Marcel Proust En busca dEl tiEmpo pErdido:
Enrique Héctor González
■ Suplemento Cultural de La Jornada ■ Domingo 19 de noviembre de 2017 ■ Núm. 1185 ■ Directora General: Carmen Lira Saade ■ Director Fundador: Carlos Payán Velver
primer siglo
Nietzsche, héroe del espíritu: un texto desconocido de José Revueltas. Evodio Escalante • Mirar hacia dentro: Rilke como mentor. Denise Levertov • Sonetos a oRfeo. Rainer Maria Rilke • GuilleRmo ceNiceRos o la sombra de lo que va a suceder. José Ángel Leyva
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Es muy probable que un ejercicio de ceñida honestidad
19 de noviembre de 2017 • Número 1185 • Jornada Semanal
PROUST, EL TIEMPO PERDIDO Y LA MEMORIA
Nietzsche un texto EL GRAN FILÓSOFO ALEMÁN EN EL CONTEXTO DE LA CULTURA MEXICANA DEL SIGLO XX Y EN LA PLUMA DE UNO DE SUS MAYORES REPRESENTANTES.
lectora arrojase como resultado la certidumbre de un secreto a voces: hay obras y autores
Evodio Escalante
canónicos que, no obstante esa condición, escasean en lectores que de verdad los hayan leído. El caso paradigmático es el Quijote, pero sin duda En busca del tiempo perdido, la obra cumbre de Marcel Proust, ha corrido idéntica suerte en su primer siglo de existencia: se le cita, se alude a él, pero su monumentalidad ha hecho que
Fuente: cultura.gob.mx
la mayoría hable de oído solamente, y cuando mucho basándose en uno o más fragmentos. El ensayo de Enrique Héctor González aborda algunos puntos esenciales de En busca…, útiles para alentar a todo aquel que desee internarse en una de las más logradas y complejas exploraciones del yo que la literatura ha generado.
Comentarios y opiniones: jsemanal@jornada.com.mx
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a influencia de Friedrich Nietzsche en la cultura mexicana se hace sentir en Julio Ruelas y los escritores de la Revista Moderna, pasa por los Ateneístas y los Contemporáneos, llega a Octavio Paz y José Revueltas y de ahí se sigue hasta nuestros días sin solución de continuidad. No hay prácticamente un período de nuestra cultura en el que no puedan discernirse los signos de su presencia. Lo que se ignoraba hasta el momento es que José Revueltas, el más destacado nuestros escritores de filiación marxista, también resintió, así sea de manera “secreta”, su poderoso influjo. Aunque es cierto que nunca se menciona a Nietzsche en Los días terrenales ni en Los errores, las dos novelas más emblemáticas de Revueltas, la toma de posición antiteleológica de la primera (el advenimiento del comunismo no significa el “fin” de la historia), así como el proclamado privilegio del dolor y del sufrimiento como componentes suprahistóricos del existir humano, lo mismo que la definición del hombre como un ser “erróneo” en la segunda, derivan sin duda de las lecturas nietzscheanas de Revueltas, así como, habría
que agregarlo, los marcados claroscuros de su dialéctica negativa que lo colocan, como ya lo vio muy bien Henri Lefebvre, más cerca de Theodor w . Adorno que del optimismo hegeliano y del marxismo vulgar. Revueltas no sólo leyó a Nietzsche, subrayando sus libros y haciendo en ellos prolijas anotaciones marginales, como ahora podemos saber gracias a las pesquisas realizadas por Brenda Melina Gil, alumna de la carrera de letras de la uam -Iztapalapa, quien ha tenido acceso al lote de libros y revistas que poseía el autor ahora en custodia de la Biblioteca Samuel Ramos de la Facultad de Filosofía y Letras de la unam , sino que, enorme sorpresa, ¡también escribió acerca de él! En efecto, se encuentra en este acervo un libro de María Teresa Retes titulado Nietzsche, héroe del espíritu y que habría publicado la Secretaría de Educación Pública en su colección “La Honda del Espíritu”, en 1967. María Teresa Retes, como se sabe, fue la segunda esposa del autor. Esta evocación de Nietzsche está precedida por una “Introducción” de apenas tres páginas en las que, de manera escueta, consta al final la firma “J .r .” El poderoso estilo de Revueltas resulta
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e, héroe del espíritu:
desconocido de
José Revueltas inconfundible, como puede constatarlo el lector. No hay duda de que sólo él pudo haber escrito este texto en el que de manera por lo demás llamativa logra conciliar sus lecturas del joven Marx con la desquiciante idea nietzscheana del superhombre. Al igual que Lefebvre lo había hecho antes, Revueltas concluye que el superhombre de Nietzsche no es sino el hombre real, el hombre verdadero, el que todavía no ha podido nacer debido a la larga historia de la ignominia y de la enajenación humana en la que nos ha sumido el torbellino de la historia. Este texto, hasta ahora ignorado, no fue incluido por supuesto en la edición de las obras completas del autor, a cargo de la fallecida Andrea Revueltas y Philippe Cheron. Tengo una hipótesis para explicarlo. El libro, publicado por la SeP en una colección popular de elevada circulación, contenía en portada y de modo sistemático en interiores un error garrafal: deletreaba Nietzche en lugar del correcto Nietzsche. Supongo, de aquí, que los ejemplares fueron guillotinados sin llegar jamás a las librerías
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NIETZSCHE, HÉROE DEL ESPÍRITU José Revueltas INTRODUCCIÓN
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a tragedia de Nietzsche en el siglo xx , apenas treinta años después de haber muerto, fue la de su “descendimiento y transfiguración”. Rosemberg y los semi-filósofos hitlerianos se repartieron las vestiduras de Nietzsche al pie mismo del sitio donde estaban crucificadas sus ideas: lo saquearon, lo deformaron e hicieron de él un sangriento, espantoso Rey de Burlas con el que intentaron apuntalar la teoría del Super-hombre ario. El lirismo nietzscheano, humanista en esencia, se transfiguró así en la historia y vesania nazis de la raza germana superior. El Super-hombre de Nietzsche no es sino la búsqueda del hombre real a lo largo de una atormentada prehistoria humana que culmina –pero aún no se clausura– en nuestro siglo atómico. Lo “humano”, por reflejo de la mezquindad y el enanismo de su tiempo, se identifica en Nietzsche con lo despreciable, lo débil, lo ruin; pero precisamente desde que los hombres comenzaron a hacer su historia, eso es lo inhumano de ellos, lo que los ha enajenado hasta nuestros días y no los deja pertenecerse como hombres; el super-hombre, pues, vendrá a ser el hombre verdadero. Ese hombre envilecido y degradado –antes de ser siquiera humano– por su propia historia enajenada, resume en una sola cosa la cultura occidental y el cristianismo; al reconocerse en ese ser vil que es, trata de sublimarse en el desprecio y en el castigo, en la flagelación del cuerpo y en la expiación del pecado. La cultura cristiano-occidental, con sus Constituciones, sus Leyes, su Moral, deviene en la trasposición hipócrita de hombre; todos los caminos terrenales están cerrados, sólo queda la esperanzada irrealidad del Más Allá. Es por ello que, intrépido, agresivo y solitario, Zaratustra salta a la arena del combate; contra todo y contra todos; es realmente Dios –el ululante dios humano– y Nietzsche no se equivocaba al sentirse y proclamarse ese verdadero Ser Supremo dionisiaco y terrestre.
“¿Por qué este permanente retorno sobre el tema de la salvación, como si nuestra vida en esta tierra no fuera más que un castigo constante?”, se pregunta Nietzsche. Aquí vemos lo estupefacto de su sublevación, su no comprender, asombrado, el por qué los hombres se someten a su propia ignominia y la hacen sobrenaturalmente natural. De aquí deriva entonces su lucha contra el cristianismo por ser éste “humano, demasiado humano”, esto es, un castigo impío, alucinante y bárbaro, lo contrario de la super-humanidad que debemos ser. “No hay felicidad en nada de lo que hacemos, excepto si lleva el sello de aprobación de la sociedad en que vivimos”, dice. Pero esa es la aprobación que no debe procurarse el espíritu; mas la que debe retar y rechazar. Nietzsche asume de este modo la infelicidad suprema, la de las ideas solitarias, la de una verdad máxima que dispara desde lo más alto de su montaña y que las llanuras sobrecogidas se negarán a comprender. Sin embargo, Nietzsche no era Dios; esto hubiera sido una trampa de Dios mismo, una mala jugada. Pero sí era un santo, un furioso y amoroso santo demoníaco de la soledad. Y lo decía: …está desgraciadamente la soledad que tiene una falta total de compensaciones, la soledad debida al fracaso del individuo para alcanzar un entendimiento común con el mundo. Esta es la soledad más amarga de todas, la que corroe el corazón de mi existencia.
Nietzsche pasará a los hombres del futuro como lo que en justicia no pudo menos de ser; uno de los héroes más puros de la intrepidez de la conciencia
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j. r.
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Rilk como mentoR
DE UN GENIO DEL HACER, EL DECIR Y EL SER E BIEN SE VE AQUÍ EN VOZ DE UNA POETA QUE NO SE AGOTAN NI SE OLVIDAN: ACOMPAÑAN
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engo un conocimiento rudimentario del alemán y, por lo tanto, conozco la prosa de Rilke mucho mejor que su poesía, susceptible de ser traducida de manera mucho menos satisfactoria. Sin embargo, ha sido para mí una influencia importante. Hay una hondura y una generosidad en sus percepciones que hicieron que éstas continuaran siendo relevantes para mí a través de las décadas. Yo llevaba muchos años escribiendo y había estado leyendo a Rilke durante siete u ocho, cuando llegué por primera vez a Estados Unidos y comencé a leer a Williams, Pound y Stevens. No transcurrió mucho tiempo cuando conocí a Robert Creeley y, a través de él, me encontré con las ideas de Olson. Recuerdo la cara de desagrado de Creeley por Rilke, o por lo que él imaginaba que aquél representaba, pero aunque estaba entusiasmada con las nuevas ideas y abierta a su influencia, no me daba por vencida sobre lo que Rilke significaba para mí, porque yo sabía que él no era la mera trama de sentimentalismo de la que Creeley lo acusaba. Es cierto que Rilke puede ser pomposo y a veces moralista –pero esos episodios son mínimos comparados con su fuerza. Fue así como absorbí todas las tendencias estéticas y técnicas, maravillosamente útiles y estimulantes, con las que me topé en la década de los cincuenta, en un terreno preparado no sólo por mi formación cultural inglesa y europea en general sino, más específicamente, por el concepto de Rilke sobre la tarea del artista –un concepto serio, ciertamente noble, pero no sentimental ni petulante. Aunque seguí leyendo otros volúmenes, fue a través de mis peculiares encuentros con él que su influencia continuó atrapándome. Lo primero que leí de Rilke fue 50 poemas escogidos (de Das Buch der Bilder y de Neue Gedichte)1, traducido por C. F. MacIntyre (1941), con notas y una introducción, que mi padre me regaló en la Semana Santa de 1942, en una edición bilingüe. MacIntyre es un traductor que exaspera a la mayoría de sus lectores (hizo versiones del Fausto, de Verlaine y Mallarmé, y también de Rilke) pero no tuvo la virtud, por lo que recuerdo, de involucrarse apasionadamente en el tema ni el deseo de asumir riesgos del lenguaje para avanzar en su peculiar relación de afecto y malhumor con el poeta elegido. Esto es particularmente cierto en relación a la obra de Rilke: le gustaba pero no se moría por ella; sus notas tienen un tono acre, completamente libre del Schwärmerei 2 que a menudo rodeaba a Rilke, como ser humano y como escritor (indudablemente con su complicidad) y que ha seguido causando el tipo de desconRainer Maria Rilke en 1906. Fuente: fondationrilke.ch
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EN EL ARTE DE LA PALABRA, COMO E ASÍ LO RECONOCE, LAS LECCIONES N TODA LA VIDA Y TODA LA OBRA.
