■ Suplemento Cultural de La Jornada ■ Domingo 11 de septiembre de 2016 ■ Núm. 1123 ■ Directora General: Carmen Lira Saade ■ Director Fundador: Carlos Payán Velver
ELLAS TIENEN LA PALABRA: nuevas narradoras y ensayistas mexicanas
Elma CorrEa, IlEana Garza, EvE GIl, Ilallalí HErnándEz, IsabEl HIon, lorEl manzano, vanEssa TéllEz y GabrIEla TorrEs: BREVE MUESTRA DE JÓVENES AUTORAS NACIDAS EN LOS AÑOS OCHENTA
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Lorel Manzano Distrito Federal, 1981. Ganadora del Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2014 por el libro Acá pura matanza.
La lista es venturosamente larga: a las narradoras y ensayistas mexicanas contemporáneas que gozan de reconocimiento, comenzando por Elena Poniatowska y a la que siguen Margo Glantz, Carmen Boullosa, Bárbara Jacobs, Cristina Rivera Garza, Rosa Beltrán y Ana García Bergua, entre varias más, es preciso sumar los nombres de una gran cantidad de autoras que, no obstante haber sido publicadas y obtener premios literarios dentro y fuera del país, todavía son absurdamente desconocidas para la mayoría de los lectores. Los ensayos de Lorel Manzano y Eve Gil, los cuentos de Elma Correa, Ileana Garza, Ilallalí Hernández, Isabel Hion y Gabriela Téllez, y el fragmento de novela de Vanessa Téllez, son una muestra mínima pero ilustrativa de la fuerza y la calidad innegables de las nuevas voces en la narrativa y el ensayo mexicanos escritos por mujeres. Ellas tienen la palabra.
Comentarios y opiniones: jsemanal@jornada.com.mx
Carta al
Querido editor:
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ensará que estas líneas son la presentación de narrativa joven que le prometí. No es así. En realidad, son la confesión de un fracaso, razón por la cual he decidido escribirle de manera privada. Me tranquiliza pensar que mis inquietudes e impresiones quedaran sólo bajo su vista. Intentaré ser breve. Hace unos días me senté alegremente con los textos y el arsenal crítico que me permitiría hacer un esquema de la narrativa joven para señalar sus fallas, exaltar sus aciertos y recetar la cura. Por supuesto, el procedimiento me exigía denostar a unos para elogiar a otros. Es regla. Y como tal, da confianza. Por un momento contemplé la posibilidad de inventar una forma distinta de evaluar, pero me di cuenta de que debía elegir entre la denostación y el halago pasional. Me decanté por la primera opción, y para evitar que mis ideas se tambalearan, las apoyé en títulos y nombres respetabilísimos. Estaba por inaugurar una visión amplia de nuestras letras cuando me pregunté cuáles eran los puntos de encuentro entre estas narradoras jóvenes, procedentes de Mexicali, Mérida, Pachuca, Navolato, Monterrey. ¿Qué compartían? ¿Una actitud? ¿Una postura? Entonces las pensé paradas frente a la ventana, pero no en una postura contemplativa, tampoco candorosa. Todo lo contrario: están inconformes, han decidido narrar lo que ven en sus colonias y ciudades. Sus relatos se originan ahí, surgen en las calles familiares, en la realidad de nuestro moderno rancho nacional. En “Criminales” un encuentro fortuito deriva en un retrato con una acción mínima. Para Isabel Hion, ese cruce, el momento en que la voz narrativa se concentra en el otro, es una forma de hermanarse con los personajes de su barrio. Hion descubre las historias, apenas sugeridas, en las manos del exconvicto que vende flores en el mercado frente al panteón de Mezquitán. Recuerda aquel pueblo ubicado en “la mera punta del infierno” donde lo normal es hablar de ranflas, tambora y descabezados, y no de Gregor Samsa. También el personaje de Ilallalí Hernández Rodríguez se acerca a quienes pueblan las calles de su colonia, pero lo hace sólo hasta que Amapola muere. Antes lo desprecia y furibunda le desea la muerte desde su ventana. Ella también va y viene en la pequeña geografía del barrio, escucha las voces del vecindario, pero a diferencia de Hion, no pertenece a él, no se hermana con nadie, todo lo contrario: se descubre ajena, agriamente ajena. Mientras exhibe la distancia entre unos y otros, camina en otra realidad, la de quienes sólo desean un entierro digno. Asume una postura crítica frente a una clase social que desplaza, que no tiene idea de: “¿Cuánto cuesta la muerte?”, menos aún la de los pobres. …esos pobres que viven clasificando productos en el supermercado y son viejos, y caminan solos a casa pensando en la muerte. Un hombre, una mujer que recorre las calles de su vecindario sin reflexionar en quién inventó la pobreza, hundida en sus secretos, en la angustia que le ocasiona imaginarse descubierta. La prosa de Gabriela Torres esconde: como su personaje, se rehúsa a descubrir algo antes de tiempo; abruma con su tono frío, como abruman los Mural del artista gráfico Blu
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Portada: Creación y pensamientos femeninos Mural de Mark Samsonovich
La Jornada Semanal, suplemento semanal del periódico La Jornada, editado por Demos, Desarrollo de Medios, S.A. de CV; Av. Cuauhtémoc núm. 1236, colonia Santa Cruz Atoyac, CP 03310, Delegación Benito Juárez, México, DF, Tel. 9183 0300. Impreso por Imprenta de Medios, SA de CV, Av. Cuitláhuac núm. 3353, colonia Ampliación Cosmopolita, Azcapotzalco, México, DF, tel. 5355 6702, 5355 7794. Reserva al uso exclusivo del título La Jornada Semanal núm. 04-2003-081318015900-107, del 13 de agosto de 2003, otorgado por la Dirección General de Reserva de Derechos de Autor, INDAUTOR/SEP. Prohibida la reproducción parcial o total del contenido de esta publicación, por cualquier medio, sin permiso expreso de los editores. La redacción no responde por originales no solicitados ni sostiene correspondencia al respecto. Toda colaboración es responsabilidad de su autor. Títulos y subtítulos de la redacción.
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CUENTO
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editor
Perecedera
Gabriela Torres Monterrey, Nuevo León, 1982. Obtuvo el décimo Premio Nacional de Cuento Agustín Yáñez por su libro Prisioneros.
artículos, olores y sonidos de supermercado; nos aturde, como aturdido debe quedar un cerillito después de pasar el día entero separando tretrapacks de lo inclasificable. Otro personaje de acá a la vuelta, en quien pocos se fijan y pasa las mejores horas de su vejez en un lugar donde sólo se piensa en productos, dinero. Hion habla de la punta del infierno y Elma Correa explora cómo escapar del agujero, ¿servirán unas alas artificiales unidas con cera? ¡Magnífica idea! Y peligrosa: no hay que volar bajo ni muy alto. Rebelándose a la voz del padre, Ícaro se acerca cada vez más al sol que derretirá la cera de sus alas y Elma Correa juega con la fantasía del vuelo, la huida pírrica. Y también con sus personajes: los atrapa en un triángulo amoroso-sexual-gatuno, los obliga a volar con ácidos al agujero de la paranoia. La resaca da ilusiones. Absurdas. Porque absurda es la vida en el agujero donde el tiempo parece viciado, estancado. En la segunda línea de “Ícaro y los gatos”, el personaje apaga “el cigarrillo contra la ventana” y “las brasas diminutas, la pirotecnia insignificante” me obligan a cerrar los ojos. Ahí está la casa diminuta de Ileana Garma donde viven Madre, Margarita y Padre. En “La cena”, la pobreza, esta honda pobreza mexicana, se ha colado por las ventanas. Está dentro, en nuestros platos, en los gestos de nuestros padres. Y en la atmósfera opresiva que recrea Garma para mostrar el interior de nuestras casitas en serie. Allá, donde el viento agita “la maleza del fin del mundo”, es la orilla a donde por fin han llegado el progreso, la modernidad y la educación. Y ahora, ¿por qué no estamos contentos? ¿Por qué no celebramos los platos con comida insípida? ¿Los techos enanos como si fueran un regalo maravilloso, aunque inmerecido?. Las calles, el vecindario y los otros se han desdibujado: en casa, donde el techo “era bajo y las ventanas pequeñas”, habita una feminidad tan dolida que obliga a cerrar los ojos; dentro, la derrota es cotidiana e íntima. La pobreza recorre los textos de la muestra joven, oprime, provoca la sensación de estar atrapada en una tierra hostil, pobre, pequeña. Quizá, si viéramos de frente a las mujeres en la ventana, podríamos notar sus gestos un poco torcidos, la postura crítica de quien ha decidido escribir. La literatura ha abierto las puertas, es posible quejarse y explorarse a sí mismo como al otro. Las tragedias de lo ajeno están dentro y la ficción es una actitud de resistencia contra a la realidad. Ahora debo confesarle mi incapacidad para inaugurar una visión amplia de nuestra narrativa joven. Sé que en realidad nadie lo necesita, pero no abandono del todo la pretensión de señalar fallas, exaltar aciertos y recetar la cura. Quizá más adelante, con mejor ánimo, pueda calzar mis ideas. Por lo pronto, como una pequeña muestra, dejo en esta carta mis apreciaciones sobre cinco jóvenes escritoras frente a la ventana. Confío en que usted y sus lectores encontrarán en sus textos algo vivo e inquietante. Una narrativa capaz de desdoblar la realidad para incidir en ella
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Siempre suya.
Fuente. Facebook de la autora
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ogurt, queso y salchichas. Latas al fondo, lo delicado siempre arriba. En su rango de blandura las verduras las frutas; lo no comestible aparte. Pastillas de lejía, aromatizante en gel, vela de sanjuditas, colorante de zapatos. El pan no necesita otra bolsa, tampoco los productos de complejas dimensiones. Clasificar el mandado es un oficio de neurosis (aunque haya orfandades de campo semántico). Coreografiar con la cajera, envolver en tetris y, simultánea, exitosa, finalizar cuando el total de compras aparece en la pantalla. Acercar los manubrios del carrito: que tenga usted un excelente día. La Güera sueña similitudes y antinomias. Forma, color, profundidad y distancia. Familias. Lo que se acerca. Lo que se aleja. La palidez en las hojas de un fresno: circunstancial clorofila. Circunstancial es la herrumbre de anoréxicas monedas; la evolución de los baches o su reclamo silencioso al artificio; ahora son once entre el supermercado y su casa (o donde termina el asfalto, pues todo es un bache más allá del pavimento). Sabe cuántos escalones tiene la escalera eléctrica porque alguna vez a una clienta se le quebró el esmalte de uñas y bermellón fue el percance y el pretexto. Las quincenas son un reto, la gente compra las cosas más inclasificables cuando tienen dinero. La Güera intuye rutinas en los rostros y en sus gestos la propina. No le hace falta un reloj al adivinar la hora, ni ver las noticias para presagiar tormentas. El papel higiénico de cuatrocientas hojas, en realidad tiene cuatrocientas cinco. Jerarquía de la tarja: vasos y tazas no son lo mismo, las cucharas se lavan antes que los platos. Cocer frijol sólo existe por el placer de limpiarlo. Todo paisaje es de selección y descarte. Ha tenido el mismo trabajo desde que los supermercados emplearon adultos mayores en la empaquetación de mercancía. Y ha visto a otros colegas enfermarse o morir o claudicar (algunos por presiones familiares, otros por convicción) e incluso ser despedidos, mientras ella separa y envuelve, acerca carritos, instruye a los nuevos con la certeza de que el día se convierte en noche y viceversa y viceversa y viceversa. Se levanta siempre a la misma hora para remojar esa tierra compactada que simula una banqueta, aunque sólo termina de despertarse hasta que la presión del primer chorro de agua helada le desparrama el cabello. Todos los días. Desayuna té de boldo y un plato de avena. Y antes de encaminarse rumbo al supermercado, se persigna con un par de píldoras que traga sin agua. Y se marcha con la seguridad de dejar tras de sí una puerta bien cerrada, nunca abierta, nunca duda. Todo frasco alberga un hueco. Una trampa para cazar el silencio y contemplarlo de cristal. No es una colección de frascos vacíos en la repisa (es compostar el viento). Camina, más despacio. Cada vez más tiempo lo que depende de ella: gestionar la fisiocracia y pensar que pese a todo. Todo. Todo arreglado. Ropa, ambulancia, funeraria, terreno y ataúd. Pagos semanales. Jamás retrasados. Cada viernes a granel sin falta un fin. Controlar es un oficio de uniforme almidonado. Imedia rubio oscuro cenizo 6.1 en las raíces o la lealtad a un mote que devuelve una sonrisa cada que alguien lo menciona. No la eficiente parsimonia de separar el mandado y clasificarlo en bolsas, o ese braille que valora las monedas al pasear las yemas por altorrelieves sin sacarlas del mandil, o las pupilas más pardas y espesas de calvicie en las pestañas que cotejan en los otros una vida, sus rutinas o ese gracias por inercia muchas veces, no: ni una pista de fisura, sigue
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ningún nada. Sí lo susceptible del semblante (setenta y tantos hacen estragos pese a que aparente menos), pero no lo otro. Su preferencia del blanco esmaltado en un ataúd de asas de cobre, el mármol negro acuñado con sobria tipografía, no un nicho sino una simétrica cruz al centro, en medio de un par de floreros cúbicos, área de jardín poco transitada para que no se cuestione el descuido, para que menos esa compasión famélica de vertical transeúnte. Y la muerte. Aunque siempre, la verdadera planeación comenzó hace diez años, tras un accidente del que sólo recuerda el tubular sonido de la camilla que se desdobla para trasladar un cuerpo: el suyo. Volver en sí cuando el paramédico afloja las prendas que presionan hinchazón y con sorpresa descubrirse maniatada, fijo el cuello. No pregunta por su bolsa ni por otras pertenencias, sólo pide casi ruega que no se le quite la ropa. El joven dice que la ropa no se quita si no obstruye. Nada. Salvo cuatro puntos en el cráneo, un desinflamatorio muscular y la promesa de ir con su médico de cabecera, esa misma tarde, para las radiografías. Nada, salvo la certeza de su fragilidad y una azarosa muerte. Nada, salvo la idea de su cuerpo y los guantes de látex que lo desnudan. Nada, salvo ese miedo añoso y macerado de ser inclasificable, de su cuerpo que, sin vida, sigue errante, plancha en plancha como ejemplo. Una bolsa sola, una bolsa entera para esto que no cabe en otras bolsas. Esta vida sola, una vida entera. No es su culpa, ella lo sabe. Fueron, siempre han sido circunstancias, lo que no se domestica lo que a pesar de nosotros; lo que no puede acumularse en la repisa para decir que este viento. Tal vez la poca educación, quizá fue el miedo, la vergüenza, economía y luego el tiempo, la burocracia de un nombre, su identidad: circunstancias. Cuando lo único que se busca es llegar a casa y ver televisión y ser así para siempre: así para siempre y obtener melanina en la pantalla. No limpiar las gotitas de su orina sobre la taza del baño, ni comprar un jabón neutro, ni cambiar morralla
Todo frasco alberga un hueco. Una trampa para cazar el silencio y contemplarlo de cristal. No es una colección de frascos vacíos en la repisa (es compostar el viento).
