Suplemento Semanal, 21/03/2021

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SEMANAL SUPLEMENTO CULTURAL DE LA JORNADA DOMINGO 21 DE MARZO DE 2021 NÚMERO 1359

(1932-2021)

VICENTE ROJO El alma de la imagen


LA JORNADA SEMANAL

Portada: Vicente Rojo, 2007. Foto: La Jornada/ José Antonio López

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(1939-2021) ISELA VEGA: SENSUALIDAD Y TRANSGRESIÓN Parteaguas tanto en el orden político como en el amplio universo cultural, las décadas de los años sesenta y setenta del siglo pasado dejaron como herencia colectiva ideas, actitudes, posturas y definiciones vitales que, en buena medida, definen los perfiles de nuestro tiempo, y abundan las personalidades que, desde aquel entonces, se convirtieron en iconos del espíritu libertario, de apertura, que caracterizó aquellos años. En México, una de dichas personalidades fue la actriz, productora, guionista y directora Isela Vega, recientemente fallecida. Desde el inicio de su amplísima carrera, doña Isela se instaló y permaneció como una de las máximas representantes de una feminidad fuerte, contestataria y transgresora, consciente y exigente de sus derechos, que ejerció en todos los ámbitos. Con su semblanza, a cargo del crítico e investigador cinematográfico Rafael Aviña, le decimos hasta siempre a nuestra admirable y muy querida doña Isela Vega.

En el jardín de Naropa: poetas de Centroamérica,

LAWRENCE FERLINGHETTI Y OTROS BEATS

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El poeta Lawrence Ferlinghetti. Foto: La Jornada / José Carlo González.


LA JORNADA SEMANAL 21 de marzo de 2021 // Número 1359

Crónica franca y valiente, pues no esconde el titubeo y la autocrítica, de una presentación y lectura en el Naropa Institute de Boulder, Colorado, de un escritor comprometido con la lucha social, autor de La ideología y la lírica de la lucha armada y Breve historia intercultural de Guatemala, que sirvió para destrabar un proceso de toma de conciencia política ante la derrota del proyecto de izquierda en Guatemala.

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os años noventa me encontraron en Costa Rica terminando de escribir un libro que me salvó de sucumbir en la desesperación que me causaba observar el derrumbe rápido y estrepitoso del mundo socialista y, luego, la derrota de los sandinistas. El libro se llama La ideología y la lírica de la lucha armada. Lo escribí en el cantón de San Pedro a lo largo del segundo semestre de 1989 y lo leí de un tirón los primeros días de 1990. La autocensura de izquierda que tenía interiorizada en el consciente y en el inconsciente hacían que me resistiera a admitir que el proyecto socialista había llegado a su fin y era necesario plantear salidas diferentes para la sobrevivencia de un proyecto político que reivindicara la posibilidad del bienestar de las mayorías. Esta era la utopía que la Nueva Derecha declaraba anulada, mientras la izquierda tradicional seguía aferrándose al pasado: un pasado que tenía sólo seis meses de edad, pero esos meses eran iguales a seis lustros. La gente de izquierda envejeció en seis meses: habían sido jóvenes revolucionarios hasta junio de 1989, y ya eran ancianos reaccionarios en enero de 1990. Escribir ese libro me salvó de la insania en el segundo semestre del ’89, y el primer ejercicio de salud mental e ideológica que realicé inmediatamente fue una serie de dos artículos que publiqué en el Semanario Universidad, de Costa Rica, definiendo lo que era la Nueva Derecha y tratando de definir lo que podía ser una Nueva Izquierda. Allí empezó realmente mi compromiso con la crítica de la izquierda, aunque mi autocensura (entronizada en el centro de mis emociones) no me dejaba soltar todavía un falso sentido de lealtad hacia la izquierda tradicional, ésa que –por diferencias internas– me había reprimido, encarcelado y torturado en Nicaragua, con la complicidad de algunos sandinistas del Ministerio del Interior y la burocracia estatal. Me acuerdo de que, en 1991, en Managua, le dije a César Montes lo que pensaba: que era inútil seguir creyendo en una revolución en Centroamérica o en cualquier otra parte del mundo. Y nos despedimos.

Encuentro beat en Colorado ASÍ, CON ESE acto, concluyeron para mí veinticinco años de militancia en la izquierda, durante los cuales jamás fui miembro de la URNG, porque mis compañeros y yo nos opusimos a ella desde

Jorge Herrera Velasco ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||

Fue Allen Ginsberg, con sus interrogantes sobre la censura de la izquierda a sus intelectuales en todo el mundo, quien logró desatar en mí ese nudo de autocensura y falsa lealtad que me mantenía en silencio, ocultando todo lo anómalo de la izquierda guatemalteca y, claro, mi tortura psicológica en Nicaragua.

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que nació, en 1982, debido a que había surgido como una instancia excluyente de otros grupos revolucionarios y, por ello, antiunitaria. En esas circunstancias, una mañana a mediados de 1990, en las oficinas del Consejo Superior Universitario Centroamericano –CSUCA–, Carmen Naranjo, entonces directora de la Editorial Universitaria Centroamericana –EDUCA–, que funcionaba en el mismo local, me habló sobre que nuestro amigo, el editor Joe Richie, nos invitaba a un grupo de escritores centroamericanos a participar en talleres literarios en el Naropa Institute de Boulder, Colorado, una institución de orientación budista, meditativa y contemplativa, que nos pagaría los gastos a cambio de charlas y entrevistas con sus estudiantes de escritura creativa. Recuerdo a Carmen en el vuelo hacia Estados Unidos, contándome que les tenía terror a los aviones, y la llegada a Denver y a Boulder una tarde de verano espléndida en la que Joe Richie y Eliot Greenspan nos recibieron con la mala noticia de que Gary Snyder y William Burroughs se acababan de marchar de Boulder, pero que allí estaban Allen Ginsberg y Lawrence Ferlinghetti, por aquello de que quisiéramos conversar con la Beat Generation. Mi primera actividad fue un recital de prosa y poesía junto a Carmen Naranjo y Gioconda Belli. Como el público era medio hippie, medio esotérico, medio New Age, me puse una de esas camisas llamadas “típicas” que venden en los mercados de Guatemala y tenía unas flores bordadas en el pecho, y con ese disfraz pude no desentonar con la imagen estereotipada del poeta centroamericano que, sin querer, instauró Ernesto Cardenal en Estados Unidos. El recital fue un éxito. Leímos algo de nuestra obra en inglés, y la recepción de lo que leímos fue entusiasta, yo diría que en exceso. Pero a lo que yo iba, porque así me lo había pedido Joe Richie, era a ofrecer una charla sobre literatura y cultura de la lucha armada, y eso lo hice una mañana hermosa bajo una enorme tienda en los campos del Naropa Institute, con un público numeroso entre cuyos miembros recuerdo a Margaret Randall, Anne Waldman y Allen Ginsberg. Y los recuerdo porque su presencia me preocupaba, creía que podrían hacerme preguntas que no iba a poder contestar por mi autocensura, y así fue: me hicieron las temidas preguntas. Sólo que, para mi fortuna, sí pude contestarlas. Realmente fue Allen Ginsberg, con sus interrogantes sobre la censura de la izquierda a sus intelectuales en todo el mundo, quien logró desatar en mí ese nudo de autocensura y falsa lealtad que me mantenía en silencio, ocultando todo lo anómalo de la izquierda guatemalteca y, claro, mi tortura psicológica en Nicaragua. Cuando le estaba contestando a Allen caí en la cuenta de que estaba hablando de mí como militante de izquierda y que lo estaba haciendo no desde la retórica de lo que se debe decir y lo que se debe callar, sino desde lo que yo pensaba y sentía verdaderamente. Esta era una experiencia nueva, y creo que lo empecé a hacer porque pensé que en Estados Unidos no podían hacerme nada por decir lo que opinaba sobre eso, y porque me sentí en confianza entre las poetas nicaragüenses, es decir, entre Gioconda, Daisy, Vidaluz, Claribel y también Ileana Rodríguez. Sin embargo, después de mi charla de casi tres horas en aquella enorme tienda en descampado del Naropa Institute, Gioconda me dijo que había sido cínico, que había hablado de la militancia sin solemnidad, y lo admití y me alegré inmensamente de eso en mis adentros, porque por fin empezaba a aflorar en mí un pensamiento y una palabra sin autocensura, totalmente sincera y no apegada a la / PASA A LA PÁGINA 4


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Lawrence Ferlinghetti durante la presentación de su libro La noche mexicana, Bellas Artes, febrero del 2004. Foto: La Jornada / José Carlo González.

VIENE DE LA PÁGINA 5/ EN EL JARDÍN...

línea de una izquierda censora que oculta sus errores y sus despropósitos. Esto tenía sus antecedentes en el libro que había terminado sobre la lucha armada, pero ahora brotaba libre y espontáneo, mío, como una bandada de pájaros en el jardín de Naropa. El 19 de julio, reunidos en una habitación, celebramos con tristeza lo que hubiera sido el undécimo aniversario de la revolución sandinista, y allí estuvieron todas las poetas que mencioné, y Eliot Greenspan y yo tocamos guitarra y cantamos, él algunas piezas de country y folk music, y yo las de ley en aquel momento: las de los Mejía Godoy. Allí estaba también una cantante extraordinaria, miembro de un grupo llamado The Mother Folkers (the best pronounced name in show business), cuyo nombre se me escapa ahora imperdonablemente. Esa mañana le había hecho algunas fotografías a Allen Ginsberg y a Lawrence Ferlinghetti, que conservo y que me gustan. Hay una en la que Ferlinghetti está desabrochándose la camisa, en un gesto típico de Clark Kent, para descubrir debajo una camiseta con el rostro de Jack Kerouac, el mentor de los beats, su sumo sacerdote, pintado en colores de alucinación. Luego recuerdo muchas entrevistas con talentosos estudiantes de escritura creativa y largas conversaciones con escritores gringos y latinoamericanos con los que convivíamos en unos búngalos cerca del Naropa Institute. También un paseo en automóvil por las Montañas Rocosas y la vista de Denver y Boulder allá abajo en la planicie lejana. A mí me tocó compartir el apartamento con el puertorriqueño Víctor Hernández-Cruz, quien escribe en spanglish, y a quien fui a escuchar en un recital junto a Anne Waldman, durante el cual a Allen Ginsberg le dio por rascarse los pies furiosamente.

