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¡Bad Bunny va desnudo!

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de fondo, reinicio

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¿RECUERDA, LECTORA, LECTOR, “El traje nuevo del emperador”, de Hans Christian Andersen, que propone una alegoría fantástica, efectiva? Habla sobre un rey adicto a fabricarse trajes nuevos, cuya vida cambia inesperadamente tras la visita de dos estafadores. Ellos lo convencen de hacerse una vestimenta que se hace invisible a los ojos de los necios y de quienes no la merecen. Pagado el extraordinario lujo, tanto los emisarios que llegaban para conocer los avances como el propio rey, mintieron diciendo que efectivamente veían la tela y que era maravillosa. No sólo sintieron miedo ante la descalificación pública, en caso de que otros sí pudieran verla (los estafadores aseguraban que allí estaba, frente a ellos); además fueron arrogantes, tanto, que hicieron un desfile para presumir el dichoso traje.

Al principio el pueblo entero se prestó a la farsa pero, ya en la procesión, un niño se atrevió a levantar la voz para gritar burlonamente: “¡El rey va desnudo!” Entonces todos comenzaron a reír. Asumieron la realidad. Mientras tanto el rey, aunque tuvo que aceptar la humillación en sus adentros –según numerosas versiones folclóricas de la historia–, siguió altivo, soberbio hasta el final.

Pues bien, nosotros no tenemos la inocencia de ese niño y son demasiados, incontables, quienes juran escuchar las doradas telas de Bad Bunny. De hecho, cada vez se suman más voces elogiando su ajuar. Voces temerosas de quedar excluidas del jovial aplauso y los cuerpos del perreo. Voces que replican convencidas: “Si el éxito es fama y dinero… no hay forma de que vaya desnudo.”

Quede como muestra un desorientado mensaje captado en Twitter la semana pasada, luego de los premios Grammy: “Esta foto de Taylor Swift y Bad Bunny tiene más relevancia cultural que el Renacimiento. No estoy soportando.” ¡Vaya! Qué risa. Imaginamos a Leonardo bailando pegado al piso. Sin palabras. Esa noche Bad Bunny ganó el premio a Mejor Álbum de Música Urbana. Por segunda vez. Hecho a la medida.

Claro, a diferencia del emperador del cuento, este “conejo” es su propio sastre; coautor de algo primitivo y soso que no alcanza ni para cubrir los pies. Una urdimbre que apenas cumple requisitos mínimos de lo que llamamos tejido musical. Algo que, empero, resulta suficiente para impulsar la imaginación colectiva. Un pegamento generacional. Podemos decir, en otras palabras, que la fanaticada completa el traje, pues hoy como nunca vive adicta al entretenimiento, al confort de lo paupérrimo. No sospecha el timo. No lo ve ni quiere verlo. El mismo Bunny se ignora tuerto.

Y no odiamos a “San Benito”. Su presencia en la industria es inevitable, resultado de formas de consumo y pasatiempo inherentes a nuestra época. Siempre han existido personas llenando esos espacios (aunque sea con nuevas clases de vacío). Digamos que estamos obligados –sí, obligados porque la música se jerarquiza con dinero y vuela en todas partes– a convivir con su desnudez aunque resulte grotesca; tanto como la letra de ese intento de canción llamado “Me porto bonito”. Es parte del álbum ganador:

“Tú ere’ una bellaca, yo soy un bellaco, eso e’lo que no’ une. Ella sabe que está buenota y no la presumen. Si yo fuera tu gato, subiera una foto los vierne’ y los lune’ (so). Pa que to el mundo vea lo rica que tú está’, que tú está’.”