Mural de Etam Cru, 2013, Richmond, EU
por billete, uno solo que no pesa lo mismo y no se oxida y es más frágil. No buscar el oxímoron un médico de confianza para que llene espacios vacíos en el acta de su muerte. No tener que contarle, a esta edad, cómo es que oculta una erección. Pero lo hizo. Tuvo que. Comprar un solo género porque no hay un alvéolo para el hermafroditismo en las actas de defunción. Confiar en la cabalidad del médico que en una hoja futura marque femenino y sentencie causas naturales. Pagos semanales en billetes que fueron muchas monedas, muchas gracias, muchas veces (por la abstracción de un deseo). Disciplina los medios un solo fin cada mañana: té de boldo y un plato de avena. Dos píldoras hasta que un día (o una noche) este deceso fraude lo natural de la selección sin que el mundo se colapse y siga asido a sus dinámicas de permanencia. La Güera lo ha cubierto casi todo, sigue pagando el terreno de panteón, aun el generoso descuento de mensualidades por adelantado. Pudo haber sido más barato, sí, pudo, por ejemplo, atender el consejo del médico que, por piedad o programa, le habló de los inconmensurables beneficios de la cremación. Pero en el hábitat de las incertidumbres, pagaría lo que fuera a quien fuera por la añeja ilusión de su única certeza bajo tierra. La Güera sabe cuántos días, cuánto dinero, cuántas bolsas y sonrisas. Cuántas veces envolver el contenido de una fiesta, lo necesario para la carne asada y los ingredientes que se utilizan para llenar estómagos una semana; las recetas que llevarán a cabo una excepción, un momento, los deseos, necesidades, las ideas de una existencia y los problemas de la misma en el carrito de su compra. La Güera sabe que a veces la carne y los lácteos van en una sola bolsa, a no ser que los lácteos tengan presentación tetrapack, pues este tipo de conservación ensancha su campo semántico y pueden ir con los productos enlatados o con otros artículos que no son perecederos
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Ileana Garma
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Mérida, Yucatán, 1985. Ganadora del Premio Nacional de Poesía Charles Bukowski 2008, entre otros reconocimientos.
Lacena RELATO Fuente. Twetter de la autora
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o puedo concentrarme... No comas tan rápido. Margarita terminaba una rebanada de pastel mientras, en la casa, se instalaba el silencio. Su barrio era uno de esos barrios recién construidos, donde las casas son idénticas entre sí y el pasto en los jardines apenas comienza a crecer. No hay árboles y no hay pájaros. Y al final de la calle, el fin del mundo; monte y atardecer. Madre trabajaba en la mesa. Una página y luego otra y otra. La casa era minúscula y en la mesa para cuatro las libretas de Madre y Margarita lo ocupaban todo. –No entiendo por qué tienes que comer mientras haces la tarea. Madre hablaba sin levantar los ojos de sus apuntes, con el marcador rojo en la mano y el ceño fruncido. El techo de aquel lugar era bajo y las ventanas pequeñas, apenas circulaba el aire. Madre tenía la frente húmeda, perlada. Margarita terminó el pastel pero no abría las libretas. A esa hora del día, Madre acababa de llegar del colegio. –Hija, ¿recuerdas lo que te dijo el doctor?, ¿lo recuerdas?.. Padre estaba en el cuarto, leía sobre la cama. Le gustaba silbar bajito mientras trabajaba también en sus apuntes. El sol, casi apagado, estaba saliendo de su habitación. Fue en el comedor donde llegó primero la noche. Debajo de las sillas y de los muebles. Lo insectos se daban cuenta. Luego en los pasillos y en la cocina, que también era un pasillo. Madre tomó los papeles y se dirigió a su recámara. Empujó la puerta con el hombro y dejó caer las cosas sobre la cama. Padre dejó de silbar. –¿No puedes terminar de trabajar en la...? –Cuando lleguen los exámenes estas tareas no van a servir de nada, todo esto es inútil y yo... –Quiero sólo quiero terminar de leer esto. Era una habitación nueva, pequeña y nueva, blanca y nueva, aún sin adornos, sin marcas, sólo paredes que nada decían, un poco pálidas por la partida del sol. –¿Enciendo la luz? Padre volvió a silbar. En una caja del rincón descansaban los viejos cuadros con bordes de madera, un poco descuidados, que mostraban a la pareja el día de la boda, en el bautizo de la hija, en las vacaciones en la playa. Padre aún llevaba la corbata. Sus zapatos parecían acabados de lustrar. Silbaba y entrecerraba los ojos
para seguir leyendo, a causa de la falta de luz. El viento, que el largo día había vuelto cálido, comenzó a mover la cortina. Padre silbaba en la penumbra, pausadamente, cansado. Madre tomó sus papeles de la cama y los acomodó en la mesilla de luz. Ahora no hacía más que mirar la pared y golpear su pierna derecha con el marcador, una y otra vez; cerró los ojos. –Deja de hacer ruido –dijo Padre. –Cuando tú. –Deja de hacer ruido. Madre regresó a la mesa para cuatro. Era una mesa de madera oscura, cubierta por un plástico transparente para evitar su deterioro. Margarita se miraba en un espejo, había un par de platos sucios a su lado y otro lleno de galletas de vainilla con relleno de fresa. –Recoge esos platos y ve a lavarlos. Recoge esos platos y te acuestas. ¿Terminaste, verdad? Ya es tarde. –Ma... –Lleva esos platos a la cocina. –Eso estoy… –¿Qué te pasa? –¿No se puede trabajar en esta casa? –gritó Padre. Margarita entró a la cocina mientras Madre tomaba el espejo. Margarita regresó a la mesa con pastelitos de chocolate. –Me faltan unos problemas de álgebra. Mientras comía, algunas migajas caían sobre su libreta y se detenía, sacudía la libreta sobre el suelo y seguía comiendo sin tomar el lápiz. Era un suelo brillante, mosaicos blancos y baratos. Madre estaba frente a ella, mirando las migajas de pastel de chocolate sobre los mosaicos limpios, nuevos, vulgares. –Haz la tarea. –Mamá, quiero... –Haz la tarea. –Quiero... –Es la última vez que te lo digo, deja de comer y termina tu tarea. – ¡Mamá! –¿Qué te está pasando? –dijo Madre golpeando el borde de la mesa con las dos manos– ¿Qué demonios te está pasando? Madre tomó de nuevo sus cosas y se retiró a la habitación. El techo era más bajo, las paredes querían tocarse. Margarita cerró el cuaderno de matemáticas. Madre entró en la habitación, Padre aún llevaba los zapatos que parecían acabados de lustrar. Estaba sa-
cando calcetines de un cajón y los colocaba en una maleta casi llena. La oscuridad había llegado también a aquel sitio y Madre pudo ver el sudor en la frente de Padre, en los parpados, en la comisura de sus labios. –¿Saldrás mañana de comisión? –Ya basta. Madre echó sus papeles en la cama. –No dejes de... –No me digas lo que tengo que hacer. –Lárgate... lárgate ya. Cuando Madre salió del cuarto, la casa se encontraba en completa oscuridad. Quiso ir hasta la cocina por un vaso de agua pero en el comedor vio a Margarita dormida sobre la mesa. Le acarició el rostro, tenía la temperatura un poco alta. –Despierta, vamos a cenar. Margarita no abrió los ojos. –Vamos a cenar, repitió Madre con más fuerza. A Madre se le helaron las manos cuando vio la manera en que su hija la miraba. –Vamos, levántate, ¿a dónde quieres ir? Marga no contestó –¿A dónde quieres ir?, dime. –A ningún lado. Madre caminó a la cocina, que era un pasillo donde sólo una persona podía permanecer a la vez. Abrió el refrigerador. La casa, en aquel barrio de casas de juguete, diminuta, recién pintada, estaba en penumbras. El viento agitaba la maleza del fin del mundo. Madre prendió la estufa, puso un sartén con aceite, echó dos salchichas y comenzó a freírlas. Margarita se levantó y fue por un par de platos, le dolía el estómago, tenía ganas de vomitar. Madre llevó el sartén con las salchichas al comedor y colocó una en cada plato. Su hija miró la salchicha, la sostuvo con el tenedor, la dejó de nuevo en el plato, sintió que el aire se colaba por la ventana y se estremeció. Madre cortó en pequeños pedazos su salchicha. Las dos comieron sin decirse nada, lentamente. Las salchichas no estaban bien cocidas, eran insípidas, aceitosas. Afuera el viento giraba como un tigre hambriento. Margarita tomó el espejo para mirarse. –Mamá, ¿a dónde? –Come, tienes que cenar. Antes de que Marga terminara de comer, Madre se levantó y se dirigió a su recámara. Estaba cansadísima y al día siguiente tendría que levantarse temprano para llegar al colegio. Margarita cerró los ojos y durmió sobre la mesa
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Elma Correa Mexicali, Baja California, 1983. Desde 2008 coordina el Encuentro Nacional de Literatura “Tiempo de Literatura MXL”.
Fuente. Facebook de la autora
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odo es acerca del maldito gato. Mientras habla, nervioso y repetitivo, Milo sacude el pelo imaginario de su ropa. Apago el cigarrillo contra la ventana. Las brasas diminutas, la pirotecnia insignificante. “¿Quieres dejar de envenenarme con ese cáncer que no me corresponde?” El chillido de Milo es lamentable. Reímos, pero él no relaja el tono indignado. “Primero pensé que era alergia al estúpido animal hasta que busqué los síntomas”, Milo hace una pausa y me mira fijo concentrando en una palabra toda su aflicción. “Asma”. Conozco a Milo desde la escuela secundaria y a los trece era hipocondriaco. Pero el asunto del gato ya dejó de tener gracia y se acerca peligrosamente a la paranoia. “Nos controla su presencia tiránica. Ese dictador no se conforma con la casa, con los espacios domésticos, nos quiere a nosotros.” Usa el plural porque también se trata de Liv. Si mi teléfono suena y no es Milo asegurando que la sombra del gato lo amenaza, entonces es Liv pidiendo ayuda en la toma de decisiones cruciales. ¿Un rascador musical con sonidos diseñados especialmente para el oído felino? ¿O una placa con chip rastreable que repita nombre y dirección del minino a los extraños? Los tres sabemos quién tiene la culpa de este desastre, porque cuando Milo bebe se transforma en un absoluto cretino. Hace dos semanas nos arrastró a un karaoke familiar, donde persiguió a unas adolescentes, y antes de ser golpeado por el tío de una de las jovencitas, orinó en una jarra y dedicó a Liv una penosa y humillante interpretación de She’s Lost Control que aludía a su aborto reciente: “she’s lost birth control again”. Liv quería al bebé pero Milo la convenció de esperar, y aunque no lo aceptará nunca, la acusa en secreto por haberlo obedecido. Lo del karaoke acabó a la mañana siguiente con Milo desmayado en la cocina, y conmigo y Liv desnudos en la sala, sin entender cómo habíamos terminado así ni cómo habíamos subido seis pisos con el bulto de Milo. La resaca me dio ilusiones. Pensé que me quedaba con Liv, Milo se mudaba a mi departamento y la amistad de los tres, sin mella. No contaba con el gato. Aparecer con un gatito para Liv era mucho más que una disculpa. Era una promesa. Pero el nuevo principio que significó el gato, sólo fue bueno hasta que la suspicacia de Milo comenzó a crecer con una intensidad proporcional a la obsesión de Liv. “No confío en su ronroneo”, dice Milo, en el colmo de la neurosis, “es como si se pusiera en modo de auto recarga de maldad. Inmóvil, diabólico con las orejas erguidas como cuernos”. Milo sigue y sigue con el gato pero ya no lo escucho. Guardo silencio y me pongo cómodo para pensar en Liv.
