Semanal26032017

Page 1

■ Suplemento Cultural de La Jornada ■ Domingo 26 de Marzo de 2017 ■ Núm. 1151

■ Directora General: Carmen Lira Saade ■ Director Fundador: Carlos Payán Velver

vs

Inteligencia apariencia:

EL FALSO DILEMA FEMENINO Chimamanda n. adiChie

¿Por qué a una mujer inteligente no puede gustarle la moda? Chimamanda n. adiChie

Cómo ser una escritora seria

Valeria SafronoVa entrevista a Chimamanda n. adiChie El asombro asombrado de J ohannes V ermeer

La hipnosis de las obras completas


2

CREACIÓN

26 de marzo de 2017 • Número 1151 • Jornada Semanal

Instrucciones para nadar Abraham Truxillo POLVO ERES Y EN POLVO TE CONVERTIRÁS. PREJUICIOS: MÁS FRÍVOLOS QUE LA MODA En una sociedad “que juzga la apariencia de una mujer antes que sus logros intelectuales”, la narradora nigeriana Chimamanda N. Adichie reivindica el derecho femenino a ser, pensar y decir lo que cada una decida, y denuncia el muy arraigado prejuicio de considerar irreconciliables los ámbitos de la intelectualidad y la moda, de los cuales ella es parte activa: lo mismo estuvo en la Semana de la Moda en París que ha escrito las novelas Medio sol amarillo y Americanah, en las que plasma su postura feminista y política. Además de un ensayo al respecto de la propia Adichie y la entrevista que le hizo Valeria Safronova, publicamos un ensayo sobre los vínculos creativos entre el cubano Alejo Carpentier y el colombiano José Eustasio Rivera, y sendas reseñas sobre las recientes novelas de la inglesa

S

in dilación, sumérjase con la confianza de que usted es de agua y está de regreso. Elija de preferencia un espacio cuya profundidad le permita un ensayo cómodo; sin encallar y herir con pena su barriga de mamífero terrestre, pero tampoco encontrándose frente a un abismo al que usted deba rendirse si intenta –por un increíble momento– volver a poner los pies en suelo. Ante todo recuerde que cada viaje termina y que, de cualquier forma, ese fondo sin memoria lo espera desde la eternidad. Para los primeros desplazamientos, no dude en seguir la dirección de la corriente en que se halle. Si se inicia en aguas calmas –el Estigia, digamos–, note que incluso ahí hay pequeñas fuerzas que encauzan el destino. No se resista, así favorecerá su avance y ejercitará la sensibilidad en cada uno de los recientes poros de su cuerpo. El agua se encargará de llevarlo con el cuidado de una madre que empuja a su hijo en bicicleta. Todo consiste en deslizarse en posición horizontal sobre la superficie del nuevo elemento, decúbito dorsal o decúbito prono, de acuerdo a sus gustos, necesidades de respiración y posición final. Utilice sus brazos como los remos de la barca de su propio cuerpo. No necesita a Caronte. Las manos deben pasar sobre su cabeza y entrar al agua para propulsarlo como dos aspas modificadas. Luego las piernas: dé patadas abruptas como pasos cortos y rectos. Imagine que golpea con sus extremidades ya bien rígidas un balón de futbol que regresa por siempre contra usted. Si ha logrado un nado regular, siga ya sin detenerse mientras comienza un viaje definitivo por su vida hacia el pasado. No tema. A estas alturas es muy tarde y no podrá volver. Recorra los momentos de su existencia como puertos muy hermosos, ensenadas o islas paradisíacas. De acuerdo a su edad, tome el tiempo necesario para desnadar su propia cuenta de años regresivos. Verá que la vida es un gran caudal que llega a usted para que lo beba de un solo trago, digamos. Continúe con movimientos de renacuajo y evite pensar en sus progenitores mientras triunfa en esa gran carrera contra sus hermanos que ya ha ganado antes. Cuando haya superado a todos, intérnese en el túnel de fecundidad donde, como nunca, su otra mitad lo espera, y a partir de allí considere que a cada segundo podrá estar pateando a su madre desde adentro. Por último, el nuevo día de su nacimiento recuerde llorar con ambos pulmones y mostrar el desconcierto que sin duda sentirá. Emerja a este mundo sin dilación, con la confianza de que usted es polvo y está de regreso

Jhumpa Lahiri y la mexicana Laura Martínez-Lara. Comentarios y opiniones: jsemanal@jornada.com.mx

Directora General: C armen L ira S aade , Director: H ugo g utiérrez V ega (†) , Jefe de Redacción: L uiS t oVar , Edición: F ranCiSCo t orreS C ó r d o Va , a L e y d a a g u i r r e r o d r í g u e z y r i C a r d o y á ñ e z . Coordinador de ar te y diseño: F r a n C i S C o g a r C í a n o r i e g a , Diseñ o y formación: m arga P eña , Diseño de Columnas: J ua n g a b r i e L P u g a , Relaciones públicas: V e r ó n i C a S i L V a ; Tel. 5604 5520. Retoque Digital: a Le Jandro P aVón , Publicidad: e Va V argaS y r ubén H inoJoSa , 5688 7591, 5688 7913 y 5688 8195. Correo electrónico: jsemanal@jornada.com.mx, Página web: www.jornada.unam.mx

Portada: Mujer que sabe vestir, y latín Ilustración de Capanegra

La Jornada Semanal, suplemento semanal del periódico La Jornada, editado por Demos, Desarrollo de Medios, S.A. de CV; Av. Cuauh témoc núm. 1236, colonia Santa Cruz Atoyac, CP 03310, Delegación Benito Juárez, México, DF, Tel. 9183 0300. Impreso por Imprenta de Medios, SA de CV, Av. Cui tláhuac núm. 3353, colonia Ampliación Cosmopolita, Azcapotzalco, México, DF, tel. 5355 6702, 5355 7794. Reserva al uso exclusivo del título La Jornada Semanal núm. 04-2003-081318015900-107, del 13 de agosto de 2003, otorgado por la Dirección General de Reserva de Derechos de Autor, INDAUTOR/SEP. Prohibida la reproducción parcial o total del contenido de esta publicación, por cualquier medio, sin permiso expreso de los editores. La redacción no responde por originales no solicitados ni sostiene correspondencia al respecto. Toda colaboración es responsabilidad de su autor. Títulos y subtítulos de la redacción.


ENSAYO

26 de marzo de 2017 • Número 1151 • Jornada Semanal

3

La hipnosis de las obras

COMPLE TAS

José María Espinasa

L

eer a un autor en una antología es, si nos gusta, una invitación a leer sus libros uno por uno y, en la medida en que nos sigue atrayendo, podemos reunir libro a libro su obra completa. Pero si tenemos acceso a su obra completa en una sola edición la cosa cambia: estamos ante la hipnosis de un conjunto en cierta manera invariable. Cuando en una entrega anterior se habló de la condición icónica de las ediciones de poesía, no se abundó en algo que sin embargo es evidente: que la idea de obra reunida o completa es magnética y que esa atracción se acentúa si es poesía en traducción. Por eso, si como han dicho algunos críticos, la historia de una literatura se puede escribir a través de sus revistas y sus editoriales, también se puede hacer a través de su vocación traductora, y la de México es particularmente rica. Por eso es tan importante que la labor del traductor sea reconocida en toda su complejidad, lo cual incluye uno de los puntos prohibidos, tabús para el mercado: su reconocimiento autoral en los contratos y el pago no sólo del trabajo de traducción sino también un porcentaje sobre ventas. Es curioso el miedo que se tiene a asumir este compromiso por parte de los editores pues generalmente, salvo algunas excepciones, no representaría una gran erogación económica y sí en cambio un gran paso simbólico. Todos los que han trabajado en la industria editorial saben que ese oficio está mal pagado y, a la vez, que un buen traductor es una bendición. En el caso de las editoriales independientes deberían, sobre todo en el caso de la poesía, incluir el traductor en portada: sería un buen principio. Además, en el terreno de la poesía es evidente que cualquier tabulador profesional estará siempre en falta. ¿Cuánto sería justo pagarle a Fabio Morábito por su traducción de Montale, a Pura López Colomé por su traducción de Heaney o a Jeannette Clariond por la de Bishop, a Rivas por la traducción de Walcott? A veces es labor no de años sino de décadas. Por eso suele ser un trabajo con un status distinto que, lamentablemente, roza la gratuidad y es fruto del entusiasmo. Y que nos cuenta una historia colectiva. Por ejemplo, pienso que la primera vez que se habló de Elizabeth Bishop en español, o al menos en México, fue por Octavio Paz, en la época de Plural. Muchas apuestas de aquella revista hoy, a cuarenta años de su desaparición, se volvieron clásicos entre la academia y los lectores enterados –Cioran, Levy Strauss, Jacobson– e incluso autores de venta considerable. Otros siguen siendo desconocidos y ha sido muy lento su arraigo en el público. Contrasta por ejemplo la aceptación de la poesía de Juarroz con la casi total ignorancia de la de Munier o Esteban, los tres promovidos por la revista.

LOS AUTORES TRADUCIDOS RENACEN EN OTROS PAÍSES.

De Bishop, por ejemplo, en México, si la memoria no me falla, apenas había un Material de Lectura con traducciones de Ulalume González de León. En España y Argentina un poco más, ente ellas una antología en Igitur, con traducciones de Sam Abrams y Joan Margarit, que aquí no circuló. La autora, al no entrar en la polaridad militante de las escuelas gringas, fue un poco olvidada por los traductores mexicanos. Lástima. Ahora la aparición de sus Obras en Vaso Roto viene a llenar una laguna y a prolongar la labor de difusión que ha hecho esta editorial. Y esa condición de reunidas o completas no es el final del camino, sino el principio de una senda diferente, a veces verdadero desafío. Baste el ejemplo de la enorme cantidad de versiones de La tierra baldía o de las Elegías de Duino, pero también las veces que se han traducido las poesías completas o no de Pavese, Ungaretti, Eliot, Pessoa. Sentir –porque es más que una idea un sentimiento– que se tiene ahí a la mano toda la obra, da una curiosa y extraña libertad a la lectura. El catálogo de Vaso Roto, como el de las editoriales independientes en su conjunto, es una manera de diversificar la reflexión y promover la diversidad en una época en que ambas cosas son tan necesarias. Otro punto importante es el hecho de que este tipo de libros –apuestas editoriales ambiciosas– no suelen tener esa condición de mausoleos que a veces tienen las obras completas hechas por editoriales oficiales. El mejor ejemplo, las de Alfonso Reyes por el FCe . Son necesarias, y como las del regiomontano o las de Paz, hasta están bien hechas. Sin embargo, no tienen la cualidad de ser una “necesidad inesperada”. Explico: las obras completas de Revueltas, Paz, Garibay, Reyes, José Gaos o Antonio Caso son necesidades sociales y culturales previsibles. (Necesidades, por cierto, que en México tienen muchas lagunas.) En cambio, Heaney o Bishop se revelan necesarias cuando están en la mesa de novedades de la librería. Hay quien dice, con cierta razón, que la idea de la obra completa está asociada a la muerte del autor: que no deben ser publicadas antes. No sé si es del todo verdad. Reyes empezó, como Paz (que además las terminó), planeando las suyas. En todo caso, cuando se trata de traducciones le suele inyectar una nueva vida, en esa lengua a la que se traduce. Es así incluso con los rescates. Cuando Salvador Elizondo tradujo El naufragio del Deutsch­ land, para muchos poetas de mi edad Hopkings fue un poeta nuevo. No es simple ignorancia o desconocimiento, es una activación presencial; no regresan de la muerte, nacen. Heaney y Bishop serán en estas ediciones de Trilce y Vaso Roto poetas nuevos para nuestra cultura

Ilustración de Huidobro


Alejo

4

C a r p e n t i e r, Y LA AÑORAN

N

Alejo Carpentier. Foto: Juventud Rebelde

Enrique Héctor González LAS NOVELAS DE AMBOS AUTORES COINCIDEN EN QUE “SÓLO EN LA SELVA EL HOMBRE ADQUIERE UN PERFECTO Y ACABADO CONOCIMIENTO DE SU PROPIA NATURALEZA”.