Una difícil despedida UN DÍA JOE Richie me pidió que sostuviera el micrófono de un equipo de filmación que iba a irrumpir en uno de los talleres de Ginsberg, y abri-

La peor de las izquierdas, es decir, la izquierda a destiempo o izquierda cobarde, es la que protesta. Esta izquierda está integrada por quienes hasta en los años noventa, cuando todo estaba perdido, se convierten en adalides públicos de la nostalgia revolucionaria y son los que, cuando el deber pudo requerir de su valentía, se escondieron en los aleros de sus empleos, hogares y becas o falsos exilios, y callaron.

mos la puerta. Allen nos miró asustado, pero nos dejó entrar con la cámara, el micrófono y otras cosas a recorrer el aula, y me acuerdo muy bien de que el poeta de Howl! tenía en la mano una traducción al inglés de Altazor, de Vicente Huidobro. Mi estancia de dos semanas en el Naropa Institute fue para mí el inicio de un proceso difícil de despedida de mi autocensura de izquierda, gracias a las insistentes y punzantes preguntas que me hiciera, entre otros, Allen Ginsberg aquella mañana soleada bajo la cubierta enorme de la tienda blanca en descampado. Margaret Randall me hizo una foto muy buena pero que no acaba de gustarme, y tuvo la gentileza de enviármela a Costa Rica, gesto que valoro y no olvido. En Boulder experimenté la necesidad que tenía de referirme a mí mismo como un militante de izquierda guatemalteco, crítico de la URNG, pero orgulloso de mi pasado político, y la necesidad de no concebirme como un ser ilegítimo por haber participado en una gesta que se perdió y que por eso debe seguir aparentando ser misterioso y hacer como que sabe quién sabe cuántas cosas indecibles, y andar por ahí nostálgico e ideológicamente envejecido, añorando los “buenos tiempos” de la Guerra fría. En Boulder, en la luz cálida de la tienda desplegada en el jardín de Naropa, entendí eso: que yo debía hablar de mí con orgullo por lo que había hecho, que es lo mismo que hicieron muchos guatemaltecos que deberían salir a luz pública enorgulleciéndose de sí mismos. Si los veteranos gringos de la guerra de Vietnam, que fue una guerra perdida para ellos, se juntan a celebrar, ¿por qué no lo van a hacer los veteranos de la revolución guatemalteca, que también fue una guerra perdida? Hablé mucho esa mañana, me desahogué. Agnes Bushell, quien acaba de publicar una novela sobre el homosexualismo entre los militares guatemaltecos, me hizo varias fotografías con mi cámara. Una de ellas es la que aparece en la contraportada de la edición de 1993 de Los demonios salvajes. Ahí estoy, hablando, cayendo en la cuenta de que tenía derecho a decir quién era y a denunciar a mis torturadores (aunque eso lo logré hacer plenamente hasta 1995, tanta es la fuerza de la autocensura), y a no callar más para encubrir a unos cuantos irresponsables, y también a decir que la crítica de la izquierda era algo que todos le debíamos a la posteridad, y era la condición sin la cual la izquierda misma no podría renovarse. Estos dorados tiempos, en que la dirigencia revolucionaria rubrica con una traición su deslucida trayectoria política, me dan la razón. Y sólo la peor de las izquierdas, es decir, la izquierda a destiempo o izquierda cobarde, es la que protesta. Esta izquierda está integrada por quienes hasta en los años noventa, cuando todo estaba perdido, se convierten en adalides públicos de la nostalgia revolucionaria y son los que, cuando el deber pudo requerir de su valentía, se escondieron en los aleros de sus empleos, hogares y becas o falsos exilios, y callaron. La historia no los absolverá. Después de Boulder todavía me quedé un año más en Costa Rica. En 1992 volví a Guatemala para constatar con sorpresa que los miedosos de entonces eran los calenturientos y trasnochados radicaloides de ahora. Muy pronto volví a sentir aquel cosquillear de Rocinante del que hablaba el Che, y seguí caminando hacia adelante, al margen de la inercia izquierdosa de mis amigos, examigos y enemigos. Quiero volver a Boulder un día de éstos, y recordar allí aquella mañana soleada en que comencé a no mentirme a mí mismo, en medio del jardín de Naropa y gracias a Allen Ginsberg, Lawrence Ferlinghetti y el “poeterío” nicaragüense ●


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EL ALMA DE LA IMAGEN

VICENTE ROJO IN MEMORIAM

El pintor y escultor Vicente Rojo, 2019. Foto: La Jornada / Cristina Rodríguez.

El pasado miércoles 17 de marzo, al cierre de esta edición, recibimos la sorpresiva y desconsoladora noticia de que el artista plástico, pintor y diseñador gráfico Vicente Rojo acababa de fallecer, dos días después de su cumpleaños número ochenta y nueve. Vaya este brevísimo texto para honrar su memoria, y como anticipo de la próxima entrega que dedicaremos al entrañable maestro de la imagen.

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icente Rojo nació en Barcelona, España, el 15 de marzo de 1932, llegó a México a finales de los años cuarenta y, a partir de los cincuenta, comenzó a dejar su impronta en diversas publicaciones impresas, entre las que figuran Artes de México, México en la Cultura, la Revista de la Universidad, así como el diseño original de su casa de toda la vida, La Jornada; La múltiple y variada presencia plástica, gráfica y escultórica de este creador polifacético es parte insoslayable del paisaje artístico de México, su país. Diseñador gráfico, pintor y escultor incansable, el más reciente trabajo que Rojo realizó lleva por título Versión celeste, el magnífico vitral lumínico que hoy luce en las instalaciones del Nacional Monte de Piedad, con el que completa un arco enorme que va del papel a un soporte de cristal y luz. El domingo 9 de agosto de 2020, con el pretexto venturoso de haber sido inaugurado dicho trabajo espléndido, La Jornada Semanal rindió un merecido reconocimiento a la trayectoria artística de Rojo, al que será dedicada nuestra próxima entrega y de quien nunca podremos despedirnos. Hasta siempre, querido Vicente.

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Hay construcciones en Ciudad de México que, por mucho, trascienden el llano sustantivo de “edificio” o “inmueble”: son obras que conforman el patrimonio de una ciudad. Es el caso del templo de Nuestra Señora de los Ángeles, lamentablemente dañado por el sismo de 2017 pero aún en pie, sostenida su cúpula gracias a los trabajos del inah, la UNAM y el INBA. Esta es una breve pero puntual bitácora de su restauración en proceso.

EL TEMPLO DE NUESTRA SEÑORA DE LOS ÁNGELES una odisea arquitectónica

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Xavier Guzmán Urbiola ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||

uestro patrimonio requiere ser mirado con empatía. Ha sido capaz de resistir el uso, la falta de mantenimiento, el olvido y decisiones erráticas. Lo único que no resiste es la incuria. Necesita que se le valore desde el afecto. El templo de Nuestra Señora de Los Ángeles se encuentra en la colonia Guerrero, a dos cuadras de Tlatelolco, y preside la plaza del mismo nombre, una zona donde casi nadie se atreve a entrar. Su fábrica se consolidó durante el siglo XVIII, continuó en el XIX y el XX. Se trata de una mampostería colonial resistente por masa. Su cúpula principal es de media naranja, cierra el crucero central, en la base de su tambor tiene un espesor de 1.40m y, en el arranque de la linternilla, de 60cm. Se calcula que pesaba quinientas toneladas. Fue tal vez el templo más dañado en Ciudad de México debido a los sismos de septiembre de 2017. Sin embargo, el aparatoso colapso de tres de sus ocho gajos no ocurrió el día 19, sino el 24 siguiente, habiendo permitido a los arquitectos interesados hacer un escaneo con láser de su verticalidad. Ese primer diagnóstico fue elocuente, pues era claro que las grietas preexistentes del costado sur se ampliaban. Dichos

trabajos fueron posibles gracias a una solicitud del entonces director de Sitios y Monumentos, arquitecto Raúl Delgado, y de la directora de Arquitectura del INBA, arquitecta Dolores Martínez. La contratación a Sackbé para atender el templo, conteniendo lo que se mantenía en pie, se hizo a través del Fondo Nacional de Desastres (FONDEN), en su etapa de Apoyo Parcial Inmediato. Sin embargo, dado el dramático aspecto del derrumbe y la colindancia del templo con una escuela, no tardó en llegar la solicitud de demolición total del elemento dañado. Tampoco era fácil, así que no pudo concretarse. La arquitecta restauradora Virginia Arroyo, directora de Sackbé, ante el paso de los meses, enamorada del templo y su cúpula, inició las labores siguientes. Puso a buen resguardo los vitrales alemanes de bellísima factura que adornaban los óculos. Recibió en el templo al ingeniero Giovanni Cangi y al doctor Claudio Varagnoli. Después logró, con el arquitecto Salvador Ávila, en enero de 2019, durante la última visita a México que hizo el gran estructurista español, Santiago Huerta, explicarle el problema y llevarlo al templo. Él, al conocer los reportes resguardados en los archivos en la Coor-