Esperemos ingenuamente a que esta historia tenga un giro, un knock out cortazariano. Algo como: Hubo un Bad Bunny, rey de Reguetonia. Adicto a vestir con telas invisibles, muchos lo elogiaban sin poder mirar de cerca. Otros aplaudían por miedo a quedarse solos. Así fue hasta que una voz creció irrefrenable: “No canta, no baila, no escribe, no compone… no habla”, dijo para agregar sonriente: “¡Va desnudo, Bad Bunny va desnudo!”. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos l

Cinexcusas/ Luis Tovar @luistovars

Los años aciagos de América

Latina

MANUELA MARTELLI tenía menos de veinte años de edad cuando formó parte del elenco de Machuca (2004), filme chileno que narra las disparidades sociales y el clima político, tenso en extremo, que se vivía en el país de Pablo Neruda a principios de los años setenta. Para ser más preciso, la película se ubica cronológicamente en el aciago 1973, antes y después del golpe militar que acabó a sangre y fuego con el gobierno democráticamente electo de Salvador Allende.

Entre aquel 2004 y el presente, Manuela Martelli intervino en una veintena de filmes, entre cortos y largometrajes, mientras se preparaba como directora cinematográfica. Como tal, debutó hace menos de una década con el cortometraje Apnea (2014), pero un año antes comenzó a desarrollar el proyecto de un largometraje que, desde muchas perspectivas, puede ser visto como una prolongación de Machuca; no en cuanto a la anécdota ni a los personajes, sino respecto a las preocupaciones y los intereses creativos de la actriz y realizadora: con el título provisional de Coraje, a Martelli le tomó casi una década concluirlo, cosa que sucedió el año pasado, ya con el título definitivo de 1976

La falsa polarización

CON GUIÓN SUYO y de Alejandra Moffat, producida entre otros por Andrés Wood –director y guionista de Machuca– y protagonizada por la actriz y directora teatral Aline Kuppenheim, reconocida como una de las mejores actrices chilenas de todos los tiempos, 1976 se ambienta, como lo indica el título, a tres años de instalada la cruenta dictadura militar que, con la venia estadunidense, puso al genocida Augusto Pinochet al frente del gobierno en Chile; es decir, la época en que la guerra sucia, la represión, las desapariciones, la tortura y todo tipo de crímenes de Estado eran perpetrados de manera sistemática por una milicia cuya principal preocupación consistía en aplastar hasta el más pequeño foco de disidencia.

A la manera de Machuca, la perspectiva narrativa de 1976 proviene de un sector social que se supondría refractario, ajeno o de plano contrario a cualquier protesta en contra del régimen instalado a punta de bayoneta: una clase media ilustrada, económicamente plácida y políticamente apática, para la cual todo está bien siempre y cuando su modo de vida permanezca inalterado. Interpretada por Kuppenheim, Carmen es una paramédica madura, ya retirada, que de manera involuntaria se involucra con la resistencia que, desde la clandestinidad, opera en contra del gobierno. Lo de Carmen no es el trabajo político en sí, ni el activismo, sino algo más sencillo pero más de fondo: la solidaridad humana, que sin teorizaciones de ninguna especie la llevan a ponerse, para decirlo con una frase acuñada desde aquellos ayeres, del lado correcto de la historia; en este caso, el opuesto al que ocupa su propia familia, a quienes el despertar de la conciencia de Carmen les pasa inadvertido, aunque no así a los matarifes de los servicios secretos del régimen, quienes no demasiado tarde y, a consecuencia de la impericia de Carmen, la descubren en sus pequeñas tareas de clandestinaje.

“El chileno es flojo por naturaleza, lo que quiere es que le den sin esforzarse; por eso necesita ser tratado con mano dura”: palabras más o menos, en algún momento de la trama y en boca de otra mujer se resume así la justificación clasirrascista que las clases altas chilenas –por lo demás, idénticas a las de cualquier otro país de América Latina– se daban a sí mismas para hacerse de la vista gorda frente a los horrores cotidianos de la brutal represión pinochetista. El asco que Carmen siente al escuchar esas palabras y la resolución que muestra para poner en riesgo incluso su propia integridad, simbolizan con precisión las posturas, aparentemente irreconciliables, que ponían abismos entre los distintos sectores sociales.

Nada de lo cual, como es evidente y por desgracia, ha perdido vigencia: casi siempre que se habla de polarización, en realidad lo que piensa quien la “deplora” es que los otros están mal porque no piensan como uno l

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