Denise Levertov fianza que expresó Creeley en 1950. MacIntyre me ayudó a ubicar los poemas en un contexto cultural y también (al citar este contexto en su introducción) me familiarizó por primera vez con ese famoso pasaje de Los cuadernos de Malte Laurids Brigge que dice, con un leve grado de hipérbole, aquello que un poeta debe haber experimentado en la vida para poder escribir un poema, o incluso una sola línea de valor. Esa fue la primera lección que me dio Rilke –experimenta lo que vives: para el artista, cualquier cosa sentida no está exenta de valor, porque se vuelve parte del terreno en el que uno crece. (O, como lo expresó Goethe, aunque eso lo leí años más tarde: “Para hacer algo, uno debe ser alguien.”) Las palabras de Rilke reafirmaron mi teoría de que yo no tenía que realizar estudios (académicos) especiales para desarrollar mi poesía, sino que sólo necesitaba seguir leyendo y escribiendo, y estar abierta a todo lo que me ocurriera; el resto dependería de mis propias habilidades y del grado de intensidad y persistencia que estuviera dispuesta a dedicar al servicio del arte. Lo siguiente que leí de Rilke fue Cartas a un joven poeta, en una edición de Reginald Snell (1945). Naturalmente, más que en ninguna de las otras diez, es en la Carta i donde habla más extensa y específicamente sobre las necesidades del poeta (quizás porque pronto fue para él evidente que Herr Kappus no estaba destinado a una vida dedicada al arte, y que sería un receptor más que un hacedor). La primera carta de la serie fue mi segunda lección: una vez más fue la confirmación, el sello de aprobación del instinto que siempre me había dicho que no corriera de aquí para allá buscando consejos. Como todos, yo necesitaba de tanto en tanto una reafirmación, una palabra de aprobación, una advertencia en contra de cierta debilidad, pero de algún modo sabía lo que las palabras de Rilke ahora me planteaban, que la necesidad esencial no era preguntar a los demás sino a uno mismo para obtener la confirmación. Y especificaba que la pregunta más importante no era: ¿es bueno lo que he escrito hasta ahora?, sino más bien, ¿debo escribir?” Llegué a reconocer, llegado un punto, que cuando dice que Herr Kappus debería continuar sólo si puede honestamente contestar “Sí”, significaba que la pregunta era permanente (para todos los poetas), no algo que se pregunta y se resuelve de una vez por todas. Igualmente, cuando afirma, en la misma carta, que “una obra de arte es buena sólo si ha salido de la necesidad”, no está repitiendo meramente ese mandato; el primer imperativo tiene que ver con un sentido inicial de ser arrastrado inexorablemente a
Fuente: fondationrilke.ch
la creación de un poema, mientras que el segundo exige que el poeta aplique a cada obra el mismo modelo. Rilke no le hace hincapié a Kappus en las necesidades estéticas, estructurales de cada poema, pero su propia oeuvre manifiesta ampliamente esta preocupación. Uno se provee, entonces, de una base triple para la integridad artística, de la atención escrupulosa a tres necesidades: la necesidad de escribir como ser humano para alcanzar el propio ser; la necesidad de cada poema individual de ser escrito y las necesidades estéticas de cada poema, de cada línea. La implicación de un nivel de la ética estética no excluye el papel, juguetón, del artista como ilusionista, sino que lo engloba. Y también es importante recordar que Rilke no desdeñaba la ironía, pero se desvía del camino para decirle a Kappus que puede ser “un medio más de atrapar la vida”, que sin embargo es un recurso peligroso en los momentos improductivos (que lleva entonces, lo da a entender, a un cinismo barato) y que no funciona en los niveles más profundos de la experiencia. Otra lección de Rilke que me reforzaba algo que yo ya sabía, tenía que ver con el valor de la soledad. (¿Acaso no todo lo que realmente aprendemos es la afirmación de lo que nuestra experiencia ya nos insinúa o lo que nuestra intuición consiente?). De niña yo había aprendido a disfrutar estar sola; ahora veía cómo Rilke señalaba la soledad como algo necesario para el desarrollo interior del poeta, para esa individualidad que debe ser para experimentar toda la múltiple otredad de la vida. Más tarde aquella frase sobre el matrimonio,
es cieRto que Rilke puede seR pomposo y a veces moRalista
–peRo esos episodios soN míNimos compaRados coN su fueRza .
o una relación equiparable, “la protección y el complemento mutuo de dos soledades”, que al principio sólo entendí oscuramente, se convirtió en un punto cardinal en mi mapa del amor, y aun más tarde en mi vida llegué a ver la soledad y el desarrollo individual, que son condición para que aquélla se dé como el único terreno válido en el que puede tener lugar la comunión de los muchos otros plurales de la hermandad. (Por supuesto, en la práctica, el propio Rilke rechazaba a las multitudes y difícilmente se le puede reivindicar como un democrático en la teoría; sin embargo, hay cartas suyas escritas en el Múnich revolucionario de 1918, aunque él no fue receptivo a la conmoción de esa nueva posibilidad y pronto se desilusionara de ella, que demuestran que fue francamente apolítico y aristocrático). Cuando pienso en las Cartas escogidas (traducidas por r . F . C . Hull en 1946), que fue el tercer libro que tuve de Rilke y, en muchos sentidos, el más importante, es como si fuera un palimpsesto. Son tantos los pasajes, leídos en diferentes momentos de mi vida, que me han revelado tantas capas de significación. Algunos me los sé casi de memoria, pero hay otros a los que llego como si fuera por primera vez. A principios de 1947 y para suplir el índice original, comencé a hacer mi propio índice; y –al igual que los maravillosos títulos-poemas de Wallace Stevens– la sola lista nos da un sentido, peculiar y fuerte, de los contenidos: el otoño del creador, parado en la ventana, por alegría y por dolor, ¿cómo podemos existir?, la torre del miedo, el sabor de la creación, cada paso una llegada, vocales de aflicción, solo en las ciudades, nuestros conflictos como parte de nuestras riquezas, hilos de lamentación, el ratón en el zócalo, más allá del trabajo, secreto a voces, etcétera. De cada pasaje recibí, por supuesto, algo específico, pero todos ellos se combinaban, y no sólo aquellos que indexé sino, de un modo más importante y duradero, otros en los que describía y evocaba la vida de trabajo de Rodin y Cézanne, para acrecentar mi comprensión de la vocación del arte, la obstinada devoción a él que sin embargo está, aunque puede que no lleve a ninguna felicidad ordinaria, en el polo opuesto al ensimismamiento que a menudo, erróneamente se supone, es característico de los artistas. Los modelos que Rilke presenta como verdaderamente grandes –aunque tristemente anuncia lo que percibió como el declive de la integridad de Rodin en la vejez, y aunque no subestimó la hosca personalidad desconfiada de Cézanne– fueron heroica y apasionadamente estimulantes en relación con el arte mismo, e infatigables en su servicio exigente y seducsigue
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tor. “Trabaja y ten paciencia… Pon toda tu vida adentro de este círculo”, contaba que decía Rodin. El énfasis de Rilke en la “experiencia”, en vivir la propia vida con atención, está siempre en equilibrio con un énfasis equiparable en el hacer el propio trabajo artístico, en un fervor por hacerlo, no por el deseo del principiante de haberlo hecho, sino en un apetito por el proceso. La intensa alegría de Rilke por lo visual (en el arte o en la naturaleza) resumió para mí una dirección sobre la que mi madre había llamado mi atención en una etapa muy temprana de mi vida. “Me encanta mirar hacia adentro”, escribió en lo que me ha parecido siempre un pasaje deliciosamente divertido sobre realmente mirar (por lo que “penetración” se ha vuelto un término demasiado abstracto): “¿Puedes imaginar lo glorioso, por ejemplo, que es ver un perro hacia adentro, al pasar –ver hacia adentro (no quiero decir imaginar introspectivamente, que es tan sólo una especie de gimnasia del ser humano por medio de la cual se sale inmediatamente del otro lado del perro, considerando a la humanidad, por así decirlo, simplemente como una ventana que yace detrás, no eso)– entrar precisamente al centro mismo del perro, al punto en que comienza a ser perro, al lugar en el que Dios, por así decirlo, se habría sentado un momento cuando el perro estuviera acabado, para mirar bajo el efecto de sus primeras vergüenzas e inspiraciones, y saber que estuvo bien, que no le faltaba nada, que no lo podía haber hecho mejor… Ríete, querido confidente, si te digo dónde debe encontrarse mi más grande sentimiento, mi sentimiento del mundo, mi dicha terrenal. Te lo debo confesar: debió encontrarse una y otra vez en ese ver hacia adentro, en los momentos indescriptiblemente veloces, eternos, de ese divino ver hacia adentro.” Hay alegría en muchas de las cartas de Rilke, pese a los tempranas rachas de congoja y a los últimos tiempos de tormento en que (recuperándose rápidamente de su breve caída en la histeria colectiva a favor de la guerra en 1914) percibió el terror de la primera guerra mundial e intuyó que presagiaba los horrores posteriores de los que estamos siendo testigos (y los horrores aún peores que tememos). No era que contara con una astucia política común, sino que su sensibilidad a los temblores por debajo de la superficie, a las sombras ominosas (y también al contra-ritmo delicado, a la agitación de las semillas luchando por la luz) era aguda. Como un no participante, Rilke no experimentó la bes-
el éNfasis de Rilke eN la “expeRieNcia”, eN viviR la pRopia vida coN ateNcióN , está siempRe eN equilibRio coN uN éNfasis equipaRable eN el hacer el pRopio tRabaJo aRtístico , eN uN feRvoR poR haceRlo , No poR el deseo del pRiNcipiaNte de haberlo hecho , siNo eN uN apetito poR el pRoceso .
