayaba y la panela. El queso se descompone pronto y debieron agregar más sal de la acostumbrada: esa es la razón de que nuestro queso costeño contenga más sal que los de otras zonas de Colombia. Usaban piel de mollejas de gallina desecadas y molidas para cuajar la leche. Durante los primeros años de la conquista los españoles pasaron a menudo trabajos. Fray Bartolomé de Las Casas menciona la dieta tan pobre de algunos de los frailes que regresaban a España: “Les daba de comer casabi de raíces que es 112


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pan de muy poca substancia si se come sin carne o pescada; solamente se les daban algunos huevos y, de cuando en cuando, si acaecía pescar algún pescadillo, que era rarísimo. Alguna cocina de berzas, muchas veces sin aceite, solamente con axí, que es la pimienta de los indios, porque de todas las cosas de Castilla era grande la penuria que había en esta isla”. Los viajeros de la época no dan fe de que los españoles consumieran mucho alimento diferente a las proteínas animales. Además del ancestral desgano por los vegetales, el sabor y la textura de los nuevos tubérculos, granos y frutas encontrados, les resultaban desagradables por desconocidos, por estar condimentados y guisados diferente a las rígidas costumbres culinarias de España, muy poco dadas a la variación de productos y condimentos. Sin duda, la variedad de carnes, aves, pescados, frutas y maíz de los nuevos territorios, distrajo al conquistador durante las privaciones iniciales, pero tomada la decisión de permanecer, la primera preocupación fue importar comida española, ingredientes y sistemas de preparación. Aunque la primitiva cocina española perdió preponderancia, es indudable que conservó el remanente sentimental, una que otra sazón, y es la mayor influencia en la cocina criolla. Nuestra afición por la carne de cerdo y el uso abundante de ajo, las carnes de vaca, cerdo, cabra, gallina y los huevos de ésta; verduras como zanahoria, habichuela, cebolla, cebollín, ajo, repollo, albahaca, ajonjolí; condimentos como comino y pimienta; leche de vaca, queso, manteca de cerdo, mantequilla, crema de leche, sólo por citar ingredientes básicos de la cocina del Caribe colombiano, son herencia española como el pan, las recetas de arroces mixtos, incluida la del relleno de los pasteles de gallina, ponqués, butifarras, y platos tan curiosos como la sopa de mondongo de ingredientes españoles, nombre y sazón africanas. Técnicas de cocina como hornear; estofar, llamada también “sudar”; saltear, rellenar las carnes con vegetales y aliños. También son legado español utensilios como el horno, el mortero o almírez, la sartén, el molino manual 113


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de granos y carne, los cubiertos para comer en la mesa, manteles, servilletas y cucharas y cucharones para servir. Los primeros colonos, al establecerse, sembraban en sus casas un huerto con lo que podían aclimatar y árboles frutales para preparar las conservas y dulces en almíbar que elaboraron después con frutas tropicales. Pero en general, los españoles fueron bastante torpes, incapaces de sobrevivir con los recursos del medio, de cambiar de mentalidad y abandonar las nociones europeas de lo comestible y lo no. Ejemplo de esto dan unos frailes embarcados en Puerto Rico a quienes las piñas les parecieron “melones pasados de maduros y asedos al sol”; los plátanos “al principio éranos fruta muy asquerosa, parecía en la boca como ungüento o cosa de botica” y las guayabas “a los que vienen de Castilla les yeden a chinches”. Sólo las batatas asadas o cocidas les supieron bien. Si los conquistadores europeos no hubieran mirado los alimentos indígenas con desprecio y repugnancia, muchos no habrían desaparecido de la dieta y hoy la horticultura contaría con más legumbres, en su mayoría originarias de Asia. Los prejuicios se aplicaron a todos los aspectos de la vida, demonizando sus costumbres y su alimentación. El doctor Chanca, que acompañó a Colón en su segundo viaje, señalaba. “Me parece es mayor su bestialidad que de ninguna bestia del mundo”. Fray Pedro Simón comentaba: “de todos estos animales sacan los indios con flechas, lazos, hoyos, y otros modos, y los comen con mucha suerte de gusanos sucios y otras porquerías, más por vicio e ilusión del demonio, que por necesidad, pues es la tierra abundantísima de toda suerte de comidas”.

Las primeras fundaciones y su alimentación Al establecerse en un área, los españoles primero fundaban pueblos que sirvieran de base para el dominio y explotación de la población nativa. Obligaban a los indígenas a mantenerlos mediante una agricultura de arado combinada con la cría de animales y tributarles bienes como el oro sagrado de las tumbas. 114


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La primera fundación en tierra firme la realizó en 1509 Vasco Núñez de Balboa en la actual región de Urabá, recibió el nombre de San Sebastián de Urabá. La duración de dicha fundación fue muy corta y no alcanzó a tener características de asentamiento donde los colonos desarrollaran la agriultura y construyeran viviendas estables. Estos primeros pobladores abandonaron el lugar acosados por el hambre y la hostilidad indígena. Más tarde, Martín Fernández de Enciso fundó Santa María la Antigua del Darién en la banda izquierda del Atrato, la primera población del continente y que duró hasta 1524 cuando sus moradores fueron trasladados a la recién fundada ciudad de Panamá. En Santa María la Antigua del Darién comenzó el proceso de mestizaje alimenticio de nuestra costa Caribe. Los colonos sembraron yuca y maíz de forma organizada y complementaron la dieta con iguanas, hicoteas y huevos de caimán. Fernández de Oviedo escribió a mediados de 1514: “dábanle [a quien vendía los huevos de caimán] cinco o seis castellanos y más, según los que traían, a razón de un real de plata por cada huevo”, precio alto que prueba la falta de alimentos en dicha fundación. Los comienzos del asentamiento fueron muy difíciles. Pascual de Andagoya relata en 1514 las condiciones difíciles en que vivían los colonos: “Unos no podian curar a otros y ansi en un mes murieron setezientos honbres de anbre y de enfermedad de modorra pesóles tanto a los que alla estaban de nuestra yda que nenguna caridad hazian a nadie”. En noviembre de 1514 y mayo de 1515 se importó maíz para mitigar el hambre desde la isla de Jamaica, entonces colonia española. Pero a mediados del mismo siglo XVI la región del golfo de Urabá era ya “abundante de mantenimientos y de raíces gustosas para ellos [los indígenas] y también para los que usaren comerlas”. Se sembró trigo en la zona pero no prosperó por la alta humedad y el calor del lugar. Un informe anónimo de 115


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aquella época señala que “…tenían muy bien sembrada toda la tierra con maíz y yuca, puercos hartos para comer, todos los caciques en paz”. Con cerdos provenientes de Santo Domingo lograron crías para provisión de carne.

Santa Marta En 1526, Rodrigo de Bastidas, su esposa e hijos partieron de La Española hacia la costa Caribe colombiana, territorio que había visitado en 1500, aplicado entonces más al rescate del oro y las perlas que a la labor de conquista. El propósito del viaje de 1526 era fundar una ciudad que llamó Santa Marta. A cada soldado y a las parejas casadas que acompañaron a Bastidas en su expedición les suministraron armas, abarrotes y comida pero ellos, aunque reclutados con el propósito de colonizar, venían más empeñados en enriquecimiento que en cultivo de la tierra. Los esfuerzos colonizadores de Bastidas no dieron los resultados esperados: la belicosidad de los tairona, hizo imposible establecer cultivos duraderos en los alrededores de Santa Marta excepto en Gaira. Sucesivos gobernadores de Santa Marta tampoco lograron mayor prosperidad, sólo fue posible comerciar con caballos y yeguas necesarios para las incursiones y depredaciones de los conquistadores. La agricultura estuvo a cargo de las encomiendas, donde se hizo trabajar a los nativos sin mayor éxito. Estas encomiendas donde se cultivaba principalmente maíz para tributar al encomendero fueron asaltadas con frecuencia por los indios para robar el ganado en represalia por las expediciones en su contra. En la defensa frente a los españoles, los aborígenes rodearon sus cultivos con plantas de espinas y serpientes venenosas. Fernández de Oviedo, quien llegó con Bastidas encontró cultivos de maíz, yuca dulce, guayaba, guanábana, mucha piña y otras frutas. Enciso describió una planta que probablemente es la guayaba, encontró algodón y hacia el occidente, maíz y yuca dulce. 116


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En 1528 el gobernador García de Lerma trajo con él parejas de colonos casados y como equipaje alimenticio: “Trigo, cebada, centeno y pastos para hacer simiente”. La cebada y el centeno no se aclimataron en la costa; sí los pastos y fueron la base de los que crecieron en el nuevo continente. Hacia 1530 habían aclimatado algunas legumbres y frutales europeos como melones, pepinos, cohombros, rábanos y lechugas, y se habían expandido los cultivos preexistentes de maíz y batatas nativos de América. El gobernador completaba la falta de alimentos con maíz, carne de cerdo y cazabe, importados de Santo Domingo. Después del incendio de Santa Marta el 26 de febrero de 1531, el capitán Cardozo logró que los indios pobladores de Buritaca le regalaran maíz para alimentar a los hambrientos sobrevivientes, y casualmente llegó entonces a la ciudad un barco proveniente de Santo Domingo cargado con cazabe y carne que aliviaron la situación. Pero el hambre no cesó y el 9 de Mayo de 1537, el gobernador Jerónimo de Lebrón escribió a la Audiencia de Santo Domingo diciendo que “no había carga de cazabe ni arroba de harina y solamente se sostienen de un poco de maíz que envía un cacique de La Ciénaga”. El 30 de Diciembre de 1537, la reina Juana ordenó que enviaran cincuenta terneras al obispo de Santa Marta porque faltaba carne de res aunque abundara la caza de “venado y puercos (saínos) y pescado” en los alrededores de la Ciénaga Grande y el río Magdalena. En 1542, el gobernador y adelantado de Santa Marta, Alonso Luis de Lugo, llevó toros y vacas a Valledupar y Sompallón, iniciando así la ganadería extensiva en una zona donde el ganado vacuno se reprodujo con el éxito que no conoció la provincia de Cartagena. Los esfuerzos por establecer la ganadería y la agricultura continuaron: en 1576, el gobernador Lope de Horozco importó árboles y semillas para repartir entre los vecinos, fundó nuevos pueblos y haciendas en la que sería más tarde la zona bananera del Magdalena, donde se cultivó con éxito un cacao de muy buena calidad. 117


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Pero Santa Marta siempre estuvo sitiada por el hambre: la belicosidad tairona y chimila que la rodeaban no permitieron establecer hatos ni cultivos extensos en las tierras vecinas, muy fértiles por demás.

Cartagena Cartagena fue fundada el 1° de junio de 1533 por Pedro de Heredia. Él había organizado en Santo Domingo una expedición a tierra firme que buscaba establecer una base desde donde se pudiera emprender el saqueo y regresar con el botín. El conquistador no trajo semillas ni instrumentos de labranza porque su propósito era el pillaje y el rescate, no la fundación de ciudades. El cronista Juan de Castellanos relaciona en verso el equipaje de don Pedro: “…Cargó mucha harina, mucho vino Armas, machetes, hachas y alpargatas. Y para contractar con el vecino, Diferentes maneras de rescates, Con todo lo demás que le convino, Hasta que a la moneda dio remate; Y de la gente que se llegaba Escogió la que vio la que le bastaba…” El cronista agrega que para completar los bastimentos compraron en Puerto Rico guayabas, plátanos y batatas, y que de Santo Domingo y Jamaica trajeron el cazabe para la tripulación de los barcos. En 1534, Don Pedro de Heredia acompañado de un piquete de soldados españoles y de diez negros esclavos inició el saqueo del oro de las tumbas Sinú. Al principio, la expedición se mantuvo con alimentos robados a los indígenas según cuenta Juan de Castellanos: 118


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“ una vez que tomaron el pueblo de Ayapel sacaron los españoles la tripa de mal año, porque tenían estos naturales Grandísimas labranzas de yucales y otras raíces dellos estimadas, como batatas, ajes, hicomonas, que suelen ser regalos de personas” Las avanzadas de Gaspar de Rodas encontraron en el Sinú una tierra fértil, llena de árboles frutales. En territorio de Finzenú, cerca al actual San Benito Abad, y en Tolú, los conquistadores encontraron abundante maíz, sembrado y almacenado. Pasados los primeros días, los hermanos Heredia a quienes sólo movía la codicia, prefirieron mantener saludables a los despreciados esclavos que proporcionaban la mano de obra, y escatimar los alimentos a los otros españoles miembros de la expedición que con sus ínfulas de grandes señores no aportaban trabajo físico. Era mal visto por ellos trabajar con las manos. Don Pedro daba sólo un pequeño bollo de maíz a los españoles enfermos; y a los negros, seis bollos, carne, pescado y mazamorra. Don Alonso su hermano, fue acusado de dar a sus esclavos negros el poco maíz que encontraron, así como el pescado, los puercos y tortugas que trajeron los indios, dejando morir de hambre a los soldados españoles. Por causa del pillaje de los conquistadores y grandes sequías, los indios abandonaron los cultivos en el Sinú, hasta el punto de que en 1535 y 1536 hubo que llevar maíz desde Cartagena que a su vez se abastecía de las Antillas Mayores. La escasez se repitió entre Septiembre de 1538 y Abril de 1539, período durante el cual no llovió, no crecieron los maizales y el hambre acosó a peninsulares e indígenas. Este período de 1535 a 1538 fue crítico para la provincia de Cartagena porque entonces ya se había acabado el oro de las tumbas del Sinú y aún no se habían establecido ganaderías y cultivos en la región; hubo que importar el abasto desde 119


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Santo Domingo, Jamaica y Cuba a precios muy altos, lo que tornó inaccesibles los víveres para la mayoría de la población. Así lo relata Fray Tomás de Toro en mayo de 1535: “ vale una pipa de harina cerca de treinta castellanos y una de vino más de cuarenta, y un huevo, medio real, un pollo, un ducado, y una gallina dos pesos, y en el Cenú ha valido un queso cuarenta pesos y un pernil de tocino cincuenta”. El sucesor de Heredia, Don Juan de Vadillo, estuvo en Cartagena hasta 1537, hizo plantar allí por primera vez naranjos, limas, plátanos, granados y árboles de la tierra y hortalizas. Las naranjas se dieron tan bien en esa época que el informe de los primeros inquisidores cuenta que en el primer Auto de Fe salieron a las calles muchas personas cargadas de naranjas para tirar a los azotados. También, en el proceso de beatificación de San Pedro Claver consta que el jesuita daba naranjas a los negros esclavizados para calmarles la sed. Desde el principio hubo huertas de pan coger en casas y conventos, que además de servir como viveros desde donde se enviaban las nuevas plantas al interior de la provincia, complementaban los alimentos cosechados en los alrededores y sirvieron de reserva durante los cuatro ataques y sitios que sufrió la ciudad durante el siglo XVI. Juan de Castellanos escribió en 1554: “Hay huertas pobladas de legumbres Nativas y traídas de Castilla… Hay pepinos, cohombros y melones, Copia de calabazas, berenjenas; Hay naranjas y limas y limones, De que casa y huertas están llenas, Hay uvas, a su tiempo y sazones, De parras que se dan allí muy buenas, hay plátanos que es fruta codiciosa A manera de arbre es su planta. Musa la llaman en la Tierra Santa” 120


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Hacia 1540, el gobernador Santa Cruz abrió un camino hasta las sabanas de Arjona con el ánimo de establecer ganaderías allí, pero no dio resultado. La cacería fue cada vez más escasa, y los nativos perros mudos que los indios y luego muchos españoles comieron, desaparecieron rápidamente. Juan de Castellanos lo escribió en verso: “Para ganados hay poca Sabana: Ciertos hatos hay, hoy de vacuno, pero de los demás casi ninguno. Muchas gallinas hay de gentil casta, Y tiénense por alimento sano, Más esta de fuera no les basta”. Sólo los cerdos que Vadillo había traído a Cartagena, se reprodujeron bien porque encontraron apetecibles los frutos del hobo, según hemos dicho y se alimentaron con ellos. Desde los primeros años de la fundación Cartagena tuvo dos problemas alimenticios graves: agua potable y carne fresca.

El aprovisionamiento de agua para la ciudad Frente a la escasez de agua potable, los cartageneros excavaron pozos y jagüeyes; después, durante toda la época colonial, construyeron numerosos aljibes en las casas y unos más grandes para beneficio público en la muralla de Santa Catalina. En 1564, el gobernador Juan de Busto y otros vecinos de Cartagena propusieron al rey la construcción de un acueducto desde un manantial cercano a la población de Turbaco. Sin embargo, sólo hasta la gobernación de Francisco Bahamonde de Lugo en 1570 comenzaron el primer acueducto. En 1573, el visitador enviado por la Real Audiencia, licenciado Juan López de Cepeda, se admiró del constante progreso de Cartagena, donde encontró un nuevo muelle y el agua potable

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corriendo por una acequia desde Turbaco. Parece que en 1618 el agua de este acueducto no era suficiente porque el jesuita Carlos Orta se quejaba: “Hay gran escasez de agua dulce, y la que se bebe es siempre caliente”.

El suministro de carne En la Relación de los oficiales reales que visitaron Cartagena el 7 de Octubre de 1537 consta: “A veces se pasan cuatro o cinco meses que no se come carne fresca, ni salada, sólo pescado”. No fue fácil formar hatos en los alrededores de Cartagena. Los españoles llevaron a Santo Domingo vacas preñadas para que parieran en la isla, luego trajeron crías a Cartagena, pero los terrenos cercanos a la ciudad eran áridos y llenos de rastrojo y arbustos espinosos, poco aptos para la cría de ganado vacuno. Abastecer de alimentos la ciudad y ofrecer de manera regular carne de buena calidad a sus habitantes se convirtió en asunto primordial. Hubo que controlar el tráfico la carne que salía hacia poblaciones vecinas para evitar la escasez y se obligó a los dueños y criadores a portar licencia o pasaporte. El hurto de ganado fue constante durante la época colonial; también el alza de los precios durante las épocas de escasez de abasto. Los carniceros de las poblaciones vecinas mezclaban carne fresca con carne en mal estado. La gobernación estaba al tanto y mandó “que los cabos del pie de la Popa, Ternera, Turbaco y demás poblaciones donde se verifican dichas matanzas, les intimide con la debida prohibición del fresco imponiéndole la pena del perdimiento del otro al que se le encuentre mezclado con él”. El cabildo de la ciudad obligaba a los dueños de reses a entregar a los carniceros los lomos de estos animales “por entero”, para que estos último los pudieran vender “por menudo” a los consumidores. Gran parte de la carne que se consumía era salada o ahumada, como observó Fray Juan de Santa Gertrudis: “Llegamos a un hombre que vendía tasajo: así 122


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llaman a la carne salada y seca al sol, y advierto que en Cartagena no hay carne fresca, sino de aves”. Muy pronto, el cerdo se convirtió en producto de consumo y exportación, algunas veces con precio superior al del ganado vacuno. A falta de buenos pastos naturales que facilitaran el engorde, la carne de res era de mala calidad y el ganado vacuno fue más un proveedor de leche, mantequilla y queso o fuerza de tracción.

La navegación en champanes desde Cartagena En 1572, los champanes ideados por Antón de Olalla y Hernando Alcocer, iniciaron sus viajes regulares entre Cartagena y el interior del reino. La ciudad era un puerto muy activo, por las mercancías que se comerciaban a través de él y porque también con alguna frecuencia los navíos que viajaban de África a Veracruz hacían escala en Cartagena para tomar agua y alimentos frescos. En el año 1575 entraron por el puerto de Cartagena, provenientes de España, condimentos como azafrán, clavos, canela, anís y ajos; además de otros ingredientes como ajonjolí, conservas, aceitunas y atún. En cuanto a granos, importaban garbanzos, lentejas, trigo y cebada que eran preparados en sopas, guisos y arroces según recetas españolas. También traían vinos tintos y blancos, aceite de oliva, vinagre para cocinar y aderezar sus platos. Se importaba harina desde Mérida en Venezuela, lo mismo que coles y repollos de Caracas, y pimienta de Jamaica. Los champanes eran lanchas de poco calado, de 10 a 15 metros de largo y de 2 a 3 metros de ancho, cubiertas en su mitad por un techo formado de palos y hojas de palmera y abiertas en sus partes delantera y trasera. Ocho a doce bogas, negros o zambos, medio desnudos, movían el champán, remando o empujando con una vara según las circunstancias. El viaje en estas embarcaciones desde Cartagena hasta Honda duraba hasta dos meses. Todas las descripciones antiguas del viaje, están llenas de lamentaciones alrededor de este modo de viajar, de los sufrimientos por 123


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el calor, de la pésima alimentación, de la falta de toda comodidad, de los conflictos interminables con los bogas siempre quejosos de las largas horas de su jornada y que a veces abandonaban abruptamente toda actividad, para participar en la fiesta de algún pueblo ribereño. Para cocinar los alimentos de bogas y pasajeros, la embarcación tenía un fogón de leña y carbón montado en la popa sobre una gran caja de arena. Parte de los alimentos los llevaban desde el punto de embarque y otros los compraban o tomaban de los habitantes de las orillas De regreso del Nuevo Reino, los champanes traían a Cartagena una gran variedad de productos agropecuarios entre los que se contaban harina, jamones y quesos que reemplazaron los que pocos años atrás venían de Canarias y Santo Domingo. Los mercaderes se beneficiaron con el comercio en general y llegaron a ser gente próspera. Esta elite adinerada, en la medida que fortaleció su posición social, construyó elegantes edificios en piedra, aprendió las frivolidades de una vida cómoda, comenzó a ser ostentosa y aumentó la importación de España de alimentos como carnes, jamones y frutos secos al mismo tiempo que mobiliarios, manteles y vajillas. En cuanto a los modales en la mesa, en el siglo XVI tomar la comida con la punta de los dedos era un acto considerado de fina elegancia, cuidando, claro, no meter toda la mano en el plato. En los grandes banquetes de nobles, las viandas llegaban cortadas de la cocina para que el comensal sólo necesitara de los dedos al llevarlas a la boca. Muy buen recibo tenía el que las damas comieran con guantes puestos. En 1545, Jean Sulpice en “Libelus bellus moribus in mensa servandis” enseña: “Toma la carne con los tres dedos y no la lleves a la boca en grandes pedazos. No tengas demasiado tiempo las manos en el plato”. El tenedor sólo se usaba para asegurar alimentos que habían de cortarse en la cocina antes de servirlos a la mesa, y había de diferentes formas, según cuenta el marqués de Villena en el libro “Art Cisoria”, escrito en 1423: “La segunda 124


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desilente tridente, porque tiene tres puntas, sirve para tener la carne que se ha de cortar, o cosa que ha de tomarse más firme que con la primera ”. El emperador Carlos V introdujo sin mucho éxito el uso del tenedor en la mesa de la corte española. Se cuenta que el rey era muy glotón, que tenía muy pocos dientes producto de su afición a los dulces y que poseía una mandíbula prominente que le impedía masticar muy bien por lo que debía partir los alimentos en pequeños pedazos para lo que precisaba de un tenedor. Fue durante el reinado de Felipe III cuando se empezó a usar el tenedor en España pero sólo en la corte. Los tenedores para comer en la mesa tenían diferente número de puntas: el punzón o diente de mesa tenía una sola punta, la horquilla o bidente, dos; el tridente, tres; el cuadrigirio, cuatro y el emparrillado, cinco o más. Este instrumento diaboli, como lo llamó san Pedro Damián en Italia, fue rechazado por el pueblo llano porque era difícil comer con él, por lo que hubo personas, los “preceptores del tenedor”, encargadas de enseñar su manejo a las damas y caballeros de alcurnia, incluida la forma en que las señoras debían limpiarse los dientes con ellos después de la comida, hábito tenido por muy femenino. Algunos caballeros acostumbraban llevar cuchillos de caza para cortar en trozos aún más pequeños los bocados, y también, como palillos para limpiarse los dientes con la punta afilada. Cuentan que en el siglo XVII, el Cardenal Richelieu, asqueado de ver a su canciller Pierre Séguir en semejante demostración de limpieza, ordenó que todo cuchillo que se usara en la mesa tuviera la punta roma o redonda. Desde entonces, los cuchillos de mesa llevan la punta así.

Riohacha En 1499, Alonso de Ojeda desembarcó en lo que llamó el Cabo de la Vela pero no fue sino hasta la tercera década del siglo XVI, en 1530 que Nicolás de Federman movido por el negocio de la explotación de las perlas inició el asentamiento europeo en la península de La Guajira. 125


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Don Juan de Castellanos, que por los años de 1538-1540 anduvo tentando fortuna en la región de Ríohacha y en la Sierra Nevada después de un naufragio, nos describe la región: “Determinamos de buscar comida Fuimos una docena de españoles por aquel arcabuco más cercano Porque para subir a los peñoles era bien necesaria mayor mano Descubrimos ahuyamas y frisoles, razonable manjar aunque liviano Pero sin sal es una cosa muy sandia, y esta del mar hacerse no podía”. Con el fin de establecer un centro para controlar el comercio de las perlas, los españoles fundaron hacia 1539 un pueblo que después se llamaría la ciudad de Nuestra Señora de los Remedios del Cabo de la Vela, que gozó de privilegios otorgados por la Corona española y de una efímera prosperidad pesquera entre 1540 y 1570. La escasez de agua dulce y de pastos obligó a sus pobladores a trasladarse, alrededor de 1547, hacia un mejor sitio que llamaron Nuestra Señora de los Remedios del Río del Hacha por estar a orillas del río de este nombre. La pesquería de perlas también trasladó su base o Real, que como nómada se movía por la costa a medida que se agotaban los ostrales. La habilidad de los indios de Bahía Honda para la agricultura y la pesca los convirtió en presas valiosas para los mercaderes holandeses quienes los raptaban para luego venderlos como esclavos en las islas francesas del Caribe. Pero estos guajiros forzados a trabajar para un amo fueron una minoría, el resto de esta tribu aguerrida defendió siempre su libertad, conservó su hábitat del desierto y fue una frontera para la colonización española. Al igual que en las encomiendas en donde los aborígenes tributaban con productos agrícolas, aquí también había maltratos y hambre para los vencidos, que fueron obligados a tributar con perlas. Juan Friede cita un informe de 1544, en donde se cuenta que a estos indios perleros de la Guajira “si no hay pescado no les 126


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dan más que tres arepas cada día, y que cuando traen carne de montería, que se la reparten, y que cuando la hay, no se la dan”. También tributaban con tortugas. En 1548 no habían mejorado todavía las condiciones porque en el informe de la visita, el licenciado Tolosa dice que a los indígenas les daban sólo arepas de maíz como único alimento, que el funcionario las mandó a pesar y dieron en promedio una libra cada una. Los indios recibían tres diarias, salvo los domingos, en que se les daba sólo una; y el pescado lo comían si los indios mismos lo traían.

Tolú y Mompox En 1535 se fundó la villa de Santiago de Tolú y en 1538, Alonso de Heredia fundó a Santa Cruz de Mompox, ciudad que durante la Colonia fue la más importante a orillas del río Magdalena, cuyo comercio controlaba. La región de la depresión momposina y el valle del Sinú fueron durante la Colonia, fuente de abastecimiento de carne de res y de manatí, maíz, queso, yuca y cazabe para la ciudad de Cartagena y los barcos que de allí zarpaban. Los “motes” son platos emblemáticos de las regiones de Córdoba, Sucre y La Mojana. La primera mención escrita de la palabra “mote” la encontramos en la Historia natural y moral de las Indias del padre Joseph de Acosta, en 1590, donde además de maravillarse ante tanta variedad de alimentos cuenta: “El pan de los indios es el maíz; cómenlo comúnmente cocido así en grano y caliente, que llaman ellos mote”.

Valledupar La ciudad de Los reyes Del Valle De Upar fue descubierta y conquistada por el capitán Hernando de Santa Ana, en 1550, quien la pobló por comisión del licenciado Miguel Díaz de Almendariz, aun cuando tres o cuatro años antes estuvo poblada por el capitán Salguero y no se supo la causa porque se despobló. 127


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Aun cuando el cronista Juan de Castellanos dice que el valle del río Cesar fue escogido por Hernando de Santana, para fundar allí la ciudad de Los reyes Del Valle de Upar “por ser el lugar mas abastecido y abundante de comida en toda la gobernación de Santa Marta”, fue sólo entre 1578 y 1580, cuando el cosmógrafo de Indias, Juan López de Velasco, lo cita en las relaciones geográficas de las ciudades fundadas en el Nuevo Reino de Granada. El valle de Upar, rico en ganado fue la otra fuente importante de carne fresca para Cartagena y Santa Marta. La ciudad se llama de los reyes porque ese día se pobló; del valle porque está en una sabana, entre dos cordilleras de sierras; de Upar porque en este lugar habitó un cacique que se llamaba Upar. Jocosamente, algunos la llaman hoy el Valle de Old Parr por el alto consumo del whiskey de esta marca en la ciudad, especialmente durante el anual Festival Vallenato.

La Conquista del interior de La Tierra Firme Santa Marta fue desligada administrativamente de Cartagena, y surgieron otros importantes asentamientos españoles en la región. El gobernador de Santa Marta don Pedro Fernández de Lugo ordenó la conquista del interior de tierra firme al oriente del río Magdalena. Comisionado para tal empresa, Gonzalo Jiménez de Quesada y su ejército, provenientes de La Española arribaron a Santa Marta en enero de 1536, duplicando la población de la ciudad. Por manejo inadecuado de los recursos, las fuentes de agua y alimentos se contaminaron, originando un brote de disentería causante de numerosas muertes entre los soldados de Jiménez de Quesada y los pobladores de Santa Marta. El 5 de abril de 1536, Jiménez de Quesada al mando de 750 hombres remontó el río Magdalena en una expedición llena de percances. Poco después de salir de Santa Marta les faltó comida que suplieron saqueando maíz sembrado por los Chimila. Como fue insuficiente, Gonzalo Suárez y Antonio Lebrija salieron 128


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en busca de alimento y regresaron con “una hilera de indios cargados de maíz y yuca […] y carne de venado”. Fue tal el hambre de los expedicionarios, que un participante declaró más tarde: “Que en el dicho camino y descubrimiento, además de los dichos trabajos y peligros, se padeció por todos en general tanta hambre, que se comieron los caballos que traían y hierbas ponzoñosas y lagartos y murciélagos y ratones y otras tantas cosas semejantes”. Hay que tomar como un acto desesperado matar al caballo para comérselo; porque no sólo era el único medio de transporte del “caballero” quien tenía como gran honor su montura, a diferencia del soldado raso que viajaba a pié. En el siglo XVI, el costo de un buen caballo de guerra en Europa era mayor que el de un esclavo. El cuero de las adargas se convirtió en sustancia comestible. Baltasar Maldonado refirió que durante la expedición llegaron al canibalismo: “comieron carne de indios e indias más sapos y culebras”. Según Castellanos : No queda lagartija, ni culebra ni sapo, ni ratón, que no se pruebe: que la hambrienta gana y atrevida ninguna cosa halla prohibida. Por haber comido sapo el soldado Juan Duarte enloqueció en esta entrada el cual permaneció con su locura sin que jamás pudiese tener cura. Quien tenía más dinero, llevaba mejores provisiones o caballos, y evitó comerse a sus semejantes. El capitán, el soldado de a caballo y el clérigo tenían prelación a la 129


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hora de repartir la comida; murieron más soldados de a pié que mandos superiores. Los altos mandos recibieron más carne de venado, aves, pescado y tortuga. Jiménez de Quesada llevaba sal extraída del mar por los indígenas y observó que cuando escaseaba: “no la come sino la gente principal y los demás la hacen de orines de hombres o de polvos de palmas”. La malnutrición y no el hambre, diezmó a los expedicionarios alimentados sólo de maíz, sin frutas silvestres, pescado o piezas de caza. Una dieta basada sólo de maíz como la de los soldados de a pié, alta en carbohidratos, baja en proteínas, escasa de vitaminas y grasas, produjo el escorbuto y la pelagra. Los enfermos abandonaban el grueso de las tropas y se escondían en el monte buscando morir en paz. La caída de los dientes, la inflamación de las extremidades, el deseo de morir tranquilo son manifestaciones del escorbuto. Juan de Castellanos lo notó : Porque jamás se rompió tal aspereza Desde que la crió naturaleza. ¡ Ah ! cuántos se quedaron escondidos Por no verse vivir con tanta muerte. Tomando por grandísimo regalo Acabar de morirse tras un palo. La pelagra, enfermedad producida por deficiencia de niacina, vitamina del grupo B, atacó a la expedición porque la dieta de los soldados terminó siendo sólo el maíz robado a los indígenas. La enfermedad fue llamad así por el milanés Francesco Frapoli: pelle agra, piel agria; la conexión entre la enfermedad y la dieta de solo maíz fue establecida por primera vez en 1735 por el español Gaspar Casal (1680-1759). Se dice de la pelagra que es la enfermedad de las tres “des”: sus síntomas son dermatitis, diarrea y demencia. Al principio se pensó que era producida por una toxina del maíz, pero llamó la atención que no atacaba a los indígenas cuya alimentación tenía por base el cereal. 130


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Los indígenas no padecían la pelagra porque cocían el maíz en una mezcla de agua y cal, o cenizas de fogón, que facilita la absorción de la niacina y el triptófano. Ninguna crónica muestra a los soldados españoles pescando o cazando. Tanto dependían de los alimentos rapados a los indígenas, que ausentes éstos, aquellos morían de hambre o desnutrición en un medio tropical abundante en caza, pesca y frutas. Las tribus más guerreras, las más difíciles de conquistar, como las de la hoya del Magdalena, primero daban alimentos a los españoles de la expedición y después los atacaban. Se explica esa conducta porque consideraban cobardía luchar contra gente hambrienta; en caso de vencerlos, pensaban, los habría derrotado el hambre y no el valor del enemigo. Según relación de Lucas Fernández de Piedrahita, las penalidades de los conquistadores fueron tantas que al llegar a Vélez sólo tenían “30 caballos y el ganado menos”. Mucho ganado quedó disperso en el camino, que luego se multiplicó engrosando la manada de ganado cimarrón que deambulaba por las riberas del Magdalena asolando las sementeras indígenas.

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Enrique Morales Bedoya

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Guayaba

XIX Psidium guajava L.


CAPITULO VI

EL APORTE NEGRO A LA COCINA DEL CARIBE COLOMBIANO

E

l casi total exterminio indígena, obligó a los españoles a importar esclavos africanos para reemplazar el trabajo de aquellos. Inicialmente los esclavos beneficiaron la economía con el trabajo doméstico en casas,

conventos, y en las minas, más tarde, produciendo tabaco y aguardiente en las plantaciones de caña. Llegaron de África en el siglo XVI, formaron el tercer componente racial de la región e hicieron grandes aportes a la cocina con los nuevos ingredientes que trajeron, los utensilios y las técnicas de cocción que introdujeron. Los primeros esclavos africanos en llegar a la costa Caribe venían con los conquistadores. Un grupo de esclavos negros ayudó a Vasco Núñez de Balboa a construir los barcos en el Mar del Sur, lo que prueba la presencia negra tempranamente en Santa María la Antigua. En el libro Documentos inéditos para la Historia de Colombia, Juan Friede nombra la existencia de algunos africanos en el Darién en 1517, de unos pocos con Bastidas en 1525 en Santa Marta, y de Enrique Morales Bedoya

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otros en 1528 con Vadillo y en 1530 con García de Lerma. Cuando Heredia planeó su viaje a Cartagena se le autorizó traer 100 esclavos negros, 50 hombres y 50 mujeres; sólo trajo 50 en total, y los destinó al saqueo de las sepulturas Sinú. Hacia 1580, Cartagena se constituyó en el principal centro del mercado de esclavos negros en tierra firme, título que mantuvo hasta finales del siglo XVII. La mayoría de los esclavos fue traída de la costa occidental de África. “Vienen de los ríos de Guinea y puertos de su tierra firme, de la Isla de Cabo Verde, de la Isla de Santo Tomé y del puerto de Loanda Angola y tal cual de los otros recónditos y apartados reinos así de la Etiopía occidental como de la oriental” “iolofos, berbesíes, mandingas y fulos; otros fulupos, otros banunes, o fulupos que llaman bootes, otros cazangas y banunes puros, otros branes, balantas, biáfaras y biojos, otros nalus, otros zapes, cocolíes y zozoes” , escribió el padre Alonso de Sandoval, sacerdote jesuita que vivió en Cartagena desde 1605 hasta 1652. Etiopía llamaba el sacerdote a África. De diferentes culturas, con diversos niveles de desarrollo, hablando distintas lenguas y profesando diversas religiones, desde el animismo de los bantú, congos, luangos y mondongos, hasta el islamismo de las naciones del norte y del sur del río Senegal tales como los mandingas, berbesí, jolofos y fulos, fueron esclavizados por igual e igualmente se traficó con ellos. Diferentes también eran las costumbres alimenticias: los provenientes de Benim tenían el ñame como ingrediente principal de la dieta diaria. El millo y el arroz fueron los principales productos agrícolas de la región comprendida entre Senegal y Gambia. El millo servía de cereal y también para preparar bebidas alcohólicas, el arroz y las habas eran abundantes en toda la Senegambia. El arroz cocinado en leche de coco no es patrimonio exclusivo nuestro: en algunos países africanos de la costa del Golfo de Guinea también se usa el aceite de coco en la preparación del arroz, que resulta parecido al arroz con coco blanco que se consume a diario en Cartagena. En Zanzíbar y Mombasa se le llama wali wa nazi. La palabra titoté es tan africana como el uso del aceite de coco. 138


El aporte negro a la cocina del caribe colombiano

La palma se utilizaba de norte a sur para extraer de ella aceite de sus frutos y vino del tallo. Los Yolofos cultivaron algodón en el siglo XV. Jessica B. Harris, en el libro Iron Pots & Wooden Spoons, cita un estudio de Ibn al-Faqih al-Hamadhani, sobre la alimentación de los pueblos que hoy constituyen la población de Mauritania y Mali, donde este sostiene que dichos pueblos consumían desde la antigüedad una variedad de millo llamado dukhn, fríjoles, sorgo, trigo y arroz; y que los preparaban como potajes, tortas delgadas, pan y frituras, y los servían cubiertas de salsas. Los manuscritos antiguos de viajeros árabes revelan que durante la edad media europea, los granos constituyeron el ingrediente fundamental de la dieta africana en la costa occidental. Desde 901 a. de C. hay menciones de fríjoles, arroz, garbanzos, habas y lentejas. La dieta de los africanos antes del comercio de esclavos, al igual que la de los indígenas americanos, incluía más vegetales y frutas que la de los europeos. Algunos ingredientes de su dieta no eran originarios de África, habían sido introducidos por comerciantes indonesios y árabes. Desde la antigüedad, los habitantes de la costa occidental sub-sahariana consumían cebollas, ajos, nabos, repollos, calabazas y pepinos cohombros; y frutas como, tamarindo, ciruelas, dátiles, higos y granadas. En cuanto a la ganadería, Boulegue señala que ya desde el siglo XI, las fuentes árabes hablaban de la existencia de bovinos en esa región. Entre 1506 y 1507, Valentin Fernándes encontró que los yolofos poseían muchas vacas, corderos, cabras, camellos, pollos, y animales de caza, además de muchas variedades de pescados y mariscos. Los españoles y portugueses establecieron desde el siglo XV un intenso tráfico entre América y África y habían llevado y cultivado allí, maíz, yuca, maní y ahuyama por lo que muchos esclavos estaban familiarizados con ellos a su llegada a la costa Caribe. Cuando abundaban la carne fresca o el pescado, los consumían hervidos o asados. Para conservarla largo tiempo, la deshidrataban al sol, la ahumaban o salaban. Las carnes las servían en platos combinadas con verduras. Freían los alimentos en aceite de ajonjolí o de palma, y usaban para los guisos una mantequilla vegetal de 139


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África llamada shea. La sal la usaban con mucha moderación, y como condimento usaban especias importadas del norte de África como el jengibre(Zingiber officinale), la canela(Cinnamomum vero) y la melegueta (Aframomum melegueta) pariente del cardamomo, de sabor parecido a la pimienta, que como dije antes, muchos cocineros la confunden con nuestra pimienta de olor (Pimenta dioica), y con la malagueta (Capsicum frutescens var. Malagueta) que no es una especia sino una fruta pequeña, de sabor picante, parecida al ají, oriunda de Sur América. También la confunden con la Pimenta racemosa, nativa de las Antillas cultivada como planta ornamental y por sus hojas aromáticas que le dan el olor característico al Bay-rhum, remedio alcoholado utilizado antaño para bajar la fiebre y para reanimar a las mujeres que se desmayaban durante el velorio de un ser querido. Las proteínas animales y vegetales eran servidas como plato acompañante, guiso sobre harinas, o purés. Durante las épocas de cosecha, los Mandinga comían carne tres veces al día como plato principal ; en períodos de escasez, sólo la preparaban ocasionalmente en forma de sopa espesa donde la carne se usaba más para dar sabor que como ingrediente principal. Bebían agua, agua con miel y, leches de vaca, de oveja, de cabra y de camella. La leche podía ser fresca o agria. Bebidas acompañantes fueron también un antepasado de la cerveza de millo, vino de palma y una bebida fermentada a base de miel y agua. Durante el viaje a América los esclavos recibían alimentación dos veces al día: papilla de fríjoles hervidos mezclados con manteca, o un puré de fríjoles con arroz y ñame llamado Dab-a-Dab por los esclavos. Frecuentemente les preparaban una mezcla de aceite de palma, harina, agua y pimienta llamada “salsa de esclavos” por los traficantes. Alonso de Sandoval, quien acompañó a San Pedro Claver en el cuidado de los primeros esclavos llegados a Cartagena, describió la dieta que soportaban durante el viaje en los barcos negreros: “Y el refugio y consuelo que en él tienen es comer de 140


El aporte negro a la cocina del caribe colombiano

veinticuatro a veinticuatro horas no más que una mediana escudilla de harina de maíz o de mijo o millo crudo que es como el arroz entre nosotros y con él un pequeño jarro de agua y no es otra cosa, sino mucho palo, mucho azote y malas palabras”. Cuando los barcos negreros transportaban esclavos entre los distintos puertos de América, eran alimentados con arroz y maíz. Algunas veces el arroz se mezclaba con fríjoles, y el maíz se preparaba en forma de tortas o arepas fritas en manteca. De estos menús estaban ausentes las verduras y las frutas, lo que a menudo producía el escorbuto, que los negreros llamaban “mal de Loanda”. Hay que resaltar que los africanos llegados no eran los negros ignorantes y atrasados que algunos han querido ver y que hace parte del imaginario enseñado en nuestras escuelas; no conocían la escritura, es cierto, pero su nivel cultural superaba el de los indígenas. Mientras los aborígenes colombianos se encontraban en el neolítico, los africanos vivían una edad de hierro. Practicaban técnicas de cultivo más complejas y eran excelentes pastores, dominaban el hierro, en cuyo manejo algunos de estos pueblos alcanzaron gran habilidad, fabricaban con él instrumentos de labranza y grandes sartenes y ollas de cocina, habilidad de gran utilidad en América. El ritmo de la vida diaria en Cartagena de Indias comenzó a cambiar totalmente con la llegada de los barcos negreros. La presencia de marineros, hombres de negocios, esclavas prostituidas por sus amos, los juegos de naipes y los bailes, aumentó el flujo de dinero y el consumo de bienes y servicios, elevando los precios, aunque se mantuvieron la precariedad alimenticia y la incomodidad de los hospedajes. En esa época, las fondas y hospedajes de blancos pobres y negros libertos estaban en el barrio de Getsemaní, fuera de las murallas, esta fue la “zona hotelera” de Cartagena, y el lugar donde comenzó el “sincretismo alimenticio”, o “comida fusión” que llaman hoy. Esclavos domésticos, hombres y mujeres, fueron utilizados por familias adineradas, funcionarios públicos y órdenes religiosas, masculinas y femeninas, en 141


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la atención de casas y conventos y la calidad de vida de los esclavos dependió del amo que los hubiera enganchado . Además de las labores en el interior de la casa, se asignó a los varones el cuidado de las huertas y las pesebreras. El trabajo en la fabricación del pan, fuera este de maíz o de yuca, corrió a cargo de las mujeres, aunque el comercio del mismo era efectuada por hombres y mujeres indistintamente. En 1645 la única carnicería de Cartagena era atendida por negros y mulatos. Más tarde hubo por lo menos seis carniceros entre libres y esclavos, a saber: cuatro negros esclavos, un mulato esclavo de una dama cartagenera, y un negro libre. Un ejemplo fue la negra Luisa Sánchez, apodada “La Mondonguera” por ocuparse de vender las vísceras o despojos en la carnicería y que compraban los pobres y los dueños de esclavos, para la alimentación de estos. Los dueños de esclavas les permitían y a veces las obligaban a ganarse un jornal como prostitutas, trabajando en las calles y plazas. Fray Juan de Santa Gertrudis encontró a las negras vendiendo frutas y “comistrajes”: “Reparé que delante de la casa de dicho cabo salieron una máquina de gateras negras. Así se llaman las mujeres que venden en las plazas sentadas en tierra, y alineadas formaron una plaza, cada una con sus comistrajes de comer para vender a los negros y forzados”. Unos años más tarde Jorge Juan y Antonio de Ulloa relataron algo parecido sobre las mujeres negras: “las cuales unas se mantienen en las Estancias casadas con los Negros de ellas y otras en la Ciudad, ganando jornal, y para ello venden en las Plazas todo lo comestible, y por las Calles las Frutas y Dulces del País de todas las especies, y diversos Guisados o Comidas; el bollo de maíz, y el cazabe”. Fray Juan de Santa Gertrudis confundió el cazabe con platos redondos y nos da fe de su consumo entre la población: “Yo le pregunté: ¿Patrón, para qué son todos esos platones que traen estas negras? El me respondió: Padre, éstos no son platos. Antes este es el pan que por lo común se come en esta tierra. A esto lo llaman cazabe”. Jorge Juan y Antonio de Ulloa nos cuentan que las negras, además de 142


El aporte negro a la cocina del caribe colombiano

las frutas, verduras y dulces, vendían “el Cazabe, que sirven de Pan, con que se mantienen los negros”. Así, las mujeres negras además de estar encargadas de la cocina, lo fueron también de buscar ingresos adicionales para los dueños en tareas de venta de frutas y dulces del lugar y en la elaboración de cazabe para lo cual se congregaban en la que se llamó “la Plaza de las Negras”, hoy “Portal de los Dulces”, donde se hacía el comercio de frutas, verduras y carne al menudeo. Nitza Villapol, citada por Barney Cabrera, atribuye a una herencia africana la costumbre de preparar y vender alimentos en forma ambulante y a cargo de mujeres. Mas adelante Barney asevera que “los “toldos”, por ejemplo, para preparar y vender empanadas y fritangas y las “bateas” (palabra por cierto, de origen africano, conocida acá y en México) que portan hábilmente sobre su cabeza, asentadas en rodajas de fibra de plátano y en las cuales llevan comestibles y panecillos para la venta ambulante, es quehacer femenino que las niñas negras aprenden desde la adolescencia. Ni más, ni menos que toda la carga cultural que llevan sobre sus cabezas las palenqueras en sus recorridos diarios por las ciudades y pueblos de la costa Caribe. Esta habilidad para vender alimentos al detal y con mucho regateo era propia de las mujeres negras en África. Esa destreza la conservan las mujeres de esta raza, las populares y amables “palenqueras” que recorren las ciudades de la costa vendiendo frutas, bollos y dulces. Ni los indígenas ni los españoles gustaban del cazabe; los negros sí lo adoptaron y crearon recetas como la torta de cazabe con plátano o cerdo guisado, los cazabitos rellenos de coco, azúcar y anís o dulce de guayaba que perduran hasta hoy. Los esclavos constituían para el amo “ganado valioso” y lo alimentaba bien con abundante plátano, yuca, maíz, malanga, ñame, carne y pescado, además del cazabe por el cual desarrollaron un especial apetito, como ya hemos dicho. En ocasiones se les proveía tabaco y aguardiente, por lo que vistos históricamente, 143


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estos esclavos tenían una dieta más rica y abundante que la del trabajador colombiano actual. Los negros asignados a los Reales de Minas como se llamaron las minas de oro, vivían en rancherías a orillas de los ríos. Estas comunidades tenían cerca una roza donde cultivaban plátano, maíz, yuca, ñame y otros pocos alimentos para el consumo de la mina. Un rancho era dedicado a la cocina que estaba a cargo de las mujeres ancianas. Del cuidado de los sembrados se encargaban los ancianos y los niños, mientras el trabajo duro del canalón lo hacían las mujeres y hombres jóvenes. Con el decaimiento de las minas en 1641, cesó durante casi un siglo la trata legal de esclavos que fueron designados en su mayoría a los cultivos. El gobernador Pedro Zapata de Mendoza escribió a la Metrópoli el 23 de Febrero de 1654 sobre los esclavos: “.. estos son los que hazen las labranzas” porque entonces los indígenas habían desaparecido o ya no eran una fuerza laboral significativa. El esclavo doméstico fue más fácilmente influenciable en el proceso de aculturación, pero así mismo fue el que más influyó sobre la cultura dominante. El personaje más importante fue la cocinera, llamada “guisandera” por los cronistas, por estar en sus manos la preparación de los alimentos, arte en el que siempre han tenido reconocido éxito. La sazón, ese arte de intuir las proporciones dentro de una receta para obtener un mejor sabor, fue el mayor aporte negro a la cocina costeña. Ellos introdujeron con parsimonia las técnicas africanas de cocción: el fritar en bastante aceite que desconocían los españoles acostumbrados a saltear o fritar sus alimentos en poco aceite. Los españoles preparaban empanadas con masa de harina de trigo y asadas al horno; en manos de cocineras negras de la costa se transformaron en empanadas de masa de maíz, con otra sazón, y fritas en abundante aceite caliente. Las roscas y los buñuelos españoles de harina de trigo fritos en poca grasa llamados genéricamente “frutos de sartén”, se convirtieron en toda suerte de arepas, carimañolas y buñuelitos de venta en las calles, fritos en 144


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abundante aceite y en unos calderos grandes de clara ascendencia africana, sobre pequeños fogones de carbón, o anafes. Técnica de cocción heredada de negros es remojar granos de cereales secos o leguminosas para luego pelarlos y molerlos, crudos, con ajos y especias antes de verterlos por cucharadas en abundante aceite, o manteca caliente. Con granos manipulados así, se preparan los “buñuelos de frijolito cabeza negra” de la costa Caribe. Estos buñuelos descienden directamente de los akara o akkra que se consumen en Nigeria y Golfo de Benim, y son iguales a los llamados acarajé en Brasil, accras en Haití , y son comunes entre la población negra de América tropical. Todos tienen la misma receta sin que cambie esencialmente de un continente a otro. Es herencia negra cocinar los alimentos al vapor, envueltos en hojas de plátano. El guiso o sofrito, base de todas las salsas criollas, parece derivarse de la salsa ata de los Yorubas preparada con cebolla, ajo y ají dulce freído en manteca o aceite. Y no han cambiado las recetas, sí los nombres del arroz con guandú, la sopa de mojarra ahumada con candia, las “tajadas” y los patacones. Se puede asegurar que los negros fueron los creadores de las recetas con plátano. El plátano hartón y el dominico, que no resisten las temperaturas frías del invierno en las Canarias, eran comunes en África donde fueron introducidos desde la antigüedad por comerciantes indonesios, y conocidos por los africanos desde antes de viajar forzados a América. Los indígenas no lo conocían y los españoles sólo cultivaban el banano o guineo en las Islas Canarias para consumirlos como fruta. En la comida caribeña colombiana hay recetas con plátano idénticas a las que hoy son muy comunes en África, por supuesto que con otros nombres. Sirven de ejemplo las tajadas fritas de plátano maduro y los patacones son muy comunes en los pueblos del Golfo de Benin. Los plátanos maduros guisados con leche de coco, los cocinados con panela y canela llamados “plátano pícaro”, la mazamorra y los bollos de plátano, la majuana y el minguí, hacen parte también del recetario de 145


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África occidental y central; los cocinados en panela y leche de coco, aromatizados con canela y clavos de olor y rociados con queso, son llamados foutou en Guinea, al pescado guisado en leche de coco lo llaman mehuzi wa samaki. Aunque la receta de los patacones es africana, su forma y nombre recuerdan a una moneda de oro española llamada patacón durante la Colonia. Otro plato hay de clara ascendencia africana con nombre extraño: “cabeza de gato”, que es un puré de plátano verde asado o cocido, mezclado con guiso de cebolla y ajo, al que se le pone algunas veces chicharrón, parte del desayuno típico costeño. Es un plato africano por excelencia, originario de Ghana en donde inicialmente se preparaba con ñame. El nombre de “cabeza de gato”, tan diferente a los nombres que recibe en otros países la misma receta, se debe a su forma redonda parecida a una cabeza y a que en la España renacentista se llamaba “gato” al puré de cualquier tubérculo. Cuando no se le pone cerdo, recibe en Cuba el nombre de fufu de plátano, y en República Dominicana mangú; cuando se prepara con el plátano frito y lleva trocitos de chicharrón, en Cuba, Puerto Rico y República Dominicana se llama mofongo. Los dulces de consistencia dura, o melcochuda, preparados a partir de fruta picada y azúcar sin refinar o panela, son de origen africano y muy comunes hoy tanto en África como en todos los países tropicales con población negra. Fray Juan de Santa Gertrudis nos cuenta del coco: “Mas en Cartagena lo confitan, y llenan de ello cajetas, y es una confitura muy especial que llaman cocada”. Descendientes de esta receta son entre otros, el mongo-mongo o calandraca, un dulce de consistencia melcochuda hecho a base de plátano maduro, gran variedad de frutas y algunas veces coco; las cocadas de diversas frutas tropicales, las panelitas de leche, las bolas de tamarindo y el dulce de papaya verde cristalizada con azúcar que recibe el nombre de “caballito” Implante africano es el uso versátil del coco que en América reemplazó al fruto de una palma nativa de África, conocida en Brasil como “dinde” y que no existe en 146


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el Caribe. Los negros enseñaron el uso del aceite de coco para freír y guisar, de la leche para dar sabor a platos de sal y de dulce, y de la pulpa para elaborar deliciosos postres. No se puede imaginar la cocina cartagenera sin el coco. En cambio, en la cocina de la antigua partida de Tierradentro, actual Departamento del Atlántico, y en la provincia de Santa Marta en la margen oriental del río Magdalena, donde durante la colonia la mayoría de población fue mestiza, con escaso porcentaje de negros, el coco tiene menos preponderanciaen la cocina diaria. Grandes aportes africanos a la cocina costeña, fueron los calderos y sartenes de hierro, el pilón hecho con el tronco ahuecado de un árbol y su mano de moler, el cucharón con agujeros para revolver y retirar los fritos y el bangaño o recipiente para guardar y transportar líquidos, fabricado con una variedad de calabaza oriunda de África (Lagenaria vulgaris). Aún hoy el bangaño es más usado que el calabazo de totumo para transportar agua porque se conserva el agua más fresca en el bangaño. Las ollas de negros tuvieron siempre condimentos y especies nativas indígenas Herencia africana son los términos culinarios como “biche”, para indicar que una fruta no está madura; “bitute” y “vitiviti”, sinónimos de comida; “cucayo”, el arroz que queda pegado en el fondo del caldero; llamar “binde” al fogón de tres piedras, “musengue” al espantamoscas, y “afunchado” un alimento que quedó más húmedo de lo usual. Y son

palabras africanas “carimañola”, un

“frito” de forma ahusada que preparan con masa de yuca cocida aliñada, rellena de carne molida adobada o queso. “Cafongo”, una variedad de bollo de mazorca sazonado con especies y de sabor dulce muy común en el sur del departamento de Bolívar. La “biranga”, una papilla o mazamorra de plátano maduro, leche y azúcar. El “minguí”, un puré de plátano parecido al mangú de República Dominicana, llamado así por los habitantes del Palenque de San Basilio, y que en Magangué y Montería es hoy una bebida fría hecha de plátano maduro. El 147


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“guarapo”, jugo de la caña recién exprimido y, también, el fermentado. El “selele”, una sopa de frijolitos verdes, con ñame, plátano maduro, yuca y carne salada. Otros nombres africanos son: “ñango”, el coxis humano y culinariamente la parte última de la rabadilla de la gallina; y “mondongo” que es la panza de la vaca. De África llegaron nuevos ingredientes como la gallina de guinea (Numida meleagris), el guandú (Cajanus cajan), la candia o quimbombó (Hibiscus esculentus), el “frijolito de cabeza-negra”(Vigna unguiculata), el fríjol negro o caraota llamado fríjol prieto en Cuba (Castanospermun australe), la patilla o sandía (Citrullus lanatus), el guineo (Musa paradisíaca, sapientum) y las diferentes variedades de ñame (Dioscorea alata, D. sculenta, D. villosa). Con el nombre de ñame conocemos una raíz comestible, llamada en portugués inhame y en inglés yam, difundida en América por los navegantes hispanoportugueses a mediados del siglo XVI cuando cobró fuerza el tráfico de esclavos negros desde la costa occidental de África. Era un producto tan típicamente africano que un comerciante de esclavos en Cartagena se refería a un grupo comprado por él como los ñame-ñame. Distintas variedades de ñame hacían parte importante de la dieta africana, con connotaciones religiosas en los antiguos imperios de la costa occidental. En Mali, cuando le cortaban la cabeza a un criminal lo hacían en un cultivo de ñame, como un ritual para asegurar buena cosecha; y desde la antigüedad hasta hoy, la recolección del ñame es razón para celebrar con festivales entre los miembros de la cultura Ashanti de Ghana y Nigeria. El ñame como el plátano tuvo una difusión rápida en América. Muchos visitantes de la época, e historiadores de hoy, los toman por vegetales nativos. Ha quedado casi que confinado el cultivo a la costa atlántica donde en las Sabanas de Bolívar es fácil hallar hasta una docena de variedades. Dentro del tipo espinoso tenemos los que llaman “cañuela”, de tubérculo largo y delgado, y el “burrón”, de gran 148


El aporte negro a la cocina del caribe colombiano

tamaño. Del tipo criollo o liso se distinguen las variedades “palomero”, “manteca”, “lagartija” y “catabrero”. Las recetas de cocina europeas que los amos españoles trataron de replicar en sus cocinas dirigidas por viejas esclavas negras, recibieron de esas manos una gran transformación de la sazón, tornando más fuerte el sabor de las especias y demás ingredientes. Las cocineras negras introdujeron también platos como los guisos con candia, el selele, el mote de ñame y el de guandú, que servidos como acompañamiento o como plato principal, mejoraron notablemente la dieta mal balanceada de los españoles. Las panaderías y las “pulperías”, como se llamaba entonces aquella mezcla de tienda de abarrotes y taberna, fueron manejadas mayormente por negros y mulatos llamados “regatones”, quienes determinaban de alguna manera qué alimentos vender y a quiénes comprar los suministros. Las mujeres y los hombres africanos aparentemente perdían su cultura cuando convertidos en mercancía entraban a formar patrimonio de quienes los adquirían. Sin embargo, en el contacto con sus amos, hubo siempre para ambas partes un intercambio de culturas que alteró el orden colonial. Los negros, pese a la traumática restricción de vida que supone la esclavitud, fueron creadores de cultura. Ellos trajeron con la sazón, su música, su danza, el ademán y la alegría de vivir, características de la costa Caribe colombiana y nos legaron la capacidad de ser felices en la adversidad y de construir una sociedad con valores en medio de la crueldad; valores con que hemos podido sobrevivir como nación durante más de doscientos años de guerras fratricidas.