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iv lleva una estúpida diadema con dos pequeñas orejas puntiagudas que le agrega varios cromosomas a su aspecto. La diadema actúa en sus glándulas salivales provocando que Liv moje la alfombra de sialorrea. El gato se frota primero en la mancha de humedad y después en los muslos abiertos de Liv. Los dos gimen. Acelero las embestidas. Liv empuja la cadera hacia adelante y siento que algo cede. Que algo dentro de ella se abre y continua abriéndose para mí permitiendo que vaya cada vez más profundo. El gato maúlla. Hace unos minutos que Liv se ha ido con el gato en una tonta jaula rosa. Aún escucho los cariños agudos y aniñados que le hace al bicho cuando tocan a mi puerta. Los golpes son desesperados. Oh, Dios. Tenía que ocurrir: es Milo. Me resigno a verlo entrar con el cabello de Liv en un puño y con un arma para aliviar su honor en el otro. La llamará zorra, me acusará de traidor, y yo, sucio y rastrero, recurriré a nuestras viejas historias para salvar mi pellejo de comadreja. “Tienes que ayudarme a convencer a Liv.” Está tratando de sonar menos psicótico y mantener su discurso imposible en el terreno de lo real. “Sé de casos de mascotas que enloquecen y atacan a sus dueños en mitad de la noche. A Liv la ciega una ternura enfermiza. No ve lo que yo veo.” Se lleva un inhalador a la boca y aspira dos, tres veces, sólo entonces deja de temblar. “Dónde conseguiste que te diagnosticaran lo que no tienes.” Me bombardea con justificaciones: “En un consultorio genérico. Esos médicos están comprometidos con el juramento hipocrático, pero son infravalorados por el sistema que permite que un universitario cobre 25 pesos por recetar desenfrioles…” Debería decirle que Liv y yo preferimos que se emborrache, pero tanto ardor sólo significa una cosa, así que le pregunto: “¿Quién es la chica?”
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a repartidora de inhaladores era también la dueña del nombre más cursi: Joselí. La doctora Joselí era en realidad pasante de medicina y lo que hacía en esa sospechosa farmacia era en realidad algún tipo de servicio social. Pero la pseudo doctora no es importante por haberse tirado a Milo ni por haberle dado un inhalador homeopático. Su participación en esto tiene que ver con la historia de la torre. Ella se la contó a Milo y no es casualidad que por esas fechas sus terrores nocturnos se intensificaran. Sí, el gato era extraño. Caprichoso, insoportable, agresivo. Su Majestad Jodida Bola de Pelos del Reino de la Toxoplasmosis. Comía lo que quería y defecaba donde le daban ganas. El olor, la vocecita de subnormal que le adjudicaba Liv y los ojos del cabrón, dos puntos brillantes con vida propia que aparecían donde fuera, sacaban de quicio al más centrado.
Y sí, el de los ácidos en el inhalador fui yo. Pero los puse en un intento de buena voluntad para resarcir la fobia de Milo. Y si bien es cierto que no resultó como esperaba, y de hecho, resultó bastante distinto negativamente hablando, también es verdad que los cuentos de la tal Joselí tampoco ayudaron en nada al sistema nervioso central de mi amigo.
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espierto sobre un montón de paja. Llevo un disfraz de idiota que me pica. Apesto. Busco el interruptor pero han cortado la electricidad. Su-
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gatos pongo que otra vez no pagué los recibos y como si fuera lo más natural, enciendo una antorcha. Afuera hay barullo como de fiesta. Es una especie de carnaval con enanos que tocan guitarritas y mujeres de tetas enormes que no se molestan si las manosean. Alguien regala degustaciones de vino. Voy a la fila y me siento más cómodo cuando descubro que no soy el único que huele a mierda. Lo siguiente pasa tan rápido que uno menos listo no se hubiera enterado de nada. Algún bromista tiene la fabulosa idea de sacar un susto a los presentes yendo Eugenia Loli, High Cat. Fuente: Flickr (cc ) foxvermont, Mujer y gato gigante, 2010. Fuente: flickr
a tocar sin aviso el campanario. El estruendo es rompe tímpanos y el respetable poco civilizado. Entre el griterío y la corredera, alcanzo a dar cuenta de la barrica. Entonces empiezan a caer. Primero el chillido y luego el golpe sordo del impacto que los revienta. Con la hoguera, esto amenaza con salirse oficialmente de control, pero la luz siempre se agradece y ahora puedo ver. Arriba, en lo alto de la torre, Milo está hecho un maniático. Él y otros que sólo pueden ser sus compañeros del pabellón de psiquiatría están lanzando gatitos. Milo los toma por la cola, los estrella en la pared y los arroja al fuego. No soy capaz de describir el grito de los animales quemándose vivos. Veo a Liv, histérica, sollozante, abrazando gatos que Milo le arrebata vicioso de sangre. Para subir me interno en la masacre: los gatos se defienden como pueden, sacan ojos, arrancan narices, dedos. Cerca de Milo la carnicería es más cruenta. Liv llora. Me arrastro entre tripas y otros restos de gato para alcanzarla. Los viajes de ácido de común son absurdos. Pero éste es asqueroso. Estamos en Ypres. En el año del Señor 1236. Puta Bélgica, puta Edad Media. Pensé que no entendía el inglés de la fiesta porque estaba borracho. El caso es que Liv prepara una composta de plumas de gallina y cera derretida. Aunque Milo está empeñado en no dejar sobrevivientes quedan unos cuantos gatitos. Liv toma un par que tirita de miedo. Los tranquiliza con sus manos diminutas y pone la resina dulcemente sobre sus lomos. Milo, mi cerdo examigo medieval, arrastra a Liv a la orilla de la torre. En la plaza, alrededor de la hoguera, el enardecimiento del crimen dio paso a otro enardecimiento y ahora están en plan de orgía repugnante. Pienso que a nadie se le pondría dura pero también pienso que Milo ya ha demostrado ser capaz de cualquier porquería. Me hundo en un lodazal de vísceras de gato. Liv maúlla bajo los puños cobardes de Milo sin que pueda ayudarla, pero los gatitos consiguen arañarlo con sus garritas y hacen que pierda el equilibro. Liv sonríe. Se abraza al malvado Milo y se arroja al vacío obligándolo a caer.
Antes de ahogarme por completo puedo ver a los gatitos elevarse. Los veo batir las alas confeccionadas por la tenacidad de Liv. Sí, los gatitos vuelan y se escapan maullando hacia el cielo de la noche.
H
ace días que Liv no me responde. Insisto porque es hora de arreglar lo nuestro y de que Milo resuelva sus problemas con el gato. Repito la monótona grabación de la compañía telefónica. Cierro los ojos y ahí está, con la boba corona de orejas. Es Liv acariciando las alas del gatito.
C
ontesto el teléfono. Mi decepción entusiasma a Milo, lo anima. Por dos segundos siento que ha vuelto, pero de inmediato noto que está frenético más que entusiasmado. Es obvio que Milo cruzó al territorio de la enajenación. “La encontré amamantando a ese puerco. A ese monstruoso hijo de puta.” Aspira ruidosamente el inhalador. “No debí convencerla de hacer aquello, ella no quería hacerlo, ¿recuerdas? Ella quería un bebé de verdad y ahora la volví loca.” Creo que Milo llora. Nos callamos un rato muy largo. No puedo evitar la imagen de Liv, la loca, ofreciendo sus senos sin leche a los gatitos. Milo carraspea y dice algo incomprensible. Cuelga. Los gatitos revolotean alrededor de Liv.
S
ubo los seis pisos. La puerta está abierta y no hay nadie en las habitaciones. Cruzo la estancia para llegar a la azotea. De la calle proviene el rumor de un auto que frena. Derrapa. Hay metal torcido, hay gritos, hay cláxones. Después, sirenas. Milo observa el lejano abajo parado sobre la cornisa. Distingo en su mano la diadema de Liv. Separo los labios para llamarlo y un maullido tímido, como una queja, resuena entre nosotros. Milo se estremece cuando responde el eco con un lamento breve y entrecortado. El gato, moribundo, se frota contra mis pies
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Eve Gil Hermosillo, Sonora, 1968. Narradora, ensayista y periodista cultural. Es autora, entre muchos otros títulos, de Hombres necios y Sueños de Lot.
