URUGUAY-MÉXICO ENTRE EL EXILIO Y EL ARRAIGO
(1930-2019)
SAÚL IBARGOYEN Gustavo Ogarrio
SEMANAL SUPLEMENTO CULTURAL DE LA JORNADA DOMINGO 27 DE ENERO DE 2019 NÚMERO 1247
LA JORNADA SEMANAL
Ilustración de Juan Gabriel Puga
2 27 de enero de 2019 // Número 1247
URUGUAY-MÉXICO: ENTRE EL EXILIO Y EL ARRAIGO SAÚL IBARGOYEN (1930-2019)
LA HISTORIA DE GENJI: LA PRIMERA NOVELA
JAPONESA
A los ocenta y ocho años, el pasado 9 de enero murió en Ciudad de México el poeta, narrador, ensayista, traductor y académico uruguayo Saúl Ibargoyen, radicado en nuestro país desde 1976 y nacionalizado mexicano desde 2001. Miembro de la Academia Uruguaya de la Lengua desde 2008, Ibargoyen fue, entre otras cosas, jefe de redacción de la revista Plural, pero sobre todo fue una figura sin la cual el panorama de la literatura tanto mexicana como uruguaya estaría incompleto. El poeta y yo es el título que dio a su obra reunida, la cual incluye, entre una cincuentena de títulos, Palabra por palabra, Exilios y El escriba de pie. ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||| DIRECTORA GENERAL: Carmen Lira Saade DIRECTOR: Luis Tovar EDICIÓN: Francisco Torres Córdova COORDINADOR DE ARTE Y DISEÑO: Francisco García Noriega FORMACIÓN DE DOSSIER: Marga Peña FORMACIÓN DE COLUMNAS: Juan Gabriel Puga RETOQUE DIGITAL: Jesús Díaz, Ricardo Flores, Felipe Carrasco y Jorge García PUBLICIDAD: Eva Vargas y Rubén Hinojosa 5688 7591, 5688 7913 y 5688 8195. CORREO ELECTRÓNICO: jsemanal@jornada.com.mx PÁGINA WEB: http://semanal.jornada.com.mx/ TELÉFONO: 5604 5520. ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||| La Jornada Semanal, suplemento semanal del periódico La Jornada, editado por Demos, Desarrollo de Medios, S.A. de CV; Av. Cuauhtémoc núm. 1236, colonia Santa Cruz Atoyac, CP 03310, Delegación Benito Juárez, México, DF, Tel. 9183 0300. Impreso por Imprenta de Medios, SA de CV, Av. Cuitláhuac núm. 3353, colonia Ampliación Cosmopolita, Azcapotzalco, México, DF, tel. 5355 6702, 5355 7794. Reserva al uso exclusivo del título La Jornada Semanal núm. 04-2003-081318015900-107, del 13 de agosto de 2003, otorgado por la Dirección General de Reserva de Derechos de Autor, INDAUTOR/SEP. Prohibida la reproducción parcial o total del contenido de esta publicación, por cualquier medio, sin permiso expreso de los editores. La redacción no responde por originales no solicitados ni sostiene correspondencia al respecto. Toda colaboración es responsabilidad de su autor.Títulos y subtítulos de la redacción
Aquí se habla sobre una obra inmensa, comparable al Quijote, Guerra y paz o Hamlet, creada en la segunda mitad del siglo x japonés, en el período Heian, con cuatrocientos personajes que “se sostienen gracias a ese modo oriental que resume en un trazo la complejidad de un gesto”. La historia de Genji fue escrita por una mujer cuyo nombre no es en realidad su nombre, y sobre la cual Marguerite Yourcenar sentenció: “No se ha escrito nada mejor en ninguna literatura.”
Mayra Inzunza |||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
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e acuerdo con Japón, una historia según su arte, la primera novela fue escrita (en cánones más bien occidentales), por Lady Murasaki Shikibu alrededor del año 1000. Se titula La historia de Genji, y muy a lo Bildungsroman o narración iniciática y a la vez erótica, romántica, versa sobre el transcurso de la temprana juventud a cierta sabia hombría del protagonista homónimo: Genji, un príncipe guapo, generoso y amoroso. Sus aventuras cortesanas con damas y cómo deviene honorable amante y gentil caballero al pasar del tiempo;la novela termina cuando Genji cumple treinta años y se le considera al sacerdocio. A través de las aventuras del ficticio príncipe Hikaru Genji, Murasaki Shikibu nos transporta a la esplendorosa vida cortesana del Japón de principios del siglo xi. Parafraseando grandes, certeras plumas, la novela de Genji es la gran obra maestra de la literatura japonesa de todos los tiempos. Escrita por una mujer del refinado Japón imperial de la segunda mitad del siglo x, la novela es una obra magna fascinante, a la altura del Quijote, Guerra y la paz o Hamlet, conjuga la novela de aprendizaje vital, el relato amoroso y erótico, la saga familiar y la crónica de costumbres, construyendo el gran friso
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histórico de una sociedad en pleno esplendor. Cinco siglos antes que Shakespeare, la novela de Genji preludia toda la gran literatura universal a posteriori, con un conocimiento extraordinario del alma humana, de su esencia tragicómica. Si se hiciera un canon oriental, a la manera de Harold Bloom, esta obra figuraría como la primera. Marguerite Yourcenar ya dijo que “no se ha escrito nada mejor en ninguna literatura”. La historia de Genji aborda más de medio siglo con infinidad de personajes y de aventuras, muchas galantes, en que el protagonista, hijo del emperador a quien han alejado del poder desde su infancia, pugna por recuperar sus derechos. Una vida de éxitos y fracasos, de maquinaciones de poder y de erotismo que llenan el clásico más notable de cuantos quedaban por traducir a nuestra lengua. Durante el embarazo de Aoi, el mundo de Genji y la realidad se fusionan cuando Abe no Seimei ingresa en El cuento de Genji para evitar que Rokujou mate a Aoi mientras ella daba a luz. Aquí Seimei advierte a Michinaga que la maldad de Murasaki cobrará vida y les hará daño, no es la primera vez que Seimei le menciona a Michinaga sobre esta “maldad” en Murasaki. Michinaga responde con la simple afirmación de que él fue el que comenzó su capacidad para escribir tal historia, por lo tanto, debe asumir la responsabilidad por ello. A pesar de los esfuerzos de Seimei por salvar a Aoi del espíritu de Rokujo, Aoi todavía es asesinado por el espíritu. Genji, teniendo mucho amor por Lady Fujitsubo tuvo un romance con ella en el que la llevó a estar embarazada de su hijo. El emperador Kiritsubo comenta sobre el embarazo de Fujitsubo llamándola su luz (hikaru), lo cual es irónico, ya que también es el nombre de Genji. Al nacer el niño,
el emperador también menciona que el bebé tiene un extraño parecido con Genji cuando era un bebé. No mucho tiempo después, el emperador fallece, señalando a Genji que si Genji fuera designado como su sucesor como él quería, ambos no habrían tenido que sufrir. Todos estos hechos se suman a la creencia de que el niño que Fujitsubo dio a luz no es del emperador, sino de Genji. Tras la muerte de Yugao y Aoi, Rokujo le dice a Genji que ella se irá para protegerlo porque si ella se quedaba él sólo continuaría sufriendo. Respectivamente, Murasaki también informa a Michinaga de su partida en la que Seimei dice: “Se retiró antes de que su alma se volviera malvada.” En la última escena encontramos los caminos de cruce de Genji y Murasaki. Él la confronta y le pregunta: “¿Cuándo dejarás de torturarme?” En respuesta, Murasaki responde que su felicidad no es posible y continúa su camino. Esta versión de la historia se centra en gran medida en la posibilidad de que Murasaki haya escrito la historia como una salida para sus sentimientos y deseos extremos por Michinaga. Como menciona Michinaga cuando Murasaki declina su invitación, ¿qué ganará? ¿Los deseos o la mente? El que lee este libro ve sucederse las aventuras galantes de Genji, apodado Hikaru (el resplandeciente), como si ante sus ojos se fuera extendiendo el rollo –soporte en el que dicen originalmente se presentó– donde la caligrafía y la ilustración forman una unidad, siendo la letra los vaivenes psicológicos de los personajes y la imagen el marco material: vestuario, mobiliario y todo lo propio de la escenografía palaciega o la paisajística. Esta capacidad de Murasaki para asaltar al ojo y a la vez al intelecto se concreta en su integración en el texto de las bellas artes y en su incesante matización de caracteres. No sin motivo la crítica ha dicho
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Retrato de Murasaki Shikibu realizado por el pintor japonés Tosa Mitsuoki. Fuente: es.wikipedia.org