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AUTORES CONSULTADOS

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Enrique Morales Bedoya

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PiĂąa

II Ananas Sativus Schult


CAPITULO VII

LA COLONIA

E

n año 1600, las grandes ciudades del imperio español en la costa Caribe colombiana estaban en los sitios que hoy ocupan. La colonización española se desplazó hacia el sur a todo lo largo de la costa desde el litoral, y por el

río Magdalena. Cartagena y Mompox pronto ganaron preeminencia, llegando la primera a ser el principal puerto del virreinato, centro de la actividad económica social y política de la región y uno de los más grandes centros del comercio esclavo en el Atlántico. Mompox fue el sitio de comercialización de los alimentos de la región, aduana de productos que subían o bajaban por el río, y residencia de ricos hacendados de la región como el Marqués de Santa Coa y el de San Fernando. Contrasta con esta brillantez la opacidad de Santa Marta, que aunque potencialmente mucho más rica, se mantuvo a niveles de la supervivencia, amenazada siempre por el contrabando y el despoblamiento. En el puerto de Santa Marta atracaron pocas naves después del descubrimiento del canal de las Bahamas en el siglo XVI, y la fundación posterior de Cartagena. La ciudad se tornó dependiente de este puerto. Enrique Morales Bedoya

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No hubo en las regiones interiores de la costa Caribe villas y ciudades como en Boyacá y los Santanderes. Los españoles prefirieron asentarse a la orilla del mar y de los grandes ríos, jamás se establecieron por encima de los 1.000 metros de altitud, ni siquiera en la Sierra Nevada de Santa Marta. Los conquistadores se instalaron en el Nuevo Reino para vivir a expensas del trabajo indígena, pero como su producción fue insuficiente, importaron artículos de España para complementar la dieta alimenticia. Además, dada la asociación de clase social y prestigio con la presencia o ausencia de alimentos europeos en la mesa lo mismo que con la calidad de los productos nativos, se hizo imprescindible la importación. Los alimentos importados mostraban la clase social a que pertenecía el anfitrión. En el año de 1575 entraron de España por el puerto de Cartagena condimentos como azafrán, clavos, canela, anís y ajos; ingredientes como ajonjolí, conservas, aceitunas y atún. En granos, continuaban importando garbanzos, lentejas, trigo y cebada para preparar sopas, guisos y arroces según recetas españolas. También traían vinos, tintos y blancos, vinagre y aceite de oliva para cocinar y aderezar los platos. Aunque la mayoría de los primeros pobladores españoles de Cartagena fueron castellanos por ser Heredia oriundo de Madrid, ya en el siglo XVI, el 33% de los habitantes de Cartagena eran andaluces, cuyas costumbres fueron factor importante de las características sociales y culturales de la colonia. A pesar de la enorme presión española sobre los aborígenes para que sembraran trigo, cebada, semillas y hortalizas, siempre hubo resistencia, activa o pasiva. Lo explica Salomón Kalmanovitz: “…0.4 hectáreas de tierras sembradas de tubérculos pueden alimentar a una familia de cinco personas, pero la misma superficie en cereales es insuficiente para dos personas, fuera de que se requiere una mayor cantidad de trabajo..”. Había resistencia a cultivos poco productivos según el sistema tradicional de siembra indígena y que estaban destinados a satisfacer la 154


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dieta del odiado encomendero, lo que además no dejaba tiempo para atender los cultivos ancestrales. Los indígenas no pudieron ser sometidos a trabajar en los cultivos de españoles, y durante los pocos intervalos de paz prefirieron entregar maíz, miel, pescado y tubérculos obtenidos en su propio terreno. Debido a la disminución de la población indígena, la institución de la encomienda dejó de ser rentable y fue abolida a mediados del siglo XVI. Los abastecimientos debieron ser provistos por las nacientes haciendas de los blancos ricos y por los cultivos de los habitantes libres de los pueblos cercanos a Cartagena, en las sabanas de Bolívar, en la región del Sinú y por la antigua encomienda de Galapa y otros poblados de Tierradentro, nombre que recibía el territorio del actual departamento del Atlántico. En la provincia de Santa Marta, los cultivos se hicieron en lo que más tarde se llamó la zona bananera, y en el Valle de Upar, distante de la capital. El trigo era traído del interior de la Nueva Granada o, cada vez en mayor escala, de ultramar. La molienda de todo tipo de granos era una dura tarea que se hacía a mano, sobre una piedra cóncava. No existían molinos movidos por agua o viento. Los productos de la ganadería, el azúcar, el ron, y en menor proporción el cacao, provenían de inmensas propiedades de ricos hacendados de las sabanas de Tolú, de los alrededores de Mompox, y en menor cuantía, de la ribera oriental del río Magdalena. Con frecuencia los hacendados se hicieron con el control de los cabildos municipales e incidieron en la fijación de los precios de la carne y el maíz. Parte de los proveedores de alimentos de Cartagena eran pequeños cultivadores de las zonas anteriormente citadas, negros libres en su mayoría, con pequeñas parcelas de producción de “pan comer” y donde debieron cultivar vegetales como el ñame y el guandú ancestrales. Estos productos, que también fueron cultivados por los negros en los huertos domésticos del barrio de Getsemaní, en los conventos y algunas casas de propietarios adinerados, ayudaron al mantenimiento de la ciudad durante los múltiples sitios efectuados por los piratas, el General Morillo, el Libertador Simón Bolívar y, el último, Gaitán Obeso. En épocas de escasez 155


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y penuria, los blancos ricos debieron renunciar a comestibles importados y consumir solamente ingredientes nativos, cocinados y aderezados por manos negras e indígenas, a su estilo y manera. Las encomiendas y más tarde las grandes haciendas, dieron origen al latifundio y con ello la pretensión de los propietarios de convertirse en Nobles de Indias, que procuraban copiar modelos de la realeza europea, más orgullosos que sus padres los conquistadores y sin las inseguridades de éstos por el origen. Esta elite adinerada, a medida que fortaleció su posición social, aprendió las frivolidades de la vida cómoda, se hizo ostentosa y aumentó la importación desde España de carnes, frutos secos, vinos, mobiliarios y vajillas. Las diferencias en la dieta según clase social está clara en las ordenanzas que Melchor Pérez de Arteaga dictó en Cartagena en 1560 para el servicio de los champanes que cubrían la ruta del Magdalena. Dispuso que a los indígenas bogas se les diera como ración maíz y tasajos de manatí; a los galeotes de Cartagena, para todo el viaje, media fanegada de habas o garbanzos, o 30 libras de mazamorra más una ración de cazabe y a veces una libra de carne. Los viajeros españoles llevaban sus comidas tradicionales: bizcocho, vino, aceite, vinagre y ajos.

Apertura del Canal del Dique Fecha clave para el comercio de Cartagena fue el 20 de agosto de 1650. A las cuatro de la tarde, ese día, Don Pedro Zapata de Mendoza, gentilhombre de su Majestad católica, hijo del conde de Barajas, sobrino del cardenal Zapata, caballero del hábito de Santiago, reconocido como “hombre de varoniles arrestos” y gobernador interino de la provincia de Cartagena, después de cuatro meses de labor, de una serie de gestiones ante el Cabildo de la ciudad y las poblaciones ribereñas y de rogar recursos monetarios a las cofradías de los conventos de Santa Teresa y Santa Clara, unió con canales rudimentarios una serie de lagunas y ciénagas e 156


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inauguró el Canal del Dique. Con una longitud de 135 kilómetros se constituyó en arteria del comercio porque, conectó a Cartagena con el Magdalena, y por el río con el interior del Reino. La primera embarcación que arribó a Cartagena por esa vía, de propiedad del tenerifano Martín de Amoscótegui, llegó cargada de harina procedente del Nuevo Reino. Dos días después de inaugurada la obra, su gran benefactor y gestor, don Pedro Zapata, fue trasladado a Antioquia como Gobernador en propiedad, dejando huérfano al Canal que no recibió el mantenimiento necesario y sufrió el cierre frecuente y finalmente cayó en el abandono después de las guerras de la independencia. Gracias al Canal, el puerto marítimo de Cartagena quedó comunicado por vía fluvial con el río Magdalena y fue la puerta hacia y desde el interior del Nuevo Reino de Granada. Ingredientes básicos para las mesas de españoles y criollos acaudalados, como aceite de oliva, vino, jamones curados, canela, clavos, azafrán, pimienta, almendras, aceitunas, alcaparras, ciruelas y uvas pasas, e implementos de cocina, llegaban por ese puerto. Del interior del reino llegaban a Cartagena la codiciada harina de trigo y demás productos de clima frío como ajos, garbanzos, lentejas, cebada y avena. Santafé, Tunja, Popayán y demás provincias dependieron del puerto de Cartagena para abastecerse de productos europeos. Como ejemplo podemos citar, la recepción brindada al virrey Guirior en Santafé, en 1773, y la que el general Francisco de Paula Santander ofreció a Pedro Napoleón Bonaparte, sobrino del Gran Emperador, en 1832. Para ambos eventos fueron necesarios finos ingredientes, manteles, vajillas y cubiertos europeos, dada la importancia social de los homenajeados, y hubo de encargarse todo a Cartagena.

La importancia del cerdo durante La Colonia Los cerdos españoles de negra, recias piel y pelambre que llegaron con los conquistadores, son los antepasados de los chonchos negros, orejones que se 157


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ven hoy en las porquerizas de los campesinos y a orillas de los caminos de la costa Caribe. Además de provisión durante las expediciones de la invasión y conquista, una vez fundada la población y establecidos allí; el cerdo, fácil de transportar, fue el primer animal que los españoles multiplicaron para obtener alimento como carne fresca, tocino, manteca, y carne salada. Los primeros cerdos que llegaron al continente, fueron alimentados con una fruta silvestre: el hobo (Spondias purpurea); alimentados con ella, sobrevivieron a las privaciones de los inicios coloniales en tierra firme. En España los alimentaban con bellotas, víboras y otras culebras. En América el cambio por maíz, yuca y demás cultivado en las huertas indígenas, mejoró notablemente el sabor y la calidad de la carne; y los nuevos condimentos caribes como el ají, la pimienta de olor, el achiote, dieron un vuelco a la culinaria tradicional del cerdo venida de España. Este sabor especial que adquirió en el Caribe es muy distinto al de los cerdos de hoy, criados industrialmente en porquerizas higiénicas, alimentados con concentrados formulados, cuya carne es empacada al vacío y expendida en almacenes de grandes superficies. Los cerdos de ahora tienen la grasa mejor distribuida, su carne es más “sana” según los parámetros actuales que satanizan las grasas animales pero su sabor recuerda más a la pechuga de pavo, tan suave que no tiene sabor propio sino a los condimentos y especias del adobo. La llegada del cerdo tuvo para los indígenas un significado diferente: fue el peor enemigo, la plaga más voraz de sus cultivos. El cerdo se comía todo y los dueños de las piaras las establecían cerca de los poblados indígenas para tener alimento gratuito sin tener la obligación de responder por los daños que los puercos causan. Los indígenas al servicio de los encomenderos tenían la obligación de sembrar maíz y yuca con que los cebarían luego, además de alimentarlos, cuidarlos y transportarlos. Florecieron compañías porqueras con amo español y mano de obra indígena, luego negra, que abastecían el consumo 158


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local, el de las ciudades grandes como Cartagena, y quedaba un excedente para salar y vender como provisión a los barcos. En clima cálido, no se pueden preparar los jamones y embutidos como en tierra fría; la carne se debe consumir fresca, recién sacrificado el animal, o como tasajo que es carne salada, manteca o tocino. Las piernas de cerdo frescas se consumen de inmediato y mantienen el sabor natural que queda oculto tras los adobos y salmueras cuando son convertidas en jamones; lo que antes iba a la olla para ser compartido, en el Caribe durante la Colonia lo degustaba una sola persona, y trozos que antes eran molidos y vendidos para hacer empanadas y pasteles, entonces fueron alimento de uno solo. Es el reino de la abundancia y la variedad: las personas consumían trozos reconocibles del animal y hasta repetían. Descubrieron cualidades y sabores diferentes en las distintas partes del animal. A cada tipo de carne le dieron una preparación peculiar. La consolidación de la encomienda y su tributo en maíz, permitió a los españoles mejorar la ganadería porcina. El cerdo transforma el maíz en carne con una productividad cinco veces superior a la del ganado vacuno, así que podían comenzar la cría de los cerdos con sobras de comida casera y luego cebarlos con maíz hasta que alcanzaran alto peso, obteniendo ganancias más altas que con ganado bovino. Por el gusto y la textura del cerdo del caribe lo ponderaban: contrario al siglo XX los médicos de aquella época la consideraban carne “sana”, como lo eran la de gallina, carnero o pollo. En 1577, el comerciante italiano Francesco Carletti, de paso por Cartagena, enfermó y recibió un tratamiento de purga. La primera comida que le ofrecen después de que el tratamiento hizo efecto, lo sorprende, y narra la experiencia en sus memorias Razonamientos de mi viaje alrededor del mundo: “en vez de pollos y gallinas que nosotros debíamos comer como enfermos, nos permitía el médico y ordenaba que comiéramos carne de cerdo fresca, la cual en aquella tierra, para no decir mentiras, es en verdad 159


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tan excelente al gusto cuanto se pueda imaginar, y así pretenden que es muy buena para la salud por estar hecha en país muy húmedo y muy caliente y nutrida además con buenas cosas y piensos de aquella tierra”. Quién sabe qué dirán los galenos del siglo XXII. Casi sesenta años más tarde, el predicador Thomas Gage fue purgado también cuando enfermó en Cuba de regreso a Europa. Escribió asombrado en Nueva Relación: “cuando mi purga hubo hecho operación y yo esperaba que me trajesen un pedazo de carnero o gallina, o alguna otra suerte de carne nutritiva, mi médico ordenó se me diese un trozo de puerco asado, lo que rehusé creyendo me haría daño en el estado en que me hallaba, diciendo al médico que esto era contra la práctica de todas las naciones, porque la calidad de esta carne era de soltar el vientre. Mas él me respondió que el puerco hacía todo lo contrario en aquel lugar de lo que hacía en otras partes, y que yo debía comer de lo que me ordenaba, asegurándome que no me haría ningún daño”. En 1735, Jorge Juan y Antonio de Ulloa visitaron Cartagena e hicieron la siguiente observación sobre la carne de cerdo que allí encontraron: “Pero el ganado de Cerda […] es de tal delicadeza, y buen gusto, que no sólo se tiene por el más sabroso de todas las Indias; pero en ninguna parte de Europa, se cree que lo haya de igual sabor; y por esta razón Europeos y Criollos le dan preferencia a cualquier otro, y es el manjar ordinario de aquellos moradores. Además de las buenas calidades con que se lisonjea al gusto, lo consideran allí muy saludable; tanto que lo han hecho el alimento común, y es más seguro de los Enfermos con antelación a el de Aves”. Esta afirmación la confirma el funcionario virreinal Miguel de Santiesteban; de paso por Mompox anotó lo siguiente el martes 21 de marzo de 1741 en el Diario de Viaje: “La villa tiene abundante provisión de carnes de vaca y de cerdo, tan gustoso éste como inocente, pues se da a los enfermos”. El cerdo fue rey de la gastronomía del Caribe no obstante que desde el inicio de la colonia hubo suficientes gallinas, pollos, hicoteas y otros animales comestibles que 160


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los indígenas tributaron a los encomenderos, y que el ganado vacuno proliferaba en Mompox, el Valle de Upar, las tierras cercanas a Santa Marta, y en las sabanas de Bolívar. Su consumo decreció a mediados del siglo XX cuando los médicos descubrieron en la deliciosa carne de cerdo es rica colesterol, triglicéridos y demás sustancias de nombre extraño a las que culparon de todos los males. El hábito de adobar, guisar y freír con la grasa, el gusto exquisito, la disponibilidad y el apetito ancestral de los españoles por el cerdo, hizo florecer alrededor un extenso recetario. Parte de él son las recetas del lomo y el pernil de cerdo fresco adobado y preparado de diferentes maneras para los días de fiesta; los chicharrones, la carne, las chuletas, y las costillas de cerdo fritas, su uso en arroces, sopas, guisos y las butifarras.

El siglo XVIII: Restricciones y excesos que inciden en la estratificación social y alimenticia El siglo XVIII, el de Las Luces, vivió la entronización de la familia real francesa de los Borbones. Estos, inspirados en La Ilustración, impusieron cambios económicos y culturales a un imperio español empobrecido y decadente. La apertura comercial y la cascada de importaciones desataron el consumo, aumentaron el nivel, calidad de vida y lujo de la clase alta. El contrabando, vieja práctica, alcanzó en este siglo su nivel más alto. Puntos de entrada fueron Urabá y La Guajira cuyos aborígenes mantuvieron durante toda La Colonia tratos con holandeses e ingleses. La apertura económica y el contrabando descarado inundaron el territorio de vinos, frutos secos, mantelería, vajillas y, lo más importante; harina de trigo, escasa siempre e indispensable para la fabricación de pan, tan importante para los españoles, que su nombre es sinónimo de comida. Cinco viajeros famosos ofrecen abundante información en general y sobre los alimentos en particular: Jorge Juan y Antonio de Ulloa en 1735, Miguel de 161


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Santiesteban en 1741, Fray Juan de Santa Gertrudis en 1756 y José Celestino Mutis en 1760.

La Cocina en Cartagena durante el siglo XVIII Los naturalistas Jorge Juan y Antonio de Ulloa hicieron parte de una comisión de científicos enviada por el rey de España a Ecuador para medir el arco del meridiano terrestre. En un detallado diario quedaron sus observaciones, las costumbres de los americanos y el contraste de éstas con las de los europeos. Había entonces como hoy, diferentes menús para cada clase social en las ciudades, y otros en las cocinas de los pobladores del campo. Juan y de Ulloa destacaron el lujo con que vivían los ricos contrastándolo con la modestia de otras clases, diferencia evidente en la cocina desde los primeros años de la conquista. En la Relación Histórica del Viage a la América Meridional, Jorge Juan y Antonio Ulloa hablan de la cocina de la clase adinerada cartagenera en 1735: “ De la abundancia que goza aquel país en todo género de carnes, frutas y pescados podrá inferirse lo abastecidas y regaladas que serán allí las mesas, las quales son servidas en las casas de distinción, y comodidad, con gran decencia y ostentación y con esplendidez: La mayor parte de los manjares aderezados a la moda del País, y no sin diferencia a los que se acostumbran en España; pero disponen algunos platos con tan delicada sazón, que son no menos agradables al Paladar de los Forasteros, que pueden ser gustosos al de los que ya están connaturalizados en su uso ”. Y sobre el horario usual de comidas de la elite de la ciudad dejaron interesantes apuntes: “Regularmente hacen allí dos comidas al día, y otra ligera: la primera por la Mañana, que se compone de algún Plato frito, Pasteles en Hoja hechos con Masa de Maíz, u otras cosas equivalentes, a que se sigue el Chocolate; la del Medio Día es más cumplida; y la de la Noche suele reducirse a Dulce y Chocolate, aunque muchas familias hacen cena formal como se acostumbra en Europa. Suelen decir 162


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vulgarmente que las cenas son allí dañosas; pero nosotros no experimentamos mas novedad que en Europa, y acaso el daño estará en el exceso de las otras comidas”. La cúpula de la sociedad de Cartagena estaba conformada por los funcionarios coloniales y los ricos comerciantes españoles que vivían las modas y estilo de vida de la metrópoli. A partir de 1740 casi todos los virreyes de La Nueva Granada pasaron largas temporadas en la ciudad y el virrey Caballero y Góngora prácticamente gobernó desde Turbaco.

Las transmisiones de mando de los

virreyes Eslava, Pizarro, Guirior, Flórez, Torreazar Díaz de Pimienta, Gil y Lemus, y Mendinueta se llevaron a cabo en la ciudad con las ceremonias y banquetes de rigor, lo cual alimentó la mentalidad cortesana de la pequeña elite provinciana deseosa de evidenciar su posición social ante la máxima autoridad colonial. Una idea de la fastuosidad de tales celebraciones lo dan estos ejemplos: para el recibimiento del virrey Eslava en 1740, se gastaron más de 1.700 pesos tomados “de la renta de propios” de la ciudad; y la no menos elegante recepción ofrecida por la marquesa de Valdehoyos al virrey Messia de la Cerda en su casa, en julio de 1764. En 1789, los comerciantes españoles del Consulado de Cartagena, Lázaro María Herrera y José Ignacio de Pombo decían en una comunicación al virrey: “pero lo que más admiración y asombro causa es ver que en todo Cartagena se hallan las casas adornadas con muebles venidos de Jamaica y de las demás islas, sucediendo lo mismo en cuanto a géneros de vestir, bajillas y tren de calle de modo que más parece colonia de ingleses o franceses que ciudad de los dominios de España”. Toda esta riqueza proveniente del comercio, la disponibilidad de especias antillanas y productos extranjeros obtenidos mediante el contrabando desbordado, contribuyeron al desarrollo de una cocina delicada, gustosa y servida con elegancia, cualidades de la cocina cartagenera tradicional. El grueso de nuevos inmigrantes lo constituyeron por lo general hombres solteros, muy codiciados esposos para las hijas casaderas de los comerciantes ricos. Estos 163


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codiciados recién llegados enriquecidos por matrimonios ventajosos, no dirigían las cocinas de sus casas pero procuraban la adquisición de finos comestibles españoles para su deleite y para mostrar solvencia económica ante los invitados a su mesa. Las vajillas y cubiertos finos no abundaron, el peltre fue el material más usado en cubiertos como la loza para las vajillas. En 1793 entraron por la aduana de Cartagena 7.651 piezas y 26 cajones de loza fina, además de dos vajillas completas de loza china, probablemente porcelana. Esta cifra es baja si tenemos en cuenta la importancia de la ciudad y el número de habitantes; a estas cifras habría que añadir, claro, lo que ingleses, franceses y holandeses entraban de contrabando. La elite criolla ocupaba un segundo plano en la estratificación social, y a ella le seguía una clase media de mulatos. Después estaban los libres pobres y por último, los esclavos. Cada clase tenía intereses y niveles de vida diferentes como diferentes hábitos alimenticios. Para procurarse vegetales, los cartageneros plantaron huertos en los patios de las casas y terrenos no edificados. En un plano de la ciudad dibujado por Antonio de Arévalo el 30 de Junio de 1789 se ve que junto al baluarte de San Lucas, la ciudad tenía huertas, árboles y palmas de cocos. Cerca del baluarte de Santa Catalina había terrenos ocupados con huertas y cocales que debieron tener gran importancia durante la resistencia que la ciudad opuso al almirante Vernon en 1741. Sobre las costumbres alimenticias de la clase media de Cartagena durante la misma época son útiles las anotaciones que en 1756 hizo Fray Juan de Santa Gertrudis. Fray Juan de Santa Gertrudis parece un personaje de la novela picaresca española entre todos los cronistas coloniales. Viajó por el río Magdalena y maravillado por lo que sus ojos veían escribió el famoso libro Maravillas de La Naturaleza, quizá la crónica colonial más leída en Colombia, con tono extravagante y exagerado, como

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cuando describe las sonoras pisadas de los caracoles y la luz de los cocuyos que le sirvieron en el Canal del Dique para leer el breviario “como si tuviera una vela a cada lado”. Sus vívidas ilustraciones sobre manadas de micos, el sabor de las frutas y el esplendor de las aves, dan un tono exquisito a sus testimonios. En el encabezamiento del primer capítulo llama a Cartagena de Indias “Cartagena del Perú”, confusión atribuible a la escasa instrucción del fraile: supuso que así como en el Norte, todos los territorios dependían del virreinato de México, los del Sur deberían serlo del de Perú, aunque ya para entonces había sido instituido el virreinato de la Nueva Granada. Su descripción de la llegada a la ciudad es hermosa: “La ciudad de Cartagena está situada en una playa de arena, dentro de un puerto llamado Bocachica, cuyo término es muy propio, porque la boca de dicho puerto es tan chica que dos naves de guerra a la par no pueden pasar juntas. Dentro es muy grande, y tanto, que alrededor tendrá sobre tres leguas. En la bocana tiene una fortaleza y una torre, donde se pone de noche un farol para guía de los navegantes. Y en la fortaleza el estandarte con las armas del Rey de España. A mano izquierda, ya dentro del puerto, hay dos fortalezas, y en medio, en la mitad del puerto, hay otra fortaleza en un escollo de peña, llamado El Pastelillo.” Las costumbres alimenticias de los criollos de la ciudad no eran muy refinadas porque lo que cuenta el fraile concuerda con la apreciación del jesuita Carlos de Orta a quien un siglo antes le había parecido que: “Los alimentos son bastos e insípidos”. Fray Juan vio que en Cartagena: “Pan y vino solo los caballeros lo usan. Más la comida regular de esta gente, gente eclesiástica y regular, por lo común se reduce a un guiso de tasajo y una olla de tasajo, yucas, arracachas, camotes, cazabe o ñame y zapallo”. Sobre las bebidas anota: “De cada una de por sí de estas raíces, yuca, arracacha, camote y ñame, hacen una especie de bebida que llaman masato”. Cita un plato hoy desaparecido del recetario cartagenero y que más parece originaria del sur del país: “Otro guiso hacen de huevos duros con salsa de maní 165


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tostado, con mucho ají compuesto todo”; además cuenta que en Cartagena se bebía champuz y da la receta, muy parecida a la del Valle del Cauca. “El champuz es maíz cocido. Al cabo de 4 o 6 días que ya por sí embebió casi todo el caldo, le mixturan un poco de miel de caña, le ponen hojas de naranjo o limón, y algunos ponen también romero, y lo vuelven a hervir, y así lo guardan y así se come”. Y habla de lo regular que fue la dieta: “En el colegio a medio día siempre daban una taza de champuz. Yo lo probé y no me supo”. ¡Qué le iba a saber al pobre curita! Germán Patiño explica por qué convivieron ambas recetas en la Cartagena de entonces: “…estos platos habituales en la cocina cartagenera de comienzos de la segunda mitad del siglo XVIII nos hablan de antiguas relaciones y, de manera particular, de la unidad de la cocina afrodescendiente en Iberoamérica, pues nunca debemos olvidar que, al fin y al cabo, en las regiones esclavistas quiénes se hacían cargo de la producción de los alimentos y de la cocina eran los negros del campo, y las negras de servicio en casas y haciendas”. Y explica la comunicación frecuente entre esclavos de Popayán y de Cartagena: “Sabemos entonces que los tratantes y comerciantes de toda laya no hacían el viaje a Cartagena en soledad sino acompañados de una partida de esclavos de confianza que, cuando el propósito era traer de vuelta una partida de esclavos para la venta, siempre incluía mujeres para que se encargaran del avituallamiento”. A la presencia de nativos, blancos, indios y negros, se añade en Cartagena, en el siglo XVIII, la de mulatos nacidos en España y Portugal, limeños y de las islas del Caribe, quienes demostrando plasticidad y capacidad de adaptar técnicas y costumbres europeas, actuaron además como comunicadores y difusores de las culturas a que pertenecían. Fray Juan de Santa Gertrudis habla ya de la costumbre costeña de comer arroz todos los días: “Y suele también esta gente comer arroz con las mismas carnes y fuerza de ají. Y para postre ordinario miel de caña migada con queso fresco”. En la actualidad, la panela reemplaza a la miel de caña en este popular plato. 166


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Y cita otro menú: “La gente ordinaria su comida es un sancocho con cazabe por pan, o bollo o arepa, y su postre de miel migada con queso” y termina con la anotación: “Pobres y ricos todos allí por la mañana, hasta los negros, todos toman cacao con pan quien lo tiene, y si no, un plátano. Tras el cacao almuerzan huevos fritos y mucho ají; y quien puede compra tamales. Por la noche, por lo regular, cenan pescado fresco; y la negrería y gente pobre una taza de champuz y su dulce y queso. Por la tarde se vuelve a tomar cacao, y la gente rica lo toma también después de comer y cenar”. Como vemos, el chocolate estaba presente en todas las horas y comidas del día; y el pan, ausente siempre. En Las Maravillas de la Naturaleza de Fray Juan encontramos la primera definición del sancocho: “Sancocho llaman al tasajo con plátanos o yucas cocidas” y dos recetas del mismo. La primera es muy parecida al de la actual viuda de carne salada: “La una es: ponen en una olla tres dedos de agua. Sobre ella ponen unos palitos que hagan parrilla. Porque después el tasajo, y sobre él los plátanos o yucas o uno y otro. Tapan la olla con un pedazo de hoja de plátano o achira, y a fuego lento con el vapor del agua se cuece”. La segunda parece la del actual sancocho: “La otra es: destrozan a mano los plátanos verdes, o las yucas, tajados con cuchillo no, porque se ponen colchosas las tajadas; métenlo en la olla con trozos de tasajo, meten agua y algunos ajíes, y así con caldo, tapada de la misma suerte la olla lo cuecen”. Un sacerdote extranjero luego de probarlo exclamó: “San Cocho, lástima que este santo no esté en el santoral católico”. María Moliner explica la etimología de la palabra sancocho como derivada de las raíces latinas sans-cocho: sin, o con poca cocción, como referencia al poco cuidado y poco tiempo de su preparación. Bella y concisa la que Gabriel García Márquez dio muchos años después “la olla donde hervían cortadas en trozos todas las cosas de comer que la tierra del trópico es capaz de producir” Del tamal cuenta Fray Juan que en Cartagena: “….la gente culta suele freírlo con manteca. Frito y no frito siempre se saca de ello un plato a la mesa, y sobre lo 167


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sobrado que allí meten en sus guisos y potajes, cada uno toma su cucharada del plato, y yo decía, esto es comer rabiando”. De modales en la mesa: “Sólo los chapetones (así llaman a los españoles) usan cuchara y tenedor; la gente criolla come con las manos, aún las más señoras. Cucharas de plata sólo se usan para tomar cacao”. Sobre platos y vajillas anota: “Pilche se llama un medio puro con que comen en lugar de plato, que aquí no hay platos sino de plata, y estos sólo los usan la gente rica”. Una palabra sobre modales en la mesa y manejo de los cubiertos. Los españoles de la conquista, para comer sólo utilizaban la cuchara: cuchara de plata los ricos, de madera los pobres; lo que no podían tomar con la cuchara lo tomaban con los dedos. Los “chapetones” ricos y los recién llegados habían aprendido el manejo del tenedor en España; mientras los parientes y amigos criollos iban un poco detrás en la moda; el acto de comer con las manos aún no era de mala educación, sólo de “falta de mundo”.

La cocina del campo en el siglo XVII Después de veintisiete años de servicio como funcionario virreinal en el Perú, don Miguel de Santiesteban se dispuso a volver a España. Viajó por caminos de piedra o tierra hasta La Nueva Granada; navegó por el Magdalena, y en Mompox, enterado de que Cartagena estaba sitiada por el Almirante Vernon, cambió la ruta y se dirigió a La Guaira, temiendo que toda la costa neogranadina estuviera infestada de piratas. El navío en que viajaba el señor Santiesteban efectivamente fue abordado por piratas franceses, en manos de ellos quedó el detallado diario de viaje que llevó desde cuando abandonó El Callao. Este diario está lleno de apuntes sobre la alimentación suya y la de los bogas durante la navegación por el Magdalena. Allí aparece un menú que hoy se llamaría “sopa de tortuga y ensalada verde”: “Miércoles 15 de marzo de 1741. Aseguraron la canoa y encendieron fuego 168


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juntando, como lo hacen siempre, los troncos y ramas más secas de las muchas que conduce el río a estas playas, y puesta la olla que se compone de mucha carne de vaca salada que llaman tasajo y plátanos verdes en el color y sazonados para el gusto de que se cuecen muchos y se asan otros que les sirven de pan. Lavaron en el río las pequeñas tortugas y vivas las echaron en el agua que hervía; a poco rato las sacaron y quitándole fácilmente la tierna corteza de sus conchas, después de habérnoslas presentado enteras para que las gustásemos, se las comieron como el mayor regalo. Aquí encontramos grande abundancia de verdolagas poco menos gruesas que los espárragos cultivados, tiernas y muy crecidas de que ya veníamos informados y se hizo de ellas para nuestra cena una regalada ensalada que fue las noches siguientes uno de los platos más apetecidos”. La verdolaga que menciona Santiesteban es la Portulaca olearacea L., que crece silvestre en la costa pero no hace parte de la dieta de la mayoría de los colombianos. Esta planta se reproduce tan fácilmente, que el refrán popular dice: “más regao que verdolaga en playa”. El 18 de marzo del mismo año, don Miguel De Santiesteban da fe de la buena calidad del chocolate que se bebía en la zona de El Peñón, hoy Zambrano, endulzado con guarapo de caña: “…y como sea uno de sus plantíos la caña dulce y el cacao, tienen todos de uno y otro lo que han menester para su consumo en chocolate sin necesitar de otra cosa que un pequeño molino que forman dos troncos que eligen en la selva, redondos y de grueso proporcionado que puestos horizontalmente los mueve un muchacho con un manubrio y oprimen la tierna caña en una vasija en cuyo licor pasado por un colador tienen agua y azúcar y moliendo el cacao que el día antes cogieron de su planta, secaron al sol y tostaron y molieron, hoy hacen un chocolate tan delicioso al gusto como el que puede servirse en las casas más opulentas, lo que se debe a la excelente calidad del cacao pues no se halla otro mejor en América”. Y el señor venía de servir en la corte de la elegante Lima virreinal. En Mompox, el martes 21 de marzo de 1741, don Miguel se asombró de la dulzura, abundancia y tamaño de los frutos de la tierra: “Logran con abundancia 169


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todas las frutas, semillas y raíces que se proporcionan a su calidísimo temperamento, y entre aquellas la que llaman níspero que es de las más deliciosas del universo”. Antes había escrito en el diario: “Aquí compramos piñas y aguacates los más crecidos que hasta ahora había yo visto, aun habiendo estado en muchos parajes de la más apropiada temperatura a estos frutos”. Fray Juan de Santa Gertrudis dejó Cartagena, tomó un champán para navegar por el río Magdalena hacia el Sur, y registró en el diario las costumbres alimenticias de los bogas del champán y de los pobladores de la orilla del río. Por estas anotaciones y las de Santiesteban sabemos que en el siglo XVIII habían desaparecido de la comida diaria el manatí y las aves silvestres habían sido reemplazadas por las gallinas criollas, las cuales se aclimataron fácilmente igual que los cerdos y el ganado vacuno. Así describe Fray Juan el menú diario a bordo de un champán: “En todo el viaje por la mañana tomábamos cacao y una presa de pollo asado, y almorzábamos. Los bogadores van proveídos de tasajo, éste lo cocinan con plátanos, y por la mañana se comen los plátanos, y al llegar a arranchar por la tarde, al caer el sol, entonces se comen la carne. Nosotros se cocinaba una olla de arroz con tasajo, y a medio cocer tapada se guardaba en la canoa, y ésta con el calor del sol para mediodía, que nos arrimábamos a tierra a comer, estaba ya sazonada y tan caliente como si la sacaran entonces de la candela hirviendo. Por las noches cenábamos pescado fresco que abunda mucho en el río”. Parece exagerado que el calor del sol cocinaba al arroz igual que la candela; sí bien es cierto que una olla de arroz tapada y al sol conserva el calor muchas horas a orillas del río Magdalena. Continúa el fraile: “…ellos, después de haber cenado en las playas o en el monte, armaban una grande hoguera…y de ahí cenaban su carne, y los más la mayor parte de la noche pescaban, y se lo comían asado con mucho ají y sin sal”. A medida que se alejaban del mar escaseaba la sal que en un clima tan húmedo es difícil de conservar, así que se destinaba a sazonar los alimentos de los pasajeros importantes. 170


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Fray Juan se asombra tanto de la fertilidad del suelo y la abundancia de productos de la región como de la escasez de alimentos europeos: “Es tan fecunda aquella tierra, que cada cuatro meses hay cosecha de maíz. Sólo lo que anda escaso es pan, vino y aceite. Pero cuanto al aceite hay en el suplemento de la manteca, que con facultad para ello, en todo tiempo se sazonan las comidas con manteca”.(...)“Vino de España no falta pero va caro. En los pueblecillos no suele haber más harina que la que tiene el cura para hacer ostias. En los pueblos grandes la gente culta solo come pan”. Pero insiste en la falta de pan cuando en Mompox escribió: “El alcalde buscó unos pollos y en una casa nos los aderezaron para comer aquellos días. Sólo había quedado del almuerzo un pedacito chico de bizcocho y la cuarta parte de un vaso de vino. A medio día nos trajeron la comida de pollos guisados y asados. Trajeron plátanos asados, yucas, camotes, etc. Pero nosotros no sabíamos comer sin pan. Entonces conocí lo que es el pan para la manutención al que se crió con él”. Fray Juan era un buen viajero y aunque echaba de menos su comida habitual, también disfrutaba la regional y, con la imaginación de un buen cocinero, mezclaba ambas con gran placer. Hace referencia a los huevos de barbudo y de tortuga que hacían parte de la comida diaria durante la navegación por el río. “La tortuga pone 80 huevos del tamaño del huevo de gallina, redondos; sólo la tortuga primeriza los pone largos. En lugar de la cáscara tienen una tela blanda como los de los patos. Dentro en lugar de clara tienen un poco de aguadica, y lo demás es toda yema. Fritos y asados se comen, y asados guardados al humo se conservan todo el año, y quitándoles la cascarita, mixturados con miel es rica comida”. “Yo hacía unas fritadas de huevos de barbudo, que me provocaban el apetito con desorden; y para postre unas yemas ya secas de huevos de tortuga nadando en miel. Ni los pasteleros han soñado semejante regalo”. A fines de 1760 llegó a Cartagena de Indias don José Celestino Mutis como médico del virrey Pedro Messía de la Zerda y luego de una escala en la ciudad, 171


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partió para Santa Fe. Con el diario de Mutis por el río Magdalena comenzó el acopio de conocimientos que culminó en la Expedición Botánica. En el diario, en Simití el martes 13 de enero de 1761, anotó: “En este día vimos una particularidad bien notable que prueba la mucha abundancia de pescado en este río. Los bogas de nuestra falúa tenían en nuestra popa una pequeña red sujeta a unos palos en forma de cuchara. Para coger el pescado, no hacían más que introducirla en el río y sacarla al punto. Con esta acción sacaban el pescado chico con tanta abundancia que rara vez salía la red sin pescado. Cuando se hacía esta maniobra saltó un bocachico por la proa donde cayó”. Poco parecido a lo que ocurre hoy. Y en cuanto a la predilección de los lugareños por los huevos de tortuga anotó con ojo de médico: “Reparé que un boga de nuestra falúa, a quien le había salido un tumor, que ellos llaman nacido, en el músculo pectoral, hacia el sobaco, se abstenía de comer huevos de tortuga. Preguntele el motivo y me respondió que eran los tales huevos muy enconosos, y temiendo que el tumor no se le enconase, se privaba de esta comida, que no es poca cosa continencia a vista de un manjar tan delicado para ellos”. Existe en el Caribe una tendencia a la dualidad, por ejemplo existe la creencia de unos alimentos “fríos” y otros “calientes”, unos “machos” y otros “hembras”. Algunos alimentos “fríos” son la yuca, el achiote, el cebollín, las hojas de plátano, y el arroz; son tenidos como “calientes”, el ají, la pimienta, la papa, y el fríjol. Por ejemplo, cuando se padece gripa, una enfermedad “caliente”, debe evitarse comer arroz y todos los alimentos “fríos” y no debe cortarse el cabello porque las tijeras son “frías”. Los alimentos “macho” son aquellos, infértiles, que producen vitalidad, energía y tenidos como afrodisiacos como el dulce de mongo-mongo, el ají, las hojas superiores del bleo de chupa, la sopa de hicotea y carne de armadillo, mientras que los tenidos como “hembra”, proporcionan calorías, facilidad para

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la concepción y producción de leche en las mujeres, como el ajonjolí, el dulce y cocadas de leche, caldos de ave y huevos de tortuga.

Aguardiente y ron La afición por las bebidas estimulantes y su preparación mediante los más diversos procesos son tan antiguas como la humanidad. Los hombres agriaron la leche de los animales que habían domesticado, y extrajeron de frutas y raíces diversas jugos para fermentar. Con ellos prepararon variados brebajes para tomar en los festines, orgías, sacrificios, funerales y, embriagados, semejarse a los dioses, sentirse inmortales, sin inquietud por lo venidero, fuertes en la batalla y apasionados en el amor. La colección de escritos más antigua que se conoce, las tablillas de arcilla sumerias del siglo XXII a. C., menciona el uso de la cerveza como remedio y estimulante. El 15% de las formulas de los médicos egipcios de los siglos XVII y XVIII a. C. contienen cerveza o vino; éste recibe sus primeras alabanzas en la epopeya babilónica del Gilgamesh, cuando el héroe Ut-Napishtim ofrece a los obreros constructores del arca salvadora el “jugo de la viña, el vino tinto y el blanco’’. Posteriormente, el código de Hammurabi del siglo XVIII a. C. registra preceptos sobre casas de bebida o tabernas que demuestran la importancia y la difusión del vino en la época. El vino es mencionado más de 600 ocasiones en la Biblia, y Noé, ebrio, el primero en la leyenda, duerme desnudo en su habitación: “Un día Noé bebió vino y se emborrachó, y se quedó tirado y desnudo en medio de su habitación” (Gen.9.22); siete versículos más adelante, la Biblia cuenta que Noé vivió trescientos cincuenta años más después del incidente aunque no precisa si a causa de él. Hace 2.700 años, en el banquete funeral del rey Midas se bebió una mezcla fermentada de vino, cerveza y miel llamada kykoon por los griegos.

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Desde tiempos prehispánicos, los indígenas de América del norte fermentaban la miel de arce; en México preparaban pulque y mezcal a partir del jugo dulce de dos variedades diferentes de maguey; y en la costa Caribe colombiana, los aborígenes prepararon bebidas fermentadas embriagantes a partir del maíz, de la yuca y otras raíces ricas en almidón, que los españoles llamaron genéricamente “chicha”. El proceso de destilación fue usado por los griegos con fines médicos en la escuela de Alejandría desde el siglo VI d. C., donde obtuvieron las esencias de plantas aromáticas. Pero fueron los árabes, inventores del alambique, los difusores de la técnica por todo el Mediterráneo durante sus conquistas fulgurantes. Más tarde perfeccionaron la técnica introduciendo alambiques en serie y lograron producir cantidades mayores de esencias de rosa, jazmín y azahar, que usaban tanto en la cocina como en farmacia, pero desconocieron la esencia del vino, el alcohol, porque para aislarla se requiere un método de refrigeración que ni ellos ni los griegos conocieron. Aislar alcohol a partir de una bebida fermentada embriagante se logró por primera vez en la escuela de Medicina de Salerno en el siglo XII, mediante la destilación de vino en un alambique. Por destilación simple obtuvieron el aqua vitae (agua de vida) con un 60% de alcohol y por bidestilacion el aqua ardens (agua que arde) con el 96% . A diferencia del resto de países de Europa que prefirieron la palabra aquavit, del latín aqua vitae, agua de vida, los españoles del siglo XIII adoptaron aqua ardens, agua ardiente o aguardiente, para denominar al resultante de la destilación del vino. La nueva bebida, con mayores grados de alcohol, resulta cuatro o cinco veces más embriagante que el vino, significó economías de tiempo, cantidad, y diversidad de aromas. Una ebriedad más rápida y prolongada con menos cantidad de líquido. Los conquistadores, apegados como eran los españoles al vino, lo trajeron en botijas y el ejército lo llevó en la travesía de los ríos, por selvas y montañas. Lo traían por su buena calidad y también porque la política proteccionista española 174


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prohibía la siembra de la vid y la elaboración de mostos de uva y de aceite de oliva en las colonias americanas. Pero sólo el rico estuvo al alcance tomar vino; el resto que eran muchos, tomó chicha, guarapo fermentado o aguardiente. Comenzando el siglo XVII, ya había en la costa Caribe colombiana grandes cultivos de caña de azúcar, llamada caña dulce en las Noticias Historiales de Fray Pedro Simón. El primer jugo de la caña o guarapo se fermenta fácilmente y alcanza una concentración de un 5 o 6% de alcohol, de difícil conservación, pero que puede ser destilado. También el jugo de la caña reducido por el calor, o melaza, se puede fermentar agregando agua y destilarlo una vez fermentado. La destilación de estos derivados de la caña, el aguardiente de caña llamado también “aguardiente de la tierra” o “de anís”, se practicó tanto en los grandes cultivos como en parcelas pequeñas. La costumbre de tomar aguardiente se popularizó tanto, que en 1676 el rey advirtió a la audiencia de Santafé sobre la merma del consumo de guarapo y el incremento del de aguardiente. Fray Juan de Santa Gertrudis cuenta de otra producción: “De cada una de por sí de estas raíces, yuca, arracacha, camote y ñame hacen una especie de bebida que llaman masato.[..] Y este mismo masato también al empezar a quererse acedar, lo meten en un alambique y sacan aguardiente muy rico con anís”. Felipe Salvador Gilij, en el siglo XVIII, encontró que en las plantaciones de caña: “Grande la ganancia y poco el trabajo. Y no menor utilidad obtienen de la destilación de dicha miel por medio de un aparato especial para hacer aguardiente”. Para destilar aguardiente, calentaban al fuego miel de caña o guarapo en tinajas hondas sobre la que ensamblaban otra vasija más pequeña con el fondo perforado. El vapor del alcohol subía de la tinaja grande a la pequeña en donde se condensaba y mezclaban con alguna especia o yerba aromática; cubriendo ambas vasijas iba un plato de cobre que era rociado constantemente con agua 175


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fría para condensar los vapores de alcohol. El brebaje fluía luego por un tubo angosto hasta un recipiente externo. Tales fueron los alambiques primitivos que con el tiempo reemplazaron con los de cobre, más eficientes y costosos. La razón de usar cobre para fabricar alambiques es que el cobre no reacciona químicamente con el alcohol y, por tanto, no altera el sabor. Los ricos tomaron aguardiente de España; las bajas esferas y los negros bebían aguardiente de la tierra. En Cartagena todos bebían a las once de la mañana para recuperar el estómago y para evitar las pestes. Jorge Juan y Antonio de Ulloa escribieron en 1735: “El Aguardiente tiene un uso tan común, que las Personas más arregladas y contenidas lo beben a las once del Día; porque pretenden que con esta prevención recupera el Estómago alguna fuerza de la mucha que pierde con la sensible y continua transpiración, y que coadyuva a avivar el apetito; en esta hora se convidan unos a otros, para hacer las Once; pero esta precaución, que no es mala cuando se practica con moderación, pasa en muchos a hacerse vicio, y se embelesan tanto en ella, que empezando a hacer las Once, desde que se levantan de la Cama, no las concluyen hasta que vuelven a dormir”. De esta costumbre y del hecho de que “aguardiente” lleva once letras, deriva la de llamar “onces” a un refrigerio. Mollien encontró que en Mompox: “En el día hay diversas horas que se consagran a beber: las siete, las once, las dos, las cuatro, etc., etc., de modo que antes de la noche cada cual se ha bebido una botella de aguardiente”. Como el aguardiente se volvió muy popular, el rey lo gravó con impuestos desde 1736; hubo diferentes sistemas: el arriendo, el asiento y la administración directa. Por el último, el rey se hizo dueño del monopolio de la fabricación y comercialización del licor; entonces el virrey Solís fundó la Real Fábrica de Aguardiente en Mompox en 1761, en Cartagena en 1772, y la de Santa Marta en 1787. Más tarde, don Antonio de la Torre y Miranda fundaron la Real Fábrica de Corozal de Pileta, como se llamaba entonces la ciudad de Corozal en el Departamento de Sucre. Jamás alguien disfrutó pagando impuestos; los productores de licores de la época 176


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trataron de evadirlos, produciendo y comercializando ilegalmente el aguardiente en alambiques rudimentarios cerca de los sembrados de caña. Don Antonio de la Torre y Miranda confiscó en 1775 ochenta y cinco alambiques en las sabanas de Bolívar. El ron es un invento de las plantaciones de caña antillanas y se produce utilizando el jugo obtenido en la segunda y tercera pasadas del bagazo de la caña por el trapiche y de la espuma que se forma en los fondos donde se hierven el guarapo y la miel de caña. Este jugo de caña puede ser fermentado y destilado. Además de sacarosa, contiene gran cantidad de residuos orgánicos que por su sabor particular, dan un licor áspero que debe ser re destilado para obtener el ron, de fuerte olor y más grados de alcohol que el aguardiente. Fray Juan de Santa Gertrudis en 1757, no diferenció los dos licores: “De este guarapo es que sacan el aguardiente que por acá llaman ron, y para ello es menester que el guarapo tenga punto ya con su poco de acedo”. Hay noticias de la producción de ron en la isla de Barbados en fecha tan temprana como 1630. En 1661, Jamaica, recién ocupada por los ingleses se sumó a Barbados en la producción de azúcar y de un licor llamado kill-devil y rumbuillon indistintamente, “un terrible, acre e infernal licor”. El padre Labat, dominico francés que residió y viajó por las Antillas desde 1693 hasta 1705, cuenta en sus memorias que el ron antillano era bien recibido en territorios españoles, donde llegaba de contrabando, siempre y cuando viniera “en botellas de color de Inglaterra”, para que no se notara la diferencia con los aguardientes europeos tradicionales. El origen del vocablo ron es incierto. Algunos historiadores lo atribuyen a la palabra rumbuillon del lenguaje creole de Barbados; derivada de rheu=tallo, y de buillon del francés bouillon= caldo: el caldo del tallo. Otros historiadores buscan la palabra rumbuillon en un dialecto de Devonshire, o de Yorkshire, en Inglaterra, donde significaría “gran tumulto”; luego, por la tendencia del idioma inglés a recortar y simplificar las palabras, rumbuillon derivaria en rum, que los españoles 177


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transformaron en ron. El gran tumulto que el ron produce en las fiestas costeñas, no riñe con esta teoría. Los congos de lengua bantú lo llamaban malafo; los ñañigos, emboco ocoro, y otros, guandende. Los esclavos negros que trabajaban en las haciendas y los bogas del río Magdalena, recibían el ron como parte de la paga. John Stewart cuenta, en 1836: “Embarcamos suficiente cantidad de ron del país en Barranquilla con el fin de suministrarlo a los bogas hasta nuestra llegada a Mompox a razón de dos tragos por persona y por día”. Medio tacaños los ingleses. Era común tomar unos sorbos de ron a manera de desayuno para tener ánimos, cuenta Carl August Gosselman quien remontó el Magdalena bien provisto de este licor: “Hay que llevar también aguardiente para los bogas, a fin de que no se arrepientan de haber emprendido el largo viaje”. La costumbre de tomar tragos de licor antes del desayuno es de origen africano. Algunos bogas lo tomaban con tanta frecuencia que en la tarde estaban completamente borrachos. Liberados por los efectos del alcohol se rebelaban y muchos pasajeros de champanes fueron abandonados a su suerte por los bogas en mitad del trayecto. El ron no sólo se empleaba en la paga del trabajo de los bogas, también en la paga de favores a personas acomodadas. Lo hizo Gaspard-Theodore Mollien con un rico comerciante de Turbaco: “Testimonié mi agradecimiento a este buen hombre invitándole a tomar un vaso de ron, y me di cuenta, como después en muchas otras ocasiones lo he confirmado, de que con los cristianos de América los servicios y el agradecimiento se obtienen con este licor lo mismo que de los negros mahometanos de África con tabaco”. Y la cosa no cambia. Muy pronto se descubrieron las propiedades medicinales del ron y el aguardiente de caña. El padre Labat cuenta que los negros de las plantaciones tomaban una bebida caliente hecha con ron y jugo de limón para las afecciones del pecho, bebida

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que él mismo tomó con gran provecho. La tripulación de los barcos tomaba ron con un poco de láudano para combatir la disentería. Fray Martin Bécquer, prior del convento y hospital real de San Juan de Dios, de La Habana, aseguró en 1739: “el aguardiente sufraga con toda generalidad a las continuas y distintas dolencias que padecen, por ser una virtud maravillosa para los resfríos, pasmos, irisipelas (sic), gotas, dolores intensos, fluxiones, golpes, heridas, apostemas y llagas”. La panacea que también hoy sana los males del cuerpo y del alma. Los visitantes europeos del siglo XIX lo recomendaron ampliamente. Eso hace el capitán inglés Charles Stuart Cochrane en 1826: “Para contrarrestar los efectos de la humedad tomamos un extra de anís. Al respecto me permito recomendar particularmente a los viajeros tomar un vaso de anisado cada mañana al amanecer como lo hice yo; tiene una marcada tendencia a mantenerlos alejados de la fiebre intermitente de la región, al fortificar el estómago”. Para rebajar lo áspero del ron y mejorar el sabor, los negros lo mezclaban con jugos de frutas, especias y otros licores para dando origen de variadas bebidas que hoy se llaman cocteles. El padre Charlevoix, en 1730, informa: “puede ser preparada de mil maneras y dar entrada a tantos ingredientes como uno pueda considerar de su agrado”. Los habitantes de las sabanas de Bolívar innovaron la forma de producir el “ron Ñeque” que así llaman al ron producido artesanalmente en la región y que no paga impuestos. Ellos descubrieron formas de “cortar” el guarapo de la caña con hojas de guásimo y de tapar las botellas con “corchos” hechos de corteza del “palo bolao”, lo que les permitió esconderlas bajo el agua de los arroyos y casimbas sin que afectar al ron. Este Ñeque lo mismo que el Gordolobo se produjeron clandestinamente hasta bien entrado el siglo XX. El Gordolobo es un ron clandestino blanco y su nombre viene de las botellas vacías de la ginebra inglesa Gordon que tiene en su etiqueta un lobo. Estas botellas vacías, los destiladores locales las compraban a los barcos

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que llegaban al puerto de Barranquilla. Hoy en esta ciudad producen ilegalmente, que no de forma clandestina, un ron revirtiendo el proceso tradicional, fermentan la panela disuelta en agua, esto lo destilan y le dan el nombre de guarulo. Lo venden sin embotellar, cada cliente lleva su recipiente y allí se lo expenden a bajo precio pero emborracha. En las Antillas británicas se mezclaba con té, azúcar, limón y canela para producir el famoso rum-punch que admite muchas variaciones: siempre con cinco ingredientes que varían según el gusto del lugar. La palabra punch deriva del hindú y significa “cinco”. Punch pasó pronto a ponche en francés, que sin variar la escritura heredó el castellano. Se cree que el grog, bebida usual de la marina inglesa, fue inventado por el pirata y almirante Vernon durante el frustrado sitio a Cartagena en 1731. Para hacer rendir la escasa provisión de ron, mezcló una parte de ron con dos de agua caliente. El nombre de la bebida resultante se debe a que Vernon acostumbraba pasear por la nave capitana enfundado en un manto elaborado de un paño conocido en inglés como grogram, gro en español, por lo que los marineros lo apodaron The Old Grog. A fines del siglo XIX, establecida la República pero sin terminar la redacción de los reglamentos impositivos sobre la producción del ron, adquirieron fama en la costa el ron Regeneración producido en 1902 por Pedro Porras en Lorica; el Lavagallos, el Celestial, el Anisado de coco y el Anís El Mono. La República hizo del impuesto a los licores una fuente importante de ingresos y convirtió las Reales Fabricas en las Licoreras Departamentales de hoy, algunas de ellas desaparecidas.