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dinación Nacional de Monumentos Históricos del INAH (felizmente dirigida hoy por la arquitecta Valeria Valero, asistida por Antonio Mondragón), en los que se hablaba de hundimientos en el subsuelo, asoció esos datos con las grietas en la cúpula y dibujó un esquema explicando la deformación y el mecanismo de falla. El colapso ocurrió cuando el suelo se asentó, la linternilla sufrió una inclinación mayor al cinco por ciento y cayó. En consecuencia, las grietas preexistentes se ampliaron y se reflejaron en la zona paralela del norte, produciendo un fenómeno de arqueo y ahí sobrevino el derrumbe de tres gajos, que proyectó secciones de la mampostería hacia la escuela colindante. Por fortuna, los días posteriores al sismo las clases se hallaban suspendidas. Pero más importante que lo anterior, Huerta, en una reunión de los involucrados con el INAH, desde la empatía los sensibilizó sobre la improcedencia de demoler una cúpula que se conservaba casi en dos terceras partes y mostraba un trabajo cuidadoso de unos alarifes anónimos. Pero, ¿cómo proceder? Una obra falsa de cimbra de madera o tubular e industrial hubiese implicado elevarla a una altura cercana a los diecinueve metros y mantenerla ahí durante años. Por caro, era impensable. En este punto el doctor Agustín Hernández, de la Facultad de Arquitectura de la UNAM, cobró protagonismo. Él ideó y el INAH contrató el desarrollo y construcción de un cilindro hiperboloide de 18.7m de alto, de planta circular con diámetro de 4.66m, una cintura de dos, un remate de 2.80m y cuatro refuerzos intermedios. El cilindro fue realizado con tubería de 2.5 pulgadas, esto es, la más común, corriente y barata, pero cuya torsión logró, frente a la resistencia por masa, su resistencia por forma. Se colocó un tapial en la acera, se instaló ahí un taller para el armado y soldado de ese hiperboloide y las triditrabes que lo coronan. Un dato es contundente: el cilindro finalizado pesa 2.3 toneladas, pero fue calculado para cargar setenta. Es una pieza bellísima, cuyo primer objetivo es contener y fijar los vestigios, para conseguir así una condición segura al trabajar en la reconstrucción de la cúpula, y segundo, suplir la obra falsa que la cimbra implicaba. Pero vino la pandemia y las obras debieron suspenderse.

Exacto, estresante… y exitoso APENAS SE PUDO, la arquitecta Arroyo continuó cumpliendo su contrato con en el INAH. Se preparó en el interior del templo una cimentación

Un dato es contundente: el cilindro finalizado pesa 2.3 toneladas, pero fue calculado para cargar setenta. Es una pieza bellísima, cuyo primer objetivo es contener y fijar los vestigios, para conseguir así una condición segura al trabajar en la reconstrucción de la cúpula, y segundo, suplir la obra falsa que la cimbra implicaba. Pero vino la pandemia y las obras debieron suspenderse.

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para recibir el cilindro. Una grúa se colocó casi al frente de la fachada del templo el día 5 de septiembre de 2020. Se optó por una de cuatrocientas toneladas, pues mientras más largo su brazo, el lastre debe ser mayor. Se procedió ese día a izarlo. La maniobra debía ejecutarse con absoluta precisión, pues evitar cualquier movimiento pendular era indispensable. Se levantó el hiperboloide hasta una altura de cuarenta metros. El video tomado por un dron muestra que el proceso de introducirlo en perfecta verticalidad por la parte colapsada de la cúpula, fue a la vez exacto y estresante. Verlo obliga a contener la respiración. Pero, una vez anclado el cilindro en su sitio, debían colocarse dos triditrabes primarias de 22m de largo, 5.3 toneladas de peso y 1.4m de peralte (o ancho), sobre el remate del cilindro, cruzando los óculos del tambor y apoyadas finalmente en las pechinas de mampostería, las cuales cargarán el resto del peso que el hiperboloide no podrá sostener. Toda esta maniobra de montaje se hizo en cuarenta minutos. No terminó ahí la operación. En las semanas posteriores se cargaron cuatro trabes secundarias como complemento. Estos elementos están formados por triángulos invertidos en su peralte, enmarcados con acero, para lograr una resistencia máxima. Sobre esas mismas triditrabes se ha procedido a montar un piso para colocar las cerchas que guiarán la reedificación de la cúpula con mampostería autoportante, que se realizará en hiladas sucesivas. Pero aún hay una sutileza en relación con lo anterior: las mencionadas cerchas no siguen el esquema teórico e ideal de una media esfera, sino un trazo elíptico que indica la deformación ya incorregible de la cúpula. Ahora seguirá hacer los estudios de mecánica de suelos y pasar de los esquemas teóricos a plasmar lo anterior en un proyecto ejecutivo de reconstrucción, asignar la obra a los contratistas y entregarles los montos indispensables. Desaparecido el FONDEN, los involucrados esperan, seguros de su trabajo, los apoyos por las nuevas vías que el INAH logre concretar. Nuestra Señora de los Ángeles se lo merece. No cabe duda de que el nivel de nuestra reflexión en gabinete y de nuestra tecnología es de primera categoría. Pero lo anterior es la consecuencia de mirar con afecto al patrimonio. El optimismo se reafirma al constatar el empeño y amor que muchos arquitectos, técnicos y operarios sienten hoy por nuestra herencia cultural ●


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ISELA VEGA: sensualidad y transgresión Si en general romper los estereotipos de cualquier clase es casi imposible, en el mundo del cine parece ser aún más difícil. Sin embargo, la presencia, carisma, sensualidad e inteligencia de Isela Vega, recientemente llamada a otros escenarios sin tiempo, es un caso aparte. En la siguiente y detallada filmografía comentada de la trayectoria de la actriz, se da cuenta de ello y, de ese modo, a la vez se le rinde un justo homenaje.

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l 20 de mayo de 1970 aparecía, en la Revista Siempre!, la crítica teatral del estreno de Zaratustra, escrita y dirigida por Alejandro Jodorowsky, reseñada por el afamado dramaturgo, poeta y cronista Rafael Solana:

Tremendo entusiasmo, muy pocas veces visto, provocó el anuncio de una nueva obra de Alexandro Jodorowsky… deberá atribuirse el arrastre de Zaratustra a que se hizo correr la noticia de que por primera vez veríamos en esta obra desnudos integrales… Los actores, además de enseñar “las tepalcuanas” (oímos esa expresión a nuestro vecino de butaca) se mueven, se agitan, bailan, saltan, hacen grupos escultóricos, y hablan con cambiantes voces… a Isela Vega la encontramos algo quebrantada de voz, y no muy dúctil; su triunfo, si existe en esta obra, es de otro género, y toca reseñarlo al cronista de escultura o al de burlesque…

Además de Isela Vega, actuaban también Carlos Ancira, Héctor Bonilla, Jorge Luke, Susana Kamini, Álvaro Carcaño y más, en esa provocadora obra de Jodorowsky, como lo sería El juego que todos jugamos, que se montaría en breve con la misma Isela, José Alonso y otros más. Es decir que Isela Vega estaba llamada ya a convertirse en uno de los símbolos sexuales y contestatarios de ese momento, al tiempo que afianzaba una carrera cinematográfica que, en breve, alcanzaría alturas

Rafael Aviña ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||


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El erotismo en la pantalla empezó a adquirir mayores proporciones, surgirían dos figuras que alcanzarían un gran impacto en el inconsciente colectivo; el de un público que pedía a gritos un escape erótico, en una época particularmente transgresora y transgredida. Isela Vega y Meche Carreño fueron las grandes fantasías eróticas de ese tiempo, que el cine, la prensa, la televisión y sus seguidores convirtieron en leyenda, durante aquellos años de moralismo, mojigatería y represión social y política

las grandes fantasías eróticas de ese tiempo, que el cine, la prensa, la televisión y sus seguidores convirtieron en leyenda, durante aquellos años de moralismo, mojigatería y represión social y política, que encontró en el encuere fílmico, en las audacias y la supuesta sinceridad erotómana de la pantalla grande y los gritos de “pelos” y “quiero ver chichis”, de anónimos y reprimidos espectadores agazapados en la oscuridad de salas de cine de segunda y tercera corrida, un escapismo onanista que marcaría el preludio para el cine de ficheras, bellas de noche y encueratrices que vendría en breve y se elevaría como lo más representativo del cine erótico en los posteriores años setenta y ochenta.

Sexy comedias, acción y prostitución importantes aunque no fuera valorada entonces. Más intrigante aún fue que el dramaturgo no imaginara, mientras escribía su reseña, que la propia Isela catapultaría su obra de teatro más importante: Debiera haber obispas, escrita por Solana en 1953, al ser adaptada al cine bajo el título de La viuda negra, dirigida por Arturo Ripstein en 1977, aunque estrenada hasta 1983 debido a la feroz censura lopezportillista, como sucedió con otro de los filmes clave en la carrera de Isela Vega: Las apariencias engañan, de Jaime Humberto Hermosillo, también de 1977 y estrenada asimismo en 1983.