de ella que se adelanta en diez siglos a Freud al explicar la conducta humana como fruto de una frustración de la infancia. En efecto, su protagonista es hijo del emperador Kiritsubo y de una concubina que muere cuando él tiene menos de tres años, y él buscará en varias de sus amantes a la madre perdida. Si Genji de niño brilla por su belleza y sus dones y, a pesar de ser el favorito de su padre, para evitar venganzas posteriores, no se le nombra heredero del trono, esto parece no afectarle; como tampoco el hecho de que lo casen a los doce años. Pronto, sin embargo, lo vemos atisbar desde los paneles corredizos a Fujitsubo, concubina de su padre, seis años mayor que él, que le recuerda a su madre. Ésta acabará por ceder a sus impulsos y el hijo de ambos pasará por ser del emperador y sucederle. Nada hay de trágico en ello y tampoco en que Genji viva sin cesar nuevas aventuras. En una casa situada junto a un bosque y envuelta por la niebla primaveral, hallará el amor que perdura: una niña de diez años, Murasaki, sobrina de Fujitsubo y como ella con los rasgos añorados. Es vana toda comparación de esta obra con una obra occidental. Los elementos que en ella se manejan son tan propios de la cultura japonesa, que resulta inimaginable cualquier traslado. La sensibilidad motriz del relato, la belleza desgarradora de las cosas frágiles está encarnada en la misma escritura, modelo de una gracia difícil de mantener en un texto tan extenso. Más de cuatrocientos personajes en sus ámbitos concretos y las sucesivas situaciones / PASA A LA SIGUIENTE PÁGINA
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(fiestas tradicionales, íntimas, ceremonias) en el devenir de la corte, se sostienen gracias a ese modo oriental que resume en un trazo la complejidad de un gesto. También pertenece a este estilo la unión complementaria de prosa y poesía. La agilidad estilística de Murasaki, además, lleva consigo un humor sutil que le permite la connivencia con el lector, la expresión de un juicio de la sociedad y el análisis de los temas que le preocupan: la condición femenina y la de la novela como medio de plasmar la realidad. Tampoco pueden establecerse paralelos a la hora de considerar que esta novela, la más importante de la literatura japonesa, haya sido escrita por una mujer. En el antiguo Imperio del Sol Naciente, relatar historias era un oficio femenino. A ello contribuía el empleo de la letra silábica kana, que apareció en el siglo viii y permitió un apartamiento de la china y el aflorar de la literatura autóctona. Las mujeres adoptaron esta escritura, mientras los hombres se veían obligados a seguir escribiendo con las letras chinas. Por tradición, además, ellas no sólo eran contadoras sino maestras de sabiduría o tutoras literarias en la corte. Murasaki, que había sido iniciada en las letras por su familia, sirvió a la emperatriz Akiko desde 1001 a 1013, y escribió también un conocido diario. Ahora
bien, el hecho de que se insertara en una tradición no merma en absoluto su genialidad. Dotada del don de la trama, la penetración y la fluidez, no esboza retratos ni describe personajes, sino que obliga al lector a seguir sus movimientos a través de una diversidad de planos que se entrecruzan. Estructurada en dos volúmenes, los especialistas opinan que la traducción más ajustada sería “Historia de Genji”. Este pequeño escollo se salta fácilmente. Otro que hay que saltar son las interpolaciones explicativas, que es aconsejable leer al final a modo de apéndice. Mejor sería emplear numerosas notas al pie de página y sugerentes ilustraciones. Queda un tercer escollo: lo que en su día fueron cincuenta y cuatro capítulos o escenas, reunidos en tres partes (o rollos), se presenta ahora en dos tomos, lo que no importaría si aparecieran a la vez, pero no es así. Destino ha optado por publicar de momento sólo la primera parte y Atalanta por las dos primeras, llegando hasta la muerte del protagonista, así que, en cualquier caso, el lector tendrá que conseguir ambos. No se conocen las fechas exactas de la vida de Murasaki Shikibu, aunque se cree que pudo haber nacido hacia 973 o 975. Tampoco se sabe su nombre real, pues murasaki designa la tinta
de una planta, la púrpura imperial, y la palabra shikibu no es un nombre ni un apellido, sino que indica las funciones de su padre en el departamento de ritos (Shikibu Sh). Su abuelo fue el célebre poeta Kanesuki y su padre, Fujiwara no Tametoki, era un funcionario erudito y poeta sin talento, que enseñó a su hija la lengua china y apreciar sus clásicos –algo poco habitual entre las jóvenes de su época. En realidad, Murasaki nació en una rama menor pero muy distinguida y cultísima de la familia Fujiwara en el último cuarto del siglo x, en el período Heian. Se casó a los veinte años, pero su esposo murió pronto, en 1001, dejándola viuda y con una hija. En 1006, después de que su padre se convirtiera en gobernador de la provincia de Echizen, Murasaki entró al servicio de Akiko, la joven consorte del emperador Ichijo. Cuenta la leyenda que la emperatriz solicitó a la escritora que le explicara versos de un autor chino a escondidas… l
Escultura de Murasaki Shikibu en el muelle de Uji-Shi, Kyoto, Japan. Fuente: flickr/ CC
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EDUCACIÓN
DENTRO Y FUERA DE LAS AULAS: UNA TAREA COMPARTIDA Una reflexión siempre necesaria sobre la educación en nuestro país: el papel y la responsabilidad inherente a los profesores, pero también a los alumnos, los padres de familia y el entorno; las salidas falsas y los juicios y descalificaciones sobre una labor en la que en rigor todos estamos involucrados.
Alejandro Anaya Rosas ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
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endemos a ver la educación como algo homogéneo, con un principio y un final. El inicio, en esta visión uniforme, se da en las escuelas preescolares, y su conclusión es la universidad con los diversos grados que oferta. Si esta percepción revela una cortedad del panorama educativo, se ciñe más creyendo que la educación es nada más la interacción, en el aula, entre profesor y alumno, dejando de lado aspectos importantes y obvios. Quizá esa obviedad es la causa de su omisión. Factores como la economía y el entorno, por citar unos ejemplos, no siempre son puestos a consideración en las reflexiones sobre la educación en nuestro país. Peor es olvidar que los primeros años de vida transcurren en el seno de una familia. Al no tomar en cuenta todas las contingencias que forjan la personalidad de un individuo, la idea de una educación fallida, catastrófica en ciertos casos, se vuelve parcial. Que los profesores se encargan de transmitir el conocimiento a los estudiantes no está en debate,
pero no podemos casarnos con esta idea arbitraria, pues el proceso de adquisición de conocimientos involucra a más actores. El profesor proporciona conocimientos, pero el alumno no es un ser pasivo que se alimenta con saberes. El estudiante es –debiera ser–, un individuo actuante en “su propia” educación, en un proceso dialéctico con sus profesores y compañeros de clase. En dicho proceso todos están sujetos al aprendizaje y la retroalimentación, pues la apropiación de los conocimientos se da, en gran medida, gracias a factores extraescolares. ¿Qué sería de un joven si no tuviese hábitos de estudio, sin la capacidad de esforzarse para conseguir logros? Y si los tiene, los hábitos, ¿acaso no los habrá adquirido en casa? No es regla, pero aplica en una gran mayoría de casos. Hablar de alimentación nos dispararía a otro problema, que dejaremos de lado, pero tiene mucha relación con lo tratado aquí. Hay quien afirma lo siguiente: más que transmitir saberes, el maestro genera ambientes de aprendizaje, de adquisición de conocimientos dentro del aula. Esto no se enuncia para “lavarse las manos” cuando la educación no da los frutos deseados, sólo ostenta el carácter colectivo de la educación; no reparte culpas, incita a trabajar en conjunto. Ahora bien, sería ingenuo pensar que la labor del docente se limita a planificar clase e impartirla. El profesor debe estar en constante comunicación con su entorno, ser consciente de la existencia de diversas corrientes pedagógicas, actualizar sus conocimientos; además, debe conocer a sus alumnos, poseer cierto grado de empatía –ya que trabaja con personas–, tener en cuenta los imprevistos dentro del salón, entre otras tantas cosas, y esto es una labor del docente oculta en el “ángulo muerto” de las reflexiones sobre la educación en México. Referir lo anterior no tendría sentido si no discurrieran, insistentemente, frases como: “el maestro está obligado a descubrir la grandeza de cada individuo”, o “debe impartir clases de forma amena para que el alumno no pierda el gusto por la escuela”, o también “debe mostrar la pasión en lo que hace y transmitirla a los estudiantes”.