La política de repoblamiento influye en la cocina del campo Durante el período colonial la única ciudad importante de la costa Caribe colombiana fue Cartagena; seguían de lejos Santa Marta y Mompox, Tolú, Marialabaja, y Valledupar, fundados por españoles en tiempos de la conquista, y 180


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otros como Galapa, Ayapel o Lorica fundados por indígenas y refundados por los conquistadores, fueron todos pueblos menores, ninguno alcanzó importancia intermedia. A fines del siglo XVIII, el 61.4% de los habitantes de la provincia de Cartagena, y el 67.6% de los de la de Santa Marta vivían en parroquias o pueblos de menos de 1.000 personas. Extensas zonas estaban sin control de los españoles, dominadas por grupos indígenas no conquistados, Wayuu, Motilones, Chimilas, Cunas; por negros cimarrones y campesinos libres que no tributaban a ningún propietario. La vida de las familias que habitaban en el campo era muy difícil, las condiciones de miseria y desamparo las describe Mollien: “El hombre no siempre soporta solo las cargas de la familia; su mujer a veces las acompañe. Trabaja ésta en los campos, prepara la comida, y si le acompaña a la pesca, es ella la que empuña la espadilla para dirigir la canoa. A veces el infortunio lleva el desaliento al alma de estos desventurados: unas veces es el padre el que sucumbe, víctima de largas dolencias; otras es un hijo que arrebatan las enfermedades de la infancia, o es la fiebre la que mata a la madre; y entonces a todos los trabajos y preocupaciones cotidianas habrá que añadir los de los funerales. El hombre no puede vivir solo, así; después de haberse entregado durante algunos meses al dolor de la viudez, se embarcará en su piragua, e irá, río abajo, a algún caserío, para ofrecer a una nueva esposa muchas fatigas, muchas privaciones, pero todo su corazón”. La población del campo vivía “arrochelada”, ajena a cualquier orden, en casas de bahareque con piso de barro pisado y techo de palma, en pequeñas parcelas lejanas unas de otras, conectadas apenas por angostas trochas y los ríos. Fray Juan de Santa Gertrudis describe estas aldeas: “En Mahates sólo hay limpio una plaza, y de un canto la casa del cura, y del otro canto la iglesia, todo lo demás es monte, y para ir a cada casa hay su caminito”. En las orillas del río Magdalena, que era el eje comercial y la principal vía de comunicación, los pueblos no eran 181


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mucho más grandes: “En la Magdalena está todo el río acordillado de pueblecitos de a 15 o 20 leguas en distancia unos de otros; y entre un pueblo y otro, de una y otra parte, hacienditas en la que viven indios, mestizos o mulatos”. Eran poblaciones heterogéneas de blancos pobres, zambos, negros fugados asentados en palenques, criminales fugitivos de la ley y pequeños grupos de indios sobrevivientes del exterminio de la conquista. Fray Juan vio así la población de Barranca: “Allí toda gente es india, mestizos y mulatos. Sólo un cabo hay y seis soldados, para atacar a los marineros que se huyen de los barcos del Rey y de los mercantes de España, y también a los soldados desertores de Cartagena ”. Las familias vivían aisladas, alimentándose de lo que buenamente producían el cultivo de sus parcelas, los pocos animales domésticos que tenían, de la caza y la pesca. Fray Juan cuenta: “Cada uno tiene su chácara. Chácara llaman a su haciendita, que se compone de un platanar y un cacahual. Y cada año rozan un pedazo de monte, y a los seis días ya está seco y le pegan fuego y lo queman.[..] A los cuatro días van y siembran el maíz”; y continúa más adelante: “Cada casa de indio o mestizo, etc., que vive a la margen del río fuera del pueblo, cada uno tiene su platanar, su chácara de maíz, yucas, arracachas, etc. Su pedazo de caña dulce y algunos su trapiche; pero no hacen azúcar, sino que beben el guarapo…Tienen también los más su pedazo de cacahual”. No pasaban hambre, con dieta monótona, de pocos ingredientes y sabores. Las mujeres eran las encargadas de la cocina, y ejercitaban la imaginación creando con los mismos ingredientes todo el año las delicias para el paladar: había otras cocineras mirando de soslayo a sus maridos. El origen del sancocho “trifásico” con cerdo, gallina y carne salada de res, está en el espíritu hospitalario de las amas de casa costeñas que lo preparaban pensando en satisfacer a todos los comensales “porque uno nunca sabe lo que le gusta a la gente”. 182


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Practicaban la ganadería trashumante, siguiendo los ciclos de lluvias. De los playones de ciénagas y ríos en meses de sequía a las tierras altas en los lluviosos. “La carne va muy barata” cuenta Fray Juan, lo mismo que se comercializaba a domicilio lo que producían las parcelas: “Continuamente andan canoas por el río vendiendo huevos, pollos, gallinas, tasajo, tocino, azúcar, alfandoque, raspadura, etc.” Alfandoque es una pasta melcochuda preparada con melaza de caña de azúcar y aderezada con coco, anís y hojas de limón, envuelta en hojas de caña o de plátano. Raspadura, papelón, piloncillo, chancaca, son otros nombres que recibe la panela en otros países. Esta población dispersa y desordenada dificultaba el control de costumbres, el acopio de la producción y el cobro de los impuestos. Por esta razón, el rey Carlos III ordenó la reunión de los habitantes de la región en nuevos pueblos y la refundación y traslado de antiguas aldeas indígenas. Para cumplir la misión, el rey nombró a don José Fernando de Mier y Guerra, a Francisco Pérez de Vargas, a don Antonio de la Torre y Miranda, al padre Joseph Palacio de la Vega y al ingeniero don Antonio de Arévalo. El maestre de campo don José Fernando de Mier y Guerra dirigió el poblamiento de la ribera oriental del río Magdalena, y fundó o refundó 22 pueblos. Mencionemos El Banco, Guamal, Chimichagua, Cerro de San Antonio, Sitionuevo, Plato, Salamina, Remolino y El Piñón. El propósito principal de la agrupación de los habitantes en nuevas fundaciones fue debilitar el poder Chimila y casi logra la destrucción total de dicha tribu indígena. Don Francisco Pérez de Vargas redistribuyó la población del partido de Tierradentro, del cual hace parte el actual Departamento del Atlántico. Fundó oficialmente a Soledad, Sabanalarga y Sabanagrande. Malambo había sido refundada por Jerónimo de Melo en 1529, y Galapa por don Pedro de Heredia en 1533. Don Antonio de la Torre y Miranda dirigió personalmente la fundación de 43 pueblos en un amplio territorio: desde el sur de Cartagena hasta los Montes 183


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de María, y desde la ribera occidental del río Magdalena hasta el río Atrato. En esta amplia zona fundó Montería, Sincelejo, San Onofre, San Jacinto, El Carmen, Ovejas, Corozal y Sincé, por citar sólo algunos; y refundó o cambió de sitio a Magangué, Lorica, San Bernardo del Viento, San Benito Abad y Momil, entre otros. Se citan aquí los pueblos y ciudades con los nombres actuales. En la fundación, o refundación, don Antonio antepuso el nombre correspondiente al día en el santoral de la iglesia católica. Informa don Antonio al rey en la Noticia Individual: “Las familias que reuní en estas poblaciones, aunque eran feligreses de dichas parroquias vivían abandonados en la dispersión y desidia sin atender a cultivar las precisas labranzas para su subsistencia, contentándose con las frutas silvestres, alguna pesca y muy poco maíz”. El franciscano Joseph Palacio de la Vega fue escogido para incorporar a la corona española y a la iglesia católica a los indios, mestizos y negros de la región del bajo Cauca, las riberas del río San Jorge y el caño de la Mojana. El ingeniero Antonio de Arévalo fue encargado de pacificar el Darién, frontera natural de la Gobernación de Cartagena hacia el sur, poblada por la tribu de los Cunacunas que vivían en condiciones similares a las que tenían en el momento de la Conquista y que según Arévalo “no viven unidos, sino una familia en un paraje, dos o tres leguas de allí otra, y así todos separados…[ ] la pesca que es su principal alimento, pues no crían ganados ni animales domésticos, sino muy pocas gallinas, ni comen otra carne que la que suelen coger de la que les ofrece la abundancia de cacería de sus montes [ ] tributándoles la fertilidad de sus tierras, con muy poco trabajo, abundantes cosechas de batatas, maíz para bollos y otros frutos [ ]. Su ordinaria bebida es cierta especie de chicha que disponen de maíz fermentado, pero son también muy apasionados al aguardiente y siempre que lo hallan beben hasta embriagarse”. Debido al abandono en que los españoles tenían al Darién, ingleses, franceses y holandeses, provenientes de colonias en Las Antillas, establecieron un activo 184


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comercio con los indígenas de la ribera occidental del río Atrato, sembradores de cacao y plátano, pescadores de tortugas y comerciantes de carey. Fundaron en la región, poblaciones que desaparecieron, de modo que estos colonos europeos dejaron poca huella cultural en la región. Parte importante de la política de repoblamiento fue la construcción de una amplia red de caminos y puentes que unieron la costa Caribe colombiana, con lo que regiones tan apartadas como los Montes de María y La Mojana pudieron sacar sus productos al mercado de Cartagena, creando una pequeña “revolución agraria” y pueblos recién fundados comerciaron entre ellos. Como resultado, enriquecieron la cocina con recetas creadas con los nuevos alimentos del mercado. Ricas zonas del bajo Sinú como Lorica y Montería aumentaron su producción y en Valledupar, Mompox y las antiguas tierras de los Chimila florecieron la ganadería extensiva y la disponibilidad de carne vacuna, cuyos precios cayeron en toda la costa, desestimulando la caza animales silvestres como el manatí. Las reformas económicas y la mejora en las vías de comunicación contribuyeron a la creación de grandes haciendas como la de Berástegui en inmediaciones de Ciénaga de Oro. Hacienda, que según Fals Borda, llegó a tener más de trescientos trabajadores cuidando 10.000 reses de ceba y 12.000 de cría, un trapiche de 80 toneladas que producía 10.000 cántaros de miel, tenía también trenes jamaiquinos, alambiques Egrott para destilar ron; siembras de tabaco, cacao y caucho, cañaverales, plataneras, corozales y dos grandes molinos de madera movidos por bueyes. Cien años después, como resultado de la misión repobladora la situación era muy diferente a la de pobreza y abandono de mediados del siglo XVIII. En 1817, Cunningham Graham visitó la zona y escribió: “He recorrido la India, Australia, La República Argentina. No he visto tierras más feraces y tan bellas como esas de Sinú y del San Jorge”. Y en 1844, Luis Striffler vio que en Montería: “Cada cosa se encuentra colocada a la sombra de un bosque de naranjos. Existen tantos de 185


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éstos últimos, que las frutas de ellos solos abastecen el mercado de Cartagena”. En 1855, el francés Eliseo Reclus se refirió a los descendientes de estos “arrochelados” de manera elogiosa: “Todos sin excepción son republicanos, todos tienen del blanco por la inteligencia, del indio por el indomable espíritu de resistencia, del africano por la pasión y por ese carácter tierno, que, más que todo, ha contribuido a unir las tres razas durante largos siglos de elaboración”. Cien años más tarde el sociólogo e historiador Orlando Fals Borda llamó a esta amalgama “campesinos costeños de la raza cósmica con su cultura anfibia en formación”.

La feria de Magangué Fruto de las reformas borbónicas fue la feria comercial de Magangué. Se convocaba el 2 de febrero, simultáneamente con la fiesta de la patrona del pueblo, la Virgen de La Candelaria. Era tal el éxito, que la repetían el 13 de Junio, fiesta de San Antonio. Esta feria tiene como origen la reunión para intercambiar productos que los indígenas malibúes de Loba, Tamalameque y Mompox; los zenúes del Sinú; chimilas y taironas de la Sierra Nevada, los mocanas de Malambo y Calamar, llevaban a cabo desde tiempos precolombinos en Tacasuán. La feria contribuyó al conocimiento y difusión de la producción alimenticia entre los comerciantes de la costa y los del interior del país; también entre los de las islas de Curazao, St. Thomas y Jamaica, que llegaban atraídos por el volumen y diversidad de mercancías que allí se comerciaban. Según Manuel María Madiedo, en 1868, Magangué era “una población de ninguna importancia intrínseca por ahora; con casas de paja, un clima abrasador y densas nubes de zancudos”. Pero el día de la feria “aquello es un laberinto: todos hablan, van, vienen, se chocan, se empujan, vocean, compran, venden, cambian y celebran otros mil contratos”. Tantos artículos se vendían allí que Madiedo opina que: “Un viajecito a la Feria de la Candelaria en Magangué con algunos pesos en el bolsillo y alguna pericia en los negocios equivale a un viajecito a Europa”. 186


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En esa feria, los comerciantes costeños adquirían productos del interior del país: la codiciada harina de trigo, los bocadillos veleños, alfandoques, cebollas, fríjoles rojos, ajos, garbanzo y avena. Podían comprar aceitunas, vino, aceite de oliva, alcaparras, uvas y ciruelas pasas, almendras, nueces, pimienta negra, comino, esencias de rosa y de cola, llegadas de Europa y necesarias en la cocina del Caribe colombiano. Había “puestos” o toldos donde las mujeres que acompañaban a los arrieros y bogas que traían las mercancías, preparaban y vendían los deliciosos platos populares de las regiones de origen: así se dieron a conocer los diferentes platos y las cocineras intercambiaron recetas. El comercio entre regiones y países, la concentración de población dispersa en pueblos organizados y las vías que conectaron ríos con altas sabanas y la montaña con la costa, mejoraron la comunicación, tuvieron un gran impacto en la disponibilidad de productos, el aprendizaje de los usos de estos; el agrupamiento de las familias provocó un lógico intercambio de recetas locales entre mujeres, la enseñanza de trucos de cocina y el aprendizaje de las distintas culinarias a lo largo y ancho del territorio costeño. A finales del siglo XVIII se calcula que el 60% de la población de la costa era mestiza, esto hizo que las formas de preparación de productos ancestrales como la yuca, el cacao y el maíz, y los de aparición más reciente como el plátano, el guandú, la caña de azúcar y el coco, fueran mezclados sabiamente con los ingredientes llegados de España como las carnes de res, cerdo y gallina, la leche y el queso, las especias y las hortalizas, dando origen a multitud de recetas que se compartieron desde el Sinú hasta la Sierra Nevada: nace entonces una cocina homogénea en su gran diversidad, cual es la cocina del Caribe colombiano. Es el momento de dar un rápido vistazo a la cocina mestiza, zamba, triétnica o fusión, porque el recetario es inmenso y rebasa el propósito de este libro. La mayoría de las recetas llevan maíz.

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Ahoga Viejo Ingredientes: maíz cariaco, azúcar. Praparación: se tuesta el maíz, se muele y se echa azucar.

Almojábana Ingredientes: una libra de maíz cariaco, agua, canela, huevos, azúcar, soda, leche. Preparación: poner a remojar el maíz un día antes, moler el maíz remojado, agregar ingredientes, mezclar bien y poner a punto. Otra variante de esta es: poner a remojar el maíz durante toda la noche, moler hasta harinar. Colar. Se agrega una libra de batata, una de yuca y una de ñame espina, se muele y mezcla con panela o leche, clavitos, canela, anís, nuez moscada, azúcar, coco, se echa toda la mezcla en un molde y se deja hornear por 20 minutos.

Arepa de maíz cuba Ingredientes: maíz cuba blandito, sal Preparación: moler el maíz, agregar sal y asar.

Arepa de maíz blanco asada Ingredientes: maíz blanco, sal Preparación: pilar el maíz, cocinar, moler , amasar y agregar sal. Asar.

Arepa de maíz cuba con azúcar y sal Es igual al número 3, pero se le agrega azúcar y se pone a freir.

Arepa de indio Ingredientes: maíz seco, agua.

Arepa de huevo Ingredientes: maíz, leche, sal, huevos, aceite. Preparación: hacer la masa y agregar leche, sal y huevos. Armar las arepas y asar durante 2 ó 3 minutos.

Arepa con queso Ingredientes: 1 libra de maíz, agua, sal, queso. Preparación: colocar el maíz en remojo durante un día. Moler y mezclar la masa con 188


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un poco de sal. Rayar media libra de queso y mezclarlo con la masa. Poner a freír.

Arroz de maíz Ingredientes: maíz, carne, condimentos al gusto (ajo, cebolla, etc.), aceite o manteca, agua. Preparación: pilar el maíz, moler, se puede freír o no antes de cocinar. Cocinar el maíz como cuando se hace arroz, agregar la carne y los condimentos.

Arroz con maíz Una libra de maíz pilado se cocina bien hasta quedar bien blandito. Prepare el caldero con todos los ingredientes: ajo, manteca, cebolla. Ponga a freir y eche el agua. Después de 3 minutos agregue el arroz al caldero con el maíz, revuelva bien y tape por 30 minutos.

Bollo indio Ingredientes: maíz, agua. Preparación: pilar el maíz, agregar agua tibia y moler al siguiente día. Envolver.

Bollo cafongo Ingredientes: maíz cariaco, aníz, canela, clavitos, nuez moscada, pimienta picante, leche, queso, mantequilla. Preparación: moler el maíz finamente, colarlo y mezclar el anís, la canela, los clavitos, la nuez moscada y la pimienta. Agregar la leche el queso y la mantequilla. Batir bien. Al día siguiente se cocina.

Bollo limpio y de coco Ingredientes: maíz, canela, nuez moscada, coco rayado, azúcar o batata. Preparación: pilar el maíz, cocinar, moler, amasar y agregar los condimentos. armar los bollitos

Bollo de maíz blando Ingredientes: maíz blando, agua Preparación: cortar los granos de maíz con cuchillo, moler, envolver en hojas de vijao y cocinar. 189


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Bollo de maíz cuba Ingredientes: maíz cuba, agua Preparación: pilar la mitad del maíz, cocinar el maíz, poner a enfríar, remojar. Al siguiente día se muele, se envuelve y se cocina.

Bollo de maíz blanco Ingredientes: maíz blanco, quinientos (banano). Preparación: pilar el maíz, revolver con el quiniento, mezclar y envolver los bollos. Cocinar.

Bollo limpio con azúcar Se hace con maíz cuba

Bollo de maíz con coco Ingredientes: maíz, coco, azúcar, canela, anís, clavos. También se puede agregar queso Preparación: moler o pilar el maíz, cocinar y moler. Rayar el coco y agregar con ingredientes a la masa. mezclar , envolver en hoja de palma y poner a cocinar durante 60 minutos.

Bollo de maíz blanco con batata Ingredientes: maíz, batata. Preparación: pilar el maíz, ventiarlo y cocinarlo. Picar la batata y molerla con el maíz. Se envuelve y se pone a cocinar.

Bollo de maíz tierno con carne Ingredientes: maíz, sal, cebolla, ajo, comino, carne, verduras. Preparación: moler el maíz y preparar la masa con sal, cebolla, ajo y comino. Por separado se prepara la carne en trozos con mucha verdura, extendemos la masa en una hoja de maíz y en el centro se agrega la carne, amarrar. Colocar al fuego por hora y media.

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Bollo de maíz tierno con verduras Ingredientes: maíz tierno, cebolla, ajo, comino, ají, col, cebollín, berenjena, zanahoria, sal, soda. Preparación: moler el maíz con todos los ingredientes, mezclar bien y agregar sal al gusto. envolver en hojas de maíz o bijao y colocar al fuego durante una hora y media.

Bollo de plátano maduro con harina de maíz Ingredientes: una libra de maíz negrito, agua, 5 plátanos maduros grandes. Preparación: pasar el maíz por agua caliente y dejarlo toda la noche (12 horas) en remojo, pilar y colar. Por aparte se muelen los plátanos y se mezclan con la harina del maíz, revolvemos bieny envolvemos los bollos. Colocamos al fuego por una hora.

Bollo harinado Ingredientes: maíz, batata. Preparación: poner a remojar el maíz con agua fría en las horas de la tarde hasta el siguiente día. Pilar, moler, agregar la batata molida y mezclar bien. Dejar reposar unos minutos y envolver. Poner al fuego durante 30 minutos.

Bollo en sopas Ingredientes: maíz. Preparación: pilar el maíz, cocinarlo, molerlo y amasarlo bien. Armar los bollos y echarlos a la sopa.

Buñuelos de maíz cuba Ingredientes: maíz cuba blandito, sal y aceite. Preparación: moler el maíz, agregar sal y freir en aceite.

Buñuelo Ingredientes: maíz blandito, huevo, sal, queso rayado. Preparación: moler el maíz, agregar huevo, sal y el queso rayado. Batir y poner a freír en aceite a fuego lento. 191


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Buñuelo Ingredientes: una libra de maíz tierno, cebollín, huevos, sal, cebolla, ajo. Preparación: moler el maíz y mezclar con los demás ingredientes bien picados. Poner a freír en forma de cucharadas.

Cola Es una bebida que se hace con las barbas del maíz negrito cocinadas en agua y agregando azucar.

Chicha de avena Ingredientes: maíz blanco y blando, azúcar y agua. Preparación: cocinar el maíz, molerlo y colar. Agregar dulce al gusto.

Chicha nariz de buey Ingredientes: maíz negrito, cariaco amarillo y cariaco rojo blanditos, batata, maíz nacido.

Chicha guarrú Ingredientes: maíz, canela, batata, clavitos, pimienta de olor. Preparación: pilar el maíz, echarlo a remojar en agua, moler. Agregar canela, batata, clavitos y pimienta de olor.

Chicha de masato Ingredientes: 25 libras de maíz, media libra de batata, media libra de maíz nacido. Preparación: pilar el maíz, cocinarlo y dejar en remojo un día. Moler, amasar y envolver en hojas de bijao. Cocinar dos horas. Se deja enfriar y se miga. Amasar bien y echar en una olla donde se va cocinar nuevamente. Moler el maíz nacido y la batata. El maíz nacido, se prepara 3 días antes (un día en agua para que se fermente), se agregan a la olla con agua y la masa y se bate bien. Esto se llama cortar con la batata y el maíz nacido. Luego se pone a cocinar. Se deja tapado por tres días. Al segundo día se revuelve. Al tercer día está de tomar. Se sirve colada. 192


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Chicha dulce de maíz blanco Ingredientes: maíz blanco, clavos, canela, pimienta de olor. Preparación: pilar el maíz, moler y agregar agua al gusto. Cuajar al fuego y cuando espese se echan los condimentos.

Chicha de maíz negrito, revuelto con tacaloa, azulito y cuba Ingredientes: maíz negrito, tacaloa, azulito, cuba, batata y maíz nacido. Preparación: se pilan los maíces para ponerlos a remojar. Moler y poner a la candela, amasar y poner a cocinar envueltos en hojas de bijao. Se ponen a enfriar y se pilan. Amasar, agregar agua y cortar con batata y maíz nacido.

Chocolate de maíz cariaco Ingredientes: una libra de maíz cariaco, almendras de cacao, canela, clavitos, pimienta picante. Se puede agregar panela. Preparación: tostamos el maíz y el cacao. Molemos ambos y agregamos los condimentos. Para preparar la bebida se agrega agua o leche y se cocina.

Empanada de maíz amarillo Ingredientes: maíz, carne, papa, aceite. Preparación: cocinar el maíz, moler y amasar. Se estira en forma de circulo y se envuelve la carne y la papa ya cocidas. Poner a freír.

Mazamorra de maíz blanco Ingredientes: maíz, leche, clavos, canela, azúcar. Preparación: tostar el maíz con canela y clavitos. Moler y poner a cocinar con agua. Se agrega leche y azúcar. Dejar hervir. Mazamorra de manzano maduro Ingredientes: manzano maduro, maíz negrito, leche, azúcar, sal.

Mazamorra de maíz negrito Ingredientes: maíz negrito, azúcar, manteca, sal. 193


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Mazamorra de maíz cariaco tostado Ingredientes: maíz cariaco, canela, pimienta de olor y azúcar. Preparación: tostar el maíz, moler, cocinar en agua. Echar canela, pimienta de olor y azúcar.

Mazamorra fresca con leche Ingredientes: 2 libras de maíz, 5 botellas de leche, agua. Preparación: pilar el maíz, cocinar, moler grueso, amasar bien. Poner agua a hervir y echar la leche y la masa por 30 minutos.

Mazamorra chocliada con leche Ingredientes: maíz chorote (duro pero no seco), agua, leche, sal, azúcar. Preparación: pilar el maíz, moler, remojar en agua fría o tibia, poner al fuego y cuando este hirviendo se agrega leche, sal y azúcar.

Mazamorra dulce Ingredientes: maíz biche, anís, canela, coco, clavito, leche, sal, azúcar. Preparación: moler el maíz y colar agregando agua. Cocinar y agregar los demás ingredientes. Se debe revolver permanentemente para que no se embole ni quede ahumada. No debe quedar muy espesa.

Mazamorra de maíz con corozo amarillo Ingredientes: 5 libras de corozo, una libra de maíz, azúcar. Preparación: cocinar el corozo y pilarlo. Agregar agua. Cocinar el maíz, molerlo y agregarle agua. Mezclar ambos preparados, agregar azúcar y poner al fuego durante 30 minutos.

Natilla Ingredientes: dos astillas de canela, anís al gusto, clavito al gusto, pimienta de olor, leche, coco en pedacitos, azúcar, uvas pasas, maíz tierno bien molido. También se puede agregar nuez moscada. 194


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Preparación: se mezcla todo y se coloca al fuego por 30 minutos hasta que de punto. Se echa en una vasija por una hora hasta que se enfríe.

Natilla de maíz cuba Ingredientes: maíz cuba, canela, coco, leche, panela. Preparación: dejar el maíz en remojo durante un día. Moler, colar y cuajar. Agregar canela, coco picado, leche y media panela.

Natilla de maíz blanco Ingredientes: maíz blanco, leche, canela, azúcar, clavitos, nuez moscada. Preparación: pilar, moler, cuajar con leche y agregar demás ingredientes. Calentar hasta que de punto.

Peto Ingredientes: maíz blanco, canela, pimienta de olor, clavitos, leche y dulce. Preparación: pilar una parte del maíz, ventiar. Cocinar el maíz pilao y entero en agua y agregar ingredientes.

Suspiros Ingredientes: una libra de maíz cariaco o tacaloa, agua, canela, clavitos, anís, nuez moscada, azúcar, leche. Preparación: poner a remojar el maíz en agua tibia durante la noche. Pilar hasta que quede bien harinado, colar y mezclar con leche y demás ingredientes. Hornear a fuego lento durante 5 minutos.

Torta de maíz cuba Ingredientes: un kilo de maíz cuba molido, 2 litros de leche, 2 cocos, canela, nuez moscada, anís, bicarbonato.

Torta de maíz cariaco Ingredientes: maíz cariaco, canela, clavos, leche, nuez moscada, soda y azúcar.

Torta de maíz asada Ingredientes: maíz blandito Preparación: moler el maíz y asar. 195


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Torta de maíz tierno Ingredientes: una libra de maíz tierno, canela, anís, bicarbonato, mantequilla, azúcar, leche. Preparación: moler el maíz, tostar la canela, agregar todos los ingredientes, mezclar y colocar a fuego lento por 25 minutos.

Pastel o Tamal de maíz blanco o amarillo Ingredientes: maíz blanco o amarillo, verduras, carne, aceite, achote, cominos, sal. Preparación: pilar el maíz, cocinar, moler, amasar y agregar los aliños, colocar al fuego por 5 minutos. Agregar aceite y achote. La carne se prepara aparte con buenas verduras. Extender la masa y envolver la carne en hoja de bijao y cocinar una hora y media.

Tamales de maíz pilao Ingredientes: maíz, col, lechuga, pimienta en hoja, ají dulce, guisante, ajo, comino, cebolla, carne de gallina.

Torta de maíz suspiro Ingredientes: maíz cuba, soda, nuez moscada, canela, panela, manteca. Echar el maíz durante una noche en agua fría. Moler y separar la harina. Agregar los condimentos. Poner un caldero al fuego con un poco de manteca y echar la masa. Voltear para que quede cocido por ambos lados.

En el enyucado Una torta que lleva el ingrediente indígena de la yuca rallada, el aporte negro del coco, el azúcar árabe y componentes europeos como el queso, la mantequilla y el anís.

El sancocho de guandú Sus ingredientes principales son la leguminosa y el ñame africanos; lleva cerdo, cebolla, ajo, cebollín y vinagre españoles, el plátano de origen asiático pero traído por los conquistadores; e indígenas son la yuca, el tomate y el ají.

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La interesante viuda de carne salada Por su forma de cocción y emplear la carne salada y no fresca, delata un origen antiguo. Este plato se preparaba originalmente con la técnica indígena de la cocción al vapor logrado atravesando en el fondo de una olla de barro unos palitos cubiertos con hojas de bijao y disponiendo sobre éstos, la carne salada de origen hispánico, la yuca indígena, el ñame africano y los plátanos. En algunas cocinas le agregan las americanísimas batata, ahuyama y maíz. En cuaresma, este tradicional plato se preparaba reemplazando la carne salada por bocachico salado, pescado en nuestros ríos. Se come arroz todo el año, sazonado con leche de coco, arroz revuelto con plátano maduro y limaduras de chicharrón, arroz con mango, con melón en Palenque, con fajas de carne salada, con menudencias de gallina, con tocino de cerdo, arroz de ahuyama con hojas de orégano y romerillo, o lo que llaman “arroz de puta pobre”, mezclado con un humilde guiso de cebollas y tomate. Se come arroz con arroz cuando la pobreza no da para más, y no es por falta de imaginación culinaria, sino porque el arroz es la marca que distingue nuestras vidas. Muy popular durante la cuaresma era la hicotea guisada y en garapacho. Ambas recetas tienen origen español por la técnica del guisado que consiste en rehogar primero la comida aderezada con condimentos y luego cocinarla a fuego lento en un poco de caldo o agua con hortalizas y especias. Ambas llevan en el guiso la cebolla, los ajos y el comino traídos por los españoles, y la hicotea, el ají y el tomate americanos. La hicotea guisada lleva el aporte africano de la leche de coco y el garapacho incluye huevos batidos que algunas veces son de gallina hispánica o de pava, pata o guacharaca costeñas. La iguana también se come los viernes de cuaresma, su carne y huevos; esos que se ven en las ventas de la carretera como colgando en ristras como 197


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camándulas con cuentas de oro. Algunas personas mayores rezaban la novena de la Virgen de la Candelaria con un rosario de huevos de iguana y saboreaban los misterios Dolorosos como si estuviera en los Gozosos. El médico, folclorista y escritor monteriano Omar González Anaya, escribió en una deliciosa crónica: “Y hay mil cosas más que se comen por estos días: el mote de ñame y queso costeño, el bagre salado, conservitas y jaleas. Entre estas, la que más me gusta, es una que aquí llaman calandraca y en el Alto Sinú mongo-mongo. Está hecha de todas las frutas que da esta tierra, en un revoltillo de amargas y dulces. Lleva piña, mamey, mango, zapote, caimito… ¿Por qué esa jalea, calandraca o mongo-mongo no se prepara en otra época del año, por qué sólo en Semana Santa? Porque, ¿de qué se va uno a asegurar en otra época del año, para qué va a comulgar, pongamos por caso, en septiembre? Uno se asegura hacia fines de marzo o principios de abril; es decir, cuando ya el verano empieza a irse y se esperan las primeras aguas, y cuando el río baja y las ciénagas comienzan a secarse. Fíjese que Dios es sabio. En septiembre no hay hicoteas y el río baja con el agua hasta donde se abotona el policía: Hasta aquí, hasta el pescuezo. Y está uno muy ocupado trabajando en las cosechas. Bueno: la Semana Santa siempre, venga en marzo o venga en abril, llega preciso en esos días de cacería. “Simple: todo el mundo viene de todas partes a Chimá en semana santa. Es el tiempo en que las familias se reúnen para encontrarse con ellas mismas, pero también con lo que tiene que ver con la tierra que a uno lo alumbró y en donde uno se levantó. Hay guisos y platos y jaleas y conservas que se inventaron para comerse con la familia en semana santa. Por ejemplo, la hicotea. Usted ha oído hablar de la hicotea, ¿verdad? Es una tortuga de tierra y agua dulce que la gente aquí detecta con un chuzo entre el fango de la ciénaga casi seca cuando el río por estos fines de verano lleva el agua apenas por la cintura del lecho.

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La hicotea se mata en agua hirviendo y la carne que se saca de su caparazón se come guisada en zumo de coco. Toda la escalera de mis antepasados ha creído que ahora, hacia fines del verano y antes de las lluvias, hay que comer la hicotea como aseguranza para las buenas lluvias que vienen desde abril. Es una comunión, como la de la iglesia, pero esta es más sabrosa, ¿se imagina usted las hostias que dan los curas, guisadas en zumo de coco? Prefiero la hicotea.” “Desde 15 días antes, en las casas se surtía de lo necesario para la Semana Santa. Los campesinos, antes del viernes santo ya debían tener listas sus hicoteas, sus moncholos ahumados, la leña recogida y el agua en sus tanques. Se cortaban dos o tres árboles de palma utilizada para techar las casas y se les sacaba el cogollo; este era el palmito para hacer la sopa. Así mismo, desgranaban las mazorcas y pilaban a mano el mái, para la chicha. Las amas de casa tenían por orgullo preparar la mejor comida, el más sabroso plato típico, el mejor dulce, la chicha de maíz fuertecita, el masato que dicen, el bollo mocaricero, el bollo limpio cortado con batata, el alfajón, el casabito doblado con conservita por dentro, la sopa de palmito y el dulce de mongo-mongo.” “El Jueves y el Viernes Santo se la pasaba uno visitando a los amigos y familiares, jugando dominó, cartas o bolita de uña. Hasta las mujeres participaban. Para disipar el calor, se tomaba chicha burbujeante y carraspelosa en una totuma. Durante el día se comía hasta cinco veces. Hasta la Resurrección.” El domingo de Resurrección se acostumbraba romper la olla. Después de una semana sin comer carne, ese día se hacía un sancocho zurdo que contenía carne salada de res, cerdo, bocachico y gallina criolla, plátano papoche, yuca, ñame y bastante condimento. Al terminar la comida se le propinaba a la olla del sancocho un tremendo garrotazo y como el recipiente era de barro, se rompía en mil pedazos.” Vale la pena destacar que ninguna de esas recetas del Caribe lleva cilantro o papa, dos ingredientes muy comunes hoy día pero introducidos en la 199


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cocina costeña en el siglo XX cuando los barcos refrigerados y más tarde los aviones, hicieron posible transportar papa y verduras desde el interior del país. Los chinos aclimataron en sus hortalizas múltiples vegetales y con ellos enriquecieron la dieta de los costeños.

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Guanรกbana

XIV Anona Muricata L.


CAPITULO VIII

EL SIGLO XIX EN EL LITORAL ATLÁNTICO

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urante la colonia y el siglo XIX, salvo la harina de trigo y los bienes importados por la clase alta, los alimentos de la costa Caribe colombiana se produjeron en las rozas campesinas: yuca, ñame, plátano, arroz, maíz,

y el ganado de Mompox, Montería y Lorica que proveían abundante carne y queso. Las primeras importaciones de ganado español que don Pedro de Heredia, fundador de Cartagena de Indias, y Luis de Lugo hicieron en 1540, desde Santo Domingo, con destino a estancias costeñas, fueron el germen de las haciendas dedicadas al cultivo de plátano, arroz, coco, caña de azúcar, a la producción de azúcar y miel, donde más tarde establecieron hatos ganaderos. La adaptación del ganado español al clima tropical durante trescientos años, dio lugar por selección natural, a la raza rústica y resistente del costeño con cuernos, que constituyó el ganado de la colonia tanto en los hatos como en los montes donde rebaños de ganado cimarrón fugado de los hatos recorrían los bosques. Desde 1540 y hasta 1850 los dueños de ganado hicieron uso comunal de la gran disponibilidad de pastos naturales, y las reses pacieron en las sabanas en invierno

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y en las tierras bajas de playones y ciénagas en verano. El paso de las reses se hacía sin obstáculo, ya que no existían cercas. Pero a partir de 1875, con el alambre de púas que acababa de ser inventado en Estados Unidos, y que solamente estaba al alcance de los terratenientes, éstos empezaron a cercar terrenos corriendo linderos, desapareciendo las señales naturales que establecían la propiedad de los menos poderosos, ensanchando indefinidamente los latifundios. La carne de vacuno y sus derivados lácteos como la mantequilla, el suero salao y el queso, tienen en este región sabores y texturas propios y son parte integral de la ingesta de Cordobeses y Sinuanos. Juan Gossaín describe con sarcasmo la manera como se fabrica el queso costeño: “Algún impertinente, creyendo que el asco puede derrotar a los vicios, me explicó en cierta ocasión que el queso costeño lo hacen los campesinos con los pies descalzos. “Ya lo sabía”, le dije al malvado aguafiestas. Y le expliqué, para su asombro, que los pies polvorientos y curtidos del campo van amasando la leche con suero ácido en una especie de canoa rústica llamada “cereta”. Un enjundioso rastreo histórico, que adelantamos algunos miembros de la Academia de Alta Culinaria de San Bernardo del Viento, con el patrocinio de la fundación Rockefeller para las Artes y las Ciencias, nos permitió descubrir, tras incontables afugias, que “cereta” o “ceretano” era el nombre que se le daba a un antiguo pueblo hispánico, anterior a los romanos, que ocupó una región ya perdida de los Pirineos Orientales, llamada precisamente, La Ceretania. Como puede apreciarse, no solo el filete de lenguado de Dover tiene abolengos y nobleza. El queso de Luruaco también. Pero uno no presume de esas cosas. En la Costa, hasta el queso es tímido”.

Cartagena Al comenzar el siglo XIX, siglo de grandes inventos y que fue en nuestro país de transición entre la Colonia y la República, la población de la costa Caribe era de un poco más de 180.000 habitantes. La ciudad más rica y adelantada del Caribe colombiano era Cartagena donde unos cuantos criollos ricos, y pocos españoles, algunos casados con damas criollas, 206


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componían la clase alta, un grupo social cerrado con costumbres propias. Tenían muy pocos lazos con las elites de ciudades del interior como Bogotá, Popayán o Tunja porque como su fortuna dependía del comercio con España y no con el interior del país, no se creían obligados a vínculo alguno con el país que se extendía más allá de las inmediaciones de Cartagena. Aún hoy muchos costeños dicen: “cachacos son los del Banco pa’allá”. La distancia medida en tiempo de desplazamiento hacía que la costa Caribe estuviera mucho más cerca de La Habana, Kingston o Curazao que de cualquiera de las tres ciudades colombianas del interior antes citadas. La elite Cartagenera acostumbraba tres comidas principales alternadas con tres ligeras, y se tomaba chocolate en todas ellas. La cocina quedaba en la parte trasera de la casa, algunas veces fuera de ella por el riesgo de los incendios. Allí había una gran piedra para moler y aderezar el chocolate, un trípode de piedras o binde en el lenguaje de las negras, para poner sobre él las ollas y calderos de barro o hierro, cuerdas para colgar la carne que se iba a salar o ahumar, una parrilla para asar la carne sobre la que se colocaban también los sartenes para freír. Eran además utensilios infaltables la paila de cobre para hacer los dulces y la tinaja de barro cocido para almacenar el agua potable utilizada para cocinar; ésta era purificada antes por un filtro tallado en una inmensa piedra porosa. Las tinajas y filtros ocupaban un espacio donde no recibieran la luz del sol para así poder conservar fresca el agua, y los pocos grados de menos en la temperatura se aprovechaban para disponer a su lado la leche, las frutas más perecederas como la papaya y verduras como el tomate. A fines del siglo XIX Cartagena era una ciudad pobre, arruinada, “plena de rancio desaliño”. Su clase dirigente y millares de pobladores del común habían muerto en la campaña libertadora, a manos del “pacificador” Morillo o en las guerras civiles posteriores a la independencia; otros, al iniciarse la nueva República, emigraron con sus familias hacia España. Después de la guerra civil de 1860, la ciudad llegó al máximo abatimiento con sólo 7.000 habitantes empobrecidos y aferrados a viejas costumbres en una ciudad con manzanas enteras de casas desocupadas. Su 207


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puerto, otrora el de mayor movimiento, estaba olvidado lo mismo que el canal del Dique, que lo comunicaba con el río Magdalena, estaba cegado por la maleza que había vuelto a conquistar las ciénagas y canales. Ante ese marasmo, un político de turno sentenció: “Mientras no tumben las murallas y abran el Dique no lo den cuerda al reloj público”. A la ciudad la carcomía el olvido de su gloria. Los cañones que otrora la defendieron, ante la falta de hierro durante las guerras, fueron fundidos para fabricar calderos, y cuando el obispo Brioschi transformó la antigua catedralfortaleza colonial en otra que pretendió de apariencia florentina, desaparecieron verdaderas joyas de la ornamentación barroca. Doña Ester C. de Putnam recordaba haber salvado el altar y el expositorio del santísimo del fuego de unos obreros que cocinaban un sancocho con “leña dorada” de los tesoros coloniales. Monseñor Brioschi cubrió las antiguas columnas de piedra con yeso que simulaba mármol rosado, ante las cuales, el arquitecto francés Gaston Lelarge opinó que la catedral parecía de mortadela. En opinión del cónsul de los Estados Unidos en Cartagena, en 1881, el centro de la dieta eran el plátano, “sin el cual, en este país la gente no sabría cómo vivir bien”, el maíz “con el que se prepara una masa indigerible llamada bollo”; y el arroz “el único plato que los nativos saben cocinar con propiedad”. La forma de confeccionar las pastillas de cacao no había cambiado desde hacía dos siglos atrás. Cuenta el reverendo Isaac Holton quien visitó a Cartagena en 1850: “Muelen las semillas de cacao en la misma piedra que utilizan para moler el maíz. Ésta es plana y la colocan sobre carbones encendidos que la calientan a unos 120 grados. Para moler las semillas las presionan con otra piedra que sostienen con las dos manos. Primero trituran el cacao solo, después le añaden azúcar sin refinar y algunas veces migas de pan para venderlo más barato a los pobres”. Daniel Lemaitre Tono dejó testimonio de que durante su niñez, en el último cuarto del siglo XIX, en su casa, el chocolate después de tostado y molido sobre la 208


El siglo XIX en el Litoral Atlántico

piedra caliente, se palmoteaba hasta hacerle salir el brillo de la manteca; luego, era presionado o “estampado” con una perilla de cristal que alguna vez había servido de manija a una “cómoda”. Las pastillas de chocolate quedaban entonces aplanadas y no en bolas o en forma de tabletas como en otras regiones del país. A fines del siglo los Lequerica establecieron la primera fábrica de chocolate en Cartagena, este sí en forma de pastillas. El reverendo Holton cuenta la forma de preparar la bebida en Cartagena: “A una pastilla le agregan dos onzas de agua y la ponen a hervir en una olleta de cobre para obtener una taza de chocolate. Antes de servirlo y para que forme bastante espuma, lo agitan rápidamente como batiendo huevos, utilizando el tallo de una planta al que le dejan parte de las raíces”. Una curiosa forma de molinillo. En las cocinas usaban como combustible el carbón vegetal traído de los pueblos vecinos, porque ya la leña era escasa debido a la tala de los pocos bosques que rodearon alguna vez la ciudad. Este carbón vegetal era vendido en carretas que iban de puerta en puerta. El agua de lluvia era almacenada en grandes aljibes situados debajo de las casonas para conservarla tan fresca como el clima lo permitiera. Muchas personas tomaban el agua con recelo porque la culpaban de producir la filariasis, causante del hidrocele y la elefantiasis. Estos aljibes estaban cubiertos por dentro con una clase de mortero que hacía que permanecieran impermeables y sin grietas uno o dos siglos después de construidos. La fórmula del recubrimiento interior, de origen árabe lo mismo que la palabra aljibe, parece una receta de cocina y por esto se trae a colación: Suficiente cantidad de aceite de oliva para amasar. Cal viva, una parte. Ceniza, una parte. Polvo de ladrillo, dos partes. El secreto de la eficacia de la fórmula está en que el aceite y la ceniza forman jabón, la cal lo hace insoluble y el polvo de ladrillo le da cuerpo. Los viajeros que visitaron la ciudad a fines del siglo XIX dieron fe de la abundancia y buen estado de los aljibes. Mollien opinó: “Son notables los inmensos aljibes que hay en el interior de sus murallas, y su agua es excelente”. 209


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Algunas casas retiradas de la orilla del mar y edificadas sobre piedra arenisca tenían pozos de los que extraían agua dulce. En tiempos de sequía prolongada o durante los constantes sitios, los dueños de las casas con pozos o aljibes vendían agua a los que no los tenían; esa agua era transportada en burros cargados con barriles, el tradicional acueducto de las tres b: bobo, burro y barril. Por lo general, las casas con pozo, como tenían abundante agua todo el año, tenían huerto en el patio donde además de las frutas nativas del trópico cultivaban con éxito frutas foráneas como naranjas e higos lo mismo que algunas verduras como repollo, cebolla y ajos que se aclimataron muy bien en Cartagena, la lechuga, que se adaptó con dificultad, era vendida por hojas y usada sólo para decorar platos en grandes ocasiones. Había patios con frutas renombradas como las uvitas de playa de las Grisolle en la calle del curato de Santo Toribio, las guayabas de concha gruesa del patio de la familia Flórez, frente a Santa Clara; las ciruelas amarillas de la Quinta del Pie del Cerro de Don Fernando Gómez, y las de la Calle del Camposanto; los nísperos del coronel Carazo, y los tamarindos de don Amaranto Jaspe. Parte importante de la arquitectura de las casas eran unos armarios con puertas de paneles abultados y rejilla de balaustres en la parte superior, empotrados en las gruesas paredes de los comedores; allí se guardaban los pocos utensilios de plata, las pastillas de chocolate, los tazones con dulces de almíbar, una jarro con chicha y los platos de loza. También había en cada casa una hornacina en la pared y el tinajero, que estaba situado en la antesala mirando hacia la escalera; allí, la corriente de aire refrescaba la panza de la tinaja y mantenía fresca el agua. El barro poroso de las tinajas y la condensación de la humedad producían un goteo de agua permanente que era recogido en un lebrillo de barro vidriado colocado debajo del tinajero. La tinaja tenía tapa de madera y el jarro para servirse era de hojalata con mango largo y borde con puntas de sierra para evitar que bebieran directamente de él. En la parte superior del tinajero se alineaban los vasos. 210


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En las casas pequeñas de familias pobres o matrimonios recientes, el tinajero era un mueble de madera que hacía parte del ajuar que todo novio debía aportar al matrimonio y que también contenía la tinaja con su tapa, el jarro para servir el agua y los vasos para tomarla. En las casas de los ricos comerciantes había algunos platos y tenedores de peltre, vajillas de porcelana, juegos de mesa de loza de Sevilla y de loza vidriada de Mompox que el sabio Humboldt llamó “porcelana de alfarería”. También hubo cubiertos y bandejas de plata, muchos de los cuales, durante la guerra de la Independencia y las guerras civiles que se sucedieron en el resto del siglo XIX, fueron a parar a manos de los adversarios como rescate de los prisioneros o a la de los simpatizantes políticos como contribución para las campañas. Auguste Le Moyne refiere que almorzó en una posada donde: “Como las cucharas y los tenedores que nos dieron eran de hierro y de una factura tan tosca que casi resultaban repugnantes, me tomé la libertad de preguntar a la patrona, si no tendría otros utensilios un poco mejores; recuerdo que me contestó, dando un suspiro, que en efecto hasta hacía poco tenía cubiertos y vasos de plata pero que unos oficiales que se habían alojado en su casa no hacía mucho, se los llevaron al marcharse”. Al terminar el siglo, Cartagena era una ciudad pobre y arruinada, su clase dirigente y muchos de los pobladores del común habían muerto en las guerras de la Independencia o en las guerras civiles posteriores; otros, al iniciarse la vida de la nueva República, resolvieron emigrar con sus familias hacia España. Después de la guerra civil de 1860, la ciudad llegó al máximo grado de abatimiento con sólo 7.000 habitantes que vivían empobrecidos y aferrados a viejas costumbres en una ciudad con manzanas enteras de casas desocupadas. Su puerto, otrora el de mayor movimiento, estaba olvidado y el canal del Dique, que comunicaba con el río Magdalena estaba cegado. Las recetas de la ya sólida cocina cartagenera no quedaron consignadas en libro de cocina alguno a causa del desconocimiento de la escritura por parte de la mayoría de 211


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la población; se grabaron en la memoria colectiva y fueron transmitidas oralmente de madres a hijas, especialmente entre las sirvientas negras. Éstas, conservaron la tradición colonial de poner puestos de venta de comida y dulces en el Portal de los Dulces, que anteriormente había sido llamado de los Mercaderes y en tiempos iniciales de la colonia, Plaza de las negras. Algunas desarrollaron gran maestría en su arte y tenían fórmulas irrepetibles, más por la práctica adquirida durante años que por lo secreto de las recetas. Por ejemplo, había un punto del caramelo llamado “punto 77” que sólo lo podía lograr la negra Casimira en sus caramelos; o la intensidad del “fuego bajito” que lograba Catalina Ramos para que no se pegara el bienmesabe de batata con coco. También eran famosos el dulce de hicaco de Juana Ríos; la “sopa borracha” de Blasina: un bizcocho remojado en almíbar con vino seco, que ante la ausencia de platos desechables, la cocinera servía en una cuchara de estaño, usando la misma para todos los clientes. Otros dulces eran famosos por sus nombres sonoros como canelaqueques, bombós, merengones, caballitos, bocados de reina, damas de honor, piononos, suspiros, gustos de noche, arrancamuelas, trompadas o marialuisas. Algunas recetas de estos dulces, las que requerían hornos para su cocción o ingredientes foráneos como harina de trigo, almendras o uvas pasas, fueron inventadas en los conventos de monjas de Santa Clara o Santa Teresa y aprendidas por las negras que trabajaban allí en la cocina. Las familias sobrevivientes de lo que fue la clase alta y otras de inmigrantes europeos llegados después de la Independencia conservaron la buena mesa y las costumbres refinadas; tanto, que en los inicios del siglo XX, algunas de ellas eran famosas por los platos que preparaban. Por ejemplo, los panes de pico y las costras que vendían las viejitas Cavero en su casa de la Calle de La Iglesia, los pasteles de “La Puna” en la calle de Tumbamuerto, los dulces de la casa de los Lemaitre Tono en la esquina de las calles de La Mantilla y de La Iglesia, los pastelitos de Las Polanco y los alfeñiques de las Deans. 212


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Otro ejemplo es la sopa de tortuga que preparaba la señora Mathieu, una dama francesa que vivía en El Cabrero cuya mesa era exquisita. El secreto de dicha sopa era cocer la tortuga en un caldo preparado con la parte del toro que las monjitas llamaban pudorosamente “la tripa del caballero”. Algunos comerciantes procedentes de Francia, España e Italia principalmente, ocuparon en la sociedad el lugar que antes pertenecía a los orgullosos españoles durante la Colonia, se casaron con damas descendientes de aquellos y dieron origen a prestantes familias que crearon industrias y revivieron el comercio al tiempo que preservaron y enriquecieron los modales y las costumbres en la mesa. Trajeron de Europa la costumbre de tomar jerez y oporto como aperitivos, vino con las comidas y cognac, anisados y licores de menta para después de los postres. Estas nuevas familias aportaron recetas francesas e italianas de lasagnas, canellonis, ragout, paté, soufflé y fricasé que, fundidas con las antiguas de la cocina cartagenera, dieron origen a muchas de lo que hoy podríamos llamar “cocina para días especiales”. Una de estas era la sopa de caparazón de pavo que se preparaba con la osamenta del ave que quedaba después de una fiesta de bodas o de año nuevo cuando se había servido pavo asado relleno. El caparazón era encargado con anticipación a la fiesta y lo reclamaba temprano al día siguiente el afortunado que lo había pedido de primero. Quizá el aporte más importante de estas familias fue la introducción de nuevos mariscos y pescados nativos a la dieta diaria de los cartageneros que sólo usaban muy pocas especies de la abundante fauna marina comestible disponible en la región. Desde la colonia, los pescados más comunes eran el lebranche, la mojarra, el róbalo, los chinitos, el sábalo, el pargo y la cherna; la tortuga de mar era la base de numerosos guisos con leche de coco o adobada como biftec, los camarones azules, los camarones frescos y los secos y pare de contar. Los “pescados de río” como el bagre, el bocachico, la arenca, el moncholo y el barbul (pronunciación cartagenera de barbudo) eran tenidos como alimento de los barrios pobres de la ciudad y de los campesinos de las riberas de ríos y ciénagas. Estos extranjeros popularizaron la 213


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langosta, los langostinos, el pulpo, el calamar, los caracoles, las almejas y las ostras hasta convertirlos en los famosos “calamares caribeños”, “calamares encuajados”, cocteles de ostras, de ostiones y de langostinos; los caracoles guisados con coco, o en ensalada, la “langosta a la cartagenera” o “en cascaritas a la criolla”, las “conchas de mariscos, los ostiones rellenos o en torta que hoy son parte integral de la rica cocina cartagenera. Eran famosas las “tiendas de Castilla”, como se llamaban los almacenes donde los miembros de la clase alta se proveían de especias, condimentos, conservas y licores importados y “el aceite en botijuelas” de cuya falta se quejara el poeta Luis Carlos López. Estas tiendas sufrían los vaivenes de los embelecos de la política monetaria; proteccionista cuando gobernaban los conservadores y de libre importación cuando eran los liberales quienes habían ganado la respectiva guerra civil que llevaba a unos o a otros al gobierno. En épocas de cierre de importaciones, algunos tenderos como don Simón Alandete se daban maña para fabricar productos que antes importaban; como unas “aceitunas en vinagre” que eran en realidad ciruelas verdes en salmuera y una “carne del norte” preparada con tasajo del Sinú, que don Simón vendía en su “tienda de Castilla” por los lados de la Carnicería Vieja. El presidente Rafael Núñez y su esposa doña Soledad Román vivieron en una casa con diseño Caribe ubicada en el barrio El Cabrero con la particularidad de tener el comedor retirado del cuerpo principal de la casa, muy bien ventilado y a la sombra de árboles y palmeras. Su menú diario no discrepaba mucho de la dieta ordinaria de cualquier vecino; según doña Sola, como conocían cariñosamente a la señora del presidente, el almuerzo consistía en: “..Un plato de sopa, algo de pescado, algo de dulce (los bocadillos veleños eran sus favoritos); la comida, con ligera diferencia era más o menos la misma cosa”. La mayoría de los habitantes seguía una dieta basada en productos agrícolas locales que complementaban con res, cerdo y pescado. La posibilidad de adquirir nuevos productos en los barcos, cambió los gustos de ciertos sectores de la población que consumían mantequilla danesa, galletas 214


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francesas, jamón alemán, y hielo de los barcos refrigerados. El presidente Núñez acostumbraba tener a mano en su oficina, “antojos” como las galletas Albert, potes de jaleas Morton y un queso de bola holandés. Los señores Mathieu y Lecompte introdujeron en Cartagena un aparato usual en las colonias francesas de Indochina: el pankás; era éste un bastidor con tela de pola o cretona, colgado del techo del comedor por dos cuerdas y accionado por un cordón jalado por un sirviente desde un extremo de la habitación, con lo que aquel ventilador “sui generis” creaba una agradable brisa que refrescaba el comedor y espantaba las moscas a la vez que esparcía el olor apetitoso de las bandejas y soperas. Los viajeros que visitaban Cartagena a mediados del siglo XIX se hospedaban en casas de familia, donde sus compatriotas o en improvisadas posadas. La Cartagena del siglo XIX no tenía una infraestructura de alojamiento que permitiera albergar con comodidad a los visitantes nacionales o extranjeros. A finales de siglo, en 1879, el señor Ricardo Román puso al servicio el Hotel y Club Cartagena, el cual, según el aviso de prensa publicado, estaría situado en la calle Estanco del Tabaco y además de hospedaje ofrecería “una cantina provista de buenos y escogidos licores, sala de lectura donde se dispondrá de varios periódicos del estado, de la república y del extranjero”. Desde 1891 y por varios años, el ciudadano español don Paulino Pérez tuvo el “Hotel de la Marina” en la Plaza de la Aduana donde en compañía de su hijo Manolo dirigía un restaurante afamado por su buena comida. De propiedad privada y para el servicio de pocas familias, en 1891 se fundó la primera planta eléctrica en Cartagena, que trajo el hielo, invento novedoso que lo revolucionó todo. Daniel Lemaitre Tono, quien nació en esa ciudad en 1883, escritor prolífico, recordó en una de sus famosas columnas periodísticas “Corralito de Piedra”, que en 1892, Mr. R.C. Walters fundó la primera fábrica de hielo de Cartagena, aunque desde unos pocos años antes, en algunas casas como en las de Daniel Lemaitre, Nicolás de Zubiría, Henrique Román y Bartolomé Calvo, 215


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existían congeladores “Carre”, aparatos que comprimían y expandían éter metílico y amoníaco como refrigerantes y producían dos kilos de hielo luego de muchas horas de manipulación. La sensación del primer Caribe que conoció el hielo, debió ser igual a la de Aureliano Buendía:“un enorme bloque transparente, con infinitas agujas internas en las cuales se despedazaba en estrellas de colores la claridad del crepúsculo.” El pequeño Aureliano, puso su mano encima del bloque y exclamó asustado “está hirviendo”. Las primeras “neveras” fueron grandes cajones de madera forrados por dentro con hojalata, llenas con bloques de hielo cubierto de aserrín donde las frutas, la leche y la carne, guardadas junto al hielo duraban más por lo que no hubo necesidad de ir diariamente a la tienda o a la carnicería; fue posible tomar helados y bebidas realmente frías, no “con el frío natural del pueblo” como decía un tendero en Turbaco. Como el agua para fabricar el hielo no era muy limpia, sucedía a veces que el hielo “se pudría” despidiendo olor a bocachico, especialmente en época de “subienda” de los peces. Por supuesto, como siempre que se produce algún adelanto tecnológico, surgieron detractores. Algunos ministros de la iglesia católica consideraron el invento obra del diablo por ser contra-natura la producción de hielo en una zona naturalmente cálida. Afamados médicos conceptuaron que las bebidas frías producían “pasmos, flaquezas de estómago y las hijadas, piedras y riñones y detenimiento de la orina y perlesías”. Con la luz eléctrica y el hielo llegaron las primeras heladerías a Cartagena. Don Fernando Porras lanzó los “Helados a la Minuta” que no eran más que hielo “raspao” comprimido en pequeños moldes; don Amaranto Jaspe fundó “El Polo Norte” y un señor Succari montó la primera heladería con helados de paila, en la esquina de la Casa Blanca. También aparecieron vendedores ambulantes de helados de leche, cuya medida fueron los vasitos del Vino de Quina Laroche, un específico muy popular entonces. 216


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También a fines del siglo XIX se popularizaron las estufas de hierro, copias de la que el herrero George Bodley había creado en 1802. Eran unas láminas gruesas de hierro forjado, con perforaciones redondas cubiertas por anillos concéntricos del mismo metal que se quitaban o adicionaban para controlar la intensidad del calor. Estas cocinas usaban leña y carbón como combustible y las planchas metálicas estaban soportadas por paredes de ladrillo en las que había una cavidad metálica que era usada como horno. La tabla medidora del calor de los hornos era bien empírica: Bien caliente, para asar perniles y pavos: no se puede soportar la mano en el horno. Caliente, para asar pan y amasijos: se puede soportar la mano un momento. Moderado, para gratinar y dorar postres: una hoja de papel mojado no se debe quemar. Suave; suficiente para mantener calientes los platos, para merengues y cocción lenta. Las estufas de hierro hicieron más limpias las cocinas y más fácil de regular el calor bajo las ollas, sin importar la intensidad del fuego de la estufa.