tialidad cotidiana de la guerra, pero su peculiar sensibilidad le da a su perspectiva de conjunto una suerte de validez especial. Y considerando que esa facultad lo hizo altamente vulnerable, es de notar que su sentido de la maravilla y el deleite sobrevivieran, de modo que al recuperar París tras “esos años terribles”, es capaz de sentir nuevamente “la continuidad de (su) vida”. El 20 de octubre de 1920 escribió: “aquí, aquí –la même plenitude de vie, la même intensité, la même justesse dans le mal” 3, exceptuando el desorden y el bullicio, todo ha permanecido grandioso, todo lucha, se levanta, brilla, resplandece –los días de octubre– tú los conoces. …Una hora aquí, la primera, habría sido suficiente. Y sin embargo yo he tenido cientos de ellas, días, noches –y cada paso fue una llegada”. La alegría que encontró en sus últimos años, en el Valais, en el pequeño Château de Muzot donde terminaron sus andanzas, no es una simple confrontación de una sensibilidad de apreciación con la belleza del mundo, sino la alegría más honda de una guerra ganada, la lucha de una vida por transformar “lo invisible en invisible”, esto es, de internalizar la experiencia –y usar “las cuerdas de los lamentos” para tocar “todo el himno de la alabanza que brota tras todo el peso, la angustia y el sufrimiento”, (“später
sica, una especie de ética estética, que los jóvenes deben desarrollarse (en la medida que concuerde con los dones personales, indispensables e innatos). Si la actitud que subyace es poco firme, los movimientos de estilo también lo serán –gestos desesperados para mantener el equilibrio u ocultar el miedo a la caída. Rilke ofrece a todo joven poeta un ejemplo de actitud básica que puede seguir siendo importante a lo largo de toda una vida porque es reverente, apasionado y comprensivo. Reverenciar “el sabor de la creación”, como la llama en un extracto de su diario, lo lleva a imágenes sensuales y concretas. Su pasión por “el mirar hacia adentro” lo lleva al goce, al terror, a la transformación y a la internalización (o absorción) de la experiencia. Y su comprensión, que no hace distinción entre el encuentro con el arte y el encuentro con la vida, le muestra al poeta un camino para sortear la brecha entre la conducta de la vida y la conducta del arte. Porque articuló una visión del papel del poeta que no ha perdido su significación en estas cuatro décadas en las que he leído y releído la prosa de Rilke, es que él sigue siendo para mí un mentor, tal y como lo fue cuando yo era una muchacha. Ninguna reiteración podrá desgastar estas palabras:
auch den ganzen Jubel zu spielen”4). “Nuestros conflictos –dice– siempre han sido una parte de nuestras riquezas” –y uno siente que se ha ganado el derecho de decirlo, pues a partir de un gran conflicto interior ha realizado obras que dan energía y alegría a otros. En este sentido, ofrece un ejemplo para los poetas que lo siguen, del mismo modo que un Cézanne o un Rodin le sirvieron a él de ejemplo a través de la dedicación y de la obra que de ella resultó. Un ejemplo de persistencia y de realismo. Desafió a la angustia y continuó creando: podía ver a ambos: “al Cézanne, el viejo, [que] cuando uno le decía lo que pasaba… podía estallar en las tranquilas calles de Aix y gritar a su compañero: ‘Le monde, c’est terrible…’.”5, y al Cézanne que “durante casi cuarenta años… se mantuvo ininterrumpidamente en su trabajo, en su centro más recóndito… la frescura increíble y la pureza de sus cuadros se debe a su obstinación…” Este tipo de influencia, primero en un joven principiante, y más tarde a lo largo de la vida de un artista en actividad, representa una ayuda mutua extremadamente útil. Es una influencia no de estilo, no de técnica, sino en la actitud hacia el propio trabajo que debe subyacer al estilo y al oficio: es a partir de esta postura bá-
…a aquellos que no han realizado, quizás, su tarea a fondo… les deseo que puedan mantenerse alegremente en el camino del largo aprendizaje hasta llegar a ese profundo y oculto conocimiento de uno mismo, que los convenza (sin que tengan que buscar confirmación en los demás) de esa pura necesidad, por la que yo entiendo un sentido de lo inevitable y de lo irrevocable en su trabajo. Mantener clara nuestra conciencia interior y saber si podemos asumir la responsabilidad de nuestras experiencias creativas, de la misma manera en que ellas permanecen en toda su verdad y en su condición de absoluto: ésa es la base de toda obra de arte…
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Notas de la traductora: 1 El libro de las imágenes y Nuevos poemas. 2 Entusiasmo. 3 “La misma plenitud de vida, la misma intensidad, la misma precisión en el mal”. 4 “Interpretar también más tarde todo el júbilo”. 5 “El mundo; es terrible.”
Traducción del inglés de PaTricia gola
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Rainer Maria Rilke VI
¿Es él de aquí? No, a ambos reinos despertó su amplia naturaleza. Más hábil arqueará las ramas de los sauces, el que sus raíces haya sentido. Cuando se vayan a la cama, no dejen sobre la mesa pan ni leche; atrae a los muertos. Pero que él, el invocante, mezcle bajo la indulgencia de los párpados su manifestación en todo lo visible; y que la magia del sahumerio y la ruda le sea tan verdadera como el trato más claro. Nada puede dañar su legítima imagen; ya proceda de tumbas o aposentos, enaltezca al anillo, al broche y al cántaro.
XIII Rebosante manzana, pera y plátano, grosella… Todo habla en la boca de muerte y vida… sospecho… Léanlo en el rostro de un niño cuando las saborea. Eso viene de lejos. ¿No pierden acaso poco a poco el nombre en la boca? Donde había palabras, ahora fluyen hallazgos liberados por sorpresa de la pulpa. Atrévanse a decir a qué llaman manzana. A este dulzor que primero se condensa y una vez saboreado se alza delicado para volverse claro, vivo y transparente, ambiguo, solar, terrestre, nuestro–: ¡Oh experiencia, sensación, inmensa dicha!
XX ¿PERO a ti, Señor, qué he de ofrecerte, dime, tú que enseñaste a escuchar a las criaturas? Mi recuerdo de un día de primavera, por la noche, en Rusia, un caballo...
Venía del pueblo, solo, el tordillo, en la pata delantera la estaca, para pasar la noche, solo, en las praderas; ¡qué golpes daba en el cuello su crin encrespada, su galopar torpe y brusco, al compás de una exultante alegría. ¡Cómo brotaban del corcel los manantiales! Sentía la lejanía, ¡y de qué manera! Cantaba y escuchaba: tu ciclo de leyendas se cerraba en él. Yo te ofrezco su imagen.
* Los sonetos a Orfeo fueron escritos como monumento funerario para Wera Onckama Knoop. Château de Muzot, febrero de 1922. Los tres sonetos escogidos pertenecen a la Primera parte.
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S onetoS a o rfeo *
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PARA ESTA OBRA MONUMENTAL SOBRE EL TIEMPO Y LA MEMORIA, EL SIGLO QUE CUMPLE, Y LOS QUE CUMPLIRÁ, NO ABONARÁN NADA A SU OLVIDO. EN ESTE ENSAYO SE ENUMERAN ALGUNOS DE SUS ATRIBUTOS MÁS IMPORTANTES E IMPERECEDEROS.
a obra de Marcel Proust (París, 1871-1922), a la vuelta de un siglo, sigue encarnando una interrogación permanente, una eterna curiosidad por la manera en que vislumbra en una tarde, una piedra, un guiño, una sombra, una idea, una palabra, una línea melódica… la luz de su conciencia verdadera. Ninguna mirada tan atenta y lúcida, tan vertiginosamente lenta como la de Proust se ha posado desde la literatura en ese inescrutable escenario que llamamos realidad por no tener otro nombre más impropio a la mano. Son innumerables las cualidades que, luego de cien años (los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido aparecieron entre 1913 y 1927), han destacado sus lectores en esta vasta novela, como el amor al detalle preciso y revelador, la vigorosa luz metafórica con que lo hace visible, el exorcismo al que somete nuestra idea del tiempo para hacerla arrojar frutos como un árbol generoso. La prosa de Proust, procelosa y al mismo tiempo sutil, llena de generosas suturas, es un lujo del lenguaje que invoca a las demás artes como si la escritura, elástica y sinestésica, fuera una enramada de aromas sonoros, música arquitectónica, óleos verbales dispuestos a reconfigurar la realidad. “La trama es siempre una trampa”, parecería ser el principio activo de la obra dado lo arborescente de su anécdota, que parece desleírse y desleerse en un incesante rameado de frases que la convierte sólo y nada menos que en escritura en estado puro. Con el afán de enfatizar algunas de las cualidades incurables de esta novela mayor, enumero algunos de sus más reconocidos méritos a un siglo de distancia. 1
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a naturaleza del recuerdo es una de las primeras y más examinadas condiciones que la crítica ha estudiado en Proust, y que el lugar común ha re-
cuperado en la famosa magdalena sumergida en un té aromático, leitmotiv que sirve de cimiento narrativo al fastuoso edificio que constituye la obra. Pero la evocación no opera al modo de una memoria ufana de hechos puntuales, sino que se construye como las innumerables dubitaciones de un presente vital que se escabulle y lo desaparece todo en su torbellino hecho de nada. La tarea de volver al pasado nunca fue materia de elaboración tan minuciosa como la que emprende el narrador de la novela, pues el fuelle de su memoria es la voluntad de un estilo que es otra forma del tiempo, una suerte de cuarta o enésima dimensión que va poblando lentamente el espacio de Combray o de París con sus frases largas y minuciosamente rizadas: “Pasó a nuestro lado sin dejar de hablar con su vecina, y nos hizo con el rabillo de sus ojos azules un gesto que en cierto modo no salía de los párpados y que, como no interesaba los músculos de su rostro, pudo pasar completamente ignorado de su interlocutora; pero que, queriendo compensar con lo intenso del sentimiento lo estrecho del campo en que circunscribía su expresión, hizo chispear en aquel rinconcito azulado que nos concedía toda la vivacidad de su gracejo que, pasando de la jovialidad, frisó en malicia, y que sutilizó las finuras de la amabilidad hasta los guiños de la connivencia.” Como casi siempre, el estilo es una manera de mirar, una forma de envolver y devolver el mundo en frases cuya magia consiste en captar al vuelo la intención de un gesto, la delicadeza de un ademán, la tensión intraducible de una voz. Una suerte de naturalismo microscópico hace que la realidad sea dócil sólo a una aguja visual capaz de registrar y regustar las dudas y las emociones manifiestas en la gracia de un detalle facial antes que en un plano más pleno del rostro. 2
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a exploración del yo, ese pronombre tan engañoso, tan huidizo y que bien mirado se nos escapa porque nunca sabemos bien a bien lo que designa, es otro de los méritos de la literatura proustiana; en virtud de tal examen, el personaje se descubre constituido no por un núcleo invariable de emociones e ideas (¿acaso somos una “estatua espiritual” de nosotros mismos?) sino por el hundimiento y la disgregación que consigue el tiempo en nosotros. Las más de tres mil páginas que suman los siete volúmenes son una lenta, poderosísima radiografía del acto de contar desde una persona que se construye a partir de lo que piensa y escucha, de lo que ve, conjetura e imagina. Ese yo que articula la escritura, se sabe, es y no es el propio
Michael Barker. Fuente: flickr/ CC BY-NC-ND 2.0
Marcel Proust pues, muy lejos de tratarse de una autobiografía, la novela se deja leer como un vastísimo análisis de la realidad descubierta o inventada por el protagonista desde una perspectiva que lo retrata y, al mismo tiempo, lo desaparece. Se trata de un narrador tan íntimo y eficaz que solo puede provocar extrañeza. Observa y discierne con extraordinaria vivacidad el mundo porque es un yo quirúrgicamente desollado por la escritura, el punto de partida hacia la búsqueda de una suerte de paraíso perdido y por naturaleza inencontrable, quizá inexistente, pues el sistema de subjetividades que sirve de columna vertebral a la obra lo enrarece apenas lo vislumbra, lo desaparece si lo nombra, y el espíritu mismo del narrador se reparte entonces en una miríada de objetos y seres que la mirada recoge y disuelve en una flagrante fragmentación y desgarramiento del mundo. En buena medida, la realidad recuperada por Proust a través de su narrador es la de la infancia, una edad inhóspita que en la novela encarna en un muchacho de apetencias tan irreales, tan disociadas de lo que convencionalmente entenderíamos por un niño decimonónico al uso que, a partir de sus heterodoxas aficiones por la ópera Fedra, las iglesias de Balbec, la literatura y el arte en general, no podemos sino sentir una desconfianza natural acerca de su edad cuidadosamente indeterminada (como las dimensiones del bicho de Kafka en La metamorfosis), un enigma en sí mismo que el autor está muy lejos de pretender resolver. 3
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tro de los múltiples méritos de la prosa proustiana es el empleo de la metáfora como recurso narrativo. Cierto, muchos novelistas, vigentes o ancestrales, han hecho de la analogía un prodigioso artefacto verbal mediante el cual la materia del relato cobra fuerza o gana en poder evocativo. De muchas novelas se ha destacado su altísimo contenido poético
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Proust Enrique Héctor González
El niño Marcel Proust en 1877