Estudiantes de secundaria en cdmx, 2010. Fuente: commons.wikimedia.org/ CC BY-SA 3.0
Pronunciar tales expresiones, o peor: creerlas a ojos cerrados, es delegar responsabilidades, claro, de manera velada. Es cierto que todo individuo es bueno para realizar alguna actividad, algo que le apasione, y quizá dicho gusto no tenga relación con la escuela: por ejemplo, la carpintería. Si un individuo, hipotético amante de un oficio, fuese obligado a cursar estudios universitarios –digamos en letras o en medicina–, probablemente ni la “pasión” del especialista en la cultura grecolatina ni la del anatomista, originarían en su interior algún sacudimiento del espíritu. Lo que para unos es una clase entretenida o apasionante no lo es para otros. ¿Qué tal si al concluir una carrera universitaria, otro hipotético joven se siente perdido y llega a creer que su tiempo lo tiró a la basura? Probablemente los únicos culpables serían los maestros, no su entorno ni mucho menos él, pues ellos “tenían la obligación de descubrir ese genio que todos llevamos dentro, y no lo hicieron”. Es verdad: existen docentes que se han aprovechado de su posición para actuar con mala voluntad; quizá erraron al elegir dicha profesión, pero generalizar es grave, pues hay quienes dejan su vida en la carrera magisterial, o incluso, en estos tiempos aciagos, llegan a perder la libertad por defender su trabajo. ¿Quienes juzgan duramente a los profesores imaginarán siquiera el ambiente dentro de un salón de clase de nivel secundaria, en esta era de las distracciones? Y en nivel superior, ¿acaso el alumno no posee la libertad de elegir lo que le conviene a él y a la sociedad? No asignemos compromisos falsos, no responsabilicemos a otros de algo que a todos incumbe. Tampoco idealicemos. Actuemos con temple ante las injustas acusaciones que últimamente se le han imputado a los maestros –¿chivos expiatorios de un fracaso educativo, medido con números? Seamos conscientes de que mejorar la educación es trabajo en conjunto l
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Cuento
LA APUESTA Román Guadarrama ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
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A Baldomero Lillo (+)
uando el gallo clavó el filo de su canto en el súpito cuerpo de la mañana, el niño dormía plácidamente. De pronto, lo jalaron del brazo y de un solo movimiento lo pusieron de pie. El frío del invierno lo sacudió y se puso a llorar. A su corta edad no podía entender la violencia de su padre: casi le arranca el brazo. La madre quiso defenderlo, pero recibió un empujón que la arrojó al suelo. El huerco se acostó y se echó encima los cobertores. Entonces el papá lo tomó del brazo y lo puso de pie de nuevo: otra vez el hielo y el temblor del cuerpo. Encolerizado, el chamaco pataleó, y en la confusión le dio a su progenitor un puntapié en los testículos; el otro, muy adolorido, cayó al suelo, despatarrado; luego se levantó, caminó hacia el muchacho y le soltó una cachetada; enseguida lo levantó del pescuezo, como a un gazapo, y le dijo: −Aunque chilles como una rata, aunque te escondas debajo de la falda de tu madre, hoy te vas a chambear, cabrón. No faltaba más. El chiquillo se volvió a acostar y el papá le pateó las nalgas. −¡Si te vuelves a echar te rompo la madre! Mientras temblaba, el niño metió las manos en las axilas y unos lagrimones acres resbalaron por las mejillas; parecía un ángel en desgracia. La mamá le dio la ropa para que se fuera vistiendo y el niño no dejaba de llorar. −¡Danos de tragar! ¡Vamos, muévete! –Dijo el
Niños mineros en Pittston, Pennsylvania, 1911. Fotos: Lewis Wickes Hine. Fuente: wikipedia. org/ CC
padre, la madre se metió en la cocina y empezó a preparar tortillas de harina, huevos con chorizo y café sin azúcar, que resucitaba a un muerto. De un jalón, el huerco fue sentado en la mesa. La mamá trató de defenderlo. −¡Ya déjalo, es un niño! −¿Niño? ¡Adió! ¡Ahora va a tener que trabajar! Que sepa el pendejo lo que es ganar un peso. Cuando terminó de almorzar, el muchacho fue arrastrado hacia la calle. Al salir, el viento le cacheteó el rostro y el frío lo abrazó con tal fuerza que parecía sumergido en un mundo de hielo, inhóspito. Su delgado cuerpo se echó a caminar; si no lo hacía así, la congelación era segura. En la madrugada, las sombras cubrían el pueblo con su capote negro. El mineral era un esbozo de sí mismo, una silueta estática flotando en la oscuridad. El viento giraba y caía en picada, como cuervo herido. Remolinos de polvo, huizaches deshojados, cerros agrestes, delimitaban el paisaje. La luz del día se empezó a escurrir entre las nubes con manchas parduzcas, marrones, anaranjadas; estrías alargadas con historias inverosímiles. La basura corría por las polvosas calles y asaltaba los portalillos con escamas cafés, amarillas, bermejas…
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Después de caminar por las calles del pueblo el niño se metió, junto con su padre, por la puerta del llano; sin voltear siguió adelante, como una sombra que empuja la luz hacia la nada. Casi no había dónde posar la mirada, salvo en esos cerros agrestes, puntiagudos, en esos terreros oníricos cortados con serrucho. El paisaje desolado y el presentimiento del porvenir le provocaron el vómito: sus ojos saltaron de sus cuencas y se dobló hacia adelante. De pronto, a lo lejos, apareció una torreta de madera: temblorosa, ladeada, como un elefante enfermo a punto de sucumbir. Las luces mercuriales volvían más triste el paisaje; semejaba aquello un infierno anticipado. El niño volteó a ver el pueblito y éste aparecía a lo lejos como una mancha amorfa, un montón de casuchas sembradas por el azar. Volvió a sentir el latigazo en el estómago, sus intestinos se aflojaron y le dieron ganas de cagar. Entonces tuvo la certeza de que aquel camino llevaba a un “pocito” de carbón: un agujero en la tierra, hediondo, peligroso, donde los mineros más miserables se metían como topos, para arrancarle –a pico y pala– un cuajo a la tierra; era una minita donde el padre trabajaba seis días a la semana. Poco a poco fueron apareciendo entre las sombras los mineros temblorosos, el bullicio de la labor, el chirrido del malacate... Los ojos de los hombres aparecían hundidos en unas ojeras negras, absurdas, como si se las pintaran con rímel; semejaban monstruos vomitados por la tierra.
Tembloroso, el niño vio cómo su padre se dirigió hacia un minero taciturno, impaciente; luego fue señalado con el dedo y sintió sobre sí el peso de las miradas, como un animalito al que hay que sacrificar. El otro se rascó la nuca y meneó la cabeza; el papá manoteaba insistente. El huerco guardaba la última esperanza: que aquel hombre tan impaciente lo regresara a casa. ¿No era mejor quedarse a dormir? Desde que tuvo conciencia había tenido horribles pesadillas relacionadas con las minas. Soñaba que descendía a lo profundo, introduciéndose en túneles hediondos que, de un instante a otro, se convertían en laberintos, donde quedaba atrapado como una rata. Allí, en el interior, monstruos voraces querían devorarlo y él no dejaba de correr… En este momento, las pesadillas y la realidad casi eran una misma. ¿Por qué había sido tan tonto para aceptar la apuesta? Ay, la apuesta… Después vio cómo su padre caminó hacia el jacalón de adobe y, al llegar allí, se ajustó el casco, se colocó la lámpara y probó la batería: un destello de luz iluminó su magro rostro; luego se puso un paliacate en la nariz y caminó hacia donde estaba el huerco. Un minero viejo, humillado por el tiempo, miró al niño con lástima, como si fuera él mismo muchos años atrás; luego acarreó equipo para el chamaco y, sin prisas, lo fue vistiendo, como si fuera un monigote que en el fondo de la tierra va a hacer la primera comunión. Metido en el bote y sostenido por el malacate, el niño descendió –junto con el padre− por el tiro de la mina. Al ser tragado por las sombras, soltó el llanto. El progenitor no le dijo nada; al parecer a él le había pasado lo mismo: a los doce años había sido levantado y llevado a trabajar a la mina; tampoco para él había sido sencillo meterse en un agujero; aquello semejaba un infierno, una condena que había que cumplir en silencio, como un verdadero macho. Cuando llegó al fondo se topó con un piélago de sombras, el cual era tasajeado por los filos de las luces. El papá le enseñó a orientarse en las tinieblas. El interior de la mina era un túnel general que se dividía en galerías secundarias, que la lámpara minera develaba por partes, como un faro montado en el casco que, al girar, creaba y destruía el mundo. El niño caminó detrás del padre y vio cómo se metía a gatas en un socavón; luego, con una pica −empotrada en un mango de madera de mezquite− se puso a horadar el corazón de la veta, con más destreza que con fuerza; la experiencia lo decía todo: cada golpe desgajaba el fruto, una avalancha de piedra y polvo se venía abajo, como
En la madrugada, las sombras cubrían el pueblo con su capote negro. El mineral era un esbozo de sí mismo, una silueta estática flotando en la oscuridad. El viento giraba y caía en picada, como cuervo herido.
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un alud de monedas que caen sobre las manos. Después el niño paleaba el carbón hacia los botes, asombrado aún por la tibieza de la tierra y por la ausencia de los monstruos de la imaginación. El patrón pagaba la tonelada a veinte pesos y había que chingarle duro, bien y bonito, para poder comer con manteca. De pronto, en la mente del muchacho nació la luz: supo por fin cómo su padre amasaba el pan cotidiano: con el sudor del cuerpo. Aquello no era ya un juego de niños, sino la labor del hombre que arriesga la vida para llevar el alimento a casa; supo también que ese día su niñez había terminado y le esperaba una vida de trabajo. De ahí en adelante, debía rascar la tierra con veinte uñas hasta que se le gastaran la piel, la carne, los nervios, los huesos… En la tarde, cuando salió del pozo, el viento lo atenazó y lo puso a temblar. Sintió el cuerpo vacío, como si le hubieran succionado la energía y apenas pudiera mover un pie. Tuvo que sacar fuerzas de los huesos para echarse a caminar. El cielo seguía poblado de nubes aborregadas que anunciaban con letras de infante una nevada. Cuando llegó a la choza encontró a su novia allí, con un vestido blanco de percal: inocente, juguetona, lista para el sacrificio. El juez lo apremió para empezar la ceremonia. El huerco se quiso bañar, pero le dijeron que no: la autoridad llevaba mucho tiempo esperando. Y así, cubierto de carbón, se puso al lado de la niña, y el juez los casó por la ley civil. Después, sin bañarse, los llevaron por la calle hasta la iglesia del mineral donde se desposó por el rito católico. Como no había dinero, no hubo fiesta, sólo abrazos y felicitaciones. En la noche, el muchacho se echó en la cama y se durmió profundamente. Su mujer lo sacudió y le pidió que le tocara el vientre; sintió que dentro de ella pataleaba una criatura hambrienta. El huerco le pidió que, por favor, lo dejara dormir; al día siguiente debía ir a trabajar. Y se quedó dormido de nuevo. Vaciladora, la niña lo sacudió y le dijo: −Ganaste la apuesta… −¿Cuál apuesta? –dijo él entre sueños. −¿Ya la olvidaste? ¿No dijiste que por mí te irías a trabajar a los “pocitos”? ¿No es ésa la mayor prueba de amor en este pueblo? −¿Por qué no me dejas dormir? −Es nuestra noche de bodas. −El sueño me dobla; déjame descansar. Antes de dormirse, el muchacho sintió sobre sí el descomunal peso de la responsabilidad; quiso llorar y se contuvo; recordó las palabras de su papá: “Un hombre no llora ni se raja. Aguanta como macho.” Oyó que afuera el viento llevaba y traía el polvo, lo subía y lo bajaba, lo acariciaba y lo lamía, lo azotaba, lo retenía, sin dirección y sin destino. Después hubo una pausa angustiante donde el silencio se estacionó como una carreta afuera de la choza. Por la ventana alcanzó a ver cómo unos copos de nieve empezaron a caer y el paisaje, seguramente, se volvería blanco, un blanco que con el paso de las horas se convertiría en negro, en negro color carbón l
Román GuadaRRama (Nueva Rosita, Coahuila, 1963) es maestro en Letras Españolas por la FFyL de la UNAM y pasante de Filosofía por la misma institución. Ha publicado Los ojos de los sueños (Arlequín, 2007), Memorias de un gasero (Consejo Editorial del estado de Coahuila, 2009) y La paradoja de los dioses (Universidad Autónoma de Coahuila, 2011).