La dieta en las zonas rurales de la costa Finalizada la guerra de Independencia, las potencias europeas inundaron los nuevos países con enviados comerciales: unos en misión oficial, otros a título privado, buscaron abrir nuevos mercados para sus productos o estudiar la posibilidad de instalar factorías y plantaciones rentables. Gracias a los relatos de viajes tenemos una colección apreciable de opiniones y notas sobre la dieta de las zonas rurales en la costa Caribe colombiana durante el siglo XIX. La mayoría de los visitantes tenía una imagen idílica del campo costeño, donde las gentes vivían “subsistiendo de los peces y las frutas que crecen por todas partes en magnífica profusión” y donde “los pescados abundan en los ríos y los plátanos en los árboles”. El sabio Humboldt anotó: “Todos viven del banano, fruta de palma, pescado y algo de maíz” y con un tono bucólico agrega: “las matas de plátano son aquí mucho 217


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más bonitas porque en un aire nunca movido por el viento, las hojas desarrolladas conservan la belleza prístina que tenían cuando estaban enrolladas ”. Por la facilidad de su cultivo, el plátano había desplazado a la yuca como alimento básico principal. Cochrane opinó que los plátanos eran “el principal artículo de consumo entre las clases más bajas”. En realidad, los alimentos básicos eran abundantes dada la escasa población de las zonas rurales y se consumía más pescado que carne de res por ser abundante la pesca. Dos temporadas, la subienda y el veranillo de San Juan, proporcionaban alimento abundante a los pobladores de las riberas, y barato para el resto de la población. Según Striffler, el bagre del río San Jorge: “Seco, después de salado es una especie de bacalao, que hace las delicias de los habitantes de las sabanas en tiempo de cuaresma”. Frank Vincent encontró que “El Magdalena está lleno de peces comestibles, algunos de los cuales pesan hasta cien libras. Su gran variedad y cantidad es una de las principales razones para que tantos nativos vivan a orillas del río. Frecuentemente pescan más de los que pueden consumir, arrojando el excedente nuevamente en el río. Con peces, ñame, yuca y bananas no necesitan más alimento”. Tal era la abundancia de peces que, en1828, el viajero francés Auguste Le Moine en Pueblo Viejo, cerca a Ciénaga, observó: “Un hecho que nos recordó la pesca milagrosa de los discípulos de Jesucristo se repetía todas las mañanas ante nuestros ojos: en cuanto salíamos del antro maldito del antepuente, encontrábamos llena de toda clase de peces todavía vivos una barquita, que a guisa de chinchorro teníamos amarrada al costado del bote y que servía para llevarnos a tierra[…] pero habiéndonos puesto en observación por la noche no tardamos en tener la solución al enigma al ver que los peces saltaban ellos solos dentro de la barca al huir de la caza que durante la noche les daban los caimanes y otros enemigos acuáticos, igualmente voraces”. 218


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“El bocachico es el pez insignia de Córdoba. Tanto el del Sinú como el del San Jorge son de excelente calidad y de exquisito sabor. Es un pez que no pica anzuelo sino que se atrapa con atarraya. Su pesca, en círculos de canoas sobre el río, constituye uno de los más vivos espectáculos de la cultura cordobesa. El bocachico se come frito, asado o “en viuda”, es decir, sin sopa y acompañado de plátanos y tubérculos. Pero la más popular manera de ingerirlo es en forma sancocho –un sustancioso caldo del pescado, acompañado de una posta de pescado frito, de arroz cocido en leches de coco, tajadas de plátano maduro y ensalada. Son muchos los restaurantes, ante todo populares, que tienen como plato principal el bocachico en muchas de sus formas de preparación. Y son muchos los mitos que han crecido en torno a su ingestión, principalmente relacionados con la fecundidad de las mujeres y la virilidad de sus hombres.” El científico italiano Agustín Codazzi en el Informe de la Comisión Corográfica (1850-1859) reporta la gran abundancia de alimentos: “En el Magdalena se dan el cedro dulce, el azafrán, el árbol de la leche, derecho y blanco con una corteza que es negra por dentro, de cuya incisión brota un líquido lácteo,[…] la deliciosa granadilla, arbustos como la chirimoya y las guayabillas con sus frutas delicadas y buenas para la diarrea. Las palmas de coco, […] y el agradable zapote cuyas frutas son delicadísimas. Las sandías y los pepinos se dan silvestres, como los pequeños pimientos de diversos colores, y las naranjas y limones se encuentran en el bosque. Las patatas dulces, el ñame, la yuca dulce y la amarga, de esta última se hace el pan de casabe, y el ocumo que es una especie de col. Las papayas, las naranjas, los bananos, el curuguate, los nísperos. El aguacate que tiene una nuez grande en la mitad y cuya pulpa es amarillenta y se come con cucharilla. La guayaba roja, buena para hacer conservas y para las diarreas, el hicaco en forma de níspero pero con sabor a serba madura y cuya fruta es tan grande como una manzana. Se cultiva el cacao, el tabaco, el algodón, el maíz, la caña de azúcar y la vainilla. En los ríos se encuentra por todas partes la zarzaparrilla y una infinidad de tortugas de gran tamaño, muchos siervos de dos cuernos delgados, las enormes dantas, los diversos jabalíes y el puerco de monte ”. 219


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El arroz se cultivó en las pequeñas parcelas de los campesinos a orillas de ciénagas y ríos, e intensivamente en Majagual, Magangué, el sur del Departamento de Bolívar y el valle del río Sinú, donde las condiciones del suelo son más propicias. E.W.P. Smith, funcionario del departamento de estado de los Estados Unidos escribió en un reporte: “El arroz es un alimento de primera necesidad en este país casi como lo es en la India”. Una deliciosa receta de arroz del Caribe es el arroz de ahuyama con coco, con sabor a coco y color y trocitos de ahuyama, y aroma revuelto, que subleva el cerebro y derrite las tripas. Algunos campesinos no conformes con los productos nativos de cosecha abundante cultivaban huertos de verduras como el repollo y la cebolla tan importantes en la cocina costeña. John Potter Hamilton vio cerca de Mompox “la manera curiosa de cultivar repollo, cebolla, etc. Se hace una cerca fuerte de guadua de cinco pies de altura, dentro de ella se deposita una capa fina de tierra y una pequeña cantidad de estiércol de ganado. Las plantas que vimos eran grandes y hermosas”. Este sistema de cultivo aún se practica y el andamio es conocido como “troja”. Pero junto a la imagen idílica aparecen visiones realistas vista como la de GaspardThéodore Mollien: “Las casas en que habitan los ribereños del Magdalena están hechas de juncos y de bambúes. Por lo general están enclavadas en medio de espesos bosques, donde el dueño se contenta con desbrozar un espacio muy reducido para plantar bananos, caña de azúcar, cacaos, piñas, papayos, pimientos y unas cuantas flores para adornar la cabeza de las mujeres”[…]. “Una docena de gallinas constituye su corral; ¡feliz si puede aumentar esos huéspedes con una vaca o por lo menos con un cerdo! Pocas veces ve satisfecha esa ambición; de modo que no vive más que de plátanos, de peces y en ocasiones de caza. Dos o tres perros de caza y unos cuantos gatos devoran los restos de su mesa frugal. Esos ribereños suelen poseer un cilindro para hacer el guarapo (jarabe de azúcar fermentado); un telar para tejer esteras; redes, dardos y conchas de tortugas. Éstas, colocadas boca abajo, sirven de asientos, y, volviéndolas, de fuentes. El ribereño tiene también un hacha, un machete, unas calabazas, unas 220


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escudillas de barro, y se le tendrá por hombre previsor y ecónomo si tiene algunos trozos de carne ahumada y alguna cena llena de granos de maíz”. Condiciones de vidas similares a las que don Antonio de la Torre y Miranda había encontrado un siglo antes. Muchas veces el producto de estas granjas era para el consumo familiar y no interesaba venderlo. Miguel Cané observó: “No hay allí recursos de ninguna clase; muchas veces he bajado y viendo huevos frescos, he querido adquirirlos á cualquier precio. Con una calma desesperante, con apatía increíble contestan: “No son para vender”; y es necesario renunciar a toda insistencia, porque el dinero no tiene atractivo para esa gente sin necesidades”. El conde Gabriac informa sobre los implementos de cocina y la vajilla usados por los pobladores del campo: “En cuanto a su cocina, es tan sencilla como curiosa. Las bandejas se reemplazan por calabazas de todos los tamaños, los platos por hojas de achira, los vasos por nueces de coco; las conchas de tortuga sirven de lámparas, de recipientes para aceite, etc. Se ven siempre en un rincón un mono haciendo muecas a un loro, y racimos de bananas suspendidas del cielo raso”. Una de las razones para el uso común de estas “vajillas” de totumo, conchas de coco, hojas de bijao y garapachos de tortuga es que en ellas la comida recién sacada de las ollas se enfría con rapidez y, como son aislantes térmicos, impiden quemarse las manos. En general, los viajeros encontraron la comida insípida y monótona, pero todos reconocieron que había abundancia en los mercados de ingredientes: arroz, plátano, yuca, pescado, carne de res, queso, gallinas, huevos, cacao y frutas. Humbolt encontró que “todos viven del banano, fruta de palma, pescado y algo de maíz.”. Pero el francés J. Crevaux, en 1881, opinó: “¡Quelle horrible cuisine! ”. No les gustó por la misma razón que tres siglos antes los españoles habían rechazado los alimentos indígenas que encontraron: los sabores, antes de hacer parte de una dieta deben ingresar al inconsciente colectivo de una comunidad. Reza el refrán: “a cada cual con lo que lo criaron”. 221


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Unos pocos, como el coronel inglés John Potter Hamilton, en 1830, se aventuran a probar alimentos desconocidos como la carne de iguana. “Cerca de la costa maté una iguana de cuatro pies y medio de largo de cabeza a cola […] El patrón nos dijo que era un manjar delicado, por tanto se lo entregamos a Edle, el cocinero, para que hiciera un fricasé para la comida con salsa blanca; nosotros lo encontramos excelente, pues era gordo y blanco como una gallina”. Este inglés adaptó un ingrediente desconocido para él a una receta de su gusto; creó una receta, el “fricasé de iguana en salsa blanca” dando muestras de ser un buen viajero con imaginación, creatividad y capacidad de adaptación a un medio. Otro viajero que probó la carne de guacharaca, consignó en las memorias de viaje: “En las cercanías de aquel pueblucho, vi una enorme cantidad de guacharacas, aves llamadas por los ingleses faisán colombiano. Asadas me parecen bastante aceptables”. El pastor protestante William Leay probó el manatí y opinó lo mismo que los conquistadores españoles: “Su carne es agradable, como la del cerdo, muy apetecida por los nativos”. Al tiempo que estos extranjeros opinaban con desagrado sobre la comida de la región, existía ya la exquisita cocina cordobesa o sinuana, una de las más variadas de la costa Caribe. Sus ingredientes incluyen peces de río como bocachico y bagre, anfibios como la hicotea y el manatí; piezas de caza como danta, guartinaja, cacó, armadillo, venado, saíno; volatería: barraquetes, pisingos, guacharaca; panela de Colomboy y el palmito o cogollo de la palma de vino para platos como el “pelo de vieja” y el “purrí” de palmito. Es una cocina sencilla, extremadamente gustosa, fruto de los aportes de diferentes culturas al fogón y mesa de esta región de riqueza privilegiada. De esa época datan platos como los pasteles de arroz con cerdo y pato envueltos en hoja de bijao, el arroz con cangrejo desmenuzado, bocachico ahumado para sopas de mandinga, el bocachico arrollado y el guisado, bocachico fresco a la majuana. Variedades de bollos que sólo se preparan en esa región donde los envuelven en 222


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hoja de bijao: el bollo de coco, el limpio cortado con batata, el dulce o “poloco”, el bollo harinado, el de yuca con coco y el bollo de plátano maduro, único bollo envuelto en hojas de plátano; el recetario de sopas y sancochos: sopa de arroz con cerdo salado, de candia ahumada, de chicharrón, el sancocho de cabeza de puerco ahumada, de pato, de bagre, de gallina criolla; en el de las carnes, el carnero guisado a la sinuana, la carne puyada, las chuletas fritas en vinagre, el pollo ahogao, el pollo “jacto”; y el tradicional mote de ñame y el de queso. La región del Sinú ostenta en su recetario la friolera de al menos veinte formas de preparar el bocachico sinuano; ocho mazamorras, siete clases de arepas y trece bollos de maíz, amén de diferentes motes de ñame con queso, de guandú y un sinfín de preparaciones con carne de cerdo, gallina, hicotea, vacuna salada y de caza ahumada. Juan Gossaín relata la recolección de cangrejos en San Bernardo del Viento: “El verano era el tiempo de los sentidos y el deleite, pero el invierno era la época en que germinaba la vida. No sólo porque las cosechas brotaban y crecían los granos y engordaban los animales, sino también porque los cangrejos salían de sus socavones perseguidos por la lengua hambrienta de las primeras lluvias.[…] Cuando se sentían en peligro por la gente que los correteaba, los cangrejos agitaban sus tenazas como si estuvieran tocando un violín”. Es entonces la época en que pasan las vendedoras de cangrejos que arañan el interior de las ollas al compás de los pregones de sus captoras. Algunas venden los cangrejos ya cocidos, pero de todas maneras hay que romper la caparazón y abrir las tenazas para sacarles la carne. “Para partir la coraza de las muelas mi padre llevaba un viejo martillo sin orejas, que había quedado para ejercer el oficio subalterno de martillo cangrejero, yo llevaba el mazo del mortero con que se maceraban los ajos en la cocina y cada una de mis hermanas traía consigo los restos de una piedra de amolar. “En este pueblo de las cavernas”, dijo una vez Morad, “uno puede saber que llegaron los cangrejos porque la gente anda por la calle con un martillo en la mano”. 223


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La protagonista de La Balada de María Abdala, una inmigrante libanesa, exclamó al descubrir el arroz de cangrejo: “El arroz de cangrejo es un manjar de Dios”. El autor nos brinda la receta de tan suculento arroz aprendida por María: “Mi madre se dispuso a preparar el arroz de cangrejo que tanto nos gusta. Separó la hiel pero dejándole al cangrejo la manteca, que es como mandan las mejores tradiciones culinarias de San Bernardo del Viento, y luego puso a freír la manteca para que cogiera color hasta ponerse oscura. Ralló un coco de cáscara pulida y entreveró su leche con la manteca que hervía. El guisado le fue dando al baño el olor magnífico de la felicidad. Olía a cocina de buena crianza. Yo sentí el golpe de la fragancia en el corredor de los helechos y mi padre lo sintió entre las azaleas que estaba trasplantando. Mi madre echó al caldero un punto de sal y otro de azúcar. Cuando la argamasa de grasa y leche de coco borboteaba de contenta, se dispuso a agregarle, con unos ademanes de ceremonia de tribu, las muelas y las patas del cangrejo.” Los pollos y gallinas, criadas sueltas en los patios, estaban reservadas para ocasiones especiales: “cuando un pobre come gallina, está enfermo el pobre o está enferma la gallina”. Además de reconstituyente para toda enfermedad, era plato de celebraciones y la expectativa de consumir una generosa porción, causa suficiente para cambiar de planes y buena treta para retener al más escurridizo de los amantes.

Dieta de los viajeros por el rio Magdalena Muchos extranjeros viajaron por el río Magdalena, escribieron memorias durante las jornadas en champanes y barcos con condiciones de higiene, cocinas y modales rudimentarios. El viaje comenzaba con las recomendaciones para conservar la salud, la adquisición de los alimentos y el menaje necesarios. Carl August Gosselman, un sueco que subió por el Magdalena en 1825 cuenta: “Entre otras cosas era preciso proveerse de carne salada, plátanos, arroz, chocolate, ron y vino, artículos éstos últimos indispensables, pues el agua del Magdalena difícilmente puede tomarse sin mezclarla con ellos”. [..] 224


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Además es conveniente tomar por la mañana una copa de vino Madeira, que es un buen preservativo de la fiebre”. Simón Bolívar viajó de Honda a Santa Marta en 1830, enfermo terminal y desengañado por la ingratitud de los colombianos. “Vámonos que aquí no nos quieren”, cuenta García Márquez que habría dicho en Bogotá. Aquel último viaje del gran Libertador lo pagaron mediante una subscripción los habitantes de Honda. Joaquín Posada Gutiérrez, lo acompañó desde Bogotá hasta el puerto sobre el río Magdalena, allí lo embarcó en el champán y cuenta: “Al champán para el Libertador y los oficiales que le acompañaban, le hice abrir ventanas en cada costado de la tolda, forrarlo interiormente de zaraza y entapizarlo lo mejor que se pudo; le puse mesa, asientos, piedra de destilar para clarificar la turbia agua del cenagoso Magdalena. En un champán embarqué una abundante provisión de víveres para todos, incluso la tropa; frutas, bebidas refrescantes, en fin, hice lo que debía hacer en aquel caso”. John Steuart en 1836 preparó el viaje como si se tratara de una larga expedición: “Nuestras provisiones consistían en siete barriles del mejor bizcocho de mar; medio barril de harina de trigo, artículo superfluo; un barril de la mejor carne de buey salada; medio barril de puerco; un barril de jamón, lenguas y salchichas de Bolonia; ocho jarras de mantequilla, bien selladas, cada una con veintidós libras más o menos, lo que resultó ser un artículo muy útil y necesario para freír huevos , plátanos, etc., dos medias cajas de té, […]. Doce docenas de clarete, cinco galones de brandy; seis galones de ginebra; dos jarras de encurtidos, dos botellas de salsa de tomate; dos cajas de uvas; dos grandes quesos y pimienta, mostaza etc. Nuestra loza y nuestra vajilla culinaria eran una docena de ternos (tazas y platos); una docena de cuchillos y tenedores, una sopera, una docena de platos, una docena de tazas de peltre, una gran olla de comida, otra menor, una cazuela para salsa, una tetera y una sartén […] Se abrió un barril de pan, colocado siempre bien en popa, de manera que estuviera día y noche bajo nuestra inmediata inspección. Todas las bebidas espirituosas las pusimos en la cabina. Además de nuestra provisión inicial, agregamos en Barranquilla una provisión suficiente de ron 225


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del país, destinado a los bogas hasta nuestro arribo a Mompox y distribuido a la tasa de dos tragos por día para cada uno”. Las advertencias hechas a Miguel Cané en el momento de abordar, en 1881, fueron desalentadoras: “Ya está usted embarcado y no hay remedio: prepárese a pasar días muy duros, no tome agua pura, no coma frutas, no abuse del brandy y trate de tener el espíritu sereno”. Las reflexiones del viajero fueron sombrías: “Las últimas recomendaciones, especialmente aquella de que debía apartarme del brandy, mi único alimento, y la que me imponía la serenidad intelectual, eran tan difíciles de cumplir como fáciles de hacer. Me preparé lo mejor que pude a afrontar el porvenir y puse en juego todos los resortes de mi energía”. Las observaciones sobre la calidad de agua del Magdalena discrepaban. Mientras los europeos Gosselman y Cané se quejaban; los norteamericanos John Steuart y Frederic Edwin Church, viajero en 1853, la alababan. Steuart opinó que: “El agua extraída del magdalena, si se deja decantar en un recipiente durante la noche hasta que haya reposado apropiadamente, puede siempre beberse con perfecta seguridad”. Y reafirma. “En sí, yo nunca he probado mejor agua”. El pintor Frederic Edwin Church opinó: “El agua del Magdalena que, antes de venir, yo pensaba que era malsana, es todo lo contrario. Tomo grandes cantidades a diario y he notado que me cae muy bien”.

Las nuevas técnicas para la conservación de alimentos En el siglo XIX la culinaria recibió un gran impulso: los alimentos en conserva. Como tantos inventos humanos fue producto de la guerra. En 1803, Napoleón Bonaparte necesitado de alimentos para las tropas diseminadas por toda Europa, ofreció un premio de 10.000 francos a quien lograra mantener en buen estado los alimentos, sin importar los cambios de estación. El confitero francés, Nicolás Appert, ganó el premio envasando los alimentos en frascos a los que extraía luego la mayor cantidad de aire posible. Incapaz de explicar 226


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la causa porque entonces no se conocía la existencia de los microbios, publicó el hallazgo en 1810 en un libro que llamó El arte de conservar. El mismo año, el inglés Peter Duran inventó y patentó la manera de envasar alimentos enlatados. En fecha tan temprana como 1828, Auguste Le Moyne y sus compañeros de viaje por el río Magdalena consumieron comidas enlatadas: “finalmente, podíamos recurrir a los platos ya preparados que nos suministraban las cajas de conservas de que estábamos abundantemente provistos y que según su contenido hacíamos calentar al baño maría”. En 1850, el genio francés Louis Pasteur explicó los principios de la esterilización de los alimentos mediante el aumento de la temperatura hasta la ebullición. Poco después Underwood y Prescott estudiaron las bacterias termorresistentes lo que hizo elevar la temperatura de esterilización por encima de los 100 °C. Gracias al descubrimiento de Pasteur fue posible disponer de leche en cualquier parte y a cualquier hora. Hasta entonces, el consumo de leche estaba limitado a personas que vivían cerca de los hatos lecheros, dado que la leche es uno de los productos naturales que se corrompe con mayor rapidez. El americano Gail Borden, en 1856, patentó la leche condensada azucarada; y en 1885 su competidor John Meyemberg lanzó la leche condensada enlatada que conocemos hoy. El producto adquirió gran popularidad debido a la utilidad, y en 1890 la Helvetia Milk Condensing Co. la comenzó a producir masivamente. Paralelamente a la producción de la leche condensada enlatada, se comercializó y popularizó la mantequilla enlatada. En 1882, existía en Lorica la Fábrica Nacional de Mantequilla, de propiedad de Diego Martínez y Cía., mientras que en Cereté, la fábrica de mantequilla era propiedad de Eduardo Ferrer. Más tarde, en 1926, Luis Lacharme González inauguró en Montería su fábrica de Mantequilla “El Encanto”. En 1850, Isaac Holton encontró mantequilla enlatada servida en el barco, ocurrió durante el desayuno y se quejó del mal uso que hacían de la misma muchos viajeros 227


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para quienes el producto era desconocido: “Además de otros manjares nos dieron galletas de soda y mantequilla, y personas que apenas si conocían a ésta de nombre se la servían ávidamente con una cuchara”. Las quejas del francés Gabriel Veyre, concesionario del cinematógrafo Lumiere, a su madre en una carta fechada en Calamar, el miércoles 8 de septiembre de 1897, permiten ver a un niño resabiado a quien no le gusta el desayuno que le han servido los bárbaros: “Café con leche, mantequilla, pedazos de pan y galletas componían el alimento. La leche que nos sirvieron es una especie de pasta con el aspecto de mantequilla dentro de una lata de conserva sobre la que se lee “leche concentrada”. Una cucharada de esta pasta se agrega en la taza de café y a esto se le llama “café con leche” (tiene en efecto el color del café con leche). ¡Pero el sabor! Me parece que he puesto jarabe de horchata en mi café. Veamos una rebanada de pan y un poco de mantequilla. ¡Oh Dios! ¡Mantequilla rancia y más salada que el bacalao! ¡También es mantequilla de conserva!”. En 1825, Juan B. Elbers inició el servicio de barcos de vapor por el Magdalena; coexistían con los champanes a finales de siglo. Inicialmente, la alimentación en las dos clases de embarcaciones fue igual. Con el tiempo, aumentó el espacio libre para cada pasajero, la velocidad, y la calidad del servicio de comedor, lo que hizo cada vez mejor el viaje en barcos de vapor. Un viajero de la época nos dejó una buena descripción de las embarcaciones a vapor: ““En primer lugar, no tiene quilla y su fondo presenta el mismo aspecto que el de las canoas. Luego tiene tres pisos abiertos a los vientos y sostenidos por pilares; en el primero, la cubierta, con máquinas, leña y tripulación; en el segundo, los camarotes que nadie ocupa sino las señoras; y el tercero, la cámara del capitán y arriba la casucha del timonel desde la cual el práctico, fijos los ojos al agua, adivina el fondo del río. Todo el buque se mueve pues la máquina acciona la hélice y las ruedas laterales. Estas van atrás del barco, girando sobre un eje fijo a un metro de distancia de la parte posterior de la nave, donde las agua se estrellan ruidosas”. 228


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Costumbres y modales a bordo de los vapores en el río Magdalena Los europeos que viajaron por el río Magdalena con posterioridad a la guerra de Independencia se quejaron de la calidad de la comida servida en vapores y champanes y la costumbre de servir los platos al tiempo. La moda europea era servirlos uno a continuación del otro, cuando éste había sido consumido. “Nunca se cambian los platos, pero tan pronto como uno se sienta, tres o cuatro sirvientes nativos, en camisa y pantalones, y descalzos, rápidamente dan la vuelta a la mesa de seis a ocho veces, en cada una de ellas colocando en el plato una diferente clase de pez, carne, ave, fruta o verdura, caliente o fría, dulce o agria. Muy pronto se tiene en frente una mezcla de alimentos que no pueden verse ni saborearse.” A don Miguel Cané no le gustó la comida, en el barco “Antioquia”: “La comida que se sirve en esos vapores es muy mala para un colombiano, pero para un extranjero es realmente insoportable. En primer lugar, se sirve todo á un tiempo, inclusive la sopa; esto es, un plato de carne generalmente salada, y cuando es fresca, dura como la piel de un hipopótamo, una fuente de lentejas ó frijoles, y plátanos, cocidos, asados, fritos, en rebanadas”. Un soldado inglés describe el menú, durante un viaje, en 1819: “Hicimos un buen desayuno que se compuso de chocolate, plátanos fritos, pescado y carne de cerdo que una vez hervido cortaron en tajadas muy finas, todo eso acompañado con pan de casabe”. A la hora del almuerzo cuenta: “Los nativos buscaron piedras de laja, delgadas y lisas, escogidas cuidadosamente de modo que tuvieran la superficie más plana colocándolas sobre el fuego que ya ardía. Cuando estas piedras estuvieron ardiendo, asaron sobre ellas los pescados. A poco nos lo servimos en nuestros platos de metal, debidamente sazonado. En cambio, los indios hacían derretir la cabeza y las entrañas y derramaban aquel aceite sobre el resto del pescado. Agua clara y purísima de las cercanas fuentes y un licor fabricado de caña y anís macerado fue el complemento de nuestra comida”. 229


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Hubo quienes disfrutaron el paseo, la comida y la etiqueta en la mesa. Un ejemplo fue Manuel María Madiedo, escritor colombiano, quien escribió: “Los bogas, después de haber sacado del champán anchas hojas de plátano, las tendieron sobre la arena a manera de mantel, y derramando todo el caldo de su comida en una honda cazuela, colocaron sobre su rústica mesa las presas de res saladas, las trozas de yuca más blancos que los colmillos del caimán y los plátanos verdes divididos por mitad. Algunos separaron su ración sobre las paletas de sus canaletes y el resto comía en común hablando del baile con ademanes expresivos y altas voces”. Los primeros capitanes de los barcos de vapor fueron extranjeros, venían de los barcos del Rhin y del Mississippi. Estos capitanes, procedentes de diversos países y de diferentes grupos sociales difundieron las costumbres de sus países en la mesa, que fueron vistas como faltas de educación. En 1880, el doctor Julio Crevaux, enviado por Fernando de Lesseps, fue pasajero del vapor “José María Pino” y cuenta: “El capitán ocupa el puesto de honor en un extremo de la mesa; el contador ocupa el otro extremo. Cada pasajero se sienta donde quiere. […] Solamente escapan a la ley común el bistec y un plato de buey en salsa que se colocan al alcance del capitán y del contador que son los dispensadores.[...]El mantel sirve de servilleta. El capitán espera a que los rezagados hayan terminado su chocolate; luego se levanta, y todos los pasajeros lo imitan inmediatamente, como impulsados por un resorte.” Frank Vincent observó: “Aunque apenas la campana suena por segunda vez las gentes se precipitan a la mesa, siguen a ello cierta dosis de ceremonia, como el permanecer de pie hasta que el capitán o el médico toman asiento, sentándose enseguida todos simultáneamente. Parecía que cada cual terminara de comer precisamente en el mismo instante, pues todos se levantaban al mismo tiempo”. Junto a quejas por la mala calidad de la alimentación a bordo, hubo las de mal servicio por parte de la tripulación encargada del servicio de la cocina y de la mesa. 230


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A don Miguel Cané, además de que no le gustó la comida, según vimos, le parecieron espantosos el servicio en la mesa y el fragor del barco: “Cuando todo eso se ha enfriado, la campana llama a la mesa y entonces empieza la lucha más terrible por la existencia, de las que ofrece el vasto cuadro de la creación animal. De un lado, la necesidad imperiosa, brutal, de comer; del otro, el estómago que se resiste, implora, se debate, auxiliado por el reflejo de la caldera que levanta la temperatura hasta el punto de asar un ave que se atreviera a cruzar esa atmósfera. Los sirvientes parecen salidos de las aguas y no enjugados; las ruedas, que están contiguas, hacen un ruido infernal, que impide oír una palabra, la sed devoradora sólo puede aplacarse con el agua tibia o el vino más caliente aún... ¡Imposible! Se abandona la empresa y cuando la debilidad empieza á producir calambres en el estómago, se acude al brandy, que engaña por el momento, pero al que se vuelve á apelar, así que ese momento ha pasado”. El ciudadano alemán Alfred Hettner se queja: “A las 10½ a. m. hay desayuno y el almuerzo se sirve a las 5 p. m. La diferencia entre los dos es insignificante. Muchos platos se sirven a la vez, pero todos carecen de sabor y son poco apetecibles. En la mesa atienden numerosos muchachos indios y zambos asquerosamente sucios, que están al mando de un negro jamaicano. Ciertamente asombroso es observar la torpeza demostrada en su modo de obrar y la deficiencia del servicio prestado, a pesar de haber tantos ayudantes como comensales”. El reverendo Isaac Holton, cuenta que “Es supremamente difícil conseguir buenos meseros. Oí a un pasajero regañar a uno de ellos y le pregunté la causa; me contó que le había pedido un cuchillo y que cuando se lo traía, lo vio rascándose el brazo con él. Se quejó y entonces el tipo lo limpió en el pantalón”. Edmund Andre, redactor científico de la revista Tour du Monde, llegó a Salgar, fondeadero marítimo en 1875, comisionado por el Ministerio de 231


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Instrucción de Francia y se embarcó en el “Simón Bolívar” donde poco le gustó el comportamiento del camarero negro: -“Muchacho, un cuchillo, le decís.” -“All right, sir.” Y nuestro hombre se adelanta con indolencia rascándose las piernas con el objeto que acabáis de pedirle, y si os quejáis, cual si quisiera limpiarlo se lo pasa por los pelos de la cabeza. Volved la espalda y lo sorprenderéis bebiendo de vuestro vaso, o pecoreando los plátanos que ha de servir o bien revolviendo las tajadas con sus inmundas manos. Contra tan asquerosos hábitos, no hay remedio posible: aquellos tunantes son incorregibles”. Las quejas por la falta de higiene y el mal servicio en la mesa tenían fundamento. Gabriel García Márquez en El amor en los tiempos del cólera no discrepa: “los que tenían hamacas las colgaban en el salón, y los que no tenían nada dormían sobre las mesas del comedor arropados con los manteles que no cambiaban más de dos veces durante el viaje”. Lo había visto también y lo contaba el diplomático chileno Francisco J. Herboso quien escribía a comienzos de la guerra de los mil días: “Aunque tema no ser creído, voy a recordar una anécdota. Hice presente que no se dejase el mantel sobre la mesa porque esa era la razón porque estaba sucio y ajado. Con la mayor naturalidad se me respondió que no podía evitarse, porque, como había tantos pasajeros, algunos dormían sobre la mesa. El mantel les servía de sábana. Y nosotros comíamos tranquilamente todos los días...” A fines del siglo XIX, con la llegada de la energía eléctrica a Barranquilla y Cartagena, llegó el hielo y transformó el menú de los barcos. Se conservaron mejor los alimentos y fue posible tomar bebidas frías abordo. En 1877, se venden en Barranquilla los primeros helados en “La Estrella” y en 1879 se inaugura la primera fábrica de hielo, propiedad del Sr. Heilbron. Los barcos fueron equipados eléctricamente en 1911 y en 1912 con sistemas de refrigeración. 232


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El citado diplomático Herboso, antes de los barcos con refrigeración, fue uno de los primeros en disfrutar del hielo: “El cónsul me dijo haber encargado para mí cuatro cajones con dos mil kilos de hielo envuelto en aserrín. ¡Dos mil kilos!..aquello era grosería. Cuánto lamenté después que no fueran diez mil!Oh delicias del hielo!. Bendito sea el cónsul que nos encargó dos mil kilos. Esa misma noche hice abrir uno de los cajones. Nunca saboreé mejores limonadas, jamás encontré un sistema para hacerme popular, que el de ofrecerlas a mis compañeros de infortunio. Dos mil kilos….parece una exorbitancia. Lo malo era que a los pocos días, esos dos mil kilos desaparecerían rápidamente, con tanto aficionado. Para no ser crueles, tomábamos nuestras limonadas a escondidas”. A principios del siglo XX, los barcos eran, según los describe García Márquez en sus memorias: “Una casa flotante de dos pisos de madera sobre un casco de hierro, ancho y plano, con un calado máximo de cinco pies que le permitía sortear mejor los fondos variables del río. Los buques más antiguos habían sido fabricados en Cincinnati a mediados de siglo, con el modelo legendario de los que hacían el tráfico del Ohio y el Mississippi, y tenían a cada lado una rueda de propulsión movida por una caldera de leña. Como estos, los buques de la Compañía Fluvial del Caribe tenían en la cubierta inferior, casi a ras del agua, las máquinas de vapor y las cocinas, y los grandes corrales de gallinero donde las tripulaciones colgaban las hamacas, entrecruzadas a distintos niveles. Tenían en el piso superior la cabina de mando, los camarotes del capitán y sus oficiales, y una sala de recreo y un comedor, donde los pasajeros notables eran invitados por lo menos una vez a cenar y a jugar barajas. En el piso intermedio tenían seis camarotes de primera clase a ambos lados de un pasadizo que servía de comedor común, y en la proa una sala de estar abierta sobre el río con barandales de madera bordada y pilares de hierro, donde colgaban de noche sus hamacas los pasajeros del montón. Pero a diferencia de los más antiguos, estos buques no tenían las paletas de propulsión a los lados, sino una enorme rueda en la popa con paletas horizontales debajo de los excusados sofocantes de la cubierta de pasajeros”. 233


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A mediados del siglo XX, la navegación de pasajeros por el Magdalena conoció el máximo confort en el buque “David Arango U.” de la Empresa Naviera Colombiana; llevaba el nombre de un gran gerente de esa empresa. El periodista Christopher Isherwood escribió The Condor and The Cows: A South american travel diary, publicado en Nueva York en 1948 por Randon House, y allí lo describió como una: “embarcación fluvial semejante a los buques de vapor que en la época de Mark Twain surcaban las aguas del Mississippi, y que tiene el aire de un vetusto hotel de mala fama”. Pero todo terminó el 17 de febrero de 1.961 de 5:00 a 6:30 PM, en Magangué. Las llamas consumieron al vapor “David Arango U.” frente a las oficinas de la actual Inspección Fluvial. Sueltas las amarras, aquella enorme hoguera flotante se detuvo en la orilla oriental, frente a la población de Yatí. Este incendio fue el triste epílogo de la edad de oro de la navegación en barcos de vapor por el Magdalena, nostálgico para quienes la disfrutaron de Barranquilla a La Dorada y viceversa, de 1930 a 1961. El “David Arango U.” era conocido como EL PALACIO FLOTANTE del río Magdalena. La navegación por los ríos Sinú y San Jorge, entonces navegables durante largos trechos, no era más cómoda. En diciembre de 1843 Striffler partió de Cartagena hacia el alto Sinú con el afán de encontrar oro. Striffler cuenta que un buque partió de Europa hacia América con M. Dujardin, jefe de la empresa; los ingenieros europeos, la novedosa maquinaria que sacaría el tan ambicionado oro, personal técnico de la Compañía del Sinú, y hasta un cocinero traído desde el mismo París. Pero en el viaje de regreso las condiciones eran distintas: “En el bote en que entré como pasajero para hacer la travesía del Sinú a Cartagena, encontré una sociedad numerosa y poco agradable. La embarcación estaba cargada de toda clase de producciones del país. Era una verdadera Arca de Noé. La carga interior, compuesta de carne salada en paquetes de arroba, de manteca de cerdo y corozo en botijuelas, de maíz, de arroz, de cuero, etc. exhalaba emanaciones muy poco agradable al olfato. Sobre la cubierta había jaulas 234


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de aves, unos marranos gordos se recostaban sobre ellas y hacían gritar a las gallinas. Había, en fin, tantos animales, que no se podía dar un paso o hacer un movimiento sin recibir un mordisco o un picotazo”.

La Culinaria en Santa Marta, Mompox, Valledupar y La Guajira Durante la Colonia y hasta finales del siglo XIX, Santa Marta fue la segunda ciudad más importante de la costa: precedida por Cartagen y seguida de cerca por Mompox. Igual que en las otras dos ciudades, la población y la riqueza de Santa Marta quedaron diezmadas con la guerra de la Independencia. En 1834, a cuatro años de la muerte del Libertador, fue sacudida por 53 temblores en cadena que destruyeron la mayoría de las edificaciones importantes. La desidia había destruido ya los dos fuertes españoles que guardaban la entrada a la bahía. Así pues, la ciudad visitada por algunos viajeros fue una ciudad aún más empobrecida que Cartagena. Para fines del siglo XIX, a raíz del abandono del puerto de Cartagena, el puerto de Santa Marta había ganado importancia y los barcos ingleses, norteamericanos y franceses lo preferían. Usaban los caños que comunican a Ciénaga con el cauce principal del río Magdalena como vía para transportar mercancías hacia el interior del país. El diplomático francés Auguste Le Moyne visitó Santa Marta en marzo de 1828 de camino a Bogotá. Le Moyne llegó a Santa Marta a las cuatro de la tarde, vio la ciudad vacía y atribuyó erróneamente la falta de gente en la calle a la costumbre de la siesta. Alabó la primera cena en la posada: “Aunque todos los platos estuvieron preparados en un todo a la colombiana, es decir, en forma un poco caprichosa y con gran cantidad de especias, no dejamos de saborearlos con gusto, principalmente una especie de guisado de tortuga, que a mi juicio no hubiera dejado de ser debidamente apreciado en cualquiera mesa del mundo; las legumbres frescas y las frutas, de que habíamos estado privados durante mucho tiempo, también nos parecieron deliciosas”. 235


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A Le Moyne en cambio, el desayuno del día siguiente le mereció un comentario ambiguo: “La patrona, no menos madrugadora, aunque menos sonrosada que la aurora, nos trajo unas tazas de grasiento chocolate, brebaje cuyo efecto bienhechor me devolvió fuerzas y alegría”.Pero todo quedaba compensado al ser atendido por una hermosa mulata que dejaba impresa en la comida el ritmo y el sabor de su andar. Le Moyne encontró a los pocos pobladores de la zona, “poco estimulados por las necesidades de la vida material”. En el mercado de de Santa Marta: “los productos del suelo se reducían a lo imprescindible para el consumo local”. Eran provistos en gran parte por Ciénaga: “sus cosechas les permiten abastecer abundantemente el mercado de Santa Marta de legumbres, frutas, pescado, aves y hasta reses”. En la ciudad “´las pocas tiendas que había en algunas esquinas eran en su mayoría verdaderos antros llenos de mercancías de toda clase sin orden ni concierto y la mayor parte eran chicherías, es decir tabernas míseras en las que se vendían los licores y comestibles que tenían más demanda entre la clase baja”. John Potter Hamilton, miembro de la primera misión diplomática inglesa acreditada ante el país, arribó a Santa Marta el 30 de diciembre de 1830 para continuar luego su viaje hacia Bogotá. Las impresiones del viaje las dejó consignadas en un libro que apareció publicado como Travels Trough Provinces of Columbia. Hamilton, describe la situación de la ciudad: “La población de Santa Marta ha disminuido considerablemente desde el principio de la guerra civil y en la época en que estábamos allí, se me informó que no había más de tres mil habitantes. Los naturales de esta plaza habían sido siempre enemigos decididos de la causa de la libertad, por lo tanto la mayor parte de los habitantes principales habían sido desterrados y los demás reclutados para el servicio del ejército del gobierno colombiano”. El libro de Hamilton habla sobre el desayuno: “El oficial comandante del destacamento estaba casado y su esposa, una hermosa joven de Cartagena, le 236


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acompañaba. El nos dio un espléndido desayuno de acuerdo con la costumbre del país; chocolate espeso, carne salada de ternera desmenuzada y huevos fritos y además plátanos y algunas frutas tropicales”. Y sobre una comida: “Al día siguiente el coronel Saída nos obsequió con una comida muy abundante preparada de acuerdo con la cocina española, la cual tuve el mal gusto de no alabar, pues el ajo y el aceite rancio predominan en la mayor parte de los platos. Entre el primero y segundo plato, los invitados por regla general salen a dar una vuelta por el término de veinte minutos o media hora; después, al regresar al comedor, encuentran la mesa colmada de pudines, tortas, dulces, frutas en conserva, todo ello de excelente calidad” y agrega un comentario galante que vale la pena traer a colación: “pero me imagino que las gastralgias y las malas dentaduras tan corrientes en las damas del nuevo mundo que muestran al sonreír, son una evidencia del abuso de estas golosinas. Sin embargo, ellas son graciosas a pesar de su dentadura”. Por supuesto que el alimento de los pobres era bien distinto a la de la mesa bien dispuesta del coronel Saída. Lo vio Hamilton: “El alimento de los indios y negros es arroz, plátano y carne salada de ternera en sancocho”. Eliseo Reclus, en 1885 describió bellamente la ciudad: “Santa Marta está situada en un paraíso terrestre. Sentada al borde de una playa que se extiende en forma de concha marina, agrupa sus casas blancas bajo el follaje de las palmeras y brilla al sol como un diamante incrustado en una esmeralda”. Aunque la ciudad no contaba con acueducto, el agua no escaseaba nunca; era transportada en barriles desde el cercano río Manzanares, un río de aguas cristalinas provenientes del deshielo de las cumbres de la Sierra Nevada. Durante el siglo XIX la región de Santa Marta era un remanso económico: las propiedades coloniales, semi abandonadas, estaban diseminadas por terrenos baldíos y estaban ocupadas por pequeñas aldeas de colonos. Las producción agraria alimentaba los mercados locales, la demanda de tierras era mínima y las fronteras entre las propiedades privadas y las tierra publicas permanecían indefinidas. 237


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Reclus habla de las frutas que encontró en Santa Marta: “Higos, plátanos de muchas variedades, nísperos de carne color de sangre, anones, papayas, ciruelas de los trópicos, aguacates, mangos de olor de terebinto, guayabas, marañon o manzana de anacardo, cuyo perfume vale él sólo un festín, guanábana, que recuerda el gusto de las fresas en vino azucarado, y tantas otras producciones exquisitas, cuya nomenclatura exigiría un diccionario en regla”. La importancia de Ciénaga como proveedora de alimentos de Santa Marta la corrobora Eliseo Reclus en 1855. “En los valles de la Sierra Nevada, sobre las riberas de todas las corrientes de agua, [los cienagueros] cultivan en vastos campos plátanos, yucas, papayas; recorren la laguna en todos los sentidos en sus naves de pesca; abastecen a Santa Marta de legumbres, frutas y pescados; sin ellos, sin su trabajo, esta ciudad, que duerme perezosamente al borde de su linda playa, sería exterminada por el hambre”. Años más tarde, la siembra intensiva de banano al sur de Santa Marta, en la zona bananera, por la compañía norteamericana United Fruit Company activará la economía regional y va a cantarse una canción cuyo estribillo muy conocido dice: “Si no fuera por la zona, ¡caramba!, Santa Marta moriría, ¡ay hombe!” En 1846 comenzó el proyecto de construir un ferrocarril que uniera a Santa Marta con el río Magdalena; las obras se iniciaron en 1882, y solo hasta 1887 se inauguró el tramo Santa Marta-Ciénaga. En 1892, el tren llegó a Riofrío, en 1894 a Sevilla, y en 1906 a Fundación, estación final, aunque luego hubo intentos sin éxito de prolongar la línea que en 1925, con sus ramales alcanzaba alrededor de 176 kilómetros. Gabriel García Márquez cuenta que luego de 76 años de construcción, la aparición del tan esperado tren, generó admiración y espanto: “ A principios del otro invierno, sin embargo, una mujer que lavaba ropa en el río a la hora de mayor calor, atravesó la calle central lanzando alaridos en un alarmante estado de conmoción. -Ahí viene- alcanzó a explicar- un asunto espantoso como una cocina arrastrando un pueblo”. 238


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Las inversiones de la United Fruit Company a partir de 1900 en el desarrollo de la producción bananera para la exportación, originaron el surgimiento de profundas transformaciones en la tenencia de la tierra y en los patrones sociales. En los años posteriores a la guerra de los mil días (1899 - 1902), y a medida que el ferrocarril construido por la compañia penetraba hacia el interior se crearon más de 400 plantaciones bananeras. Entre 1920 y 1929 la economía bananera experimento una fase particularmente intensa de expansion ya que las exportaciones se vieron redobladas. Hacia 1929 se embarcaban anualmente más de 10 millones de gajos de banano desde el puerto de Santa Marta. La United Fruit Company se estableció de hecho en 1901, aunque solo lo hizo legalmente en 1912, luego de absorber la compañía francesa Inmobiliere et Agricole de Colombie, las colombianas Santa Marta Fruit Company y Sevilla Banana Company, y la norteamericana Atlantic Fruit Company. En 1914, Santa Marta contaba 8.000 habitantes, Ciénaga 15.000, Riofrío 2.500, Aracataca 3.000 y fundación 1.000. La United, conocida como “la yunai”, atropellaba, sobornaba o subvencionaba a quien tratara de estropear sus reglas unilaterales de juego. Introdujo la modalidad del pago quincenal, parte del cual hacía con vales para la adquisición de bienes de consumo en sus propios comisariatos. Allí, empleados de la compañía y habitantes de la zona adquirían jamones curados, manzanas californianas, bombones de chocolate belgas, leche condensada y mantequilla holandesa enlatadas, salmón de Alaska ahumado, salsa de tomate, mayonesa, galletas de soda de Nueva Orleans, arvejas en latas que aún conservan en el Caribe colombiano su nombre francés, “petit pois”, y un sinfín de comestibles procesados desconocidos hasta entonces en la región. “En el comisariato de la compañía bananera se vendían a precios de ocasión las manzanas de California envueltas en papel de seda, los pargos petrificados en hielo, los jamones de Galicia, las aceitunas griegas.[....] A cualquier hora del día el abuelo me llevaba de compras al comisariato suculento de la compañía bananera. Allí conocí los pargos, y por 239


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primera vez puse la mano sobre el hielo y me estremeció el descubrimiento de que era frío.” “La Yunai” conformó un enclave agrícola con todas las peculiaridades de las empresas americanas: intervención prepotente en lo económico y social, con exclusión disimulada de las autoridades nacionales. El dinero revertía hacia los fondos de donde salían los pagos, derrochados en bienes inútiles, fandangos y borracheras. Esta bonanza y la demanda de mano de obra no calificada generó una migración de campesinos agricultores de los otros departamentos del Caribe, Antioquia, Bolívar, y Santander; negros, mulatos, mestizos y blancos, sumados a cuadrillas de indígenas guajiros. De las Antillas llegaron de Jamaica que ofrecían la ventaja de ser bilingües y ser excelentes cocineros; en el argot de la región fueron conocidos como “Yumecas”. El 90% de los trabajadores eran analfabetas, que perdieron el control de la realidad y del sentido del valor del dinero que derrochaban en parrandas y comilonas al estilo de Aureliano Segundo quien:” En el tren que llegaba todos los días a las once, recibía cajas y más cajas de champaña y de brandy. Al regreso de la estación arrastraba a la cumbiamba improvisada a cuanto ser humano encontraba a su paso, nativo o forastero, conocido o por conocer, sin distinciones de ninguna clase [...] Se sacrificaban tantas reses, tantos cerdos y gallinas en las interminables parrandas, que la tierra del patio se volvió negra y lodosa de tanta sangre. Aquello era un eterno tiradero de huesos y tripas, un muladar de sobras, y había que estar quemando recámaras de dinamita a todas horas para que los gallinazos no les sacaran los ojos a los invitados”. “La calle de los Turcos, enriquecida con luminosos almacenes de ultramarinos que desplazaron los viejos bazares de colorines, bordoneaba la noche del sábado con las muchedumbres de aventureros que se atropellaban entre las mesas de suerte y azar, [...] mesas de fritangas y bebidas, que amanecían el domingo desparramadas por el suelo.” Los migrantes aclimataron sus alimentos tradicionales. Así aparecieron en la cocina de la zona el fríjol rojo y el cargamanto de los antioqueños, la cebolla, la arracacha, 240


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el cilantro y las habichuelas de santandereanos y cundiboyacences, y yerbabuena, repollo y berenjenas propias de la cocina árabe. Continúa García Márquez: “La gente que llegaba del campo con productos para vender en el mercado del domingo, colgaba toldos en medio de los puestos de frituras y las mesas de lotería, y desde la primera noche se les oía roncar”. Y para las festividades, “ponían damajuanas de aguardiente a disposición del pueblo, se sacrificaban reses en la plaza pública, y una banda de músicos instalada sobre una mesa tocaba sin tregua durante tres días. […], se ponían ventas de masato, bollos, morcillas, chicharrones, empanadas, butifarras, caribañolas, pandeyucas, almojábanas, buñuelos, arepuelas, hojaldres, longanizas, mondongo, cocadas, guarapo, entre todo género de menudencias, chucherías, baratijas y cacharros, y peleas de gallos y juegos de lotería”. “Tantos cambios ocurrieron en tan poco tiempo,[...] que los antiguos habitantes de Macondo se levantaban temprano a conocer su propio pueblo”. Ante tal avalancha de forasteros y la insuficiencia de fondas y posadas, los moradores raizales abrieron sus puertas a todos. “La casa se llenó de pronto de huéspedes desconocidos, de invencibles parranderos mundiales, y fue preciso ensanchar el comedor y cambiar la antigua mesa por una de dieciséis puestos, con nuevas vajillas y servicios, y aun así hubo que establecer turnos para almorzar.” Los raizales emparentaron con forasteros; algunos, aventureros sin escrúpulos; gente de bien, otros, y no faltó quien, con finos modales contara a quien lo quisiera oír supuestos orígenes de alcurnia. Tal el caso de Fernanda del Carpio quien llegó a Macondo atraída con la promesa de ser coronada reina de Madagascar y terminó casada con un borracho, “ella había aguantado todo con resignación por las intenciones del santo padre, pero no había podido soportar más cuando el malvado de José Arcadio Segundo dijo que la perdición de la familia había sido abrirle las puertas a una cachaca, imagínese, a una cachaca mandona, válgame Dios, una cachaca hija de la mala saliva, de la misma índole de los cachacos que mandó el gobierno a matar trabajadores, dígame usted, y se refería a nadie menos que a ella, la ahijada del Duque de Alba, una dama con 241


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tanta alcurnia que le revolvía el hígado a las esposas de los presidentes, una fijodalga de sangre como ella que tenía derecho a firmar con once apellidos peninsulares, y que era el único mortal en ese pueblo de bastardos que no se sentía emberenjenada frente a diesiséis cubiertos, para que luego el adúltero de su marido dijera muerto de risa que tantas cucharas y tenedores, y tantos cuchillos y cucharitas no era cosa de cristianos sino de ciempiés, y la única que podía determinar a ojos cerrados cuándo se servía el vino blanco y de qué lado y en qué copa, y cuándo se servía el vino rojo, y de qué lado y en qué copa, y no como la montuna de Amaranta, que en paz descanse, que creía que el vino blanco se servía de día y el vino rojo de noche, y la única en todo el litoral que podía vanagloriarse de no haber hecho del cuerpo sino en bacinillas de oro”. El tiempo entre la llegada y el regreso del tren era de afanes, saludos, despedidas y transacciones entre desconocidos en medio de un alboroto de mercado. El viajero anónimo en una fonda cerca a la estación del tren, ilustra este desmadre: “pidió “un almuerzo lo más rápido que pueda” y ella, sin tratar de apresurarse le sirvió un plato de sopa con un hueso pelado y picadillo de plátano verde. En ese instante pitó el tren”. En el tren, que arribaba a la hora de más calor, llegaban extraños, portadores de razones y cartas de desconocidos, invitados de la más perversa condición, “sudorosos comensales que ni siquiera sabían quiénes eran sus anfitriones, irrumpían en tropel para ocupar los mejores puestos en la mesa, mientras las cocineras tropezaban entre sí con enormes ollas de sopa, los calderos de carnes, las bangañas de legumbres, las bateas de arroz, y repartían con cucharones inagotables los toneles de limonada”. Las amas de casa, al igual que Úrsula Iguarán “que experimentaba un alborozo pueril cuando se aproximaba la llegada del tren”, ordenaban a las cocineras: “Hay que hacer carne y pescado [...]. hay que hacer de todo, porque nunca se sabe qué quieren comer los forasteros”. Ya no en sus novelas y cuentos sino en sus memorias, García Márquez recuerda las costumbres en la casa de los abuelos en esa época: “Más que un hogar, la casa era un pueblo. Siempre había varios turnos en la mesa, pero los dos primeros eran sagrados 242


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desde que cumplí tres años: el coronel en la cabecera y yo en la esquina de su derecha. Los sitios restantes se ocupaban primero con los hombres y luego con las mujeres, pero siempre separados. Estas reglas se rompían durante las fiestas patrias del 20 de julio, y el almuerzo por turnos se prolongaba hasta que comieran todos. De noche no se servía la mesa, sino que se repartían tazones de café con leche en la cocina, con la exquisita repostería de la abuela.” Todos se esforzaban por atender a los desconocidos comensales con lo mejor disponible: “Cuando Meme vino a decirnos que la mesa estaba servida, yo pensé que mi esposa había improvisado algunas cosas para atender al recién llegado. Pero estaba muy distante de la improvisación aquella mesa espléndida, servida en mantel nuevo, en la loza china destinada exclusivamente a las cenas familiares de la Navidad y el Año nuevo. En los platos había carne de res y de montería. Pero su presentación en la loza nueva, entre los candelabros pulidos recientemente, era espectacular y diferente a lo acostumbrado. A pesar de que mi esposa sabía que se recibiría a un solo visitante, puso los ocho servicios, y la botella de vino, en el centro, era una exagerada manifestación de diligencia con que había preparado el homenaje para el hombre que ella confundió con un distinguido funcionario militar. Nunca vi en mi casa un ambiente más recargado de irrealidad.” Y todo para que el extraño convidado rechazara tan espléndido banquete con un desconcertante pedido: “-Mire, señorita, ponga a hervir un poco de hierba y tráigame eso como si fuera una sopa”. Ante la turbación de la anfitriona quien le preguntó asombrada “qué clase de hierba doctor? El, con su parsimoniosa voz de rumiante [respondió]: -Hierba común, señora; de esa que comen los burros.” Pero también llegaban personajes de mejor apetito como Camila Sagastume, hembra totémica conocida como La Elefanta, quien retó a Aureliano Segundo a un irracional torneo de voracidad: “En las primeras veinticuatro horas, habiendo despachado una ternera con yuca, ñame y plátanos asados, y además una caja y media de champaña, Aureliano Segundo tenía la seguridad de la victoria.[...] comía a dentelladas, desbocado por la ansiedad del triunfo. La Elefanta seccionaba la carne con artes de cirujano, y 243


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la comía sin prisa y hasta con un cierto placer.[...] Tenía un rostro tan hermoso, unas manos tan finas y bien cuidadas y un encanto personal tan irresistible, que cuando Aureliano Segundo la vio entrar a la casa comentó en voz baja que hubiera preferido no hacer el torneo en la mesa sino en la cama. Más tarde, cuando la vio consumir el cuadril de la ternera sin violar una sola regla de la mejor urbanidad, comentó seriamente que aquel delicado, fascinante e insaciable proboscidio era en cierto modo la mujer ideal. [...] La mujer no era una quebrantahuesos, ni trituradora de bueyes, ni la mujer barbada en un circo griego, sino directora de una academia de canto. Su teoría, demostrada en la práctica, se fundaba en el principio de que una persona que tuviera perfectamente arreglados todos los asuntos de su conciencia, podía comer sin tregua hasta que la venciera el cansancio.[...] Desde la primera vez que lo vio, se dio cuenta de que a Aureliano segundo no lo perdería el estómago sino el carácter.[...] Durmieron cuatro horas. Al despertar, se bebió cada uno el jugo de cincuenta naranjas, ocho litros de café y treinta huevos crudos. Al segundo amanecer, después de muchas horas sin dormir y habiendo despachado dos cerdos, un racimo de plátano y cuatro cajas de champaña, La Elefanta sospechó que Aureliano segundo, sin saberlo, había descubierto el mismo método que ella, [...]Sin embargo, cuando Petra Cotes llevó a la mesa dos pavos asados, Aureliano segundo estaba a un paso de la congestión. -Si no puede, no coma más -dijo La Elefanta-. Quedamos empatados. [...] Pero Aureliano Segundo lo interpretó como un nuevo desafío, y se atragantó de pavo hasta más allá de su increíble capacidad. Perdió el conocimiento. Cayó de bruces en el plato de huesos, echando espumarajos de perro por la boca, y ahogándose en ronquidos de agonía. Sintió, en medio de las tinieblas, que lo arrojaban desde lo más alto de una torre hacia un precipicio sin fondo, y en un último fogonazo de lucidez se dio cuenta de que al término de aquella inacabable caída lo estaba esperando la muerte”. Toda esta jarana e irrealidad llegó a su fin bajo el signo de la tragedia. En diciembre de 1928 estalló “la huelga de las bananeras” con un saldo de muertos que jamás 244


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se esclarecerá. La United Fruit Company se retiró de la zona y nada volvió a ser como antes. Ricos hacendados, entonces quebrados, al ver los antiguos sembrados abandonados, infectados de sigatoka negra, exclamaron como los Buendía: “Miren la vaina que nos hemos buscado, no más por invitar un gringo a comer guineo”.