El surgimiento del sex symbol NO OBSTANTE, PARA llegar aquí, Isela recorrió un largo camino, primero como incipiente modelo televisiva y cantante en bares de Ciudad de México y breves escenas en cintas como Verano violento (1961), La rabia por dentro (1962) y después en sos conspiración bikini, Don Juan 67, Enigma de muerte y El matrimonio es como el demonio, filmadas entre 1965 y 1966, en donde Isela interpretaba pequeños papeles para lucimiento de su belleza, juventud y cuerpo espectacular. Lo curioso es que Isela aprovechó esa oportunidad para crecer como actriz y construir personajes poderosos, sensibles e insumisos. A fines de los años sesenta, cuando el erotismo en la pantalla empezó a adquirir mayores proporciones, surgirían dos figuras que alcanzarían un gran impacto en el inconsciente colectivo; el de un público que pedía a gritos un escape erótico, en una época particularmente transgresora y transgredida. Isela Vega y Meche Carreño fueron

Arriba: Las reglas del juego, 1970, de Mauricio Walerstein. Al centro: Las sicodélicas, 1968, de Gilberto Martínez Solares. Abajo izquierda: La viuda negra, 1977, de Arturo Ripstein. Abajo derecha: SOS conspiración bikini, 1967, de René Cardona Jr.

EN EFECTO, LAS primeras apariciones de ese notable fenómeno erótico que fue Isela Vega tienen que ver con la exhibición de la epidermis femenina, tónica de aquellos años en donde el bikini, el negligé, el baby doll, los hot pants, las minifaldas y las blusas escotadas eran elemento ineludible en decenas de cintas de acción, sexy comedias y dramas tragicómicos donde se revisaba el tema de la prostitución social y de conveniencia. Por ello, el cine mexicano de esa época va a capitalizar los voluptuosos cuerpos y/o bellos rostros de nuevas actrices que consolidarían sus carreras justo en esos años, como Jacqueline Andere, Sonia Furió, Maricruz Olivier, Norma Lazareno, Fanny Cano, Claudia Islas, Maura Monti, Ofelia Medina, Julissa, Isela Vega y varias más, al igual que otras guapas y atractivas jovencitas que tendrían cabida en aquellas historias. Por ejemplo, en Don Juan 67 (1966), de Carlos Velo, el gran protagonista Mauricio Garcés tiene la oportunidad de abrazar y besar a una pléyade de preciosidades, como Alicia Bonet, Irma Lozano, Maura Monti, Norma Mora, Isela Vega, Martha Navarro, Eva Norvind y Tere Vale. Después, en el tercer episodio de Mujeres, mujeres, mujeres (1967), de José Díaz Morales, el mismo Garcés, postrado de agotamiento sexual en una cama de hospital, se resigna a mirar y comerse con los ojos a Norma Mora, Renata Seydel e Isela Vega. Y en Las sicodélicas (1968), filmada en las playas de Lima, Perú, cuatro hermanas: Monti, Amedée Chabot, Elizabeth Campbell e Isela, se dedican a matar a hombres y a luchadores que se niegan a tomar su protección. Así, en el cierre de aquellos años sesenta, Isela participaría en varias historias con el tema del oficio, como en El mal/The Rage, de Gilberto Gazcón, sobre un médico (Glenn Ford), afectado por la rabia y del que se enamora una atractiva prostituta (Stella Stevens); otras eran Maura Monti, Rosa María Gallardo y Ariadna Welter. Sin embargo, fue en Las pecadoras (1967), de Alfonso Corona Blake, donde Isela mostró de manera generosa sus turgentes pechos en la versión de exportación –en la exhibida en nuestro país sólo se le ve interpretar movimientos lúbricos en un cabaret donde baila y habla / PASA A LA PÁGINA 10


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VIENE DE LA PÁGINA 9/ (1939-2021) ISELA VEGA...

sensualmente en inglés. Filmada en Miami, Puerto Rico, Islas Vírgenes y República Dominicana, Las pecadoras era una cinta de corte turístico que mezclaba una intriga criminal, el ámbito del cabaret y el relato pasional de sexo y erotismo que incluía a Maricruz Olivier y, por supuesto, a una desparpajada y atractiva Isela, cuyos bellos desnudos fueron cortados pese a la clasificación “C”. Más interesante, El oficio más antiguo del mundo (1968), de Luis Alcoriza, presupone una suerte de antítesis de los filmes inspirados en la típica historia del burdel, al que un personaje externo revoluciona por completo y en el que se evitan los comentarios moralistas y las situaciones burdas. Así, al prostíbulo que atiende Gloria Marín llega el falso sacerdote que encarna Óscar Chávez, socorrido por Jacqueline Andere y Maricruz Olivier, y todas las pupilas relatan al sacerdote convaleciente sus vidas, entre ellas Lupita Ferrer, Heidi Blue, Sandra Boyd, Jayne Massey e Isela Vega, quien asegura haberse acostado, en doce años de trabajo, con más de 20 mil clientes. En Los cuernos debajo de la cama (1968), de Ismael Rodríguez, comedia de enredos eróticos inspirada en un relato de Dostoievski, Isela es una bella joven de pueblo, casada con un viejo general (Andrés Soler), que intenta desabrocharle por el frente su minúsculo brassiere. Obvia desde el título, en La buscona (Emilio Gómez Muriel, 1969), filmada en Uruguay, Isela muestra sus senos y es estigmatizada en un personaje que seduce al joven músico con rostro de impavidez permanente, Enrique Lizalde. En cambio Las golfas (1969), de Fernando Cortés, narra las vicisitudes entre humorísticas y melodramáticas de cinco lindas y simpáticas prostitutas que encarnan Isela Vega, Gilda Mirós, Gina Romand, Malú Reyes y Sandra Boyd, quienes lidian con un padrote abusador (el cantante venezolano José Luis Rodríguez el Puma) y luego aparece un joven predicador (Rafael Inclán) y varios clientes viejos y chistosos: uno de ellos le dice a su miembro viril: “Despierta, mi bien despierta.” Por cierto, una década después Isela aparecería en otros relatos de ficheras como en Las tentadoras (1979), de Rafael Portillo, en cuyo cabaret-burdel del mismo título, La Corcholata (Carmen Salinas), crea el Sindicato Único de Ficheras, debido a los bajos salarios de sus atractivas cabareteras, entre ellas Isela, Rebeca Silva, Claudia Islas y Sasha Montenegro.

Más allá de Onán: el erotismo insumiso LA DÉCADA DE los años setenta se convierte en el escaparate perfecto para una insurrecta Isela Vega, quien decide reinventar con dignidad, inteligencia y sensibilidad los propios papeles y géneros fílmicos a los que parecía estar destinada a encasillarse. Por el contrario, no sólo consigue extraer enorme provecho para componer audaces personajes que desafían la censura y la doble moral de los mexicanos, sino que una nueva generación de realizadores, productores y guionistas encuentra en su desparpajo, belleza, sensualidad y sinceridad, el vehículo idóneo para dar rienda suelta a relatos transgresores incluso antimelodramáticos para exponer fobias, lacras, temores y represión corporal y moral, enarbolando banderas de diversidad sexual en una época impensable para ello. Todo lo anterior coincide con su participación en las escandalosas puestas en escena del temido Jodorowsky, su desnudo integral en la revista estadunidense Playboy en 1974 y sus intervenciones en

Arriba izquierda: cartel de Puños Rosas, 2003, de Beto Gómez. Arriba derecha: cartel de Las pecadoras, 1967, de Alfonso Corona Blake. Abajo: fotograma de Don Juan 67, 1967, de Carlos Velo.

Malhablada, bella, sincerota –sonorense, ella–, de medidas y actitudes sicalípticas, Isela Vega fue mucho más que un símbolo sexual. Representó y trascendió uno de los mejores momentos del erotismo fílmico mexicano en cintas que intentaron adentrarse en el tema de la represión, el incesto, la ninfomanía y la sexualidad desenfadada.

filmes de producción estadunidense como El sabor de la venganza, de Alberto Mariscal, Temporada salvaje, de Myron J. Gold, Con furia en la sangre, de Barry Shear y Samuel Fuller, Tráiganme la cabeza de Alfredo García, de Sam Peckinpah, en la que Isela compuso incluso una de las canciones del filme, o Violencia negra, de Steve Carver, y a su vez en películas mexicanas-españolas como El hombre de los hongos, de Roberto Gavaldón, Acto de posesión, de Javier Aguirre, Oro rojo, de Alberto Vázquez Figueroa, Las siete Cucas, de Felipe Cazals, o Dulces navajas/Navajeros, afamado relato quinqui de Eloy de la Iglesia, en los que Isela era mucho más que un simple atractivo visual. En paralelo a aquella fugaz aparición en Las puertas del paraíso (1970), del debutante Salomón Laiter, cuyas atmósferas eran la orgía, el reventón, el crimen, la ansiedad y el erotismo incierto y brutal, Isela protagonizaría cuatro relatos que alegorizaban con elementos del reino animal sobre la sexualidad, el deseo y la hipocresía social, dirigidos por Francisco del Villar. Dos de ellos fueron escritos por el dramaturgo Hugo Argüelles: Las pirañas aman en cuaresma (1969) y La primavera de los escorpiones (1970). Los otros dos contaron con guiones de Vicente Leñero: El festín de la loba (1972) y El llanto de la tortuga (1974). En la primera, Isela es una viuda que calma su deseo sexual con el pintor que encarna Julio Alemán, quien desea a su vez a la hija de aquélla: Ofelia Medina. La primavera… se empeña en lucir los grandes pechos de Isela, en otro filme de pasiones exacerbadas que tocaba abiertamente el tema de la homosexualidad. Ella es una


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Arriba izquierda: fotograma de Cobrador. In God We Trust, 2006, de Paul Leduc y cartel El festín de la loba, 1972. Arriba derecha: fotograma de Las horas contigo, 2013, de Catalina Aguilar Mastretta. Abajo: cartel de El matrimonio es como el demonio, 1969, de René Cardona Jr.

fotógrafa con un hijo pequeño, relacionada trágicamente con una pareja gay integrada por Enrique Álvarez Félix y Milton Rodrigues. En El festín…es una joven reprimida que seduce a un sacerdote y a su medio hermano, y en El llanto de la tortuga se abordaban tópicos como el incesto, el asesinato, el intercambio de parejas y los abusos de las clases privilegiadas.