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8 27 de enero de 2019 // Número 1247
SAÚL Entrevista con Saúl Ibargoyen Autor de más de cincuenta obras, Premio Carlos Pellicer 2002, uruguayo de nacimiento y mexicano por adopción y luego por elección recientemente fallecido, habla aquí con lucidez decantada por los años, de las dictaduras en Latinoamérica (El torturador); del fascismo (Sangre en el sur), y de la memoria y del regreso del exilio que, afirma, debe verse “como un exilio dentro de otro, y que se da en un no-lugar” (Volver… volver). Arriba: Juan Gelman y Saúl Ibargoyen en Montevideo, 1988. Con Serrana y Alfredo Zitarrosa, Mayra Martínez y Eduardo Milán. cdmx, sin fecha. Izquierda: en el Café Brasilero de Montevideo. Derecha: Montevideo en 2011. Fotos: Facebook de Saúl Ibargoyen.
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ENTRE EL EXILIO Y EL ARRAIGO “Nunca se regresa del todo”, afirma Saúl Ibargoyen en relación a la experiencia del exilio y con motivo de la publicación de su última novela, Volver… volver, título de resonancias populares, cuyo referente es una celebradí sima canción ranchera, y en la que narra el regreso de un exiliado a su país de origen. En esta reflexión sobre los temas del exilio, pero también sobre el sustento cultural y político que impulsa toda su obra, Ibargoyen nos dice: “Jamás nos vamos totalmente.” Saúl Ibargoyen, poeta y narrador uruguayo/mexicano, ha publicado más de cin cuenta libros de poesía, cuento, novela, testimonio y teatro para niños. En 2002 recibió el Premio Carlos Pellicer y, en 2004, el Premio Nacional Juegos Florales de San Juan del Río, Querétaro. Entre sus últimos libros publicados se encuentran Toda la tierra, Cuento a cuento, El poeta y yo, La última copa, El Torturador y Juntaversos. ¿Cómo se enfrenta el destino cuando se llevan las marcas del exilio? ¿Qué es la memoria cuando aparece bajo la forma de una novela? ¿Cómo regresan a su país de origen los que ya traen otro país encima? Saúl Ibar goyen, también ensayista de varias orillas, entre Uruguay y México, y de varias fronteras, Uruguay y Brasil, hijo de esa larguísima frontera invisible creada entre su adopción mexicana y sus deseos rioplatenses, da a conocer esta nueva novela en la que se pregunta por un tema que ronda toda su obra: el regreso al país natal, su imposibilidad, su enfrentamiento con el pasado, el anacronismo que viven los que se van respecto con lo que se queda, las huellas de lo que ya no existe, o que existe de otra manera. Volver… volver, su referencia a una popular canción mexicana, es la primera señal de ese ámbito que a este poeta le gusta tanto: el habla popular, el gesto de todos los días de una sociedad como la mexicana que vive sus fracasos y esplendores desde la canción ranchera.
Gustavo Ogarrio |||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
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aúl, me gustaría primero que hablaras un poco no de esta última novela, sino de ciertas obras anteriores, muy cercanas en el tiempo, en las que veo prefigurado el tema de la memoria histórica respecto al pasado de represión y de dictaduras en muchos países latinoamericanos. Estoy pensando en tu novela anterior, El Torturador, una sátira un poco negra sobre un tema tan duro como la tortura, tratada sin tremendismos pero también sin ligerezas. ¿Cómo ves esta narrativa tuya respecto al momento de memoria actual que viven muchos de los países de América Latina?
–En verdad, creo que la tortura como política terrorista de Estado opera en varios niveles. La aplicación de ese método destructivo de sometimiento implica efectos a largo plazo, más allá de la búsqueda de información o de implantar un miedo paralizante en el conjunto de la sociedad. Eso promueve un vínculo, que puede estirarse históricamente, como de mutua atracción entre el sujeto-Estado que realiza la tortura y el objeto-sociedad que la recibe. Por lo tanto, esto supone la existencia de una memoria que busca dolorosamente la verdad y la justicia, y de otra memoria que pretende convertir su discurso en una verdad ficticia y perversa. En tal sentido, creo que las zonas de mi narrativa en las que se da esta temática presentan, al menos, una posibilidad de ajustarse a un momento histórico en que, para algunos países del Cono Sur, se está acentuando el esclarecimiento de los incontables crímenes
(1930-2019)
de lesa humanidad cometidos en los años setenta y ochenta. El tema de la tortura y su contenido ideológico –en razón de experiencias personales y colectivas–, es más que tema literario en el que hay estupendos textos testimoniales y creativos, empezando por el relato de la crucifixión de Jesús-hombre por el imperio romano; se transforma en un componente más de la cultura. O sea, es tal la presión del Estado terrorista (no hablo aquí de otro terrorismo) y, por decirlo así, de todo su aparato político, mediático, tecnológico, psicológico, científico, policial, castrense, etcétera, que esa modalidad de opresión resultan internalizada por la sensibilidad comunitaria. Como el niño golpeado y vejado que luego es golpeador y violador. En fin, así es mi personaje Escipión Carrasco, “el Torturador”, hijo de madre desconocida… La tradición de la tortura ha generado una respuesta literaria que también conlleva una tradición. –En otro trabajo tuyo, testimonial, Sangre en el Sur, pones a jugar una de tus ideas políticas más tenaces, dices que “el fascismo es uno”. ¿Podrías hablarnos de esta idea y de su relación con el testimonio y tu narrativa? –Ese libro de testimonio desarrolla hechos y situaciones vividas en cabeza propia y en cabeza ajena, durante un lapso de tres décadas reales; también se apela en el relato a datos de la historia conosureña, pero bajo interpretación muy personal. La intención, aparte de la necesidad de la escritura como un monólogo dramático, era señalar asuntos que aparecen en otras obras mías, aunque el autor explícito (estimulado por un entrevistador fantasmático) se involucra casi sin límites con su propio discurso. Y en buena medida, para denunciar sin anestesia la presencia, el desarrollo y los nefastos resultados de la puesta en práctica del fascismo criollo en Sudamérica, como brutal avanzada del neoliberalismo, tan elogiado por las oligarquías nativas. La tesis de que el fascismo es uno solo, más allá de las máscaras democráticas que utilice, es una verdad evidente que no necesita demostración. “Las espinas envenenadas del fascismo” dijera Rodney Arismendi, siguen lastimando al cuerpo social en Uruguay, en Chile… Miremos hacia América Central y más arriba. Es uno solo, sí, pero tiene muchas cabezas. –Ahora sí quiero a entrar en la novela Volver… volver, ¿quién es este hombre que lleva la voz, Leandro? Hay en su figura un trabajo novelesco / PASA A LA SIGUIENTE PÁGINA
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desde tu propia autobiografía. ¿Dónde eres él y dónde no? –Pregunta para un psicoanalista, y yo soy sólo un paciente… No se oculta que el personaje central, Leandro, está apegado a una autobiografía que uno escribe sin palabras, mientras va respirando en estos complejos y a veces contaminados aires del mundo. Y que después, bajo ciertas pulsiones, resulta escrita e inventada al mismo tiempo. Uno la vive sin escribirla y la escribe como si la viviera. Por tanto, autor explícito, autor implícito y narratario son uno solo, otra vez la trinidad… Leandro es el nombre de mi padre, es decir, su nombre vive, respira, pero murió hace cincuenta y dos años. Decía mi amigo Hugo Giovanetti que detrás de una familia o un grupo humano, o alguien, siempre hay una persona, como una sombra que señala aconteceres y destinos. Puedo decir que hay una sombra para mí, siguiendo esta metáfora, como el otro, el doble, etcétera, pero esa sombra se ha vuelto transparente y su núcleo de seguro es blanco. He pensado que, a más del asunto central de la novela, el regreso de un exiliado a la ciudad natal, el otro asunto es un homenaje y el verdadero encuentro con mi padre. –En la novela hay figuras que ilustran perfectamente este choque entre pasado y presente, que representan la imposibilidad completa del “regreso” para el hombre Leandro. Por ejemplo, María Laura, una estudiante que precisamente estudia el presente en una de sus versiones artísticas, la literatura, o Rosita, que en su disposición amorosa recarga el presente de exilio de Leandro, aunque se esté ya de regreso. ¿Es así esto? –No lo había pensado así, pues los personajes fueron apareciendo de quién sabe que “telas del corazón”, como universos nacidos de la nada (según Stephen Hawking), aunque esta teoría no sirva para los humánidos. Según los famosos griegos, hasta los dioses estaban sometidos a la necesidad, y mi personaje Leandro también, e igualmente María Laura y Rosita. Su aparición tal vez esté relacionada con ciertos huecos en la sensibilidad del protagonista, resultantes de historias pasadas que tienden a reiterarse, como si tratara de soñar en función de un acto de voluntad. Esto pretende significar que cada personaje tiene varias históricas apócrifas, es decir, escondidas, y la interacción con otra/o personaja/e despierta una sola de esas historias, en razón de la ley que expresa que un personaje no puede estar en dos lugares del relato simultáneamente. Ciertas partículas en la física cuántica, sí. –Hay una frase en la novela que me gustaría que profundizaras en ella, no en términos novelescos, pues a final de cuentas esto ya está en la novela, sino en sus consecuencias históricas: “Todo es memoria, hasta lo que no fue.” –Alguien, un místico árabe llamado Josef IbnDamash, dijo que recordar para adentro era vivir y recordar para afuera era morirse. Para los poetas, la memoria es la propia poesía en más de un sentido, pero cualquier ciudadano, y hasta un chimpancé (nuestro pariente más cercano), en sus operaciones recordatorias, realiza retoques o variaciones a la representación mental-sensibleespiritual de lo vivido. Es decir, genera uno o más futuros, quizá tan o más numerosos que los eventos del pasado. Además, cuando ya no hay nada que recordar, pero la base orgánica de la memoria persiste, ésta se alimenta de sí misma, se recuerda en eventos que no existen. Es el agujero negro de
toda ausencia; Josef Ibn-Damash lo hubiera llamado muerte (que tampoco existe). –En un momento de este regreso del protagonista a Ríomar, el hombre Leandro se pregunta: “¿Qué estoy encontrando aquí, donde el verde es otro verde y ya no traquetean los tranvías amarillos…?” Es una pregunta cargada de símbolos que demuestran devastadoramente que el que regresa ya no reconoce la cotidianidad que dejó, la tecnología que lo acompañó en el pasado. ¿Qué papel juegan estos símbolos como el tranvía o el color del paisaje en la novela? -El verde y el tranvía amarillo son una alusión a unos versos de mi caro amigo Benedetti: “Montevideo era verde y con tranvías.” El amarillo (color vinculado con el Sol, el fuego, etcétera) lo vi en los tranvías de mi infancia. Contiene una propuesta simbólica de energía, de ritmos vibrantes y vitales. Yo acostumbraba descender de aquellas máquinas ruidosas y populares, apegadas a sus rieles de fierro, todavía en movimiento, apoyando el pie derecho y echando el cuerpo hacia atrás. Todavía hago eso al bajar de las peseras mexicanas como lo hice de los colectivos en Buenos Aires. El verde es además un fuerte color de la niñez, pues viví en zonas suburbanas, ricas en árboles y plantíos de maíz y viñedos. Para mí, y para el personaje Leandro, el verde tiene sabor y sus olores diversos son como una corriente de energía cósmica. Pero en una ciudad hay muchos colores, la inventes o no… –Esta novela es sin duda bicultural, está hecha de un lenguaje artístico que sólo es posible a partir de la experiencia de habitar dos sociedades, la uruguaya y la mexicana. ¿Qué tendrías que decir ante esta situación? –En efecto, se trata de una experiencia literaria a partir de dos culturas, que a su vez contienen una amplia diversidad de valores y representaciones simbólicas proveniente del traslado cultural, desde ecos de la Antigüedad preclásica, pasando por el mal llamado “encuentro de dos mundos” o pillaje colonialista de Nuestra América, hasta el espacio-tiempo globalizado de hoy,
Las manos del poeta, Uruguay, 2011. Foto: Facebook de Saúl Ibargoyen.