y no pocas veces podemos reconocer la grandeza de un texto narrativo en virtud del uso del lenguaje: verdaderos poemas en prosa son, en ese sentido, el Ulises, de Joyce; Pedro Páramo y Cien años de soledad. En Proust se advierte que la manera de esencializar los asuntos, de impedir que las sensaciones o los recuerdos se disipen, es metaforizándolos, espléndida estrategia para sustraerlos de la trivialidad o de su natural destrucción a expensas del tiempo; la cualidad de la analogía de suscribir afinidades entre lo aparentemente desemejante, que está en la base de la imaginería barroca, de la hipertrofia sensorial romántica y de las ecuaciones poéticas surrealistas –por no mencionar que desde Homero la asociación de disparidades se revela ya en diversos grados de complejidad– vigoriza asimismo el mundo que trasluce la opulenta novela proustiana, que bien mirado es menos juzgado que asumido enteramente por el narrador. Marcel lo describe con ironía, sí, pero prevalece un evidente discurso de aceptación de las cosas, como cuando nos recomienda, acerca de la maravillosa movilidad del campanario de la iglesia de Martinville, “no mirar una cosa como espectáculo sino creer en ella como en un ser sin equivalente”. Tal discurso de la asunción del mundo como nos es dado, como podemos recrearlo a través de los sentidos seducidos por su presencia en el recuerdo, es sin duda una forma de la fascinación, de estupor frente a la extrañeza: la prosa de Proust es producto de una mirada admirada. 4
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n el diminuto universo de Combray (como el autor llamó a la pequeña ciudad de Illiers –que hoy en día lleva los dos nombres, el real anodino y el célebre literario–, adelantándose a los Yoknapatawphas,
Macondos y Santa Marías que vendrán), Proust no escombra las costumbres domésticas, los chismes de la gente en un afán de regodearse en el pintoresquismo o el color local, a la manera del viejo realismo decimonónico; más bien, lleva a efecto un poderoso retrato de la aristocracia rural que es el otro lado de la moneda de la pedantesca sociedad urbana, lo que hizo decir a sus primeros detractores que En busca del tiempo perdido era una novela que “exhalaba olor a duquesa”. Dicho error de apreciación, que llevó en una primera instancia a Gallimard a rechazar su publicación y a André Gide a desencantarse del volumen inicial de la saga (Por el camino de Swann), solo será corregido por el tiempo que, distraído con la superficie de las cosas, tardó en reconocer en la mundanidad de los personajes proustianos el espejo sutil de la máscara en que se ha convertido el rostro de todos. En ese sentido, la hostilidad hacia la “frivolidad proustiana” se nutrió también del rechazo a la bien ganada fama de rico que el mismo autor se encargaba de subrayar con elegantes y pavorosos desplantes, como el de pedir prestados cien francos al conserje del Ritz para después añadir: “Guárdeselos, eran para usted.” El éxito editorial de la obra, naturalmente, fue muy difícil pues, “¿cómo asumir como representante de nuestro tiempo a un novelista que ignora las luchas sociales y pinta un mundo abolido?”, se preguntan los críticos, a decir de André Maurois. Es necesario recordar que Europa vivía la Gran Guerra, pero también es preciso reconocer que Albert Camus escribió El extranjero en 1942 sin aludir en absoluto a una guerra aún más intensa y extensa que la primera. ¿Hasta dónde la literatura debe reflejar de manera inmediata el entorno en que ocurre? 5
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asi estrictamente contemporáneos, Marcel Proust y Franz Kafka mantienen entre sí mayores coincidencias que las que su obra a simple vista revela. Para ambos, los asuntos ajenos a su creación, a la literatura en sí, al mundo recreado en su narrativa, nada cuentan, o muy poco. “Todo lo que no sea literatura me fastidia y provoca mi odio”, escribió Kafka en una carta dirigida al padre de su novia. En la misma tónica, Proust demostró su devoción creativa cuando se entregó un tanto tardíamente a escribir en serio, pues sabía –según André Maurois– que “el día que se pusiera verdaderamente al trabajo, al único trabajo para el que estaba hecho, le consagraría su vida entera”. Se sabe que los últimos diez años, postrado por la enfermedad, no hizo otra cosa que toser, reprender a la criada por supuestos descuidos, y escribir, escribir desde la ca-
Bueonocads, Street art en Shoreditch, Londres. Fuente: flickr/ CC BY-NC-ND
ma su obra incesante, de la que, como Kafka, sólo vería publicada la mitad. El examen al que ambos someten el mundo social que los rodea, sea mediante el rodeo proustiano o la extrema tensión de Kafka, es impecable y demoledor. Lo que en el novelista francés parece confundirse con un voluntario y paradójico afán de sumergirse en la superficialidad (si se admite la paradoja), no es sino una forma rigurosa del reconocimiento, asimismo extremo, de sus matices más íntimos. (Según Lucien Daudet, “la sociedad tiene importancia para Proust a la manera en que las flores la tienen para el botánico y no según el interés del señor que adquiere un ramillete”.) La angustia del mundo kafkiano, de expresión sucinta y aun de perfiles humorísticos y absurdos, es en Proust una acabada y lenta penetración en el tiempo de las cosas, que más parece larga agonía que divertimento atroz. Más allá de los simétricos sentimientos de amor desmesurado o aviesa aversión registrados, respectivamente, a propósito de su madre y su padre, y de la coincidencia de sus padecimientos pulmonares, la diferencia entre el asma de Proust y la tisis de Kafka se manifiesta, literariamente, en la distancia que va del desconcierto a la perplejidad, pues el novelista francés, hombre de razón que le concedía a la ciencia un gran papel en la composición literaria, explica la naturaleza del dolor y la soledad en sus textos como quien explora las moléculas de una emoción; Kafka, en cambio, espiga con taimada avidez los íntimos resortes de la irracionalidad humana. Sin duda nunca se leyeron, o por lo menos no existe evidencia de ello. La obra de ambos, sin embargo, es una pincelada demorada o puntual del mundo tal como lo reconocieron hace un siglo dos de las mentes más lúcidas de la literatura europea
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Leer Jamás, nadie, Beatriz Rivas, Alfaguara, México, 2017.
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Identidad recobrada ELENA MÉNDEZ
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amás, nadie, es una novela que aborda un episodio cruento de la historia mexicana: el genocidio chino, ocurrido a principios del siglo xx . Pero no sólo eso: en ella, Beatriz Rivas habla del desadesa rraigo, de la necesidad de pertenencia, de los sueños postergados, de la identidad recobrada. La obra cuenta con dos voces narrativas: una externa, en tercera persona, que se alterna con la de Mía, una mujer madura, viuda y huérfana, quien vive su duelo de una manera inesperada: descifrando el enigma que era su padre, Yan, al que nunca pudo comprender.
La última salida, Federico Axat, Planeta, España, 2016.
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Yan, cuyo nombre se occidentaliza como Juan She, llega a México huyendo de la miseria, siguiendo a su padre y a un hermano, establecidos en Torreón, Coahuila. Han dejado en su pueblo natal a su madre y a una hermana. Se topan con el horror: un movimiento xenofóbico, aprovechando el caos imperante por la Revolución mexicana, asesina de la manera más vil a 303 inmigrantes. Yan logra sobrevivir, pero llevará siempre esa culpa. Una pregunta le carcome el alma: “Wèi-shénme”: “¿Por qué?” ¿Por qué ese odio? ¿Por qué esa persecución encarnizada? Hombre de costumbres frugales, disciplinado, tímido, sólo desea pasar inadvertido y reencontrarse, a su manera, con sus raíces. Tras una estancia en Mexicali, donde también termina por verse amenazado, se muda a Ciudad de México, donde el destino le dará una oportunidad para reconciliarse consigo mismo y con la vida. Mía, su hija –cuyo nombre original es Mian– ha sido ama de casa y ha vivido sin privaciones materiales. Puede decirse que es feliz. Sin embargo, le intriga y le duele que su padre haya sido tan huraño y que todo lo relacionado con China sea tabú para la familia. Al morir Luz, su madre, le entrega una caja llena de documentos que le darán las respuestas que tanto ha buscado durante años. El conocer la verdad le otorga a Mía fuerzas para renovarse, para cumplir sueños que creía olvidados, para saldar una deuda de amor y de lealtad con sus ancestros. La pintura le
sirve a la protagonista no sólo como un desahogo, sino como un homenaje a las innumerables víctimas de discriminación racial que ha habido en el mundo y que tanto preocupaban a Yan, al grado de acumular recortes de periódicos con noticias al respecto. Costumbre imitada por la madre, en solidaridad con él. El viaje que Mía emprende a la tierra natal de Yan le descubrirá aquello que se le mantuvo oculto: la esencia, el color, el sabor de aquel lugar que su padre llevaba en el pecho como una herida: “ haber venido a China me reconcilia. Por fin logro entender por completo a mi padre. Por fin logro adorarlo sin condiciones. Consigo esta feliz empatía con un adolescente que algún día llegó a México buscando la vida y que, sin embargo, vivió la muerte y sufrió la culpa”. La autora se muestra ampliamente documentada sin caer en lo panfletario o farragoso. Brinda un contexto histórico no exento de sorpresas, aun para los enterados. Sabe relacionar aquella lejana masacre con las que ocurren actualmente por la interminable crisis migratoria mundial. Transita de lo terrible a lo conmovedor sin que se pierda nunca la tensión narrativa. Y algo muy importante: posee una profunda empatía hacia sus personajes, con los que logra que uno se encariñe, a pesar de –y precisamente por– esas fallas tan humanas en las que incurren. Jamás, nadie es una novela contra el olvido que logra su misión y consigue arraigarse en la memoria.
Los laberintos de la mente
ederico Axat es ingeniero de profesión, pero su interés lo ha llevado hacia la literatura. Su obra se caracteriza por contener una alta dosis de suspense y finales siempre inesperados. Así fue en sus primeras novelas: Benjamin (2010) y El pantano de las mariposas (2013). La última salida (2016) no es la excepción. Tanto ha sido el entusiasmo y la curiosidad que ha suscitado la última novela, que será llevada al cine próximamente, y probablemente traducida a más de veinte idiomas. La última salida narra la historia de Ted McKay, hijo único que se convirtió en un empresario rico, casado con una mujer hermosa y padre de dos hijas; propie-
ANDREA TIRADO
tario también de un Lamborghini y de una casa de fin de semana. Hasta aquí podría parecer la típica vida estable y “perfecta” de una familia de clase alta estadunidense. Sin embargo, tratándose de un thriller, el lector sabe perfectamente que “algo” tiene que suceder, o que las cosas no pueden resultar tan maravillosas. Y ese algo es que Ted, el protagonista, está a punto de quitarse la vida cuando es interrumpido por un hombre que toca insistentemente a la puerta de su casa, argumentando que sabe lo que quiere hacer y que tiene una propuesta muy atractiva que no le conviene rechazar. Así comienza la trama de la novela, la cual se irá enredando a lo largo de las páginas. La novela se divide en cuatro partes, cada una de las cuales narra una fase distinta de la complicada vida de Ted. Por lo tanto, en un orden no cronológico, sino más bien algo que recuerda a una analepsia, el lector va dilucidando y estableciendo conjeturas sobre los distintos ciclos de la vida del protagonista, pasando por su infancia, adolescencia y presente. Federico Axat va construyendo una historia que contiene un giro de tuerca en cada final de capítulo, creando así un suspense-adicción continuo que hace querer iniciar inmediatamente el siguiente capítulo. La trama que imagina el escritor argentino logra entonces un libro de lectura fácil y rápida, pero sobre todo que mantiene despierto el interés hasta el final. De tal manera, el lector acompaña a Ted en su trastor-
nada vida, que consiste en ensamblar sus pedazos dispersos, lo cual recuerda, en este sentido, a la película Memento (2000), dirigida por Christopher Nolan. El protagonista, al igual que en la obra cinematográfica, sufre de una amnesia parcial y no recuerda lo que pareciera ser el nudo de la historia. El lector acompañará a Ted en sus sesiones de terapia, durante las cuales los traumas de su pasado irán revelando los pedazos hasta que quede completado el rompecabezas. El lector se sentirá por momentos como en un laberinto del que parecería que está a punto de salir, solamente para darse cuenta de que se encuentra nuevamente frente a un muro. De tal forma, el laberinto de la mente del protagonista proyecta escenarios tan dispares entre sí como un campus universitario, la casa del lago, un castillo de princesas, una fábrica de máquinas de escribir e incluso un asilo psiquiátrico. Se trata de un libro en el que no se puede dar nada por sentado, ni dejar de lado a ningún personaje, pues eventualmente todos tienen su razón de ser y estar, y todos se conectan en la gran red que va tejiendo la mente de Ted. Finalmente, todo está revestido por un ambiente de asesinatos que parecería ser el principal problema a resolver. Queda entonces esperar (y ver) cómo resolverá la complicada trama el séptimo arte, conservando el estado de suspenso que tan acertadamente consigue el libro.