DE PROMESAS Y OTRAS NOVEDADES
E
n nuestro medio las escritoras son, casi siempre, hallazgos tardíos que llevan toda una vida puliendo su escritura. Los resultados de la más reciente promoción de becarios del Sistema Nacional de Creadores reflejan su virtual ausencia de la literatura mexicana de principios del siglo xxi : 81.4 por ciento de los beneficiados son varones y sólo 18.6, mujeres. En la categoría de Ensayo figura una sola mujer: Tedi López Mills, contra seis hombres. Y una vez más circula en las redes sociales la pe regrina conjetura de que el género ensayístico es “masculino” por excelencia, y se mencionan repetitivamente a dos cultoras del mismo: Valeria Luiselli y Vivian Abenshushan, como las únicas. Entre los ganadores de los premios convocados para autores menores de treinta y cinco años por la revista Tierra Adentro, nos topamos con que el José Vasconcelos 2015 de ensayo –cuyo jurado encabezó la mencionada Luiselli– lo obtuvo una crítica de arte de treinta y cuatro años llamada Yunuen Díaz, con un ensayo sobre fotografía, con un enfoque socio-antropológico muy a cuento con el relevante espacio que ocupa el retrato en la cotidianidad postmoderna. Yunuen es tan buena en lo que hace como Luiselli… pero Yunuen no es hija de un exembajador, ni cónyuge de un escritor afamado, elementos extracurriculares que tanto contribuyen a bordar leyendas…eso sí: no se atreva nadie a sugerir que ella es superior a su brillante esposo. Notables ensayistas de nuevo cuño, en una época en que el ensayo tiene más exponentes del sexo femenino que nunca: las también narradoras Mayra Luna, Magali Velasco Vargas, Liliana Pedroza y Gabriela Damián Miravate; la también poeta Mónica Nepote y las exclusivamente ensayistas –o que se han dado a conocer con este género– Iliana Olmedo, Karla Montalvo, Brenda Ríos y la muy lúdica, influenciada por Enrique Vila Matas, Karla Olvera Villegas, ganadora asimismo del José Vasconcelos en 2011; Cristina Rivera Garza ha incursionado en el ensayo con igual –o mayor– fortuna que en la narrativa; María Eugenia Merino recién ha publicado una mixtura entrañable de memoria y ensayo, Carson y yo en Nueva York ( uam , Unidad Xochimilco, colección Gato Encerrado, México, 2015), donde, estupefacta tras el desastre del 09/11, inicia un tête a tête con el fantasma y los libros de la gran Carson McCullers. Por no hablar de autoras de generaciones anteriores, cuya mención debiera ser obvia y no lo es: Margo Glantz, Angelina Muñiz Huberman, Fabienne Bradu, o la filósofa de la bioética, Juliana González Valenzuela. Hablemos de narradoras, algo en lo que pensé mucho cuando apareció la selección oficialista de los mejores escritores mexicanos menores de cuarenta años, Palabras mayores (Malpaso Ediciones, 2015), realizada
HAN SIDO IGNORADAS POR LA CRÍTICA OMNIPOTENTE. M
por Juan Villoro, Guadalupe Nettel y Cristina Rivera Garza, con manifiesta intención de equidad de género. Mientras apenas puse reparo a los varones elegidos, encontré muy cuestionables a las mujeres, entre las cuales sólo rescaté a (otra vez) Valeria Luiselli, Ximena Sánchez Echenique, Nadia Villafuerte y Fernanda Melchor. Las demás, o carecían de trayectoria, o de un talento excepcional que justificara la distinción. Pensé entonces en Liliana V . Blum, cuya ausencia objeté también en una antología previa a ésta, Grandes Hits Vol. i, de escritores nacidos en los años setenta, compilada por Tryno Maldonado (Almadía, 2008), pese a efectuarse bajo un enfoque mucho más democrático, abarcando juicio y voto de muy diversos especialistas literarios, entre los que me cuento. Liliana, parodiando un poco a los organizadores de la FiL de Guadalajara que cada año designan a los veinticinco secretos mejor guardados de América Latina, era “de los secretos mejor guardados de la literatura mexicana”, hasta que Tusquets publicó su inquietante novela Pandora (2015), que aborda la práctica del feederism (pasión por alimentar y engordar a una persona obesa), a través de la relación romántico-fetichista entre un apuesto ginecólogo –con esposa anoréxica–, y una joven obesa, la Pandora que se impregna de las plagas del mundo contemporáneo. Igual eché de menos a Gisela Leal, la más joven autora publicada por Alfaguara. A los veinticuatro años, en 2012, debutó con una novela de sórdido contenido pero magníficamente desarrollada, El club de los abandonados, y casi en seguida superó la hazaña con El maravilloso y trágico arte de morir de amor (Alfaguara, 2015), de lúdico espíritu que me atrevo a equiparar con la Rayuela, de Cortázar. Ausencias notorias en Palabras mayores, las de Gabriela Jaurégui y Orfa Alarcón, nacidas ambas en 1979. Jaurégui publicó un extraño y sublime primer libro de relatos, La memoria de las cosas (Sexto Piso, México, 2015), en que, inspirada en el exquisito poeta francés Francis Ponge y en la tradición renacentista, dota de “libre albedrío” (palabras) a los objetos y a los animales, mientras que en su novela Perra brava (Planeta, 2010), Alarcón desbarata el entronizado mundo del narco al hacer irrumpir una visión femenina; la de la novia del traficante. Otras, que igualan o superan, tanto en talento como en trayectoria, a las apuestas de la multicitada antología, son Judith Castañeda e Iris García Cuevas. Ambas tienen en común, además de ser poblanas por
adopción y ostentar una escritura pulcra y estilizada, una visión hipercrítica de la sociedad. La primera enfatiza bretes socioculturales como el racismo (contra indígenas o negros) y la discriminación en general; la segunda, asuntos directa o indirectamente relacionados con la violencia de género. Conservando dicho enfoque, García Cuevas ha bregado satisfactoriamente en la novela negra con 36 toneladas (Ediciones b , 2011). Consideremos también a las sonorenses Cristina Rascón y Claudia Reina. Rascón ha pasado parte de su vida fuera de México, particularmente en Japón y en Austria, y sus relatos son resultado de una percepción dilatada, casi extranjera de la frontera norte de México. Reina publicó una muy beckettiana novela, La visita del señor Morhl (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2012). Si bien ha ganado diversos premios nacionales de novela y cuento, se mantiene muy activa pero apartada de la arena cultural. Aunque llegó a destiempo para ser considerada para Palabras mayores, la poblana Aura Xilonen empezó a escribir una muy madura novela, Campeón gabacho a los dieciséis años, misma con la que obtuvo el i Premio Mauricio Achar 2015, concedido por Penguin Random House, a los diecinueve. Estudiante de cine, piensa dirigir ella misma la adaptación cinematográfica de su obra.
DE MAYORES, AUTOGESTIVAS, EXILIADAS Y OTRAS PERIFERIAS
L
as hay que, superados los cuarenta, igual son dignas de figurar en un recuento de gran literatura mexicana contemporánea. Empiezo por Patricia Laurent Kullick (Tamaulipas, 1962), quien pertenece a la misma generación de reconocidas autoras como Rivera Garza, Ana García Bergua, Rosa Beltrán y Ana Clavel. Hubo un momento en que temí que, como Juan Rulfo o Josefina Vicens, Laurent Kullick pasara a la posteridad como autora de una sola joya literaria, El camino de Santiago (publicada en 1999 por editorial Era y reeditada en 2015 por Tusquets), dado el profundo silencio que pareció engullirla durante dieciséis años… hasta que retornó con otra impecable novela breve, La giganta (Tusquets, 2015) que refrenda su sitio de honor en las letras mexicanas. La giganta cuestiona la imagen materna, tan tierna como brutal; tan acechante como anhelada. Lo curioso es descubrir que todo este tiempo, Laurent Kullick estuvo escri-
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Ilustración de Mariana Villanueva Segovia
ENSAYO
MUCHAS DE LAS VECES PAGAN LA EDICIÓN DE SUS PROPIAS OBRAS.
biendo y publicando en Monterrey, donde radica desde hace varios años. La novela en cuestión se titula El circo de la soledad (Ediciones Intempestivas, 2002) y tiene inédita una más, La jugadora. Otra autora de esta generación que no ha dado tanto de qué hablar como ameritaría, es Adriana González Mateos (Ciudad de México, 1964) quien debutó como novelista con una tórrida y angustiosa novela sobre una relación entre tío y sobrina, El lenguaje de las orquídeas (Tusquets, 2007) y retorna, casi diez años después, con otra asimismo apasionante pero radicalmente distinta, Otra máscara de Esperanza (Océano, Hotel de las Letras, 2015), intriga política, en contexto histórico sobre la “hermana incómoda” del expresidente Adolfo López Mateos, Esperanza, escritora y periodista subversiva de quien, se sospecha, se parapetaba tras el pseudónimo de b . Traven. Al igual que Laurent Kullick, González Mateos no dejó de escribir a través de estos años, y eso nos lleva a cuestionar el modus operandi de las editoriales; cómo es posible, por ejemplo, que la antes citada Gabriela Damián Miravate no haya logrado publicar una compilación de sus extraordinarios relatos de ciencia ficción, parcialmente publicados en inglés y diseminados en antologías diversas. Invoco también la narrativa intimista con espíritu de novela negra de Norma Lazo; la desgarradora emotividad sin sentimentalismo de Socorro Venegas; la superlativa irreverencia que enmascara una denuncia de Beatriz Meyer; la encendida elegancia de Martha Batiz; la subversiva sensualidad de Rose Mary Espinoza; la impúdica, desparpajada ternura de Odette Alonso; la nostalgia herida de Vanessa Garnica, la preeminencia de los gólems sobre los zombis de Gabriela Fonseca y la poética del costumbrismo citadino de Angélica Santa Olaya. Autoras que han tenido que recurrir a financiar sus propias publicaciones o publicar en el extranjero, como Rosina Conde y Francesca Gargallo. La obra de Rosina, asimismo asombrosa cantante de blues, aparece en alrededor de cuarenta antologías en diversas lenguas, incluida Se habla español, Voces latinas en usa, compilación de Edmundo Paz Soldán y Alberto Fuguet (Alfaguara, 2000). Ha optado, sin embargo, por editar y distribuir ella misma sus libros (desliz ediciones, en minúsculas), que han tenido gran impacto entre los lectores y, muy especialmente, en el medio académico. Existen múltiples tesis de maestría y doctorado
sobre su obra, especialmente de la novela de culto La Genara, en inglés, francés, italiano y rumano. Nadie hasta la fecha la ha reconocido como precursora de la llamada “literatura de la frontera norte”; Eduardo Antonio Parra ni siquiera la considera en otra cuestionable antología: Norte. Francesca Gargallo –siciliana de nacimiento, mexicana por convicción, se hizo escritora escribiendo en español–, también teórica del feminismo, publicó sus primeros cinco títulos en editorial Era. El último que publicó en México, catorce años después de una intensa aventura ecologista, Marcha seca (Era, 1999), fue Al paso de los días (Terracota, 2013), hasta donde sé, la única novela mexicana que parte de un desastre aéreo y culmina en un complot político internacional. Recientemente publicó en Colombia una espléndida novela titulada Los extraños de la planta baja (Ediciones Desde Abajo, Bogotá, 2015), de tintes autobiográficos, sobre una escritora italiana –e idealista– que habita una comuna en México. En este mismo grupo puedo incluir a la autora española nacionalizada mexicana Marisa De Santos, quien ha publicado su producción en editoriales independientes, incluida una espléndida, meticulosa y muy psicológica novela histórica titulada El canto de la serpiente (Sediento Ediciones, México, 2014), ambientada durante la Guerra civil española, en la que invirtió cerca de veinte años de escritura e investigación. La arriba citada Beatriz Meyer está por publicar en España una novela de connotaciones fantásticas titulada Meridiana (El tapiz del unicornio, Madrid, 2016); Martha Bátiz publicó una extraordinaria novela operística, Boca de lobo, en la editorial dominicana León Jiménes, en 2008, y un libro de cuentos, Detránsito, en la puertorriqueña Terranova (2014); La ensayista Iliana Olmedo publicó su ensayo Itinerarios de un exilio: La obra narrativa de Luisa Carnés (Renacimiento, Colección Biblioteca del exilio, 2014), en Barcelona; en cuanto a la sonorense María Antonieta Mendívil, si bien publicó su más reciente novela, A ras de vuelo, en Tusquets (2012), su hermosa primera novela, Duelo de noche (2006) vio la luz en editorial Almuzarah de España. Alejandra Maldonado, que no figura tampoco en la mul ticitada antología pero sí en Greatest Hits, recién ha presentado una vertiginosa narración con dos protagonistas, una yonki tardía y el mágico polvo que permite tolerar fiestas extremas en duración y voltaje, de humor tan negro como el color de sus páginas, Mis
noches salvajes, en Svarti, diminuta editorial artesanal mexicana. Existe también el prejuicio contra quienes escriben novela histórica, en su gran mayoría, mujeres. De las pocas que han salido bien libradas de esta empresa, en cuestión de crítica, ha sido Rosa Beltrán, autora, entre otras, de La corte de los ilusos y El cuerpo expuesto, con Charles Darwin como referente. Francesca Gargallo escribió una de las grandes novelas históricas mexicanas de finales del siglo xx, junto con Noticias del imperio, de Fernando del Paso, El seductor de la patria, de Enrique Serna y La corte de los ilusos: La decisión del capitán (Era, 1997), una historia de odio apasionado entre don Miguel Caldera, el huachichila fundador de la capital de San Luis Potosí, y la sensual tratante de esclavos Constanza de Andrada. Tras su publicación, Juan Villoro ubicó a su autora en un sitio honorífico junto con Carmen Boullosa y Beltrán, pero ni remotamente acaparó tanta atención como las otras citadas. En general, la novela histórica (o ficción histórica), como la ciencia ficción, la fantasía y la ya casi “reivindicada” novela negra (gracias a autores varones, aunque mujeres como Ma ría Elvira Bermúdez, Ana María Maqueo y Myriam Laurini la hayan cultivado mucho antes), son géneros abiertamente menospreciados por la crítica oficial, lo que no ha impedido el surgimiento de excelentes autoras como Beatriz Rivas, quien espía con travesura la intimidad de personajes como Hannah Arendt, Napoleón, Voltaire o Robert Capa; María Elena Sarmiento, intérprete de mujeres clave de la historia universal como Jantipa, desdeñada esposa de Sócrates, o la psicoanalista Lou Andreas Salome, única amada por Nietzsche y musa de Rilke… o Celia del Palacio, reivindicadora literaria de mujeres que participaron en el movimiento independentista de México.
LA CRÍTICA LITERARIA: ENTRE IGNORAR Y NO CAMBIAR
¿A
qué se debe que la gran mayoría de las autoras mencionadas hayan sido desatendidas –cuando no deliberadamente ignoradas– por una crítica que se presume omnipotente, pero raras veces mira más allá de Ciudad de México… de su colonia, de su calle… de sus vecinos? No es que la crítica oficial mexicana sea exigente: es visceral, elitista, autoritaria, rencorosa, nepotista, racista…en una palabra: discriminadora. Se saca los ojos y se revienta los tímpanos, de ser necesario. Hace futurismos para no responsabilizarse del presente. Por supuesto, también es misógina… y es la misma que decide quiénes ingresan al SnCa . En el mejor de los casos, considera sólo a las mujeres que se han plegado a parámetros pre-establecidos por ese criterio arbitrario que, si pudiera, reprimiría todo conato de imaginación y excentricidad que no tenga origen en sus filas
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CUENTO
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Criminales Mural de Don John, Urban Nation, Berlín, Alemania
Isabel Hion Navolato, Sinaloa, 1988. Textos suyos han aparecido en la revista El Guardagujas y en las antologías Lados B, Los Abisnautas y Todos los nombres cuentan.