I

unca es azarosa la mención de un libro en otro, como tampoco lo es el principio de intertextualidad que, deliberada o dubitativamente, activa la presencia de una obra previa en otra que la asila o asimila en un acto ritual u homenaje que para muchos escritores es más difícil eludir que obedecer. Visto así, que Gabriel, el amigo del último Aureliano en Cien años de soledad, parta a Europa con el Gargantúa de Rabelais bajo el brazo, que Borges corteje francamente a la Co­ media, de Dante, en su cuento “El aleph” o que Proust destaque una gran cantidad de pintores y músicos en su celebrada novela y suscriba en su Bergotte un retrato hablado de Anatole France, sólo puede indicar que ciertos guiños, sea en la franja de la simple simpatía o en la de la devota deferencia, constituyen una presencia que es poco recomendable desoír a la hora de examinar o, sencillamente, intentar comprender una obra determinada. Alejo Carpentier (1904-1980), el espléndido novelista cubano, decidió que en Los pasos perdidos (1953), una de sus novelas más celebradas, la Odisea, de Homero, sería el único libro que acompañaría al músico protagonista en su viaje de exploración a la selva venezolana. No sólo eso: el personaje, que es también el narrador de la historia, dice preferir, entre los numerosos episodios heroicos y vastos naufragios que tienen lugar en el poema griego, aquel en el que los acompañantes de Ulises, habiendo arribado al país de los lotófagos, se olvidan de regresar a su patria al probar el fruto delicioso y asimismo pernicioso que se daba en esa región. Si morder la manzana prohibida produjo la expulsión de Adán y Eva del Paraíso, en Los pasos perdidos, como en la Odisea, la incierta y nueva naturaleza con la que entra en contacto el narrador, más que centrífuga, ejerce una fuerza centrípeta que lo mantiene en ella, pues es de recordar que fueron varias las ocasiones en que el personaje manifestó su intención de ya no regresar a la ciudad. Volverá por una necesidad muy puntual y de manera casi fugaz; pero su retorno a la selva será menos lógico que ontológico.

II

D

os hechos, en el primer capítulo de la novela nos ponen en antecedente sobre ese vacío original, esa enconada carencia de contacto físico con la naturaleza y la historia de otras épocas que le ocurren al protagonista: por un lado, la exhibición del documental que él mismo, cineasta aficionado, acaba de realizar sobre la fauna y la flora del legendario Mar de los Sargazos; y, por otro, el recorrido del Salón de Arte de la universidad que sufraga sus gastos musicológicos, pues se trata de un paseo, asimismo, a través de la historia de la sensibilidad humana: “Ante las conocidas imágenes me preguntaba si, en épocas pasadas, los hombres añorarían las épocas pasadas.” A diferencia de lo que ocurre en una novela que es claro anteceden-

te de Los pasos perdidos, La vorágine (1924), del colombiano José Eustasio Rivera, aparecida tres décadas antes que la de Carpentier, el personaje principal carece de nombre, curiosidad que responde a la nula urgencia de diferenciarse, de distanciarse de la naturaleza como lo hace el Arturo Cova de la obra riveriana. Sin embargo, la selva de las dos historias es casi la misma, sin serlo estrictamente: en el caso de Carpentier se trata de las cuencas del río Orinoco, y de los afluentes colombianos del Amazonas en la historia de Rivera. No es gratuita la semejanza entre ambas novelas, pero más interesante que su evidente confluencia literaria y geográfica es el hecho de que, de la una a la otra, medie una distancia de apenas treinta años, como ya se ha señalado, y sin embargo no pueda ser más diversa su visión del mundo y de la mujer, encarnada en la que acompaña a los protagonistas, ni más divergentes sus objetivos, pues lo que en Rivera es una enérgica, apasionada denuncia de la explotación cauchera, en Carpentier, que representa el salto de enorme madurez que, a esas alturas, ha dado la novela en Hispanoamérica, el cuestionamiento es más amplio: el protagonista incursiona en la selva en un viaje al centro de su propio origen, de su naturaleza histórica como ser humano. Además, el lenguaje de la segunda novela, espléndida muestra del barroquismo y la profusión propios de la narrativa carpentieriana, se convierte en sí mismo en uno de los atractivos de Los pasos perdidos y deja un poco desamparada cualquier vinculación con la prosa precavida y reticente, todavía deudora del naturalismo, del novelista colombiano. Entretenerse con algunas de las más sintomáticas asimetrías entre estos dos libros afines es el propósito de los párrafos siguientes.


José

ENSAYO

Eustasio Rivera Z A D E L VA C Í O III

L

os pasos perdidos es una novela del asombro, así como el ambiente psicológico de La vorágine es el de la maldición. Entre Cova y su mujer, el desinterés y el odio mutuo pronto protagonizan sus diálogos. En cambio, en el músico de Carpentier es más rápida y completa la integración gracias a la figura de Rosario, mujer que encarna toda la riqueza espiritual de la atmósfera aparentemente inhóspita en que ocurren los hechos: su paulatino enamoramiento desvincula poco a poco al personaje de la oscura vida citadina dejada atrás; Arturo Cova, en cambio, permanece inmune al lenguaje de la selva. Lo que en el músico ocurre como el maravilloso desequilibrio de unos sentidos aturdidos por la experiencia vital, casi erótica de la enjundiosa jungla, se manifiesta en el protagonista de la novela colombiana como el mareo de la náusea, más cercano

“loS mundoS nueVoS tienen que Ser ViVidoS , anteS que expliCadoS . quieneS aquí ViVen no lo haCen por ConViCCión inteleCtual ; Creen , Simplemente , que la Vida lleVadera eS eSta ”.

del vómito que del embeleso. Y no es que en Los pasos perdidos la violencia misma del paisaje se haya edulcorado (en algún momento se describe la violación de una niña de ocho años por un leproso, al que después descarnarían los buitres, de una manera explícita y mendaz) sino que la noción de vida del músico es más diáfana y congruente, como lo explica él mismo cuando reconoce que “los mundos nuevos tienen que ser vividos, antes que explicados. Quienes aquí viven no lo hacen por convicción intelectual; creen, simplemente, que la vida llevadera es ésta”. En ambas novelas se advierte un mismo axioma que interesa intensa y diversamente a sus protagonistas: la idea de que sólo en la selva el hombre adquiere un perfecto y acabado conocimiento de su propia naturaleza. Pero así como el musicólogo de Los pasos perdidos se siente capaz, luego de mucho tiempo de esterilidad creativa, de componer un gran Treno, una fastuosa sinfonía dictada por la exuberante armonía del medio, la desadaptación del personaje de La vorágine es tanto más grave cuanto que se corresponde con su progresiva animosidad contra Alicia, con su egoísmo atroz: “Ni en vida ni en muerte se dieron cuenta de que yo tenía un corazón”, lamenta el poeta Cova. Y sin embargo, los personajes de las dos novelas, al inicio de ambas historias, no podrían ser más coincidentes: se trata de dos artistas hasta cierto punto fracasados, de una personalidad inconsistente, ciclotímica, atrapada entre las coordenadas de una extrema tensión psicológica y una asombrosa tibieza de ánimo. Pero pronto las desemejanzas son evidentes no sólo en el plano literario sino también en una posible vinculación autobiográfica de los autores con sus protagonistas, aunque sea inevitable leer en el viaje a las provincias llaneras colombianas de Arturo Cova el emprendido por el inspector José Eustasio Rivera a la selva del Vichada para rendir un informe de la situación de la comarca al gobierno central; del mismo modo que recordamos la peculiar prosodia del propio Alejo Carpentier cuando el narrador de Los pasos perdidos habla de su herencia fonética francesa, esa “erre rodada” tan inconfundible en el habla del novelista cubano. El viaje en sí, tramado por el delirio y la ofuscación en Cova, es una inmersión en el cuerpo ondulado y sonoro de la naturaleza para el músico. Su búsqueda del instrumento sonoro que lo convoca revela una muy clara metáfora de los encantos gineceicos de la selva virgen: una jarra con un caramillo encajado en su diminuto orificio. Quizá no sea exagerado extrapolar su ya señalada búsqueda del vacío original con la de la figura femenina: explorarse y explorar la naturaleza es volver sobre los propios pasos perdidos de la humanidad entera. Cova, en cambio, no llega al mundo inhóspito buscando sino huyendo: él y Alicia han dado con la selva casi por accidente. El poeta ha “liberado” a su novia del vasallaje familiar sólo para perderla con el enganchador, ese personaje siniestro encargado de llevar carne de cañón a la floresta amazónica para la explota-

José Eustasio Rivera. Fuente: wikiwand.com/ Domino público

ción del caucho. Por su parte, Rosario, la Atala de Carpentier, no es Penélope: no puede vivir atada a la remota posibilidad del improbable regreso de su amante. Cuando éste vuelve de su efímero, ineludible viaje a la civilización, pues necesita papel para continuar la escritura de su obra, esa mujer en quien confluye el verdadero mestizaje americano (“india por el pelo y los pómulos, mediterránea por la frente y la nariz, negra por la sólida redondez de los hombros y una peculiar anchura de la cadera”) ya lo ha remplazado por Marcos: Rosario no es Penélope.

IV

A

diferencia del Odiseo homérico, el narrador y protagonista de Los pasos perdidos intenta esquivar en una primera instancia el cumplimiento de la convocatoria para pelear contra Troya exigido por Agamenón, que en la novela de Carpentier no es una ciudad sitiada sino la intrincada exuberancia del Orinoco. Los escollos a vencer no son la ira de Poseidón ni la bestialidad de Polifemo sino algo más etéreo, pero igualmente definitivo y definitorio: la ilusión de revocar la historia. Si en La vorágine Arturo Cova alcanza a reunirse con Alicia, futura madre de su hijo, no deja de ser de todos modos un bocado que va a parar a los intestinos de la selva. Para el músico, por su parte, regresar al “mundo de allá”, como él mismo llama a la ciudad vertiginosa, es menos un fracaso que una insensatez: el reingreso a la farsa del orden urbano y civilizado donde el hombre y la naturaleza son dos esferas contrarias como los ciclos sinódicos de Venus y Plutón, del Amor y del Infierno


6

CRÓNICA

26 de marzo de 2017 • Número 1151 • Jornada Semanal

Saúl Toledo Ramos Solo voy con mi pena/ Sola va mi condena Correr es mi destino/ Para burlar la ley Perdido en el corazón/ De la grande Babylon Me dicen clandestino/ Por no llevar papel

S

Manu Chao

e podrían decir infinidad de cosas acerca de ellos. Escribir páginas y páginas, agotar tinteros. Nos limitaremos a unas cuantas que dan un panorama general del fenómeno. Son originarios de países cuyas clases políticas y gobernantes no se preocuparon nunca por implementar programas económicos, sociales ni de ningún tipo para paliar las necesidades básicas de sus pobladores. Privan la corrupción y la violencia de todo tipo en estas tierras; millones no tienen otra opción que la de buscar satisfactores en lugares distintos a los de su nacimiento. Sus patrias los expulsan. Las mafias que se dedican a traficar con humanos se enriquecen a costa de ellos además de que le infringen vejaciones que atentan contra los más elementales derechos humanos. No se salvan hombres ni mujeres, adultos ni infantes. En su camino de allá para acá, tiene también que lidiar con distintas “autoridades” que los extorsionan, violan y golpean sin la más mínima compasión. Es falso que los migrantes se roben el trabajo de los oriundos de las naciones a las que llegan. Es un error decir que este grupo se aprovecha de la buena voluntad de los Estados que las circunstancias los obliga a habitar. Quien afirme lo anterior es un ignorante y no tiene memoria histórica: suficiente con recurrir a libros que expongan los hechos del pasado para constatar que los países centrales siempre han abusado de los periféricos. Los migrantes devienen mano de obra barata y segura, ¿Ha visto alguien en tiempos recientes a alguna persona de piel blanca y ojos claros en los campos de cultivo de las grandes potencias, lavando platos en algún restaurante, arreglando jardines bajo un sol inclemente?