Juegos de la viuda negra: las engañosas apariencias de las reglas MUCHO MEJOR QUE las anteriores resultó la ópera prima de Mauricio Walerstein, Las reglas del juego (1970), sobre los límites de la pasión erótica que se establecen entre un joven nihilista (José Alonso), que desea montar Antígona en teatro experimental, y una desinhibida y liberal stripteaser de un cabaret, que interpreta Isela Vega y que le dice a Alonso: “joven caguengue”, y que es deseada entre otros y otras por Natalia Herrera Calles. Por ese papel, Isela obtuvo la nominación al Ariel a Mejor Actriz. En La india (1974), de Rogelio A. González, Isela aparece semidesnuda en varios momentos, en el papel de una voluptuosa indígena, cuyo hijo (Jaime Moreno) la desea. No obstante, sus filmes más importantes de esa década fueron La viuda negra, de Arturo Ripstein y Las apariencias engañan, de Jaime Humberto Hermosillo. La primera, como se mencionó, está inspirada en la pieza teatral de Rafael Solana, y en ella Isela encarna a una ama de llaves del improbable sacerdote que protagoniza Mario Almada. Sus tórridos encuentros sexuales provocaron que la película fuera enlatada durante cerca de seis años, en este fiel retrato de la doble moral pueblerina y su contraparte, una gozosa liberación de la carne y la sensualidad. La escena final, con la pro-

tagonista oficiando misa, resulta notable y se llevó el Ariel a Mejor Actriz; otra gran escena es aquella en la que Isela muestra los senos a la hipócrita y escandalizada sociedad del pueblo. Por su parte, en el filme de Hermosillo, Isela hace el papel de una hermafrodita que termina por penetrar al macho Gonzalo Vega, en un inquietante relato de gran agresividad sexual y erótica que desmitificaba la provincia nacional y abordaba temas de transexualismo y homosexualismo con inteligencia, humor y desparpajo. Por último, otro de los polémicos filmes de Isela fue la versión libre de Naná (1979-80) inspirada en Émile Zola y llevada al teatro por Irma Serrano, en una adaptación escandalosa con múltiples desnudos y palabrotas, en el que, además de Isela e Irma, aparecen Verónica Castro, Gregorio Casal, Roberto Cobo, Jaime Garza y Manuel Ojeda. La empezó el director José Bolaños, quien se peleó con Isela; la continuó Rafael Baledón y la propia Irma Serrano dirigió varias escenas. En 1983, Isela Vega dirigiría Las amantes del señor de la noche (1983), protagonizada por ella misma y con un argumento suyo: un relato violento, de pasiones extremas, desnudos y brujería.

Epílogo: el nuevo milenio LO MÁS SORPRENDENTE de una actriz como Isela Vega es que en el nuevo milenio y con sesenta años de edad, catapultaría su carrera de una manera abrumadora, al grado de que se integraría a múltiples proyectos exitosos, demostrando su enorme capacidad histriónica y la madurez adquirida por

los años. El mejor ejemplo es su espléndido papel en La ley de Herodes (1999), de Luis Estrada, como vieja matrona de un pinchurriento prostíbulo pueblerino: “Me saliste más cabrón que bonito”, le dice a Damián Alcázar, un timorato militante priista elegido para ocupar la presidencia municipal de un pueblo. A éste le seguirían otros filmes notables, como Cobrador. In God We Trust (Paul Leduc, 2006); donde ella es una gitana que solicita un feto negro para un trabajo. O Fuera del cielo (Javier Patrón Fox, 2006), que entrelaza tres historias trágicas y brutales de personajes urbanos: un par de hermanos (Demián Bichir y Armando Hernández) que se han traicionado, una inquietante teibolera (Elizabeth Cervantes) y un policía judicial (Damián Alcázar) empeñado en acabar con el protagonista. Aquí, la moneda corriente es la mentada de madre y la ofensa a flor de piel, como lo ejemplifica la terrible madre arpía encarnada por una magistral Isela Vega. Otras participaciones importantes se dieron en Puños Rosas (2003) y Salvando al soldado Pérez (2008), ambas de Beto Gómez, con el tema de las familias mafiosas. Las horas contigo (2013) y Cindy la regia (2019), dirigidas por Catalina Aguilar Mastretta; el primero, un sensible drama sobre la relación de una joven y su abuela, y el segundo una moderna comedia urbana. También están El Jeremías (2014), de Anwar Safa, sobre un niño superdotado de un pequeño pueblo, y la simpática comedia de enredos Más sabe el diablo por viejo (2018), de Pepe Bojórquez. Malhablada, bella, sincerota –sonorense, ella–, de medidas y actitudes sicalípticas, Isela Vega fue mucho más que un símbolo sexual. Representó y trascendió uno de los mejores momentos del erotismo fílmico mexicano en cintas que intentaron adentrarse en el tema de la represión, el incesto, la ninfomanía, la sexualidad desenfadada y, sobre todo, insistían en mostrar la imaginería erótica desplegada por la sensualidad y el cuerpazo de una actriz, cuyos senos causaron furor, al grado de ser bautizada incluso como Chichela Vega, un mote machista con el que la carismática y siempre amable Isela Vega supo jugar a su favor, quebrando estereotipos y derribando mitos ●


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12 21 de marzo de 2021 // Número 1359

Leer

PARA UNA RECONSTRUCCIÓN POÉTICA DE LA SOCIEDAD Líneas de fuga. Muestra de poesía mexicana contemporánea (1960-1986), Iván García (selección e introducción), E1 Ediciones, México, 2020.

Conrado J. Arranz Mínguez |||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||

“M

omentos. Momentos para entonar aspectos/ Otros momentos/ de discusiones sobre poesía/ que en el fondo son discusiones sobre política/ En esas discusiones, en esos momentos los poemas entonan aspectos/ Aspectos reunidos y aspectos separados”, corea uno de los poemas de Hugo García Manríquez, antologado en Líneas de fuga por el joven investigador y traductor de origen oaxaqueño Iván García. Y reunir unos poemas y no otros es precisamente esto, discutir sobre poesía y discutir sobre política, reunirse y separarse. Mi lectura encuentra divergencias por no haber incluido a autoras y autores como Brenda Ríos, Hubert Matiúwàa, Irma Pineda, Emiliano Álvarez o Nicté Toxqui, que han llenado con tanta voz mis líneas de fuga; pero también afinidades en la inclusión de Jorge Esquinca, o en permitirme conocer la poderosa voz de Tania Favela Bustillo en “La marcha hacia ninguna parte”, o en considerar poesía la narrativa de Jesús Gardea o Roberto Bernal –y cuánta razón y emoción–, o iniciar el libro con fragmentos de algunos cantos de María Sabina –traducidos por Álvaro Estrada–, como si las palabras pudieran entrar dentro de los lectores, como infantes sagrados y hacernos sanar, o incluir algunos trazos de mujeres tzotziles de Los Altos de Chiapas, como el que tenemos en la portada, de Roselia Montoya, y que representa a la madre del libro. Esta discusión la podría replicar cada lector de poesía, porque México, además, es una tierra fértil de poetas, y porque la poesía también sirve para homenajear a nuestras muertas, muertos, desaparecidos y desaparecidas, como hace Esquinca en “Dolmen” –“Éramos los sin nombre/ los enterrados/ los aullantes”– o para alejar al ejército de las comunidades, como hace Xunka’ Utz’utz’ Ni’ –“Venimos a despertar tu corazón/ […]/ para que cierres el camino a esos hombres”– y para tantas otras cosas que nos impondrían la necesidad de rescatar muchos otros nombres. Pero aquí no se trata de esto; por eso –quizá–, Iván García no subtitula el libro “antología”, que viene del griego y se refiere a la selección de flores, de autores, por eso tal vez los florilegios, y los juegos florales, sino que elige la palabra “muestra”, de monstrare –como monstruo–, de muestreo, que supone recoger partes que representan la calidad de un todo, la poe-

sía mexicana contemporánea, por ejemplo; hacer emanar el río subterráneo o escondido, motivo que se repite en muchos de los poemas. Por eso Gabriel Zaid dice que no hay receta para leer poesía, que hay que embarcarse y lo mejor será “compartir la animación del viaje”. Por eso también –quizá– Iván García elije el título de “líneas de fuga”, como homenaje a las líneas de Deleuze –y Guattari– con las que éste exploraba las formas en las que estaban construidas las sociedades, y las de fuga eran las más difusas, aunque contenían también todo un potencial creador y de transformación social. Con estas Líneas de fuga, a Iván García le interesa esquivar las dos grandes vertientes de la poesía mexicana: por un lado, la conservadora apegada a la filiación hispánica, por la que es más reconocida en el extranjero y, por otro, la experimental, para así encontrar “las otras líneas que se han ido abriendo”. Eso sí, aleja de estas líneas todas las que le parecen artificiales o las asociadas a autores que se han convertido en figuras gracias a una “promoción persistente” –a veces recíproca entre colegas–, o las que su preeminencia se debe al cumplimiento de una cuota de identidad. Por el contrario, procura “abrir o fisurar esa cápsula de lo poético, para ver qué más hay afuera”. Por esta razón, las dos direcciones que asume la muestra tienen que ver, por un lado, con la vinculación estrecha con el campo antropológico y, por otro, con el diálogo entre la tradición y la exploración formal. La sociedad actual ha enaltecido el valor de lo autoral, estamos más atentos a quién dice en lugar de a lo que dice, desconocemos que las comunidades también crean fuera de este concepto y, al final, lo que queda siempre apartado es el poema y “es el poema y no el poeta el que convoca, parsimoniosa o aceleradamente, sus fuerzas. Es imposible que se le arrebate su propio acontecimiento”, dice el autor. Y menciona también, de forma medular, aquella frase de Gaston Bachelard: “La poesía tiene una felicidad que le es propia.” Y esa es precisamente la búsqueda que emprende Iván García con esta muestra, la de la felicidad y el júbilo que irradia la palabra mexicana reciente, la de aquella que es ajena a nombres propios y que nos representa, la que aspira a una reconstrucción poética de la sociedad que soñamos y pronunciamos inconsciente y conscientemente todas y todos ●