Fuente. Cortesía de la autora
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I
a voz de Miguel se quiebra cuando intenta hablar de orquídeas, en el mercado de las flores frente al panteón de Mezquitán. La mano con que arranca hojas secas y abre pétalos marchitos es la misma mano que acuchilló a un hombre y lo llevó a la cárcel. “Varios años ahí adentro porque se me hacía fácil picar gente” dice, mientras vacía un jarrón. “Siete hijos, fíjese; y ninguna de las madres me deja conocerlos.” Con el mismo meñique de uña larga mide el agua que alimenta un tulipán. “Póngale mucho hielo y que no le dé el sol –me dice– porque a estos no les gusta el calor y son bien delicados.” Me forma y acomoda un ramillete, le anuda un moño rosa: “Ahora la corbatita, que se vean presentables.” Habla de flores como si fueran los hijos, sin rostros para él, que no saben su nombre; tiene los nudillos hechos pedazos, con grietas y callos como si por ahí floreciera la furia. Me entrega el ramo con lilys, y con el dedo índice en la boca me da, por lo bajo, una rosa: “Que no se dé cuenta el patrón.” Trae bien puesta la ternura ahí donde el ruido de la cárcel germinó sus ganas por volverse florista. II Gonzalo repara el motor de un aire acondicionado mientras piensa en Gregorio. La mitad de su cerebro se concentra en la clase de mecánica, y la otra intenta encontrarle explicación al porqué Gregorio despertó una mañana convertido en insecto. De entre los muchos hombres que hay en el pueblo, de entre los libros
que pudo haber seleccionado encontró La metamorfosis en nuestra precaria Biblioteca Municipal. Se para frente a mí un día y me cuenta, como si le hubiera pasado a él, con voz quebrada, esa crueldad con la que los Samsa desconocen a Gregorio y a sus patitas oreándose cuando queda boca arriba, muerto, en su habitación. “¡Esos pinches cochis; el Copo de Nieve y el Napoleón!” llegó otro día, a mi salón, después de haberle prestado Rebelión en la granja. Tampoco sabía quién era Orwell, pero duró una semana molesto entre aceite de motores y el cochambre de trastos y pedazos de fierro en el taller de electromecánica. La cosa es que no sé si se puede ser el mismo después de esas cosas, mientras tus compañeros hablan de tambora, de muertos y descabezados, de la ranfla medio usada que se iban a comprar, después de identificarte con Kafka. Igual de invisible en un pueblo olvidado por Dios, en la mera punta del infierno, mientras amanecen desmembrados en la calle, y la línea que separa a Praga de Sinaloa se va borrando, así: tan fácil. III Les pusieron Josué y Gabriel, más por costumbre que por la Biblia. Uno puso sobre el pupitre una pistola, ahí, donde debería estar una libreta. El otro trapeó con cera el piso del salón de clases y armó peleas de box clandestinas durante el receso. Josué metió un compañero de clases a su carro y le puso una pistola en la sien: por amor a la comedia. No estaba cargada, pero teníamos quince años y podía hacerlo. Gabriel estrelló la cabeza de otro contra la pared, fue suspendido y faltó a la escuela durante un mes. Ambos, en dos ocasiones diferentes, entraron al salón durante el receso, mientras yo leía, y se sentaron a mi lado. “¿Por qué no te peinas?” preguntaron los dos, cada uno a su tiempo; uno a los quince, y el otro a los trece. “Porque me da flojera” contesté, en ambas ocasiones. Ellos rieron. “Estás bien loca, Chabela”, también dijeron exactamente, ambos. Hace unos años me enteré que murieron. Cada uno por diferentes razones. Tengo el recuerdo de atraer, toda mi vida, a criminales y vagos que contrastan, desde siempre, con mi imagen de gente decente. Será tal vez porque logran identificarse con-
migo y sabernos iguales; igual de débiles, igual de confundidos, y esa misma naturaleza con la que, bajo puntos de quiebre y sin pensar, podríamos jalar el gatillo de una pistola. IV Eran las diez de la noche; se estrechaba el abismo en la calle. Iba camino a casa con una bolsa en mi mano. Cruz salió. Su nombre es real, así como la punzada de miedo que me embistió cuando me dijo que le diera mi dinero y no me haría daño. Pero entre el cúmulo de desgracias durante el año, como las muertes de mi mejor amigo y mi segundo padre, una semana atrás había perdido mi trabajo. No sé si fue más triste, entonces, que yo era pobre, o que lo era tanto como para ni siquiera darle gusto a Cruz. Vacié mis bolsillos frente a él y le mostré la bolsa: “Sólo traigo esto: dos tamales, y nada más, hermano.” Él estaba muy confundido. Cruz y yo vivíamos a una cuadra de distancia. Lo supe un poco después, cuando me lo contó, ambos en la banqueta: jamás imaginé que la pobreza provocaría empatía en esas circunstancias. O si sólo le dio risa que yo le ofreciera, con el desapego de quien se autovalora como una persona con nada que perder, su cena; decidió que compartiríamos la comida y así terminamos sentados en el suelo. Le di risa, definitivamente. Después se levantó para “ver qué se topaba”. Con una naturalidad retorcida le deseé suerte, él soltó un chiflido. Desapareció por la calle tras un poste de luz que no funcionaba. Cruz se volvió mi cuidador. Entre todas las veces que me encontré sola y perdida, según mis elucubraciones pseudo románticas, por el rumbo, él me avistó, aunque no siempre me lo hizo saber; siempre al pendiente, me decía, acá cuidando, me repitió incontables ocasiones. “¿Te está molestando, China?” cuando un ebrio de la calle comenzó a seguirme una noche. De igual forma yo atravesaba el barrio; sin coches ni palabras que amortiguaran el silencio, y entonces el chiflido; “¿Cómo vas, China?”. Yo sonreía; en mi cabeza él era lo más cercano a un ángel guardián. Esas figuras y conceptos que mutamos a nuestro antojo, según nuestras circunstancias. Distintas maneras de amortiguar el dolor
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11 de septiembre de 2016 • Número 1123 • Jornada Semanal
Vanessa Téllez
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Acapulco, Guerrero, 1981. Narradora y periodista, ha sido becaria del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico y es autora de la novela Signos vitales.
El cuerpo en la playa (FRAGMENTO DE NOVELA) Fuente. Facebook de la autora
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ermain entra de puntillas a la habitación. Por más que arrastra consigo la presencia de mi madre, su cuerpo reitera una sincronía propia, una consonancia afín al centro de su gravedad. Es posible que igual que mi padre o Arturo, Germain se pertenezca sólo a sí mismo. Eso sucede con los hombres que me son importantes, y definitivamente es esto lo que hace difícil amarlos, todos se pertenecen a sí mismos. Miro en mi alrededor, la habitación se achica. En las paredes no hay cuadros, ni fotografías, o historia por qué apostar. Intento mirar sobre mi cuerpo al cuerpo ajeno que gobierna al mío. Adivino sobre Germain la protuberancia de una espalda cansada. Un camino que resbala desde el cuello hasta su sexo. Las motas blancas sopesando la pasión que se extingue. El árbol que el otoño no apaga dilata los labios que no están en mi boca. Casi me siento feliz. Los hombros se mueven olvidando la condición de escarabajo en que se mueven. Hay ondulaciones que maniobran la isla que se construye de mi cintura para abajo. Los calambres de la pierna recuerdan las olas que de nuevo insisten en allanarme, en deprimirme. Sólo Germain, indiferente al espasmo que produce su existencia, me da otra lectura de mi final. Evito mirar las sombras de mi cuerpo que se proyectan a causa del atardecer sobre la pared contraria y entonces abandonar la ferocidad que me despierta. Quisiera que Germain en vez de hurgar sobre las repisas del ropero, por una vez, por esta tarde, metiera las manos entre los pliegues de mi cama y como fingiendo que busca algo me encuentre. Mi cuerpo es un ojo por el que asisto al llamado de mi sexo. La humedad de mi deseo vive independiente a las miserias que le acontecen. Al retirarse Germain, regreso a la cama. Peor, me entierro en ella. Me lapido. Me entumezco, soy gárgola. Todavía no puedo girar sobre mi cuerpo. Anoche los brazos se me cansaron de tanto moverlos. Repito la labor del titiritero, pero los hilos se me rompen entrada la madru-
gada. Paso mis brazos en escuadra debajo de la cabeza para sentir que algo, todavía algo se sacude. Hablo conmigo cuando en los sueños se me agotan los personajes, las mejores conversaciones que sostengo son con mi madre. Nos sentamos en la playa mientras revoloteamos cometas y un perro con su hocico procura atrapar los lazos que los condenan a la arena, negándoles la libertad que nadie tiene en esta playa, en esta casa. Mi madre y yo nos revelamos como una fotografía cuando, sumergida en los compuestos químicos necesarios para existir, revela otra intención. Reímos. Ahora, cuando en mi sueño lúcido se me acaban las palabras, continúo al despertar repitiendo la camaradería por la madrugada. Hablo desde el eco que mi cuerpo permite. Sobre la pierna presente la férula. Su propósito es simple, reconstruir lo que roto se niega a dejarme ir, no avanzo. Con el dolor latente como espuma de mar, regresa el anuario de pequeñas memorias, algunas escapan a mi mente, otras se intensifican. Sólo una se fragmenta. No logro recordar el día en que mi padre nos abandonó. Me rehúso a incluir ese recuerdo para, de cierto modo, ignorar que ha sucedido. Este fragmento sigue buscando en mi cabeza un encabezado, pero lo sé, no hay trucos suficientes para pensar que mi padre entrará en mi vida con la firmeza que he deseado. Durante un tiempo deseé que mi padre invadiera mi vida aunque sólo fuera para cuestionarla. La rutina de la nostalgia, que es persistente, me devolvió el recuerdo de sus pasos hasta la puerta, no de un modo totalitario, sino más bien elemental. Mi padre repite el ejercicio de su abandono sin determinarse más allá de la puerta. Todas las despedidas, el adiós más inútil, poseen cierta belleza, cierto orden. Sentí que lo amaba desaforadamente cuando su sombra se perdió en el umbral de lo que conocía y, por un instante, sentí que veía el coraje de un guerrero para adentrase en lo desconocido, para aventarse de ese modo tan puro en aquel agujero que se anunciaba más allá de nuestra casa no sin cierta amenaza
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Banksy, Umbrella Girl
en nuestro próximo número:
México y su cultura de Masas: la identidad y el símbolo Arturo Rodríguez D.
La Jornada Semanal @JornadaSemanal jsemanal@jornada.com.mx
ARTE Y PENSAMIENTO ........