Mompox, la ciudad valerosa Cuando remontaban el Magdalena, los viajeros que provenían de Cartagena, Santa Marta, o más tarde, Barranquilla, debían pasar por la floreciente Mompox, importante centro comercial del río, rodeada por las tierras más fértiles del bajo Magdalena. A fines del siglo XIX, Mompox, llamada por Bolívar la “Ciudad Valerosa”, era una ciudad fantasma porque además de las pérdidas producidas por la guerra, el río Magdalena al desviar su curso a finales de la década de 1860 la dejó fuera de la vía del comercio. Viajeros de la segunda mitad del siglo XIX y primera del XX dieron fe de un mercado todavía abundante de verduras, aves, carne de res y queso, de la amabilidad y hospitalidad de sus habitantes. Idea de la riqueza del mercado en aquella ciudad la da una descripción hecha en por Gaspard-Théodore Mollien, en 1823: “En el mercado lo primero que salta a la vista es la carne.[…]Continuando con el recorrido siguen los pescados, gallinas, pollos y palomas […] La naturaleza entregaba una recompensa a través de los vegetales (verduras, frutas y hortalizas). Por cualquier lado se veían los frutos que, con justicia, deben ser nombrados en primer lugar, de incomparable sabor y más nutritivos y alimenticios que los nuestros. El plátano de aquí se encuentra en todos los tamaños, desde el amarillo de un pie de largo hasta el pequeño de color verde”. “En seguida los excelentes frutos de raíces, como la yuca y la arracacha, muy superiores a nuestros nabos, espinacas, etc. Luego están el coco, maíz y arroz, en cantidad acorde con su buen sabor. En otro sitio todo tipo de frijoles, rojos, negros, blancos, marrones y amarillos, y las frutas maduras que con sus carnes sueltas se asemejan a la mantequilla. 245


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También hay un tipo de cebolla parecida al ajo que, acompañada de ají, es usada en grandes cantidades por los cocineros”. Quizá Mollien aluda al cebollín, infaltable en las sopas y guisos de la cocina costeña. Continúa Mollien: “A la vez se ofrecen al público semillas de cocoa y bolitas de chocolate ya preparado, al igual que un pan hecho de maíz molido (arepas) y unos bollos en forma de huevo grande. Los mencionados son los alimentos más corrientes”. “¡Qué gran cantidad la que se ve de frutas deliciosas! Hay una enorme variedad de frutas de postre, que con el solo hecho de nombrarlas es suficiente: piñas, mangos, guayabas, melones, guineos, granadillas, papayas, limones, naranjas, guayabitas, etc”. Curiosa la mención de los mangos en fecha tan temprana. Esta fruta originaria de India, que fue introducida a nuestra costa Caribe por los ingleses a fines del siglo XVIII, se aclimató con facilidad y es hoy tan común que la creen nativa, o cultivada desde tiempos coloniales. Según Patiño, un navío francés que llevaba arbolitos de esta especie desde la isla de Barbón (Reunión) a Haití en 1782, fue capturado por los ingleses, quienes condujeron con todo cuidado los arbolitos a Jamaica, y los plantaron allí con buenos resultados. Once años después, el capitán Bligh, como resultado de su segundo viaje en busca de la fruta de pan embarcó en la isla de Timor y trajo al Atlántico varios arbolitos de mango, que fueron distribuidos y plantados de la siguiente manera: isla de Santa Helena, 2, San Vicente, 15; diversos lugares de Jamaica, 17. Los colombianos perseguidos políticos, hallados culpables del atentado contra El Libertador en septiembre de 1828, se refugiaron en Jamaica y de allí trajeron mangos a la costa Caribe colombiana luego de la muerte de Bolívar. Reclus en 1855 los encontró en abundancia y de un olor exquisito en Santa Marta, según cita anterior. Mollien hace una extraña observación sobre el consumo de leche en Mompox: “encontramos huevos, quesos y algo de leche. Este último producto se hallaba en poca cantidad, pues no separaban nunca a los terneros, dejando a estos toda la leche de la madre. La leche la consideraban poco saludable y la usaban muy raras veces. 246


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Por supuesto, no falta el artículo corriente: tabaco”. La ganadería extensiva era en la época la propia de la región, y la mayor parte de la leche la convertían en queso. La producción de leche era tan grande que sobraba para dejársela al ternero. La afirmación de que la encontraban poco saludable se refiere tal vez a que la dificultad de almacenamiento hacía difícil su conservación. Monsieur Mollien describe un menú diario completo de los momposinos ricos: “A las seis de la mañana ya se encuentran levantados, generalmente se bañan, toman su chocolate y prosiguen su limpieza personal. Toman el desayuno entre las ocho y nueve, consistente en huevos, carne picada, plátanos fritos, chicharrones, queso y chocolate, en seguida beben una taza de agua fría. La cena comienza con la sopa, reciamente condimentada, en espera del plato fuerte, aquel que se come en todos los lugares donde hay un español: la paella. Éste sufre variaciones según las distintas carnes y vegetales de cada país, pero es un plato digno de ser reseñado por un escritor o de ingresar a los mejores libros del arte culinario”. M. Mollien confunde el famoso plato con otro que pudo ser el arroz apastelado que en nada se parece a la paella y no acierta en la preparación quizá porque no la vio: “El plato se identifica por algunos artículos cardinales. La carne de buey y los plátanos se hierven juntos y se les agrega carne de cerdo, de cordero, tocino, yuca y arroz; todo se mezcla con pimienta, cebolla y otros condimentos, que se hierven al mismo tiempo, o para usar el término técnico, en su misma salsa. Después se agregan pollos fritos y palomas, tan secos como de mal sabor, y finalmente manteca frita con pimentón, en lo que nada todo el plato”. Describe los postres y la “sobremesa”, donde curiosamente ya aparece el café como bebida para cerrar una copiosa comida: “En algunos hogares sirven como postres frutas, ya sean melones, mangos, que se saborean al lado de vinos y quesos, y luego todo acaba con un café”. El dato más antiguo sobre el cultivo del café en la costa atlántica colombiana es de 1758. Según Reclus, un extranjero llamado François Dangond plantó en Cerro 247


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Pintado, cerca de Villanueva, cien mil arbolitos en 80 hectáreas. En 1853, Frederic E. Church pondera la calidad del café que tomó en Barranquilla. Las fincas El Carmen y La Victoria fueron de las primeras plantaciones en Minca, en las estribaciones occidentales de la Sierra Nevada de Santa Marta. A Reclus le pareció que estos cafetales eran “una de las más antiguas plantaciones de café del Nuevo Mundo” y que “sus productos son muy estimados en todas las costas del mar Caribe”. En 1889, el norteamericano Orlando Flye estableció el primer cultivo intensivo en su hacienda Cincinnati cerca de Minca y estableció la American Coffee, iniciándose en las cuencas medias de los ríos Frío, Córdoba y parte del Guachaca, la colonización cafetera campesina. Desde el siglo XIX el día comienza con un café. Leamos un fragmento de la Loa al café de casa humilde del escritor monteriano José Luis Garcés González: “Son las cuatro de la madrugada y todavía hay sombras y chillidos de murciélagos. A esa hora la mujer que vive en los corregimientos y veredas llega a las cinco piedras de la hornilla, y empieza, como en un viejo rito contaminado de sustancias oscuras, a lavar la olla, a desocupar el colador, a reinstalar la leña, a encender de nuevo la madera resignada. En la penumbra dos duendecillos bailan en los rincones y muestran sus lengüitas rojas. El perro, untado de ceniza, levanta la cabeza y estira el cuerpo donde se dibujan las costillas. Al final se queda quieto, vigilantes los ojos. El también quiere beber del negro. La mujer va al alar y saca de la palma, como si fuera un ángel cóncavo, una curtida cuchara de palo. La lava con agua de la tinaja. Luego llega a la alacena. Allí, en una lata manoseada y feliz, el polvo del café acostado espera. Ya fue tostado, ya fue sometido al molino de piedra que le trituró la piel y la osamenta. Ahí está el antiguo abisinio, hirviendo en un solo sitio visible y prieto en su placer que va hacia el cuerpo profundo. Se unta de agua, gira, borbotea, trata de ladrar como perro falsamente rabioso. Oloroso y penetrante en su 248


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confusión oscura. Olor que es una ola que avanza y llega a los cuartos, a la sala de tierra apisonada, a los crotos, a las veraneras y a los bonches, a la casa vecina donde un viejo que se enjuaga la boca con agua trasnochada del tanque, dice: «carajo, cómo huelo el café que prepara Gumersinda”. “Y al lado de la mujer, delgada y nervuda, está el hombre de músculos empecinados, machete colgando como otra pierna, duro el cuerpo para el sol y para la espina, curado contra el veneno de la culebra y el panoco. Bebe su café en un pocillo que fue la loza y ahora eternidades. Siente que la vida le nace en la boca y luego se encamina hacia el sur. Y ese líquido es una sangre, o un camión que, raudo, corre paralelo. Y le da furia en el brazo y perrenque en la entrepierna. Bebe el hombre su café, que ahora es espuela en los costados.” -------------------------------------------------Mollien incluye en la descripción de los postres abundantes y variados que encontró en Mompox, el famoso “ramillete”, herencia española que se conservó hasta bien entrado el siglo XX: “Pero la tradición en la mayoría de las mesas es servir de postres dulces, hechos de miel y panela, servidos con queso y una taza de chocolate, además de un jarro de agua fría. Antes que todo haya terminado ya están en los ceniceros colocados sobre la mesa los cigarros encendidos. En las casas más criollas toman chocolate, su bebida favorita, lo que hacen cinco o seis veces al día, siempre con grandes dosis de agua helada”. M. Mollien describe también ciertas costumbres y manjares servidos durante una fiesta en la ciudad: “Cerca de la medianoche las salas de baile fueron momentáneamente abandonadas. Se pasó a las habitaciones donde largas mesas se doblegaban bajo el peso del ágape que, con muy pocas excepciones, consistía en productos iguales a los nuestros. La diferencia mayor se notó en los postres, consistentes en las mejores frutas tropicales: piña, mango, melones en diversidad de tipos, limones, naranjas, etc., todo en una cantidad tan abundante como variada”. 249


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“La comida acabó pasadas las dos de la madrugada, prosiguiendo luego el baile hasta las cuatro, hora en que todo acabó. En el transcurso de estas tertulias frecuentemente se sirven chocolate o dulces, tras lo cual beben en grandes tazas de greda agua fresca y cristalina. Pero la atracción mayor sigue siendo el puro, que lo fuman incluso muchas de las mejores damas de la ciudad ”. Mollien observó en una hacienda cerca a Mompox la preparación y forma de servir de lo que ahora conocemos como “carne asada a la llanera”: “Después del rodeo suele el dueño de las grandes haciendas, dar a sus gentes y a las de las vecinas que han contribuido a la faena, una res para el plato favorito: el asado en cuero. La preparación de ese plato en pleno campo es de lo más homérico: la res se corta a lo largo en dos o tres partes; cada una de éstas se asa con la piel sobre las brasas en un asador enorme cuyos extremos están sostenidos en unos postes. La carne asada de esta suerte conserva en el cuero, que hace las veces de cazuela, todo su jugo; enseguida cada comensal, cuando el asado está a punto, se acerca y con un cuchillo corta el trozo que le apetece; en dos o tres ocasiones he probado estos asados y los encontré exquisitos”, y agrega un dato: “Este es el plato que por lo general suelen comer las tropas cuando están en campaña dada la facilidad con que encuentran en todos los sitios ganado vacuno en abundancia”. Mollien hace otras observaciones sobre la vida en Mompox: “El género de vida del momposino difiere poco del que han adoptado los demás habitantes de las tierras calientes de América del Sur. Todas las clases sociales tienen una marcada predilección por los licores fuertes, pero a pesar de esto el momposino no bebe más que agua en las comidas. Se come mucha carne de cerdo; la pasión por ese animal inmundo es tal, que muchas mujeres los crían y los llevan con ellas como si fueran pequeños perros”. En Recollection of a Service of Tree Years During the War of Extermination, de autor anónimo, escrito en 1819, encontramos la descripción de otro plato imposible de identificar hoy, que le sirvieron al viajero en Mompox y que si nos atenemos a la forma de prepararlo, más parece sacado de uno de los libros de cocina del Renacimiento 250


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en España: “La preparación de este plato es, poco más o menos, la siguiente: ponen a cocer unas gallinas hasta casi hacer que se deshagan, extráenles los huesos y ponen una porción de cerdo salado, añádenle luego calabazas y coles en cantidad, sazonándolo en exceso y lo siguen cocinando hasta que se vuelva una pasta dura y espesa; un “quantum sufficit” de vino y anís y el todo queda listo para comerlo”. Este viajero anónimo describe un desayuno muy parecido al que le sirvieron a M. Mollien: “Hicimos un buen desayuno que se compuso de chocolate, plátanos fritos, pescado y carne de cerdo que una vez hervido cortaron en tajadas muy finas, todo eso acompañado con pan de casabe”. Carl August Gosselman en Viaje por Colombia 1825 y 1826, como hicieron otros viajeros, alabó la riqueza del mercado de Mompox y es el único cronista que describe los bollos de plátano y un uso diferente del maíz como postre: “Bajo el nombre de bollos se puede comprar una especie de pan hecho con harina de maíz y plátano, los que son devorados por los nativos. Al fruto entero del maíz —mazorcas— cosechadas antes de su total madurez, luego de cocidas se les fríe y come por parte de señores e inferiores, como un postre de buen gusto”. Le Moyne cuenta que el gobernador de Mompox en 1828 era un sueco de apellido Aldekreuse, quien lo recibió en su casa y “las comidas que nos dio estaban tan bien dispuestas en cuanto a la clase de platos, a los vinos y en lo referente al servicio, que en Francia no se hubiera podido exigir más”. Luego de leer los testimonios anteriores, resulta obvia la diferencia entre la rica, variada y prolija dieta de los pobladores de Mompox, y la monótona de los viajeros por el río Magdalena en los incómodos champanes como la de los pequeños poblados ribereños. G. Bolinder en visita a Valledupar conceptuó: “la comida es poco apetitosa, aún en las casas de las gentes acomodadas” y “la mayoría de las gentes aquí (en Valledupar) nunca tienen bastante qué comer, pero las gentes pobres parecían contentarse con una sopa hecha de raíces vegetales con poca grasa y puerco salado en ella”. 251


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Sobre costumbres culinarias de La Guajira en la última década del siglo XIX, hay información en las memorias del naturalista francés Henri Candelier que vino a Colombia a estudiar el pueblo guajiro y sus costumbres ancestrales. El naturalista, que sabía que las condiciones de vida entre los aborígenes no iban a ser las mejores, se queja de la monotonía y falta de creatividad a la hora de preparar la comida. “Es muy duro acostumbrarse a comer siempre arroz, res, huevos y legumbres exóticas, sobre todo que las cocineras indígenas tienen una educación culinaria muy rudimentaria. No solamente ignoran el arte de acomodar los sobrantes sino el arte precioso, tal vez de variar los platos. Por tal motivo se ven todos los días en cada comida las mismas cosas, sin cambiar en nada[..] Carne de cerdo fresca, no se consigue casi nunca, de carnero muy de vez en cuando, de cabra o de cabrito con frecuencia. Lo que se compra corrientemente son huevos, arroz, carne de res, y los productos del país, banano y yuca”. Buen observador, mostró interés en la forma de preparar los alimentos, aunque el resultado le pareció desalentador: “El cordero fue muerto y preparado para el almuerzo. Estoy curioso por conocer la cocina Guajira y seguí todos los detalles de los preparativos. En primer lugar noté que se lava bien la carne, que el cocido es conocido o algo parecido. En efecto, en una olla en tierra hecha por ellos, “Ushi” y llena de agua, se corta la carne en pedazos y se agregan plátanos y arroz. Es un vulgar caldo”. Sin duda, el plato que no le gustó fue el popular sancocho de chivo. Una mejor opinión le mereció el “friche”, aunque no lo reconoció con este nombre.“Al mismo tiempo, en una especie de escudilla de tierra, “Jirala”, se fritan otros pedazos de carne en su jugo, con grasa de cordero. Este guisado coge durante la cocción un aspecto negro que no inspira. El cocido de carnero no sabe mal aunque huele un poco a lana, y lo comí de buena gana, ¡pero no pude tragar la carne frita!”. Luego nos relata lo que fue la comida de la noche un día regular: “Después dos indias, la mujer y la hija de Kuta sin duda, nos traen dos escudillas llenas de queso y mazorcas de maíz cocinado en agua. Ésa fue nuestra comida. La noche me 252


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impide examinarlas; será mañana. El queso es friable, blanco, grumoso y además muy indigesto”. “Comimos con los dedos, medio acostados en las hamacas, con una mano sosteníamos un pedazo de queso, con la otra una mazorca a falta de pan, mordiéndola para sacar los granos cocinados. A pesar de todo, comimos con buen apetito. Terminada nuestra cena, nos traen leche en medias calabazas, “Ita” y después cosa extraña, agua para enjuagarnos la boca”. Candelier da la receta de una mazamorra de maíz que fue de su agrado: “La mujer de Kuta puso una olla grande para la sopa de maíz y vigilaba su cocción y la removía con un largo bastón plano, imitando una larga plegadera. Para la cena, nos sirvieron ese caldo que había visto cocinar. Pero por deferencia para con nosotros agregaron leche y panela, especie de cogucho en tabletas hecha en Colombia, con el jugo de la caña de azúcar. La trasformaron así en lo que llaman “Eirajushi” o caldo de leche. Ese plato nuevo me pareció delicioso; nos sirvieron también granos de maíz fritos. Para la cena encontré otra vez esa sopa de maíz con leche y panela, “Eirajuschi” que me ofrecieron cuando llegué donde Kuta y la tomé con placer”. Esta sopa de maíz molido con leche, a la que se le agrega carne de caza o de res, y ahuyama o yuca, aún es muy común en La Guajira. La forma de preparar la chicha que Candelier observó en La Guajira a fines del siglo XIX era la misma de la época precolombina: “La chicha es la bebida habitual de los indios ricos. Es agria y muy refrescante; la hay de dos especies, o para ser más exacto, hay dos maneras de prepararla. O se aplasta entre dos piedras el maíz bien blando, el cual se ha dejado en agua una noche entera, y después se deja fermentar durante unos días, en grandes vasos de barros. O las viejas indias que quedan en el rancho, para los quehaceres internos, mastican ese maíz y lo escupen así masticado en grandes ollas. La fermentación provocada por la saliva, es, según ellos mucho más activa. En los dos casos cuando se termina la fermentación se agrega agua, panela, canela para endulzarla; la bebida queda lista para su consumo”. 253


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Deja también una relación de los útiles de cocina y la vajilla para la mesa: “Sus utensilios de cocina son: jarras, ollas, cacerolas, platos, todo hecho de tierra cocida, de diferentes tamaños y formas. Tienen para el caldo de maíz la olla “Ushi”; para la crema de leche otra, “Moko”; la jarra para conservar el agua en la casa, “Tenashi”; la pequeña jarra para sacar el agua del río, “Amuchi”; la cantimplora de viaje, en forma de un pequeño barril con una asa, “Shoiché”; la media calabaza para beber, “Ita”; el plato para comer, “Poso”; el plato que sirve de grasera, “Jirala”; la cuchara en forma de espátula, “Posha”; la calabaza para el camino, “Japuin”. También hace observaciones sobre las dietas diarias de y pobres: “El indio rico se alimenta de carnes, arroz, caldo de maíz, plátanos, leche, queso, pescado, pero no come la carne de cerdo ni de la gallina por considerar que el cerdo es un animal demasiado sucio y repugnante. El indio pobre se nutre con caldo de maíz y diversas frutas de la región, especialmente las de un gran cactus, “Hiosu” y de otro árbol. “Aipia”. En el pasado, la forma de cocinar más usual era el asado por ser escasa el agua. Hoy prefieren las sopas. Candelier y Reclus hacen énfasis en la importancia del ron para los guajiros. Candelier afirma: “El ron, es para el guajiro la felicidad suprema, adoran la embriaguez; así como sin tragos son tranquilos, fríos, sobrios en sus gestos, después de haber tomado se vuelven todo lo contrario, habladores, exuberantes; pronto tuve el ejemplo”. Eliseo Reclus recogió algunas anécdotas al respecto: “Refieren que un buque cargado de ron encalló en los arrecifes de Punta Gallinas: la noticia se esparció inmediatamente en toda la península, y durante algunos días la nación entera estuvo sumida en la más completa embriaguez”. “A la conclusión de todo negocio, el tratante riohachero da al vendedor guajiro uno o muchos jarros de aguardiente garantizado puro, pero extraordinariamente mezclado con agua. El indio lleva a su rancho el precioso licor, y bebe de seguido hasta que cae moribundo en la arena”. 254


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Las mujeres guajiras eran, si no el paradigma de comprensión de sus maridos, sí por lo menos de tolerancia, lo comprueba una historia narrada por Reclus: “Pasé muchas veces al lado de hombres, en apariencia sin vida, tendidos sobre la arena, vigilados por mujeres que se ocupaban tranquilamente en tejer redes o sombreros. Una de las mujeres, que sabía algo de español, me hizo comprender que su marido no estaba muerto, sino durmiendo el sueño de la embriaguez desde el día anterior”. Los cuidados de la mujer a su marido borracho muestran gran afecto: “Ella se arrodilla cerca de su cabeza, espanta los cínifes que podrían turbar su pesado sueño, refresca su frente venteándola con un ala de águila”. Las razones de tanta generosidad las explica Reclus: “Los placeres que la embriaguez produce son apreciados de tal manera que la mujer siente aumentar su respetuoso afecto por el marido sumido en esa fatal beatitud”. Pero la mujer es previsora: “pues en circunstancias análogas, puede a su vez tener necesidad de ser cuidada de la misma manera”. El velorio es un evento social muy importante de la cultura costeña. Además de reunir a toda la familia, aun la más lejana, es la ocasión para que compadres y amigos demuestren el cariño y el respeto por el difunto y su familia. Aunque la reunión se hace en torno a la mesa y, es señal de duelo mostrar poco deseo de comer, la hospitalidad costeña y la reunión de mucha gente hacen obligatoria la preparación de abundante comida. Esta labor corre a cargo de las mujeres de la familia, vecinas y amigas, quienes ponen sus conocimientos e ingredientes disponibles al servicio de los dolientes. El velorio dura nueve noches, la primera es la más importante porque el cadáver está presente. Las mujeres se reúnen dentro de la casa a rezar mientras los hombres se acomodan en el patio y los corredores a charlar y a contar “chistes de velorio”, famosos por carentes de ingenio. Las mujeres toman café o refrescos acompañados de colaciones como galletas o diabolines mientras los hombres toman ron. La novena noche está cargada de nostalgia por la despedida a los visitantes que se van lejos. En el campo y en los poblados pequeños se acostumbra 255


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erigir un altar temporal en la habitación donde se vela al difunto y en la mañana del décimo día, luego de un buen desayuno para toda la familia, se desarma el altar mientras despiden al muerto con rezos y oraciones. Candelier cuenta sobre los ritos funerarios en La Guajira: “Pedí en el hotel una explicación sobre esa extraña escena; me contaron que una anciana había muerto la víspera por la tarde; según la antigua costumbre colombiana, los hijos de la difunta la lloraban así, con grandes demostraciones de dolor, y parientes y amigos de la familia velaron el cuerpo toda la noche, con acompañamiento de galletas, café y ron” Y agrega. “Unos indios trinchaban unos bueyes y el ron circulaba entre los grupos. Pues la costumbre guajira quiere, si el difunto es rico, que se mate parte de su ganado para distribuirlo a los asistentes y que su familia ofrezca también varios barriles de aguardiente. Según la cantidad de animales degollados y de ron comprado, la ceremonia de duelo dura uno o varios días. Se necesita tiempo para comer y tomar todo; después solamente será enterrado el difunto. El indio pobre se enterrará el mismo día. Desgraciadamente, estas “fiestas” terminan frecuentemente mal. Los indios se emborrachan y hay discusiones, querellas, riñas, a veces surgen y así se declara la guerra entre dos castas. Cuando tiene muchos alimentos a su disposición come todo lo que puede absorber; se levanta también de noche para acabar lo que había dejado. Pero sabe también abstenerse y quedarse un día o dos en ayunas si no tiene nada que comer. Sobre ese punto tiene algún parecido al caimán”. Según antropólogo guajiro Weilder Guerra Curvelo, hoy los rituales funerarios wayuu conllevan la preparación de platos que tienen un alto valor simbólico como el juriche o fritura de carne de ovejas y cabras que en sus distintas modalidades pueden contemplar las vísceras y la sangre de dichos animales. Durante estos eventos sociales se brindan alimentos de animales domésticos poseedores también de un alma que acompañan en su viaje al alma humana del difunto. 256


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La comida que se encuentra hoy entre los mestizos en La Guajira es diferente. Anota Guerra Curvelo : “Los alimentos indígenas son el punto de partida de esta singular cocina regional, única en el caribe colombiano, peces y crustáceos como el camarón obtenidos en las lagunas litorales, bivalvos como las almejas y el chipichipi extraídos de la arena o de las aguas someras, mamíferos como el conejo y el venado, más los reptiles marinos y terrestres de sus playas y bosques”. El legado colonial español se encuentra en las diversas carnes del ganado traído de Europa que los indígenas adoptaron con prontitud, los aceites, la harina de trigo, el arroz, los chorizos, el vinagre, los condimentos diversos y los bulbos para aderezar las comidas (ajo, cebolla, cebollín). Los africanos aportaron las técnicas de freído, sofritos y el ñame. Del Caribe holandés proviene el “funche” una especie de polenta de maíz amarillo que suele acompañar guisos de pescado y de carne y el selce o “chel” que es un encurtido de cabeza de cerdo bien lavada, hervida con algunos condimentos y finamente picada en pequeños trozos que se enfrasca con vinagre, cebolla y pimienta para luego servirse frío. El maíz es un alimento primordial en la cocina guajira. Diversas variedades de arepas: blanca, amarilla o de maíz morado, bollos, arepuelas sencillas y de huevo, pasteles, hallacas y un tipo de polenta americana llamada funche que se prepara en gran parte de las islas del Caribe se encuentran en las preparaciones cotidianas al igual que chichas y mazamorras. Sin embargo, la cocina guajira tiene una gramática basada en la tradición que comprende reglas, técnicas y combinaciones que se consideran apropiadas. Una de ellas es la precisa distinción ente platos principales y acompañantes. Las arepas limpias, los bollos, el funche por su sabor sencillo se consideran acompañantes ideales de los guisos, asados, salpicones, escabeches o frituras de carnes y alimentos marinos. En tanto que las hallacas y pasteles, junto a las arepuelas de huevo y arepas de queso se consideran platos principales que no requieren acompañantes por su condición sápida. 257


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El arroz, tempranamente introducido a la península, se prepara en numerosas combinaciones con distintos tipos de pescados, crustáceos y moluscos como los de mero, sierra frita, guarepo, bacalao, camarón, chipichipi y ostra perlífera. También se combina con carnes de res, pollo, cerdos y embutidos como el célebre arroz de chorizo guajiro hecho de carne de cerdo aderezada con ají dulce y comino que suele servirse para la comida vespertina. Los hay de vegetales como el arroz de frijol, de ahuyama, de papa y de maduro. Los arroces con alimentos de mar y el arroz de chorizo suelen prepararse “volados” lo que conlleva emplear una medida apropiada de aceite y agua para que el grano quede suelto, en tanto que los de carne de res, pollo y cerdo pueden prepararse con mayor humedad y suelen ser aderezados con vinagre y pimienta de olor hasta obtener una consistencia apastelada de la cual derivan su nombre. Estos arroces ligados se consideran platos principales por su carácter sápido y suelen ser acompañados de ensaladas o plátanos. Para acompañar un sabor más fuerte en frituras, asados, salpicones o guisos se emplean usualmente el arroz blanco y el de frijol. Una preparación de amplio arraigo histórico en Riohacha y el norte de La Guajira es el ajiaco en sus diversas formas. Extendido en toda la región del Gran Caribe deriva su nombre del ají que era un elemento común a los ajiacos en su elaboración original. Sin embargo, muchos ajiacos, entre ellos los guajiros, han perdido este ingrediente. Los ajiacos guajiros se hacen de carne cecina, riñón, frijol y tortuga, tienen como base principal el plátano maduro y se aderezan con pimienta de olor. Finalmente, la cocina guajira tiene diversas técnicas de conservación de alimentos como la elaboración de carne deshidratada de cabra y oveja llamada cecina, el salado de diversos pescados como el mero y el lebranche y la preparación de escabeches de pescado con base en vinagre y pimienta de olor. El geógrafo y geólogo alemán Wilhelm Sievers llegó a Barranquilla el 9 de enero de 1886. Vino comisionado por la Sociedad Berlinesa de Geografía para explorar la Sierra Nevada de Santa Marta y la Sierra de Perijá. Llevó a cabo una investigación 258


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antropológica y extrayendo información de ella encontramos: “La alimentación de los Arhuacos se compone en general solo de productos vegetales, los principales son: arracacha (Conium arracacha) y los bananos que se encuentran en todos los asentamientos, además yuca, apio, ñame (Discorea alata), Malanga (Maranta Malanga), papas, fríjoles, batatas, col, maíz, cebollas, azúcar. Comen pocas veces carne, menos todavía arroz; de alimentos especiales recuerdo caracoles y lagartijas. En lo que a bebidas respecta les gusta mucho además de la leche, en últimos tiempos el ron, el cual es vendido por los colombianos en grandes cantidades, lo que conducirá paulatinamente a la extinción del grupo”. Hizo anotaciones sobre la diferencia de temperamento entre arhuacos y guajiros: “En general, los Arhuacos y los Guajiros son muy, distintos; los primeros no tienen armas, son tímidos, pacíficos hasta la cobardía, poco hospitalarios, muy vestidos, los segundos casi nunca están sin armas, fuertes, guerreros, hospitalarios en extremo, casi sin ropa. Los primeros, en las inmensas montañas, se han sometido sin resistencia a la influencia de los colombianos, los últimos han defendido con una tenacidad sin igual su desierto triste y arenoso, accesible por todos los lados y nunca se han sometido. Los Arhuacos son un triste cuadro de indolencia, los Guajiros un ejemplo de fuerza varonil y valentía”.

La peste de cólera y la plaga de langostas a fin del siglo XIX En junio de 1850, en plaza de mercado de Cartagena caían al suelo personas con convulsiones, vómito, diarrea y calambres, que los parroquianos atribuyeron al veneno de la yuca brava, pero era la peste de cólera morbo; su agente, el vibrio cholerae infestó las aguas pútridas del mercado e infectó los alimentos. La peste, de la que se desconocía la cura, mató casi el 10 por ciento de la población costeña. El siglo terminó con una peste de langostas. Apareció en 1878 en Montería, continuó en 1880 en las inmediaciones de Ciénaga; abandonó la zona en 1889 pero reapareció en Magangué en 1909. Asoló la región sembrando la miseria y el hambre. 259


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Parecía como si la región hubiera sido arrasada por un devastador incendio. Afectó los cultivos de arroz, el alto precio del maíz acabó con la cría de cerdos y gallinas y en 1883, el periódico The Shipping List de Barranquilla publicó que en la ciudad los huevos “se han hecho invisibles”.A excepción del maíz duro y las plantas de café, a plaga devoraba todo: el maíz tierno, la yuca, el plátano, el fríjol, la caña de azúcar, los pastos para el ganado, el algodón, la piña, la papaya, los naranjos, limoneros y otros productos básicos de la agricultura. Hasta las familias acomodadas pasaron necesidades. Doña Manuela de Burgos rogaba a su tío que le enviara arroz a la rica hacienda Berástegui en el Departamento de Córdoba: “Espero que ahora en el vapor me habrás mandado el saco de arroz que con tanto interés te supliqué. Aquí hay días que no se come porque no se encuentra, y yo soy mala pobre que sin este plato no como”. Los métodos empleados para combatir la plaga, que relata el padre Revollo en sus memorias, fueron básicamente sonoros: “Las campanas de los templos sonaban a rogativo o a rebato, se disparaban escopetas al aire para espantar con el sonido al maldito animalito, los muchachos hacíamos ruido con tambores y calderetas; todo en vano. En el municipio se compraban sacos de huevos de langostas en grandes cantidades, se mandaban sepultar en zanjas o arrojar al río: en balde, la terrible plaga acabó cuanto Dios quiso”. Fueron más efectivos sus enemigos naturales: los cerdos hozaban incansables en busca de los huevos que los insectos depositaban bajo la tierra, las gallinas y pavos colaboraban en la labor pero las gentes decían que su carne tomaba sabor desagradable los veinte días siguientes. Los perros, después de comerlas, enflaquecían y perdían el pelo hasta morir. Aliados importantes fueron toches, turpiales, canarios, azulejos, mariamulatas, arroceros, pericos, garzas y demás aves endémicas de la región. La región del Sinú soportó mejor la peste, el río los compensó con abundantes bocachicos, doradas, barbules, sábalos, bagres y babillas. En esta época de escasez nació la práctica del cambio comunal de platos de alimentos entre caseríos. Así se 260


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homenajeaban, especialmente el 6 de enero. Esta costumbre llamada “vito”, derivado de “vitute”, término para denominar el alimento diario. Según el sociólogo Orlando Fals Borda, ese día, los vecinos de un sitio depositaban en la plaza de otro pueblo largas mesas adornadas con flores y repletas de comida lugareña: sancocho de gallina o de pescado, arroz de coco, mote de queso, patacones, postas de bagre, lomo de cacó, huevos de iguana, dulce de mongomongo, y mientras el pueblo homenajeado comía, los visitantes cantaban y bailaban a su alrededor.

Surge Barranquilla como principal ciudad de la costa A mediados de siglo XIX, establecida la navegación a vapor por el río Magdalena y descubierto un acceso fácil al mar, surgió Barranquilla en la margen izquierda de la desembocadura del gran río. La ciudad jamás fundada por conquistadores y poblada desde siempre por personas libres. A fines de la centuria tomó el liderazgo de la costa y llegó a ser la segunda ciudad más importante de la naciente República de Colombia, puerto de llegada de todos los inmigrantes europeos y asiáticos y punto de entrada de la modernidad. Allí se renovó la cocina del Caribe colombiano al mezclar la antigua y sabrosa cocina cartagenera con la de los comerciantes europeos. Más tarde, esta cocina se enriqueció con el aporte árabe, la abundancia de hortalizas y sabores que trajeron los chinos, y por último, con los alimentos procesados y envasados en los Estados Unidos. El primer hotel del que se tiene referencia en Barranquilla, el “Hotel Medellín”, sirvió de alojamiento al Libertador Simón Bolívar en 1830, poco antes de morir en Santa Marta. En 1836, el norteamericano John Steuart pasó las navidades en la ciudad y dejó sus impresiones sobre la fiesta a la que asistió, la calidad de las viandas y vinos que le ofrecieron y las extrañas costumbres que observó; entre las cuales le llamaron la atención, la contribución de cada invitado, exceptuando cortésmente a los extranjeros; la exigencia de que a las tres de la mañana, cuando el baile estaba en lo mejor, 261


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nadie abandonara el salón, y la probabilidad de no devolver los objetos prestados para el convite : “La víspera de Navidad fui invitado a una reunión ofrecida por el señor Trespalacios en su excelente mansión, la única de dos pisos en la ciudad. […]A las diez en punto comenzó el baile […] hasta las doce. Después pasamos al comedor, donde, en compañía de cerca de treinta parejas, dimos buena cuenta del más excelente de los manjares, todo muy bien servido. Los vinos, sin embargo, eran execrables. El clarete, el madeira y el oporto eran una burda imitación, y su sabor carecía de genuina originalidad. Hizo los honores en la mesa el cura del lugar, un individuo fino, gordo, alegre, la pintura exacta del fraile Tuck, quien no perdió sus rasgos de ingenio un solo momento. Uno de sus brindis fue: “Salud a los enfermos y buena digestión a los sanos”.[…] A las tres en punto de la mañana se hallaba todo el mundo en el colmo de la felicidad y a nadie le era permitido partir.[…] El señor Trespalacios aportaba el sitio y los sirvientes, otro enviaba una docena de botellas de vino, un tercero pollo, y así cada huésped, exceptuados los extranjeros. Un grupo de mayordomos quedaba pendiente de las contribuciones y cuidaba que el cristal, la loza, fuera regresado a sus dueños […] con frecuencia se forma gran alboroto por artículos que no regresan al terminar las fiestas”. En 1853, Frederic E. Church visitó la ciudad y le pareció “una de los más gratas de la costa”, el hotel le mereció elogios: “La casa donde paramos, manejada por Madame Creichton, es, para mi total sorpresa, realmente excepcional. Tiene la reputación de ser lo mejor en La Nueva Granada. Cada cosa es perfectamente pulcra, una virtud para apreciar en este país”. Allí probó el bollo y lo describió como: “una mezcla de comida india, entre la vaina de un plátano y luego cocinada. Esta comida es más sólida y sustanciosa que delicada, pero como es comida general de las clases más pobres, me dio mucho gusto haber probado”. Eliseo Reclus describió la Barranquilla de 1855: “Barranquilla, edificada sobre la ribera izquierda de una de las numerosas ramificaciones del río Magdalena, data de ayer, por decirlo así; y sus progresos solamente pueden compararse a los de una ciudad 262


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de Estados Unidos, tan rápidos así han sido. Allí no se ven sino andamios, ladrillos y cal. Sobrepuja ya a Cartagena por el número de sus habitantes. Barranquilla proyecta en todas direcciones sus calles tiradas a cordel y cortadas en ángulos rectos, pero formadas la mayor parte de chozas y jardines en que se agrupan los cocoteros y los papayos semejantes a una hierba gigantesca”. Pondera el servicio del “Gran Hotel” de Barranquilla sin dar cuenta del menú con que fue atendido durante su estadía: “Madama Hugues, nuestra huésped, había montado su casa bajo un pie enteramente europeo; tenía la tontería, es verdad, de observar en el hotel una ridícula etiqueta británica, pero se le podía perdonar en virtud de que tenía el buen gusto de hacernos comer en un patio, debajo de los árboles cubiertos de fragantes flores a cuyo rededor revoloteaban los tominejos con alegres susurros”. Emilio Bobadilla, cubano nacido en Cárdenas, provincia de Matanzas en 1862 y muerto en Biarritz, Francia, en 1921, vivió en Barranquilla en 1898 conocido con el seudónimo de Fray Candil, salió enemistado con el mundillo cultural de la ciudad, y en 1903 publicó la novela A fuego lento en Barcelona. En ella se mofó de la costumbre y necesidad de pedir prestados a los vecinos, remanentes de vajillas, cristalería y muebles de variados diseños cuando organizaban una cena de gala, costumbre que había sido descrita como simpática por el norteamericano John Steuart. En estas cenas, según Bobadilla, se servía comida burda, y vinos cuya calidad coincide con Steuart en calificar como execrable pero con fina champaña francesa para el brindis final. El autor critica la exagerada afición de sus habitantes al licor: “No se dio el caso de que ninguna taberna quebrase. ¡Cuidado si bebían aguardiente!”, le repugnó el olor de las cocinas, muchas de las cuales: “humeaban al aire libre”, afirma lleno de asco: “de las carnicerías y los puestos de fritos emanaba un olor a sudadero y droguería” El desarrollo de la ciudad fue vertiginoso debido a su carácter de principal puerto marítimo sobre el Atlántico y fluvial del río Magdalena, lo que atrajo multitud de comerciantes extranjeros que fundaron en Barranquilla sucursales de sus casas 263


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comerciales y le dieron aire cosmopolita a las costumbres de la ciudad. Los más importantes fueron judíos sefarditas procedentes de Curazao que luego fueron troncos de prestantes familias de la clase dirigente barranquillera y socios de la primera empresa de transporte y correo aéreo del país. Con todo, la Barranquilla de fines del siglo XIX era un lugar carente de comodidades, ardiente y polvoriento; tanto, que la ciudad mereció el cariñoso apodo de “La Arenosa”. La vida de sus pobladores era dura: entre los olores mefíticos de los caños que la rodeaban, llenos siempre de basura y criadero de los enjambres de mosquitos y jejenes que poblaban las tardes, la arena rojiza que entraba por todas partes, y el calor y la humedad infernales que arrullaron la ciudad. Cien años después, Juan Gossaín escribió: “Este clima acaba con los seres humanos. El sol, la humedad y el salitre resecan la piel. El salitre se va royendo a la gente con el mismo óxido sin entrañas que se come los clavos y la madera. El golpe eterno de la arena corroe las puertas y desportilla el vidrio de los vasos. Los platos se desgastan. El agua de mar se come hasta el casco de los buques”. Según García Márquez el calor de Barranquilla hizo exclamar al Libertador en 1830: “Me siento como cocinado al bañomaría” El francés Charles Saffray visitó la ciudad en 1870 y anotó sobre el abastecimiento de agua de la ciudad: “Como el agua escasea un poco, el comercio que se hace con ella es bastante lucrativo; pero en un país donde se considera la fatiga como el mayor de los males, los buenos negros que se dedican al oficio de aguador hallan siempre medio de aligerar considerablemente su trabajo. Todos tienen una mula o un asno, llenan de agua cuatro troncos de bambú, de unos tres pies de largo, los enlazan de dos en dos por medio de una correa; montan en la grupa del cuadrúpedo y van paseando perezosamente su mercancía.[…] en cuanto al burro o a la mula debe ir a buscar lo suyo donde pueda, en las calles o el mercado, contribuyendo así con la limpieza de la ciudad ”. 264


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La ciudad se abastecía de alimentos a través del río Magdalena. Los alrededores de la ciudad eran como hoy, tan áridos que según viajeros de la época: “no producían ninguna vegetación distinta a cactus enanos y zarzas”, “no vimos evidencia de ningunos cultivos”. En 1880, se dio al servicio el Acueducto de Barranquilla que tomaba el agua del río Magdalena: 42.000 galones por hora que distribuía a los 30.000 habitantes de la ciudad, quienes lo consumían sin el uso de medidores. En los extremos de la ciudad, había siete pilas desde donde los aguadores distribuían el agua en barriles a lomo de burros, aunque ya había unos carros, propiedad del acueducto que prestaban al servicio a mejor precio. El Acueducto de Barranquilla instaló además 767 “pajas de agua” como se le llamaba entonces a las conexiones particulares del agua por tubería. Así que Barranquilla, en sus comienzos, a diferencia de sus vecinas Cartagena y Santa Marta, disfrutó de abundante agua a bajo costo. Antes de finalizar el siglo, Barranquilla inauguró su primera planta eléctrica. En 1870, Martín Wessels y otros sefarditas, unidos a comerciantes locales fundaron el Club del Comercio; en 1882, el Club Barranquilla, donde 18 de sus 34 miembros fundadores eran extranjeros y en 1885, el Club Alemán. Estos clubes fueron los sitios de reunión de los comerciantes de la élite, donde copiando a los clubes ingleses no se aceptaron mujeres; allí nacieron el “bar” y el “restaurante”, como los conocemos actualmente. Cristinita, la vieja dulcera que ofrecía su mercancía a las niñas del colegio de monjas donde estudió Amira de la Rosa, recordaba el banquete ofrecido a fines del siglo XIX en honor del general Uribe Uribe: “en la casa de los Salazar que entonces era de paja, [donde] se sentía er cubierteo de plato lleno de buenas carnes y buenos pavos y buenos arroces con gallina”, seguramente preparados con excelente sazón, predominio de ingredientes y recetas criollas y pobre presentación, por cocineras convencidas de que la cantidad es proporcional a la riqueza y que la belleza del plato nada tiene que ver con su sabor. Banquete preparado con esmero para un General 265


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de la guerra de los Mil días, a quien la abuela de García Márquez tuvo en su mesa y de quien recordó siempre que “comía como un pajarito”. En 1879, la ciudad recibió con los honores merecidos, a Ferdinand Marie, vizconde de Lesseps, constructor del canal de Suez, quien se dirigía a Panamá con el fin de iniciar simbólicamente la construcción del canal. Se le ofreció un luminoso banquete con las mejores galas criollas en el “Hotel San Nicolás”. Desgraciadamente no tenemos información sobre el menú servido en tan pomposa ocasión. Pero quedaron anécdotas deliciosas : El alcalde era mulato, los Barranquilleros lo consideraron indigno de ser el anfitrión, lo destituyeron y nombraron a David López-Penha, un judío sefardita procedente de Curazao que se había constituido en una de las más importantes personalidades del comercio local y también en una figura cultural. Joaquín Pablo Posada, nieto de aquel General Joaquín Posada Gutiérrez que embarcó a Bolívar moribundo en un champán en Honda, poeta cartagenero quien con igual capacidad y rapidez componía sátiras, églogas, ditirambos y odas, no vaciló en recitar su improvisación: “El que Colombia aguardó Anhelante aquí está Él ha dicho que será Y con sus potentes brazos Hará saltar en pedazos Al istmo de Panamá”. Si Steuart, Church y Reclus alabaron los hoteles de la ciudad, H. Candelier en su viaje a la Guajira en 1880, califica la comida como repugnante y el sueño en el hotel, con sobresalto: “Pensaba bien que no iban a regalarme con una langosta a la manera americana ni unos perdigones trufados, un paté de hígado, pero suponía sin embargo que a puertas de una ciudad de 35.000 almas, como Barranquilla, era más fácil conseguir una alimentación variada y comible”. 266


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“Nos sirvieron “un sancocho”, que es el plato principal indígena, base de la alimentación. El caldo era un poco de agua caliente, amarilla, sin sabor, y la carne de res, partida en pequeños trocitos compuesta de hueso en su mayor parte, estaba acompañada por legumbres, bananas, yuca, que veía por primera vez”. El segundo plato: “Después fueron los huevos fritos bañados en grasa, la carne deshilachada con los dedos, un plato enorme de arroz. Y lo que pomposamente bautizaban con el nombre de “bistec” no era más que lamelas de carne desecada, delgada como una pieza de cien centavos. A la vista de estos guisados tan exóticos como poco apetitosos con sólo mirarlos, y olerlos no pude comer nada fuera de un pedazo de pan y una taza de café”. La comida de la noche no le pareció mejor: “Dormí hasta las cinco de la tarde, y fue un camarero de la posada quien, al venir a avisarme que la comida estaba servida, me despertó sobresaltado. Los platos estaban ya sobre la mesa y no tenían mal aspecto. Una sopa de fideos en la cual nadaban menudencias de pollo, me pareció buena, lo mismo que una tortilla sencilla, y un pescado frito muy parecido a la merluza. La carne, como en Puerto Colombia me inspiraba invencible repugnancia; de color negro, seca, sin salsa, era dura como un cuero. Tuve que abstenerme de comerla después de probarla”. “El caldo era un poco de agua caliente y amarillenta, sin gusto; y la carne, partida en pequeños trozos, compuestos de huesos en su mayor parte, estaba rodeada de legumbres, bananos y yuca que yo veía por primera vez”. Después vinieron los huevos fritos bañados en grasa, la carne desmechada con los dedos y un enorme plato de arroz”. Alfred Hettner oriundo de Dresden, Alemania, llegó a Barranquilla en 1882 y se alojó en el Hotel Victoria. Encontró poco agradable la comida pero notó que compatriotas suyos que llevaban más tiempo en Barranquilla disfrutaban de ella, quizá por estar acostumbrados: “Desde la estación viajamos directamente al Hotel Victoria, manejado por un irlandés multilingüe y, en aquel entonces, el mejor hotel de la ciudad. Por dos pesos diarios brindaba alojamiento con alimentación, esta última 267


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de poco agrado a mi paladar, pero ponderada por varios empleados comerciales alemanes, quienes estaban de comensales. De vuelta desde el interior del país y con las experiencias culinarias allí sufridas, probablemente también elogiaría esta cocina”. En 1891 era famoso el “Hotel y Café Inglés”, propiedad de Kathleen Meek, con el aviso: “Este acreditado establecimiento instalado en la casa más grande y lujosa de esta ciudad, ofrece todas las comodidades que pueden desear los señores viajeros. Cuartos grandes y bien ventilados. Excelentes baños. Cuartos con alimentos de $2 a $3.50 el día”. A fines de siglo, eran famosos también el “Hotel Rosario”, “Hotel Atlántico”, “Hotel Plaza”, “Hotel Internacional”, “Hotel Cádiz”, “Hotel Americano”, “Hotel California”, “Hotel Colombia” y el “Hotel Ritz”; las pensiones “Buenos Aires”, Francesa, Europa, Española, Lascano y la Vengoechea. En 1899, el Diario Comercial de Barranquilla, publicitaba el “Hotel La Estrella” que ofrecía el servicio de restaurante “bajo la dirección del hábil maestro culinario D. José Capozucchi” y aparecía la minuta escrita en francés. Algún revés tuvieron, porque a los tres meses dicho hotel anunciaba en el mismo diario el cambio de administración y el “hábil maestro culinario” ofrecía atender comidas a domicilio. Las memorias del padre Pedro María Revollo, importante personaje en la historia de Barranquilla, nacido en Ciénaga, Magdalena, el 23 de enero de 1868, aportan información valiosa sobre las costumbres alimenticias de Barranquilla en 1875, durante su primera visita a la ciudad: “La vida era sumamente barata, se compraba en las tiendas qué comer, la venta de pescado frito abundaba por las calles, la moneda era muy reducida y aún significativa de precio cuando se vendía o mejor se cambalachaban cosas por un huevo, y dos equivalían a un centavo.[…]En la casa del sudoeste de la calle real con el callejón del Camposanto (hoy 39) habitaba el viejo Lucas Berrío, en casa de enea y cercas de palo de clemón, tenía venta de carne fresca en la mañana, y en el medio día, después de relajarla y salarla, colgaba los tasajos a lo largo de su frontis en la cerca”. Recuerda el presbítero que para las fiestas de San Nicolás: “Había ventas portátiles de comida, alrededor de la plaza, de golosinas y bebidas refrescantes, pero 268


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sin alcohol ni hielo […] allí las arepitas fritas, caribañolas y buñuelos de fríjol, en las fritangas situadas en las gradas del altozano; los panes rellenos, los dulces de chaza, los panderos descubiertos y cubiertos, las casadillas con coco, las butifarras de Soledad (las mejores del mundo), jaleas de tamarindo traídas de Sabanalarga, las conservitas de distintas frutas traídas de La Ciénaga, envueltas en hojas de bijao, las chichas de maíz, o arroz, o piña y el guarapo dulce o fuerte; y para las damas finas, los rosolios de distintos colores”. Aquí el padre Revollo nos deja todo un rosario de delicias costeñas. Estas butifarras, “las mejores del mundo”, las calificó luego Rosita Marrero columnista de El Heraldo bajo el seudónimo de Nakonia, con un dejo de lujuria:|||| “Era la butifarra de sabor picante como la primera salida nocturna...”. A fines de siglo, muy pocos ingredientes de la cocina costeña eran fabricados industrialmente. Los disponibles, se importaban a través de las casas comerciales de Barranquilla y Cartagena, y había algunas nacientes industrias en Barranquilla como la de pastas alimenticias “La Napolitana”, fundada por José Dufeau en 1886, vendida luego a Genoveva Pertuz en 1892; la fábrica fue refundada en 1938 por Giuseppe y Carlo Gianmaría. Existía también la fábrica de chocolate, de Ángel Giacometto; y en 1886 G & R Vélez fundaron una fábrica de cerveza. En 1860, Evaristo Sourdís produjo azúcar en Sincerín, y en 1878, A.J. Senior y M.M. Monsanto fundaron la fábrica de azúcar “La Perseverancia”. En 1886, por iniciativa de don Esteban Márquez se inauguró el Mercado Público. De arquitectura moderna, tenía diferentes pabellones para verduras, carnes y pescados. Allí era fácil encontrar cazabe, yuca, queso y carne provenientes del Sinú y de Mompox; carne de guartinaja, venado, conejo y otros animales de monte cazados en las inmediaciones de la Ciénaga Grande de donde también provenía la mayoría de pescados y mariscos que allí se vendían. Posteriormente, en 1913 se construyó el Mercado de Granos en la Plaza Ujueta. Ambas instalaciones facilitaron el abastecimiento de productos de toda la costa Caribe, factor para el desarrollo de la variada cocina barranquillera. 269


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Las migraciones que hicieron florecer a Barranquilla y su cocina Durante la Colonia, España tuvo cerradas las fronteras del imperio a inmigrantes diferentes de los negros africanos esclavizados, si a estos infelices, forzados a venir a América, se les puede llamar inmigrantes. Los no españoles fueron mirados con recelo por temor al contrabando y al espionaje de los múltiples enemigos del imperio. En el siglo XVII habitaban 254 extranjeros legales en la gobernación de Cartagena y solo 51 en la de Santa Marta. La mayoría de éstos eran portugueses, algunos italianos y pocos flamencos. Recordemos que Portugal, el sur de Italia y los Países Bajos fueron alguna vez parte del imperio español. Pese al control, existió intenso comercio de contrabando con los ingleses, franceses y holandeses, especialmente a fines del siglo XVII cuando comenzó el ocaso del imperio español. Aunque durante el siglo XVIII hubo pequeños asentamientos de franceses e ingleses en el Darién, las pequeñas colonias no prosperaron y no dejaron huella cultural significativa. Sólo con las reformas borbónicas de Carlos III los españoles abrieron un poco sus fronteras al comercio, pero mirando con malos ojos a visitantes y nuevos pobladores extranjeros. La raíz de la cocina barranquillera es la tradicional cartagenera, llevada a la nueva ciudad por habitantes de la somnolienta y paralizada Cartagena. Los cartageneros prefirieron probar fortuna en Barranquilla, que recibía a los que llegaran con deseos de trabajar, sin importar su origen. Esta rica cocina cartagenera fue preservada y mejorada por las palenqueras de San Basilio que enriquecieron las casas con su sabiduría culinaria; y en unión de alguna patrona abierta a las nuevas tendencias, mientras cantaban, ensayaron recetas que recibieron en sus manos un gusto diferente. Pasada la guerra de la Independencia hubo una gran afluencia de comerciantes europeos que venían a estudiar posibilidades de establecer lazos comerciales con las nacientes repúblicas, con muy pocos deseos de establecerse definitivamente en los

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nuevos países. Por diversas razones, Colombia careció de una política que atrajera a los inmigrantes; y el país, constantemente envuelto en guerras civiles y con un clima sin estaciones era poco atractivo para los europeos. La costa Caribe colombiana fue un polo atractivo para los pocos extranjeros que se establecieron en nuestro país. En el censo de 1912, encontramos 9.068 extranjeros en Colombia, de los cuales 2.964 vivían en la costa Caribe.