NO SÓLO SON MANO DE OBRA BARATA, APORTAN SU CULTURA Y HACEN FLORECER LA VIDA HACIÉNDOLA MÁS DISFRUTABLE. Estos trabajos –mal pagados, por cierto– están reservados para las personas que vienen de lejos y que no tienen papeles legales que los autoricen a emplearse en cosas menos pesadas. Los migrantes son consumidores. No puede ser de otra manera. Pagan renta, compran ropa, comida, medicina y todo aquello que procure su subsistencia. Pero además, adquieren grandes cantidades de todo aquello que les ofrece la publicidad. Es decir, los migrantes son una parte bien importante del engranaje que mueve la economía del mundo. Crean riqueza. Esto es una verdad de perogullo. Estudiantes de nivel medio lo saben y sólo mentes obtusas se niegan a aceptarlo. Los migrantes aportan su cultura y sus costumbres. Dan variedad a lo plano. A lo negro, blanco y gris lo llenan de distintos matices. Contribuyen con sabores, colores, sonidos y olores. La mezcla de lo nativo con lo extranjero hace florecer la vida haciéndola más intensa y disfrutable. Son retrógradas los que aún piensan que un tinte de piel lo hace a uno mejor o peor. El mestizaje es una bendición. Los gobiernos de extrema derecha, los grupos supremacistas y radicales y ciertas sectas religiosas no entienden esto y los satanizan. Se les acusa de todo. Lo malo que pase en un barrio será imputado a los migrantes. Se les señala y culpa. Las mentes estrechas son incapaces de mirar más allá de lo que está frente a sus ojos y creen, realmente lo hacen, que los migrantes son responsables de los crímenes más horrendos y que deben ser castigados por ellos. Como si ellos fueran dignos de lanzar la primera piedra. Hay parroquias locales que trabajan con ellos y les ofrecen consuelo efímero pero no soluciones. No obstante, los jerarcas de la Iglesia les dedican de vez en cuando algún sermón de apoyo que no va más allá de las palabras. Los migrantes son carne de cañón y materia prima para el trabajo de las entidades que controlan la migración. Cada sociedad tiene sus demonios; algunos pertenecen al Estado y son agentes de esos cuerpos represivos.

¿Los ha visto alguien hacer su trabajo? Su brutalidad es extrema: le caen tres o cuatro a un solo individuo y lo atacan como si fuera algún émulo de Hannibal Lecter. Es difícil imaginar a qué clase de lavado de cerebro se someten, que les arranca cualquier indicio de humanidad o compasión. Los migrantes, cuando tienen alguna oportunidad de regularizar su estatus, le dan mucho dinero a ganar al erario y a los abogados. Las tarifas para realizar cualquier trámite –y deben completar varios– son costosas. Como un migrante comúnmente no está autorizado para representarse a sí mismo ante las autoridades, debe contratar los servicios de abogados que en ocasiones resultan un corro de rufianes que por darles falsas esperanzas les roban su dinero. Un jurista de verdad cobra cantidades inasequibles por su intervención. Aquí cabe hacer una anotación: muchos de los migrantes que se vuelven ciudadanos de sus nuevos países cambian su actitud 360 grados y miran a los migrantes menos afortunados como si fueran un lastre para ellos. Los migrantes, ahora más que nunca, son noticia. Los medios masivos aprovechan la coyuntura y de casos particulares, por ejemplo, el de una madre que se refugió en un templo con sus hijos para evitar ser deportada, o el de un estudiante que fue capturado por estar en el lugar equivocado y, con chocosas musiquitas melancólicas de fondo, hacen grandes melodramas dignos de los más inverosímiles culebrones. Los lectores de noticias y comentaristas los usan para llenar sus espacios al aíre. Algunos les manifiestan solidaridad pero en realidad no hacen nada práctico por ellos. Los políticos, básicamente los presidentes de los países expulsores, los usan para discursos huecos y para prometerles ayuda que nunca llega; paternalistas, los abrazan para la foto, pero mañana habrán olvidado sus compromisos adquiridos con ellos. Finalmente, las historias de encanto y desencanto de todos y cada uno de ellos, las que tienen rostro y nombre son las que le dan forma a la historia de estos azarosos días

Los usos deL migrante

Banksy, Migrant Birds


ENSAYO

26 de marzo de 2017 • Número 1151 • Jornada Semanal

7

Contra las casas de revista Antonio Risério

“VEO EL SILLÓN, LA LÁMPARA, LA ANTIGUA EDICIÓN DE LOS SERMONES DE ANTONIO VIEIRA”.

¿Q

ué casas son esas? Es algo que no dejo de preguntarme. Porque no es difícil reconocer cuando entramos en un departamento ordenado bajo la mirada estándar de un decorador profesional clean, por ejemplo. El aire es inconfundible. Los muebles no forman parte de la historia personal del que habita. El layout remite a otras residencias igualmente decoradas. Hay un cierto déjà vu en la disposición de las cosas, en la vista más o menos estratificada del gusto moderno, con las paredes blancas, la mesa de vidrio, la marquesa* de piel clara, alguna silla a la Marcel Breuer, el juego marcado de la iluminación, que cae en ángulos previsibles y supuestamente confortables. Pareciera que no estamos entrando en una casa, sino en la página de una revista. La asepsia decorativa organiza el escenario para la teatralización de conductas y gestos, en reuniones más o menos íntimas. Da la impresión de que estamos siendo filmados o fotografiados con cada movimiento o iniciativa gestual. Las personas que viven allí tienen dinero para pagar el departamento al contado, pero la verdad es que no saben qué poner adentro. Ante la duda contratan a un profesional –como hacen casi todos los de su clasificación social–, un expert en “interiores”. Es garantía de un cierto patrón de relativo “buen gusto”, sí. Pero es, sobre todo, garantía de impersonalidad. De optar por lo kitsch, aunque en un patrón menos analfabeta del “arte de la felicidad”. ¿Estamos en un departamento, en el recibidor de una oficina o en la entrada de un cuarto de hotel? La casa no llega a ser exactamente una casa. Es más como una “locación”, como dirían los cineastas. Los habitantes renuncian a la cosa más básica –y bonita de hacer–, que es la definición visual de sus propias casas. Titubean frente a la calidad estética de lo que un día llegaron a poseer. Y sobre la de lo que desean tener. Es necesario llamar a un especialista, alguien que entienda “técnicamente” del tema. Pero, como regla general, los decoradores no preparan casas. Montan “instalaciones”. Un escenario al gusto de ellos, bajo el eterno argumento de que “tiene mucho de ustedes”. No, difícilmente tiene algo de la gente que vive allí. La “instalación” falsifica, de raíz, la propia idea de casa. El cuadro que está en la pared no dice nada respecto a nadie. No tiene que ver con la persona que me recibe en la sala y es la propietaria Sold DotDoll House no 380, 2013. Fuente: suzannascott.com

de aquel inmueble. Las cocinas son las mismas, de un departamento a otro. Son escenarios espaciosos y claros, llenos de compartimentos. De cubiertos, loza y ollas ocultos en anaqueles. Cocinas hechas a la medida de quien no sabe –o no le gusta– cocinar. Todo está planeado y ejecutado para la mirada, no para el hacer. Una cocinera de verdad ve esas kitchens como algo totalmente disfuncional, incómodo para preparar un sarapatel, una quiabada, una feijoada, una moqueca o incluso un strogonoff. Cocinar, allí, parece un pecado. Algo que va a mancillar aquella blancura, exponer lo que está guardado, traer aromas impuros. La asepsia es de hospital y, casi siempre, nouveau riche. Algo de quien ya no sabe comer plácidamente, compra libros sobre vinos, memoriza nombres de tiendas y restaurantes en sus excursiones por el mundo, juzga objetos a partir de marcas y firmas. Algo muy distinto sucede cuando entro a la nueva casa de un amigo y reconozco objetos de sus casas anteriores. Veo el sillón, la lámpara, la antigua edición de los sermones de Antonio Vieira, el aparato de sonido que ya no funciona muy bien. Esta casa, sí, tiene una historia. Sus habitantes tienen trayectorias propias de vida, gustos irreductibles, cosas reales. La teatralización (ni modo, todos somos actores) es mínima: el exhibicionismo prácticamente no existe, el manierismo nouveau riche de hablar de cosas del mundo se pierde o está prácticamente eliminado –o por lo menos toma un rumbo secundario, sigue otro curso. Si hace frío en la terraza, puedo tomar prestado nuevamente el abrigo que me habían dado antes. La sensación es de una intimidad más genuina, acogedora, de una agradable confortabilidad familiar, de arropamiento. Me siento bien, me siento en casa. Esta casa no es aquella casa de diez años atrás, la ciudad es otra, ganamos algún dinero, los niños crecieron, el mundo cambió. Pero aquí están, a nuestro alrededor, signos, recuerdos, cosas de todo ello. Nada de tabula rasa, de vacío total rellenado por la escenografía decorativista, propia de quien no percibe el follaje de los bosques, ni el agua en medio de un río lleno

* Diván antiguo, especie de canapé pero sin respaldo o con un respaldo bajo [N. del T.].

Traducción del porTugués de iván garcía


8

Mujere

la intelectua

LA NIGERIANA CHIMAMANDA N. ADICHIE ES AUTORA, ENTRE OTROS TÍTULOS, DE LAS NOVELAS MEDIO SOL AMARILLO Y AMERICANAH.