que la expansión del capitalismo salvaje impulsa. Es decir, tanto el autor explícito de la novela como sus criaturas de tinta y papel se hallan sometidos a las presiones de una cultura general para la cual no estaban preparados. Y aunque la escritura se haya alejado del uso de portuguesismos, tampoco se apoya sustancialmente en formas del habla mexicana: la novela trata de un regreso a los orígenes (reales o inventados), lo que implica una vuelta a la lengua primigenia. Además, pienso que la diversidad de la cultura, en sus trajines incesantes, muestra una dimensión evidente pero también sugiere otras dimensiones que llamaría soterradas. Tal vez éstas sean las más relevantes para mí. –Estamos ante una novela que se puede ver al final de un ciclo literario y político, el de una generación que vivió las dictaduras, el fin de la Guerra fría y la velocidad frenética de la globalización. ¿Qué reflexión te produce esta afirmación? –De acuerdo, sí. En estos momentos de nuestra historia latinoamericana el trágico ciclo de dictaduras y su resonancia literaria iniciada con Tirano Banderas parecen haber terminado. Lo que percibimos hoy es una nueva etapa de las luchas independentistas contra el imperio y sus socios, que traerán sufrimiento a nuestros pueblos, pero también la posibilidad de una liberación definitiva. Pero, ¿y el tópico del exilio, de milenaria tradición? Éste continúa en las realidades actuales del continente y del planeta, con una cauda de dolor y desgarramiento en verdad interminables, renovados y explotados por la perversidad del poder (pensemos en el famoso Grupo Heidelberg). Asimismo, debe verse el regreso del exilio como un exilio dentro de otro, y que se da en un no-lugar. Tengo certeza de que mi personaje Leandro lo ha comprendido hasta el fondo: el exilio nunca se acaba, y no sabemos cuándo empieza. Nunca se regresa del todo porque jamás nos vamos totalmente l
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El regreso Saúl Ibargoyen
Con tu boca pegada a mi espalda sigo la dirección de inmensas calles y en mis hombros una bandera de polvo parece declinar. Es aquélla la sombra de un pueblo que después de esta sombra se levanta? Hay un nombre escrito en estos aires o es un trazo de humo que sale de mi voz? Sin embargo cada día se completa con sus pájaros que llegan tal vez desde un profundo litoral. Una sangre pesada busca que se abran alamedas cruzándonos el cuerpo y tú me empujas vuelves a nombrarme me indicas las cartas que debo escribir soplas en mi oído los tamaños del cielo metes en mi carne
las tensiones del sol. Yo puedo decir con letras tu distancia y escuchar en mi vaso el ruido de las aguas que un día inevitable entrarán en el mar. Quién eres tú después de todos los años usados en pensarte como un viento oloroso disolviéndose en la luz? Qué serás tú cuando mi memoria se encuentre contigo y podamos sumar las cifras de la muerte los números exactos del dolor la cantidad de cenizas y de lágrimas los extraviados besos las bocas insultadas y esas manos tenaces en su gesto final? Qué seré yo: qué cosa andante de pelos y huesos qué costosa forma regresando a decirte que de algún modo sangriento tendremos que cantar.
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KAFKA ENTRE NOSOTROS Kafka en traje de baño, Franco Félix, Nitro/Press, México, 2018.
Sergio Ceyca ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
LA VIDA DE Franz Kafka suscita obsesiones arraigadas, a pesar de que no haya vivido nada extraordinario. El autor checo creció en Praga y ahí mismo fue educado y entró a trabajar en una oficina de seguros, primero, y dirigió una fábrica con uno de sus cuñados, después; viajó poco en su juventud hasta que en él se desarrolló la pulmonía y sus últimos años transcurrieron entre sanatorios y estadías con sus hermanas, ya jubilado. Se acercó a diversas mujeres, entre las que destacan Felice Bauer, Milena Jesenká, su traductora al checo, y Dora Diamont: el tema amoroso fue siempre
inconstante en su vida por complejos que él mismo tenía con su sexualidad. A pesar de esto, autores como Ricardo Piglia se han acercado a su vida para encontrar los vacíos argumentales y rellenarlos con ficción, e infinidad de turistas visitan Praga todos los años para conocer las casas en las que vivió, los cafés en los que conversaba con Max Brod u otros amigos, buscando los pasos del eterno oficinista en la vieja plaza. A veces me parece que son las consecuencias que se generaron tras su muerte, más que sus escritos inacabados, los que generan dicha fascinación: por ejemplo, el juicio que durante años tuvo el Estado de Palestina contra las herederas de Esther Hoffman, a quien Brod dejó sus manuscritos, entre los que estaban algunos de Kafka, ya que el Estado de Israel afirmaba que, por haber sido Kafka un judío, tenía derechos sobre sus papeles; o cómo Marianne Steiner brindó la mayor parte de la información que conocemos de Kafka porque ella fue su única familiar que sobrevivió al Holocausto: sus tres hermanas y casi todos sus sobrinos murieron en los campos de concentración. Hija de Vallie, Marianne contraería nupcias con el escritor George Steiner y escaparían hacia Reino Unido, donde falleció. Por ello resulta extraña la premisa de la primera crónica del libro Kafka en traje de baño, de Franco Félix: en la ciudad de Hermosillo vive un chico cuyos compañeros de clase se burlaban de él por decir que es descendiente del autor de La metamorfosis. Entre otras personas que se han obsesionado con Kafka están Malcolm Pasley quien, gracias a Steiner, pudo viajar a Suiza para conocer a Brod en los años cincuenta y recibir la mayor parte de los manuscritos que posteriormente trasladó en un coche desde Suiza, atravesando buena parte de Europa, hasta Oxford, donde los depositó para su resguardo. Pasley hizo ediciones criticas sin los cambios o adiciones de Brod. También está Reiner Stach, el escritor de la titánica biografía de Franz Kafka: duró años escribiendo los tres tomos, publicando primero el correspondiente al período entre 1911 y 1920, llamado Los años de las decisiones, ya que hablar sobre la infancia del autor checo era más
En nuestro próximo número
difícil porque requeriría una investigación mayor. Stach tuvo primero subvenciones del Estado alemán para completar la obra pero, comenta en una entrevista, en cierto momento tuvo que sobrevivir jugando póker en internet, con tal de poder terminarla tras tantos años. Y ahora hay que agregar a Franco Félix: su crónica se centra en la obsesión que sintió por responder a la pregunta de si era posible que vivieran descendientes de Kafka en Hermosillo, Sonora, de donde el autor es originario. Para esto bucea hasta lo más profundo: desde buscar al chico que hizo tal afirmación hasta adentrarse en los árboles genealógicos judíos para averiguar por dónde podían llegar esos grajos (Kafka, en checo, significa grajo) al desierto del norte del país. Ilustrada con capturas de pantalla de las conversaciones por Facebook o por correo electrónico, la búsqueda de Franco Félix no es una crónica convencional sino un resumen de la investigación que estuvo desarrollando durante cinco años. Dicho trabajo es excepcional porque pareciera ser inútil: ¿a quién le importaría saber si hay, realmente, descendientes de Kafka en México? El resultado es un texto en el que Félix elije un estilo para contar las cosas: el de la obsesión y la investigación apasionada, casi detectivesca. En las otras dos crónicas que completan el libro, el autor se adentra de nuevo en aquellas preguntas que parece que a nadie le interesan: ahí es donde deja claro que a él le interesan esas cuestiones absurdas, usualmente dejadas de lado por la sociedad, que parecen esconderse detrás de la cotidianidad: al demostrar que está interesado en aquellas historias que se mantienen en la periferia, que no todo el tiempo forman parte del discurso público, es donde brilla su estilo porque se trata de una tarea que la literatura siempre ha impuesto a sus autores. Además, el libro merece un reconocimiento que quizá no parezca gran cosa: tras revisar al menos unos quince libros que en sus títulos tenían la palabra Kafka, éste es el único que me encontré en que la referencia no era una metáfora para una historia que nada tenía que ver con su vida o su obra