Aportes culinarios de los inmigrantes palestinos, sirios y libaneses Desde mediados del siglo XIX, la disolución del imperio Otomano forzó a sirios, palestinos y libaneses a abandonar sus países y un puñado de ellos, pese a que las leyes migratorias colombianas no les eran favorables, vino a establecerse entre nosotros enriqueciendo además de la cocina, el comercio y la ciudad. La mayoría de sirios, palestinos y libaneses, todos denominados peyorativamente “turcos”, entraron por el puerto de Sabanilla, fondeadero de los barcos que venían a Barranquilla entonces. A partir del decenio de 1880 se convirtieron en un movimiento migratorio constante. Si se pudieran comparar sus cocinas regionales, inscritas todas en la cocina árabe del cercano oriente, aparecerían matices diferentes como los que muestran hoy las cocinas del Caribe de habla española. Quizá un extranjero no perciba diferencia entre un sancocho costeño, un hervido de vaca venezolano y un sopón cubano, pero para los habitantes de los tres países mencionados, los tres platos son completamente diferentes. Sucede lo mismo con la cocina de esos tres países. El quibbe, su principal aporte culinario, es preparado en cada país con diferente sazón y los mismos ingredientes . Los sirio-libaneses como se les denominó posteriormente, se dispersaron por la costa estableciéndose en las orillas de los ríos navegables donde formaron grupos firmemente cohesionados pero abiertos a las costumbres de la nueva patria en ciudades intermedias como Lorica, Cereté, Ayapel, Magangué, El Banco, Fundación y 271


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Ciénaga, por citar algunas, y por supuesto, en las ciudades grandes como Cartagena, Santa Marta y la naciente Barranquilla. No sin reticencias fueron aceptados por la clase dirigente, que no llegó al extremo de las hidalgas familias cartageneras que exigían certificado de “limpieza de sangre” a los posibles candidatos a contraer matrimonio con descendientes de tan nobles personajes; tal fue Gregorio Román quien exigió a su futura mujer una certificación de que “nadie en su familia se ha montado nunca en burro, ni ha ejercido oficio viles como carniceros, ni vendedor ambulante de lienzos…” Su contribución a la cocina Caribe es enorme. Pocas personas saben que uno de los platos más criollos y quizá la única salsa o complemento de muchos de nuestros platos, el “suero salao” o “suero atoyabuey”, es de origen árabe y de tan reciente aparición en la cocina costeña como lo es la llegada de los sirio-libaneses. Este suero no es más que la adaptación costeña del laban árabe. Y los “chuzos”, los quebabs preparados y sazonados por manos caribeñas. Por su parte, el Musaká de la región del Sinú es prácticamente el mismo del Oriente Medio. Con la llegada de los siriolibaneses, ingredientes como el repollo, el trigo molido, los garbanzos, el ajonjolí, las almendras y pistachos lo mismo que las aguas de azahar y de rosas; y plantas aromatizantes como la yerbabuena y el tomillo, que existían en la costa desde la Colonia traídas por los españoles, adquirieron matices y usos diferentes en los recetarios. Sucede con la berenjena, que en Córdoba y Sucre preparan como jugo, dulce, sopa, puré, rellenas de carne molida y tamales. Pero el rey es el quibbe, que conservó su nombre original, “es tan rico que hasta los turcos lo comen” al decir de algún “mamagallista” de Cereté. Extrañamente, otro plato famoso de la cocina del Medio Oriente, el falafel, es desconocido en el Caribe colombiano. Falafel son unas tortica fritas, elaboradas con habas o garbanzos molidos, aderezadas con ajo, cebolla, perejil triturado, cilantro picado, comino, sal y pimentón. Los árabes lo consumen a toda hora, para desayunar, almorzar, merendar o picar, como entremés o acompañamiento. 272


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Aunque los españoles introdujeron berenjena, yerbabuena, tomillo, ajonjolí, y lentejas en tiempos de la colonia, en manos de los sirio-libaneses tomaron otros usos y matices. La comida del medio oriente se introdujo de manera tan silenciosa que al costeño le cuesta diferenciarla de la propia, en platos que abandonaron su nombre árabe: deditos de queso de claro origen levantino; el “suero salao”, adaptación costeña del laban árabe, citado por primera vez en los relatos de viajeros por Luis Striffler en 1886, y los “chuzos”, quebabs sazonados por manos costeñas; introdujeron la berenjena en recetas tan criollas como el mote de queso, el pastel de arroz y gallina, el arroz apastelado, y en ensaladas y tamales; como berenjena frita, asada, ahumada, guisada, hervida, con arroz, con tomate, con carne, con queso, con ajo, con huevos cocidos; berenjena rellena, sopa de berenjena, mote de berenjenas con candia; formas de preparación donde la inclusión de ingredientes criollos en platillos árabes hacen que éstos renazcan con nuevo sabor. Los buñuelos de lentejas recuerdan claramente el falafel, de la misma manera que la pasta de ajonjolí tostado es similar al tahine libanés, empanadas de carne con suero, bolas de ajonjolí saladas y dulces, empanaditas rellenas con pasta de ajonjolí y queso glaseadas en miel de naranja agria; en recetas nuevas, como ñame con tahine, labaniyeh de maíz con quibbe, ensalada jebbeze preparada con bleo de chupa, la sopa bubushne con ñame, Milohas de bollo limpio con tahineh y pique criollo, Torta de plátanos con datiles y chantilly de suero, Enyucado de guayaba con almíbar de azahares, Rollo de quibbeh crudo con picante de suero, Róbalo con tahineh y crema de aguacate, deliciosas galletas mamool rellenas de guayaba, mongo-mongo, mamey o papaya en almíbar, galleta turca con coco, que es pan árabe, nombrado por los regionales como “galleta turca” relleno de dulce de coco, la musaká con berenjena y carne molida; el quibbe conservó su nombre original y aparece junto a las nativas arepas, empanadas y pastelitos en cualquier tienda de “fritos” de la región con adaptaciones como el quibbe relleno con ají dulce y cebollín. También trajeron la pasta filo, de origen griego (phillo=papel), indispensable para la baclava, uno de los dulces más 273


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antiguos de Mesopotamia, que pasó de allí a los turcos otomanos de quienes lo aprendieron los sirio-libaneses y hoy es común en nuestras dulcerías. Es tan fuerte su influencia, que Juan Gossaín llama a la cocina regional, Cocina Caribbe, hija de una caribañola y un quibbe, sintetizada por el pregón común en nuestras calles. “quibbe, quibbe, carimañola, quibbe”. La llegada de productos congelados a los supermercados popularizó la comida árabe por la variedad de platos presentados de esa manera. Los restaurantes árabes fueron los últimos restaurantes “internacionales” que aparecieron en las principales ciudades de la costa Caribe colombiana, la difusión de su culinaria, en cambio, fue rápida: tal vez por la tradicional hospitalidad árabe que celebra con puertas abiertas a propios y extraños; por el hecho de que muchos de ellos fueran cristianos sin las restricciones alimenticias de sus vecinos musulmanes o de los judíos; por la facilidad con que se integraron a la nueva sociedad en cruces matrimoniales. La culinaria árabe viajó literalmente de cocina a cocina, oralmente, sin recetarios secretos, compartiendo con generosidad propia de mujeres obligadas a alimentar a sus hijos y maridos. Fueron las mujeres las principales difusoras porque en ambas culturas, ni los hombres eran aceptados en las cocinas, ni a ellos les interesaba entrar.

La cocina judía en Barranquilla Poco antes de la llegada de los árabes, un grupo significativo de judíos sefarditas curazaleños se estableció en Barranquilla. Eran descendientes de quienes fueron expulsados en 1492 por los reyes católicos, que se habían refugiado en Portugal. Vinieron a Pernambuco, Brasil, y de allí a las islas holandesas del Caribe desde donde comerciaron con los guajiros y cartageneros a espaldas de las autoridades españolas. A fines del siglo XIX, se produce la apertura económica de las nuevas repúblicas; y simultáneamente, en 1830, una gran sequía en Curazao, isla poco fértil, que deterioró la economía forzando a muchos de sus habitantes a emigrar. 274


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Inicialmente estos judíos trataron de observar su religión en materia alimenticia, pero el curso de los años los integró tanto a Barranquilla que terminaron alimentándose con la permisividad católica de la nueva patria. Importaban alimentos: Samuel de Sola tenía en la Calle del Recreo un almacén donde vendía al lado de grapas y puntillas de París, planchas de hierro corrugado, estopa, petróleo Radiant; harina Unión, arroz, café, cebolla americana, manteca, mantequilla, vinos tinto, seco, dulce y moscatel como aparece en un aviso del Diario del Comercio de Barranquilla, el 10 de Agosto de 1898. A Barranquilla llegaron judíos alemanes desde mediados del siglo XIX. No es fácil establecer hoy su origen ashkenazi porque los documentos que se han encontrado son de índole comercial, en los que nada se dice sobre sus antecedentes personales y, desafortunadamente, no se cuenta, como en el caso de los sefardíes, con un archivo comunitario que muestre las relaciones familiares y sociales. Se ha deducido su origen judío por sus matrimonios y asociaciones de comercio con sefardíes, bajo el presupuesto de que los judíos, permanentemente perseguidos, para conservar su cultura y su religión, establecían relaciones endogámicas y se asociaban preferentemente entre correligionarios. Igualmente por el estudio de sus nombres y apellidos, algunos de los cuales figuran en la Enciclopedia Judaica, en el antiguo cementerio hebreo de Barranquilla o en las relaciones de personas mencionadas por Herbert I. Bloom en su bien documentado libro The economic activities of the jews of Amsterdam in the seventeenth and eighteenth centuries. Apellidos como Held, Hoenigsberg, Hoyer, Meisel, Mendelbaum, Simmonds, Wessels y Wolff que aparecen en la segunda mitad del siglo asociados con sefardíes, son de procedencia centro-europea. Su más importante aporte culinario fue el “arroz con pollo”, variedad de la paella española ajustada a los preceptos religiosos judíos que prohíben el cerdo, el conejo y los mariscos. El arroz con pollo existe en la culinaria de muchos países del Caribe, pero en ellos es un plato asopado a la manera española, con una consistencia parecida a la del “arroz atollao” del Valle del Cauca. En toda la costa 275


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Caribe colombiana el arroz con pollo se prepara haciendo más suelto el grano, más seco y desmenuzado el pollo, a diferencia de su primo cubano que sirve las presas enteras. Su reputación de “plato elegante” o “para fiestas” se debe quizá a la difícil disposición de pollos y gallinas en la ciudad de entonces, algunas veces criados en los patios; y a que estos curazaleños se constituyeron desde su llegada en la clase alta de Barranquilla y lo judío fue asumido como elegante en la ciudad en formación. Las muchachas barranquilleras hijas de los ricos, eran enviadas a estudiar en internados de Curazao para aprender finos modales y recibir una esmerada educación, mientras los varones se educaban en Europa. Esos finos modales aprendidos en el exterior se impusieron en las mesas de la clase alta. Eusebio Grau escribió sobre ellos, en 1886, calificándolos como “casi todos caballeros muy distinguidos”: “Numerosísimos son los extranjeros que allí establecidos algunos hace muchos años, habiendo formado distinguidísimas familias que constituyen ya una sociedad, no solo muy respetable sino muy amena por la cultura y distinguidísimas maneras que la adorna”

Los italianos Otros inmigrantes que dejaron impronta en la cocina Caribe fueron los italianos. Comenzaron a llegar, también, a fines del siglo XIX y como los sirio-libaneses siguieron haciéndolo hasta la primera mitad del siglo XX. Se establecieron inicialmente en “la zona bananera de Santa Marta”. Con clara vocación agrícola, iniciaron los primeros cultivos intensivos de cacao, cítricos y banano, además de frutos y hortalizas que permitieron replicar su cocina en zona de clima tan diferente al de su país. A la tenacidad de agricultores y colonizadores de la inmigración italiana, debe la ciudad de Ciénaga el carácter de despensa de Santa Marta que adquirió en el siglo XX. Ciénaga movió el dinero de la zona bananera. Los italianos se establecieron también en otras regiones de la costa y cobraron importancia en la música, el comercio y la fundación de industrias. 276


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Honrando su tradición culinaria, y establecidos junto al mar, los italianos del Estado del Magdalena y Cartagena, desarrollaron la culinaria del pescado y los mariscos tan abundantes en la bahía de Cartagena y en la Ciénaga Grande, que poco aprovechaba la cocina costeña tradicional. Incorporaron a sus platos, ingredientes tradicionalmente costeños como el camarón seco y el pescado salado. El principal aporte a la cocina Caribe colombiana son los spaguetti, hoy parte del menú diario, como las lentejas o las zaragozas. Se sirven como acompañamiento, también como plato principal, con salsa de pollo y tomate, o de carne de res molida y tomate, la popular “boloñesa”. La sencillez de la receta, lo fáciles de preparar en grandes cantidades, la posibilidad de comerlos sin estar sentados a la mesa, los hace figurar al lado del arroz con pollo, los pasteles de arroz y las hayacas como plato favorito en reuniones familiares con gran número de comensales. Don Generoso Mancini fundó en Barranquilla, en 1919, la fábrica de pastas “La insuperable” que además de spaguetti ofrecía toda la gama de pastas para sopa; los precios módicos contribuyeron a hacerlos populares. L. A. Roncallo produjo y comercializó harina de trigo con trigo importado. La producción de pasta rellena, como raviolis y tortelinis, por ser perecederas, quedó relegada a pequeñas industrias familiares que abundaron en todas las poblaciones donde hubo presencia italiana, la mayoría de excelente calidad; la de los Lomanto, en Ciénaga, ostentaba orgullosa el lema “si no somos los mejores del mundo, estamos muy cerca de serlo”. Los italianos fueron también los primeros en producir embutidos industrialmente; por ellos se conoció la mortadela, embutido del norte de Italia, que en Barranquilla se vendía junto con el jamón dulce, el salchichón y otras delicias, en la “Salchichería Nacional” de Vicente Puccini Cipriani y la “Salchichería Garibaldi” de Luis Rotandaro. Hubo firmas dedicadas a la importación de condimentos y productos italianos, como el Comisariato de los Puccini, y el almacén de los Civetta que hicieron fácil la popularización de la cocina italiana en la costa. 277


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A diferencia de árabes, judíos y colombianos, el varón italiano es dado a participar activamente en la cocina, donde se precian de tener más habilidad y creatividad que las mujeres. En los frecuentes matrimonios de caballeros italianos con señoritas colombianas, él se encarga de entrenar a la cocinera de la casa. Las mujeres costeñas, de costumbres culinarias arraigadas, reacias a abandonar sus platos tradicionales, fueron las creadoras de afortunadas recetas que combinan las dos cocinas y hoy son comunes en las mesas. Tal el caso del arroz con fideos, la sopa de camarones y pasta muy común en Ciénaga, la popular salsa de tomate con pollo para los spaguetti, inexistente en Italia; la lasagna o lasaña, que inspirada en la receta original italiana se prepara en la costa con abundancia de salsas y queso entre las capas de pasta. Décadas después de que llegaran los últimos italianos a la costa, la “comida rápida” impuesta por los norteamericanos incluyó la pizza, otro de los platos estandarte de aquella cocina que se popularizó entre nosotros. Igual que toda la “comida rápida”, habitualmente no se prepara en las casas.

Los Chinos La milenaria cocina china llegó a fines del siglo XIX envuelta en una triste historia. En Panamá, los norteamericanos, interesados en el control del istmo, iniciaron la construcción del ferrocarril que conectaría al Atlántico con el Pacífico. Para hacerlo contrataron obreros mal pagados, pacientes, sumisos. Los chinos tenían la experiencia: habían construido el ferrocarril transoceánico de los Estados Unidos. Algunos chinos llegaron desechados, sobrantes de aquella magna obra y otros vinieron directamente desde China atraídos por cartas de parientes y promesas de las firmas constructoras. Muchos murieron de malaria, endémica en la zona del canal, o víctimas de malos tratos; a otros, la depresión los condujo al suicidio. Terminada la construcción del ferrocarril fueron conminados a abandonar la zona, y sin dinero para regresar se esparcieron por el Caribe. Algunos llegaron a Barranquilla y se dedicaron al tradicional oficio de las lavanderías; otros abrieron 278


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restaurantes y los últimos plantaron pequeñas hortalizas junto a caños y ciénagas aledaños al río Magdalena. En Barranquilla vivieron como comunidad, cerca a las hortalizas, en el único “barrio chino” que se conoció en Colombia. Un solo plato de su cocina se popularizó entre nosotros, el llamado “arroz chino”: una variación del arroz con pollo que acepta que se le agregue salsa de soya y toda suerte de carnes y vegetales, a libre imaginación de la cocinera. La deliciosa comida china se consume en restaurantes con precios módicos. Las verduras frescas que cultivaban en sus hortalizas enriquecieron los sabores de nuestros platos, y abarataron los precios de las mismas que se traían desde el interior del país.

Otras migraciones En toda la costa hubo presencia de franceses, alemanes e ingleses, todos dejaron huella en la industria y la ganadería pero, con excepción de la cocina cartagenera, no se conocen recetas de su cocina en otras regiones de la costa. El investigador Cristo Hoyos sostiene que el nombre “purrí” de algunos platos de la región de Córdoba y Sucre procede del francés “pourrir”, apoyado en la importancia social de algunas familias francesas que se establecieron en la región, inicialmente buscando oro y después en haciendas ganaderas y madereras. También a fines del siglo XIX y comienzos del XX hubo migraciones no menos importantes: las migraciones internas. Muchos cartageneros y samarios se mudaron con sus familias a Barranquilla atraídos por el nuevo polo de desarrollo y fueron los portadores, por ejemplo, de las viejas recetas de la cocina cartagenera. También llegaron a los centros de producción de la costa personas venidas de otras regiones del interior del país: ocañeros, antioqueños y tolimenses, se integraron con rapidez e incorporaron productos como el fríjol rojo, la arracacha, la remolacha y la cebolla “ocañera”, variedad conocida como échalottes en francés y shallots en inglés. Los migrantes procedentes del interior del país aportaron las recetas con papa, desconocida en la tradición culinaria costeña. En 1950, en Barranquilla, más 279


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del 22 por ciento de sus residentes habían nacido en el interior andino. Sin duda, de los migrantes colombianos, los palenqueros fueron el grupo que más influyó en la culinaria barranquillera. Descendientes de los esclavos cimarrones que durante la colonia huyeron de las minas y haciendas de los amos cartageneros, fundaron poblados de negros libres o “palenques” y resistieron a los colonizadores españoles, conservaron su lengua, sus costumbres y por supuesto su culinaria, y cultivaron los ingredientes propios de la cocina africana. En Barranquilla, los hombres se emplearon como obreros de las nacientes factorías; las mujeres, unas se emplearon en el servicio doméstico, especialmente en la cocina donde eran particularmente apreciadas. Otras se dedicaron a la venta ambulante de dulces, alegrías y cocadas, bollos de maíz y de yuca, frutas y pescado. Se instalaron en el Barrio Abajo, barrio tradicional de la ciudad y sede de las más importantes “cumbiambas” y bailes del carnaval; perfeccionaron hasta la maestría el sancocho de guandú y lo hicieron popular como almuerzo del domingo de carnaval. También en ese barrio y de esas manos nacieron otros platos insignia de los barranquilleros: el arroz de lisa, pescado de aguas salobres, popular por su bajo costo y distintivo olor, y el arroz de chipi-chipi, almeja pequeña y muy abundante en las costas llanas del Atlántico. Cuando las negras entraban al servicio de casas de extranjeros, aceptaban las instrucciones del patrón pero modificaban la receta a su antojo. Porque para eso se es cocinera: para ser la persona más importante de la casa, quien decide qué se almuerza cada día según el humor y el antojo con que ella, la verdadera “alegría del hogar”, despierta. Pero había otro personaje importante a la hora de decidir el menú diario: el tendero del barrio, por lo general proveniente de Ocaña. Él escogía en la plaza de mercado a la orilla del caño de la Ahuyama, no solo productos regionales que estuvieran frescos y a buen precio, para revenderlos luego, sino los que a él le gustaría tener en la mesa y le compraba a algún paisano con puesto en el mercado. 280


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Cristinita, la palenquera que vendía dulces en las calles, citada en las memorias de Amira de La Rosa, anotaba que Barranquilla solo llegaba hasta la calle Las Flores, hoy calle 39, donde quedaba la casa de mister Evans de cuyo patio se surtía ella de guayabas agrias. En el mismo texto, Cristinita se quejaba de que a principios del siglo XX, “Ya en los banquetes y que no ponen más que tres platos, y uno atrás de otro pa ensuciá bastante loza y ponele oficio a los sirvientes, que más es el agua que corre que la comía que se comen”, platos descritos como “güesitos, lechuguitas, y ruedecitas de rábano y de esa cosa colorá que llaman no sé cómo”. Suponemos que tan exótico ingrediente no era más que remolacha. La vieja dulcera recordaba que “las mujeres de antes”, calificadas como “pencas e mujeres,[…] toas comían bastante ; su güen plato e sancocho, su buena mazamorra”, pero que: “ no es lo de ahora que y que se usa no comé, y too lo arreglan con la fruta; er durce ni lo aprueban porque y que engorda” Sobre la preparación de estos dulces recordaba Cristinita . ““aquellos sí eran durces y hacían gozo en la boca” Amira de la Rosa cuenta: “Para hacer el panal ponían a cuajar almíbar y cuando estaba en su punto le echaban dos cucharadas de nevado, y al hervir subía, subía, como una columna, como una lengua de alabanza y mientras subía no se podía hablar porque se quebraba la dulce ascensión y perdía propiedades y espuma la miel”. “El merengue se hacía partido en dos tapitas, y el niño, al abrirlo, hallaba en el corazón mismo de la golosina, un nidito de miel rubia”.”¡Ay, aquel momento de alzar el pañito de saco de harina y aparecer resplandeciente la familia dulce de marialuisas, afiladitas en una punta, cubiertas de una capa blanca de azúcar dura y con un mimoso rocío de arenitas de colores! ¡Pena de aquel filito de la punta, que mermaba la ración! ¡Ay, los “besitos”, aquellos dulces en forma de pilón de pura leche y canela, con un clavito oloroso enterrado en la mitad de su sabor, como un cariñito secreto! ¡Ay, las “boquitas de nene”, que eran unas galletitas flojas, abiertas por mitad y llenas de una arena fina, rosada como labios de niño y un poco derramada hacia afuera como un 281


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pucherito! El mazapán de almendra con los trocitos blancos que se quedaron sin moler. Las cocadas húmedas, blandas, de pulpa de coco, con uno que otro tropezón de los coditos enteros de la fruta, las cazadillas que se deshacían en la boca, y los panderitos y las polvorosas que se abrían con el aire como una flor, los enyucados y las cuajaderas y los alfajores de sabor más duro y más completo, y de estructura más honrada, porque hacían más bocados y eran largos de comer, y las bolitas de batata y de leche, y las conservitas de pura guayaba y de limón y de guanábana”. Y remata nuestra escritora: “¡Ay que chaza Dios mío! ¡Tanto dulce para un solo centavo! Ahí estaba la virtud y la inteligencia de la verdadera dulcera!. […]¡Chazas milagrosas! ¡Pregón mágico! Gloria y alborozo de un solo bocadito. Niñez, ilusión, venturanza!”.Recordaba Amira de la Rosa con nostalgia. A mediados del siglo XX llegaron muchas familias procedentes del interior del país desplazadas de la guerra civil que conocemos como “la violencia”. Numerosas mujeres se emplearon como domésticas en las casas de los barranquilleros de clases media y alta, y contribuyeron con su toque a la cocina de una sociedad que aunque consolidada, recibía gustosa lo nuevo, lo diferente, y lo asimilaba con facilidad, llámese moda, arquitectura, comida, electrodomésticos o teoría en boga, en los Estados Unidos principalmente.

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AUTORES CONSULTADOS

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Enrique Morales Bedoya

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Papaya

XL. LXIV. Carica papaya L.


CAPITULO IX

EL SIGLO XX

C

olombia recibió y despidió al siglo XX sumida en guerras cruentas y sin sentido como todas las guerras. Algunos historiadores piensan que la guerra de hoy es la misma que comenzaron centralistas y federalistas en

tiempos de la “Patria Boba”, y que en el siglo XXI todavía no logramos terminar. Una consecuencia de la “Guerra de los Mil Días”, la que se libraba a la llegada del siglo XX, fue la separación de Panamá en 1903: la pérdida de una parte importante de nuestra costa Caribe. El siglo XX trajo cambios sociales y avances tecnológicos que modificaron sustancialmente las cocinas de las casas y las costumbres alimenticias de los habitantes. La aparición de las estufas eléctricas en los años 20, y luego las de gas, limpiaron el espacio de la cocina, eliminando el tizne, el olor y el humo del carbón. Las neveras eléctricas a principio de los 30, aumentaron la vida útil de los alimentos que se preservaron con el frío, y el tiempo disponible de las encargadas de la cocina que no necesitaron visitar a diario a las plazas de mercado. La licuadora y la olla a presión acortaron procesamiento y cocción. Las ollas de hierro esmaltado y las de aluminio, impermeables, son más Enrique Morales Bedoya

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higiénicas que las porosas de barro o cerámica vidriada. La industrialización de los productos alimenticios que antes se elaboraban a mano en las cocinas, disminuyó el número de personas necesarias, el tiempo para la elaboración de las comidas y el espacio para almacenar los ingredientes. Otro invento, los fósforos o cerillas, cambió muchas costumbres en el hogar. Hasta 1840, la única forma de encender fuego en la cocina era usando la yesca de eslabón y pedernal. En 1855 aparecieron en Europa los fósforos que conocemos hoy; en 1880 existía la fábrica de fósforos de José Jaspe en Cartagena, en 1910 en Barranquilla, la Fábrica Nacional de Fósforos y en 1920 la Compañía Unida de Fósforos. Consolidación de Barranquilla como La Puerta de Oro de Colombia Saludo a Barranquilla: Quien te vio alguna vez, decir no pudo que es humo de ilusión nuestro destino ¡Nueva York de Colombia, en mi camino me detengo un instante y te saludo ! Aurelio Martínez Mutis El crecimiento de la población de Barranquilla fue acelerado. Según censos oficiales, en 1851 tenía 6.100 habitantes, 11.600 en 1870; y en 1882,15.000. La población de Barranquilla se había cuadruplicado entre 1870 y 1912, y se triplicó entre 1912 y 1928. En los primeros veinte años del siglo XX, la comodidad en hoteles y casas era muy poca, aunque la población y el número de hoteles y pensiones aumentaba notablemente. F. Lorraine Petre durante su visita a la ciudad en 1906, opinó 290


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que los hoteles no estaban ni siquiera al nivel “de un hotel europeo de sexta categoría”, y que la comida “ciertamente no recordaba el Carlton”. Los periódicos locales de Barranquilla; “Rigoletto” y “El Conservador” anunciaban nuevos hoteles y servicios. El sábado 3 de agosto de 1901 apareció en “El Conservador” el anuncio de la inauguración “el próximo lunes, del Restaurante Brooklyn, frente al puente Ferrans, montado a la altura de los mejores de la ciudad. En él encontrarán buen trato, excelente servicio y mucho aseo. Propietario, Luis Fulleda.” “El Conservador”, edición de enero 20 de 1905 anuncia “un nuevo departamento de confitería y pastelería en el Club Fígaro de propiedad de Juan A. Seguim, donde hay un comedor espacioso y elegantemente dispuesto y donde próximamente se situarán mesitas en el jardín”. Entre agosto y noviembre de 1906, “El Rigoletto” anunció la inauguración de dos nuevos hoteles: “El “Gran Hotel” al oriente de Puerto Colombia, “en la parte alta”, que “cuenta con comedor espacioso y bien servido y ofrece gran menú en frescos comedores en general. Propietario, Monsalve y Trujillo”; y el “Hotel Inglaterra” en Calamar tenía una ventaja: “Sin mosquitos”. El periódico no cuenta cómo lo lograban. Los principales hoteles de la ciudad eran: el Hotel Colombia, de la señora Concepción M. de Vieco; el Hotel San Carlos, de la señora Sara Chapman de Navarro y de los señores David Pereira y José M. Quintana; el Hotel Suiza, de las señoras Carola H. de Meyerans y María J. de Villan; El Hotel Sardá, de la señora Mercedes Sardá de Vargas; la Pensión Inglesa del señor C. Hoare y el Hotel Francés de la señora María de Boude. El 14 de Septiembre de 1907, un anuncio del diario La República hace publicidad al “Salón Rouge” del “Café Tívoli”, situado en los bajos del Hotel Colombia, con “salón de billares y cantina bien surtida de licores y rancho fino. Especialidad en vinos de mesa”. 291


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En los espacios privados de clubes sociales y restaurantes costosos, se llevaban a cabo reuniones sociales que antes debían hacerse en las residencias. Una memorable, ofrecida al poeta Miguel Ángel Osorio, quien en Barranquilla adoptó el seudónimo de Ricardo Arenales, hoy más conocido como Porfirio Barba Jacob, apareció reseñada en “El Rigoletto” el 22 de octubre de 1906. Los oferentes fueron Juan C. Ramírez, Eduardo Ortega, Manuel Cervera, Miguel Rash Isla, Hermes Cepeda, Leopoldo y Enrique de la Rosa. En estas fiestas, con invitaciones exclusivas, se trataba de copiar las costumbres refinadas que caracterizaron “la belle epoque” en “el primer mundo”. La redacción de la nota aparecida en la sección “Crónicas”, bajo el título “ALMUERZO DE POETAS”, merece ser copiada: “Una alegría extraña, una reminiscencia de agradables ratos idos, me proporcionó la invitación que el poeta Juan C. Ramírez me hizo para concurrir a un almuerzo de poetas dado ayer domingo 21 de octubre en el Hotel Colombia. La mesa está servida y en cada puesto una carta de naipe con el nombre del invitado y un pequeño ramo de flores diminutas para colocar en el ojal”. Luego de describir el ambiente que reinó durante el almuerzo, agrega el autor: “Después de tres horas el almuerzo terminó y entramos nuevamente a la vida común, la realidad martirizante”. Poco ha cambiado desde entonces la sensación que nos embarga después de una fiesta. A este grupo de poetas, el sacerdote Pedro María Revollo, los calificaba como “Tribu de modernistas cuya filosofía es a beber, a beber y apurar las copas de licor”. Las cosas iban mejorando en abril de 1907, cuando el periódico “El Siglo” de Barranquilla anunció la inauguración del “Hotel Atlántico” “frente al camellón en la calle ancha”. Precisaba: “Cocina exquisita, cuenta con servicio de excusados”. Este servicio era muy escaso. La SCADTA en sus inicios, hacía atractivo el viaje a sus pasajeros anunciando “servicio de excusados en El Banco”. En la primera década de ese siglo se abrieron importantes empresas alimenticias: en 1903 lo hicieron “Molinos de Harina El Caribe” y la “Compañía 292


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de Molienda de Granos y Féculas”. En 1905, la “Fábrica de Cervezas y Hielo Bolívar” propiedad de The walters Brewing and Ice Making Company. Cerveza “Nevada” en 1906, y “Molinos Corona” en 1907. Durante la segunda década, en 1913 Cortizzos y Cía en asocio con Alberto Osorio, Ricardo Álvarez-Correa y Lascano & Cía. Fundaron la “Cervecería Barranquilla para “Fabricar cerveza y hielo y darlos a la venta” que tuvo tanto éxito que en 1918 comercializaban diariamente 6.000 litros de cerveza y 20.000 libras de hielo. Producían diversas clases de cerveza: “Gallo Fino”, lager clara; “Escudo” y “Águila”, estilo Pilsen; y “San Nicolás”, cerveza negra estilo Munchen. De tan buena calidad que El Libro Azul de Colombia las clasificó como: “las mejores de fabricación nacional, que bien pueden competir con las mejores marcas extranjeras”. Esta cervecería se transformaría luego en la “Cervecería de Barranquilla y de Bolívar”, y más tarde, con otros propietarios en “Cervecería Águila” cuya publicidad en el diario “La Prensa” decía: “Refrescante, tónica…No hay bebida como la cerveza. Los principios activos del lúpulo que le dan su sabor característico, excitan suave y seguramente las acciones orgánicas, haciendo que la cerveza sea un gran tónico admirable como aperitivo, como diurético y como digestivo. Para personas débiles y de salud delicada, como para los sanos y robustos, nada mejor que la cerveza. Tome usted siempre Águila”. En 1914 iniciaron operaciones la “Empresa Harinera del Atlántico” y la “Fábrica de Chocolates El Indio”. En 1918, la “Fábrica de Aceites y Grasas Vegetales” FAGRAVE. En 1919, “Vinagre Barrientos”, la “Fábrica de Gaseosas Posada Tobón” POSTOBON, las “Pastas Alimenticias La Insuperable” de Generoso Mancini, dueño también de la manteca vegetal “La Insuperable”, anunciada en La Prensa como: “La manteca vegetal “La Insuperable” es el ídolo de las familias, hoteles y restaurantes, porque es higiénica y pura. Está científicamente comprobado que los alimentos vegetarianos son los más ricos 293


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en vitaminas y llenan una función más precisa, dado su extraordinario valor digestivo”. En aquella entonces, los científicos no habían descubierto los transfat ni las enfermedades que ellos les achacan, causa de todos los males del corazón.

Los locos años 20 En los años 20, el inversionista norteamericano Karl C. Parrish, muy importante en la historia de Barranquilla, urbanizó unos terrenos en la parte más alta y fresca de la ciudad, y allí construyó el barrio El Prado, con hermosas casas con los servicios y comodidades de cualquier casa de ciudad intermedia de los Estados Unidos de la época. En ese barrio construyó en 1930 el legendario “Hotel del Prado”; el hotel y el barrio partieron en dos la historia de la ciudad. A partir de entonces los gustos de los barranquilleros se “americanizaron” y los ricos optaron por el “american way of life”, nada parecido al estilo tradicional de vida caribeño. Estos cambios contribuyeron a agravar el contraste entre ricos y pobres, gente de la ciudad y del campo, personas instruidas o ignorantes. Herbert Boy, piloto de SCADTA llevó durante su estancia en Barranquilla un diario que se publicó con el nombre de Una Historia con Alas. En él leemos el cambio en la comodidad y los servicios de la ciudad, antes y después de Karl. C. Parrish. Dice el capitán Boy el 7 de junio de 1924: “No hacía seis meses que había llegado a esa ciudad cuando dejé de ser oficinista y un huésped de la “Pensión Victoria” para convertirme en piloto de SCADTA y en inquilino de una casa nueva situada en el barrio El Prado, que estaban abriendo entonces en unos terrenos muy frescos situados en las afueras de Barranquillas. Dejaba pues, el baño compuesto por una caneca colocada en un rincón del patio de la pensión. Ya no tendría que exponerme a que me vieran desnudo las sirvientas cuando con la ayuda de una totuma sacaba el agua de la caneca y me rociaba el cuerpo.

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Tampoco volvería a hacer cola ante el inodoro, primitivo y destartalado, que servía a todos los comensales. A pesar de todo, dejé con melancolía aquella pensión donde transcurrieron tan de prisa mis primeros seis meses en Colombia: donde aprendí a expresarme en un castellano duro y a veces incomprensible; donde me enseñaron a comer sancocho de sábalo, plátano verde, arepas de huevo, arroz con camarones, piñas, aguacates y mangos; donde comprendí que las relaciones entre los seres humanos, extranjeros o nacionales, blancos o negros, amos o criados, pueden ser fraternales; donde la generosidad de las gentes suple las deficiencias y la falta de comodidades y halagos a que pueden estar acostumbrados los europeos”. Hermosa descripción del eterno barranquillero, de la “cheverosidad” con que impregna lo que le rodea. Es en la comida donde está más vivo este espíritu festivo y abierto del barranquillero. El capitán Boy olvidó mencionar algunos platos puramente barranquilleros: el arroz con chipi-chipi, el arroz de lisa, el sancocho de guandú, el bollo de yuca, y las butifarras de Soledad que se escriben con be de Barranquilla. El “boom” económico permitió la construcción del “Hotel Moderno” de Gabriel Díaz-Granados, el “Hotel Victoria” de Arturo Elías, el “Hotel Sevilla” de Urbano Salgado Yáñez y el “Hotel Regina. Los siguieron el “Hotel Tívoli” sobre El Paseo de Bolívar y el Hotel Astoria en la calle Murillo, antiguo Callejón del dividivi, propiedad de Antonio Faillace. En “La Prensa” aparecían avisos como: Mermeladas y dulces en Almíbar. Martínez Aparicio Hermanas, Caldas y Líbano, Teléfono # 2419 Quaker Oats con su rico contenido de la vitamina B, maravillosamente vigorizada y estimula los nervios. Pan molido 25 cts. La libra. Flor del trigo, frente al club Barranquilla, teléfono #6937

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Vendemos permanentemente: Almidón de yuca y fríjol cabeza negra, Calidad garantizada del Río Mompox, Whelpley & Co., Teléfono # 4269

Cuarta década En 1930, El Hotel del Prado, en esos momentos el hotel más importante del país, ofrecía los servicios de su restaurante internacional “Para el exigente gourmet entendido en el arte del bien comer, en su lujoso Rincón del Prado”. En 1936, en la calle de San Blas, “donde comenzaba el mundo”,en la esquina con la Calle del Progreso apareció la “ Lunchería Americana” que luego cambió de nomre “Heladería Americana”, a media cuadra de la anterior, famosa por su “frozomalt”, leche malteada con irrepetible sabor a chocolate. Inicialmente llamada Lonchería Americana por sus fundadores, los ciudadanos griegos Andrés Aristidú y Nicolás Angelogeanopoulos quienes también eran dueños de restaurante “Helinikon”. La Heladería Americana fue la primera productora de helados artesanales de la región y probablemente del país. En 1937, J.I. Arocha abrió las puertas del “Almacén y Heladería Rialto. Luis y Luciano Abásolo la “Heladería Lyon D’or”, considerada el consulado de los vascos en la ciudad. En ese mismo año, la “Heladería y Dulcería El Apolo” anunciaba en “La Prensa”: “Nuestros helados y dulces son hechos y servidos bajo la más escrupulosa higiene y con materiales de primera calidad. Salones cómodos y muy ventilados (para familias), Heladería y Dulcería El Apolo, 20 de julio casi esquina San Juan”. Evento social importante fue el almuerzo para Charles Lindbergh en 1931, a quien le ofrecieron una arepa de huevo el día de la llegada a Barranquilla. La discreción y buenos modales del famoso piloto, o su ignorancia del español, nos impiden conocer la opinión suya sobre el singular plato de la cocina Caribe. En 1930 se inaugura el estadio municipal y años más tarde su vecino el estadio de basket-ball, construido en el parque Tomás Surí Salcedo, en la 296


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diagonal de la avenida Olaya Herrera y la calle 72, la misma calle del Hotel del Prado. Los dos estadios y el parque constituyeron un eje alrededor del cual crecieron conocidos restaurantes en el naciente barrio Boston que estaba creciendo desde 1920 en terrenos de lo que fue la fina veraniega de del médico estadounidense William Led quien la llamó Boston en honor de su ciudad natal. En otra esquina del mismo cruce, en el año de 1935, el empresario chino George Makong construyó el “Chop-Suey”, un restaurante-bar de apacibles cabañas de madera, en medio de jardines chino-tropicales con luces indirectas, setos, palmas y fuentes para crear un ambiente íntimo. Fue tenido durante muchos años como el mejor restaurante chino de la costa, punto obligado de todos los visitantes de la ciudad y sitio de reunión de los barranquilleros porque además de su excelente cocina, tenía escenario para orquestas y pista de baile. Este pintoresco restaurante fue demolido por “la pica del progreso” en 1968 y reubicado a pocas cuadras, donde funciona con menos éxito. En el Chop-Suey, “el desayunadero de los grandes amanecidos” según García Márquez, legendario restaurante chino de cabañas de madera tramada, en esa entonces ubicado en la avenida Olaya Herrera con calle 72, propiedad de Jorge Makong, “el chino más barranquillero del mundo”, Julio Mario Santo Domingo le entregó a Alfonso Fuenmayor un cuento surrealista suyo, Divertimento, para que lo tradujera del inglés en que fue escrito, al español. García Márquez, luego de leer la traducción opinó sobre el cuento: “Maestro, sabe una cosa, esto está muy bien”. El cuento, ilustrado por Alejandro Obregón fue publicado en la revista Crónica, su mejor fin de semana, dirigida entonces por Alfonso Fuenmayor. Este describió años después el restaurante de entonces, “aquel establecimiento hoy convertido en leyenda le daba a uno la sensación de estar en un bungalow, en uno de esos cuentos exóticos de Somerset Maugham o de Conrad. Allí, junto a palmeras que producían susurros semejantes a los que 297


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arrullaron a Gauguin, en un ambiente en el que echaba de menos la vibración de guitarras hawaianas y fragancia de clavo y canela” Frente al Estadio Municipal por la carrera 46, otro chino, Arturo Wu construyó un poco después el restaurante “Chow-Mein”, menos vistoso que su vecino el Chop-Suey.. En el Paseo Bolívar funcionaba el “Restaurante Internacional” de Alfonso Won. Sobre la misma calle 72, esquina con la carrera 43 los hermanos Holbrecht mudaron su restaurante “El Deportivo” que desde 1930 había estado un poco más abajo, en 20 de Julio con Junín, que según la nomenclatura de entonces corresponde hoy a la carrera 43 con calle 67. Este restaurante fue por muchos años el más elegante de la ciudad. La calle 72 era de una sola vía y la 43 no había sido ampliada, así que los amplios andenes estaban sombreados, allí los clientes dejaban sus carros sin temor de encontrarlos desvalijados y la sombra de los árboles permitía un aire fresco que atravesaba las ventanas del comedor esquinero que parecía con aire acondicionado. En la década de los 30, también se abrieron en Barranquilla sitios emblemáticos como las heladerías Americana, Apolo y la Lyon D’or, los restaurantes El Deportivo, Italia, El Chop Suey, el Kiosko ABC, y la Lunchería Americana. En 1935, en el centro de la ciudad funcionaron, el restaurante “Italia”, de cocina italiana, propiedad de los hermanos Tamasco; “La Amistad”, el “Café Tívoli” de Rafael Fernández, el “Café La Estrella” de David Pereira, el “Café Inglés” de Rosita García. En 1937, en la calle San Blas, frente al Teatro Colombia, funcionó el restaurante “La Cabaña”. En 1939, el chef español Urbano Salgado Yáñez inauguró el “Restaurante Kiosko ABC” en recuerdo del Club ABC donde el señor Salgado se había desempeñado con éxito como chef. Posteriormente, en 1945, su hijo Urbano salgado Moreno lo llamó “Panadería ABC”. En la calle 72, en la esquina de la carrera 47 y frente al Hotel Alhambra, la familia griega Tarchopoulos levantó otro ícono de la gastronomía barranquillera, el 298


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restaurante “El Mediterráneo”, cuyo principal atractivo era la deliciosa terraza sobre la 72, calle que sólo hasta comienzos de los años sesenta comenzó a ser de dos vías, cuando dieron en llamarla Avenida Kennedy porque su ampliación coincidió con el asesinato del presidente norteamericano. Eran famosos allí los helados, especialmente el de café, su pie de uva, el pan de almohadilla y el arroz con pollo que al igual que en los restaurantes chinos podía ser llevado a las casas en pequeñas cajas de cartón. Otro plato común en los restaurantes populares de Barranquilla era el “arroz a la valenciana”: arroz con pollo y salchichón con un trozo de pollo frito encima. En Valencia, España, no se conoce algo similar. Algunas variaciones de nuestro primordial arroz son el “arroz al puente” que es un plato de arroz blanco servido acompañado de un “guineo”, y “arroz con aserrín”: arroz con carne molida en polvo. También es usual el “arroz del Junior” que no es más que arroz con rayas paralelas de salsa de tomate.