INTELIGENCIA VS. APARIENCIA: EL FALSO DILEMA Chimamanda n . Adichie es una escritora nigeriana poco conocida entre los lectores de habla hispana, no obstante su crítica contra los daños más visibles que la colonización sigue dejando en África. Su postura feminista y política es evidente en sus obras, como Medio sol amarillo y Americanah; empero, no le interesa generar un discurso abstracto, alejado de la problemática cotidiana de los personajes, sino justamente lo contrario: Ifemelu, la protagonista de Americanah, novela inédita en español, acude a un salón de belleza para alaciar su cabello rizado con tal de ser menos discriminada por la sociedad estadunidense y, peor aún, por los mismos migrantes africanos. La crítica feminista y postcolonial de Adichie se centra en la carga simbólica del cabello, la vestimenta, el calzado, la forma de hablar y de vivir la calle de la mujer negra, la cual puede hacerse extensiva, sin duda alguna, a cualquier otra mujer, independientemente de su raza y origen. En este sentido, Adichie también ha reflexionado sobre el problema de ser una escritora en una sociedad que juzga la apariencia de una mujer antes que sus logros intelectuales: “A veces me pregunto si una mujer tiene que ‘ganarse’ el derecho a ser ‘abierta’ acerca de la moda. Como si primero tuvieras que demostrar tus habilidades con tal de que tu aspecto no sea un obstáculo para tu inteligencia.” Y es que Adichie es amante de los libros y de la moda, dos ámbitos que la intelectualidad considera irreconciliables. El primer texto es una entrevista publicada en el The New York Times, en noviembre de 2016, que aborda la reciente participación de Adichie en una campaña de publicidad de cosméticos, y su presencia en la semana de la moda en París, gracias a que Maria Grazia, la primera mujer directora creativa de Dior, utilizó el lema “Todos deberíamos ser feministas” de Adichie en los estampados de su colección de otoño. El segundo es una memoria autobiográfica publicada en la revista Elle en 2014. Además de la problemática socioeconómica y cultural que conllevan la ropa y la apariencia de mujeres y hombres, la perspectiva de Adichie invita a preguntarnos por qué no concebir el arreglo personal como una cortesía hacia los demás

GeorGina mejía

¿POR QUÉ A UNA MUJER INTELIGENTE NO PUEDE GUSTARLE LA MODA?

D

Chimamanda N. Adichie

esde niña me gustaba observar a mi madre arreglándose para ir a misa. Doblaba, torcía y sujetaba su ichafu hasta que semejaba una flor gigantesca sobre su cabeza. Enrollaba su george –una tela gruesa tejida con aplicaciones, siempre en colores brillantes como el rojo, el morado o el rosa– en dos capas en torno a su cintura. La primera capa, la más larga, llegaba hasta sus tobillos; la segunda formaba elegantes tablones que bajaban hasta sus rodillas. Su blusa de lentejuelas capturaba la luz y resplandecía. Sus zapatos y su bolso siempre combinaban. Sus labios coloreados brillaban. Su perfume de Dior Poison seguía todos sus movimientos. También me gustaba la manera como me vestía con mi pequeña ropa de niña: calcetas rematadas con encaje que llegaban hasta mis pantorrillas, mi cabello esponjado recogido en dos coletas. Mi recuerdo favorito es una mañana de domingo: mi madre estaba sentada frente a su tocador y puso un collar alrededor de mi cuello; era una fina cadena de oro con un dije de pescado. La boca del pescado estaba abierta, como si el animal estuviera sorprendido. Mi madre también se vestía con prendas coloridas para ir a su trabajo como administrativa en la universidad: trajes con falda; vestidos femeninos con vuelo, ceñidos por la cintura; tacones bajos. Era elegante, pero no era la única. Otras mujeres Igbo de clase media también invertían en joyería de oro, en zapatos, en su apariencia. Buscaban a los mejores sastres para que les confeccionaran ropa a ellas y a sus hijos. Si tenían suerte y viajaban al extranjero, compraban ropa y zapatos. Hablaban del arreglo personal casi en términos morales. Aunque eran pocas, las mujeres que no anduvieran bien vestidas y perfumadas eran mal vistas, como si su apariencia fuera una deficiencia de carácter. “No parecen personas”, diría mi madre. Cuando era adolescente, busqué trajes para combinarlos con blusas tejidas de los años setenta. Tomé unos viejos pantalones de mezclilla de mi madre y los llevé con una modista para convertirlos en una minifalda. Una vez me puse una corbata de mi hermano, anudada como si fuera hombre, y fui a una fiesta. Para mi cumpleaños diecisiete, diseñé un maxivestido halter, con un escote bajo en la espalda, y el cuello rematado con perlas


esescritoras:

alidad y la apariencia Chimamanda N. Adichie Ilustración de Capanegra

Fotos: facebook.com/chimamandaadichie

de plástico. Mi sastre, un hombre amable que estaba sentado en su puesto del mercado, me miraba perplejo mientras le explicaba lo que yo quería. Mi madre no siempre estuvo de acuerdo con mis formas de vestir, pero lo que le importaba era que yo hiciera un esfuerzo. La nuestra era una vida relativamente privilegiada, pero darle importancia a nuestro aspecto –y aparentar que en efecto así era– trascendía las clases sociales en Nigeria. Cuando me fui de casa para ir a la universidad en Estados Unidos, me alarmó cuán común era la informalidad en el vestir. Estaba acostumbrada a la informalidad bien cuidada –playeras planchadas, pantalones de mezclilla a la medida–, pero parecía que los estudiantes habían sido sacados de sus camas en pijama para ir a clases. Los shorts en el verano eran tan cortos que parecían ropa interior y, cómo era posible, pensaba yo, que la gente fuera en chanclas a la escuela. Sin embargo, me di cuenta rápidamente de que algunos de los atuendos que habría usado de manera informal en una universidad nigeriana no tendrían cabida aquí. Hice algunos cambios para adaptarme a mi nueva vida en Estados Unidos. Siendo una amante de los vestidos y las faldas, empecé a usar más mezclilla. Caminaba mucho más, por lo que empecé a dejar los tacones, aunque siempre me aseguraba de que mis flats fueran femeninos. Me rehusaba a usar calzado deportivo fuera del gimnasio. Una vez, una amiga me dijo: “Te ves demasiado elegante.” Vi que tenía razón, sobre todo para una estudiante de licenciatura, con mi blusa de manga corta, pantalones de algodón y plataformas. Pero no me sentía incómoda. Me sentía bien conmigo misma. Mi vida de escritora cambió todo eso. Los cuentos en los que había trabajado durante años finalmente

recibían lindas cartas de rechazo, escritas a mano. Iba progresando de alguna manera. Una vez, en un taller, sentada con otros escritores principiantes, alimentábamos nuestras esperanzas al ver a los maestros: escritores reconocidos que parecían flotar gracias a sus logros. Al ver a uno de ellos, uno de los escritores en ciernes dijo: “¡Miren su vestido y su maquillaje! No te la puedes tomar en serio.”Yo pensé que la mujer era atractiva y admiré la gracia con que caminaba en tacones. Pero me sorprendí a mí misma pensando de la misma manera. Sí, sin duda uno no podía tomarse en serio a una autora de tres novelas porque usaba un vestido bonito y dos tonos de sombras para ojos. Aprendí una lección de la cultura occidental: las mujeres que quisieran ser tomadas en serio debían acentuar dicha seriedad con una estudiada indiferencia sobre su aspecto. Para las escritoras serias en particular, era mejor no vestirse bien del todo, porque si lo hacían, entonces era mejor fingir que no le habían dado tanta importancia. Si hablaban sobre moda, debía ser como apología o en tono de burla. Y qué mejor si tus gustos estaban alejados de lo establecido. La única circunstancia bajo la cual debía importarte la ropa era para tomar una postura y crear la imagen de una especie de contracultura desafiante y ecléctica. No podía ser por el mero placer de la ropa en sí misma. Una editorial prestigiosa compró mi novela. Yo tenía veintiséis años. Estaba ansiosa por ser tomada en serio. Y así comenzaron los años en que tuve que fingir. Escondí mis tacones. Me dije que el anaranjado, que le sentaba tan bien a mi tono de piel, era demasiado chillón. Mis aretes largos eran exagerados. Usaba ropa que normalmente hubiera considerado sin ninguna gracia, nada demasiado brillante, ajustado o especial.

Tomé decisiones pensando en cómo debía ser una escritora seria. No quería aparentar que me esforzaba por verme bien. También quería verme mayor. Ser joven y mujer parecía ser una mala combinación si quería ser tomada en serio. Una vez llevé un par de tacones a un evento literario, pero los dejé en mi bolsa y preferí usar unos flats. Un viejo amigo me dijo: “Ponte lo que quieras; tu trabajo es lo que importa.” Pero era un hombre, y pensé que para él era muy fácil decirlo. Intelectualmente, estaba de acuerdo con él. Le habría dicho lo mismo a alguien más. Pero me tomó muchos años empezar a creerlo de verdad. Tengo treinta y seis años. Por primera vez, en mis últimas presentaciones llevé puesta ropa que me hacía feliz. Mi atuendo favorito eran unos shorts estampados, una blusa de tejido damasco y tacones amarillos. Quizá se debe a la confianza que uno obtiene cuando envejece. Quizá es la buena suerte que he tenido en ser publicada y leída con seriedad, pero ya no finjo que no me interesa la ropa. Porque sí me interesa. Amo el tejido y la textura. Amo las faldas largas de encaje con cinturas ceñidas. Me encanta el negro y el color. Me gustan los tacones y los flats. Me encanta el detalle. Me fascinan los shorts, los maxivestidos y las chamarras femeninas con mangas acolchadas. Me encantan los pantalones de colores. Y amo ir de compras. Adoro a mis dos maravillosos sastres en Nigeria, con quienes intercambio bocetos y sugerencias. Admiro a las mujeres bien vestidas y siempre procuro decírselo. Sólo porque sí. Ahora me visto pensando en lo que me gusta, en aquello que creo que me hace ver bien y que me queda bien, en aquello que me pone de buen humor. Me siento yo misma otra vez –lo cual es cierto aunque suene trillado. Quizá de manera un poco fantasiosa, me gusta pensar en que todo esto es una manera de volver a mis raíces. Finalmente, crecí en un medio en el que el profesionalismo de una mujer no era incompatible con su interés en la apariencia; es más, se esperaba que una mujer que quería ser tomada en serio tuviera cuidado con su aspecto. Mi madre hizo historia como la primera mujer en ser académica administrativa en la Universidad de Nigeria en Nsukka; sus discursos en las reuniones del Senado eran famosos por su elocuencia y genialidad. A sus setenta años aún siente amor por la ropa. Sin embargo, nuestros gustos son muy distintos. Ella quisiera que mis gustos fueran más convencionales. Le gustaría verme con joyería que combinara, con cabello largo y ondulado. (En su mundo, es mejor un juego de joyería de oro que veinte de lo que ella llama “de fantasía”; en su mundo, mi cabello rizado está más bien “desaliñado”.) Sin embargo, soy la hija de mi madre, y por tanto invierto en mi apariencia

Traducción del inglés de georgina Mejía


VOZ INTERROGADA

26 de marzo de 2017 • Número 1151 • Jornada Semanal

10

entrevista con Chimamanda Adichie Valeria Safronova Fotos: facebook.com/chimamandaadichie

Cómo ser una escritora seria “SI TE VES COMO UNA JOVENCITA NO TE TOMAN EN SERIO”.

-¿C

ómo se ha transformado tu relación con los cosméticos? –En general, en las culturas que conozco –Nigeria, Inglaterra, Estados Unidos, la Europa occidental– juzgan a la mujer de manera muy dura según su apariencia. Aunque en Nigeria hay una leve diferencia. No suelen juzgarte tanto si eres una mujer exitosa y al mismo tiempo te preocupa cómo te ves. Pero sí recuerdo que cuando me mudé a Estados Unidos –y creo que hay distintos estándares para quienes se supone que son particularmente intelectuales o creativos– me di cuenta muy pronto de que si quieres ser vista como una escritora seria, no puedes tener la apariencia de alguien que se mira al espejo.