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Jornada Semanal • Número 1185 • 19 de noviembre de 2017
Había mucha neblina o humo o no sé qué, Cristina Rivera Garza, Literaratura Random House, México, 2016.
Mucha neblina y humo… y demasiada cia EVE GIL
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omo lectora, casi groupie de Cristina Rivera Garza, comprendo que la recurrencia del “extrañamiento” en su obra es casi definitoria de la misma. Ha escrito una roman a clef que rinde tributo a la extraordinaria cuentista Ámparo Dávila –La cresta de Ilión–; un thriller donde un asesino serial de varones deja versos de Alejandra Pizarnik en la escena del crimen –La muerte me da–, y una de las grandes novelas de lo que va del siglo xxi , Nadie me verá llorar… y con base en esto me propuse emprender una lectura tan objetiva como fuera posible de su nuevo libro, duramente criticado en las redes sociales, Había mucha neblina o humo o no sé qué, que, reconozco por principio, me dejó ahíta, confundida, extrañada … pero, sobre todo, muy, muy molesta. Molesta porque esperaba mucho, tal vez demasiado, de quien lo ha dado todo... por la omnipresencia de la autora en una obra que, se supone, va sobre Juan Rulfo –por mucho que en el prólogo advierta: “ no investigaba una vida sino dos: la de Juan Rulfo […] pero también la mía”; molesta, sobre todo, porque nos devuelve un Rulfo regurgitado, hecho d e re m i e n d o s e i m p l a n t e s q u e l e s o n a j e n o s . Pone demasiado énfasis en lo que menos importa… y no me refiero a su vida privada (que Juan Asencio expuso sin escrúpulos en una biografía muy bien escrita y documentada, pero que hirió profundamente a la familia del biografiado), sino al Rulfo burócrata, al empleado del gobierno, título casi jerárquico que Rivera Garza le endilga con insistencia sospechosa… el que se ganaba la vida como mejor podía para sostener a su familia y, según lo inferido por la autora, sin importar a quién se llevara entre los pies. Historiadora de profesión, Rivera Garza hizo lo que todo buen historiador: rebuscar hasta el fondo, hasta el infinito y más allá. Y si bien esto debiera resultar loable, Había mucha neblina… no se presenta como un libro de historia, ni como una biografía oficial, y en ese sentido la información excede dema-
suena familiar?) La mecenas, Margaret Shedd, era la artífice. Su encomienda, según un tal Patrick Iber, hacer que “Juan Rulfo volviera a escribir y pudiera así competir con la fama de escritores comunistas populares en sus tiempos, como Pablo Neruda ” Si esto suena perverso, por decir lo menos, me
siados límites. El límite del lector interesado en conocer a Juan Nepomuceno Pérez Rulfo y al que muy poco –¡nada!– habrán de importarle los orígenes y la historia de la Goodrich-Euzkadi, una de tantas empresas donde aquel “chambeó”… y todavía menos la biografía del fundador de la misma, Ángel Urraza, que no tuvo injerencia alguna en la vida del escritor, uno entre cientos de empleados. Todavía no me queda claro qué caso tenía dedicarle una cuarta parte del libro a esta empresa llantera… es como si un biógrafo de Kafka invirtiera tiempo en narrar la historia de los tribunales donde trabajó y los edificios que los albergaron y el arquitecto que los construyó. Pero la obsesión central de la autora, que le lleva más de cien páginas, aligeradas por ejercicios de intertextualidad –o eso creo– parece ser “Rulfo y el dinero”. Hay algo insidioso en la forma en que Rivera Garza detalla las formas en que Rulfo se ganaba la vida, quizá porque en la actualidad pocos escritores mexicanos alternan su escritura con un empleo para ganarse el sustento: las becas les resuelven esa infame necesidad… y de pronto… y de la nada… sale a relucir que El Centro Mexicano de Escritores, donde Rulfo fue becario (una sola vez, por cierto) estaba financiada por…. ¡la cia ! (¿les
En Ennuestro nuestropróximo próximonúmero número
guardaré calificativos para lo que sigue. Aparentemente Rulfo, también extraordinario fotógrafo, fue contratado por la Comisión del Papaloapan para hacer unas fotografías de los pueblos indígenas de Oaxaca. Aunque dichas fotografías, incluidas en este libro, exponen una notoria intención artística, sus contratantes las esgrimieron para exhibir la miseria y el atraso, y justificar la irrupción –a la mala– de la modernidad en aquella comunidad. Cuando Rivera Garza ingresa en el Archivo Histórico del Agua, la empleada a quien solicita dicha documentación le pregunta: “¿Usted quiere ver las fotos del que ayudó al desalojo de los indios del Papaloapan?” La autora no argumenta a favor de Rulfo, ni ante la empleada ni ante sus lectores. Deja las cosas así. El Rulfo borracho y mujeriego que pintó Ascencio –a quien, por cierto, Rivera Garza no cita jamás, apoyando gran parte de sus apreciaciones literarias en el mejor libro sobre Rulfo, hasta la fecha, Un tiempo suspendido, de Roberto García Bonilla– ya no impresiona a nadie. El casi abstemio y dandi (sic) Rulfo de Rivera Garza, sin embargo, nada tiene que pedirle a algunos escritores actuales, oportunistas, perseguidores de prebendas, cargos públicos y otros beneficios económicos, aunque sea el Estado y no la cia quien los subvencione. Al margen de las estrafalarias aunque legítimas reinterpretaciones que Rivera Garza hace de la obra de Rulfo, mucho me temo que, al menos yo, no vi a mi Rulfo por ninguna parte. Serían la demasiada neblina, el demasiado humo y una Cristina Rivera Garza repitiéndose –y alargándose, autoplagiándose y perdiéndose– en un laberinto de espejos… hasta el infinito.
AMALIA HERNÁNDEZ: siete décadas de danza y cultura Andrea Tirado
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19 de noviembre de 2017 • Número 1185 • Jornada Semanal
La teología política y la filosofía de la liberación de nuestra América, Ángel Adalberto Juárez Rodríguez y Mario Magallón Anaya, Editorial Torres Asociados, México, 2017.
La religión como liberación ORLANDO LIMA
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uele hablarse de la religión como el opio de los pueblos, pero es menester recordar que puede ser también un “suspiro de la criatura agobiada”. Ambas son frases célebres de Marx, que aluden a la dimensión opresora y crítica de la religión, lo cual denota el carácter ambivalente que tiene como producto eminentemente humano.
Revolución y Estado en el México moderno, Adam David Morton, Siglo xxi Editores, México, 2017.
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Central es, en este sentido, el enfoque filosófico político que Ángel Juárez Rodríguez y Mario Magallón Anaya configuran en La teología política y la filosofía de la liberación de nuestra América, obra que piensa esta ambivalencia desde la realidad concreta para la reflexión sobre un proyecto de liberación de nuestra América. Problematizar, en este sentido, la religión desde un horizonte situado, es reflexionar sobre ella como religiosidad, histórico-culturalmente nuestroamericana, y es preciso hacerlo no ya tan sólo unidisciplinarmente, sino de un modo interdisciplinario, de manera que se relacionen las disciplinas interactuando desde una de ellas para analizar un fenómeno determinado. Tal es el enfoque de la obra de Juárez y Magallón. Se trata de filosofar interdisciplinariamente sobre la religión como religiosidad, esto es, históricamente situada. El enfoque se perfila a través de su dimensión política, como problema antropológico que entiende a la religión como anhelo humano de trascendencia simbólicamente comprendida y proyectada en torno a la realización de los anhelos de libertad, justicia, equidad y solidaridad, orientadas por la dignidad humana en vínculo con su realidad concreta. Esto es, una “reinterpretación hermenéutico-analógica” de la teología y la filoso-
fía pensadas como teologías de la liberación y filosofías de la liberación, surgidas desde fines de la década de los años sesenta en América Latina. La teología política y la filosofía de la liberación de nuestra América se integra por abordajes particulares y generales. En los primeros se reflexiona desde intelectuales como el teólogo y filósofo Ignacio Ellacuría y su legado para una función liberadora de la filosofía, así como el papel del filósofo Héctor Samour en la gestión pública salvadoreña como ejemplo práxico del filosofar. En los segundos se perfila la teología política gestada en El Salvador como vehículo de los oprimidos para su liberación, así como de la vigencia y actualidad de la religión misma en el marco del mundo globalizado. La obra de Juárez y Magallón pone en perspectiva la dimensión antropológica de la trascendencia como anhelo de liberación desde una dignidad con justicia y solidaridad, dimensión comprendida como religión que pone en cuestión a la secularización como única vía de expresión racional, y dimensiona los ámbitos no racionales, míticos y utópicos de todo proyecto humano de vida en una modernidad pluritópica que se asienta histórico-culturalmente y confecciona, por eso mismo, una modernidad y una religión propiamente latinoamericanas.
La Historia como esencia
l tema de fondo de este volumen es la Revolución como momento definitorio del México contemporáneo, no sólo por inaugurar la mitología nacional del siglo xx , con el nacimiento de figuras públicas que se muestran como los paladines de la protección del pueblo, según se legitimaron en los posteriores discursos, más que en los hechos; asimismo, momento definitorio por armar en definitiva una relación Estado-capitalismo donde las clases populares lograron ser acomodadas para la preservación de los intereses de las clases privilegiadas: la llamada revolución pasiva, que parece no irse. Un libro como el de Morton, esencialmente basado en muchos otros textos de estudiosos del fenómeno histórico y sus interpretaciones, resulta abrumador en tanto el autor hila su discurso y lo va justificando con citas de autores comprobados: cada párrafo parece contener conclusiones del autor que están respaldadas con las apreciaciones de sus fuentes referenciales. Habrá quien este de acuerdo o no, pero la exposición está fundamentada. El punto central del libro es establecer cómo la Revolución no logró, quizá porque no era la intención original, remover de fondo los aspectos preporfiristas de la economía (en cuanto a la acumulación de riqueza y los privilegios de clase), políticos (en
RICARDO GUZMÁN WOLFFER
tanto las clases populares lograron ser organizadas para quedar supeditadas al aparato estatal), familiares, religiosos, sexuales e intelectuales. Mediante acomodos complejos, los obreros y los campesinos fueron siendo divididos hasta lograr formar las centrales oficialistas que permanecieron casi inamovibles durante décadas. En su momento, los líderes sindicalistas tuvieron gran poder mientras estuvieran alineados en las organizaciones creadas para tales fines. El logro del dominio estatal no fue fácil, esencialmente porque el poder popular estaba dividido y quienes llegaron al poder fueron
actuando pacientemente para lograr las condiciones político-sociales que perduraron hasta principios del siglo xxi, que por cierto sólo aparentemente se han modificado, para seguir funcionando como entes de control. La importancia de este texto radica en retomar aspectos históricos del desarrollo nacional para señalar varios lugares de la vida política que deberían ser revisados, si de verdad en 2018 se quieren hacer cambios de fondo y no nuevas volteretas verbales para aparentar cambios inexistentes. Cuando comienza la pesada carrera para la sucesión presidencial, un libro de historia de México de este calibre servirá para comprender que muchas de las promesas de mejoría en la calidad de vida nacional, son sólo eso: promesas electorales imposibles de cumplir. La historia de un país responde a las acciones de los factores de poder, aunque en su momento no sea comprensible a los propios actores o a quienes viven en carne propia las consecuencias de los hechos que después serán nombrados como esenciales en la formación del país. Difícilmente los artífices del cambio logran entender la dimensión y los alcances de sus acciones. Un libro para la reflexión profunda y sin miramientos.
