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Invisibles

Hermann Bellinghausen

Chupatinta

SE MANCHA LOS dedos con lo azul o negro que le chorrea la carpeta, la ropa, el escritorio. Pobre diablo con su cojín entintado, selle y selle documentos para remitirlos o archivarlos. Qué sería de él sin el papel secante, sin los protectores de manga, los dedales de hule para contabilizar títulos, billetes, actas, recibos.

Nadie lo ve. Nadie nota sus afanes de coleóptero, sin los cuales toda la empresa caería como castillo de naipes.

Su escritorio, su silla y poco más. Los anaqueles no son suyos, ni lo que acumulan. El archivero es un templo, ajeno como todos los templos. Nombre. ¿Tiene nombre? Debe tenerlo. Y un apellido tan común que se olvida. O tan raro e impronunciable que nadie retiene. No recibe órdenes, tan sólo las cumple.

De su vida nadie sabe. ¿Es soltero, viudo, tiene familia, renta un cuarto de hotel? Tampoco es que despierte curiosidad, evidentemente.

Pieza pequeña que la Administración considera incombustible, nunca necesita reparación ni repuesto. Se le da por hecho y como quiera nunca falta al trabajo. Llega puntual e imperceptible, y a la hora de salida en punto se desvanece. Está convencido de que sin su constancia el mundo se detendría. Modesto no es. No se engañen.

Señora de la limpieza

SE APEA DEL elevador si lo aborda algún jefe de peso o de piso, como si su único lugar fueran las escaleras o los cuartos de aseo. Pertenece a la categoría de los invisibles. La estatura no le ayuda. Procura no estorbar con la cubeta ni la jerga. Barre a hurtadillas. Viste el uniforme neutro y asexuado de la compañía que la renta a las oficinas que contratan esta clase de servicios.

Se le ve en todos los pisos. Cuando se topa, ventanal de por medio, con los acrobáticos limpiavidrios descolgados de la azotea, se le descompone la mañana, como si la transparencia la traicionara. Los empleados hablan en su presencia como si no estuviera. Si alguien voltea el café y le pide que limpie, no la mira a los ojos, ni hace falta. Ni hace falta que le digan, su labor es recoger y limpiar las imperfecciones sobre la losa de granito, los escritorios, los escalones, los baños, las áreas comunes para todos menos para ella. No permanece en el mismo sitio, su labor es la más migrante dentro del inmueble. Vacía las papeleras, se encarga de retirar el desperdicio.

De ella depende que no quede huella, como dice la canción. Aunque el gafete indica que se llama Alma Estrella Treviño nadie la conoce por su nombre. Es nadie, pero una nadie indispensable. Un truco que no falla. Acuérdense de Ulises, el héroe más importante de la historia, que salvó la vida haciéndonse pasar por un Don Nadie.

Poeta que se escondía

HUBO UN POETA que se propuso nunca escribir sobre su mujer, a quien amaba. Guardarla para sí.

Es mía, declaró en versos memorables, de nadie más. Escribió sobre mariposas, la inteligencia de las máquinas, el color de las nubes, las ironías de la vida, la muerte de los egipcios y los cristianos, décimas a la Vírgen María, ingeniosas invectivas contra el comunismo. Escribió de las emociones y los sentimientos, como lo hacen los poetas, pero con tono contenido, en verso corto y preciso.

De su mujer no dijo ni pío. Descreyó de las musas en general. Inventó una técnica sensible que rindió frutos estrictos. Cada mañana se bañó en la regadera fría. Se dedicó a las letras y los números con igual rigor. Envidiable su disciplina. Amaba la poesía de otros. Le exigía que fuera buena, le agradecía que dijera cosas que él nunca diría. Dio por muerto al soneto aunque escribió alguno.

Se recluyó en la torre de los ensayistas evitando ponerse lírico gracias a una prosa limpia y clarividente. Disfrutaba pensar en el dinero, no necesariamente el suyo. Prefería la economía analítica a la codicia, creyó en los diez mandamientos de la propiedad privada como en los diez de Dios. Descubrió una forma de lírica en las estadísticas.

A su mujer nadie la recuerda. Si acaso los versos oscuros donde la condena expresamente a la inexistencia en sus poemas. De él también se sabe poco. Enterró su biografía en fosas secretas y sucesivas. Conocemos sus versos, le agradecemos el ingenio tanto como discrepamos de su ironía. Pasó escondido la vida. Antes de marcharse borró sus huellas hasta donde pudo. Colocó su nombre al final de las listas que él mismo hizo para ser, no el último poeta, sino el primero. Y sin foto.

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