En nuestro próximo número

(1932-2021)

SEMANAL SUPLEMENTO CULTURAL DE LA JORNADA

VICENTE ROJO: EL ALMA DE LA IMAGEN


Arte y pensamiento

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Las rayas de la cebra / Verónica Murguía

Corbaccio EL OCHO DE marzo mi marido y yo tuvimos un pleito por culpa de Giovanni Boccaccio. Menciono la fecha porque tiene importancia: yo estaba leyendo un libro titulado Woman Defamed and Woman Defended, una antología de textos medievales en contra y a favor de las mujeres, compilado por el profesor Alcuino Blamires, cuando llegué a ciertos fragmentos de El corbaccio que me asquearon. Cerré el libro de un golpe. Recordará el lector que El corbaccio (cuervo) es una obra que escribió Boccaccio contra las mujeres debido a que una viuda a quien él cortejaba lo mandó a la porra. La mujer se burló de él, lo lastimó. La vida amorosa de Boccaccio, quien comenzó escribiendo loas a las mujeres, no fue feliz, pero pocos escritos medievales, una época de por sí misógina, tienen la carga de hiel de El corbaccio. Me puse a pensar en cómo los fracasos individuales, expresados con talento, pueden convertirse en banderas o, al menos, en señales, y dije algo así cómo “Pendejo. Y tantas porquerías más que nos hemos tenido que tragar.” Mi esposo me miró con asombro. Tanto él como yo creíamos que yo estaba más curtida. Más preparada para leer cosas así, pues me la paso estudiando libros sobre o de la Edad Media. Además, suelo releer El decamerón, que tiene lo suyo de mujeres astutas y engañadoras, pero no es un libro agrio. Lo que siguió fue una discusión que se inserta naturalmente en los temas que nos preocupan ahora: “¿Dejarías de leer a Boccaccio?” preguntó. La pregunta, hecha de buena fe, me irritó. No sé por qué. Supongo que mi obligación intelectual es no enojarme con un señor que se murió en 1375. Y estaba furiosa. No se puede cancelar la tradición. No leer El corbaccio, o El decamerón, que tanto placer me ha dado, me empobrece a mí. Incluso socava mi feminismo, porque el no leer me quita argumentos. Una cosa es percibir la misoginia hoy por hoy y otra es desarticularla conociéndola desde sus clásicos orígenes (ya en Grecia y Roma las posturas estaban claras). No se necesita mucho para argumentar contra los machos, que son legión, como dijo el diablo. Los argumentos machistas carecen de sustento científico, moral o artístico. Si hay machos es porque conviene a los poderes, por falta de educación y por falta de voluntad. Leer a San Agustín o a Quevedo son conocimientos que necesito yo. Los necesito para desmontar lo que me ahoga, para cambiar mi vida interior, para conocer mejor mi espíritu. No era la primera vez que leía El corbaccio. He repasado la nómina, genial y grotesca a la vez, de centenares de misóginos que constituyen no sólo la historia de la literatura, también la de las ciencias, las religiones, la filosofía, el arte y el derecho. Es más fácil cancelar las caricaturas de Pepe le Fou y prohibir las exposiciones de Gaugin que cambiar las leyes o los enfoques de la ciencia. Está regalado no leer a ningún griego (Medea es una arpía) o detestar a Picasso, pero es muy difícil crear voluntad política. “¡Ya chole!” (perdón, pero no se me puede olvidar, porque se suma a una cantidad ya respetable de dislates sobre las mujeres que ha dicho el presidente). Que un hombre poderoso que habla tanto y cotidianamente como López Obrador diga “¡Ya chole!” a un asunto que tiene en su centro a mujeres violentadas, es repetir una equivocación milenaria. Eso sí es conservador. Ya decía Georges Duby: muchos teólogos medievales se quejaban de las mujeres porque hablaban mucho, pero los que hablaban horas, ponderaban, sentenciaban y escribían, eran ellos. De ellas, a quienes se les ordenaba callar explícita o tácitamente, apenas nos han llegado las voces. Por esto no podría dejar de leer a quienes, separados de mi vida por siglos y continentes, han formado nuestras mentes. La censura limita. Todo lo que constituye nuestra herencia debe seguir expuesto a nuestra mirada y, a veces, a nuestra ira. Lo que daña es la violencia, el derramamiento de sangre. Y, también, la negativa a escuchar ●

Teatro la capilla. Imagen tomada de: https://www. teatrolacapilla.com/ teatro-la-capilla/

La otra escena / Miguel Ángel Quemain

Semáforo naranja casi amarillo para los teatros LA INSISTENCIA DE la comunidad teatral, al menos la representada en esa forma de activismo en que se convirtió la manifestación de solidaridad gremial y artística representada en la Asociación Nacional de Teatros Independientes, finalmente logró que se abrieran las puertas de los teatros, con muchísimas restricciones sanitarias para evitar mayores contagios, aunque la tardanza en su reapertura provocó estragos que no se revertirán sólo con abrirlos. La vacunación anima y da confianza, aunque la campaña gubernamental de que estamos a la baja contrasta con las cifras de fallecimientos y contagios que se cuentan todas las tardes, en esa especie de rendición de cuentas que caracteriza al reporte sanitario de orden nacional que ofrece la Secretaría de Salud federal, representante de un gobierno que se esfuerza por no ocultar información pero, por otra parte, insiste en afirmar que se detuvieron los contagios que derivaron en la muerte, a pesar de que los fallecimientos continúan con ritmos semejantes a los que tuvimos hacia el final de 2020. El gobierno no miente, pero la exhibición infantil de sus medias verdades tiene consecuencias entre grandes sectores de la población. Todo parece buenas noticias (que recuerdan tanto al optimismo infantiloide de Fox) con la llegada de las vacunas y las inmunizaciones. Sin embargo esta quincena, en Ciudad de México y el Estado de México, en sus municipios de Tlalnepantla, Nezahualcóyotl y Ecatepec, no parecen enterados de que vivimos esforzándonos en pasar del cuidado personal al cuidado mutuo y comunitario, con una actividad restaurantera y una movilidad crecientes, más los “puentes”, que pasarán su factura una vez que sucedan las primeras crucifixiones de la llamada Semana Santa. En este ir y venir del semáforo naranja al rojo el sector teatral ha sido de los más afectados, porque esta tensión entre entender el teatro a distancia y en pantallas (que de ninguna manera sustituirán la exigencia presencial del teatro en vivo y

en directo) como una vida alternativa de la puesta en escena y formas de comunicación entre geografías que no se habían soñado tan próximas, por un lado, y por el otro, el regreso “ahora sí” a los escenarios, una parte significativa del público está en riesgo de perderse. La desconfianza y calcificación producto del encierro alejó a espectadores habituales y a los recién conquistados, en un distanciamiento paulatino por la falta de difusión en nuevos territorios y el precio de los boletos (a pesar de que la posibilidad de ver teatro en compañía por un solo boleto aligeró la carga de un producto cultural muy costoso), que continúa excluyendo a un gran sector de jóvenes sin ingresos: además, el concepto de cooperación consciente confunde a los nuevos públicos. La falsa expectativa de una normalización próxima, aunada a esta insistencia en la vuelta a clases que puede ser costosa, como lo ha sido en una Europa que se sueña recuperándose a sí misma con la narrativa que la hizo sobreponerse de manera desigual, por supuesto, de la postguerra. Nosotros no estamos lejos de esa fantasía de superioridad, al menos en Ciudad de México, pensando que todas nuestras tragedias se superan con un empoderamiento como el de 1985. Pienso que debemos atender a nuestros teatros independientes. Alguien se pregunta qué pasó con Carretera 45, si habrá posibilidad de ver a Murmurante Teatro, a La Rendija y a Marfil Teatro de Mérida, a AjiMaíz de Guadalajara, al Colectivo Teatral Dionisiacas, de Veracruz. La insistencia de Gabriel Pascal de volver a los escenarios ha sido devuelta con creces en El Milagro. No hay espacio para considerar aquí su cartelera notable, como La Capilla, pero hay una voluntad de reorganizar lo conquistado que conmueve y alecciona. Por lo pronto, en ejercicio de la gratitud gremial, el próximo 28 de marzo se hará un homenaje a Lourdes Pérez Gay con su mundo de actores y marionetas, a las 20 horas, un reconocimiento que nos recuerda el enorme vacío que todavía tenemos de teatro infantil ●