–He ido envejeciendo. Te das cuenta de que ya no tienes tiempo para tantas tonterías. Ves que la vida es corta y que es mejor ser quien eres. Cuando era joven no tenía esa conciencia sobre mí misma para hacerlo. Pero es interesante porque aun cuando no me maquillaba en Estados Unidos, sí lo hacía en Nigeria porque quería verme de mi edad y no más joven. En particular, los hombres en Nigeria no tomaban en cuenta lo que yo decía porque pensaban que me veía como una jovencita. Recuerdo que me encontré con un hombre en el aeropuerto luego de que mi primera novela se publicó; me miró bastante perplejo y dijo: “Te pareces a la escritora.” “Pues soy yo”, dije. Su rostro cambió: “No pensé que la escritora fuera una niñita.” Había demasiada decepción en él.

–¿Por qué crees que las cosas que se asocian con la femineidad, como la moda y la belleza, no son tomadas con seriedad? –Tiene que ver con una cultura que hace menos a la mujer. Nuestra cultura no considera frívolo todo aquello que tradicionalmente asociamos a lo masculino. Los deportes, por ejemplo, pensamos que son masculinos. Y nuestra cultura se los toma muy seriamente. Creo que el mundo simplemente no le da a la mujer el mismo lugar que al hombre. Hay muchos ejemplos y algunos tienen consecuencias más graves. En todos lados hay violencia hacia la mujer y muchas culturas ven la manera de justificarla o minimizarla. Pero creo que sí puede dibujarse una línea entre estos y otros temas que la cultura soslaya y que abarcan lo femenino.

–¿Qué piensas acerca del movimiento sin maquillaje, #nomakeup, seguido por Alicia Keys y, más recientemente, por Hillary Clinton? –Las mujeres deben tomar decisiones. Cuando no te sientes bien, no tienes la energía para arreglar tu cara como normalmente lo haces. Respeto la decisión de Alicia Keys de no maquillarse porque sentía que usaba una máscara. Y ahora siente que es más ella misma. “Amén”. Si el maquillaje te hace sentir así, entonces no lo uses. Debemos permitir que las mujeres tengamos más opciones.

–¿Por qué te decidiste finalmente a usar maquillaje, sin importar lo que la gente pensara?

–¿Por qué crees que no las tenemos? –Porque pienso que la gente juzga la apariencia. Los humanos somos seres visuales. Vemos porque tenemos ojos. Lo que me gustaría que cambiara es todo lo que vertimos en la manera de juzgar. Cuando vemos a un hombre bien vestido no asumimos que es una persona

superficial y frívola. Nos ayuda hablar de los hombres porque entonces podemos decir: “Si esta mujer que estamos juzgando fuera hombre, y todo lo demás permaneciera igual, ¿la veríamos de la misma manera?” Creo que este sería un modo de pensar bastante justo. –¿Por qué decidiste asistir al show de Dior en la semana de la moda en París? –Como escritora pienso en mí como una especie de antropóloga. Creí que podría recabar material. No, en realidad fui porque admiro a la nueva directora creativa de Dior. Es una mujer inteligente, reflexiva, interesante, honesta. Es mi tipo de mujer. Me parecía extraño que esta gran casa de moda que hace ropa para las mujeres no hubiera tenido antes una directora creativa. –¿Seguirás presente en el mundo de la moda? –Si te hubiera criado Grace Adichie, mi madre, más te valdría estar interesada en la moda. Desde que era niña, mi madre me vestía. Me ponía algunas de sus joyas. Soy una fanática de los zapatos. Y no me disculpo por eso. El primer cosmético que usé fue el labial de mi madre. Recuerdo haberme puesto bastante y que brillaba mucho. A ella no le importó. Dijo: “Parece como si hubieras comido arroz jollof caliente y no te lo hubieras limpiado.” Hay una parte de mí a la que le gustan los zapatos, los vestidos, el maquillaje, los libros y escribir. Y creo que es el caso de muchas mujeres. Pero nuestra cultura nos hace pensar que tenemos que escoger aquellas rebanadas de nosotras con las que estaremos más cómodas de mostrar al mundo

Traducción del inglés: georgina Mejía


11

LEER

Jornada Semanal • Número 1151 • 26 de marzo de 2017

Divina en lo inestable, Laura Martínez-Lara, Instituto Tamaulipeco para la Cultura y las Artes, México, 2016.

DE DANZA Y OTROS ENSALMOS ORLANDO ORTIZ

L

as palabras tienen momentos y eso que algunos denominan evolución semántica; esto determina los grados de cambio en el sentido de las mismas. Un ejemplo sencillo: originalmente, “nimio” significa “excesivo”, y en la actualidad tal sentido quedó a un lado y todo el mundo lo utiliza para calificar algo sin importancia. Lo anterior viene a colación porque cuando llegó a mis manos Divina en lo inestable, me pregunté si tendría caso leerla o no, pues el título me remitió de inmediato –no sé por qué– a Lo que el viento se llevó, cinta emblemática, sí, pero tema architratado; o a una heroína de telenovela, “bellísima” y neurótica. Vencí el prejuicio y desde el epígrafe intuí que me había equivocado por completo, pues el título está tomado de un texto de Paul Valéry (“...y ella atraviesa impunemente el absurdo... ¡Divina en lo inestable, lo ofrece a las miradas cono dádiva…”); después, las primeras líneas me atraparon y me anticipapercaté de mi errada anticipa escrición. Me atraparon tanto la escri sensitura –cuidadosa, esmerada, sensi ble pero lejos de ser meliflua– como el tema y los personajes. Laura Martínez-Lara narra la vida de Paloma, que es en gran medida similar a la de Amelia, su m a d re , u n a c u b a n a q u e , c o m o bailarina de ballet, muy joven alcanzó la divinidad internacional –lejos de mí toda intención peyo peyorativa–, se desempeñó como baila bailarina principal en los más impor importantes escenarios del mundo, y conoció a grandes figuras de la danza: Balanchine, Peter Martins, Jerome Robbins e Igor Stravinsky. Mujer apasionada, lo que le había permitido llegar a las alturas en la danza, también lo es como mujer. Es el amor-pasión el que la lleva a concebir a Paloma y regresar a Cuba. Su vida ha sido una constante lucha para superar los desafíos físicos y morales que conlleva llegar a bailarina principal. Esa lucha se transforma en tragedia a su regreso a la isla. Una historia intensa y muy lírica, que se trenza con los esfuerzos que hace para recuperar al ser amado y esto la lleva al mundo de la santería. Paloma, su hija, queda huérfana, a cargo de su abuela. La joven seguirá los pasos de ella, siempre tratando de emularla, y –¿guiada?, ¿influida?, ¿hechizada?– por su madre llega a ser una gran bailarina. En efecto, la anécdota es muy sencilla; la virtud del relato es la capacidad de la autora para recrear

lo que es la formación de las bailarinas, el mundo tanto en las academias como en los escenarios, y todo lo consigue con una sorprendente economía y conocimiento. También maravillosas son las escenas con Yejide, la santera, que adentra a Amelia en los misterios y rituales de la santería. La autora recurre a diversas técnicas narrativas y al uso de imágenes muy logradas para transmitir al lector la impresión de estar ante algo completamente nuevo, una nueva forma de narrar, cuidadosa y “romántica” al mismo tiempo (no cursi, ojo), algo sensible, como la danza, que cuando la vemos en el escenario admiramos los gráciles movimientos y piruetas de los bailarines, desplazamientos “fáciles” y bellos, pero ignoramos todo lo que hay detrás para lograr esa “magia”. Por cierto, este libro obtuvo en 2015 el Premio Nacional de Novela al que convoca el Instituto Tamaulipeco para la Cultura y las Artes • El intérprete del dolor, Jhumpa Lahiri, Gemma Rovira Ortega (traductora), Ediciones Salamandra, España, 2017.

DOLOR QUE ES VIDA ELENA MÉNDEZ

E

l intérprete del dolor, de Jhumpa Lahiri (Ediciones Salamandra, 2017) resulta una lectura demoledora. Conviene dosificarla: incluye nueve cuentos relativamente largos donde ningún detalle resulta ocioso y en los que es imposible dejar de sentirse aludido. Esta obra, con la que obtuvo el Premio Pulitzer de Ficción en 2000, ha sido alabada, entre otros, por el cineasta Pedro Almodóvar: “Historias simples y sutiles, sembradas con sentimientos inesperados, como un campo de minas”; mientras que para su colega, Amy Tan, “posee una voz inconfundible, buen ojo para los matices y oído para la ironía. Es uno de los mejores escritores de relatos que he leído”. Nacida en Londres en 1967, de padres bengalíes, Lahiri vivió en Estados Unidos desde los dos años y nunca se sintió lo suficientemente indio ni tampoco lo suficientemente estadunidense. El volumen está lleno de frases memorables: “Mi vida está formada por tal sucesión de penas que ustedes ni siquiera podrían soñarlas”, espeta Boori Ma, protagonista de “Un durwan de verdad”, cuando la cuestionan sobre sus aparentes embustes. Desarraigados, solos, buscando una identidad que les ha sido arrebatada, padeciendo una frustración explícita o soterrada, una culpa que los rebasa, rebelándose ante lo que no pueden comprender, lastimados por sus fracasos íntimos, los personajes de Lahiri duelen en su verosimilitud. Como Bibi Haldar, una joven ya dada por solterona, afectada por misteriosos achaques, ninguneada por sus

En nuestro próximo número

parientes, que lamenta su suerte: “No nos engañemos: nunca me curaré, nunca me casaré.” Acaso los relatos más emblemáticos sobre la culpa sean “Sexy”, “El intérprete del dolor” y “Una anomalía temporal”. En los dos primeros, las protagonistas han mantenido relaciones ilícitas: Miranda no puede resistirse a un casado muy atractivo y refinado; la señora Das necesita desahogarse con el señor Kapasi, quien tal vez pueda interpretar su dolor… En “Una anomalía temporal” Shoba y Shukumar se han dejado llevar por el tedio, el oscuro enemigo que nos roe el corazón (Baudelaire dixit), tras perder a su bebé. En penumbras, revelan sus verdades últimas, que durante meses los han atormentado… Los personajes más desarraigados son la citada Boori Ma, que vive en condiciones precarias tras haber tenido, según ella, una vida llena de lujos; el señor Kapasi, guía turístico cuyo otro empleo, el de traducir los síntomas de los pacientes guyaratíes a un médico comunitario, le recuerda sus aspiraciones abandonadas; la señora Sen, una niñera hindú que le cuenta al pequeño Eliot sus inconformidades con la sociedad estadunidense; el señor Pirzada, universitario cuya familia padece los estragos de la Partición; y el bibliotecario que no atraviesa uno, sino tres continentes… El estilo de Lahiri remite al Salman Rushdie de Oriente, Occidente, cuyos personajes también se mueven en la dualidad cultural. Lahiri recibió en 2014, por su novela La hondonada, una de las National Medals of Arts and Humanities concedidas por Barack Obama. Uno de sus méritos, declaró, fue “iluminar la experiencia india-americana”. Pero no sólo eso: ilumina a sus lectores por revelarles aspectos de sí mismos que han querido mantener en la sombra. Interpreta su dolor y lo vuelve un recordatorio de que hay que vivir con eso, a pesar de eso •

La Jornada Semanal

@JornadaSemanal

visita nuestro PDF interactivo en: http://www.jornada.unam.mx/

EL RENACIMIENTO DE ANNE SEXTON Eve Gil


ARTE Y PENSAMIENTO ........