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Jornada Semanal • Número 1185 • 19 de noviembre de 2017
Arte y pensamiento
MONÓLOGOS COMPARTIDOS francisco torres córdova ftorrescordova@gmail.com
LA OTRA ESCENA miguel ángel quemain quemainmx@gmail.com
PLEGARIA DEL NIÑO DE LAS ARMAS
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L HUMO DE MI CASA en los ojos, entre lágrimas sucias y jirones pálidos de cielo. Y en su centro el estruendo de una voz en furiosa retahíla, su saliva amarillenta en la juntura de los labios, un ascua azulosa la mirada y sus dedos largos hundidos en mis hombros, su olor a plomo, pólvora y tabaco. Debía salir de mí, dejarme atrás en ese instante y abolirme me gritaba; someter mi nombre a los credos y consignas de su bando acuartelado en el desierto, el bosque, la selva o la ciudad, con el cañón de su fusil metido por asalto en mis costillas me ordenaba. Y de pronto un silencio total en el filo de sus dientes. Sin prisa y a ratos entre risas suyas y de otros, me llevó al ojo blanco del humo en las ruinas de mi casa ante el bulto que ya era de mi madre y mis hermanos en el suelo. Encima de ellos me sentó con su bota y bayoneta, y por debajo de ellos me puso, para que yo supiera sin resquicios el peso de su ausencia y los oliera y tocara los bordes de su mueca en la ceniza. Así me dijo y me arrastró, me levantó, me echó a su uso y su servicio y me trajo hasta este aquí y ahora sin pausa ni remedio, anclado en el fondo rocoso en que la nada encaja su múltiple bandera. Era de noche y era de día; era el tizne tallando mi rostro, su sabor a grasa rancia agarrado a la lengua entera desde entonces. Luego vinieron en desorden los días. Me dieron un nombre que no reconociera el mío, inmune al más mínimo silencio de memoria entre las sienes. Y una mañana insospechada en el secuestro, a mano armada y arengas me armaron las manos, me vendaron los ojos, me apretaron el gatillo. Pudo ser mi padre, la hermana de mi padre, la madre de mi padre, o un compañero ayer apenas, un viejo, un desconocido como yo en el golpe que al caer sonó en la tierra. Así me dieron mi primera muerte. Con ella me iniciaron, me ungieron los ojos y el pecho sus gotas de hierro, me sembraron su fecunda pepita de barbarie. Tenía trece años que más ya nunca fueron. Vinieron luego las rondas y acechos, las misiones de avanzada, de señuelo, de incendio y atraco, los asedios y emboscadas, las jornadas de rapiña y el abuso de niñas, madres, abuelas o soldadas donde fuera y como fuera por derecho me decían y sin duda o titubeo, atrapado el enemigo y nosotros su enemigo en el furor de la violencia que incita la amapola untada en un corte del tobillo o antebrazo, cada uno invulnerable, amparado en amuletos, tatuajes y hechizos previos al combate, gritando lemas de una tropa, una brigada, una facción, una patria si la hubiera, ondeando sin destino la púrpura bandera de la nada. La quemazón, la quemadura, la matanza, el matadero. Y ya no fue más la noche y ya no fue tampoco el día, sino una sola hora colgada al horizonte, estridente aun en el ralo sosiego de una tarde, o en esa resonancia del planeta que queda a la deriva después de una batalla, al despertar aterido en una zanja, un pastizal perlado de rocío, una duna o los escombros de una escuela, ovillo de sed y huesos doloridos, lagañas de sudor y lodo en las pestañas, después de contarme los dedos y sentirme la boca y orinar al vaho de una madrugada sin familia. No sé cómo ni por qué no he sido muerto del todo todavía. Tampoco he vuelto a mí desde la quema de mi casa. Si lo hiciera, me digo ahora clandestino en mi memoria, si mi infancia fuera aún y me alcanzara y concediera y rescatara, buscaría al padre que me queda y que me busca; volvería si me dejan las calles a su rumbo cotidiano, al barrio de antes que sería el de la vida, y tal vez a la gracia que los números alientan, a la luz que aflora el alfabeto. A los aros del juego, sus trompos, ruedas y canicas, sus cuentas, tambores y pelotas, su primera inteligencia, su futuro.Y sería granjero o comerciante de ropa o peluquero. O albañil, me digo, para hacer casas nuevas con el humo…
EL NAHUAL, DESAPARICIONES Y CEGUERAS
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A INTERPRETACIÓN DE El Nahual, de Carlos Talancón, bajo la dirección de Luis Alcocer, que referí aquí, muestra la pluralidad de un texto que se deslinda de su autor y de su intérprete para colocarse en una zona poética que describe un territorio de bajeza y atraso, conformado por la corrupción y la impunidad. La particularidad que el actor Talancón le da al personaje no es en definitiva la del texto, sino la del intérprete que termina por disolver el texto en una acumulación de rasgos, gestos, giros, posturas y movimientos del cuerpo estrictamente diferenciado en sus territorios: arriba, abajo, piernas y brazos, manos en múltiples combinaciones demostrativas, especulativas, emocionalmente expresivas. El flujo que el actor le da a su discurso lo dota de una naturalidad que le permite obviar el mundo de acotaciones que debería poseer ese monólogo si fuera estrictamente teatral, que no lo es totalmente porque en su despliegue, en muchos momentos de su desarrollo, lo que tenemos es un fluir de la conciencia novelesco, propio del monólogo interior al que Talancón no es inmune porque está habitado también por la poética de lo narrativo (no de la narraturgia, ese ornitorrinco de moda), del cuento a la novela. Las cualidades del texto y la relación que guarda con su autor no lo son todo. El texto nace en un contexto de profunda violencia, de enorme impunidad, pobreza, desigualdad y en una situación política de aparente lucha contra las adicciones, la delincuencia y el intento fallido de no vincular a las víctimas con situaciones que las culpabilicen y enmarquen sus conductas (criminalizándolas) como causa de la violencia que se ejerció contra ellas. No tenemos en la literatura reciente una propuesta como la de Talancón, en tanto explora a partir de un personaje/concepto un conjunto de espacios culturales sobre los cuales podría establecerse una relación teórica para emprender su comprensión, pero que desde el abordaje fenomenológico resulta impactante por el desmantelamiento mental que produce esa experiencia que, a lo largo del texto, consiste en convertirse en fantasma, una metamorfosis que no es ajena al teatro de Marlowe y Shakespeare y que se consolida con Wilde y Pinter. Lo que ha pasado en estas dos últimas décadas es un deterioro creciente de la confianza en las instituciones que deberían ofrecer seguridad y justicia, abatidas por el autoritarismo y la corrupción; en las religiosas, atestadas de conveniencias, pederastia y cada vez más lejanas de las comunidades de creyentes en migración; en las que conforman la galaxia mediática que abarca la televisión, el radio, la prensa y las redes sociales. Todo esto puede decirse con humor y poesía a través del fantasma de un olvidado miserable: fake news, comunidades digitales que ven en sus pequeños círculos, en sus selfies, un mundo a sus pies que sólo les ocurre a ellos; medios televisivos que enfrentan su peor crisis de rating, credibilidad y capacidad de negocio; la radio que continúa, por su inmediatez y costo, como una de las alternativas informativas y de análisis a pesar de las chabacanerías de la radiodifusión comercial. No se diga la prensa, inflamada de cadáveres de las víctimas indefensas, pobres, anónimas, inermes frente a la publicación morbosa de sus tragedias personales, de boletines con información oficial que se oficializa aún más con opiniones de comentaristas que lo mismo hablan como especialistas del cambio climático, que de diabetes, que de la reforma fiscal. Sin tantos rodeos, la información gráfica y textual sobre las víctimas masacradas es aterradora, pero quien no aparece en ella lo lamenta: el personaje sin nombre de Talancón muestra la importancia de aparecer en ese círculo infernal de los medios que exhiben y condenan, de humor involuntario y sin respeto alguno por los sobrevivientes de quienes no sobrevivieron. La desconfianza es otro de los ejes temáticos de Talancón, quien aborda lo gregario como bien lo hizo Alex de la Iglesia en la película La comunidad, donde todos son muy lejanos a ese espíritu colectivo y solidario que todos aplaudimos el primer mes de tragedia sísmica, pero que menguaron a merced de la sospecha y la incertidumbre política, y que las autoridades contribuyeron a desmantelar con amenazas y falsas promesas a las verdaderas víctimas del sismo. La miseria como terreno de la voracidad, de la traición y de un mundo que construye sus reglas a conveniencia. Un texto, El Nahual, que vale la pena leer por separado, fuera de la escena, como un monólogo que anuncia todos los fantasmas que podemos llegar a ser
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LA CASA SOSEGADA javier sicilia
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ODA NOVELA, TODO POEMA, es autobiográfico. De ahí que Octavio Paz, en su espléndido ensayo sobre Fernando Pessoa “el desconocido de sí mismo”, dijera:“Los poetas no tienen biografía, su obra es su biografía.” Las autobiografías, sin embargo, no son confesiones. El mal lector las confunde. Busca, como un espectador televisivo de un reality show, la historia real que está detrás de un relato o de un poema. Así, dice Amos Oz, en su obra más autobiográfica, Una historia de amor y oscuridad, el mal lector está interesado en saber si Lolita existió y cómo se llamaba; si Nabokov era realmente un pederasta y cuántas veces se cogió a aquella criatura. Al mal lector no le interesan los sentidos profundos de la vida que hay en una obra, sus revelaciones sobre la existencia y sus múltiples y exquisitas, a veces, siniestras correspondencias. No quiere explorar a través de ellas su propia vida, sus grandezas y sus miserias. Le importa el chisme, la “verdadera” historia que hay detrás de una novela o de las evocaciones de un poema: si Dostoievsky, por ejemplo, retrató en Crimen y castigo sus propios sentimientos de culpa cuando, como disidente político, pensó alguna vez asesinar a viejitas usureas o si en Los hermanos Karamazov retrató sus sentimientos de culpa por haber querido asesinar a su padre y luego al zar. “El mal lector –escribe Oz– es una especie de amante psicópata que se abalanza sobre una mujer y le desgarra la ropa” hasta “roerle los huesos con sus ávidos dientes amarillos” después de arrancare la piel y abrir “su carne con impaciencia”. Al final, lo único que tiene es un conjunto de estereotipos con los cuales se siente cómodo: “Los personajes del libro [o las evocaciones de un poema] no son más que el escritor en persona, o sus vecinos, y el escritor y sus vecinos, evidentemente,
LAS RAYAS DE LA CEBRA verónica murguía
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ODOS HEMOS TENIDO, aunque sea, una probadita de otras versiones de nuestra propia vida. Son aquellas que pudimos haber escogido o que se nos escaparon. Cosas que perseguimos apasionadamente y de las que nos desentendimos o fuimos obligados a dejar. Por ejemplo: yo fui, de verdad, un ama de casa muy dedicada, al menos en la cocina. Y quise, pero eso fue una de las que se me negaron, bailar danza contemporánea. Esto segundo fue una necedad: tengo el pie plano, espectacularmente plano, como los del Pato Lucas, como tlacoyos morelenses. Además, la columna chueca. Pero durante unos años en el primer caso y unos meses en el segundo, habité la vida alrededor de esos dos hechos: ser ama de casa, sobre todo cocinera y, más tarde, hacer clase de danza con un fervor digno de mejor causa. O al menos de una causa más realista. En la cocina fui feliz. Fue antes de los foodies, de la comida minimalista, desconstruida y molecular. No existían los canales de tele dedicados a la comida, ni los chefs célebres. El minimalismo era una torta sin aguacate y el chef más famoso era Chepina Peralta. La cosa es que, en la secundaria, me cambiaron de escuela a principios de tercero y no me admitieron en otro taller. Había taller de belleza. Veíamos a las chicas uniformadas con batas color salmón y las tijeras de pelo en los bolsillos, pasar con unas cabezas de unicel cubiertas con pelucas que peinaban y podaban. Ese taller no me interesaba. Ni trenzas sé hacer. Ahora mismo mi pelo parece una escobilla y el único día que me traté de ajustar el corte, la regué y quedé peor. Había taquimecanografía, pero reprobé el examen de admisión. Aún hoy escribo con dos dedos y supongo que cuando sea más viejita me quedarán como los de Carlos Fuentes, quien también escribía con dos dedos y los tenía torcidos debido a la rigidez de las máquinas de antes.