Referencias literarias Don Ramón Vinyes, el orientador de todos los noveles escritores y voraces lectores del grupo nos dejó una bella página que apareció en El Heraldo el 23 de marzo de 1940 sobre Las Alegrías, título del escrito : “Pregón callejero: “¡Las Alegrías!”. Qué bello nombre para una mercancía . “Las alegrías” no necesitan el tubo luminoso del neón. Se anuncian ellas mismas con fuego de sol, su nombre gritado tiene rojo de cresta de gallo de pelea. Grito de clarinete el de la vendedora: “¡Las Alegrías!”. ¿Hacemos su elogio de este producto para divulgar la exquisitez de su sabor? Claro está que no. Lo hacemos para hacer el elogio del acierto popular de su bautismo. ¿Quién bautizaría esta mezcla de mijo y miel? “Millo” dice el pueblo, usando un masculino doradamente anticuado. “¡Las Alegrías!” En este grito hay música sin sueño, ritmo exento de modorra. Lo perciben todos los que no salen a la calle a pasear su sombra y todos los que no están en su casa como la tortuga bajo su caparazón. La alegría del pregón de 299


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“¡Las Alegrías!” Se mastica, el grito se come, sol hecho grano de mijo, comida de “torcaza”. Al nombre anticuado de “millo”, correspondemos con el adjetivo anticuado de “torcaza”. Cuando el grito de la vendedora de “las alegrías” cacarea bajo el sol macho de Barranquilla, presentimos que los héroes de Homero comulgaban con “alegrías”, o mejor, con algo que también podía llamarse “alegrías” y ser un compuesto de mijo y miel. Alegría: “alacritas”. Alegría, antuejo que mañana será ceniza, clásico precepto de un epicúreo goce del momento. Y ya llegamos al punto en que el elogio del padrino de “la alegrías” exigiría el verso. Cedemos el tema y el cometido al magnífico poeta Adolfo Martá. El puede convertirlo en bello tema de romance. -“¡Las Alegrías!”- grita una mujer, junto a nuestra casa. En su grito hay metal: plata.” José Félix Fuenmayor, nació en Barranquilla en 1885 y murió en esta misma ciudad en 1966, consignó testimonios preciosos en su novela Cosme, primera novela urbana en Colombia, editada en 1927, en Una triste aventura de catorce sabios, publicada el año siguiente, y en la colección de cuentos La muerte en la calle, que vio la luz póstumamente en 1967; ninguno fue éxito de librería, pero la crítica especializada lo tuvo como uno de los mejores cuentistas, sofocado por las frondas de la provincia. Don José Félix armó una especie de logia cerrada de gourmets, de solo doce miembros, que vestían a la última moda, se reunían mensualmente a cenar exquisitas viandas y licores y se llamaban a sí mismos Los Fallenques, haciendo alusión a que vivían faltos de dinero. Allí aparece el “gorrero”, aquel infaltable personaje, nunca invitado, que bebe a costillas de los demás. Este, un escritor sin editor, increpa con lenguaje florido al protagonista, un empleado de nivel medio: “¡Joven caballero! En su faz veo la aureola meditativa. Perdón si a pesar mío, turbé las serenas contemplaciones de 300


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un pensador. Rebelde a mis potencias espirituales, ese áspero ruido brotó de mi garganta seca. Perdón, caballero, y joven” y a continuación ordena: “Una botella de jerez y un vaso grande” Si el “gorrero” ordena jerez en un Café a costa de un empleado de medianos recursos, nos muestra la alta calidad de alimentos y bebidas comunes durante el primer cuarto del siglo XX en la naciente ciudad, donde por el activo comercio internacional, industrialización, bonanza económica y demanda de la numerosa población extranjera, eran comunes alimentos importados y bebidas más sofisticadas que las de los nativos, licores europeos, alimentos enlatados, carnes curadas y congeladas con los que antiguos cocineros de los barcos prepararon recetas tradicionales europeas para los nostálgicos inmigrantes y la nueva burguesía nativa en plan de escalar socialmente. Don José Félix, al igual que su personaje el escritor “gorrero” de Cosme, también gustaba del jerez de excelente marca y lo servía con generosidad a los amigos que lo visitaban los domingos en la tarde, como recordaba Jaime Barrera Parra: “Hablábamos sobre todas las cosas. José Félix estaba escribiendo un libro. Nos leía tres o cuatro páginas. Lo comentábamos a sorbos, y formábamos discusiones absolutamente gratuitas. Dentro de un cajón de madera que llevaba una marca comercial, Breuer, Moller y Compañía, nos estaba espiando una damajuana de Jerez con su periscopio de vidrio y corcho. José Félix, gran conocedor de sus huéspedes, blandía sobre sus cabezas el tirabuzón incendiario. Y aquella casa empezaba a navegar como una goleta, y aquellos que pretendíamos ser ironistas, apenas éramos unos angelitos.” El Café Roma, sobre el Paseo de Bolívar, a media cuadra de la iglesia de San Nicolás, entre las carreras 41 y 43, fue durante medio siglo el sitio de reunión y segundo hogar de intelectuales, políticos, negociantes, refugiados españoles, periodistas, bohemios, y lo que hoy llamaríamos “el sitio para ver y ser visto” en la ciudad. Alfonso Fuenmayor lo describió así: “El Café Roma 301


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era una institución de Barranquilla. Nunca se cerraba y nadie podría haberlo hecho entonces porque carecía de puertas. Las mesas estaban colocadas bajo unos matarratones que mitigaban el calor del medio día”. En este Café era famosa la Cerveza Águila servida “vestida novia” en referencia al manto de escarcha blanca que cubre la botella helada, también conocida simplemente como una “fría”. El genial Álvaro Cepeda Samudio, además de sus cuentos, escritos periodísticos y la novela La Casa Grande, se ingenió la frase inmortal “Águila, sin igual y siempre igual” como también “sírvame un Águila, pero que sea volando” o el eslogan de los carnavales “porque la fiesta se hace con Águila” que todavía repiten los barranquilleros cuando saborean la bebida más popular de la Cervecería de Barranquilla, fundada en 1913. Gabriel García Márquez recuerda que fue en este café donde conoció a Rafael Escalona con quien le unía una admiración mutua: “Una voz igual a la de tantos conocidos de mi infancia me saludó sin fórmulas previas: Quiubo hermano, soy Rafael Escalona. Cinco minutos después nos encontramos en un reservado del café Roma para entablar una amistad de toda la vida”. Este Café llenó gran parte de la historia literaria de Barranquilla, y a altas horas de la noche se reunían los redactores de los periódicos de la ciudad luego del cierre de la edición. Muy cerca del Café, aunque no coexistentes, estaban todos los diarios: La Nación, La Prensa, Diario del Comercio, El Liberal, Rigoletto, El Heraldo, El Día, etc. En el Café Roma, en 1924, Eduardo Zalamea Borda se disparó un tiro con afán de suicidarse, su amigo, el también poeta Gregorio Castañeda Aragón lo llevó al hospital de donde se fugó Zalamea. García Márquez recuerda: “Una noche de suerte. El escritor Eduardo Zalamea había anclado allí de regreso de la Guajira, y se disparó un tiro de revólver en el pecho sin consecuencias graves. La mesa quedó como una reliquia histórica que los meseros les mostraban a los 302


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turistas sin permiso de ocuparla. Años después, Zalamea publicó el testimonio de su aventura en “Cuatro años a bordo de mí mismo, una novela que abrió horizontes insospechables en nuestra generación.” El germen de la novela apareció inicialmente en la crónica 4 años a bordo de mí mismo, memorias de Uchí Siechi Kuhmare. La obra no obtuvo un reconocimiento inmediato y, aún más, fue calificada como inmoral y pornográfica. Claudine Bancelin, no recuerda matarratones como Alfoso Fuenmayor sino “árboles de acacias en flor”, al igual de García Márquez. Este recuerda:“…el Café Roma, una tasca de refugiados españoles que no cerraba nunca por la razón simple de que no tenía puertas. Tampoco tenía techos, en una ciudad de aguaceros sacramentales, pero nunca se oyó decir que alguien dejara de comerse una tortilla de papas o de concertar un negocio por culpa de la lluvia. Era un remanso a la intemperie, con mesitas redondas pintadas de blanco y silletas de hierro, bajo frondas de acacias floridas. A las once, cuando cerraban los periódicos matutinos- El Heraldo y La Prensa-, los redactores nocturnos se reunían a comer.” Mustio Collado, el personaje central de Memoria de mis putas tristes del Nobel, tomaba la tortilla de papas del lugar como única comida regular del día después del cierre del periódico El Diario de La Paz donde fungía como inflador de cables y autor de la nota dominical . Allí era famoso el arroz con pollo de su chef el Negro Conde. En el Café Roma transcurrieron muchas noches de García Márquez: “Allí me sorprendía el amanecer, leyendo sin piedad, y cuando me acosaba el hambre me tomaba un chocolate grueso con un sanduiche de buen jamón español y paseaba con las primeras luces del alba bajo los matarratones floridos del Paseo Bolívar.” Contemporáneos al Café Roma fue el café Inglés, recordado por su refinado chef y el gran criterio selectivo de su guarnecida bodega. Un almuerzo allí significaba el gasto de diez pesos de aquellos días. Su propietario, un catalán de apellido 303


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Nadal lo publicitaba como “el bar que merecía la culta sociedad barranquillera”. El bar Americano en la Calle de San Juan, acera oriental, entre 20 de julio y Progreso, atendido por el jovial Xavier Auqué, padre del escritor Javier Auqué Lara, fue el sitio preferido por la colonia de escritores exiliados catalanes, don Ramón Vinyes, Juan José Pérez Domenech y el profesor Solé y Plá. No eran solo los españoles, a mediados del siglo XX, la mitad de la población extranjera del país vivía en Barranquilla. El bar era famoso por los vinos de abolengo, los pastelitos de masa de harina rellenos con pollo y la excelente salsa alioli de los platos catalanes. -----------------------Doña Amira de la Rosa,escritora, poetisa y diplomática, conocida de soltera como Amira Arrieta Mc Gregor fue, además de brillante diplomática en España, excelente cocinera y se ufanaba de esto. En el escrito “El bollo de yuca” encontramos: “La hechura del bollo de yuca requiere madrugada, mañaneo, como dicen los del monte, por decir mejor y con más prudente vocablo. Llama para la faena el bollero, lucero de la amanecida. La estrella reblandece el sueño de la mujer, lo afina, y por eso ella se levanta fresca, sin rasguñadura de trasnochada. En la pared del cuartito, sin ventana, hay un cuadrado por donde cabe una mirada al cielo y por donde llega, al sueño de la bollera, el hilo limpio de la hora. Vienen a la casa en donde trabaja el bollo, las ralladoras, casi siempre muchachas morenas, acabadas de bañar, con el pelo húmedo y las manos frías. Hay que pelar la yuca, y para ello retienen el tubérculo en la mano izquierda, hacen, con el filo del cuchillo, cortes verticales en su cáscara y luego arrancan esta; entera, con los dedos. Así la yuca queda limpia, tersa; porque al modo que se hace para pelar la caña de azúcar, deja trozos de corteza que luego afean y forman tropezones en la harina. Después viene el quehacer de rallar. Por los agujerillos del 304


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rallo caen a la vasija los cien chorros limpios de la yuca molida, azulosa de pura blanca, más aún que la harina que hace el trigo. Esta tiene más mercado y mayores relaciones y tiene mundo y viaje y ha ido a la mesa de los reyes y de los potentados; pero no tiene más blanca la nata de la flor, ni es más pura que la buena harina de la yuca, pan de los caciques. Conseguida la ralladura, sigue la tarea de exprimir. En grandes vasijas de greda, tinajuelas de boca ancha, van dejando el agua que da la yuca, estrecha dentro del lienzo fino. La más ceñida se escurre del centro a los cantos y hace globos tiernos, como de carnecita de criatura. Del agua del estrujamiento sacan el almidón blanquísimo, fécula que da rigidez a los encajes y hace hueca y esponjosa la enagua de la abuela. Exprimida la masa, se “pelotea”. Llaman de esta manera al hecho de formar el bollo, y el nombre se debe, quizás, a que es una pelota su primera figura. Una pelota que la mano va alargando con dulce amasijo; un golpecito aquí, otro allá, otro hacia las puntas, una palpadura repartida o, mejor, un reconocimiento, con la una mano, con la otra, entre el molde suave de las cuencas y la flor de los dedos. Luego pasan a entusar, que es cubrir el bollo con la farfolla del maíz, con la “tusa”. Hojita sobre hojita, como hace la primavera con el capullo, así procede la bollera con su obra. Es un resguardo, un acobijo. La farfolla se adhiere a la pulpa del bollo y le hace un tatuaje fino de ranuras y surcos. Ella (la bollera) cuida del buen apego de la espata, porque ese labrado es el adorno de la masa, el aliño, la marquilla, la recomendación de sus manos. Está ya listo el bollo para “empatar”. Así llaman al paso de ceñirlo con la majagua –el líder de la planta hecha tirillas- ni tan justo que comprima ni tan flojo que derrame. La atadura ya en espiral ascendente, dejando estancias de dos o tres dedos, y con tal donosura, repartida que no se repita el rodeo y que al bollo le quede solo una ligera huella por la presión de la majagua, como un brazo que hubiese dormido con pulseras justas; y, si acaso, hay una vuelta más marcada, que sea la del talle, mas no las que hacen base, porque quedaría el bollo ridículo y trasijado. 305


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Allá a las cuatro de la tarde están los bollos listos para cocer. En grandes vasijas que llegan a la cintura de una moza cumplida se van colocando con arreglo y juicio, cuidando de que entre uno y otro queden ligeros rincones para que el agua llegue a todos. Las fogatas se hacen en el patio –si es verano- y así se estimula la brasa con el golpe del aire. A casa ráfaga sube la llama hasta los bordes y como son, a veces, cuatro o cinco fuegos, toma el patio por la noche un sentido de ofrenda primitiva. El agua de los bollos, al hervir, hace un ruido de sangre que sube, y da un vapor caliente, una nubecilla blanca, densa, pegadiza, que, en el patio, se adhiere a los racimos frutales del ruedo, y deja un olor honrado de yuca hervida, buena y harinosa, un olor como el que da la tierra al primer riego, o el pan de harina a la primera hornada. Si se pusieran los bollos al fuego a las cuatro de la tarde, se pueden bajar a la hora de las brujas, a la media noche; pero antes, ya ha habido que poner agua nueva, por consunción de la primera, y que voltear los bollos, que es operación de hacer una consciente mutación entre los de abajo y los de arriba. Saben que esa agua se acabó por el modo como suena la poca que queda: un hervor seco, con paradas bruscas, como un llanto suspendido y cogido de nuevo, igual a la pasadura de los recién nacidos, el grito ese en que se quedan sin gemidos, los niños, y se les golpea para que cojan aire”. Esta receta del bollo de yuca, es la propia de Barranquilla y otras poblaciones del litoral. Lejos del mar, en la depresión momposina, en el Sinú y San Jorge, al bollo de yuca le agregan azúcar y anís y lo envuelven de manera diferente. En otro artículo, doña Amira explica las variedades de yuca en el Caribe Colombiano y sus propiedades: “Primeramente se dirá que hay distintas clases de yucas y que no todas son buenas para los bollos. La “blanquita de algodón” no sirve porque es tierna, no adquiere dureza y se abre “como un pan”, que dicen, en cuanto a sus flancos llega la llama. Esa es buena para hacer mote, porque 306


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se deshace en la boca y no tiene casi venas. Tampoco sirve de modo cabal la “cabeza dura”, que es rebelde. Se agarra a la tierra con tozudez y da cansancio el arrancarla. Crece mucho y es prieta y saporra” “La pie e paloma” es de tallo rosado y hace harina leve y como cernida. No es de las mejores para el bollo, pero mala tampoco.” “La “negrita” tiene áspera la cáscara y es de baja calidad. La río grande crece mucho pero no es yuca de buen bollo.” “La “extiende suelo” camina a flor de tierra, no arraiga hondo, hace trecho largo y no entrega el sabor escogido de yuca”. “La mejor es la momposina, que es blanca, grande y harinosa, fácil de pelar y unida de grano. Y buena también la yuca “riana” porque se parece a la momposina”. “El hombre sabe todo esto cuando planta los “canglesitos”, que dicen ellos, los del campo. Planta yuca para bollos, que siendo buena para esto ya lo es para todo afán y conocimiento y fruta de sartén y buen almidón”. La cocina de Desolación de Olga Salcedo está llena de comidas de carnaval, arroz de lisa, fritos y chicharrones con bollo limpio, y la descripción de una venta de fritos: “Es la fritanga de la niña Juana, quien todos los días, a las seis, inicia la faena. A esa hora la niña Juana, con su amplia falda de percal floreado, con su escote inmenso, con un heliotropo en la oreja, muy pintada y coquetona, enciende los carbones en el anafe, rústica hornilla portátil adaptada en una lata vacía. Se enrojecen los carbones, hierve la manteca en el caldero, se enfrían en la mesa los chorizos, las butifarras, las morcillas, los muslos y pechugas y menudencias de gallinas; lamidos por los ojos ávidos de chiquillos y perros hambrientos, mientras los hombres hacen ronda a la niña Juana devorando sus caderas y sus senos.” El Negro Adán pasó a la historia como autor de los mejores chicharrones de Barranquilla en su tienda del barrio Chiquinquirá, y como el matarife capaz de 307


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descuartizar un cerdo en menos de lo canta un gallo, mientras su numerosa clientela los esperaba con paciencia al lado del caldero lleno de manteca hirviente. En honor de Adán Montero, su nombre de pila, Carlos Castillo y Luis C. Montoya compusieron un porro que dice: Gordo, alegre, echa cuento, mamador de gallo Pantalones anchos, abarcas viejas y franelilla Ni empujado prende, maluco pero super bacán Folclor de Barranquilla Es el negro Adán En asuntos de comida y para su puesto ni hablar Si tú no me crees te invito allá para que lo veas A su casa los sábados a comer y a parrandear yo voy Y cuenta sus peleas con Arturo Godoy Pa’ los sancochos, pa’ los mondongos no hay Como el negro Adán Pa’l aguardiente y los chicharrones no hay Como el negro Adán Para los chistes, la payasada no hay Como el negro Adán Pa’ preparar una carne asada no hay Como el negro Adán Y cuando termine la parranda yo voy Donde el negro Adán Los periodistas, los locutores, sí van Donde el negro Adán A Carlos Lajud le gusta el ambiente que hay Donde el negro Adán 308


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Y en carnavales toditos van a parar Donde el negro Adán El negro Adán… Para esa época eran famosos los fritos de Peñita en “el recostadero”, luego llamado “el santo cachón”, los chicharrones del Negro Adán en “la casa del recuerdo” del barrio Chiquinquirá y los pasteles de gallina de “Mi kioskito”. Durante los carnavales, las calles eran invadidas por las ventas de fritos, puestos de comida, casetas de jugos de frutas y expendios de cerveza y ron bebido “a pico’e botella” para que la gente pudiera divertirse todo el tiempo, olvidándose de la casa y del riesgo de que no la dejaran volver a salir. En la obra de Marvel Moreno, las mujeres del barrio El Prado, educadas desde niñas para agradar al marido y ser buenas amas de casa, se aburrían en tés servidos en “samovar de plata y pocillos de Limoges” en las casas de las amigas, y en la piscina del Country Club donde según Marvel Moreno: “Cedían a los antojos de su apetito encargando sándwiches, tazas de té y algunos tragos disimulados en coca-colas […] miles de tardes idénticas, hasta que sus mentes se adormecían y sus cuerpos funcionaban como entidades ávidas de jamón y queso caliente entre dos rebanadas de pan, engordando poco a poco, y también poco a poco aumentando la cantidad de ginebra que los sirvientes del “country” mezclaban a las coca-colas con exquisita discreción”. En un periódico de la ciudad se leía en esos años: “Reír y besar, he ahí el doble papel de la boca femenina, bueno, comer también, pero eso, por prosaico lo callamos”. Estas muchachas, eran formadas con los preceptos con que Úrsula Iguarán crió a Meme: “Los hombres piden más de lo que tú crees -le decía enigmáticamente-. Hay mucho que cocinar, mucho que barrer, mucho que sufrir por pequeñeces, además de lo que tú crees”. Acostumbraban noviazgos largos, con visitas en el sofá de la sala, vigilados por la potencial suegra, quien atendía al novio “buen 309


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partido” y futuro yerno con “unas almibaradas conservitas de leche que son, según las palabras de la señora, un anticipo al sabor de la vida conyugal de los futuros.” Bautizos, cumpleaños, despedidas de soltera, bodas, días de la madre y hasta velorios se celebraban en las casas y había menús para cada uno de esos días. En los bautizos: canapés de queso fundido y jamón, de paté de hígado de pollo, cocteles, pasabocas americanizados como ciruelas pasas envueltas en tocineta, y los de origen árabe como “deditos de Olaya”, quibbe frito y sambusas. El “arroz con pollo de cumpleaños” acompañado de una tajada de pan de molde, los spaguettis o la lasagna con salsa de pollo, y la ensalada de rodajas de cebolla cruda, huevo duro, papa y zanahoria cocidos, se servían en los cumpleaños cuyo postre era siempre el pudín horneado en casa. El pavo era el rey en las fiestas de matrimonio; asado y con diferentes rellenos, hacía parte de un buffet barroco, dispuesto por el ama de casa bajo la premisa “cuanto más, mejor”, en mezcla loca con pernil de cerdo, lomos de res, pollo a la King, jaiba gratinada, medallones de langosta, pargo relleno, soufflé de queso, ensalada rusa, tomates rellenos de petit-pois, ensalada de frutas, arroz con coco, puré de papas; y como postre se acostumbraban: tembleques y flanes de caramelo o de coco, postre diplomático, pie de limón, postre borracho, y el de aguas dormidas. Al inicio de la fiesta y acompañado de una copa de champaña se servía el pudín de novia, negro, con uvas y ciruelas pasas remojadas en vino varias semanas atrás, frutos secos, caramelo, ralladura de cáscara de naranja, brandy y especias, decorado primorosamente con cubierta blanca; rosas, azahares, hojas, palomitas, y la infaltable pareja de novios en el tope, confeccionado todo en azúcar. El pudín de bodas era el sello de calidad de la fiesta, y por lo general preparado por una señora, ama de casa, famosa por sus habilidades de pastelera que utilizaba como pasatiempo productivo. Álvaro Cepeda Samudio delegó la base de la institución matrimonial a los huevos de gallina: “Pero el verdadero peligro [de la desaparición de los huevos] 310


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está en que desaparecería irremediablemente el matrimonio, ya que esta es una institución que, desgraciadamente, tiene su asiento en el nevado blanco con que se decoran los pudines de bodas, y este nevado, preciso es decirlo, se hace única y exclusivamente a base de huevos.” Y filosofa: “El que una cosa tan pequeña como los huevos tenga tanta influencia sobre la organización del mundo, es la más altiva ratificación de la trascendencia de las cosas insignificantes.” La comida de estas fiestas era elaborada por cocineros y cocineras especializados en esta clase de banquetes, quienes se empleaban por días en las casas donde se llevaría a cabo el jolgorio, como Berenice el personaje de Marvel Moreno:“ a quien su reputación de cordon bleu le permitía reinar despóticamente en las cocinas, dirigiendo a las empleadas del servicio en la preparación de tortas, salsas, rellenos y cuantas exquisiteces había aprendido, viendo trabajar al cocinero francés del Hotel del Prado cuarenta años atrás”. El Hotel El Prado, en esos momentos el hotel más importante del país, había sido fundado en 1930 y ofrecía los servicios de su restaurante internacional “Para el exigente gourmet entendido en el arte del bien comer, en su lujoso Rincón del Prado”; y siguiendo a Marvel, su carta era famosa por los chateaubriand bearnese, filet mignon, variados souflés, platos au gratin y lo que desde entonces se conoce como comida internacional. Su Patio Andaluz, además de una muestra interesante de la moda de la arquitectura morisca en Barranquilla, y escenario del cuento La noche feliz de madame Ivonne de Marvel Moreno, era lugar de recepciones atendidas por la cocina del hotel y punto de encuentro de las clases alta y media; esta última buscando un espacio, pues estaba atrapada entre los salones populares que despreciaba, y los clubes sociales a los que no tenía acceso. El Hotel El Prado fue sin proponérselo una escuela de cocina donde se formaron chefs que luego abrieron sus propios restaurantes o entraron a las cocinas de los clubes sociales que estaban en plena expansión. Otros respetables caballeros celebraban en las casas de sus “queridas” en el barrio Las Nieves, con el monumental sancocho 311


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de todos los sábados donde “las campeonas”, como eran nombradas las que hoy llaman “parejas alternas”. Para las fiestas en las casas del barrio El Prado, el servicio de mesa era esmerado, con “manteles de hilo, cubiertos de plata, vajillas y cristales franceses entrados de contrabando” sobre los que según la misma autora: “las brisas de diciembre ponían un sabor de sal sobre las vajillas”. Siete años después de publicada En diciembre llegan las brisas, la también barranquillera Lola Salcedo Castañeda, publicó la novela Una Pasión impresentable, donde describe el menú del almuerzo familiar dominical de una familia del barrio El Prado, que no es de apellidos tradicionales de Barranquilla sino de prósperos terratenientes emigrados del campo a la ciudad, que no se avergüenzan de sus platos tradicionales y los sirven con elegancia: “El [sancocho] trifásico que humeaba apetitoso, servido como decían las envidiosas con retintín, “con cucharon de plata y en vajilla Rosenthal”, aludiendo con ironía al refinamiento de ofrecer una sopa típica del diario de la gente del campo como menú absoluto de día de fiesta. Pero era la comida predilecta del patrón que cada semana traía desde una finca las tres clases de carne: costillas de aguja frescas y pecho salado de res, espinazo de marrano y dos gallinas de patio engordadas celosamente por Ana la del capataz, con maíz y conchas de frutas y vegetales. Ese domingo ya estaban colocadas la sopera blanca con línea de oro, las bandejas rebosantes de carnes, vituallas y arroz blanco volado con cucayo, limones verdes partidos en mitades, y en una salsera de plata el ají-pique recién preparado con un punto de picante “para machos”, como lo calificaba él para aprobarlo”. Álvaro Cepeda Samudio, el barranquillero genial que conjugó sus dotes de vendedor de automóviles y electrodomésticos con las de publicista, hombre de negocios, periodista, autor de dos libros de cuentos, una novela y sinnúmero de artículos periodísticos, fue además de un hombre con gran humor, un gourmet 312


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y gourmand, que en fiestas elegantes y en monumentales sancochos con sus amigos, disfrutaba del arte de cocinar y de comer. Cepeda Samudio fue miembro del llamado “Grupo de Barranquilla”, bautizado así por el escritor boyacense Próspero Morales Pradilla. Un grupo de artistas y escritores que nunca se reconoció con tal nombre y que se reunía a tomar cerveza y preparar sancochos en tiendas del barrio Boston y barrio Abajo. El grupo disfrutaba la charla y el alcohol, y lo uno llevaba a lo otro. Uno de sus sitios preferidos fue la tienda de abarrotes “El Vaivén” en la Carrera 43 # 5903 que evolucionó al bar-restaurante “La Cueva” en 1954, de la mano de su dueño, el dentista Eduardo Vilá Fuenmayor. Lejos de ser lugar de una tertulia literaria, apareció anunciado en el Diario del Caribe, en junio de 1963, como “La Cueva, rico rato sin libros ni patos”. El mismo aviso indicaba además que vendían ostras, cebiche de camarones y huevas de pescado, sifón Águila bien frío y otros licores. Atendían de lunes a viernes de cuatro de la tarde a dos de la mañana, y los sábados, domingos y festivos de diez de la mañana a diez de la noche. El anuncio no citaba los platos de la carta: Venado Corroncho y Pato a la cuá-cuá . Había picadas de mollejas doradas con ajo y aceite, y los sábados comían bocachico ahumado, aporte de un alemán que lo disponía en la barra para pagarse con él los tragos. En el segundo piso del establecimiento acomodó su vivienda Fidel Movilla, el “Capitán Mojarra”, contador profesional y cocinero impredecible que comía cabezas de tiburón ahumadas cuyos ojos calificaba como “una fantasía”, preparaba tamales de pescado, cebiche de babilla, y un día en honor de Gerardo Molina sirvió “un horrible arroz con huevos de iguana” acompañado de vino Marqués de Riscal para morigerar el fuerte sabor del plato. Tan singular cocinero tenía recetas secretas como “La espaldilla a la Movilla” y el conocimiento para que un aguacate durara un mes sin descomponerse. En la cocina de “La Cueva”, Álvaro Cepeda Samudio lucía sus artes culinarias, algunas veces con poco éxito y siempre sin ayudante porque los rechazaba. 313


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Alfonso Fuenmayor recuerda lo que Cepeda Samudio preparó con el augurio de lo que sería “la mejor boullabaise” del mundo, pero que Fuenmayor calificó como bodrio de pescados y mariscos : “una mezcla de pescados y mariscos dosificados a su antojo a los que agregó dos latas de chiles picantes en rajas que hicieron brotar lágrimas al maestro Alejandro Obregón, por lo que Pepe Gómez Sicre, entonces director de artes visuales de la OEA, autoridad en artes plásticas y en gastronomía, recomendó adicionarle tres litros de leche a la olla al tiempo que cantidades razonables de cognac Remy Martin”. En esa misma estufa, Cepeda preparó un pavo al horno relleno de ristras de butifarras; y un arroz de mollejas que Fuenmayor recuerda: “aquel fue un arroz famoso, todos quedamos asombrados de la acerada consistencia que adquirió esa cándida gramínea después de haber sido sometida a insospechado tratamiento fuera y dentro del horno y a las más variadas temperaturas. Lanzados los granos de arroz cuando se les consideró aptos para el consumo, contra una puerta sonaban como una ráfaga de perdigones. Álvaro no entendió cómo había podido quedar arruinado un plato que llevaba, entre otras “garnituras”, cuatrocientos pesos en mollejas.”. El grupo se mudó más tarde a “La Tiendecita” en la esquina de la carrera 44 con la calle 62, descubierta por Alfonso Fuenmayor, donde Álvaro Cepeda continuó con su comida estrafalaria, sancochos de pescado con marihuana y una carne alcaparrada que no quiso comerse ni el perro. Su dueña, doña Olinta, ayudada quizá por su estrambótica clientela, bautizó los platos como sancocho cruzao, carimañolas exóticas, guarapo afrodisiaco, deditos curucuteadores, chuleta dietética, chicharrón morboso, albóndigas eróticas, y pasteles con ave de corto vuelo a los pasteles de gallina. El sancocho es el rey de todas las parrandas en el Caribe, donde según Jorge Artel: “En especial en los ambientes intelectuales el sancocho, de simple e intrascendente acto de cocina llega a ser un hecho litúrgico, un acto ritual, en que oficie con experiencia el gusto inteligente de los catadores “. 314


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El mismo autor describe el paisaje indispensable para el disfrute de un buen sancocho: “Sobre las briznas que limpian las rojizas brasas del fogón ha de asolear un cielo claro y risueño como la paz retozona de los espíritus. Árboles y palmeras le prestan doble fondo a la emoción de las canciones criollas cuyas notas bordan una dulce guitarra porteña estremecidas de juventud y reminiscencias”. Otro sitio de reunión del grupo era el mítico burdel de la Negra Eufemia con el patio central poblado de alcaravanes, donde en la noche del 27 de julio de 1950, un incidente durante la preparación de un sancocho originó el cuento La noche de los alcaravanes de García Márquez. La historia la conocemos de su puño y letra:”No sé por qué buena causa la dueña había ordenado un sancocho épico de cuatro carnes, y los alcaravanes alborotados por los olores montaraces extremaron los chillidos alrededor del fogón. Un cliente frenético agarró un alcaraván por el cuello y lo echó vivo en la olla hirviendo. El animal alcanzó apenas a lanzar un aullido de dolor con un aletazo final y se hundió en los profundos infiernos. El asesino bárbaro trató de agarrar otro, pero la Negra Eufemia estaba ya levantada del trono con todo su poder. -¡Quietos, carajo -gritó-, que los alcaravanes les van a sacar los ojos! Sólo a mí me importó, porque fui el único que no tuvo alma para probar el sancocho sacrílego. En vez de irme a dormir me precipité a la oficina de “Crónica” y escribí de un solo trazo el cuento de tres clientes de un burdel a quienes los alcaravanes les sacaron los ojos y nadie les creyó.” También hallazgo de Fuenmayor fue un bar en una esquina del Callejón de la Luz, en el barrio Abajo, diagonal al Diario del Caribe. Conocido como “San Jorge”, fue rebautizado por Cepeda como “El Tercer Hombre” en honor de Graham Greene. El barrio Abajo, uno de los más antiguos de la ciudad, cuna de las comparsas del carnaval y primer asiento de los palenqueros que llegaron a Barranquilla a principios del siglo XX era también el hogar de grandes cocineras. 315


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El poeta cartagenero Jorge Artel, compuso en esa época su poema “Barrio abajo” donde canta al ritmo de los pilones y piedras de moler: “Dame tu ritmo, negra, que quiero uncirlo a mi verso, mi verso untado en el áspero olor de tu duro cuerpo. Al son de viejos pilones chisporroteados de cantos meces tu talle de bronce sobre el afán inclinado. Pones música al trabajo para burlarte del sol, y lo amasas bajo el día con el maíz y el afrecho que pilas en tu pilón. Dame tu ritmo, negra… En tu piedra de moler machacaremos la risa, y el viento habrá de llevarse las cosas que yo te diga… Dame tu ritmo, negra…” Gabriel García Márquez quien subsistía con el magro sueldo producto de la escritura de la La Jirafa, columna firmada con el seudónimo de Séptimus en El Heraldo, escribió en enero de 1950 un panegírico a la gula titulada “Diatriba 316


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de la sobriedad”: “La gastronomía con refinamientos exóticos me parece una degeción tan vituperable como la del artista del hambre –el magistral personaje de Franz Kafka- que se paseaba por las ciudades en una jaula de exhibición con el único propósito de mostrarle al mundo su extraordinaria capacidad de subsistir sin alimentarse. Los dos extremos son vituperables por deshumanizados y por estar en abierto e irreconciliable divorcio con la naturaleza racional del hombre. Es admirable, en cambio, el hombre que come sin avergonzarse por la calidad o la cantidad de los manjares y sin rendir tributo a la meticulosidad falsificada o temer al muy relativo cautiverio de la vulgaridad. Lo noble y humano es atragantarse, comer hasta donde alcance el hambre y con toda la dignidad de lo que se es: un animal. Porque el grado de civilización que hemos adquirido no se opone a ello, sino a que lo hagamos públicamente. Que ya así, la cosa es otra cosa. El banquete, como espectáculo, llena todas las condiciones para ser un acto repugnante. La comilona colectiva es una invención falsa, artificial y estúpida: contraria a los resortes naturales del animal humano. Durante un banquete, el caballero puede comportarse correctamente, y en ese caso quedará con el hambre suficiente para quebrar un restaurante de primera clase. O es sincero, y después de dejar relucientes sus propios platos satisface sus naturales impulsos con desperdicios del vecino. En este último caso, siendo humanamente normal, resulta socialmente desadaptado y vulgar. Por eso nada noble, ni edificante, ni espontáneo puede haber en el hecho de que setenta caballeros de la mejor sociedad se sienten en torno a una mesa, a ofrecer como homenaje el ejercicio público de una actividad fisiológica tan necesaria como cualquier otra, pero también como ella, espectacularmente repugnante. A pesar de que el amar durante todo el tiempo y beber cuando no se tiene sed, son cualidades exclusivas del hombre (la idea es de Ortega y Gasset, si no ando desvirolado, como dice Alfonso) la primera de ellas solo debe practicarse entre dos personas y la segunda entre no más de cuatro. Entre dos parejas, el beber es una saludable diversión. Pero entre cinco ya es borrachera. 317


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Lo mismo sucede con el comer. Nada es tan despreciable como la sobriedad en ese sentido, ni nada tan ridículo y artificial como la sorpresa del amigo que ayer, a la hora del almuerzo, se mostró santamente indignado porque Séptimus resolvió aprovechar, secretamente, los nobilísimos ejemplos de Pantagruel. Estoy seguro de que él, al llegar a su casa, desvalijó la nevera. Yo en cambio, me vine a escribir esta nota como todo un burgués.” Los años de poca comida durante su época de columnista de El Heraldo nos la cuenta el mismo autor, una vez que Alfonso Fuenmayor lo convidó a almorzar: “¿Almorzamos? –No hay hambre, maestro- le dije. La réplica era directa en el código de la tribu: si decía que sí era porque estaba en un apuro urgente; tal vez con dos días de pan y agua, y en ese caso me iba con él sin más comentarios y quedaba claro que se las arreglaba para invitarme. La respuesta –no hay hambre- podía significar cualquier cosa, pero era mi modo de decirle que no tenía problemas con el almuerzo. Quedamos en vernos en la tarde, como siempre, en la librería Mundo.” García Márquez se confiesa sibarita. En un aparte de la columna titulada Si yo fuera usted manifiesta con deseo insatisfecho: “A mí me gusta la langosta cruda, con un poco de mayonesa. Probablemente a usted también le guste. Pero estoy seguro de que el día que almuerce con una langosta cruda me haré digno de un cómodo y merecido ataúd. Si yo fuera usted, ¡qué hartazgo de langosta cruda el que me daría!” Su afición por la carne y antipatía por los vegetarianos quedó clara en su columna Cosas de los vegetarianos: “Para quienes no podríamos vivir sin la nutritiva colaboración de un buen bistec, los vegetarianos son una especie de santos varones entregados por entero al culto casi sagrado de las remolachas y los espárragos. Los carnívoros comemos nuestros suculentos platos sin ningún afán proselitista y la única libertad que de vez en cuando nos tomamos en ese sentido es la de invitar a alguien que manifieste una franca preferencia por la carne de cordero, a que se coma un sado de buey. 318


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Los vegetarianos, en cambio, no se limitan a disfrutar del desabrido placer de sus lechugas, sino que manifiestan un permanente espíritu de expansión, una constante disposición de hacer del mundo moderno una bola cubierta de vegetarianos por todas partes, donde los bueyes no sean otra cosa que instrumentos para arar la tierra o para transportar las legumbres. La posición del carnívoro humano es pasiva, la del vegetariano es beligerante. Todo lo contrario de lo que sucede entre los animales. El hombre que acaba de consumir una dorada pierna de carnero y se recuesta en su butaca sin otra intención que la de darle curso a la digestión, es prácticamente un rumiante, con esa parsimonia y esa paciente indiferencia con que mira al mundo desde su ángulo de animal bien alimentado. El vegetariano, en cambio, no bien acaba de consumir su plato de ensalada, cuando ya está escribiendo una apología al rábano o un poema a las espinacas, con la intención marcada de iniciar una campaña de reivindicaciones. Un vegetariano es un político de la digestión, un rabioso predicador de sus preferencias. Es, más a fondo, un teólogo que ha complicado de manera inexplicable las funciones digestivas con las prácticas religiosas y para quien un plato de zanahorias cocidas es la síntesis de toda la sabiduría universal. De allí que exista en la sociedad de hoy una división especial llamada de los vegetarianos, en tanto los carnívoros, convencidos, que somos los más, andamos sueltos por el mundo, sin conocernos mutuamente por el solo hecho de tener afiliaciones semejantes en cuestiones alimenticias, sin asistir a reuniones de carnívoros, ni propiciar publicaciones de carnívorología, ni mucho menos iniciar campañas proselitistas que culminen con la carnivorización de todo el género humano. No es que el carnívoro sea tolerante. Lo que sucede es que está lo suficientemente gordo como para no preocuparse de que lo esté o no su vecino. Omar Rayo, un conocido caricaturista que se ha salido de los conductos conocidos y está trabajando en lo que se ha dado en llamar “bejuquismo”, debido a que sus figuras parecen modeladas en raíces, fue objeto anteriormente de un agasajo por 319


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parte de los vegetarianos capitalistas, reconocimiento a sus aportes estéticos a la causa del vegetarianismo universal. ¡Y tantos pintores como han pintado toros tentadores y picassianas calaveras de vacas sin que los carnívoros nos hayamos preocupado por agasajarlos como homenaje a tantos anónimos carniceros como han muerto en el honesto ejercicio de sus funciones.” No sabemos si como chiste flojo o como anticipo de lo que luego sería el realismo fantástico, García Márquez narra una anécdota que él tilda de conmovedora: “Una dama había penetrado a un restaurante y después de repasar dos o tres veces el menú sin decidirse por ningún plato, mientras el mozo esperaba pacientemente, un poco reverentemente inclinado hacia adelante, con la servilleta al brazo, observó que en una de las mesas vecinas otra dama se disponía a consumir una frondosa ensalada de frutas. La indecisa dama, viendo a la decidida y satisfecha, dijo por fin al mozo: “Tráigame una ensalada de esas que tiene aquella señora en la mesa”. Y el mozo, pronunciando la inclinación reverente hasta el oído de la dama, hizo esta desconcertante advertencia: “Eso no es una ensalada. ¡Es el sombrero de la señora! García Márquez recuerda esta época: “Así era Barranquilla, una ciudad que no se parecía a ninguna, sobre todo de diciembre a marzo, cuando los alisios del norte compensaban los días infernales con unos ventarrones nocturnos que se arremolinaban en los patios de las casas y se llevaban a las gallinas por los aires.”

Cartagena “...en el amor y en otras cosas de mayor cuantía todo depende la digestión”. Luis Carlos López. “Y como recordar es vivir, recordar lo agradable es tomar el “pousse-café” de la vida”. Daniel Lemaitre Tono. Cartagena, la segunda ciudad en importancia en la costa al comenzar el siglo, silenciosa, y molesta con la vecina Barranquilla a la que acusaba de mezquindad y 320


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de tomar “la parte del león” a la hora de repartir beneficios, avanzaba lentamente por el mismo camino de su rival. Los ricos comerciantes y hacendados de la ciudad, abandonaron los caserones del sector amurallado o “corralito de piedra” y edificaron el precioso barrio de Manga, más moderno que El Cabrero, también fuera del sector amurallado, donde vivió el presidente Rafael Núñez, el barrio de moda a fines de siglo XIX. Este barrio de Manga, verdadera joya de la arquitectura costeña, tenía algunas mansiones de estilo morisco, otras estilo mediterráneo, y las demás a la moda de los suburbios de la case alta del Sur de los Estados Unidos. Casas frescas y espaciosas, que como las del barrio El Prado en Barranquilla, fueron dotadas con todos los adelantos del siglo: ya no dependieron del agua de los pozos excavados ni de la recogida en aljibes, porque ya habían inaugurado el acueducto de Matute. Las cocinas se construyeron sin estufas de carbón, sin fogones de hierro forjado, y con conexiones para estufas eléctricas equipadas con hornos a los que se podía graduar la temperatura. Se tornaron más limpias las cocinas, ahora de menor tamaño, paredes enchapas de azulejos y pisos en baldosines de cemento, conexiones eléctricas adicionales para la licuadora y la batidora aunque con despensa más pequeña. En muchas casas de la costa, las primeras neveras eléctricas se instalaron en el comedor como símbolo de elegancia y lujo; cuando se hicieron comunes, su lugar fue la cocina, que ya era parte integral de la casa, retirada de la sala y lugares de recibo sí, pero ya no una edificación en el patio, separada del cuerpo principal de la residencia, como había sido durante la Colonia y gran parte del siglo XIX. Los terrenos donde se edificó el barrio de Manga eran fértiles y los patios de las casas amplios, allí se sembraron árboles frutales que pronto excedieron el consumo familiar, y fue común ver a las empleadas del servicio y a los niños con unas mesitas colocadas al frente de las casas vendiendo frutas a los paseantes, que llegaban al barrio atraídos por su novedad y belleza. 321


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Una relativa paz que vivió el país entre 1910 y 1940, mayor comodidad en los viajes por el río Magdalena y el comienzo de la navegación aérea, interesaron a los habitantes del interior del país y se aventuraron a conocer aquel lugar ignoto, lleno de “moscos” para los que las piernas y brazos descoloridos y las mejillas rojas de calor resultaban muy atractivos; lugar que justificaba el refrán “en tierra caliente no se puede ser gente decente”, poblado por seres bullosos, groseros, que hablaban a gritos, comían pescado diariamente y oían a toda hora música ensordecedora. Esa región del país conocida con el nombre genérico de “La Costa”. Allá podían conocer el mar que habían visto en películas de cine mudo; y de allá regresaban llenos de picaduras de zancudos y conchitas de mar recogidas para el recuerdo, y con un repertorio de historias para contar a las amistades y familiares boquiabiertos por el conocimiento de un mundo tan diferente. Comenzó a hablarse de “turismo” y de “viajes de descanso”, y la ciudad más atractiva para tal fin era y es Cartagena. Allí, además del bello barrio de Manga, estaban construyendo uno nuevo llamado Bocagrande, frente a una playa solitaria llena de cocoteros, con un hotel repleto de comodidades de los Estados Unidos, rodeado de jardines tropicales y, lo más sorprendente: tenía playas sobre el mar y además piscina de aguas diáfanas, mucho más claras que las de las quebradas que bajaban de las montañas en el interior del país. Una de las atracciones del hotel era el restaurante, donde podían comer variedad de pescados sin tantas espinas como las que tienen el “capaz”, el capitán o el bagre de los ríos, y preparado con una sazón y formas diferentes a las acostumbradas en el interior del país. Su menú incluía platos desconocidos, como la langosta a la cartagenera; preparados de manera exótica, como el ceviche de corvina cocinado sin fuego; de aspecto desconocido, como las ostras en su concha, los calamares en su tinta de color sospechoso. Quienes se atrevían a probarlos, después no paraban de hablar de ellos. Y había hoteles con restaurantes para turistas en El Cabrero y en Marbella. 322


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Los clubes sociales con excelentes restaurantes abrieron sus puertas a los forasteros invitados por sus socios, e innovaron sus menús con recetas internacionales. Cartagena se pobló de restaurantes, donde florecieron recetas antes recluidas en las casas y enriquecidas con la llegada de cocineros mayores. En el siglo XX los clubes y los hoteles serán los espacios para el alojamiento de los visitantes y lugar de socialización, principalmente masculina, donde se iniciaban y cerraban negocios entre locales y extranjeros. En 1910 existían en Cartagena hoteles importantes: el Americano, que ofrecía un “servicio completamente europeo”, el Washington, que anunciaba “piezas bien aireadas y limpias, ventiladores en el comedor, se habla inglés, francés, italiano y alemán”, el Hotel New York, el Jiménez, el Cartagena y el Boarding House de doña Esperanza Goenaga. Veinte años más tarde funcionaban 17 hoteles y tres pensiones en todas las categorías, con tarifas desde uno hasta ocho pesos diarios. Las residencias de los personajes ilustres servían como alojamiento a presidentes de la república y visitantes distinguidos. Las dos veces que el presidente liberal Enrique Olaya Herrera visitó la ciudad, se alojó en la casa de Nicolás Nick de Zubiria, reconocido dirigente conservador; años más tarde, el también presidente liberal Alfonso López Pumarejo, en visita oficial, se hospedó en la residencia del popular Don Vizo, como era conocido Vicente Martínez Martelo, del partido opuesto al presidente. El popular Don Vizo acostumbraba agasajar con un almuerzo en su casa a los oficiales de los Santas de la United Fruit Company cuando estos barcos llegaban al puerto. Otros espacios urbanos, más abiertos pero no menos exclusivos, lo constituyeron las heladerías o soderías. Entre las más sobresalientes se pueden nombrar: El Puñado de Rosas, la Polo Norte y El Ritz. A ellas concurrían hombres y mujeres que humedecían sus diálogos vespertinos con jerez oro, manzanilla olorosa o ron blanco. A fines de los 30, un grupo de cartageneros aficionados a la pesca, encabezados por Manuel Jiménez Molinares, Ernesto Carlos Lemaitre Tono, y Alberto Henrique 323


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Lemaitre, crearon el Club de Pesca. El senador bolivarense Efraín Del Valle gestionó ante el Gobierno Nacional, que cediera a dicho club la administración y cuidado del fuerte del Pastelillo en estado de abandono y ruina. Hoy el Club de Pesca, es uno de los mejores sitios turísticos, afamado restaurante con especialidad en frutos de mar. Algunos restaurantes como “El Castillo de Iff” de don Rafael Morales cobraron fama ; pero el cénit lo alcanzó con justificadas razones el legendario restaurante “La Capilla del Mar”, dirigido por la dama francesa Jeanne Daguet. Los hermanos Daguet abrieron este restaurante en 1952 luego de cerrar su famoso hotel “La Capilla”, cercano a la estación de ferrocarril del mismo nombre, en la zona templada del Departamento de Cundinamarca. Madame Daguet, nombre con el que fue más conocida por los cartageneros, servía en su afamado restaurante lo mejor de la cocina francesa y algunos platos de la cocina cartagenera, a los que daba su toque personal. El puerto de la Heroica era el destino final tanto para el tráfico comercial como para el de turistas. Así, la compañía Grace administraba una flota de buques, los famosos Santas, que servía ambos propósitos. Una invitación para almorzar a bordo de estos hoteles flotantes era una ocasión para nada despreciable, con excelente comida y ambiente elegante. Si los ricos contaban con los clubes sociales para celebrar sus reuniones en privado, “el pueblo soberano” siguió contando con las calles para las fiestas populares. Y si en los restaurantes y casas de los ricos la culinaria se innovaba, en las casas de los pobres y en las ventas ambulantes del tiempo de cumbiambas, la cocina autóctona se afianzaba. Durante los carnavales en Barranquilla, las fiestas del once de noviembre y las de la Virgen de la Candelaria en Cartagena, como en las fiestas patronales de los pueblos, las calles eran invadidas por las ventas de fritos, puestos de comida, casetas de jugos de frutas y expendios de cerveza y ron para que la gente pudiera divertirse todo el tiempo, olvidándose de la casa y del riesgo de que no dejaran volver a salir. 324


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Los sitios de paseo y entretenimiento para las clases media y baja, sin acceso a clubes, fueron siempre las plazas y parques, llenos de familias, de parejas de novios y de gente joven los fines de semana y durante las fiestas del santo patrono de la iglesia del barrio. Para ellos, la única comida disponible era los puestos de dulces y de frito, variada y al alcance de todos. Los fritos comunes fueron además de la arepaehuevo, reina de todos, las arepitas de dulce, con un punto de azúcar y aromatizadas con anís; las carimañolas de masa de yuca molida y sazonada, con forma ahusada y rellenas de queso o de guiso de carne; las empanadas de masa de maíz cocido y molido y rellenas de carne; los buñuelitos de maíz tierno y los de frijolito blanco cabezanegra; en Cartagena seguían vendiendo la empanada de huevo con picado de carne de cerdo que servían sobre un cazabe. En anafes asaban arepas de queso que ofrecían sobre un pedazo de hoja de bijao. Otros puestos se encargaban de los chicharrones y el cerdo frito, acompañados de yuca harinosa cocida, de bollo de yuca o de bollolimpio. En otras ciudades, manos hábiles le dieron el nombre de su dueño a lo que vendían. Por ejemplo en Sincelejo a principios del siglo XX fueron famosos los panderos de Josefa Sierra, los buñuelos de la Brinco y la Ñuñía, los panes de la niña Santos Baquero, los diabolines de doña “Chaba” en Betulia, y las “crostatas” de las Saltaren en Ciénaga.. Un poco más tarde cobraron fama en Barranquilla los fritos de Peñita en “El recostadero” y los pasteles de gallina de “Mi Kioskito”. Merece especial mención el restaurante “Las Quince Letras” en Soledad, Atlántico, fundado a principios del siglo XX por la señora Eugenia de Alba, donde se venden las butifarras más famosas de la ciudad, amén de un exquisito arroz de lisa, pasteles de gallina, sopa de mondongo, todo acompañado de bollo de yuca. Pero como todo tiene su fin y lo bueno no dura, estas fiestas y ventas callejeras terminaban obligatoriamente a las once de la noche, cuando las campanas de las iglesias doblaban en lo que se llamó “el toque de las ánimas”. La costumbre resistió hasta los años cuarenta del siglo XX. 325


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Referencias literarias sobre la cocina cartagenera “¡Que aquí- la nueva Arcadia del Caribenadie pinta y esculpe y nadie escribe! !Pero se come arroz, carne y arroz! Luis Carlos López A fines del siglo XIX, que como anotamos anteriormente, fue la decadencia de Cartagena, nacieron allí Luis Carlos López y Daniel Lemaitre. Para entonces en 1881, en opinión del cónsul de los Estados Unidos en Cartagena, el centro de la dieta eran: el plátano, “sin el cual, en este país la gente no sabría cómo vivir bien”, el maíz “con el que se prepara una masa indigerible llamada bollo”; y el arroz “el único plato que los nativos saben cocinar con propiedad ”. El poeta Luis Carlos López Escauriaza, más conocido como “el tuerto López”, nació en Cartagena en 1879 y murió allí en 1950; amó entrañablemente su ciudad nativa, donde pasó la mayor parte de su vida y a cuyas costumbres, plazas, callejuelas, esquinas, personajes, y “caserones de ventruda fachada” escribió versos memorables. A una ciudad amurallada que le era hostil pero que albergaba su pasado y calles donde podía buscarlo. Ella pudo inspirarle “ese cariño que uno le tiene a sus zapatos viejos” y a la que no podía olvidar “ni aún besando a una chica que sepa a caramelo”. Fracasó como vendedor de aceitunas griegas y cebollitas en vinagre en la tienda de enlatados ultramarinos, o “tienda de Castilla”, que su familia financió con enorme esfuerzo para que “cogiera juicio” y se convirtiera en un “hombre útil a la sociedad”. Recostado en la puerta, arrullado por la modorra del medio día del centro colonial de la ciudad, se quejaba: “¡ya no viene el aceite en botijuelas!”, forma de envase habitual durante la Colonia. Ve pasar lo que Jorge Zalamea llamó cincuenta años después La comedia tropical: el gran teatro de la aldea, el

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séquito municipal, marionetas y manipuladores, señores y vasallos, protagonistas y segundones, la pantomima y el llanto, el aristócrata embrutecido y el advenedizo sonriente, el peluquero masón, la beata asustadiza y la pecadora impenitente, la farsa y el drama, la tragicomedia tropical. El almacén de Luis Carlos López, atalaya sobre la ciudad, quedaba muy cerca del “Portal de los Dulces”, templo de los golosos del mundo y al que calificó como “Riñón de la ciudad, roto avispero por donde cruza, frívola y austera, toda la población de enero a enero, con un ir y venir de lanzadera... Dulces, frutas y revistas...Semillero de mil cosas en una larga hilera” La obra de Luis Carlos López está llena de vocablos propios de la cocina: lechón, cazuela, leche, totuma, pozo, tiznados mesones; de comparaciones con referentes culinarios: “Y el sol, el padre sol, un gran buñuelo” también es “una enorme yema de huevo frito” , los tejados con la luz de la tarde “parecen de mermelada”, el cielo a veces adquiere “un amarillo anémico de alpiste”, la luna, es “un queso de bola” y otras, “un diente de ajo” o “medio mamey”. Y de los amigos: a uno lo recuerda con “tu cara redonda de sartén”, y a otro: “alegre como un vaso de vino moscatel”, a Pepe el zagalón “con su cara de engrudo y sus cabellos como de azafrán”; y de una bella muchacha con “ojo de brasa y boca de clavel”, dice :”¡Qué chica hecha de sal y hecha de miel!” En Fresco Amanecer, vemos a la ciudad que se despereza: ...Flota en el amanecer fuerte olor de cocina 327


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que insufla ganas de comer... Anota Juan Gossaín en el prólogo a la antología de la obra del genial cartagenero: “Mientras se cocina a fuego lento semejante sancocho de gente, en el fondo de la cazuela está la ciudad inmóvil, que ronca a pierna suelta desde los tiempos de la Colonia, adormecida por el tedio, sitiada por el olvido, acunada por la gloria [...]. Luis Carlos López zumba sin descanso en torno del fogón, como la abeja venenosa del desengaño. El poeta es la cocinera encargada de revolver el potaje, de aliñarlo y de probarlo para ver si ya está a punto”. Luis Carlos López “Aprendió a describir su aldea, como recomendaba Tolstoi, hasta volverse universal. Y hasta volverla. Contra lo que pensaban sus contemporáneos, y lo que siguen pensando los críticos que agotan su diccionario de encomios, no fue cómico, ni amargado, ni gracioso, ni envidioso, ni ingenioso, ni siquiera tuerto, aunque tenía una mirada desobediente, eso sí.[...] Moldeaba las palabras a su antojo porque comprendía que están hechas con la misma masa amorosa del pan del desayuno”. Con esa habilidad, Luis Carlos López moldeó versos a las bellas mujeres, comparándolas con frutas y flores. A una campesina del mercado compuso estos versos cargados de deseo : [...] ¡Qué te importa que un zafio, que un panzudo banquero y que aquella muchacha, solterona y muy fea, no avaloren -mendigos de su inútil dinerola eclosión de tus frutos, de tu alegre azalea! ¡Que se vayan al cuerno! ¡Que se vayan al ajo y al tomate, y que coman arroz con jicotea!. [...] ¡Pones alas y trinos!... Y te llevas la rosa

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de tu faz... Y te llevas tu maligna mirada, con tu dulce sonrisa que me ha dicho esa cosa que le dice a un goloso la entreabierta granada...”. Ya aquellas muchachas solteronas y feas, que gastaban su vida sin esperanzas de cambio cantando viejas romanzas y comiendo dulces, les endilgó: “Muchachas solteronas de provincia, las de aguja y dedal, que no hacen nada, sino tomar de noche café con leche y dulce de papaya”.

Estas “Muchachas de provincia, papandujas, etcétera”.”Solteronamente feas”.”Que hacen decir al diablo con los brazos en cruz: -¡Pobres muchachas!”, cuentan la sencilla dieta de aquellas familias arruinadas, que en lugar de las cenas con pavo en tiempos virreinales, solo toman de noche: “café con leche y dulce de papaya”. Bien pobres, todavía guardan ademanes de épocas de grandes cenas, como el alcalde que: “Hombre de pelo en pecho, rubio como la estopa rubrica con la punta de su machete. Y por la noche, cuando toma su lugareña sopa de tallarines y ajos, se afloja el cinturón...” Estas familias maltratadas por la economía viven en una ciudad en ruinas, con una mesa empobrecida y una calidad de vida concorde a esas casas en mal estado por falta de dinero para mantenerlas, de ellas dice: “Y la cocina, que no huele a rosas, 329


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se encuentra junto a la letrina. Cosas de la raza latina”. En Noche de pueblo, olemos una cena hoy en desuso, no por sencilla menos sabrosa: “Se oyen de pronto, cual un disparate, los chanclos de un gañán. Y en el sopor de las cosas, ¡qué olor a chocolate y queso, a pan de yuca y alfajor!”. La costumbre cartagenera de tomar chocolate a toda hora, heredada de los españoles de la Colonia, se mantuvo hasta bien entrado el siglo XX y desapareció con la llegada de los refrescos envasados industrialmente y la costumbre de tomar bebidas frías como refrigerio. Costumbre nuestra es tomarlo acompañado del español queso, del mestizo pan de yuca y del pariente árabe medieval, el alfajor. Daniel Lemaitre recuerda esa costumbre en los dos tercetos del soneto Salón Colonial: “En el salón do sueñan tantas cosas, Hay dos damas que juegan silenciosas; Junto a la mesa brilla un azafate... De pronto ulula el toque de queda, Y entre rumor de fichas y de seda Da comienzo el ritual del chocolate.” Luis Carlos López se burló de la clase alta arruinada que seguía la moda londinense del té a las cinco de la tarde: “Caballeros amables, señoras discretas en las frivolidades del “five o’clock tea”, con sombreros que fingen enormes viñetas y calvas con un brillo como de barniz”. 330


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Lemaitre también se burla de costumbre, con risas porque una bebida que antes era remedio digestivo en tiempos de colerín, entonces se haya convertido en bebida de buen gusto y distinción: “Cuando el dicho té danzante se puso de moda en Manga, entre dulce y morondanga quedaba toda elegante vis-a-vis con un purgante después de cada atracón. Y hablando de esa cuestión en el omnibus popano le dije a Carlos Merlano: -Carlos, cuál es tu opinión? - Pues, hombre, te la diré, antaño se acostumbraba que si una purga se daba después se tomara té. Mas hoy, por lo que se ve, entre la gente elegante “la cosa es de atrás palante” como dicen las Recuero, pues toman el té primero y después viene el purgante.» López no encontraba acomodo ni en la ciudad ni en el campo, porque si Cartagena entonces era una ciudad amodorrada y somnolienta donde solo provocaba terminar la monotonía disparándose un tiro, ¡cómo sería la vida en sus afueras!. López que detestaba la vida mezquina de la ciudad, no podía huir de su cotidianidad, no pudo 331


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encontrar un refugio en el campo porque allí volvía a encontrar el tedio, modorra y quietud que tanto odiaba. A un amigo que vive en el campo, disfrutando de los alimentos rústicos en una calma sin par le escribió Égloga tropical, que comienza: “Oh, sí, qué vida sana la tuya en ese rústico retiro donde hay huevos de iguana, bollo, arepa y suspiro, y donde nadie se ha pegado un tiro! No en vano cabeceas después de un buen ajiaco, en el olvido total de tus ideas, si estás desaborido bajo un cielo que hoy tiene sarpullido “. A diferencia de Lemaitre quien alaba a las mulatas con tono paternal, López, canta con lujuria y entusiasmo a las seductoras mulatas, parecidas a golosinas y frescas frutas. Leamos el soneto que nombró De postres: “Con tu traje color de chocolate y con cintas de color rapé, semejas el más bello disparate de la moda: tienes cutis de té. Y te adoro. Gustas del aguacate de Jamaica, cuando en el Café bebiendo junto a mí, que soy tu vate, pequeños sorbos de “champagne frappée”. Francamente, como invertida ojera, surge, bajo el candil tu cogotera, tu rara cogotera de carey 332


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que aprisiona tus crenchas de africana mientras miro -mondando una manzanatu boca gruesa, con mirar de buey...”. Del desprecio de una bella, con amargura se desquitó comparándola con agrias e insípidas frutas: “¡Ah, te juro que nunca tornaré por tu casa, ya que tú, más bonita que agridulce manzana, tienes, ¡ay!, la simpleza del hicaco y la guama!”. Se queja de la pérdida de una apetitosa agarena, responsable de placeres hogareños, esa sí, : “dulce y sabrosa más que la fruta del cercado ajeno”. “Pero perdí la senda...Y perdí a Rosa, mi humilde ama de llaves, de agareno perfil y ojos de hurí , “dulce y sabrosa más que la fruta del cercado ajeno”. La poesía de Lemaitre es otra cosa, mira sin lascivia a las mulatas aunque admira su belleza. En un fragmento de “Mi cara ciudad”, Lemaitre canta al vaivén del caminado erguido y rítmico de las palenqueras vendiendo comestibles, los mismos desde la Colonia: “Contemplo cuando pasa, de sueltos ademanes, La eurítmica mulata hija del Concolón, Dando al sol sus vaivenes, meciendo sus afanes Y punzando el silencio de los anchos zaguanes Con la aguja adorable de su ingenua canción:

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Bollitos, bollos sabrosos Con coco, azúcar y anís Prefiéranme a mí, muchachos, Que vengo de Gimaní”. De aquel viejo mercado de Getsemaní, destruido por una explosión de pólvora a las 9:30 de la mañana del 30 de octubre de 1964, hoy ocupado por el centro de convenciones, enrejado para vedarle la entrada a quienes antes fueran sus ocupantes, recuerda: “A mí me gustaba ir con Taya, la cocinera de casa; mezclarme en el hervor del mercado, escuchar los dimes y diretes de las comadres y gozar el colorido del ambiente, mirando los peces plateados o las pilas de limones y tomates. “Cual un zoco de Oriente , sobre alfombra dilata, Tendidas por el suelo, el gárrulo ambigú Y hay langostas terribles de coraza escarlata Y hay melones de oro y hay sardinas de plata Bajo el ritmo candente del pregón de Macú”: Cruzo el “Hoyo del Pescado” Y allí está “Macú” sentado en medio de sus enseres; -”Camarones! quién los quiere? “Son de Galera y bonito “a cuactillo ec cajoncito “Tot...tuga pa laj mujere!”. Don Daniel compuso una hermosa poesía en alabanza a la arepa de huevo, llamada por él, buen cartagenero, empanada con huevo: “Cosa vieja, cosa buena conque no podrá “lo nuevo” es la empanada con huevo oriunda de Cartagena. Si alguna dicha terrena 334


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entre los mortales anda es esa cosa admiranda de masa y de huevo frito nacida en el Corralito una noche de parranda. No hay adjetivo sonoro que apologice fielmente una empanada caliente con su encajito de oro. Y si bien yo rememoro, su fama llegó hasta Europa pues en el “Campano” topa quien abra ese diccionario, que tal frito extraordinario es de tierras de la Popa. Y siendo una maravilla autóctona y singular se le deben dispensar honores de historietilla pues Bogotá, Barranquilla, el Norte, el Sur y el Oriente vienen aquí expresamente para saber y a qué sabe, con la mano y con cazabe, una empanada caliente. En cuanto al “Campano”, advierto, no recuerdo la edición, fue en el colegio Patrón donde lo vi y es muy cierto. Brillat-Savarin ya muerto si volviera de la nada 335


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diría ante una empanada si oyera la Eterna voz: -Espérate papa Dios que tengo aquí una empezada” Anterior a López y a Lemaitre, fue Joaquín Pablo Posada Bravo, nacido en Cartagena el 17 de agosto de 1825 y muerto en Barranquilla el 4 de abril de 1880. Hijo del general Joaquín Posada Gutiérrez, fervoroso amigo del Libertador, quien de su propio bolsillo financió y dotó la flota de champanes que transportó a Bolívar en su último viaje desde Honda hasta Santa Marta en 1830. Sus notables poesías fueron publicadas en 1857, con un prólogo del conocido escritor Felipe Pérez. En una reimpresión de su obra en 1933 encontramos el siguiente poema al coco, ingrediente imprescindible de la cocina cartagenera y rey de todos los recetarios de la cocina del Caribe colombiano: El coco “No soy nieve y en blancura Casi le excedo a la nieve; No soy fuente, y no hay quien lleve Agua de fuente tan pura; No soy monja, y en clausura Me consumo eternamente, Pregonando reverente, Desde la altura en que estoy Que una noble hechura soy De la mano omnipotente.”