26 de marzo de 2017 • Número 1151 • Jornada Semanal

Jair Cortés jair_cm@hotmail.com @jaircortes

Felipe Garrido

bitácora bifronte

MENTIRAS TRANSPARENTES

El regreso

Una chica y un chico de apellido Lee Tormenta Vientos huracanados azotaban el crucero. Olas gigantescas barrían las cubiertas. Reunidos en el comedor, los pasajeros se abrazaban gimiendo. La aparición del capitán trajo algo de esperanza. Tomó el micrófono, pasó una mano por la tupida cabellera y habló: Señoras y señores, pasajeras y pasajeros, niñas y niños, jóvenes y jóvenas en cuyas manos está el futuro de la patria: vivimos tiempos borrascosos. Pero, me enorgullece decirlo, este es un momento histórico. Hoy superaremos viejos hábitos autoritarios. Esta vez serán ustedes quienes decidan qué debemos hacer. En un momento más, los oficiales repartirán una encuesta que deben llenar para decidir cómo habremos de maniobrar para ponernos a salvo. No lo decidiremos nosotros. Serán ustedes mismos. Antes de responder esta consulta ciudadana, lean con cuidado la parte final, de modo que cumplamos con la normatividad vigente y con los requerimientos de transparencia que exige el Comité de Siniestros •

Rogelio Guedea rguedea@hotmail.com @rogelioguedea

AL VUELO Ganar perdiendo Veo que todos ganan y yo pierdo. Veo que todos suben y yo permanezco en el mismo lugar, cuando no es que me abismo en un desfiladero. Veo que todos compran cosas nuevas mientras yo me deshago de las mías, incluso de aquellas que me han acompañado casi toda la vida, soñado junto a mí o seguido como perritas falderas. Veo incluso que todos se van de viaje (a lugares lejanos y exóticos) y yo me quedo, solo y recargado en la puerta al atardecer. No sé qué esté haciendo mal, en qué carajos me haya equivocado. Lo más asombroso, lo inexplicable, es que, pese a tanta pérdida, tanto desahucio, tanta espera, estoy feliz, esta ropa me sienta ligera y, está mal que yo lo diga, veo al final de la calle un amigable porvenir •

E

l apellido Lee (Li) es el más común en el mundo, su origen es chino y significa “cerezo”. En la literatura existen dos poemas hermanados por el mismo apellido: “Annabel Lee”, de Edgar Allan Poe, y “Henry Lee”, de Nick Cave (este último sirve de letra en la canción del mismo título que interpretan p . j . Harvey y el mismo Cave y que se encuentra en el álbum Murder ballads).“Annabel Lee” es la breve historia de un amor (aparentemente) truncado por la muerte: “Hace muchos, muchos años,/ en el reino junto al mar/ vivía una doncella cuyo nombre era Annabel Lee; / y esta doncella vivía sin pensar en otra cosa/ que en quererme y ser querida por mí./ Yo era un niño, una niña ella, / en ese reino junto al mar, pero uno y otro, yo y mi Annabel Lee,/ nos queríamos con un amor que era más que amor,/ con un amor que los serafines del cielo/ nos envidiaban a ella y a mí./ Tal fue la razón de que hace muchos años,/ en ese reino junto al mar,/ soplara de pronto un viento/ que heló a mi hermosa Annabel Lee. […] Pero nuestro amor era mucho más fuerte/ que el amor de los que eran mayores que nosotros, de muchos que eran más sapientes que nosotros,/ y ni los ángeles arriba, ni los demonios abajo en lo hondo del mar,/ pudieron jamás separar mi alma del alma/ de mi hermosa Annabel Lee”. En “Henry Lee” el resentimiento terrenal es lo que motiva a una mujer: “Baja, baja pequeño Henry Lee,/ y pasa conmigo toda la noche./ No encontrarás a otra chica en éste maldito mundo,/ que se pueda comparar a mí”. A lo que Henry Lee responde: “No puedo bajar, y no bajaré./ Ni permaneceré toda la noche contigo,/ porque a la chica que yo tengo en su alegre y verde pradera/ la quiero más que a ti”. Luego, la muchacha: “Se apoyó contra la cerca,/ para conseguir un beso, o dos,/ y con una pequeña navaja en su mano,/ lo apuñaló una y otra vez. […] Ven y tómalo de sus blancas manos,/ ven y tómalo de sus pies./ Y tíralo en ese hondo, hondo pozo,/ de más de cien pies de profundidad […]. Yace, yace ahí, pequeño Henry Lee,/ hasta que la carne gotee de tus huesos,/ pues la chica que tuviste en aquella alegre y verde pradera/ puede esperar por ti para siempre a que vuelvas a casa./ Y el viento aulló, y el viento gimió…/ La la la la la./ La la la la lee”. El tema de fondo en ambos poemas es la envidia que los infelices sienten frente al amor, la envidia de los ángeles que matan a la hermosa Annabel y la que dirige el espíritu de la mujer despechada que acuchilla a Henry; sin embargo, en “Annabel Lee” el amado puede experimentar la certeza de su unión con ella más allá de la muerte sabiendo que sus almas están unidas, pero en el caso de “Henry Lee”, la amada nunca sabrá que él quiso regresar, porque la venganza de la asesina consiste no sólo en matar a Henry Lee sino en hacer pensar a su amada que éste quizá encontró a otra mujer en su camino, envenenando al amor con el lento fuego de la incertidumbre •

Aris Alexandrou

Así como regresamos en la oscuridad brillaban los rieles de tanto silencio así como regresamos encontramos a los cobradores degollados y el billete de quinientos para el boleto nos sobrará y los cuatro años de lo que llamamos nuestra vida nos faltarán así como regresamos también avanzan las calles multiplicando al cuadrado la plaza vacía en sobres de luto y un policía pasa y bosteza ¡Dios mío!, que al menos hablara él y me pidiera mi carnet de identidad. 1952

Aris Alexandrou nació en 1922 y murió en 1978 en París. Su padre era griego del Ponto y su madre rusa, originaria de Estonia, por lo que no aprendió griego sino hasta que se mudaron a Grecia en 1928. Además de ruso y griego, aprendió inglés, francés, alemán y español, y se hizo traductor profesional de novelas, teatro y poesía. De joven se unió al movimiento estudiantil comunista y fue miembro de la resistencia durante la ocupación nazi de Grecia hasta 1942. Por razones políticas y por su negativa a participar en el ejército durante la Guerra civil, pasó ocho años y medio en varios campos de detención. Publicó cinco libros de poesía, una novela, un monólogo teatral y dos guiones cinematográficos. Ha sido traducido al inglés y al italiano. Véase La Jornada Semanal, núm. 1087, 3/ i /2016 Versión de Francisco Torres Córdova

12


13

........ ARTE Y PENSAMIENTO O

Jornada Semanal • Número 1151 • 26 de marzo de 2017

Miguel Ángel Quemain quemainmx@gmail.com

La cría: exégesis de un amor que mutila

L

A CRÍA, DRAMATURGIA y dirección de Carlos Talancón (quien también merodea como un fantasma en el infierno del dueto de personajes), apuesta a radiografiar, a hacer la disección, de un amor tóxico y narcisista de una pareja de padres que reincide en convertir a sus hijos en un objeto voraz capaz de terminar devorando a cada uno de sus padres, mientras ellos mismos toman partes uno del otro para ritualizarlas en un ejercicio de dar sin medida aquello que ya no se tiene o que está a punto de extinguirse. Carlos Talancón (1981) es un artista que no puede cumplir con una sola tarea: escribe, dirige, actúa y es un autor que también explora la narrativa. Me parece importante presentar así a este director porque la visibilidad y atención que exigen los todavía jóvenes maestros que han entrado a la madurez –los nacidos a fines de los años cincuenta, los sesenta entrados en los setenta–, representan auténticamente un momento de renovación de nuestro teatro y son la bisagra generacional y artística entre un mundo que saluda y otro que bosteza. La mayoría de los nuevos protagonistas nacidos en los años ochenta tienen sobre ellos los pálidos y dudosos reflectores que dan las promociones, las becas y la gestión que a su favor hacen los que pastorean talleres y círculos de creación artística y que son sus benjamines, sus gallos giros. Lo mismo sucede con los premios, la autopublicación (muchas editoriales que se dicen independientes son espacios impor tantes para que los autores cooperen con editores para que sus trabajos vean la luz) y con la publicación en los espacios editoriales estatales y universitarios. Quien quiera saber más y explorar el mundo literario de Talancón puede hacerlo en ese espacio generoso que Benjamín Gavarre creó bajo el signo de www.dramavirtual.com donde se pueden leer Extraña fábula empresarial, Bocadillos bajo tierra, basada en Picnic, de Fernando

Ricardo Guzmán Wolffer

LA OTRA ESCENA Arrabal, Historias del hoyo y el Nahual, así como La cría, que ahora acaba de publicar Carlos Nohpal bajo su sello, Anónimo Drama. La cría es una poderosa indagación sobre el sentido del mal, del narcisismo, del control y de la esclavitud que propone la relación amo-esclavo que pone en peligro cualquier vínculo íntimo, consanguíneo, de poder, como el que se puede tender entre los amantes, los cónyuges, los hermanos, los padres, los docentes y los alumnos. Esta criatura ingrata y maligna recuerda una tradición que ha registrado ese latido entre nosotros y que va de Poe

(“El corazón delator”) a Cortázar (“Casa tomada”) y pasa por Pinos, Zacatecas, a través de ese relato ya clásico de nuestras letras:“El huésped”, de Amparo Dávila, una de las atmósferas más siniestras creadas para mostrar la invisibilidad del mal, de esa extrañeza incomprensible que poseen esas entidades que, en nombre del amor, están dispuestas a absorbernos hasta la aniquilación. El hombre (Javier Sánchez) y la mujer (Milleth Gómez) que protagonizan La cría (personaje absoluto del mal y la náusea) son o parecen ser un matrimonio que por segunda vez (en la primera fue una mujer) prueba esclavizar a una criatura que parece de sexo masculino y es carne de su carne, posee una gran voracidad y es capaz de colocar su hambre como la condición que hace posible la obediencia, que empieza a doblegarse bajo la certeza creciente de que cualquier esfuerzo por mantener a su criatura es inútil y todo conducirá al fracaso, la mutilación y la muerte, como ocurre a lo largo de la hora y quince minutos que dura este montaje intenso, sin tregua y con un diálogo que nunca deja de aportar al mundo psíquico y al desarrollo de una historia que, poco a poco, se escribe de manera fatal sobre el cuerpo de los personajes, que terminan por ofrendar partes de sí mismos en una insoportable serie de feroces amputaciones. Las interpretaciones forman parte de un concierto corporal y gestual intenso por parte de dos actores comprometidos, solventes física y emocionalmente, convincentes y que se saben parte de una visión plástica, expresionista y, por momentos, atravesada por el más crudo realismo. Este ambiente se amplifica y completa gracias al diseño sonoro de Rodrigo Castillo Filomarino, que logra empatar el corazón de todo lo vivo con el de esa criatura obscena en la que muchos convierten lo que aman y quieren a su imagen y semejanza. El espacio escénico y la iluminación de Miguel Moreno enmarcan el mundo goyesco de Talancón con imaginación y eficacia. La cría concluye el próximo 2 de abril en el Cenart, en una temporada brevísima de jueves a domingo •