EL MAL LECTOR no son ningunos santos, al fin y al cabo son unos degenerados.” Hace algo más: se relaciona con la obra con cierta morbosidad puritana. Recuerdo, en este sentido, las palabras de un amigo al terminar de leer mi novela más absolutamente autobiográfica, El deshabitado: “Es dolorosamente impúdica”, es decir, desvergonzada, sin ningún sentido del pudor. En ese momento no vio en ella –lo haría después con la profunda capacidad de un buen lector– el drama de una víctima en sus niveles menos conocidos: el colapso de su vida espiritual, el vacío en el que el absurdo asesinato de un hijo deja a un ser humano, las fracturas familiares que produce, la búsqueda de encontrar, en medio del vacío y la absurdidad, un sentido a la vida para enfrentar la violencia y la criminalidad de un Estado que diariamente las engendra. En vez de exclamar escandalizado: “Qué impúdico es mi
amigo”, debió ponerse en el lugar del personaje Javier Sicilia para sentir en su carne la profundidad de ese drama: su angustia, su vacío, su colapso interior, su manera de enfrentar, sus equívocos y sus aciertos, su cansancio, sus fatiga, su soledad. Un vínculo, como dice Oz, no entre el personaje del relato y la vida del escritor, sino entre el personaje del relato y el yo secreto del lector en una situación límite. Interiorizar a ese Javier Sicilia, introducirlo en los sótanos de su alma y sus intrincados laberintos para encontrarse allí con su propio drama y vivir por connaturalidad, cuando no se es una víctima directa de la violencia, lo que muchos vivimos en México. Preguntarse, como lector, a partir del personaje y de su drama, y de cara a sí mismo, sobre la vida, la muerte, el sufrimiento, el absurdo y el sentido. Ciertamente, sobre todo en obras claramente autobiográficas, hay material para un buen trabajo biográfico, incluso para un estudio psicológico del autor –como Freud lo hizo con la obra de Dostoievsky– y, en consecuencia, para el chisme y las habladurías en el café o en la sobremesa. Nadie escapa al placer que provoca el morbo. Pero eso es, vuelvo a Oz, puro algodón de azúcar.“El encanto del chismorreo está tan lejos del encanto de un buen libro como un refresco con colorante del agua fresca y del loado vino […] el espacio que el buen lector prefiere labrar durante la lectura de una obra literaria no es el terreno que está entre lo escrito y el autor, sino el que está entre lo escrito y tú mismo.” Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar, a las autodefensas de Mireles y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales y refundar el ine
LAS OTRAS VIDAS La taquigrafía todavía me parece un lenguaje secreto. Como me mandaron a la porra, aprendí un método menos misterioso y que depende mucho del contexto; consiste en quitar las vocales de las palabras para escribir rápido. Pr n m sl bn. Aquí puse, según el método “Pero no me sale bien”. También puede decir “Para ni sal bueno”. O “Por no sala buena”. Es muy equívoco. El único taller donde me admitieron fue cocina. Y demostré buena mano. A veces nos dejaban tarea, como traer licuados los jitomates. Como siempre he sido distraída, llegaba con los jitomates enteros. Entonces, subía los tres pisos que tiene el edificio. Era la secundaria “Presidente Masaryk”, una especie de Hogwarts de San Pedro de los Pinos que, antes de ser escuela, fue convento de las monjas del Buen Pastor. El edificio, de ladrillo rojo, es una anticuada belleza, gallarda y un poco tenebrosa. Alguien debería escribir una novela de magia ubicada en esa escuela.
Bueno, subía y arrojaba al patio los jitomates, metidos dentro de cuatro bolsas de plástico. Quedaban con una consistencia ideal. Con lo salado se puede improvisar. Con el pan, las galletas y los pasteles, no. Un mes sacaba diez (moles, pasteles de tamal, cacerolas de pasta) y al siguiente, seis (galletas, pan y pasteles). El examen final fue una conserva de guayabas; se tenían que hervir en un almíbar aromatizado con canela. Era un kilo de azúcar por un litro de agua y seis varitas de canela que se retiraban antes de envasar. Les puse la tapa de parafina que nos habían enseñado a hacer y el frasco, etiquetado con mi nombre, quedó con el de mis compañeras en una repisa, esperando el momento en el que las puertas de la alacena se abrirían de par en par para ver el resultado. Troné como ejote: la tapa me quedó mal. Las guayabas estaban llenas de pelusa verde, pero la maestra puso seis en la boleta en recuerdo de mi pastel azteca, que era una delicia. En la danza fracasé más rotundamente. Mientras todos se movían a la derecha, yo sola me paseaba con cara de confusión por otros rumbos. Me hacía bolas, no podía relajar la cara. Un pato, el Pato Lucas. Así, muchas cosas: jardinera, fabricante de muñecas de trapo, ilustradora. Cuento esto porque creo que recordar esas experiencias ayuda a valorar aquello que ignoramos y considerar con respeto todo aquello que está bien hecho. Cada vez que como algo bien guisado o miro a un bailarín, me lleno de agradecimiento y admiración. Y en sentido inverso: cuando escucho a un diputado decir sandeces y pienso en su sueldo, se me hace pinole el hígado. Ni modo
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BEMOL SOSTENIDO Alonso Arreola @LabAlonso
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A PRIMERA VEZ nos quedamos de ver en el Toks que se halla por el Sindicato de Músicos de Taxqueña, al sur de Ciudad de México. Practicantes de la impuntualidad inversa, todos llegamos quince minutos antes de lo pactado pese a la copiosa lluvia de la tarde. Su amabilidad instantánea confirmó el optimismo de nuestras pláticas telefónicas. Juan Carlos Allende y Miguel Peña, los conocidos Macorinos que acompañaran con sus guitarras a Chavela Vargas en los últimos diez años de su vida (hoy sonando al lado de Natalia Lafourcade), son dos artistas que vale la pena escuchar y, más aún, tratar en persona. Transparentes y mordaces, los amigos se complementan musicalmente pero también al hablar. Son lobos de mar que cuidan o rompen las formas con maestría según el auditorio de la mesa. Juan Carlos, el Che, no desaprovecha un espacio para la broma y la risa franca. Miguel, por otro lado, regala sinceridades filosas sin levantar la voz ni caer en dramatismos. Uno abre la llave a borbotones. El otro dosifica sus flechas verbales. Con vidas musicales independientes –largas y prolíficas en ambos casos– estando juntos se vuelven lados de la misma y sonorosa moneda que gira para caer de canto. Mientras escribimos esta nota alternamos sus obras. A ratos la de Miguel Peña con los Hermanos Santiago (Sones y Huapangos 1 & 2), a ratos la de Juan Carlos Allende con Los Ibéricos (Códigos). Son espléndidas. Dicho esto, lo que hoy compartimos, lectora, lector, son los primeros comentarios de Los Macorinos durante un encuentro en casa de Miguel Peña, mientras intentábamos aterrizar proyectos de difícil montura entre café y pastel vespertinos.“Yo vengo de una región donde los hombres están muy coordinados unos con otros –dice Juan Carlos antes de una pausa en la que ríe. De la ciudad de Bahía Blanca al sur de la Provincia de Buenos Aires. Yo primero tocaba como decimos comúnmente ‘de olla’ o ‘de oreja’, por
CINEXCUSAS Luis Tovar cinexcusas@yahoo.com
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EL 8 AL 12 de este mes tuvo lugar la sexta edición del Festival Internacional de Cine de Los Cabos ( lcff 6), cuya identidad –expresada en el lema “ven a ver qué están haciendo los vecinos”– consiste en la exhibición preponderante del cine reciente filmado en Canadá, Estados Unidos y México, filmografía que asimismo integra la sección principal en competencia –la otra es México Primero, de obvia naturaleza. Esa identidad bien definida es el principal haber del lcff , que no obstante su relativa juventud y el reciente cambio directivo, tiene bien claro cuál es su papel en el espectro mexicano de festivales fílmicos, amplio pero fluctuante hasta lo inestable y, por cierto, abundante en eventos cuya fugacidad, en buena medida, obedece precisamente a que carecen de una identidad definida. Lo que sigue aquí es una ojeada breve a una parte de lo que pudo verse en el lcff6: Luk’Luk I (Canadá, 2017), dirigida por Wayne Wapeemuka, es un claro revés a la visión idílica y pueril a partir de la cual muchos consideran a Canadá como si fuera una especie de Arcadia, en donde todos tienen todo, incluida la felicidad. Ubicada en 2010 en la ciudad de Vancouver, en el frío noroeste canadiense, la acción tiene lugar el día en que se define quién se quedará con el oro de los Juegos Olímpicos de invierno, si el equipo nacional de hockey sobre hielo o el de Estados Unidos, acérrimo rival no sólo en ese deporte sino en algo de importancia inconmensurablemente mayor, es decir, la identidad misma de un pueblo que, con demasiada frecuencia y en demasiados asuntos, da la impresión de ser una copia algo deslavada de sus vecinos del sur, por más que dicho parecido duela tanto que la mayoría prefiera negarlo. Inteligente y sensible, Wapeemuka apenas le concede al hockey unos cuantos minutos desperdigados en pantalla y se concentra en un puñado de personajes que no acu-
DE TARDE CON LOS MACORINOS ( i de ii )
intuición, pero como mi anhelo era incursionar en los organismos sinfónicos, entonces ingresé al Conservatorio y al año y medio ya era titular de la Orquesta Sinfónica como tercer violonchelo. Allí estuve haciendo mis pininos durante más de catorce años, hasta dos días antes de emigrar a México. Acá llegué por la invitación de un colega que quería ayuda con unos arreglos de guitarra clásica, instrumento cuya causa abracé con mucho fervor hasta que me di cuenta de que no tenía muchas posibilidades de subsistir, je je. Entonces descubrí que la música popular me daba alternativas suficientes para divertirme haciendo un trabajo honesto.” “Yo me crié en México, a donde me trajeron desde chiquito, a los tres años, del pueblo de Navidad, Jalisco, donde nací –comparte Miguel Peña. Como a los doce años me empezó a gustar la guitarra. Mi papá tocaba unos valsecitos mexicanos de Juventino Rosas y cosas que tocaba en mi pueblo. No era profesional pero me enseñaba cómo pisar los acordes. Así empecé a lucirme en las fiestecitas, pero a los catorce ya andaba yo con una palomilla de Tacubaya, que eran bravos, pero la música es milagrosa y nos hicimos amigos. A los dieciséis mi padre me enseñó un
poco de solfeo y según yo ya sabía tocar… y un primo me dijo ‘si se te facilita por qué no le entras en serio’, y decidí que quería ser músico. Me imaginaba detrás de un atril tocando chun-cachun-cachun… jeje… y le pedí una guitarra y un amplificador eléctrico a mi papá. Me los consiguió y pedí ayuda a un vecino para que me metiera a los cabarets. Estuve en los peores, como La Bola. De allí me jaló un señor del sindicato charro pagándome veinte pesos por siete turnos de pocos minutos. Así me la pasaba de uno a otro haciendo suplencias. Fíjate qué osadía. Pasé por Las Brujas, El Bombay, El Burro, El Otro Mundo, El Rondalla, El Savoy… Ese fue mi comienzo. Luego conocí a un amigo que me dijo ‘deberías estudiar música’ y que me lleva a la Nacional de Música, cuando todavía daban materias libres. Fui mejorando en la guitarra, en el solfeo, tuve un maestro que me hacía razonar para que yo descubriera la forma de estudiar. Luego anduve trabajando en prostíbulos, fui a dar a uno hasta San Luis Río Colorado. Vivía allí en una casa al lado de donde estaban las muchachas, con puertas de cartón, pero yo estaba feliz pues era lo que me gustaba. Llegamos a Tijuana, Ensenada y luego me regresé sin nada. Lo bueno es que me fui rápido con los estudios y empezó a correrse la voz sobre mí, así que al poco tiempo ya estaba yo con la orquesta de Lupe López, un gran trompetista. Era un referente de entonces, Pablo Beltrán, Ismael Díaz, Pablo Valladares… con Luis Alcaraz padre no toqué porque ya había muerto, pero sí con el hijo. Desde entonces seguí siendo autodidacta, aunque eso nunca es totalmente cierto. Las influencias que encontramos en la vida nos marcan el camino.” Pasada esta presentación, la próxima semana publicaremos el resto de nuestra conversación, allí donde Los Macorinos comparten anécdotas de su vida al lado de la mítica Chavela Vargas. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos (Continuará.)
