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Wayne Shorter. Las
Huellas
¡ALGORITMO CABRÓN! Su retorcido mecanismo nos mandó treinta años atrás sin previo aviso. Respondiendo a su llamado, dócilmente, nos entregamos dispuestos a encarar un pasado que teníamos tiempo sin visitar. Reconocimos esa sensación en el pecho; los nombres que fluían, las anécdotas que solíamos presumirnos en una adolescencia sin internet. ¡Cuánto nos importaba! Buscar, descubrir, sorprender y sorprendernos en reuniones de pura necedad.
Sí. Ocurrió que hace un rato encendimos el televisor y nos metimos a YouTube para hallar algo amable que distrajera al insomnio. Música, animé, jai alai, ajedrez… lo que fuera. Empero, apenas navegamos un poco apareció esa figura en extremo familiar. Allí estaba, sonriendo con su saxofón en la mano, acompañado por tres músicos extraordinarios: Joe Zawinul, Jaco Pastorius y Peter Erskine. Se trataba de Wayne Shorter.
Claro. El saxofonista murió la semana pasada y en su matemático laberinto la plataforma de videos sabía que eso nos atraería. Lo curioso es que, en lugar de lanzarnos propuestas solistas del nacido en Nueva Jersey –como su gran catálogo en Blue Note Records, al cuidado de Rudy Van Gelder–, prefirió tejer fino; escarbar en una veta esencial para nuestra formación sonora. Nos propuso a Weather Report, grupo señero en el jazz-rock electrificado. Conjunto fundado en 1970 por Shorter y el pianista-tecladista austríaco, Joe Zawinul, tras distintas alineaciones alcanzó la gloria con Pastorius en el bajo y Erskine en la batería. Y eso fue lo que hizo YouTube; recordarlo con temas como “Black Market”, “Birdland”, “A Remark You Made”, “Teen Town” y, sí, con los que él mismo escribiera desde su debut: “Eurydice”, “Tears”.
Ahora bien, lectora, lector, no es que lleváramos tres décadas sin escuchar esa música. Pasa que –lo entendemos mientras pasamos a The Soothsayer– la muerte de Shorter nos descolocó. Nos recolocó. Nos mandó a un momento de nuestra vida en que esa materia y sus creadores definían lo que seríamos, más que por armonías, ritmos o melodías, por el ecosistema que proponían sus géneros. Vaya, desde luego que la música era el vehículo trascendental, pero lo otro, lo no musical, era en extremo relevante. Acaso es por ello que la muerte de los pioneros se siente tan diferente.
En cincuenta años más se llorará por otras extinciones sensibles, pero no serán las que edificaron los primeros asentamientos de una cultura y de su industria. Vendrán músicos más o menos virtuosos, pero estarán cada vez más lejos de los fundadores. ¿Parecemos puristas, conservadores? Nada de eso. Perdone. Amamos la experimentación y el cambio. Pasa que intentamos comprender este vacío particular.
Escribimos mientras vuela el alto saxofón de James Spaulding, la trompeta de Freddie Hubbard, el piano de McCoy Tyner, la batería de Tony Williams y el contrabajo de Ron Carter (el único que queda vivo). Hay en esa banda –de las incontables que acompañaron a Shorter– un swing que va renunciando al jazz clásico, que se queda con los remanentes del hard y el be bop; que ya es groove, que ya quiere bailar, que incluso propone baladas desde una energía sólida y sin jadeos, con repeticiones atípicas.
Viéndolo bien y pensando en temas como “Footprints”, emblemáticos para el Real Book del jazz, creemos que una de las grandes aportaciones del saxofonista se halla, justamente, en el tratamiento de las secciones rítmicas. Las suyas se atreven a bucles y formas que se adelantaron a su tiempo. Eso aprecia nuestra profunda ignorancia. ¡Hay tanto por descubrir! En fin. Es tarde. Seguimos sin dormir. Nos falta elocuencia (además de inteligencia).