La cría

Foto: cortesía de www.mexicoescultura.com

GALERÍA

A una cuerda sin instrumento

A

LMA DEL ALMA expuesta, tu estancia engaña a los sentidos si te ves tendida sobre un mantel, lejos del mástil que izó tus velas. Anclada en el olvido tras rayar celebraciones, te arroba el desconcierto de tu estar callado. Sufres en silencio la enorme ligereza de tu peso. Cuerda. Pensarte es escucharte. Escucharte no es pensarte. Inicio y final de las esferas, en la espalda del aire afinas tu grito cuando cumples del látigo el último de los esfuerzos, mas con el inexperto descuido de exageraciones, maltratos y relojes te revientas dignamente, siempre a modo de reproche. No es tuya la existencia del objeto que se anima en movimiento, que canta con valor y significado inmóvil. Silla, taza, puerta. En ti subyace lo exclusivo a seres con latido: pedir un tacto dócil en el alba, exigir parvadas furibundas al árbol de la noche. Delgada, eres la medida exacta de quien te zarandea. Ni antes ni después existe tu presencia, semilla de ecosistemas que no serán sino el intento inalcanzable. Cuerda paralela, bordas puntos de una flecha en melodía o converges con las joyas que acuerdan armoniosos viajes. Sea en el volar del solitario o en la jauría que arrastra sus carruajes, en tu garganta –que es el mundo entero– gobiernas sobre mil emperadores, incluido el Diablo. Posibilidad y anhelo, duermes y estás muerta allí sobre la mesa que no sabe de tensiones. ¿Cantaste ayer o cantarás mañana? No lo recuerdas. Tu memoria es la del instante que implota abatiendo lo largo de las eras. Tu memoria es esa niña que no miente pero juega, pues su infidelidad es sustancia del relámpago, mecánica de un azar que le presta manos transparentes. Curvada en tu naturaleza eres provocación para la mano que enrolla y te sustenta. Con o sin conocimiento eres

cuchillo que parte la comida de los dioses, feto que nacer espera. Justo a la mitad, eres elasticidad y resistencia, posibilidad de un acto sónico que reacciona con la velocidad de la orfandad aérea. Así, la ciencia es el fruto de un tañido que ensaya tu incongruencia, la vibración del monocordio que empezando el segundo milenio quiso desmembrarte en la escala de un mar absurdo. Mucho antes de eso sonorizaste bosques, desiertos, selvas. Cuando fuiste víscera sentimental, incluso, ahorcaste y arrastraste peces. Cuerda que es todas las cuerdas. Cuerda sin sonido. En la pobreza de las islas has sido carretera para voces y lámparas más débiles que el llanto. En penínsulas, eco oscuro y en el cono envilecido alfombra en que viajan todas las protestas.

Retraída sobre ti misma, aguardando, eres anillo, pulsera. Enso del calígrafo que circunda tu potencia en el silencio. Inspirada promesa lista para alumbrar las doce notas bautizadas en continentes pétreos, son tus cunas el arrullo de otras que rezan microtonos para un mantra que conjura dioses. Cuerda. Partido por tu habla el tiempo es dos veces infinito, pero decorado como pan de dulce. Fuente de una libertad original, tu baile es la propia música antes de ser sonido. Tus ojos miran a la musa, pero te hallas muda incluso abriendo el arco de tus labios que se multiplican en vaivenes incontables. Es así que no puedes saludarla pues dependes del brevísimo lapso en que otro ve pasar su sombra. Ondas, frecuencias y alturas perfilan tus colores, pero no importa si eres lisa o vas surcada, tu fina relevancia se cuenta con un dedo: arte combinatorio que nos hace mejores en la peor de las nostalgias. En el ngoni, en la guitarra, en la viola da gamba. En el arpa, el tololoche o la jarana. En las quiromancias de Paco, Arcadio y Niccolo. En el barco, el dirigible o el tren que imita tu pierna abandonada. Cuerda. Quién tuviera el instrumento que perdiste. Quién el eco de tu huella pasajera. Allí sobre la mesa eres la ausencia del perro y de su dueño. Simple y llano quebranto que aparece con el rasgueo de la última nota traicionera, ésa que violó el límite de un vibrato, una tesitura no apta para la vena que eres en el cuerpo del aire. Cuerda. Todos se han ido. Volverán. Pero siendo tantas cosas no serás la misma cosa. Lo tuyo es el idioma del fuego que persiste en su sitio dando lo que puede, consumiendo troncos que en tus fauces son minutos y segundos. Cabello sin cabeza. Pensamiento. Tu resonancia queda cuando apagamos la luz del camerino y la madrugada propone el ruido sordo que automático nos mece. Cuerda. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos •


ARTE Y PENSAMIENTO ........

26 de marzo de 2017 • Número 1151 • Jornada Semanal

14

Jorge Moch Verónica Murguía

tumbaburros@yahoo.com @JorgeMoch

A HONORABLE CIUDAD DE MÉXICO, antigua, caótica, contaminada y sedienta, tiene familia por el mundo. Berlín es su hermana, así como La Habana y Madrid. Las tres mucho más bonitas, con menos población y menos tráfico, con mar o ríos. Las tres guapas hermanas son más seguras y poseen toneladas de savoir faire, mismo que se traduce en una vida nocturna animada y museos impresionantes, sobre todo las europeas. Aunque no olvido que Madrid fue bombardeada en la Guerra civil española y Berlín fue reducida a escombros en los meses postreros de la segunda guerra mundial para luego ser dividida por un muro –esa idea tan horrenda, tan ubicua, tan reciclable– que costó muchas vidas. La Habana tiene sus propios problemas: desabastos, servicios inadecua-

Basurero en Mumbai

dos e insuficientes, etcétera. Pero no, ninguna se parece a México. Hay otras tres ciudades por el mundo, empero, que son sus hermanas gemelas, no reconocidas por pacto político alguno, sin certificados que lo garanticen ni ceremonias de listones cortados. Pero tienen el smog de familia, si se me permite la expresión. Esa fisonomía está marcada por la sobrepoblación, un tráfico inmundo, basura por todas partes, peseros demenciales y nulo respeto por el peatón. También, y esto es forzoso si se pone uno en plan serio, tienen sus tres hermanas gemelas una antigüedad que las hace venerables, misma que no es obstáculo para que gobiernos que no miran más allá de sus sexenios se dediquen a construir multifamiliares sobre camellones de cinco metros de ancho. Estas ciudades son Mumbai, Cairo y Estambul. Las tres son antiquísimas. Llenas de cultura, de importancia histórica y artística. Como Ciudad de México, no por presumir. En las tres hay un tráfico endemoniado, una vida subterránea donde conviven etnias de orígenes distintos, una policía temible, pobres de solemnidad, niños cuyas frágiles vidas transcurren en la calle y una población que va a mil por hora y casi no sabe detenerse. En las cuatro hermanas sobra gente, faltan aire y agua y el coche reina. La zona de Mumbai ya estaba habitada y gobernada por el emperador budista Ashoka en siglo iii ac . Allí se hablan dieciséis lenguas de India y tiene un barrio paupérrimo de un millón de habitantes llamado Dharavi. Está junto al mar, por suerte, porque es una ciudad muy contaminada. Pero la vitalidad de Mumbai hace que la mayoría de las ciudades del mundo parezcan desiertos habitados por zombis escasos. En Cairo hay dos semáforos en toda la ciudad. Dos, lo cual no impide

que los choferes de los peseros los ignoren olímpicamente. Además estos peseros, si van conducidos por personas piadosas que han hecho la peregrinación a Meca, llevan un mural que representa la Kaaba pintado en la ventana trasera. No ven. El que va atrás, arrea, como dice el dicho mexicano. Pero Cairo es venerable y lo cruza el Nilo, eterno. Eterno y aguantador, lleno de bolsas de basura, latas de refresco e inmundicias que los faraones jamás imaginaron. Hay, como aquí, pirámides en las afueras y el sitio arqueológico es una potente mezcla de lo extraordinario, bello y ajeno, con el turismo, que siempre es el mismo. Es decir, con chamacos que no miran a la Esfinge porque están chateando por teléfono; guías autodidactas llenos de lirismo y turistas de toda laya. En el mismo sitio arqueológico hay un café que se llama The Sacred Garden (El jardín sagrado). Pero es Cairo, la hermana gemela de Ciudad de México. El ticket de compra dice The Scared Garden (El jardín espantado). Nomás faltaba. En Estambul, ciudad que amo, hay embotellamientos interminables en calles que suben y bajan como las de Guanajuato. Se derriba y construye a una velocidad que sólo se puede llamar chilanga y al lado de la mezquita centenaria o la cisterna milenaria, hay tiendas de teléfonos celulares. Y es en Estambul, me digo, que se da la negociación cotidiana que representa el mundo contemporáneo: el laicismo que retrocede espantado ante una mayoría pobre y religiosa; las mujeres que piden equidad sin ser escuchadas; las ciudades llenas de rascacielos sin lugar para sus pobres, clasemedieros o viejos; los refugiados; el asedio de isis. Si cambiamos isis por narcotráfico, todo se entiende mejor. Y uno se da cuenta de que, para escapar, sólo la luna •

LAS RAYAS DE LA CEBRA

L

Para mi Lola Giuseppina

N

O ES NINGÚN SECRETO que muchas veces prefiero la compañía de mis perros a la de las personas. Mi madre dice que debí ser perro, y no creo que se equivoque mucho. Tengo ocho perros. Hasta ayer eran nueve. Pero ayer se murió la Lola. Se murió de vieja. Rodeada por su familia, es decir, nosotros. Tuvo una buena vida –fue una perraza formidable que llegó a pesar 74 kilogramos de puro músculo–; y tuvo una buena muerte, en lo que cabe: tranquila, a la sombra de un guayabo, mientras yo, por quien gustosa hubiera dado la vida muchas veces, le rascaba la cabezota. Y sí, me gustan los perros grandes y feroces. Tengo siete mastines brasileños que son unas fieras. Y una schnauzer miniatura que se cree mastín. Y traigo a colación mis perros, tratando de hacer a un lado esta tristeza profunda que me arrambla, porque caigo en cuenta que ya no hay perros en la televisión como no sean virtuales o dibujos animados. Caricaturas de perros hay muchas en muchos canales. Perros de verdad prácticamente no queda ninguno en la pantalla chica. Salvo algún perrito de aguas. Aunque quizá alguno se me escapa. Pero no hace mucho que los perros, esos entrañables, leales amigos nuestros, eran estrellas del medio. Cuando quienes hoy andamos tostoneando fuimos niños televidentes, nos hechizábamos con las aventuras –bastante ñoñas, patrioteras y mamonas, por cierto, pero en la pueril cosmovisión del niño algunas sutilezas ideológicas o afanes propagandísticos jamás son primeras impresiones– del fabuloso y valiente Rintintín. Pluto, en plan mascota vil convertida en patiño, fue un ameno acompañante del ratón de Disney, aunque siempre estará cautivo en la dimensión de lo irreal, de lo falso, del juguete plástico. Pero creo que ningún can se robó el corazón de la teleaudiencia infantil como Lassie, aquella prodigiosa ovejera (collie) que siempre llevaba impecables flecos en los costados y ni una sola borla de pelo apelotonado a pesar de revolcones, persecuciones, huidas azarosas y una larguísima fila de villanos que siempre fueron capturados por una dupla justiciera de cánido y humano. El personaje de Lassie fue creado en 1938, para un cuento (Lassie vuelve a casa) y contrario a lo que comúnmente se cree no fue de invención estadunidense, sino inglesa: el autor del cuento y creador de Lassie fue Eric Knight, aunque lo publicó en el Saturday Evening Post, que sí es estadunidense. Pero hubo otro programa de televisión protagonizado por un perro que duró más bien poco, cuyo protagonista, como en el caso de Rintintín fue un ovejero alemán que a mí en lo personal me cautivó de mocoso: Run Joe, run, o Corre, Joe, corre, en el que Joe, un hermoso ejemplar de pastor alemán, era injustamente acusado de atacar –y matar, si mal no recuerdo, o herir gravemente– a alguien. Y la

serie, bastante soso el argumento si he de admitir, trataba de las sucesivas ocasiones en que Joe escapaba siempre triunfal de trampas e intentos desesperados y muchas veces ruines de captura de policías y empleados de perreras municipales (que fueron en mi infancia de los seres humanos más odiados, al menos por mí). Joe contaba desde luego con la complicidad de un humano que, más que su amo, era su gran amigo. Años después fue un poco decepcionante saber que tanto Rintintín, como Lassie y Joe no eran realmente los individuales perros protagonistas de sus respectivas series televisivas, sino distintos ejemplares de tres equipos o pequeñas jaurías de ejemplares físicamente muy, muy parecidos entre sí. En Lassie desfilaron en realidad un montón de collies. Quizá el más famoso fue “la” primera Lassie, porque se trató de un “él”, Pal, un macho muy avispado que encarnó a la Lassie de la película de 1943, de la que se derivaría luego la serie televisiva. Y así como perros, hubo una gran cantidad de animales en la tele: la elefanta Maya, Skippy el canguro o Flipper, el delfín. O Ben, el oso grizzli. Quizá ya no hay animales porque los procesos de entrenamiento o las