ROSA LUXEMBURGO y la victoria futura Luis Hernández Navarro y Román Munguía
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Las rayas de la cebra Verónica Murguía
La Doctora Corazón ENTRE LAS PROHIBICIONES que plagaron mi infancia estuvo la (razonable) de no leer ni pintarrajear las fotonovelas del salón de belleza. Mi madre, asidua cliente, solía llevarnos a que nos cortaran el pelo y que a ella le “prendieran los tubos”, actividad que, afortunadamente, ha caído en desuso porque implicaba, además de los tubos, meter la cabeza en una especie de caparazón metálico que irradiaba un calor horrible y olía a pelo quemado. Los niños nos aburríamos y jugábamos con todo lo que había a la mano. Por supuesto, con las fotonovelas, revistas extrañísimas ilustradas con fotografías de baja calidad en las que actores se besaban la barbilla aparentando estar en pleno beso francés y los diálogos iban dentro de globos como de historieta. Eran feísimas e irresistibles. Lo mejor era la sección de consejos de la Doctora Corazón. Recuerdo cartas más o menos como ésta: Estimada Doctora: Le escribo porque estoy desesperada. Mi novio me pidió la prueba máxima de amor. Se la di porque lo
amo, a pesar del temor a desilusionar a mis padres, que me han educado como a una señorita decente. Mi novio, después de una tarde de pasión durante la cual me juró que nos casaríamos, no ha vuelto a llamarme y finge que no está cuando yo lo llamo a él. Tengo miedo de que mi mamá se dé cuenta o de que esa tarde tenga consecuencias. ¿Qué hago? Desesperada de Champotón, Camp. Con eso bastó para que yo metiera la fotonovela dentro de una especie de álbum que hay en todos los salones de México donde se ven los cortes y los peinados. Es un álbum grande, que puede ocultar una revista. Allí puse las fotonovelas que pude encontrar y devoré todos los consultorios sentimentales. Acerca del problema que aquejaba a Desesperada no entendí nada. Para mí una prueba era un examen escolar, pero que una adulta firmara como Desesperada era apasionante. Fue entonces que reconocí algo que sucedía, pero que mi minúscula experiencia me impedía expresar: había cosas que no se le podían preguntar a los padres, a los maestros o a los amigos, porque la opinión de nuestros conocidos pesa sobre la pregunta. La pobre Desesperada no podía permitir que sus padres supieran nada. Escribirle a un desconocido era una excelente solución. A esa edad el dicho “el que nada debe nada teme” ya me parecía una falacia. Había cosas en las que yo no tenía que ver y que, de todos modos,
pagaba. Recuerde el lector a la maestra diciendo: “Hasta que no sepamos quién se robó la torta de x nadie sale del salón” y la cara de los niños. Una mañana vi al niño Zutano comiéndose los mocos en el patio y me dio asco. Zutano y yo compartíamos en pupitre y me quise cambiar de lugar. Mis amigas preguntaron por qué, les dije y una de ellas me dijo: “No seas cochina”. Me puse roja (eso de que la inocencia garantiza la serenidad es una tontera monumental) y tartamudeé: “¿Yo? ¿Por qué yo?”. “Ay, no sé, qué cochina”, confirmó la pesada. Me cambié de lugar sin permiso y dejé de preguntar cosas. Y de responder otras. Si a una niña le cortaban el fleco y le quedaba cara de huevo, yo no decía ni pío; cuando me enteré, prematuramente, del asunto de Santa Claus tampoco dije nada. La afición pasional por leer consultorios sentimentales ha continuado. Hay algunos serios, que responden preguntas sobre la lealtad, el deber, la vejez, etcétera. Hay otros sobre sexualidad, asuntos laborales y tecnológicos. Los que han desaparecido, y lo lamento, son los que trataban asuntos de modales. Si hubiera un consultorio en el que abordaran esas cuestiones yo traería a colación en mi carta lo mismo que me pasó en el kínder y que me sucede de nuevo ahora, en 2019: Querida doctora: Hay un señor que atiende una miscelánea y que se come los mocos casi a la vista de los clientes. Ya no frecuento su tienda, pero me dan ganas de decirle que no despache la comida sin lavarse las manos. ¿Qué hago? Asqueada, de la cdmx
La otra escena Miguel Ángel Quemain
quemainmx@gmail.com
Antonio Zúñiga y los metabolismos SEGUIR LA PUESTA en escena de La epopeya de los recicladores de basura permite entender el poder y la firmeza de los procesos artísticos que corren como los afluentes de múltiples ríos subterráneos que convergen episódicamente en uno solo, fundido en las aguas de un torrente conocido como Carretera 45. Explicaba que en un primer montaje la presencia y complicidad del fonca e Iberescena hicieron posible un trabajo compartido con un grupo de jóvenes actores de la Universidad Distrital de Bogotá, quienes invitaron a Antonio Zúñiga a dirigir Rompecabezas, obra de su autoría. Con la colombiana Prisma Teatro, la basura no como desecho orgánico o inorgánico que arrojamos al mundo, sino como los entramados que dejamos dentro de él y de nosotros, se convirtió en la indagación central. Zuñiga le contó a Salvador Perches: “Les propuse un ejercicio muy simple: que llevaran al ensayo un fragmento de cualquier parte, de cualquier obra, de cualquier lugar de Shakespeare, el que quisieran, el personaje que quisieran, la idea que quisieran, el fragmento que les latiera. Nos reunimos y con esos fragmentos lancé una provocación y les pedí que respondieran leyendo cualquiera de ellos su fragmento y luego continuaran la lectura todos. Al final, me fui a trabajar la escritura y se convirtió en La epopeya de los recicladores. Pero procede enérgicamente de Shakespeare, y los
personajes son Shakespeare, Ofelia, Titus, Enrique iv, Ricardo iii, Romeo y Julieta, el Moro... de ahí nació esto.” En cualquier ciudad del mundo el problema de la basura atrae historias de desigualdad, violación y del uso del poder de ciertas componendas políticas. Aquí puede entenderse que lo central es un ambiente de desolación y abandono, pero lo que sucede, como pasa con Genet, Celine y Chukri, es que la pregunta central es sobre la manera de metabolizar el mal, el dolor, la violencia, la destructividad, dónde poner y qué hacer con la basura. Lo que hace Zuñiga al emparentarse con la narrativa de lo clásico es hablar en nombre de todos los hombres y sus padecimientos, colocarlos en situaciones que permitan que la prosa de la vida diaria sea sometida al juicio de la designación poética, de la palabra precisa, de la palabra bisturí que expone la interioridad. Hay un mundo anecdótico que se discute en la obra, justicias divinas y terrenales se polemizan entre seres fabulosos y reales, abusos que le competen a los defensores de derechos humanos y fiscales generales, pero que también están en el orden de una moralidad.