Abandonamos toda pantalla para hacer un breve arreglo a, precisamente, “Footprints”. Cuando termine estas líneas podrá verlo en nuestras redes (las que ponemos bajo el título). Lo prometemos. Mantengamos encendida la llama de Wayne Shorter. Buen domingo. Buenos sonidos. Buena semana l
Cinexcusas/ Luis Tovar @luistovars
El cuadro de las bolitas (II y última)
LA SITUACIÓN CONTADA EN la anterior entrega no es ficticia: sucede cada vez que este ponepuntos inicia un curso para estudiantes de cinematografía y revela, como muestra representativa del espectador promedio, la realidad que enfrentan tanto las nuevas generaciones que planean hacer películas, como quienes actualmente las escriben, producen, filman, promueven, distribuyen y exhiben, es decir, el conjunto entero del medio cinematográfico.
El asunto no es nuevo ni mucho menos; aquí se ha abordado en numerosas ocasiones y es materia mediática, por lo menos anual, cada vez que el Instituto Mexicano de Cinematografía (IMCINE), la Cámara Nacional de la Industria Cinematográfica (Canacine), la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas (AMACC) o cualquier otra instancia relacionada son preguntados respecto de la situación que guarda el cine mexicano. La más reciente, a cargo de la Canacine, festejaba que la exhibición cinematográfica en México esté recuperándose tras la pandemia, al tiempo que, si bien sin ser explícita, se declaraba impotente ante el hecho inveterado de la disparidad abismal en la procedencia, nacional o extranjera –sobre todo estadunidense– del cine que se ve en nuestro país.
¿En verdad esa situación será irreversible? ¿Será cierto que no queda sino lamentarse o, en el menos malo de los casos, conformarse con los muy débiles y, en los hechos, nulos esfuerzos por competirle a la poderosa maquinaria hollywoodense en materia de promoción, distribución y exhibición? ¿O más bien el camino será el que algunos están tomando, con más énfasis en los años recientes, de copiar fórmulas argumentales, emular formatos narrativos y caer en clichés similares en los que consiste prácticamente todo ese cine, el cual, en palabras de Mediomundo, “es el que la gente quiere ver”?
El (disparejo) juego del cine
DIRÍA EL LUGAR común que todo depende del cristal con que se mire: para el exhibidor se trata nada más de tener las salas tan llenas como sea posible, sin importar qué es, cómo es y de dónde procede lo que pasa en pantalla; por su parte, para el distribuidor la cosa consiste en venderle a aquél películas que le permitan lograr su objetivo. En cambio, para los cineastas nacionales, así como los organismos que los agrupan, los representan o son su contraparte oficial, el asunto estriba –o debería– en algo más que la obtención de ganancias económicas y, contrario a la postura de la distribución y la exhibición, lo más importante es la procedencia y la naturaleza de los filmes.
Es evidente que para que el cuadro de las bolitas dejara de mostrar esa tremenda desproporción o, en otras palabras, para que el espectador deje de mirar al cine a través de los lentes distorsionantes que le hacen dar por buena cualquier película desechable pero promovida como si fuera la gran cosa, no son suficientes las acciones aisladas de unos y otros, como tampoco lo son esos consuelos, en el fondo contraproducentes, del tipo día o semana “del cine mexicano”, y mucho menos la porfía enojosa de copiar un cine tan pobre, repetitivo y prescindible como el que cotidianamente ocupa el noventa por ciento o más del tiempo de pantalla.
No serán las instancias oficiales de la cultura –ocupadas en quién sabe qué–quienes lo hagan, ni siquiera quienes lo promuevan, pero parece claro que se necesita un cambio verdaderamente radical en el hoy tan disparejo juego del cine. Tampoco bastará con transformar la legislación, como se ha hecho antes con resultados más bien escasos. Con suerte, las nuevas generaciones habrán de hallar el modo de que su cine no sólo pueda ser producido –de un modo u otro se hace, y ahí está esperando una bodega repleta de películas exhibidas mal o nunca–, sino también distribuido y exhibido en igualdad de condiciones con sus competidores extranjeros.
Para empezar, esa transformación requiere que el cuadro de las bolitas luzca totalmente distinto a como luce hoy en día l