11 de septiembre de 2016 • Número 1123 • Jornada Semanal
Jair Cortés jair_cm@hotmail.com @jaircortes
Felipe Garrido MENTIRAS TRANSPARENTES Reembolso Miren, dijo el capataz mientras blandía el fuete y de vez en cuando llevaba contra sus botas el ritmo de una polka que se oía venir quién sabe de dónde, por la calle de tierra que los vehículos transitaban balanceándose con movimientos como de elefantes, como de camellos, como de lanchas en un mar picado. Miren, insistió, los inconformes dicen que no pagan a sus trabajadores porque la Empresa no les ha cubierto lo convenido para la operación de este año. Quiero decirles que a nadie le conviene pasar a morosos y que, en realidad, la Empresa ya hizo sus pagos. Si ustedes no han recibido ese dinero es porque en el ejercicio del año antepasado hay detalles que... –unos buitres pasaron muy alto– ...pero la Empresa es generosa y está dispuesta a pagar enseguida lo ofrecido, siempre que quienes reciban la cantidad estipulada, de inmediato reintegren a la Empresa ese veinticinco o treinta o treinta y cinco por ciento de gastos extraordinarios que la operación genera, porque... •
Rogelio Guedea rguedea@hotmail.com @rogelioguedea
AL VUELO Una casa No deberían las casas parecerse sino sólo a su dueño. Nadie debería dejarse imponer una casa que no se parezca a él mismo: sería como consumar un embuste. Si al habitante de esa casa le gusta soñar, mal haría en no tener una ventana por la que se viera el cielo; si al habitante le gusta que le entre y salga el aire de una a otra orilla del cuerpo, mal haría en no tener de cabo a cabo una gran puerta abierta parecida a la boca de Dios; si al habitante le dan ñáñaras los vecinos que lo cercan, lo mejor es una reja alta con una alambrada de púas en el frente; si le gusta el ruido de los pájaros, dos árboles frondosos; si no le gusta la caída de las hojas, entonces un techo de madera y una losa de cemento. Ninguna casa debería ser igual a otra casa, como no lo son los hombres ni los dedos de una mano, hay que vivir como respiramos y sentimos, como pensamos y soñamos, para que nuestra casa sea más que una línea de muros bien trazados y un techo impermeable a la lluvia, más incluso que el espacio en que nacemos y morimos todos los días. Todos construimos una casa a imagen y semejanza nuestra: pecado mortal sería que al terminarla se pareciera a la del vecino •
bitácora bifronte Para decir mamá en la poesía
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ntre madre y mamá, aunque sinónimos, hay un abismo de sentido, un distanciamiento emocional. La solemnidad del término madre provoca un enfriamiento en el significado que afecta a todo el texto en el que aparece. Como ejemplo, recordemos aquel fragmento de “Pasado en claro”, el extenso poema en el que Octavio Paz escribe:“Mi madre, niña de mil años,/ madre del mundo, huérfana de mí,/ abnegada, feroz, obtusa, providente,/ jilguera, perra, hormiga, jabalina,/ carta de amor con faltas de lenguaje,/ mi madre: pan que yo cortaba/ con su propio cuchillo cada día […]” Aunque lleno de emotividad y signado por un tono confesional, el poema no deja de expresar cierta formalidad sobre el tema que podría leerse como un desapego entre la madre y el hijo, lo que nos lleva a José Lezama Lima: “Deseoso es aquel que huye de su madre/ Despedirse es cultivar un rocío para unirlo con la secularidad de la saliva […]”. En otra zona de la enunciación poética se encuentra el poema “Oscura palabra”, de José Carlos Becerra, en donde el efecto es totalmente contrario, pues se atreve a utilizar la forma más íntima del lenguaje cuando dice: “Y ahora, me digo yo abriendo tu ropero, mirando tus vestidos;/ ¿ahora qué les voy a decir a las rosas que te gustaban tanto, qué le voy a decir a tu cuarto, mamá?”, y más adelante, en otro fragmento: “Tú y yo, mamá, nos hemos sujetado en quién sabe qué zona ciega,/ en qué aguas nos pusimos turbios de mirarnos,/ de querernos hablar, de despedirnos sin que lo supiéramos.” En “Pasado en claro”, de Octavio Paz, hay un examen casi moral y filosófico que el hijo hace de su “madre”, mientras que en el caso de Becerra hay una voluntad sentimental por querer preservar la cercanía entre ambos, misma que se ve interrumpida por la muerte de su madre, instante en el que la manera de referirse a ella cambia drásticamente, como puede leerse en el último fragmento de “Oscura palabra”, testimonio de la inevitable separación, en donde, incluso, el primer verso inicia en minúsculas:“madre, madre// nada nos une ahora, más que tu muerte,/ tu inmensa fotografía como una noche en el pecho,/ el único retrato tuyo que tengo ahora es esta oscuridad […]”. En el trayecto que media entre la solemnidad del vocablo madre y lo coloquial de la palabra mamá, podemos preguntar si los poetas sacrifican emotividad por un uso “correcto” del idioma, por evitar la tan arraigada tradición declamatoria en la poesía o por evitar el riesgo de una posible caída en el sentimentalismo o la cursilería (conceptos bastante ambiguos si consideramos que toda palabra puede tener una función en el poema siempre y cuando sea usada de manera precisa). Quizá el término mamá sea utilizado por el niño que habita en el poeta (la inocencia del decir), mientras que madre es el vocablo que prefiere el adulto que lo habita (la conciencia del lenguaje). Sin embargo, la pregunta persiste: ¿Cómo decir mamá en un poema? •
Plegaria del gusano Nikos Karouzos Escucha Señor a tu buen amigo que ama los frutos y las tumbas. Eres Tú lo que me une a un fruto y una tumba. A la fruta deformo y a la tumba. Pero soy tu voluntad criatura de tu inmenso corazón… No tengo preguntas y viajo con paso lento hacia el Padre. El mundo es vano pero es pasaje. Y en vano los ojos de mi carne se rozan dulcemente con las flores. “¿No tienes preguntas?, me dice lo perecedero. ¿Luna fugaz acaso tú preguntas esta noche? ¿O me preguntan las nubes que te siguen? Gozo la fecundidad de tu plata y la atravieso con la fe. Ese es el valor de nosotros los gusanos que sólo un camino tenemos… La tierra es mi destino ante los astros. Amor sueño azul marino envuélveme. ¿Qué deleite no te asiste? Amor, acto y sustancia de mi Dios aunque me arrastre como soy en la alegría navego.
Nikos Karouzos (1926-1990) fue un poeta católico muy destacado en su generación. Estudió leyes y durante la ocupación alemana de Grecia participó en la Resistencia. Es autor de veinte libros de poesía y de varios ensayos de crítica literaria, de teatro y artes plásticas. Sus primeros poemas aparecieron en 1954 y su último libro, póstumo, en 1991. Su obra poética ha sido reunida en dos tomos, Poemas i (1991) y Poemas ii (1991-1994), más el tomo Prosa escogida (1998). Recibió el Premio Nacional de Poesía en dos ocasiones, en 1972 y en 1988, y ha sido traducido al inglés, sueco, italiano y rumano. En México, véanse las antologías Once poetas griegos, El Tucán de Virginia, 1994, y Antología de la poesía griega del siglo xx , Textos de Difusión Cultural, unam y Ediciones Coyoacán, 1993. Véase La Jornada Semanal, núm. 1035, 4/ i /2015 Versión de Francisco Torres Córdova
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Miguel Ángel Quemain quemainmx@gmail.com
El Lear de German Castillo, sobre la caducidad del poder
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EAR O LA SENECTUD del poder, en versión de Germán Castillo y bajo su dirección, tiene como subtítulo: “hoy lo justo y bueno resulta vil a los viles”. Es una toma de posición sobre la utilidad y el sentido que tiene poner sobre la escena un Rey Lear completamente instalado en el señalamiento a una época donde todos los días nos levantamos con la vileza retratada en las ocho columnas de los diarios y en los medios electrónicos, con ese cinismo que es parte de la vileza de los viles. Germán Castillo optó por una aguda fragmentación, por hacer una versión que es más un poema que un desarrollo dramatúrgico tradicional sobre las filosofías que se tejen en cada escena, en una causalidad extraordinaria si nos atenemos a la obra íntegra plena de largueza, personajes y anécdotas de Shakespeare. La puesta en escena visible está integrada por tres actores; el propio Germán Castillo es uno de ellos, justo en el papel de Lear, y los otros dos son el joven Carlos Talancón, actor de gran plasticidad emocional y gestual, creativo y de una interlocución que no cesa ni baja de ritmo, así como la bailarina y actriz Itzhel Razo, que interpreta a las tres hijas y cuya confección es uno de los mayores logros de la puesta en escena como un objeto que baila, es decir, que poetiza el drama de cada hija, en un vestido rojo, como la sangre, como el corazón, que cubre esa piel blanca, desnuda bajo la tela, que empuja el corazón cansado y autoritario de Lear. Aunque se desempeña como director, Germán Castillo está hecho también con la consistencia actoral que permite ser habitado por personajes complejos que sólo aceptan ser
LA OTRA ESCENA huéspedes de profesionales, con un paisaje interior lo suficientemente cómodo y sugerente para que no se les presente la duda estéril sobre la pertinencia de la interpretación y se dejen fluir en ese torrente de la memoria actoral que les da vida. Digo todo esto para aplaudir la interpretación de Germán Castillo, que perfila y cumple lo que promete en el programa de mano: expresar sus obsesiones con el teatro, con la edad, el poder y el erotismo. En términos de la complejidad de relaciones que establece Castillo sobre la escena, con un texto eterno, manipulable, flexible, reordenable y que se puede someter a toda clase de tonos, se hace visible un Bufón (Carlos Talancón) que si bien posee el diapasón de lo simbólico, el poder de la parodia y la autocrítica, se sitúa escénicamente como un espejo de Lear en varios sentidos, uno emocional, otro filosófico y político. El vínculo entre ellos dice mucho del orden de los cuerpos, de su relación con la palabra y con los objetos que pueblan la escena y la convierten en un campo de batalla, sí, pero sobre todo en un campo de juegos, como si se tra-
Germán Castillo
tara de una justa romana donde lo que importa es actuar hasta quedar exhausto. Es en ese espacio donde Germán Castillo se la juega con su par de actores y traza los caminos de luces sobre esa calzada de arena que recorre el escenario de un extremo horizontal a otro. No es el azar lo que ha llevado a esa ruta que es un gran rectángulo granulado o un camino en sentido estricto, donde circulan de un lado a otro los personajes, una vez en pos de la sabiduría y el amor, otra para declarase una guerra poderosa parental y generacional con su prole, su descendencia desigual, como son todas las descendencias y todas las familias, parece decirnos Shakespeare, que sin habitar nuestro siglo sabe que hasta nosotros llegan el cinismo, la hipocresía, la ambición sin cuartel y el parricidio. No es fácil aceptar que el criminal puede formar parte de nuestra descendencia. Germán Castillo es un director que dialoga con los clásicos de modo fecundo y riguroso. Este Lear forma parte de ese desenfado que permite transitar sin reverencias y desmontar a esas tres hijas sin apego a una lectura psicoanalítica pero sin evitarla porque, quiérase o no, está detrás la lectura freudiana de “El motivo de la elección del cofre” (1913), que es otra de las lecturas edípicas, profundamente sexualizadas de la relación entre el padre y las hijas. Particularmente la poderosa Cordelia, habitada por unas ideas tan poderosas como las de Antígona para oponerse, enfrentar y plegarse, en sabia e inevitable ronda, a las potestades híbridas que encarna el padre con todos sus legados posibles, deseados e inaceptables. En fin, se trata de una suma que incluye la iluminación de Gabriel Pascal, los figurines de Cristina Souza, la música de Rodrigo Castillo Filomarino y la fotografía de Ángel González. Gracias al milagro de estar en El Milagro •
Ricardo Guzmán Wolffer GALERÍA Pero, ¿de verdad se puede hacer un Atlas del jazz en México?
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Í. LO ACABA DE comprobar Antonio Malacara, pluma señera del tema en este y otros muchos medios impresos y electrónicos; organizador incansable de coloquios formales y diálogos casuales; personaje magnético que convoca centrípetamente a quienes se interesan por la síncopa y la improvisación en México entero. Hablamos no de un entusiasta cíclico, sino de un sabueso que ha hecho del panteísmo jazzístico la misión toral de su profesión periodística, de su más íntima melomanía. Prueba de ello son sus libros Catálogo casi razonado del jazz en México y Viaje al fondo del jazz, otrora comentados en esta columna y que representan sobrevuelos a lo que, finalmente y tras años de trabajo, Malacara acometió valerosamente: Atlas del jazz en México. Un trabajo que prolonga su afán diplomático (“Necesitamos saber y asumir que el ejercicio del ser y el estar y el actuar –casi– siempre es mejor en grupo”) y que se suma con transparencia al de otros notables de la divulgación como Alain Derbez y Juan Arturo Brennan. Cuatrocientas páginas dibujan el dinámico portulano en que el autor, a duras penas y tras numerosos recortes como explica en el prólogo, tuvo que circunscribir esa materia inefable con la que se conforma una “escena” (a veces a pesar de sí misma), para clasificarla primero por estado, luego por clubes y foros, festivales y ciclos, programas de radio y, finalmente lo más importante: jazzistas, melómanos y conexos. Ahora bien, no se espante nuestra lectora, nuestro lector. Si se trata de un texto especializado que se vuelve directorio pragmático (lo que todos debemos agradecer), el grueso de su contenido –las primeras 330 páginas– es disfrutable y recomendable para todo interesado en la historia, la reflexión, los augurios y los puentes que tiende la música por encima de cualquier frontera.