La epopeya de los recicladores de basura
Obra tras obra vemos a esta compañía poderosa, con actores distantes del protagonismo imperante. No lo digo para despreciar ese protagonismo propio de la fusión entre el actor y el personaje, sino para enfatizar que si de algo se han librado los actores de Zúñiga es de la sensación de orfandad que debe provocar la caducidad, la fugacidad de los proyectos mas ordinarios. Así dice este mundo expansivo: Ricardo: La basura nace en las manos blancas de la gente. Lear: Todos queremos deshacernos de ella. Cordelia: La basura en femenino. Ricardo: No se puede decir en masculino. Cordelia: Aunque sale de sus bocas masculinas. Ricardo: No voy a renunciar. Lear: Una prórroga no te mata. Te alimenta. Deja respirar mi puesto. Sólo tres años. La gente quiere cambios. Por eso me eligieron. Ricardo: La gente quiere saber a dónde va la mierda que tira. Despedirse de ella, como en el retrete. Lear: Nunca como ahora lo sabrán. La gente quiere cambios. Ricardo: Llamas que incendian los botes de basura. ¿De esos cambias hablas? Lear: Son unos hijos de puta, Ricardo. Ricardo: ¿Quiénes? Lear: Los posibles votantes. Ricardo: ¿Todos? Lear: La mayoría. Ricardo: Inventados por ustedes, los que se eligen. Lear: Es la ley
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Prosaísmos Orlando Ortiz
Ocurrencias SI ESCRIBO A PROPÓSITO de un tema, a partir de la información que circula hoy, cuando aparezca mi nota parecerá sesgada porque ya será otra la información, y posiblemente opuesta. Por ejemplo, lo del huachicol (no es mi intención analizar si estuvo bien o mal, creo que todos estamos de acuerdo en que acabar con ese mal era o es necesario y correcto): un día se comunica que el problema no es el desabasto sino el sabotaje en un ducto, pero que ya se está arreglando. Al día siguiente, que ya está arreglado y por lo tanto el problema quedó resuelto; al siguiente, otro sabotaje, y luego... lo mismo y hasta se multiplican los pinchazos cotidianamente, a pesar de que con cada compostura se aumenta —para blindar los ductos—, el número de soldados que los vigilan. (Espero que para cuando aparezca esta nota esté resuelto el problema y se haya castigado a los responsables, pues de lo contrario los ductos van a quedar como coladeras. En el momento de redactar estas líneas, me entero de que además de los sabotajes habituales encontraron en Guadalajara doce puntos de ordeña.) El asunto está peliagudo y con numerosas aristas, de las cuales sólo muy pocas se exponen. Pero solamente daba un ejemplo. Otro sería lo de la tan traída y llevada Guardia Nacional. Este asunto me trajo a la memoria que el tema viene de lejos. Creo que desde la Colonia; sin embargo,
lo que recordé de inmediato fue que en el siglo xix se convocó en varias ocasiones a la constitución de una Guardia Nacional. Es más, cuando había la amenaza de una intervención extranjera o se incrementaba la delincuencia, surgían estos cuerpos armados que auspiciaban los comerciantes, hacendados y profesionales. Eran ellos los que debían encargarse de armar, vestir y mantener a estas fuerzas. Esto lo menciono porque la actual discusión (en la que me reservo juzgar si es o no militar o si debe o no debe ser civil) me hizo recordar a los “polkos”, aunque con sus peculiaridades; pues a aquéllos siempre se les ha calificado, sin más y justificadamente, como conservadores. En la actualidad el caso es otro. Me explico. En aquellos años de lucha casi continua entre republicanos y conservadores, éstos tuvieron la idea de integrar un cuerpo castrense en Ciudad de México, con jóvenes voluntarios provenientes de buenas familias y eminentemente católicos furibundos, aristócratas y “patriotas” desde el punto de vista de ellos. La idea prendió de inmediato, pues los hijos de papi se vieron en uniforme de gala, con espadín o espada seduciendo a las pollitas en bailes (la polka estaba de moda) o retretas, en jardines con serenatas a la luz de la luna. El uniforme les daría prestancia, gallardía y pinta de valientes. La jóvenes bellas caerían rendidas a sus pies. Lo que no registraron fue que el uniforme implicaba milicia, y milicia es disciplina castrense, es
decir, militarización —aunque para ellos no sería muy rígida, pero sí tendrían que asistir al cuartel, recibir órdenes, hacer ejercicios, montar guardias de día y a veces de noche, cargar no solamente la espada sino también el mosquete, marchar, mochila, impedimenta, etcétera. Al principio los hijitos de mami lograron sobrellevar ese “tormento”, pero después comenzaron a sentir que no era tan simpática la vida militar. De manera que primero salían de casa por las mañanas camino al cuartel, con un mozo que cargaba el fusil y la mochila —pesaban mucho—; después, como las guardias nocturnas eran insufribles, contrataban a quien los cubriera para ellos poder irse a dormir a casa o asistir a una fiesta a bailar polkas. Cuando algún combate los sorprendió en el cuartel, ya se imaginarán sus reacciones. Hace algunos años un joven me confesó que había dejado el Ejército por cinco motivos. Le pregunté cuáles eran y me respondió mostrándome una mano con la punta de los dedos juntos (señal de miedo). Había estado en combates de la guerra contra los narcotraficantes cuando empezaba. Se siente retefeo que las balas te pasen cerquita. Te lo digo a ti m’hijo, entiéndelo
Monólogos compartidos Francisco Torres Córdova
ftorrescordova@gmail.com
Escoba de varas para Ana Aurelia Chávez, a Roberto y Juan Díaz in memoriam LAS MANOS RECIAS, los dedos cortos y nudosos de uñas gruesas y curvas hacia adentro y filos oscuros de tierra. Una por una medía las varas entre sí para empatarlas en el suelo. Contaba como treinta, de un metro y algo de largo, bien secas y flexibles, de un color café cerrado y reluciente. Hincado a veces y otras en cuclillas, echaba el torso delgado hacia adelante y se tardaba a gusto en su labor. Las conocía bien. Las traía en manojos grandes de los montes de por ahí, en un grueso atado que se echaba a la espalda con destreza y equlibrio. Vara de palmilla de la buena, seca y deshojada, decía quedito y con orgullo. Juan Díaz, que le decían don Diablo, o el Pirata, a saber por qué, hablaba con voz madura bajo un sombrero de palma, detrás de un denso bigote gris con relumbres blancos. Luego amarraba el manojo ya orde-
nado con alambre recocido que apretaba con un gancho apoyándolo en uno de sus muslos y des después lo azotaba contra el suelo para que las varas se asentaran bien. Tras una breve y concentrada pausa, tomaba el palo largo y no muy grueso de pino ya curtido por el uso, y por el lado de la punta que él mismo había tallado con una vieja navaja de cacha negra lo encajaba en el centro del manojo. Dos o tres goples macizos contra el suelo por el extremo redondeado bastaban para que el palo entrara y quedara bien sujeto. Entonces miraba el resultado y apoyaba la escoba alta y elegante con contra la reja. Se detenía un momento y empezaba de nuevo la misma tarea que en su manos era certera y delicada. Hacía dos o tres escobas según el des desgaste de las viejas. Junto a la puerta abierta de la reja, el otro, Roberto se llamaba, miraba siempre atento. Cada dos meses más o menos, don Diablo se presentaba al mediodía y jalaba una sola vez el cordel de la campana. Esperaba de espaladas a la puerta. Un rato después salía Roberto con las escobas ya casi sin varas. Su saludo era franco y respetuoso, discreta su sonrisa, y pasaban largo rato conversando mientras don Diablo trabajaba hilando ambos su tardanza. A veces llegaba hasta la casa el rumor de sus voces y otras el calor de sus silencios. La caída de las hojas en la calle y el jardín, los fríos y humedades en los huesos en
las noches del otoño, recetas de salsas y guisos, recuento de dolencias, sus remedios antiguos y secretos, historias de familia, algunas nostalgias de modos y caminos, la querencia de los hijos y su arduo desapego. Venían de lejos a esa cercanía, la nobleza de uno en la cadencia de las manos, la del otro a flor de la mirada, y poco y bueno se decían desde ahí de todo lo que hace y desahace la madeja de los días. De pronto repicaba el racimo de su risa, esa inteligencia atenta a la otra resonancia de las cosas. Ese mediodía tocó y tardaron en salir a la reja. Muy calladamente le dijeron que Roberto ya no estaba. Don Diablo bajó la mirada y despacio se quitó el sombrero. Se alejó de la reja, hacia arriba, por el camino empedrado. Más tarde regresó. Pidió permiso para entrar en la casa. Al llegar al salón saludó a la gente inclinando apenas la cabeza y se sentó muy derecho en el borde de la silla que le dieron a un lado de la caja. Unos minutos después se puso de pie y dejó el sombrero en el asiento. De la bolsa de su camisa de mezclilla sacó una hoja; de naranjo era, de lima, quizás de ficus, la tensó con ambas manos entre sus labios y le tocó a su amigo recién impuesto a su nuevo tiempo de aguas perennes y granito sus primeras “Mañanitas”. Se acomodó el silencio a su calor entonces. Luego tomó su sombrero, inclinó apenas la cabeza y pidió permiso…
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Bemol sostenido Alonso Arreola @LabAlonso
El “silencio” de Roma PUESTA AL MICROSCOPIO de legos o expertos innumerables, la última cinta de Alfonso Cuarón parece resistir desconstrucciones, críticas y análisis provenientes del gusto, el disgusto y hasta la indiferencia. Su esfuerzo mayúsculo, de suyo encomiable, la sitúa en los jardines de un respeto generalizado que celebramos más por su honestidad artística, por su tema, por sus muchos momentos de belleza y provocación onírica, que por fijar nuevos estándares o paradigmas. Insoslayable es, claro, que haya volado tan alto con las características que exhibe. Son tiempos de cambio. Es cierto. Dicho esto, lectora, lector, lo que hoy deseamos señalar compete a esta columna dominical. En Roma no suena música compuesta ex profeso para acompañar, subrayar y enmarcar acciones o situaciones. No hay temas ni motivos melódicos ligados a personajes o estados anímicos. No hay ritmos ni percusiones que solucionen ausencias armónicas, como sucediera en la excepcional Birdman, de Alejandro González Iñárritu, abordada genialmente por ese titán de la batería que es Antonio Sánchez. Tampoco apela al vacío centrípeto que ensayara Michael Rowe en el encierro de Año bisiesto. O sea que: si en Roma no hay música de película, tampoco hay silencio de película.
Heredero de los ambientes que experimentara el Scorsese de Taxi Driver, pero llevado al extremo, este filme de Cuarón posee una banda sonora excepcional, de verdad notable, en la que conviven los ecos del poderoso tándem hogar-calle con los del campo, la playa, cines, tiendas, restoranes, instituciones y plazas, consiguiendo una huella originalísima que, gracias a su enorme variedad y por difícil que parezca, define con éxito al ser colectivo que la produce. Esto no limita su ambiciosa apuesta, la que madura yendo de lo general a lo particular. Entre la compleja selva que tantos llaman ruido, deambulan prójimos, personas, seres que aportan su excrecencia sonorosa. Hablamos del afilador de cuchillos, del vendedor de calaveras que bailan, de la escolta callejera, del voceador, de una banda de rock que ensaya donde el viento da vuelta, allá donde un pelotón entrena agitando palos frente a un escapista. También hablamos del llanto contenido, de la insistente llamada telefónica, de la conversación en la mesa infantil, del disparo ocioso que se multiplica, de la boda de pueblo, de la doble fiesta de fin de año, del secreto revelado a media voz, de la vieja angustia que cojeando espera, del bebé que no llora, del perro que se sabe vivo sólo porque el aire le devuelve su ladrido. Hablamos de la burbuja de un automóvil indócil que se nos aparece perfecto, lleno de humo y
radio bien sintonizado, para luego degradarse a símbolo de ausencia. Sobre la radio y su repertorio podríamos decir mucho. La trabajadora doméstica la escucha por lo bajo, como el niño que retiene un pequeño globo en la tormenta. Es su “silencio” un rasgo esencial conseguido con la sabia manipulación de la tecnología que configura planos en 8.1 canales (aptos para cines y sistemas de gran audacia), sí, pero sobre todo con la lectura profunda que el ingeniero Sergio Díaz hiciera de un guión que grita, línea tras línea, contrastando a esa mujer descolocada y buena. Por otro lado, si bien estamos de acuerdo con Guillermo del Toro en el sentido de que Roma es una película acuática, iríamos más lejos: Roma es un filme cuyo lienzo sonoro son los cuatro elementos de la naturaleza vilipendiados por el hombre. Por ella cruza el agua de cubetas y olas que se llevan distintas mierdas, pero también el viento que sustenta la necedad de los aviones (recordatorios de un porvenir incierto); del fuego sobre el que balbucea la ebriedad nihilista y soberbia del dinero; de la tierra que tiembla y fractura al frágil yeso, nuestra carne cotidiana. Es así que los cuatro elementos suenan y nos cimbran con sus voces cantando a coro. En resumen, para el Alfonso Cuarón de Roma el silencio y la música existen si están subordinados a sumas y restas individuales que les den sentido, que rompan con el balance entre el descanso y el entretenimiento. Esperamos que tras él otros artistas miren al pasado, dudosos, y amplifiquen lo que fuimos. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos
tado de antemano. Así en todos los órdenes, ya se trate de un gobierno en turno, un género o intérprete musical, un movimiento social… y algo similar sucede con un grupo étnico en particular o con todos en general. Más concretamente: Mediomundo rechaza, por “políticamente incorrecta”, la idea de que miembros de una etnia, de una cultura originaria, cualquiera que ésta sea, puedan corromperse y formar parte de una organización delincuencial. Empero, y parafraseando a Galileo, sin embargo sucede.