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14 21 de marzo de 2021 // Número 1359

Arte y pensamiento

La Casa Sosegada Javier Sicilia

La incomprensión de la carne VIVIMOS UN PROFUNDO cambio de era que, además de estar lleno de incertidumbre –violencias, cambio climático, descrédito de las instituciones–, está puntuado por un temor a la carne, a lo que equívocamente llamamos cuerpo. Cubrebocas, lavado compulsivo de manos, distanciamiento social y un desarrollo desmesurado de los medios electrónicos, surgido del miedo al Covid-19, hablan de ello. Asistimos al fin de una era que nació hace más de 2 mil años con el Evangelio y su acontecimiento central: la Encarnación. Más acá de lo escandaloso del argumento que costó siglos de discusiones y persecuciones –Dios, el totalmente Otro del mundo hebreo, el Logos trascendente e invisible de los griegos, se volvió carne, contingencia, vulnerabilidad–, la idea de la carne ha sido siempre incómoda. Asociada con la putrefacción y la muerte, la propia Iglesia, que usó el lenguaje griego para intentar explicar la Encarnación, terminó por condenar la carne –“Los enemigos del hombre son mundo, demonio y carne– y cambiar la fórmula del “Credo”: “creo en la resurrección de la carne”, por: “creo en la resurrección de los muertos”. Nosotros mismos, que hemos olvidado todo esto, preferimos hablar, como lo hace la Iglesia, de cuerpo y no de carne. Pero el cuerpo y la carne no son lo mismo. El cuerpo, dice Michel Henry, tiene que ver con la insensibilidad de la materia. La carne, en cambio, con lo sensorial. La mesa, decía Heidegger, no toca jamás el muro contra el que está recargada. El cuerpo de los animales, en cambio, siente, y el del ser humano sabe que siente. Somos, en este sentido, cuerpos encarnados, es decir, que están “dentro de la carne” y por ello podemos percibirnos y sentir cada objeto cercano a nosotros. La encarnación no consiste, por lo tanto, en tener un cuerpo, sino en sentir, en estar atravesados por el sufrimiento y la alegría. Es lo contrario del cuerpo y, fuera de que el aliento (el alma) es parte de la carne, contrario también a la inmaterialidad del alma. Lo que trajo la noción de la Encarnación (“Y el Verbo se hizo carne…), que refrenda la resurrección (Cristo resucitado come, bebe y se presenta con las llagas de la crucifixión), es, además de la exaltación de la carne, la idea de la sacralidad del prójimo y del mundo: en ése que siente como yo está Dios mismo. Trajo también, en su noción del amor, la idea de un lazo que nos une a la carne del prójimo y nos lleva, en nuestra propia carne, a su encuentro; una carne, que al morir, nos será devuelta como le fue devuelta a Cristo en la resurrección. Por el contrario, la satanización de la carne, iniciada por la propia Iglesia con la noción de un cuerpo resucitado, ya no atado al mundo ni a la carne, nos ha llevado a la idea de un cuerpo aséptico, puro, preservado de la contaminación de la carne y del mundo. El ideal de la ciencia, que sueña con un cuerpo así –amortal, anestesiado, ubicuo, incorruptible y casi inmaterial como el que nos hace percibir las tecnologías virtuales– y nos presenta la vulnerabilidad de nuestra carne y la del otro como una amenaza de la que hay que protegerse para evitar ser contaminado por ella, es una herencia degradada del “cuerpo glorioso”: un cuerpo sin carne y sin mundo, encerrado sobre sí mismo y reducido a las mínimas experiencias sensoriales. La era que surge es lo contrario a la era de la encarnación, que abandonamos; es su exacto reverso: una era desencarnada. Al envolver la realidad sensorial en prótesis y sistemas programados comenzamos a envidiar la corporalidad refaccionable de nuestros aparatos que simulan una vida eterna sin suelo, sin carne y sin sentido. Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los Le Barón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a Morelos ●

De Iba y venía Zefi Daraki

Tenía recién lavado el cabello el día cuando jugaba en el sótano con mi otro yo Llegaba ahí y me rociaba con mi propio secreto

Soñaba que la casa se despegaba del pantano arriba hacían ruido esperando a los extranjeros siempre era un interminable ejército de gente cansada

A veces desde el sótano se oía llanto Dime doctor si no puedes gritaba la nodriza hierbas silvestres sus lágrimas abrazaban sus pies Toda la noche me estremecí en mis sueños En el Cementerio silbaba la campana

Dime doctor si no puedes gritaba en su sueño y poco a poco como una prenda la sangre la envolvía

Zefi Daraki (Atenas 1939). Fue bibliotecaria en la Biblioteca del Municipio de Atenas. Pertenece a la Segunda Generación de la Postguerra, con poetas como Tasos Denegris, María Karaginni, María Kendrou Agathopoulou, Tasos Porfitis, etcétera. Es autora de veinticuatro libros de poemas y tres de narrativa. Ha sido traducida al francés, inglés y búlgaro. la Academia de Atenas le concedió el Premio Lambros Porfyras en 2010.

Versión y nota de Francisco Torres Córdova


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Bemol sostenido / Alonso Arreola

T : @LabAlonso / IG : @AlonsoArreolaEscribajista

Sax, “no sé cómo te atreves/ a vestirte de esa forma/ y salir, así” PRIMERO TIN TAN sobre una canción que se disipa: “Ya llegó su pachucote”, dice gritando. Luego el ritmo febril de batería, bajo y guitarra. Entonces dos avisos melódicos del saxofón: Tacatacataaaaaa, tacatacataaaaaa… tacatacataaaaaa, tacatacataaaaaaa… De inmediato la explosión, el latigazo de un tema legendario… Tárarararararara, tárarararararara, tácata, tácata, táca; tárarararararara, tárarararararara, tácata, tácata, táca... Finalmente, se incorpora la voz: “No sé cómo te atreves/ a vestirte de esa forma/ y salir así…” Cuando pensamos en canciones emblemáticas del rock mexicano, sin duda “Pachuco” de la Maldita Vecindad y los Hijos del Quinto Patio aparece como una de las primeras. Su disco de procedencia, El circo, es piedra angular con influencias diáfanas de Europa, África y el folclor latinoamericano, pero mexicanizadas naturalmente por la observancia de la época del Cine de Oro y la atenta escucha de nuestra música urbana. Prueba es la mentada línea de saxofón. Hay en ella una energía particular, una efectividad furiosa. Todo gira en torno a la rasgadura que provocaba en el concreto del otrora Distrito Federal. El responsable de ese y otros aciertos del grupo fue Eulalio Cervantes Galarza, mejor conocido como Sax, nacido en el fatídico octubre de 1968 y muerto en Ciudad de México hace una semana a causa de… sí, lo adivinó: esa enfermedad maldita que vino a sumarse a otros padecimientos que sufría hacía meses. Por ello es que hoy decidimos, lectora, lector, recordar algo de su presencia y legado. Para empezar: nos gustaba su facha de pachudark. En su vestimenta vivía el recordatorio de tiempos que también nos formaron; la negación del cambio pero también la persistencia de lo bien ganado; la muralla con que alguien poco vanidoso protege su silencio. Negro pantalón y negra camisa. Negra gabardina y negro sombrero. Negros lentes. Algunas cadenas y la sonrisa naciente. (Ya luego le puso color a la tela.) Interesado como sus compañeros en causas sociales, además, Sax prestó su oficio con generosidad cuando fue necesario. La última canción que estrenó hace apenas unos días junto a Salvador de la Castañeda, “Otros nosotros”, también tenía un mensaje profundo. Sí. Sopló cuando hubo que apoyar al zapatismo. Sopló cuando se requerían fondos para el tratamiento de Rita Guerrero. (Coincidimos en ese último concierto por ella, de hecho. Fue un honor compartir el escenario, ver tras bambalinas cómo dinamitaba la noche al lado de Roco, a quien abrazamos a distancia.) Dicho esto, sin embargo, si tuviéramos que quedarnos con una sola grabación de Sax sería “Kumbala”. No pocos dirían lo mismo. También pertenece a El circo. La última vez que la escuchamos en directo fue en el tinglado principal del Vive Latino en 2014, frente a una audiencia gigantesca que cantaba emocionada. Es resultado de la iluminación. Todo en ella es perfecto. Letra, melodía, ritmo y, desde luego, el tema de fiscorno y el solo de saxofón, ambos a cargo de quien hoy ha guardado triste silencio. En su desempeño se instala esa mítica noche cargada de calor y pasión bajo las luces de neón. Queda perfilado el logro de un músico que se sabía lejano al virtuosismo pero –como sus cómplices– hacía lo necesario para funcionar en una materia superior, colectiva. Ahora que lo volvemos a escuchar nos arrepentimos un poco. Nos hubiera gustado decirle algunas cosas (nunca hablamos directamente). Compartirle que la primera vez que lo escuchamos en directo con la Maldita, en 1990, fue muy especial. Hablamos de aquel conocido show de Ciudad Universitaria, Las señales son nuestras –junto a Caifanes y Santa Sabina–, en la explanada de Rectoría, cuando nuestro rock recuperaba respeto en espacios fundamentales. Sí, nos hubiera gustado decirle eso. También hubiéramos hablado de su aparición en Ciudad de ciegos, película que, incluso en su malograda sustancia, consigue capturar el espíritu de una época plena en descubrimientos que agradecemos. Que descanse en paz. Respeto al Sax. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos ●