Importante decirlo: en dichas páginas atendemos a lo escrito no sólo por el autor sino por más de sesenta colaboradores con quienes conversó o a quienes comisionó radiografías de territorios específicos (se visitan las treinta y dos entidades). Desde luego y como se espera de un proyecto vinculado al jazz, la sustancia cambia constantemente pasando por el perfil biográfico, la entrevista, el ensayo, la numeralia y la memoria social que, con dos mil ejemplares impresos, quedará como el máximo esfuerzo integrador que sobre el tema se haya creado nunca en nuestro país y que, como bien sabe Malacara y como sucede con cualquier standard, deberá pasar por futuras eje-
cuciones que lo actualicen. Ojalá que en alguna de ellas se introduzca un índice (común y temático) que permita ver y conectar elementos con rapidez y eficacia, tal como sucede con los buenos mapas. Hasta el momento este Atlas… se ha presentado con la pompa y circunstancia a que invita el Palacio de Bellas Artes, pero también en espacios variopintos donde noche a noche –con hartas dificultades y limitantes– ocurre la magia de nuestro jazz. Nos referimos a The Jazz Place en Ciudad de México; la Biblioteca Henestrosa de Oaxaca; el Hotel Flor de Mayo de Cuernavaca; la Sala de Cine del Complejo Cultural Universitario de Puebla; el Teatro Víctor Sandoval de Aguascalientes. Y, tome nota, aún están por suceder la presentaciones en otros sitios de la República a los que podría asistir: la Sala de Exposiciones del Teatro Hidalgo de Colima (Santos Degollado # 96, Col. Centro, lunes 19, 6 de la tarde); la Biblioteca Pública Central Ricardo Garibay de Pachuca (Blvd. Felipe Ángeles s/n; Col. Zona Plateada, viernes 23, 6 de la tarde); el Café Grano de Arena en Texcoco (Primer Retorno esquina con Álamo, Col. San Lorenzo, sábado 24, 8 de la noche). Queden finalmente las palabras que atestiguamos hace unos años en la Casa de la Cultura Reyes Heroles de Coyoacán cuando, precisamente, Antonio Malacara presentó su Viaje al fondo del jazz. Es una cita todavía pertinente cuando la sangre, la corrupción y la insensibilidad perseveran en México, tan necesitado de una mejor y más digna educación sentimental.“Es un tremendo gusto verlos a todos ustedes hoy aquí, alrededor de una propuesta que debemos seguir fortaleciendo día con día; los músicos a través de sus conceptos y nosotros con nuestra mera presencia, con nuestro apoyo y testimonio, para que juntos logremos dignificar un poco más el ser de este país, tan sobrado de políticos oportunistas y tan cerca del colapso, es decir, tan a punto de irse derechito a la chingada.” Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos •
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tumbaburros@yahoo.com @JorgeMoch
… Sea chico o sea grande
Vergüenza
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ESULTA QUE NO SOLO estamos en el país de los narcos más terribles y los corruptos más voraces; México es también una república sui géneris donde hay lords y ladies, como en las monarquías. No precisamente corteses y puntuales, como los príncipes descritos por los refranes; son violentos, arbitrarios prepotentes y muy mexicanos. Los hay de todas clases sociales, edades y complexiones. Hay desde viejecitas de pelo blanco capaces de proferir insultos que descascaran las paredes, hasta niños que pegan de gritos en el cine, para alegría de sus mamacitas. La mayor parte de las personas con las que he hablado del tema tienen alguna experiencia que añadir al anecdotario y todos estamos hartos. Da tristeza y miedo.
La semana pasada, una amiga llegó al gimnasio con un arañazo en la cadera. Se lo había hecho un perro. Un perro con dueño, mismo que le dijo a mi amiga “que no le había pasado nada”. Como comprobar el daño significaba bajarse el pantalón en la banqueta, ella tuvo que resignarse y dejarlo pasar. No se me ocurre qué más podría haber hecho. En la misma semana, otra amiga que tiene un pequeño negocio de arreglos y composturas de ropa, recibió la llamada de una clienta a quien llamaremos Lady Cocóptero. Lady Cocóptero estaba muy molesta porque no le gustó cómo le quedó un pantalón que, según ella, había comprado en Palm Beach y que costaba millones de pesos. Como mi amiga estaba en ese momento en el coche y en la carretera, Lady Cocóptero la amenazó con el preludio de rigor: “Hija de la chingada, no sabes con quién estás hablando. Ahorita mismo te mando un helicóptero…” En ese momento a mi amiga le dieron ganas de reírse o de llorar. Quedó apabullada por la violencia de la mujer, quien se desgañitaba insultando a la pobre dependienta. Lady Cocóptero también estaba decidida a, modestamente,“llamar a la patrulla”. Quién sabe cuál sería el cargo. Quizás le pediría al agente que arrestara a la costurera porque a pesar de los esfuerzos de ésta, el pantalón le dejaba cuerpo de mojarra. Vayan ustedes a saber, pero no se necesita ser muy valiente para insultar a quien no puede responder. México siempre ha sido un país clasista, machista y cruel. Pero el ambiente se ha hecho más ríspido conforme avanza la violencia: es parte de la violencia. Lord Indescriptible, quien le echa el coche encima al minusválido de la silla de ruedas es parte del problema. Humilla a un hombre que no puede levantarse a contestar, arruina el día a quienes miramos la escena con impotencia, a quien lo escucha decir “no soy tu pendejo”. Esa es la divisa de
esta aristocracia rufianesca: “No soy tu pendejo(a).” Y no es nuestro, ni nosotros lo hicimos. Es el pendejo de alguien más, pero se cobra con quien puede. ¿Por qué? Es parte del odio de clase, supongo. Un odio que se mueve en los dos sentidos: impulsa al taxista que choca a la señora y encima la insulta, y al lord que atropella al ciclista. Añádase una pizca de miedo –todos sabemos que nadie está a salvo en México, ni los capos, ni los santos, ni los niños, ni los políticos. Luego, sumemos machismo, sensación de inferioridad y ya, tenemos el fermento del que salen estos seres. Cuando se vive en medio de la violencia física y el autoritarismo, lo que modela el carácter son el miedo y la impotencia. Esa mezcla es dinamita: la gentileza se interpreta como debilidad, la disposición al diálogo como miedo, la sensatez como cobardía. Pero cerrarnos, permitir que la rabia nos divida, le hace el caldo gordo a quienes nos niegan la paz, a quienes presiden nuestras pesadillas. La madre que insulta a los demás en beneficio de su hijo malcriado, lo pone en peligro porque no lo prepara para vivir en sociedad. Y más, porque pudre lo que lo rodea. El hombre que permite que su perro ataque a una mujer que va pasando, no educa a su animal, lo pone en riesgo, así como al peatón. Yo no puedo hacer nada contra los gobernadores que mandan matar periodistas y civiles, como no sea protestar por escrito. Pero no por saber que esos esperpentos mandan matar, roban y se burlan, voy a hacer lo mismo. Tengo dos porciones de humanidad que defender: la mía y la de la persona a mi lado, cómo no. Si sólo defendiera la mía, no sería distinta de la rata, la araña, la avispa o cualquier organismo vivo. Defender al de junto es lo que me hace humana. Ser un bípedo sin plumas ni pelaje no garantiza nuestra humanidad •
LAS RAYAS DE LA CEBRA
Verónica Murguía
UÉ MÁS SE PUEDE decir de la brutal humillación colectiva, internacional, gratuita (bueno, gratuita no: nos costó y muchísimo… saber cuánto será desde luego materia de lo turbio, de lo reservado por años, de lo traspapelado, del “ya no supimos qué pasó”) y simultánea que sufrimos los mexicanos un miércoles hace semana y media? Fuimos internacionalmente humillados nada menos que por el que es el mismísimo presidente de este país, para gran desgracia de México. Vimos a ése que es títere de mafias, televisoras y trasnacionales ponerse prácticamente de tapete a las patas de un gringo fofo, racista, prepotente y bastante imbécil, pero al parecer algo menos que su anfitrión, al que aprovechó como trampolín para remontar una campaña presidencial sustentada en el odio y la xenofobia que parecía haberse venido abajo, y un día después del en-
cuentro en México, en una convención en Arizona (territorio estadunidense donde abundan el antimexicanismo y esa misma xenofobia fronteriza), había repuntado ya y se ha vuelto a posicionar así como un candidato con oportunidad de convertirse en el presidente de una de las naciones más poderosas del planeta y, como si no lloviera en esta nuestra milpita, vecino nuestro. Trump paseó campechanamente sus pezuñas por nuestra dignidad y su palero fue nuestro propio presidente. Carajo. Tengo amigos y conocidos en la comunidad mexicana que viven en Estados Unidos y están encabronadísimos con la presidencia de México porque se amistó con el gringo fofo que se ha pasado más de un año insultándolos, llamándolos rateros, violadores, asesinos y narcotraficantes.Y comparto con ellos un miedo primordial: es realmente preocupante pensar que Donald Trump logre abrirse paso a trompicones a la Casa Blanca, porque tendría la llave de los códigos de autorización y lanzamiento de todos los misiles intercontinentales que posee Estados Unidos con ojivas nucleares. Y no tengo ninguna duda de que Trump sería perfectamente capaz de activarlos con el pretexto de una guerra antiterrorista preventiva que le permita reventar cualquier ciudad del mundo a capricho, nomás para dejar claro al resto del mundo que a los imbéciles no les tiembla la mano a la hora del genocidio (y vaya que sabemos de eso). Y francamente ya deberíamos estar hartos de personajes como ése, que parecen creados para cuadricularle la existencia a la humanidad entera. Tal que ya se ha dicho hasta el cansancio. Resulta inexplicable lo que pasó para que esa invitación infamante tuviera lugar y todavía millones de mexicanos no podemos aceptar ni acabar de tragar esa pelota de vergüenza que muchos llevamos atorada en el cogote por culpa de Peña y su séquito de sinvergüenzas, que parecen dedicados en cuerpo y alma a joder la convivencia pública en este país; a mandar señales equivocadas a los mercados para que acaben de aplastar el peso tan devaluado y ma-
chucado por su ineptitud y sus raterías; a distorsionar hasta la náusea la realidad por medio de sus brazos mediáticos, sobre todo televisivos, a pesar de los ríos de sangre que corren por nuestras calles; a imponer su proyecto neoliberal así tengan que aplastar cabezas de mexicanos pobres para enaltecer fortunas privadas, muchas veces extranjeras, y a ponernos en general en una posición vulnerable prácticamente en todo aspecto de la vida nacional, desde la represión a los movimientos sociales y de protesta hasta avalar tratos económicos profundamente asimétricos y no pocas veces injustos para nosotros (allí el caso impepinable de Kía Motors en Nuevo León, casi un ejemplo de descarado neocolonialismo laboral), como si Peña, Videgaray, Osorio y el resto de piezas menores de ese guiñol corrupto fueran empleados de los extranjeros, no de los votantes mexicanos. Esencialmente yo veo a Enrique Peña Nieto ya no solamente como un presidentito mediocre, tonto, inculto y aturdido por su propio éxito, sino como un traidor premeditado de esta patria que le dio tanto. Un traidor a la patria. Al que cobijan muchos medios como las televisoras y se siente seguro, protegido por tanto guardaespaldas y tanto soldado. Respecto de la terrible humillación a que nos sometió su jefe, Salvador Cienfuegos y Vidal Soberón Sanz, secretarios de la Defensa y de Marina respectivamente, han hecho un mutis vergonzoso y cómplice. Y faltan dos años más de porquería, escoria, violencia, desatinos, trompicones, trácalas e ineptitudes, porque a los mexicanos nos faltan arrestos para echar a Peña y su pandilla del poder. Y ésa sí que es una verdadera vergüenza. Que vamos a seguir cargando •
CABEZALCUBO
Jorge Moch
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Luis Tovar
Retrato de hombre con siglo
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E FALTA UN ROSTRO –cada vez me faltan más rostros–, un peldaño –cada vez me faltan más peldaños–, una palabra –cada vez me faltan más palabras–”, escribí en mi diario cuando asesinaron a mi hijo. La muerte de Ignacio Padilla me ha quitado un rostro, un peldaño, una palabra más. ¿Cuántos faltan para que yo también me vaya completamente vacío? No lo sé. En todo caso, la ausencia de Padilla se me enquista en el alma como un dolor más. Lo recuerdo a los veinte años, cuando empezaba su carrera de escritor y me visitaba, junto con Jorge Volpi y Eloy Urroz, en Cuernavaca. Me encantaba su sonrisa, su enorme nariz y su rubio pelo ensortijado, que le daban un aire de judío. Me encantaba su erudición, su amor por la literatura y sus exquisitas maneras.