impensable que los integrantes de un grupo étnico y cultural originario –en este caso los guajiros del norte colombiano– hayan estado, de acuerdo con la trama pero también de acuerdo con los datos históricos disponibles, entre los principales pioneros del tráfico internacional de estupefacientes. Ambientada en las décadas de los sesentas, setentas y ochentas del siglo pasado, Pájaros de verano se desmarca admirablemente de las innumerables cintas que abordan el fenómeno del narcotráfico en Colombia, y lo hace aportando el mencionado punto de vista inédito: la muy temprana participación de comunidades originarias en el tráfico de mariguana y, realmente pronto, de cocaína, en aquella Colombia de hace cinco, cuatro y tres décadas, con rumbo a Estados Unidos. Ubicada cronológicamente antes de Pablo Escobar y demás “celebridades” equívocas, el filme hace la génesis del ascenso, encumbramiento y caída de los primeros capos de la droga, mucho antes de que el propio término fuese utilizado, cuando fueron colocadas las bases del intrincado y complejo involucramiento social en el fenómeno, así como la corrupción rampante que conlleva, no sólo en términos institucionales sino sobre todo culturales. Antimaniqueo desde su concepción, el filme cuenta la historia con una franqueza ineludible, dado el tema, pero al mismo tiempo provisto de una belleza inusitada en términos visuales, y esa contradicción aparente resume bien la dificultad apuntada al principio de estas líneas: a veces, la distorsión consiste en pretender que los prejuicios propios se mantengan incólumes
Cinexcusas Luis Tovar
@luistovars
Antimaniqueísmos TIEMPOS MANIQUEOS como los presentes no suelen ser propicios para el abordaje amplio y sin concesiones de temas álgidos, verbigracia el acoso sexual, el racismo, la colusión de un gobierno determinado o de una actividad económica legal, con la delincuencia, por mencionar sólo tres que, por lo regular, concitan vivas discrepancias entre puntos de vista opuestos de manera diametral. Simultáneamente, dichas discrepancias entre posturas que se dirían irreconciliables, mueven a no pocos creadores a frenar sus ímpetus ante la posibilidad de ser señalados a su vez de “tendenciosos” o “distorsionantes”. En otras palabras, a consecuencia de lo anterior hay muchos que se sienten orillados al ejercicio de la autocensura o, cuando menos, de la morigeración, el suavizamiento del propio discurso –lo cual, contradictoriamente, sin duda califica como distorsión o como actitud tendenciosa. También es costumbre suponer que toda actitud prejuiciosa tiene como propósito fundamental minimizar, ningunear, restarle valor a eso contra lo cual el prejuicio es ejercido. Sin embargo, y aunque cueste aceptarlo, el hecho es que los prejuicios no tienen un signo único, de modo que, sin forzar las definiciones, igualmente se puede ser prejuicioso “hacia arriba”, es decir, pre-juzgar algo positivamente y de modo invariable, a partir de dos actitudes paralelas: un ensalzamiento basado más en ideas generales que en datos concretos, y un soslayamiento de cualquier información que contradiga en lo esencial el concepto adop-
Contra los prejuicios positivos Consideraciones como las anteriores deben haber estado en la mente de los colombianos Cristina Gallego y Ciro Guerra, directores de Pájaros de verano (2018), coproducción entre Colombia, Dinamarca y México, así como de sus guionistas María Camila Arias y Jacques Toulemonde Vidal, cuando pusieron manos a la obra para confeccionar un filme que, sea que se lo haya propuesto o no, combate el mencionado “prejuicio positivo” según el cual sería
Pájaros de verano
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LA JORNADA SEMANAL 27 de enero de 2019 // Número 1247
Ensayo Vilma Fuentes
Vida y muerte de las palabras
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Qué diría André Breton, hoy día, del uso y abuso de la palabra “surrealista”, aplicada a cuanta persona, cosa o evento que parezca fuera de lo común presente aspectos desacordes con los estereotipos o, simplemente, se le utilice cuando no viene de inmediato a la mente un vocablo más preciso o “menos surrealista”? Calificativo derivado del término “surrealismo”, escogido por el fundador de este movimiento literario y artístico, el cual comprende el conjunto de procedimientos de creación y de expresión (pintura, música, cine, fotografía, literatura…) donde se recurre a todas las fuerzas psíquicas (automatismo, sueño, inconsciente), liberadas del control de la razón y en lucha contra las ideas recibidas –y no sólo las seleccionadas por Flaubert para su Dictionnaire des idées reçues. Ante el éxito popular que ha desgastado la palabra “surrealista” hasta vaciarla de su significado, cabe recordar que, en 1924, André Breton define este procedimiento creativo en el primer Manifiesto del surrealismo “como un automatismo psíquico puro, mediante el cual se propone expresar, sea verbalmente, sea por escrito, sea de cualquier otra manera, el funcionamiento real del pensamiento. Dictado del pensamiento, en ausencia de cualquier control ejercido por la razón, fuera de toda preocupación estética o moral…” Así, cuando se escucha calificar de surrealista un encuentro de box o futbol, un festival de cine, un discurso político, una top model, un programa de televisión, una licuadora u otro sofisticado utensilio de cocina o un par de zapatos, uno podría preguntarse si encuentro, evento, persona o aparato tiene su origen en un automatismo psíquico
Ilustración de Juan Gabriel Puga
Una reflexión sobre las palabras que se usan hasta el cansancio y mucho se apartan de su cuño original, su sentido y su contexto, en este mundo de la información inmediata y global que todo lo uniforma y trivializa mediante los afanes del “éxito” o las “modas”.
puro. En el fondo, y en la superficie, la verdad es que se utiliza la palabra a tontas y a locas, sin la menor idea de su significado, convirtiéndola en una muletilla mental y verbal. Abuso lanzado, muchas veces, por los animadores de radio y televisión, transmitido como una epidemia a una mayoría del público. El término “surrealista” no el único en gozar de este sospechoso éxito. Las expresiones se ponen de moda, exactamente como la ropa, el estilo de zapatos, la marca de autos o relojes, el lugar de vacaciones, la nueva cocina. Pero, a diferencia de los productos comerciales, los cuales se lanzan e imponen con más o menos éxito para los industriales mediante una campaña publicitaria, la moda de los vocablos llega sin necesidad de una propaganda elaborada por agencias de publicidad o comunicación, como si respondiera a un gusto o a un capricho más o menos pasajero de la época. Los términos se instalan en respuesta, acaso, a una búsqueda o a una necesidad. Deseo de iluminar los hechos con una luz diferente, carencia de palabras para nombrar lo vago, lo desconocido. Disfraz de una palabra ante la impotencia momentánea de encontrar la palabra que corresponda a la cosa. Al no hallar el término apropiado, exacto, se le sustituye con una palabra clave, enigmática, incomprensible como lo que no se puede nombrar: tal emoción, tal fenómeno, tal extrañeza. Pero las palabras en uso obedecen también a episodios de la historia, la ciencia, la tecnología, la política, las finanzas. A fines de la década de los sesenta, principios de los setenta, no se podía entablar una conversación sin escuchar “te proyectas”, “complejo
de superioridad”, “de inferioridad”, “de Edipo”, en suma, toda una jerga de conceptos psicoanalíticos con los cuales se esgrimían argumentos y armas en una plática o en un debate. Con intenciones polémicas, o sin ellas, se quería interpretar al interlocutor como si estuviera acostado en un diván, en nombre de una liberación que vería el apogeo de su demanda durante los movimientos del ’68. Pero, acaso las palabras, usadas y repetidas hasta el sinsentido, revelan algo más profundo y anticipan un mañana aún oscuro. Un deseo de apropiación de otros territorios. En la actualidad, en Francia, al lado de la palabra “surrealista” se escuchan en la radio, en la televisión, entre amigos, hasta la saciedad, vocablos como “histórico” y “mágico”, junto a la terminología de la informática también aplicada a otros terrenos: “mi disco duro” para decir “mi memoria”, por ejemplo. Un gol o el clima pueden ser históricos exactamente como la batalla de Waterloo o el armisticio de la segunda guerra mundial en noviembre de 1918. Histórico un discurso político más o una barata comercial. Y mágico puede ser casi todo, el gol, el clima, un auto, un horno, la lotería, un viaje o un encuentro. No en vano las aventuras de Harry Potter lograron la magia de venderse en millones de ejemplares. Quizás lo seres humanos, en un mundo planamente realista, donde el dinero es la meta, aspira a la magia para escapar a la condición mortal de nuestro tiempo efímero. Palabras placebos, palabras mágicas, en busca de la palabra que es la cosa: “Si (como afirma el griego en el Cratilo)/ el nombre es arquetipo de la cosa/ en la palabra “rosa” está la rosa/ y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo.’” (Jorge Luis Borges, El golem.)