Fotograma de K’in Tajimoltic, de Óscar León Ramírez, 2020

Cinexcusas/ Luis Tovar @luistovars

De fiesta en Los Altos chiapanecos EN LA ZONA conocida como Los Altos de Chiapas se ubica el municipio de Chenalhó, de cuya existencia nada, o casi, se sabía antes del levantamiento armado neozapatista de 1994; sobre todo, a nivel nacional e internacional se habló de este rincón chiapaneco debido a que, tres años después del surgimiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, a finales de 1997, en la pequeña localidad de Acteal fueron masacrados cuarenta y cinco habitantes, todos tzotziles, un crimen que hasta la fecha sigue pendiente de ser aclarado suficientemente. Alrededor de dos décadas más tarde, las heridas colectivas aún abiertas manifestaban su dolor, entre otras formas, en la paulatina, creciente y lamentable desunión y hasta pugna entre los pobladores del municipio entero, y que en la cabecera de San Pedro Chenhaló se hizo patente en el repudio popular a la presidenta municipal de aquel entonces, una política verdequesquecologista de nombre Rosa Pérez Pérez, en cuyo accidentado período de gobierno, de acuerdo con la opinión general de quienes según ella gobernaba, las fiestas tradicionales dejaron de celebrarse a consecuencia de tanta inestabilidad política y social, así como a el nulo auspicio municipal y la inexistencia de unas condiciones adecuadas para que dichas fiestas pudieran realizarse sin riesgos. Muy poco de lo antedicho es mencionado en K’in Tajimoltic, cortometraje documental producido y dirigido por Óscar León Ramírez en 2020, pero resulta utilísimo para comprender con la necesaria amplitud el fenómeno del que la película deja registro: la recuperación de una fiesta de juegos –esa sería la traducción al español del título–, un carnaval que año tras año, salvo la mencionada interrupción, se ha celebrado en torno al día de San Sebastián, claro está, en virtud del sincretismo religioso y cultural que caracteriza prácticamente a todas las festividades de importancia idoisincrásica en todo el territorio nacional y que, en Chiapas, cobra una relevancia particular.

Así pues, de lo que K’in Tajimoltic habla, en la propia voz de sus protagonistas, es de cómo una de sus tradiciones más caras fue recuperada apenas hace un par de años. Son los pasioneros –que serían el equivalente de los mayordomos en otras regiones, y en ambos casos los responsables de que la fiesta se lleve a buen término–, así como hombres y mujeres, viejos y jóvenes que desempeñan distintos roles en esta tradición, quienes refieren de qué se trata; qué cosa se hace y quién se encarga de hacerla; qué se come y se bebe pero, sobre todo, los chenalhenses explican por qué para ellos ha sido fundamental recuperar, y proponerse no volver a perder, lo que con toda conciencia por su parte es un factor de cohesión social, en cuya ausencia el bienestar colectivo es difícil, cuando no francamente inaccesible. Asimismo tienen bien claro que la interrupción y puesta en riesgo de la permanencia a futuro de su tradición, se debió a la nociva intervención de entes políticos ajenos. En armonía feliz con su cometido fímico, las imágenes y los sonidos de K’in Tajimoltic son una verdadera fiesta: es poco lo que se explica y más lo que se intuye al ver –y así está bien, para que la película no caiga en didactismos rutinarios tipo National Geographic–, entre muchos otros, el momento en que dos guajolotes son decapitados, para luego usar sus cuerpos en un ritual muy peculiar, ya místico, ya juguetón, o la presencia múltiple de los toritos, fuegoartificiales o no, que animan unas callejeadas que duran días o, en fin, eso que los anglocolonizados sólo saben llamar body paint y que, para la cultura tzetzal, son parte de sus costumbres ancestrales. A propósito de los mencionados anglointervenidos, es imposible no pensar cuánto bien les haría ver y, si el seso les da, hablar de un filme como K’in Tajimoltic, que con sus pocos minutos de pietaje tiene más miga que dos o tres gringadas de las que ahora nadie deja de perorar, como cada año, por culpa de Oscarito ●


LA JORNADA SEMANAL

16 21 de marzo de 2021 // Número 1359

Enrique Héctor González

Amparo Dávila: el miedo es el mensaje Amparo Dávila, 2018 . La Jornada \ Carlos Ramos Mamahua.

Obra breve (poco más de treinta relatos) pero sin duda de gran calidad, dotada de un estilo muy personal, la de Amparo Dávila (1928-2020) merece ocupar un lugar relevante entre los grandes narradores mexicanos del siglo pasado y del actual. Este artículo le rinde un muy merecido homenaje e invita a reivindicarla a través de su lectura.

E

l marco creativo que delimita la escritura de Amparo Dávila (1928-2020) es la literatura fantástica. No es que el amor frustrado, la angustia existencial, el pavor sin objeto (u objetivado en entes tan intensos como irreales), la enajenación y la muerte no sean los asuntos que asumen con más frecuencia los cuentos de la escritora zacatecana; ocurre, más bien, que su hábitat natural, próximo al de Julio Cortázar, al de Juan José Arreola, a las sugerentes veleidades del surrealismo, atrapó los escenarios de sus historias de un modo tan penetrante que le costaba salir de ahí. Y no tenía por qué hacerlo. Se movía como pez en el agua en tramas donde el ocultamiento casi cínico de un dato esencial inquieta la lectura, secuestra la atención del lector: ¿qué o quiénes son los protagonistas?, ¿de qué estamos hablando?, ¿a quién vamos a hervir, llorar, esconder, encerrar? La respuesta, casi siempre, evade el objeto: permite tantas conjeturas que sólo pone en evidencia que la pregunta es inútil. Lo que importa es el funcionamiento, el proceso, los hechos y no quiénes los ejecutan, las consecuencias que generan y no los sujetos responsables. ¿Sería lógico, económico, preguntarle a alguien si está vivo, cuando sus acciones son tan determinantes y trágicas? Los seres de estas historias se amparan en una suerte de dimensión otra que impide conocerlos, pero no soslayar el impacto de su impronta en el mundo real. La asociación irrevocable entre locura e hipertrofia de los sentidos apuntada por Edgar Allan Poe en “El corazón delator”, en “La caída de la casa Usher”, es protagónica en los relatos de Amparo Dávila. Sus personajes pertenecen a ese limbo indeterminable que nos impide ampararlos, pero también abandonarlos a su suerte: convocan lo mismo el rechazo que la compasión. En “Alta cocina”, por ejemplo, el hombre que se recuerda a sí mismo cuando niño y trae a su memoria el rito de un guiso que se hacía en casa, largamente elaborado, consistente en la cocción de unos ¿caracoles?, ¿hongos?, ¿pequeños gusanos? (nunca lo sabremos), no soporta el ruido que hacen al ser preparados, quemados en la estufa, incinerados en agua hirviendo, y se pone una almohada para atenuar el escándalo que, aun desde su cuarto, resulta insoportable, pues no tolera los gritos de agonía de esa suerte de garbanzos animalizados. ¿La experiencia ocurre sólo en su cabeza y ahora en su recuerdo? Es una historia de Amparo Dávila, así que tenemos que resignarnos a no saber.

La vieja divisa nietzscheana (“Hay que vivir peligrosamente”) cobra en las historias de Tiempo destrozado carta de residencia, sólo que no se trata de un edicto o de una obligatoriedad: se vive en peligro porque sí, porque en sus tramas no hay de otra y la circunstancia impele. Asimismo, la consecuencia natural de esas atmósferas inestables y desesperadas lleva casi siempre al terror a los personajes que las sufren, un miedo metafísico que remite a un desamparo existencial. Las cosas no funcionan como deberían, la lógica de los asuntos no es la esperada, y entonces un marido trae a la casa, a vivir con el joven matrimonio, un algo que amenaza, que hace ruidos inexplicables, que come y duerme en la habitación de al lado y es inexpulsable y pernicioso para su mujer. O un hermano hereda a otro unos seres cuasimaginarios que violentan su vida y arruinan la economía del legatario, y de los que éste no puede deshacerse por lástima, por amor fraterno, pero también porque su naturaleza extrafísica, demencialmente incorpórea, vuelve inoperante cualquier ánimo de expulsión. Como Inés Arredondo, de quien fue estricta contemporánea, Dávila pertenece a la así llamada Generación de Medio Siglo, es básicamente cuentista y autora de una obra parca; como Inés Arredondo, sus historias, reunidas en tres libros, más reediciones, compilaciones y antologías, apenas rebasan la treintena. Pero hasta ahí llega la posible similitud entre ambas obras. A diferencia de la escritora sinaloense, la zacatecana privilegia la ansiedad, la invisibilidad de los fenómenos, si se quiere la paranormalidad, para desatar eslabones en la larga cadena de fragilidades que constituye la deleznable naturaleza humana. Sus lecturas (los ya señalados Arreola y Cortázar, Jorge Luis Borges) y preferencias (Kafka, Sartre, Camus) la sitúan entre el existencialismo y lo fantástico, y es capaz de llevar la realidad a sus más agobiantes consecuencias. Es cierto, asimismo, que sus cuentos participan de lo gótico y aun de lo policial, pero en todo caso la literatura de Amparo Dávila es una clara provocación al lector, un llamado a la perplejidad y la zozobra cuya espléndida confección no sólo vuelve inexplicable el hecho de que su muerte reciente no haya sido suficientemente recordada, sino que su obra entera, así de breve, así de intensa, no figure en la compañía de los grandes cuentistas nacionales como se lo merece, al lado de Rulfo y Arreola, de Carlos Fuentes y su también contemporánea Rosario Castellanos ●


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