Puerto Colombia Luego de la inauguración del muelle de Puerto Colombia el 15 de junio de 1893, este pueblo recién fundado fue interesante para el naciente turismo. Entonces, el 336


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pequeño pueblo, con estación de ferrocarril y edificio para la aduana, a orillas de una ensenada de aguas limpias, tenía como decoración el atractivo muelle que una vez fue tenido como el segundo más largo del mundo y estaba rodeado de colinas que complementaban un escenario encantador. Al principio fueron hoteles para los pasajeros de los trasatlánticos. Luego, en 1920, la señora Tomasita Nieto, abrió el “Restaurante y Hotel Puerto Colombia” mucho más cómodo. En 1936, el “Hotel del Prado” abrió su filial “Pradomar” con servicios de restaurante y de bar con orquesta, con la misma calidad de servicio de Barranquilla. Ese mismo año, la pareja conformada por Angelo Bonfante y su esposa doña María abrieron las puertas del “Hotel Esperia” famoso por su paella y los platos de mariscos que Doña María preparaba con reconocida sazón. El hotel también era famoso por su “terraza marina”, anunciada como “la primera terraza marina, única en el mundo”. Consistía en una edificación sobre pilotes separada de la playa y unida a esta por un pequeño muelle. En la parte alta de Salgar estaba el “Restaurante Solymar” de la familia Buendía, y en la playa “El Trupillo”, famosos ambos por el arroz de chipi-chipi, emblema y estandarte de la cocina barranquillera. Referencias literarias sobre Puerto Colombia Puerto Colombia era el balneario de moda donde la clase adinerada tenía sus casas en la playa. En una de ellas se desarrolla gran parte de Se han cerrado los caminos de Olga Salcedo de Medina; allí, Mónica Arévalo, la protagonista, atiende en almuerzos dominicales, a los invitados, a su marido y a su amante en la misma mesa, con platos criollos, pescado frito y picadas de chicharrón con bollo de yuca. Esta novela que fue llevada a la radio con guión de Gabriel García Márquez, y Germán Vargas como narrador, gozó de gran éxito. 337


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Los invitados de Divina Arriaga, otro personajes de la novela de Moreno, en su casa de Puerto Colombia: “reían y bailaban al son de tríos, orquestas y conjuntos cubanos, mientras de la playa venía el olor de terneras y lechones que se asaban sobre brazas (sic) a fuego lento y eran rociados con salsas misteriosamente sazonadas por un no menos enigmático francés, evadido de Cayena y elevado a la dignidad de cocinero, quien meses después entraría a trabajar al Hotel del Prado”. El Caribe colombiano, refugio de prisioneros evadidos de la prisión colonial francesa, es un lugar común en los relatos de García Márquez, Juan Gossaín, Marvel Moreno y Héctor Rojas Herazo, además de la famosa novela Papillon de Henri Charriere. Pero desde muchos años antes, existían hoteles en la playa: entre agosto y noviembre de 1906, “El Rigoletto” anunció la inauguración de dos nuevos hoteles: “El “Gran Hotel” al oriente de Puerto Colombia, “en la parte alta”, que “cuenta con comedor espacioso y bien servido y ofrece gran menú en frescos comedores en general. Propietario, Monsalve y Trujillo”, más tarde el hotel El Prado abrió su sucursal Pradomar.

Santa Marta y la Zona Bananera del Magdalena La ciudad de Santa Marta y los pueblos de la Zona Bananera recibieron un fuerte impacto de la cocina norteamericana con la llegada de la United Fruit Company, popularmente conocida como “La Yunai”, y los comisariatos que estableció la empresa. En 1908, bajo el gobierno del general Rafael Reyes, se fundó legalmente la United Fruit Company con sede en Santa Marta, y hasta 1930 monopolizó el comercio del banano de la región. Como parte de su política comercial y en virtud a su poder, la empresa estableció que un porcentaje del sueldo de sus empleados, la mayoría cabezas de familia de la región, sería pagado con vales redimibles en unos

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almacenes de artículos de primera necesidad o “comisariatos” que eran en realidad unos almacenes donde se conseguía toda suerte de productos norteamericanos, transportados en los buques de La Flota Blanca de la misma “yunai”, que hacían vacíos el trayecto Nueva Orleans-Santa Marta para recoger el banano. De esta manera, obligaban a la población a consumir productos extranjeros, por demás muy baratos por el costo bajo del flete. Estos comisariatos crearon necesidades que la gente no tenía, e inundaron el mercado de artículos muchas veces desconocidos por los forzosos compradores, quienes se familiarizaron con ellos hasta incluirlos en la lista del mercado quincenal. A través de los comisariatos se popularizaron los alimentos procesados: la salsa de tomate, mayonesa, mostaza, salmón congelado y enlatado, jamones y embutidos, harinas refinadas para pastelería, bebidas enlatadas, licores, galletas, chocolates, quesos; también utensilios de cocina y electrodomésticos. Gustaf Bolinder y su esposa desembarcaron en el puerto de Santa Marta en febrero de 1914. La impresión que la ciudad causó a los Bolinder después que Mr. Marshal, el cónsul británico y director del ferrocarril les mostró la ciudad, fue de una gran decadencia a pesar de que esta era la época del auge de la zona bananera y de la United Fruit Company: “Aquí no hay ninguna clase de industria. Poca comida llega y los precios son tremendamente altos. La comida es importada en gran medida de los Estados Unidos, en especial el maíz, el arroz, el cacao y otras cosas que podrían ser cultivadas en grandes cantidades localmente. La población vive en su mayor parte del comercio al detal o de su trabajo para la compañía frutera. La mayoría son descendientes de antiguos esclavos negros y de sus amos. No hay muchos que puedan hacer alarde de tener sangre española pura. Los inmigrantes italianos, chinos, indios guajiros puros y sirios no han contribuido de forma alguna en el mejoramiento de la raza. Los europeos y norteamericanos viven bien separados. Los resplandecientes negros jamaiquinos que han inmigrado en años recientes se consideran a sí mismos como “ingleses” . 339


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Las hijas y esposas de los funcionarios norteamericanos trataron con jóvenes de la clase alta a quienes enseñaron a hornear ponqués, “pudines” entre nosotros, galletas, pavos rellenos, “pies” de frutas, banana bread y otros platos de la cocina norteamericana que por esa vía entraron a los hogares costeños. Con banano o guineo se crearon muchas recetas en las cocinas populares; la más conocida es el “cayeye”, puré de guineo verde sancochado al que se pone por encima, queso rallado, suero o mantequilla, según el gusto y la disponibilidad. Acompañado de café negro (tinto) o de café con leche es desayuno obligado de los trabajadores en la región. La harina de guineo para el tetero de los niños, los guineos pasos, la sopa de guineo verde y el postre de guineos maduros al horno con ron y mantequilla, son algunas de las tantas recetas surgidas en el tiempo de “la Yunai”.

Alimentación actual en el valle del Sinú Soad Louis Lakah cuenta cómo es un día en Ciénaga de Oro, igual al de cualquier otro poblado de la región: “Con ver un día se ven todos los demás. ¡Con eso basta! ¿Para qué mirar más? A las siete pasan los muchachos para la escuela pública donde los espera el profesor René, miope y cascarrabias, para darles las clases y pencazos con Martín Moreno “el que saca lo malo y mete y lo bueno”. A las ocho empiezan a pasar los vendedores de plátano, yuca, ñame, carne salada, queso biche, huevos por docena. De vez en cuando un burro se alborota, los vagos se amontonan y festejan el espectáculo. A las nueve, pasan los carretilleros vendiendo agua de la ciénaga en tamburrios de madera, prietos y resbaladizos. Los aguateros llevan los pantalones enrollados hasta las rodillas y un hico desleído cruzando el pecho. Ya siendo las doce, se oyen zumbar las moscas; nadie recorre las calles. Todo el mundo está almorzando, hasta los más pobres, porque, a decir verdad, aquí en el pueblo, nadie se muere de hambre. Por la tarde, después de la siesta, pasan otra vez los muchachos para la escuela. A las tres sirven el tinto y lo reparten entre 340


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vecinos. A esa hora los viejos recuestan los taburetes, encienden un tabaco y se dedican a mirar largo. A las cuatro regresan los muchachos de la escuela, empujándose y jodiendo, incansables, con la mugre debajo del cuello. A las seis de la tarde todo el mundo está cenando, hasta el más pobre. Las campanas de la iglesia van dando las horas para que uno se acuerde de lo que tiene que hacer. A las siete de la noche, los pelangones salen al parque a hablar de amores. Los hombres van al billar, que abre sus puertas dos horas por la noche, de lunes a viernes y la tarde del sábado. A las nueve todos los habitantes comienzan a recogerse y las puertas comienzan a cerrarse. Los hombres orinan al final del patio; las mujeres en los baños cercados con tablas viejas o con palma amarga. Después de la diez, ya no se encuentra un alma en las calles de San José de Ciénaga de Oro, solo la Llorona, el caballo sin cabeza, y el perro que bota candela por la boca. A esa hora, el miedo permanece escondido detrás de las puertas, asechando.” David Sánchez Juliao habla de lo variada de la comida en Montería y pone como ejemplo a la Ronda del Sinú: “Un paseo por una ronda de fresca arboleda a orillas del río, un cruce de ese río sobre un planchón de madera asentado sobre cinco canoas, una compra de artesanías regionales al interior de un mercado público, un cóctel de frescos camarones condimentados con salsas de dulces ajíes de la región, una punta de anca de res del Sinú o un tierno pollo abierto asado a la brasa con pringues de ajo, un café-tinto bebido de pie en la calle y acompañado de galletas con esencias de limón asadas a la leña y en horno de barro, un paseo en bicicleta a lo largo de una calle inundada de miles y miles de más bicicletas, una compra de golosinas de las fincas de Córdoba confeccionadas con las recetas de las abuelas, una bebida de peto caliente a las seis de la tarde o de peto frío a la diez de la mañana –ambos hechos con maíz sembrado en patio–, un jugo de patilla o sandía rodeado de iguanas que se acercan –como mansos corderitos– 341


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hasta los pies del comprador, un mote de queso (sopa de ñame con trozos de queso sinuano derretido) acompañado de arroz con coco, espeso suero costeño, ensalada de habichuelas criollas y tajadas fritas de plátanos crecidos junto al mar, una visita en el atardecer a las subastas ganaderas, un almuerzo con verdadera pasta italiana en el más sofisticado restaurante de un moderno centro comercial, un sánduche de faláfel o una combinación de delicias árabes preparadas por las descendientes de los primeros libaneses llegados al Sinú, …todos esos elementos constituyen el encanto secreto de una ciudad que –es preciso insistir– tiene más, mucho más que ofrecer en estos sabores de la simpleza y la cotidianeidad que en la majestuosidad urbanística que muchos otros sitios del mundo pueden brindar.” David nos reafirma la verdad conocida por todos los que han degustado la cocina del Caribe colombiano: además del amor y la alegría siempre presentes de quienes prepararon el plato, el paisaje y el clima de la región son necesarios para el completo disfrute de los manjares. El doctor González Anaya, con el mismo humor de todos sus escritos y conferencias, describió en 1995, un duelo de comelones: “Este año por fin se elevó a la categoría de festival, las comilonas de pescado en las murallas de Santa Cruz de Lorica, a orillas del Sinú. Porque ahí siempre se han dado cita desde el amanecer, los ruleros madrugadores, las rezanderas de velorios, los músicos trasnochados y los novios despechados a degustar un sancocho de bocachico o una sopa de mondongo. Y debajo de los caracolíes de la plaza se arman mesas gigantescas como cuadriláteros de boxeo y allá en esos comedores tarimas se llevan a cabo competencias gastronómicas, donde paga la cuenta el que menos pescado coma. Yo recuerdo un duelo que hubo un sábado después de una tarde de corralejas. Estaba esa muralla atestada de gente, cuando de pronto de entre la multitud un hombre levantó un brazo que sostenía una botella de ron y lanzó un guapirreo: “Jueee pajee no me frieguen, yo soy el compae Goyo, campesino y saramuyo, estoy aquí porque vine, y vine porque estoy aquí: dispuesto a quitarle la fama al mejor comelón 342


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de bocachico de Lorica…que salga el hombre pa’ que sepa lo que es el colmillo de un sinuano..”. Hubo un silencio seguido de un murmullo, y al instante todo el mundo supo que habían retado a Ño Casiano, un negro monumental de dos metros de alto que tenía los dientes apolillados de tanto triturar cangrejos cienagueros. El hombre estaba en ese momento orillando la canoa y recogiendo la atarraya a cien metros de donde estaba el compae Goyo. Así que a los diez minutos, la noticia de que a Casiano lo había retado un forastero del alto Sinú, ya se había regado en todo el pueblo. En los alrededores aparecieron ventas ambulantes de fritos, guarapo montuno y chicha de San Andrés de Sotavento. Una de las bandas pelayeras que amenizaba la corraleja se hizo presente para no perderse el espectáculo; y comenzaron las apuestas así como en una pelea de gallos; los billetes pasaban de mano en mano; las dueñas de las fondas donde se preparaba la comida mandaron a sus maridos a coger peces en la ciénaga, por si acaso. Enseguida, un espontáneo que había manteado siete toros esa tarde, se ofreció como árbitro, pensando además en que esa competencia algún bocado le quedaría a él. Cuando ya los contendores se pusieron de acuerdo, el árbitro hizo bocina con las manos y anunció: “Bueno, señoras y señores, hagan silencio porque va a comenzar la competencia. Aquí pierde el que primero se le llene la barriga comiendo”, e hizo una señal a la vieja Juana Jacinta, la fondera principal…En ese momento, la banda pelayera reventó el porro “María Varilla” y comenzaron a subir a la mesa tarima, diez hombres con cinco bateas. Así como les digo, cada dos hombres cargaban una batea; allí había bocachico frito, en viudo, en guiso, en sancocho, y otra batea con un revoltillo de varios peces como el cacucho, el moncholo, el chipi, la agujeta, la liseta, el bagre, la charúa, la yalúa y la mayupa. En el otro lado del mesón extendieron ocho hojas de plátano en vez de mantel y ahí regaron la liga. La tarde se nubló por la humareda cuando sirvieron 25 plátanos papoches, diez libras de ñame, una caja de yuca y un cerro de arroz que 343


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no dejaba que los concursantes se vieran el uno al otro. Y comienza ese par de hombres a comer, a comer, a desmontar esa montaña de vitualla y esas bateas de pescado y eso nada más se oía a la gente tragando saliva y guapirriando, animando a los contendores. Como a la media hora, cuando se aplacó la neblina de la yuca caliente, se pudo ver a los comilones. El compae Goyo estaba sudao; había dos señoritas echándole fresco con una palma de corozo y una vieja, secándole el sudor con la pollera. En un respiro que hizo para beberse un buche de agua de panela, pegó un grito: “Jueee pa je…aquí me cogerán acalambrao por la quijá, porque todavía no estoy jacto, no me friegue”. Y siguió comiendo. Cuando la gente miró para donde el compadre Casiano, todo el mundo quedó admirado por el estilo de ese negro para comer pescado: él cogía un pez entero y se lo introducía por un lado de la boca y le salía por el otro lado como quien toca violina. “Maldecío sea el hombre”, gritó un borracho. La verdad es que el esqueleto de los pescados que iba comiendo Casiano lo cogían los muchachos para alisarse el cabello porque parecían una peinilla. Bueno, les cuento que esa piquería terminó porque la comida también se acabó. Debajo de la mesa quedó tanta espina que uno no podía caminar sin zapatos por el peligro de chuzarse. Hubo como diez peleas de perros peleándose las cabezas de bagre sobrantes. Así que el juez, entre erupto y erupto, declaró empate. Cucuten que a esos dos hombres les salió escamas en la espalda y que uno podía prenderles un tabaco solamente fretándoselos al cuerpo, de la cantidad de fósforo que tenían. Si usted no me cree, vaya a Lorica y se convencerá”.

El archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina El archipiélago de San Andrés, con su mar de siete colores, es parte constitutiva y vital de la costa Caribe colombiana. Tan colombiano afectivamente, que es el único sitio de la patria donde todos los colombianos soñamos con ir algún día; 344


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legalmente, porque desde la primera constitución de Colombia, la de Cúcuta en 1821, aparece como parte indivisible de nuestro territorio nacional. Los isleños votaron libremente su adhesión a Colombia: San Andrés lo hizo en el mismo año de 1821 y Providencia en 1822. El archipiélago es tan costeño, que durante el período colonial y luego casi cien años más, hizo parte de la gobernación de Cartagena, luego del Estado, y del Departamento de Bolívar, antes de constituirse como una Intendencia, dependiente administrativamente del gobierno central Su culinaria e historia son diferentes a las de los otros siete Departamentos que componen el Caribe colombiano. Se cree que las islas fueron descubiertas por Colón; pero sólo en 1527 aparecen en mapas españoles. Los primeros desembarcos los hicieron entre 1498 y 1502 corsarios holandeses, ingleses, españoles, y posteriormente jamaiquinos. En el año 1629 llegaron los primeros pobladores permanentes a bordo del Seaflower, eran puritanos escoceses e ingleses, provenientes de Inglaterra y hacían parte de la Compañía de Aventureros de Westminster. En el mismo año de 1629 construyeron el primer asentamiento en la isla de Providencia, al que llamaron New Westminster, en lo que hoy es Old Town al Sur de la población de Santa Isabel. Los primeros africanos fueron traídos a las islas a mediados del siglo XVII para trabajar en cultivos de coco, tabaco y algodón, base de la economía de la isla en tiempos posteriores. Los estudios lingüísticos han permitido señalar el predominio étnico Fanti-Ashanti, en la lengua criolla que comparte con Jamaica, islas Cayman y otros territorios insulares del Caribe. Con la llegada de europeos, llegaron también los cerdos, vacas y gallinas, lo mismo que el tamarindo, los melones y los cítricos traídos del viejo continente; de Asia llegó el árbol del fruto del pan, básico en la alimentación isleña. De Tierra Firme llevaron ñame, yuca, plátano, batata, ahuyama y frutas como papayas, nísperos, mamoncillos, marañones y demás frutas propias de la costa. 345


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En tiempos pasados los habitantes del archipiélago fueron casi exclusivamente los descendientes de aventureros, plantadores y esclavos, de piel morena, de religión protestante y habla inglesa. El isleño de hoy guarda aquella deliciosa herencia puritana que lo lleva a vivir frugalmente y a cuidar sus cultivos. Del mar extraen el cangrejo negro, el caracol pala y diversidad de peces: la sierra llamada King Fish por los lugareños, la cherna, la barracuda, el pargo pluma, la “esposa vieja”, el atún y otros que no faltan en el plato fuerte de la mesa del isleño. La langosta, los camarones y langostinos son más para el paladar de los turistas, aunque existen recetas de abuelas para celebraciones especiales. Como hierbas aromatizantes usan variedades nativas de orégano, albahaca, y foráneas como menta, toronjil y la raíz de un árbol que llaman “raíz china”, usado con fines medicinales y para darle color y sabor al “bush”, ron típico de las islas. Su culinaria incluye deliciosos dulces desconocidos en “el continente”, como llaman los isleños amorosamente a los otros Departamentos del país. Entre estos dulces se destacan el dulce de ciruela verde, el de grosellas y el de coco conocido como “coconut-balls”; galletas como “sugar cake” y la “bon” y tortas dulces como la “yuca cake” y el “ponquin cake”, hecho de ahuyama. El plato insignia de las islas es el rondón, nombre proveniente de las palabras del inglés run down, grito de la mujer para llamar al hombre cuando ya estaba listo este suculento plato compuesto por leche de coco, batata, ñame, fruto del árbol del pan, yuca, plátano, colitas de cerdo saladas y pescado de varias clases. El rondón, con variaciones, es común en el Caribe, y algunos investigadores atribuyen su nombre a la facilidad de irse al fondo, run down, sus componentes. Otros platos principales famosos son los “crab’s backs”, conchas de cangrejos rellenas de su propia carne guisada, el “conch” o caracol guisado, la sopa de cangrejo, el “mince fish” o pescado desmenuzado y guisado, y las bolas de caracol. Tienen acompañamientos como los dumplings, “johny cakes, la musa 346


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y el bami, hechos con harina trigo, de maíz y de yuca respectivamente, todos mezclados con leche de coco; las “plantin tac”, empanadas rellena de plátano maduro y las “patty”, rellenas de carne de res molida, y los “fritters”, que son buñuelos hechos de banano maduro, harina de trigo, azúcar y leche. Tienen un delicioso arroz con ahuyama, el “pumpkin rice”, y una ensalada de caracol o “conch-salad”, ambos inolvidables; como lo son todos los platos citados y muchos que quedan en el tintero. El común denominador de los platos de sal o dulce, confeccionados con frutos del mar o con carnes de res o pollo, es la leche de coco que está presente en todos, sin ella la cocina isleña es inimaginable La cocina de San Andrés es diferente de las otras islas. Con ellas comparte las anteriores recetas, pero su condición de “puerto libre”, exento de impuesto a las importaciones, la sobrepoblación resultante, la comunidad árabe musulmana y los turistas y comerciantes de todo el país, han hecho que en la isla abunden restaurantes de comida regional colombiana y esté infestada de restaurantes de “comida rápida” que nublan el cielo, limpio aún en Providencia y Santa Catalina.

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AUTORES CONSULTADOS

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Granada

IX. Punica Granatum L.


“ tu dulce sonrisa que me ha dicho esa cosa que le dice a un goloso la entreabierta granada...”.

Luis Carlos López

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EPÍLOGO

Estos apuntes para una historia gastronómica del Caribe colombiano terminan aquí, a mitad del siglo XX. Lo demás es vida presente y cocina cotidiana que otros escribirán mejor que yo. La cocina tradicional sufre la peste del olvido, barrida por la “comida rápida” impuesta por las modas y los afanes modernos, que también simplifican la cocina con supermercados, alimentos procesados y comida congelada, que, dejémonos de bobadas, son parte de las maravillas y encantos de la vida en este siglo XXI. Día a día desaparecen las diferencias alimenticias debidas a la estratificación social. Las diferencias que quedan son producto de la capacidad adquisitiva de la población; algunos no pueden comprar alimentos costosos como espárragos, champiñones y alcachofas. En cambio, zanahorias, repollos, tomates y cebollas, están en la despensa de todos. Con el aumento de la avicultura industrial, pollos y gallinas se consumen casi cotidianamente en todas los hogares, no como en el pasado, en que la gallina se dejaba para ciertos días de la semana, para celebraciones o para alimentar a las parturientas. La vida contemporánea ha traído la reducción de la cantidad de alimentos y su menor diversidad; por ende, la monotonía de la dieta, con ingredientes que se repiten día tras con poca variación. 353


La sociedad se ha vuelto mĂĄs dependiente de la propaganda de la sociedad de consumo, y el prestigio de las cosas que se alaban como excelentes en la radio o en la televisiĂłn, vence el gusto por los alimentos tradicionales. Por imitar el sistema de vida norteamericano, las comidas formales a horas determinadas se han sustituido por la ingestiĂłn apresurada de emparedados y gaseosas. En la mayor parte de los casos, ĂŠste es el almuerzo de los obreros urbanos, porque los rurales conservan las costumbres tradicionales.

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APÉNDICE DE RECETAS DE LA COSTA CARIBE COLOMBIANA

A continuación, algunas recetas comunes en la comida diaria de la costa Caribe colombiana tal como yo las preparo o como las preparan las personas que señalo al pie de la receta. No soy chef, ni siquiera he tomado jamás una clase de cocina pero a mis amigos les gusta lo que preparo. Todo lo he aprendido de cocineros hombres y mujeres, sabios, risueños, festivos, que siempre ponen en sus preparaciones el ingrediente indispensable para el buen sabor: el amor. Muy pocos cocineros experimentados saben dar una receta con medidas exactas, así que algunas las escribí como me las enseñaron, con las cantidades expresadas en las medidas universales de “tú vas viendo” y “ahí vas probando hasta que te quede”. Algunos lectores encontrarán que la receta que aparece aquí no es igual a la que ellos practican con éxito. La cocina no es una ciencia exacta; es un arte, y como tal, es la armonía de los cinco sentidos expresada en un plato. Nunca he comprendido a las personas que guardan recetas secretas. Usando el mismo recetario los platos quedarán diferentes a cada cual porque la percepción del tiempo, intensidad del calor, textura de las mezclas, brillo y olor son muy personales. Las recetas son más un punto de referencia y las que aquí encontrarán llevan un poco de su historia porque este no es un libro de cocina sino de Historia. 355


Bollo de yuca La yuca se ralla por el lado fino del rallador o se muele, se hacen porciones que se envuelven en hojas secas de mazorca de maíz, se amarran con cabuya delgada y se cocinan una hora en agua hirviendo. El bollo de yuca, como los demás bollos de la culinaria Caribe colombiana, rara vez se come solo, sirve mejor como acompañante, de salsas como la de la posta negra, de un pedazo de queso costeño fresco, de chicharrón, del arroz de lisa y aun de un pedazo de panela. A la combinación de bollo de yuca y queso fresco lo llaman en Barranquilla “matrimonio” En el Sinú, a la yuca rallada o molida le agregan coco rallado, azúcar y anís; y lo envuelven en hojas de bijao, llamándose también bollo de yuca.

Majuana Por su nombre e ingredientes, este plato, popular en los Departamentos que hoy conforman lo que fue la Gobernación de Cartagena, es del más puro origen africano. ½ libra de frijolito blanco cabezanegra, cocida 1 ½ tazas de leche de coco 2 plátanos maduros, cocidos 1 cebolla cabezona picada 1 cucharada de manteca de cerdo o de aceite de cocina Sal al gusto. Se hace un puré con los frijolitos y el plátano cocidos al que se agregan el resto de los ingredientes. Se sirve caliente.

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Boronía Como se explicó en el texto del libro, el origen de este plato se remonta a los árabes de la Edad Media en España donde se preparaba con aceite de oliva. Al llegar a América, preparado con la sazón sabia de las cocineras negras, adquirió el plátano y la manteca de cerdo 3 berenjenas cocidas 1 plátano maduro cocido 1 cebolla cabezona de tamaño mediano 4 dientes de ajo machacados 2 cucharadas de manteca de cerdo o de aceite de cocina Sal al gusto. Se hace un puré con la berenjena y el plátano maduro cocidos al que se agrega un sofrito hecho con la manteca, el ajo y la cebolla. Se revuelve muy bien y se sirve a la mesa.

Arroz de lisa Este arroz, muy popular en Barranquilla donde es todo un gentilicio y común en toda la costa, recibe el nombre de “arroz de payaso” porque los comensales en la calle, por falta de servilletas y en su afán por disfrutar este rico plato, terminan con la cara del color brillante del achiote. 5 lisas secas 1 taza de cebollín picado 1 taza de cebolla cabezona picada 1 ½ taza de tomates maduros picados 357


1 taza de ají dulce o pimentón picado 4 dientes de ajo machacados ½ taza de aceite o manteca con achiote El jugo de un limón 2 libras de arroz Sal, pimienta y comino al gusto A fuego medio, se cocinan las lisas en suficiente agua que las cubra, hasta que estén blandas. Se desecha el agua, se desmenuzan las lisas teniendo el cuidado de quitarles todas las espinas, y se reserva la carne. En un caldero de fondo grueso, se hace un guiso con la manteca, la cebolla, cebollín, ajo, tomates, ajíes y los condimentos. Allí se vierten la carne de lisa, el arroz, el jugo de limón y se sofrita, revolviendo hasta que algunos granos de arroz cambien de color y se vean blancos. Se agregan entonces diez tazas de agua. Se cocina destapado a fuego medio-alto hasta que empiece a secar, se revuelve, se prueba y rectifica la sal si es necesario; se tapa y se cocina a fuego bajo hasta que los granos de arroz estén blandos. Se sirve con huevo duro partido en mitades, acompañado con bollo de yuca. En las calles, venden las porciones sobre una hoja de bijao a manera de plato desechable.

Arroz de chipi-chipi El chipi-chipi es un molusco bivalvo, pequeño, que se cría en la arena del mar Caribe, en zonas donde el nivel del agua es bajo. Hoy su carne se consigue en los supermercados, lista sin las conchas pero antiguamente había que comprarlo crudo y hervirlo hasta que se abriera y extraer su carne. Para hacer el arroz de chipi-chipi, se procede de igual manera que con el arroz de lisa, reemplazando la liza desmenuzada y limpia por chipi-chipi sin conchas 358


en la proporción de una libra de chipi-chipi por cada libra de arroz. Este arroz es un plato emblemático de Barranquilla, en donde algunas veces le agregan alcaparras al guiso, y reservan un poco de éste para rociar el arroz al llevarlo a la mesa.

Sancocho de guandú Además del ingrediente esencial, que es el guandú, preferiblemente verde, la sopa lleva carne de pecho salada, costilla de res, ñame, yuca, y el plátano maduro que le da su característico sabor dulce; un guiso de cebolla, ají dulce, ajo, cebollín criollo, tomate, y condimentos como pimienta de olor, comino, sal, y pimienta. Se le agrega chicharrón, y algunas personas le ponen también cerdo fresco. Se acompaña con arroz blanco o de coco, bollo de yuca y guarapo de panela con limón. Plato de clara ascendencia africana por el guandú, ñame, plátano maduro y su forma de preparación, tradicional los domingos de carnaval en Barranquilla, es un “plato fiestero”, se prepara los días de fiesta porque su preparación y digestión son incompatibles con un día de trabajo. Los españoles le agregaron la carne de res, de cerdo, la cebolla, el ajo, las hierbas, la pimienta y el comino; mientras los indígenas aportaron la yuca y el tomate. 1 ½ libras de carne salada 1 ½ libras de costilla de res ½ libra de guandú, preferiblemente verde 1 plátano amarillo cortado en rodajas con su cáscara 1 libra de ñame pelado y picado en pedazos medianos 1 ½ libras de yuca pelada 1 taza de guiso hecho con cebolla, cebollín, ají dulce, ajo, tomate, comino, 359


sal y pimienta al gusto 12 tazas de agua 1 libra de chicharrones picados en trozos pequeños 1 manojo de hojas de apio, cilantro y perejil, atados en forma de ramillete Si no consigue guandules verdes sino secos, remójelos desde la noche anterior y cocínelos veinte minutos en olla a presión. Cocine los guandules con la carne salada y la costilla de res hasta que estén blandas. Agregue el guiso, el ñame, el plátano y la yuca. Cocine hasta que la yuca y el ñame espesen la sopa. Rectifique el sabor y la consistencia. Revuélvala con el ramillete de hierbas hasta que estas suelten su olor; descarte el ramillete, y agregue los chicharrones en el momento de servir. En muchos supermercados venden la carne salada, pero si no la consigue, tome una libra de carne de textura consistente, preferiblemente la carne de pecho; relájela y póngale 5 cucharadas de sal. Déjela salando por uno o dos días colgada en una cuerda en un lugar seco. El día anterior a la preparación del sancocho, ponga la carne en agua de sal y déjela allí toda la noche. Aunque extraña, esa es la forma de “desalar” la carne. Unas horas antes de cocinarla, juáguela en agua corriente y déjela secar. En Córdoba se prepara un mote de guandú con berenjena, sin yuca y sin carne salada. En Chinú se le agrega puerco fresco o salado. En Sucre se prepara una variante que no lleva plátano maduro ni carne salada.

Horchata Esta bebida, de claro origen español, hoy es poco conocida. En ciudades como en Ciénaga (Magdalena) solo hay un sitio donde la preparan para venderla como refresco muy apetecido. En algunas partes de la costa se usa como 360


expectorante y para favorecer la lactancia de las mujeres. Para prepararla, se remoja una libra de ajonjolí durante media hora. Se cuela para escurrir el agua, se muele para obtener una crema espesa que luego se cuela en un lienzo de lino para retirar el afrecho del ajonjolí. Se le agrega agua, azúcar y bastante hielo picado. Hoy, su preparación es más fácil: se licúa el ajonjolí, se cuela en un colador de plástico y se agrega agua, azúcar y hielo al gusto. En el sur del Atlántico preparan la horchata con trigo molido cocido en leche y azúcar hasta ablandarlo; luego, lo dejan enfriar y le agregan hielo picado. La receta es parecida a la de la avena helada que venden en la calle. Chicha de concha de piña con arroz 1 libra de arroz La concha de una piña 2 litros de agua Ponga los tres ingredientes en una olla y hierva hasta que las conchas de piña estén blandas y el arroz abierto. Déjelo enfriar, retírele las conchas de piña, agregue agua para lograr la consistencia deseada, endúlcelo al gusto y agréguele mucho hielo picado. Es una bebida muy refrescante pero no se puede guardar varios días porque se fermenta. Con este procedimiento se prepara la chicha de corozo con arroz, de arroz cortada con batata

Minguí Su nombre sonoro y sus ingredientes delatan el origen africano de esta bebida, popular en la región de las sabanas de Bolívar. 361


Para prepararla, asan plátanos maduros con cáscara. Se dejan refrescar antes de pelarlos y hacerlos puré. Se les agrega agua suficiente, azúcar y hielo picado.

Mazamorra de mái nuevo Se desgranan las mazorcas de maíz biche (nuevo), los granos se muelen y se cuelan. Se cocina a fuego medio revolviendo constantemente para que no se pegue. Cuando comienza a cuajar y a hacer “ojos” se le agrega leche y azúcar al gusto hasta que tome consistencia de colada espesa, o como su nombre lo explica, de mazamorra. Aunque es un plato dulce, se acostumbra servir caliente, en plato hondo, acompañando los platos de sal del almuerzo. Sólo se prepara en las temporadas en que el maíz está en cosecha.

Mongomongo o calandraca Ambos nombres de este dulce, su cocción hasta obtener una consistencia melcochuda, las especias utilizadas, el coco, el plátano maduro, la paila para cocinarlo y el palote para revolverlo lentamente hablan de su ascendencia africana. América aportó las frutas tropicales, la batata y la panela. 10 plátanos maduros plátanos verdes 1 piña 1 papaya 1 batata cocida 1 coco 3 mangos maduros 6 guayabas rojas maduras 362


1 mamey 1 mango biche grande 3 panelas 1 raja de canela 6 clavitos de olor Pimienta de olor y anís Se pelan los plátanos maduros y se muelen con los verdes. Se rallan la piña, la batata, el mamey, el coco y los mangos; y se le quitan las semillas a las guayabas. Todo se revuelve en una paila de cobre, se agrega la panela en trozos y las especias. Se cocina a fuego lento revolviendo constantemente durante un día entero hasta que las frutas queden disueltas y tomen color oscuro.

Enyucado Plato triétnico por excelencia y delicioso exponente de la cocina de Sucre y Córdoba, este plato dulce puede ser postre, acompañamiento de platos de sal, entremés o golosina. Lleva el azúcar y el anís de los antepasados moriscos, el queso y la mantequilla de los ibéricos lo mismo que el uso del horno. De los negros trae el coco y de los indígenas su ingrediente principal: la yuca. 2 libras de yuca cruda pelada 1 libra de azúcar 1 taza de leche de coco o de coco rallado ½ libra de queso costeño 4 cucharadas de mantequilla 2 cucharaditas de anís en grano Se ralla la yuca y se mezcla con el resto de ingredientes hasta formar una pasta 363


suave. Se coloca en un molde engrasado y se lleva al horno durante media hora hasta que dore y al introducirle un cuchillo, éste salga limpio.

Cabeza de gato Como se explicó en el texto del libro, este delicioso plato para un buen desayuno, tiene un nombre que recuerda el latín de los romanos de la primitiva Iberia, el puré de plátano y su forma de preparación es auténticamente africana, su toque mágico de ajo y los chicharrones son su herencia española de la época de la Conquista. 4 plátanos verdes pelados 3 cucharadas de manteca de cerdo o trocitos de chicharrón 1 cebolla picada 4 dientes de ajo Sal al gusto Se asan los plátanos, luego se machacan al tiempo que se mezclan con el resto de ingredientes. Se amasa en forma de bolas. En algunas regiones del norte de la costa se prepara con plátano verde sancochado mezclado con un guiso hecho con la manteca de cerdo, la cebolla, el ajo y tomate.

Friche El friche es quizá el plato más representativo de la Guajira, un pueblo celoso de sus tradiciones. Curiosamente, el chivo, ingrediente principal del plato, introducido por los españoles en las etapas iniciales de la conquista al tiempo con el ganado vacuno, son los únicos aportes europeos a la gastronomía guajira tradicional. 364


Se utiliza siempre un chivo menor de cuatro meses para que no tenga almizcle. Se degüella y se recoge la sangre a la que se añade sal para vitar que es coagule. La carne se limpia, pela y despresa. 3 libras de carne de chivo (costillas, pierna, espaldilla) picada en trozos 1 libra de menudencias de chivo cocidas 2 tazas de sangre de chivo 6 dientes de ajo picados 3 cebollas cabezonas picadas 3 gajos de cebollín picado 12 ajíes dulces, mezclados verdes y rojos ½ taza de aceite Sal, pimienta y comino al gusto La carne de chivo se frota muy bien con abundante jugo de limón, se aliña con sal, pimienta y comino y se deja reposar media hora. Se frita en aceite caliente hasta que dore, se agregan las menudencias cocidas, picadas en trocitos; el ajo, las cebollas, cebollín y ajíes. Se sofritan a fuego medio durante diez minutos, se agrega la sangre y se termina de cocinar a fuego medio, revolviendo constantemente durante media hora. Este plato, como todos los de la cocina guajira lleva muy poca sal. Los guajiros, aunque poseen extensas salinas, la apetecen poco.

Viuda de carne salá Este es uno de los platos más antiguos del recetario costeño. La carne salada era la única forma que tenían de consumir carne los pobladores de las regiones apartadas de los hatos ganaderos y también de conservarla. Sus ingredientes 365


vegetales son los de una roza campesina primitiva y su forma de cocción con la hoja de bijao o plátano en fondo es de origen africano, al igual que la costumbre de servirlo con el guiso o mañungao por encima. 2 libras de carne salada 2 libras de yuca 2 libras de ñame 3 plátanos maduros sin pelar 3 plátanos verdes Este plato se prepara en una olla para cocinar al vapor. Pero la mejor forma es como se hacía antiguamente: en una olla de barro, atravesando unos palitos en el centro, cubiertos con una hoja de bijao, sobre la que se disponen los vegetales y, sobre éstos, la carne. Se le pone agua a la olla cuidando que no sobrepase los palitos, se tapa bien y se cocina a fuego vivo dos horas aproximadamente. Queda muy bueno si se acompaña con la siguiente salsa o mañungao: un puñado de ajíes dulces se sancochan en un poco de agua con sal para ablandarles el hollejo, pelarlos y quitarles las semillas. Se machacan bien y se hace un guiso con ellos, manteca de cerdo coloreada con achiote, sal, cebollín y ajo picados. Se revuelve frecuentemente para que no se pegue, y cuando los vegetales están blandos se baja del fuego, se le agrega un chorro de jugo de limón y un poco de ají picante si se desea.

Butifarras de Soledad Barranquilla y Soledad son como esas tías adorables que se criaron juntas pero que no se les puede preguntar cuál es la mayor, fueron vecinas toda la 366


vida ayudándose y compartiendo todo y hoy, llenas de hijos, juntaron las casa por el patio pero la vida gira alrededor de la más acomodada, Barranquilla en este caso. Comparten los mismos secretos de cocina aunque cada una tiene su especialidad. Soledad es famosa por sus butifarras. El popular padre Revollo, santo varón y personaje de muchas anécdotas de la primera mitad del siglo XX en las que se resaltaba su virilidad, calificó a las butifarras como “las mejores del mundo” y declaraba: “puedo impunemente comer las famosas butifarras de Soledad a cualquier hora del día o de la noche, vianda más sana y más exquisita que una longaniza cartagenera o un chorizo samario, o una morcilla antioqueña con pan de bono caucano, y aun superior a unos camarones cienagueros; y sin son adosadas al inseparable bollo de yuca, son más provocativas que una viuda momposina, unas muelas de cangrejo cartageneras, o a una sobrebarriga bogotana, y hasta rivaliza con los bocadillos veleños o arequipes de Magangué, o espejuelos de Mompox, y hasta con un pastel de arroz y gallina barranquillero”. Lo escribió en sus Memorias cuando tenía 80 años y vivió aún 12 más; para mayor asombro, declara que “debo mi fortaleza física y mis alientos” a su costumbre de tomar chocolate en “una jícara llena en el desayuno y al anochecer, y cuantas más veces se ofrezcan”. Habrá que ensayar la panacea de las butifarras con chocolate. 1 ½ libras de carne de res, o mezcladas de res y cerdo. ½ libra de tocino sin cuero 1 cucharadita de pimienta de olor 1 cucharada de pimienta negra molida ½ cucharadita de canela en polvo Tripa delgada de cerdo. Jugo de limón

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La tripa de cerdo, que debe ser seca, se limpia muy bien con agua y luego con jugo de limón. La carne debe estar sin grasa ni pellejos y el tocino picado en trocitos pequeños. Se muelen la carne y la mitad del tocino adobados con la sal y las especias; se amasa con los trocitos de tocino restantes hasta lograr una mezcla homogénea. Con ella se rellena la tripa formando bolitas que se amarran con pita de algodón para separarlas. Se cocinan en abundante agua hirviendo con un poco de sal durante un cuarto de hora. Cuando se sacan, se chuzan con una aguja o alfiler para sacarles el agua. Cuélguelas y déjelas secar. Quien haya ido a Barranquilla, sabe lo populares y sabrosas que son. Acompañadas de una tajada de bollo limpio son parte del carnaval y de las idas al estadio a ver jugar al Junior, gane o pierda. Todo barranquillero lleva a su equipo en el corazón con tanto amor, que el onceno es reconocido como “la querida de Barranquilla”.

Mote de queso Plato símbolo de Córdoba y Sucre, usual en Semana Santa y antiguamente en los días de vigilia, en los que estaba prohibido comer carne. Tiene algunas diferencias entre el preparado en Sucre y el de Córdoba. Receta básica: 1 libra de queso costeño duro 4 libras de ñame 4 dientes de ajo machacados 1 taza de cebolla picada, sofrita 3 cucharadas de suero atoyabuey 4 litros de agua 368


El ñame pelado se parte en pedazos medianos y se pone a cocinar en el agua a fuego medio-alto con el ajo, sin sal, revolviendo para que el ñame espese y no se pegue ni ahúme. Cuando el ñame está casi deshecho se agrega el queso desmenuzado, no cortado, y después que hierva un momento, se prueba la sal porque el queso puede ser más o menos salado, se le agrega el suero y se sirve con la cebolla sofrita por encima. En algunas casas se sirve sofrito en una fuente aparte para que cada comensal lo agregue a su gusto. En Córdoba cocinan 3 libras de ñame con 2 de yuca. Cuando esté espeso, le agregan el jugo de dos limones y un sofrito de cebolla y ajo machacado. Revuelven y agregan una libra de queso en trocitos, rectifican la sal, y en el momento de servir le agregan un chorro de suero atoyabuey.

Peto Sinceano 1 libra de maíz blanco o “de cabecita”. 2 litros de leche ¼ cucharadita de sal Azúcar y canela al gusto Se lava el maíz y se deja remojando en agua desde la víspera. La mañana siguiente se cocina en agua suficiente hasta que esté blando. Se le agrega la leche y el punto de sal y la raja de canela, se deja al fuego, moviéndolo hasta que espese y el maíz ablande completamente. Se endulza al gusto. Se sirve frío o, con más frecuencia, caliente. Numerosos vendedores ambulantes lo venden en las calles. Lo transportan en ollas sobre una hornilla de carbones encendidos para mantenerlo caliente.

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Guarapo Sanmarquero Receta de Augusto Amador Soto Según la Real academia de la Lengua, Guarapo es una bebida fermentada, hecha del jugo de la caña dulce. El guarapo San Marquero, una bebida refrescante, se prepara con miel de caña con un poco de maduración. Es originario del triángulo geográfico de “Tosnován”, la Sierpe y Rabón en el municipio de San Marcos, “la perla del San Jorge”. Allí, la familia Barreto Ricardo tenía una plantación de caña, y en el patio un pequeño trapiche de dos masas con una palanca larga, para moler. Producían la miel para el café, y el excedente se lo echaban a un “tambuco” de madera, de donde obtenían un “vino casero” llamado “Guarapo Sanmarquero”. En el puerto de “Los Chiqueros”, en pleno San Marcos, Zoraida Noya tenía una tienda y vendía un guarapo similar, el “Sangre elión”, derivado de Sangre de León. Era el resultado de siete latas de agua vaciadas en las pailas calientes de un trapiche, luego de pasar la miel hirviendo a los moldes de la panela. A los cinco días el “sangre elión” adquiría un bouquet que algunos comparaban al del vino europeo. Luego, Guarapito Villalobos, un futbolista magangueleño, vendía al lado del puesto de salud de San Marcos, un guarapo bastante parecido, “agarrador”, apreciado por la gente.

Guarapo costeño o aguaepanela con limón 1 litro de agua 1 panela partida en trozos El jugo de 5 limones, o mejor, de 2 naranjas agrias. Hielo suficiente

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Se deja disolver la panela en el agua, se le agrega el jugo de limón o de naranja agria, mucho hielo y se toma con mucha sed. Este guarapo lo venden helado en carritos en las calles. Cada vendedor se precia de que su receta es secreta.

Arroz con camarón seco Desde la época precolombina, los aborígenes de la costa Caribe colombiana conservaban los camarones salándolos y secándolos al sol. Los primeros españoles que llegaron al sitio donde se cree que hoy está Barranquilla, encontraron unas canoas con camarones secos que los indígenas tenían para comerciar. A mediados del siglo XX, recién construida la carretera BarranquillaCiénaga, era común ver pescadores vendiendo camarón seco en el puente “de la barra” cerca de Pueblo Viejo. Hoy, ese viejo puente de madera no existe, los camarones están escasos y los pescadores abandonaron su venta en el puente nuevo. En La Guajira lo preparan delicioso, el secreto esté en el uso de las conchas molidas y coladas como saborizante del agua en que se cocina el arroz. Al “cucayo” o pega del fondo del caldero lo llaman “parapalo” por las propiedades afrodisiacas que le atribuyen. 1 libra y media de camarones secos salados 1 libra y media de arroz 1 cebolla cabezona 1 rama de cebollín 4 tomates maduros 10 ajíes 6 cucharadas de manteca coloreada con achiote

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Los camarones se lavan en agua con un poco de sal para desalarlos, se escurren y se ponen a hervir en un poco de agua hasta que reviente el hervor. Se sacan, se pelan y se reservan aparte la carne y las conchas. Las conchas se muelen o licúan con el agua en que se cocinaron agregando más agua hasta completar 8 tazas, se cuela y se reserva. A fuego medio, se hace un guiso con la manteca, cebolla, cebollín, ajíes y tomate. Cuando el sofrito esté listo se le agregan los camarones pelados y el agua. Cuando hierva, se agrega el arroz lavado, se rectifica la sal y se deja cocinar destapado hasta cuando comience a secar o a hacer “ojos”, se tapa y se deja cocinar en fuego bajo hasta cuando el arroz abra el grano, aproximadamente 45 minutos. Para que de buen “cucayo”, la olla no se destapa durante la cocción ni se revuelve el arroz antes de que esté listo.

Bienmesabe de batata y coco Este dulce es uno de los más antiguos del recetario de dulces de la cocina cartagenera. Según leemos en el texto del libro, a los españoles les agradó el sabor de la batata, la confitaron y prepararon dulces para poderla conservar. La consideraron “digna de ser presentada a su cesárea majestad” el emperador Carlos V. Los esclavos africanos mejoraron la receta agregando leche de coco, los españoles acentuaron el sabor de la mezcla con canela y aquí está uno de los dulces más exquisitos: 1 libra y media de azúcar 1 libra y media de batata morada La leche de un coco Canela en raja

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Se cocinan, escurren y pelan las batatas. Se licúan con la leche de coco y se ciernen. La mezcla se lleva al fuego con el azúcar y la canela revolviendo con frecuencia para que no se pegue ni ahúme, hasta que tome consistencia.

Arepaehuevo 1 libra de maíz amarillo pilado 10 huevos 1 botella de aceite vegetal La noche anterior se remoja el maíz en agua. Al día siguiente, la mitad del maíz se cocina con agua suficiente en una olla presión durante 15 minutos. Se retira del fuego, se le agrega la otra mitad de maíz crudo, se deja reposar hasta que enfríe. Se muele y se amasa con un poco de sal hasta que esté suave. Se forman bolas que se aplanan dentro de un trozo de plástico, papel encerado u hoja de bijao para que queden de medio centímetro de espesor. Se fríen en bastante aceite muy caliente. Cuando se esponjen y suban a la superficie se dejan allí tres minutos antes de retirarlas con un cucharón con ojos. Con mucho cuidado, se abre una pequeña abertura lateral por donde se introduce el huevo crudo entero. La abertura se cierra de nuevo presionándola con un poco de masa cruda, se deslizan por un lado del caldero donde se cocinan a fuego medio hasta que estén doradas y el huevo cuaje. La variación cartagenera, conocida como empanada de huevo con picado o simplemente empanada de picado, se prepara con el mismo procedimiento. La diferencia consiste en que el huevo se introduce al tiempo que un poco de carne de cerdo molida, guisada con aliños. Antiguamente, en Cartagena.

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Revoltillo de moncholo ahumado Receta de Tere Piñeres Revoltillo llaman en Sucre y Córdoba a cualquier preparación de carne, pescado o vegetales revueltos con huevo y fritos en aceite. La particularidad consiste en que los huevos se agregan enteros, sin batir como para tortilla o pericos, al final de la preparación y se revuelven con los otros ingredientes ya en el fuego. El moncholo es un pescado de río, de color negro, más pequeño que el bocachico, que como este se consume fresco o seco y ahumado. 3 moncholos ahumados 1 cebolla cabezona mediana 1 rama de cebollín 3 dientes de ajo 2 tomates 1 cucharadita de comino 1 cucharada de vinagre 3 huevos Sal 2 cucharadas de aceite coloreado con achiote Los moncholos se remojan hasta que ablanden, luego se desmenuzan limpiándolos de espinas. En el aceite, se hace un sofrito con la cebolla, cebollín, ajo, tomate, comino y vinagre al que se agrega el moncholo desmenuzado. Se le agregan los huevos enteros y se revuelve bien hasta que esté todo bien mezclado y los huevos cuajados.

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Rundown de caracol y pescado Es el plato más representativo de la isla de San Andrés. Pertenece a la galería de los sancochos pero lleva ingredientes únicos como la fruta del árbol del pan y los dumplings que lo diferencia de sus parientes “continentales” y lo acerca más al ámbito de la cocina antillana de habla inglesa de quienes desciende. El origen de su nombre es incierto; algunos lo explican con el grito de llamado de las mujeres a sus maridos para que bajaran a almorzar: ¡run down!, ¡run down!; otros, creen verlo en el cuidado que hay que tener en su cocción para que los ingredientes no se vayan al fondo de la olla, “run down”, y se peguen. De todas maneras es un plato único, exclusivo, como toda la cocina del archipiélago. 2 libras de pescado de mar 2 libras de caracol pala 2 plátanos verdes, pelados y cortados a lo largo 1 libra de ñame, pelado y picado ½ libra de fruta del árbol del pan, pelada y picada 6 dumplings 2 litros de leche de coco 2 hojas de laurel Sal y pimienta al gusto Los dumplings se preparan con ½ libra de harina de trigo, 1 cucharada de mantequilla, ¼ de cucharada de polvo de hornear, ½ taza de leche de coco y un poco de sal. Se mezclan y amasan todos los ingredientes, formando rollitos que se le agregan a la sopa un poco antes de terminarla de preparar. Los dumplings son un acompañamiento originario del norte y centro de Europa, muy comunes en la cocina del Sur de los Estados Unidos y del Caribe de habla inglesa. 375


La carne de los caracoles se ablanda golpeándola con un mazo de cocina o una piedra. Luego, se cocinan en la leche del coco hasta terminar de ablandarlos. Se le agregan los plátanos, el ñame, la fruta del pan, el laurel, sal y pimienta. Se revuelve constantemente y cuando todo esté blando, se le agrega el pescado y los dumplings.

Bond, pan isleño 2 libras de harina de trigo 1 cucharada y media de levadura 2 cocos secos 3 cucharadas de mantequilla o margarina 1 cucharada y media de canela en polvo ½ taza de uvas pasas 3 tazas de azúcar ½ cucharadita de sal Se cierne la harina mezclada con la levadura. Se ralla el coco y se extraen dos tazas y media de leche, el bagazo se desecha. Se amasa la harina con la leche del coco, sal, azúcar y la mitad de la canela hasta lograr una masa elástica que se deja reposar 15 minutos antes de volverla a amasar. Se le incorporan las uvas pasas y se amasa en forma de cordón enrollado como un caracol. Se le espolvorea el resto de la canela y se lleva en una lata engrasada al horno precalentado a 350°F durante 40 minutos.

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INDICE

PRÓLOGO DE ÁLEX QUESSEP y JOHNNY MECA........................................5 CAPÍTULO I

UBICACIÓN GEOGRÁFICA...............................................9

CAPÍTULO II

PREHISTORIA..................................................................11

CAPÍTULO III El LITORAL CARIBE DURANTE LA INVASIÓN ESPAÑOLA............................................................25 CAPÍTULO IV FUSIÓN ALIMENTICIA DURANTE LOS PRIMEROS AÑOS DE CONQUISTA...........................................................49 CAPÍTULO V

El Siglo XVI LLEGA EL PLÁTANO .........................................85

CAPÍTULO VI

EL APORTE NEGRO A LA COCINA DEL CARIBE COLOMBIANO......................................................................135

CAPÍTULO VII LA COLONIA..........................................................................151 CAPÍTULO VIII EL SIGLO XIX EN EL LITORAL ATLÁNTICO......................203 CAPÍTULO IX

EL SIGLO XX..........................................................................287

EPÍLOGO............................................................................................................351 APÉNDICE DE RECETAS DE LA COSTA CARIBE COLOMBIANA..............353

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