LOS CABOS 6 ( i de ii ) dirán al estadio ni habrán de presenciar ese juego en el que, patrioterismo mercantil mediante, quieren hacerles creer que está ventilándose el honor nacional. Un parapléjico solitario al que le roban todo su dinero, una prostituta obesa a la que en razón de su oficio no le permiten ver a su hija pequeña, así como un jardinero alcohólico-heroinómano capaz de pedirle diez dólares para una dosis a su propio hijo, son algunos de los habitantes de los márgenes de una sociedad bastante menos paradisíaca de lo que el neoliberalismo occidental propone como modelo a seguir, y Wapeemuka los retrata con una mirada totalmente alejada del melodrama, no obstante solidaria y cálida. A Ghost Story (Estados Unidos, 2017), de David Lowery, es una bofetada deliciosa en el rostro de aquellos que
cifran la calidad y la suerte de un filme más en los efectos digitales y la postproducción –que suponen obligados a la sobreabundancia y la capacidad de “apantallar”–, que en la concepción del argumento y el desarrollo de la trama. Para muchos tipos de historias poco importa en realidad la presencia o ausencia de dichos efectos, pero para una cinta como A Ghost Story –“una historia de fantasmas”–cualquiera los daría por infaltables, y es ahí donde Lowery acierta el golpe, pues prescinde casi en términos absolutos de ese recurso y propone como protagonista a un fantasma literalmente ensabanado, con dos recortes ovalados en calidad de ojos. Son el tono y la atmósfera de la cinta, así como la fuerza intrínseca del cuento que se cuenta, los que le confieren la elevada verosimilitud de la que goza, que ya quisieran para sí los fabricantes cinematográficos de toda suerte de monstruos, criaturas y apariciones de un más allá que, por más sofisticada que sea la técnica con la cual se elaboren sus engendros, está destinada a detonar la permanente insatisfacción del espectador, ya muy malacostumbrado a mirar mucho e imaginar poco a la hora de ver una película. Mis demonios nunca juraron soledad (México, 2017), de Jorge Leyva Flores, tampoco apela –lo cual por otra parte en México es prácticamente inviable– a la inclusión impresionante de digitalizaciones y efectos especiales para darle cuerpo a una historia de apariciones sobrenaturales, en este caso, ambientadas quizá en algún punto del siglo xix en el campo mexicano, donde un gambusino busca oro más bien inútilmente, y en cambio lo que encuentra es una circularidad desasosegante entre la vida y la muerte o, quizá mejor dicho, entre la presencia real y la ausencia irreal de los demonios a los que alude el título, e incluso de sí mismo (Continuará.)
Imagen para cartel de Luk’Luk I
ENSAYO
Guillermo Ceniceros o la sombra de lo que va a suceder
A LOS SETENTA Y OCHO AÑOS CUMPLIDOS, EL
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José Ángel Leyva
ARTISTA DURANGUENSE SE DICE A SÍ MISMO, ALLÁ EN 1958, QUE EL ÚNICO CAMINO PARA ÉL ERA EL ARTE. COLABORADOR DE SIQUEIROS, AUTOR DE LOS MURALES EN LAS ESTACIONES COPILCO Y TACUBAYA DEL METRO DE CIUDAD DE MÉXICO, POR EJEMPLO, SU OBRA SE PUEDE VER EN UN MUSEO QUE LLEVA SU NOMBRE. NO CUALQUIERA.
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i nombre es Guillermo Ceniceros, soy pintor, nací en el Salto, Pueblo Nuevo, Durango donde transcurrió mi infancia. De esa época de mi vida conservo con nitidez el olor de un tubérculo al que los lugareños llamaban Juárez. Era blanco y poseía un aroma parecido al queso, a ese llamado roquefort. En ese tiempo yo sabía poco de quesos, pero con el paso de los años y los viajes descubrí que era como un producto lácteo de la tierra. No puedo olvidar los aromas de la madera y de la trementina, la brea de donde se extrae el aguarrás. Por cierto, Modigliani usaba con frecuencia el aguarrás para adelgazar las capas del óleo y alcanzar ese efecto de levedad tan característico de su pintura. Cuando uso el óleo y lo diluyo, empleo ese solvente e inevitablemente vienen a mi memoria los aromas del aserrín y de la madera de los pinos, del bosque de mi niñez. Mi padre era carpintero y su especialidad era la elaboración de juguetes de madera. Era muy conocido porque él fabricaba los rifles para los conscriptos, pues el ejército dotaba a los jóvenes que hacían el servicio militar de un armamento de utilería para los desfiles. Ese espíritu fabril y artesanal estaba presente en mi casa y quizás por ello mismo yo también creaba mis propios juguetes. Con claridad evoco las imágenes de unas maquinitas que construíamos mis hermanos y yo, empleando las latas de diversos productos a las que dotábamos de rueditas y de un pequeño depósito interior donde poníamos estopa y aceite, para que simulara un tren echando humo mientras lo movíamos en todas direcciones donde habíamos construido previamente casitas, túneles, puentes y caminos. En realidad la vida de esa época era como un juego. Hasta los peligros tenían esa marca. Cuando tenía unos diez u once años me juntaba con un grupo de muchachos de mi edad o poco mayores para hacer grandes fogatas de madera. Al fondo de los leños colocábamos un tubo con agua al que adaptábamos tapones de madera por ambos extremos. Con el calor, el tubo comenzaba a girar y a producir un ruido siniestro mientras su movimiento generaba formas
danzantes de humo. Eran sombras fantasmales que parecían aullar entre las llamas. Al final uno de los tapones del tubo salía disparado y golpeaba contra la pared de una casa de madera. La emoción y las risas borraban cualquier idea del peligro de ese juego ingenuo, pero también macabro. En esa época el ferrocarril llegaba hasta El Salto, pero representaba un sueño que se volvió imposible; el proyecto era que descendiera hasta el puerto de Mazatlán. Por la sierra quedaron los caminos y los túneles de esa ilusión. Hoy la autopista Durango- Mazatlán, esa joya de la ingeniería, se desvía del Salto para ahorrar distancia a la costa y pasar por el Puente Baluarte. Varios cuadros murales localizados en la casa de Gobierno, en el Congreso del estado y otros dos importantes edificios de la capital de Durango, dan fe de mi asombro por la belleza del paisaje y de la ingeniería. Un día mi padre decidió buscar mejores opciones para la familia y salimos rumbo a Monterrey. La palabra de ese nuevo destino me hacía imaginar un lugar más boscoso que mi lugar de origen. Era en realidad un valle rodeado de enormes montañas y poblado de chimeneas industriales. Cerca de nuestro nuevo hogar, en la colonia Hidalgo, existía una calera, donde se producía cal y carbonato de calcio. Todas las casas estaban cubiertas con ese polvo blanco. Años más tarde pinté un cuadro inspirado en ese recuerdo. En Monterrey terminé la primaria y fui inscrito en la Fabricación de Máquinas, s . a . Allí tuve mi primer trabajo y también la continuación de mis estudios. Mi generación representaba el treceavo grupo de estudiantes y egresados de esa fábrica-escuela, que formaría acaso a un par de generaciones más y concluiría su magisterio. En nuestra formación se insistía mucho en materias como las matemáticas, el álgebra, la geometría, dibujo, química, fundición, y ciertos días se nos enseñaba dibujo de precisión o industrial, dibujo en general, se nos hablaba de historia del arte y algo de música. Se nos educaba en los principios de la mecánica, pero se nos sensibilizaba en una visión más amplia. Allí entendí, por ejemplo, la importancia de la geometría en toda forma universal y humana.
Cuando me inscribí en la Escuela de Artes de la Universidad Autónoma de Nuevo León, ya tenía conciencia del sentido integral del conocimiento científico y técnico en la formación estética. Y cuando egresé de esta institución en 1958, además del conocimiento nuevo del arte, me percaté, y lo constato ahora a mis setenta y siete años recién cumplidos, que la intuición me impulsaba a abrir otras puertas desconocidas, que la intuición, como lo decía Einstein para los científicos, era el cincuenta por ciento de mi vocación de artista. La curiosidad hace al artista en buena medida. No obstante, he pensado muchas veces si esos senderos de mi biografía me llevaron a descubrir y a elegir el arte o si el arte ya me había elegido a mí. De cualquier modo, creo que para mí no había otro camino. Mi otro gran descubrimiento de esa época fue Esther, mi esposa, con quien procreamos y educamos dos hijos, Guillermo y Enrique. Ella también es artista y mi compañera, la otra mitad de mi vida. Con ella vine a Ciudad de México. Sorpresa tras sorpresa vine a conocer y a trabajar con un personaje central en mi trayectoria creativa, David Alfaro Siqueiros. Fui uno de sus más cercanos colaboradores en siete de sus murales, particularmente en La marcha de la h u m a n i d a d , e n e l P o l y f o ru m q u e l l e v a s u nombre. Desde entonces, codo a codo con Esther, he forjado una obra muy vasta de pintura de caballete, grabados, obra en volumen, dibujo y numerosos murales entre los que destacan, por sus dimensiones y localización, los de las estaciones Copilco y Tacubaya del Metro de Ciudad de México. Pero en Monterrey y Durango, que son mis lugares de origen, además de otras ciudades del país y en el extranjero, también existen obras murales de mi autoría. Mi obra puede conocerse en el acervo del Museo Guillermo Ceniceros en la ciudad de Durango, y en el libro que con motivo de mi setenta aniversario publicaron los gobiernos de Durango y Nuevo León. Mi biografía se sintetiza en una vida dedicada al trabajo artístico, a la creación de un discurso que responde a la admiración y al amor que tengo por la vida, la belleza, la ciencia, la poesía, el misterio Mural de Guillermo Ceniceros en Metro Tacubaya, cdmx