Si Volpi era, como aún lo sigue siendo, reservado y atento; si Urroz era, y sigue siendo, expansivo y locuaz, Padilla se encontraba entre los dos: una atención alegre. Me hablaban del Crack, el nombre con el que, junto con Pedro Ángel Palou, se les conoce como generación. Nunca se lo dije, pero el nombre, que me evocaba a los beat, me molestaba. Ellos eran la antítesis del crujido, del golpe, de la ruptura, la antítesis de la contraculturalidad y la majadería beat, de la que los infrarrealistas estaban cerca. Si algo los caracterizaba era su apuesta por la escritura y la carrera académica o de la función pública al estilo de algunos de los Contemporáneos. Lo lograron. En el caso de Padilla, su carrera literaria, salpicada a veces de funciones públicas –fue a agregado cultural en Gran Bretaña y nombrado por Felipe Calderón director de la Biblioteca Vasconcelos– corrió paralela a su carrera de académico e investigador o, quizá, habría que decir, corrieron entrecruzadas: algo del académico, en el mejor sentido de la palabra, está en su literatura; algo también del escritor está en sus trabajos como investigador. De allí, tal vez, su amor por el Quijote, una pieza literaria y de investigación académica. De allí también, quizás, una de sus más hermosas novelas, Si volviesen sus majestades, donde el lenguaje de las novelas de caballería se entrecruza con el de la picaresca española. Todo en su obra es como él: amabilidad, inteligencia y erudición. Lo que más prefiero de ella son sus novelas que tratan de la impostura y de la incertidumbre frente a la verdad, Amphitryon y Espiral de artillería. Desde que junto con su generación se volvió famoso, nos vimos poco, pero nos leíamos con fruición. Ni la fama ni el tiempo mermaron su jovialidad, su atención, su finura y sus rasgos. En todo caso, los potenciaron. La última vez que lo vi fue en 2013, en la Feria del Libro en
Español de Los Ángeles (Leala). Por las noches nos reuníamos en las afueras del hotel a consumir nuestro último cigarro del día. Recuerdo que me contó una anécdota que concordaba muy bien con su mirada sobre el mundo infantil, del que dejó hermosos cuentos. “¿Te acuerdas de Menganito? –me preguntó–. Se casó hace poco. Me lo encontré en el aeropuerto. Le pregunté por su matrimonio: ‘Como el de un cuento de hadas’, me dijo.‘Es la primera vez que escucho algo así; te felicito’, le respondí. ‘No lo hagas’, continuó poniéndose serio, ‘a mí me tocó casarme con la bruja’. ” Me preguntó entonces cómo vivía la muerte de Juanelo. “No encuentro un nombre en español para nombrarme –le respondí–. ¿Cómo se nombra a alguien que perdió a un hijo? El nombre te diría algo, pero no lo encuentro. Percibo esa palabra en francés: me siento como un revenant. No existe su traducción al español.”“La hay –me respondió–, pero está en el español del siglo xvi : revenido. Eres eso. Alguien que volvió de la muerte y la trae consigo. Lo lamento”, concluyó y me abrazo entrañablemente. No volví a verlo. Repentinamente, el 20 de agosto me enteré que había fallecido en un accidente. Me encabroné: ¿Por qué se van los mejores y nos quedamos rodeados de imbéciles, de políticos y violentos? No lo sé. Sólo sé que “me falta un rostro –cada vez me faltan más rostros–, un peldaño –cada vez me faltan más peldaños–, una palabra –cada vez me faltan más palabras”. Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, boicotear las elecciones, devolverle su programa a Carmen Aristegui y abrir las fosas de Jojutla •
CASA SOSEGADA
Ignacio Padilla (1968-2016)
N LA TUMBA, su primera y magnífica novela –que no ha llegado y parece que nunca llegará al cine–, un jovencísimo José Agustín cuenta cómo su igualmente jovencísimo protagonista, obvio alter ego del autor, quiere psicoanalizar a su perro. La imagen es hilarante y su intención desacralizadora es diáfana: así hace mofa de quienes por todo y para todo recurren no al psicoanálisis sino a sus muy personales, desteorizadas y necesariamente imprecisas aproximaciones, nomás de puras oídas, pero también se pitorrea bonito de quienes hallan interesantísimo casi cualquier elemento de su entorno más inmediato, por anodino que resulte, a tal grado que lo consideran digno de ser dado a conocer urbi et orbi ya sea por medio de un libro, una canción, más raramente una pintura y, con mucha frecuen-
cia de un tiempo a esta parte, de un documental. En el perro psicoanalizado ha pensado muchas veces este juntapalabras luego de ver algunos documentales recientes, que lo mismo proponen la exposición inane de la rutina doméstica completa de una pareja de ancianos, que las dificultades de una mujer de mediana edad para tener pareja, entre muchos otros temas que con bastante dificultad, y eso no del todo ni todo el tiempo, merecen ser llamados así: temas. El común denominador es que siempre se trata de una preponderante pr imera persona: son los t í o s del documentalista, las dificultades amorosas de la cineasta… el perro psicoanalizado, pues.
Más allá de la sobreMesa Así escaldado por ese “yo” potencialmente tan estorboso en la concepción de un documental, no era fácil ver las primeras escenas de Matria (México, 2016), de Fernando Llanos, sin anticipar el desencanto: el propio Llanos aparece muy pronto a cuadro y es su voz la que introduce al espectador en los motivos, los propósitos, la naturaleza y el alcance de la película, en la que ya de entrada abundan los rescates gráficos de un álbum familiar abundantísimo y, como no podía ser de otra manera, los diálogos con miembros de su familia. Pareciera tratarse de un perro psicoanalizado más, pero no bien avanza el pietaje se descubre que el de Llanos es un entorno familiar dotado con una historia que sí merece, y con creces, rebasar los escuetos lindes de la charla familiar de sobremesa, las anécdotas propiedad de la intimidad aneja a quienes comparten apellido, las reiteraciones y los silencios de propiedad ídem, sólo comprensibles –o dignos de atención– para un miembro del clan. La razón de que tal balconeo voluntariamente ejercido fuese bastante más que un modo público de ajustar cuentas privadas, es la condición de paradigma, a un tiempo singular y colectivo, de la persona que funciona como epicentro del documental: An-
tolín Jiménez Gamas, abuelo materno de Fernando Llanos. Nacido en 1890 en Tabasco, Antolín fue muchísimas cosas: dicho sea perogrullescamente, fue esposo de su esposa, padre de sus hijos y abuelo de sus nietos, así como amante de su segundo frente, sostén económico de sus dos casas, la grande y la chica, exactamente como decenas o cientos de miles, o fácilm e nte m i l l o n e s d e p ate r f a m i l i a s q u e, a lo largo del siglo pasado, vivieron como algo normal –y con ellos la sociedad entera– esa doble vida marital y afectiva. Pero antes, durante y después de su bifronte vida íntima, Antolín se dio tiempo para un sinfín de actividades, oficios y cargos: a los veinticinco años fue parte de la villista División del Norte y terminada la Revolución fue, entre otras cosas, inspector de la Renta Federal del Timbre, diputado en tres oportunidades y por tres distintos partidos políticos, así como miembro del Rito Escocés de la Logia Masónica, el Frente de Unificación Revolucionaria Pro-Alemán, presidente de la Asociación Nacional de Charros, así como “comandante general” de un membrete absolutamente surrealista que bien se le pudo haber ocurrido al mismísimo Juan Orol: la Legión de Guerrilleros Mexicanos, inventada por el propio Antolín en 1942, en plena segunda guerra mundial, con el propósito de “defender a México del fascismo”. La “legión” era acusada de estar integrada por puros charros de banqueta, pero fue totalmente real, se habló de ella en todos los diarios de la época, su lema era “Todo por la patria”, tenía pleno respaldo del gobierno y se planteaba seriamente combatir a los nazis ahí donde fuese necesario. Eso es surrealismo y no pedazos… Llanos hilvana magníficamente los hilos público y privado de ese hombre, su abuelo, que con el simple hecho de haber estado en el mundo según su personal saber y entender, se convirtió en el vivo retrato del siglo xx mexicano, y eso es precisamente lo que el documental Matria ofrece •
CINEXCUSAS
@luistovars
Javier Sicilia
RELATO
¿Cuánto vale la muerte?
14 de agosto de 2016 • Número 1119 • Jornada Semanal
A
mapola era un ser peculiar a quien desprecié profundamente, no sólo por su atuendo negro con boina de lado como si de un bucólico guerrillero se tratase, sino por el afán que tenía de hacer sonar un silbato frente a mi ventana desde las nueve de la mañana hasta las diez de la noche. “Ojalá se ahogue con su silbato”, pensé muchas veces, no como un mero juego sino como un deseo que buscaba la fuerza de la consigna para hacerse realidad. Imaginaba que resbalaba y, en unos segundos, el silbato obstruía su garganta; en mi ficción, tenía que resolver el hecho de que algún transeúnte acomedido no practicara la maniobra de Heimlichl, por lo cual tendría que suceder a media mañana, cuando los oficinistas que pasan por esta calle están ante su escritorio... No supe su vida hasta que murió, cuando el hombre de la tienda colocó sobre la acera una cruz con flores de papel y veladoras. –¿Quién es Amapola? –le pregunté con poca curiosidad. Primero la respuesta fue una palabra titubeante que no alcanzó a salir. –Ayudaba –comenzó diciendo el hombre de la tienda– a que se estacionaran los coches. Tardé en saber a quién se refería. –Vestía de negro –remató, para terminar con mis pensamientos– y usaba el silbo. Dicho esto puso sus manos en la boca emulando el silbato. No pude disimular mi sorpresa, supongo que abrí los ojos y transcurrieron los incómodos segundos de las confesiones dichas a medias. –¿Amapola?, ¿el señor de negro?– dije tontamente, el hombre de la tienda asintió sin mirarme–, ¿y qué le pasó? –pregunté al fin. –Hace dos semanas… ya no tomaba, pero hace dos semanas tomó de nuevo y al cruzar la calle fue un taxi, salió de la nada; Amapola, no el taxi. Nosotros supimos después, porque fue aquí a dos calles, nosotros le pusimos una cruz. El señor del pollo reconoció el cuerpo, dijo que sí era, pero no tuvimos para un entierro y se fue a la fosa. Dice la señora de las quesadillas que luego los
mandan a la escuela de los doctores para que los estudiantes… aprendan. Aquí nos acordamos de Amapola. El señor de la tienda atropelló sus ideas una sobre otra, habló de un nosotros que convocaba a gente que no era yo, a los vestigios de un barrio que comenzaba a desplazarse, precisamente por la gente como yo. La muerte abrió ante mí esa dimensión de las personas que componemos este barrio. El señor de la tienda reflexionó durante varios minutos sobre la vida y la muerte, la finitud del alma, el tiempo y demás asuntos metafísicos. Volvía sobre el hecho de no haber tenido dinero para un entierro digno, así lo llamó: entierro digno. ¿Cuánto vale la muerte? Me pregunté y ese día, por curiosidad, caminé hacia las calles del hospital público cercano a casa donde se encuentran pequeñas empresas de inhumaciones. ¿Cuánto cuesta la muerte de los pobres? Cuando entré en las agencias, la gente no me miraba, sólo me extendía un cartón con sus datos, una suerte de tarjeta de presentación. Las funerarias eran un simple cuarto con fotos de féretros y una base de metal para colocar uno, cerca de la pared estaban varias sillas plegadas. Floreros de plástico pintado de plateado tenían ramos de crisantemos artificiales. Dispuestos en diversos puntos del local, enormes cirios eléctricos con una llama de cristal rojo. Fuego perenne de la eternidad. Tras varias horas de investigación, llegué a una fonda donde se encontraban los familiares de los enfermos del hospital público, comían del mismo plato dos o tres personas y se turnaban para recargarse en el hombro uno del otro. Ojos cansados de llanto, de muerte. Elegí una mesa distante y marqué los números de los velatorios que visité. –¿Qué precio tiene su servicio más económico? –pregunté, intentando parecer afectada. –7,500 pesos si es la cremación de inmediato. La tarjeta decía “inhumaciones” con letra dorada y un Cristo sufriente. Estrictamen te, este señor no podría dar servicio de cremación.
Ilustración de Juan Gabriel Puga
Ilallalí Ilallalí Hernández Hernández Rodríguez Rodríguez
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–¿Dónde lo creman? –En unos hornos especiales que tenemos, en dos horas le regresamos la urna con los restos. Guardé silencio, imaginé que tal vez sólo regresaban ceniza de madera mientras ellos comenzaban con un negocio de tráfico de cadáveres. –Ahora que si lo que quiere es velar a su finadito, tiene 24 horas y ya sube a 12,760 pesos –interrumpió mis pensamientos la voz metálica del hombre al otro lado de la línea–, ¿cuánto tiene? le podemos vender sólo la caja y, en cuanto me llegue otro servicio, los acercamos al panteón de San Nicolás, ahí entra con su finadito, paga 400 pesos y lo entierra el mismo día. –¿Pero ustedes me esperan? –No, seño, llevamos harta gente y pues no podemos esperar a que le den lugar, a veces le tardan un rato. Las charlas con las diferentes agencias eran muy similares, algunos lugares eran más baratos, no mucho, 2 mil pesos a lo sumo. Otros ofrecían la posibilidad de galletas y café, el camión para cuarenta y cinco personas que puede esperarte si le das propina al chofer; el servicio hasta el panteón del Cerro de la Estrella que sólo cuesta 250 pesos. La mayoría de los sitios ofrecen equipo de velación completo con velas de llama perenne y flores empolvadas; dan certificado médico, van a tu casa, te esperan a que te despidas. Siempre está ahí el ataúd metálico de colores pastel, la indestructible morada que no permite que un cuerpo se convierta en polvo. El petate aseguraba un final más digno, no esta acumulación de gases y líquidos en las que, inevitablemente, se convierte el eterno descanso de quienes llegan a estas agencias funerarias. –Como dice la señora de las quesadillas, la muerte lo complica todo… Mejor que esté ahí, con los doctores, no en el fondo del panteón donde sólo los tapan con cal. El señor de la tienda colocó más veladoras, formó una hilera. Amapola era mujer por la noche y de día un guerrillero bucólico, lo supe dos semanas después de su muerte real, no ésa que imaginé varios meses antes •