Lola

sesiones de filmación se prestaban al abuso físico o actos de crueldad. Quizá simplemente la corrección política de hoy no admite el empleo de animales en series televisivas como las de antaño. Pero a veces, como hoy, las extraño. Hasta en pantalla muchas veces los animales, sobre todo los perros, son mejores que la gente. Me basta comparar a cualquiera de mis perros con cualquier cabrón político del régimen. De aquellos perros a los míos, prefiero mil veces los míos. Estos jamás me van a traicionar. Aquellos no saben hacer otra cosa •

CABEZALCUBO

Lola y otros perros

Turkish Delight


15

........ ARTE Y PENSAMIENTO O

Jornada Semanal • Número 1151 • 26 de marzo de 2017

Luis Tovar

Guadalajara 32 (ii y última)

L

“L

A MODERNIDAD Y TODA su parafernalia tecnológica no sólo, como lo mostró Max Weber, desencantaron al mundo, también, y por lo mismo, han malversado o reducido sus más profundas significaciones. Una de ellas la encontramos en el mito de Mnemosine que la modernidad redujo a una personificación de la memoria. Ciertamente la memoria le pertenece, pero en el caso de Mnemosine nada tiene que ver con esa reducción racionalista que la define como una “función del cerebro que permite al organismo codificar, almacenar y recuperar información del pasado”, sino con los misterios más profundos del conocimiento y del saber poéticos. Su propio mito, que en sí mismo es una manifestación del conocimiento que guarda la poesía, lo muestra. Mnemosine, que pertenecía a la raza de los titanes, nació un eón antes de la aparición de los dioses del Olimpo, cuando Urano, el cielo, descansaba todavía en los brazos de Gaia, la tierra. Mnemosine no sólo habitaba en uno de los ríos del Hades que lleva su nombre y le otorgó a Hermes, el mensajero, sus dos únicas dotes: la lira y el alma, sino que, nos recuerda Hesiodo, procreó a las musas en el lecho de Zeus. Antes de atravesar las aguas del olvido del Leteo, las almas de los muertos entraban en las de Mnemosine donde la titán tomaba sus recuerdos. Cuando Hermes tañía su lira para acompañar la canción de las musas, el sonido que surgía de esa armonía conducía a los poetas a aquellas aguas donde escuchaban el burbujeo de Mnemosine que, dice el mito, no había dejado de producirse desde el principio de los tiempos. Mnemosine es así, más que la personificación de la memoria, la fuente interna de lo que los románticos llamaban la inspiración –introducir en los pulmones el aire, que en las tradiciones religiosas está asociado con la vida–, que bullía, es decir, se movía –es su sentido etimológico– de forma desordenada a la velocidad de la lira de Hermes y de los cantos de las musas, para llevar en su bullicio la memoria de los muertos a los poetas. La memoria que surgía de Mnemosine no es por lo tanto una memoria que, como lo pensaría el racionalismo, reproduce o, mejor, trae al presente acontecimientos sucedidos en el pasado, sino sucesos relacionados con el sentido más profundo de la vida. De allí que los poetas, como decía Platón, nunca sepan, en un sentido racional y razonante, lo que dicen y expresan. De allí también que lo que capturan de forma desordenada, mediante el tañido y el canto de las musas, sólo pueda expresarse a través de ritmos, imágenes, metáforas lo que, desde una significación puramente racionalista, se calificaría de lenguajes oscuros. Así, dice Iván Illich, el decir del poeta es una especie “de corriente llena de tesoros” que vienen del más allá, en este caso de las almas de los muertos, y que son traídos a las playas del alma del poeta como el mar arroja un montón de objetos a las costas, un hablar en nombre y bajo el influjo de algo que lo trasciende, como lo traté de mostrar en mi columna pasada,“Poesía y equívoco”. Lo que desde ese lenguaje su saber dice es que, contra los relativismos postmodernos, hay sentido, pero, contra los pensamientos absolutistas de la modernidad, ese sentido es tan infinito

CASA SOSEGADA

Mnemosine y las aguas de la poesía

A LIBERTAD DEL DIABLO debería ganar [el principal premio] del ficg 32”, se dijo aquí hace una semana, cuando la edición más reciente del Festival Internacional de Cine en Guadalajara no concluía aún, pero el excelente largometraje documental de Everardo González no solamente obtuvo el Premio Mezcal a la mejor película mexicana sino también el correspondiente a mejor fotografía, además del Premio Mayahuel a mejor documental iberoamericano. Bien por Everardo, por la cinefotógrafa María Secco, por los productores Inna Payán y Roberto Garza y, claro, por la sensatez de los jurados, que por cierto no tuvieron una tarea sencilla gracias al nivel de calidad ofrecido por el ficg32, sobre todo en el género documental y particularmente en la sección iberoamericana. Dicha sección, la de largometraje iberoamericano documental, contó dieciocho filmes en competencia, cuatro de los cuales fueron mexicanos –el ya referido La libertad…, Batallas íntimas, Los ojos del mar y Un exilio: película familiar–, uno argentino (Soldado, que por cierto fue el único francamente malo), uno peruano (Río verde: el tiempo de los yakurunas), uno colombiano (Pizarro), uno brasileño (Curumim), uno portugués (Ama-san), tres españoles (Sasha, Política, manual de instrucciones y Omega), cuatro chilenos (El color del camaleón, Los niños, El pacto de Adriana y Resucitando a Hassan) y finalmente dos salvadoreños (En un rincón del alma y Los ofendidos).

Del inDiviDuo a la socieDaD

Mnemosine

e inmenso que, como el bullir de las aguas de Mnemosine, no puede ser reducido a una significación unívoca. Por desgracia, con el desencantamiento del mundo, no sólo los significados profundos que guarda la poesía se han extraviado, reduciéndose a nichos compartimentalizados e incapaces ya de darle sentido a la vida de la ciudad como en las épocas en las que Mnemosine vivía; también, como lo mostraron Illich y Gastón Bachelard, la diversidad de las aguas ha sufrido un deterioro brutal. Al reducirlas a h 2 o , las aguas y sus diversas propiedades y cualidades en la vida de las culturas se han convertido en un mero instrumento de limpieza. “Las voces de las aguas arquetípicas –dice bien Carolina Moreno– han quedado así sepultadas por el ruido discordante del fluido que reverbera por las cañerías de las ciudades contemporáneas. El h2o[…] es un fluido que circula sin interrupción por las urbes para arrastrar las pestilencias y hedores, los excrementos y desechos.” Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales y abrir las fosas de Jojutla •

A contrapelo de cierta postura comúnmente adoptada al hacer el análisis tanto particular como general del cine documental –postura que, en tiempos recientes, se ha erigido más en moda cortoplacista que en consenso de largo aliento–, este ponepuntos discrepa de la idea según la cual basta y sobra con el vínculo familiar directo del documentalista con el personaje o el tema que se aborda, no sólo para justificar su obvio interés por la realización de la película, sino para suponer que cualquier espectador sentirá una atracción por lo menos equivalente, o inclusive superior. Bajo esta tónica se han hecho no pocos filmes capaces de suscitar un tedio insuperable, por culpa de los cuales uno viene a enterarse de las personalísimas cuitas ora filiales, ora amorosas, de gente que pasa, más rápido que una exhalación, del universal desconocimiento previo al inmediato y posterior olvido. Lo anterior desde luego no significa que el abordamiento cinematográfico de un asunto de orden personal, en primera instancia, sea censurable o deplorable per se; quiere decir, eso sí, que para no estancarse en la mera –y por cierto costosísima– sustitución del

La libertad del diablo

diván psicoanalista que supone la hechura de una película cuyo primer y casi único propósito es ajustar cuentas con el pasado propio, no basta con apelar a la empatía básica que naturalmente puede suscitar una confesión que, en casi cualquier otro formato, sería más bien privada. Quiere decir, en otras palabras, que para elevar lo que pertenece a la esfera individual y llevarlo a la del interés colectivo hace falta una buena dosis de talento y, de ser posible, que la estructura del documental haya sido elaborada en función de un tema y no sólo de una anécdota. Un ejemplo bastante afortunado de combinación de ambos motivos para echar a andar la cámara –y previamente un trabajo de investigación amplio, arduo y durísimo de encarar a nivel tanto social como, sobre todo, personal– es el documental Los ofendidos (El Salvador-México, 2016). Escrito y dirigido por Marcela Zamora, sus palabras al respecto son elocuentes:“A mis treinta y tres años mi madre me contó que, durante la guerra civil salvadoreña, mi padre había sido capturado y torturado durante treinta y tres días por la Policía Nacional. Dos años más tarde tuve el valor para preguntarle sobre esos días a él y a otros hombres y mujeres que habían sufrido [la misma] suerte. Estas personas no piden venganza, lo único que piden es que se sepa la verdad.” Antes de éste, Zamora dirigió Xochiquetzal en 2008, María en Tierra de Nadie en 2011, y El cuarto de los huesos en 2015, en los cuales queda clara su vocación por rescatar y hacer visible la historia y la idiosincrasia de su país natal, tan golpeado por dictaduras, guerrillas, intervencionismo y olvido mundial. En este sentido, Los ofendidos es la muestra más acabada de dicha vocación y, aun realizado bajo criterios narrativos e icónicos muy diferentes, en muchos momentos no es menos estremecedor que La libertad del diablo •

CINEXCUSAS

@luistovars

Javier Sicilia


ENSAYO

26 de marzo de 2017 • Número 1151 • Jornada Semanal

El asombro asombrado de Johannes Vermeer Vilma Fuentes

S

e escucha el goteo de la leche caer en el jarrón que sostiene una exuberante joven. Se ve el desplome de la luz en su agonía, la caída diaria de sus rayos hechos de gotas mortecinas y brillantes nacidos en una estrella desaparecida hace millones de años. La joven lee una carta, una página secreta, acaso una carta de amor, pero el espectador no puede leer ni una letra. El pintor guarda el secreto de esa carta iluminada por los rayos del sol que caen sobre el papel. Nada tan enigmático como la pintura de Johannes Vermeer (Delft, 1632-1675). Frente a su pintura brota el asombro puro, ése que nace del descubrimiento del ser, expresado por el filósofo presocrático griego Parménides en Elea durante el siglo vi antes de Cristo. Acaso precisamente por la engañosa apariencia de cotidianidad anodina de un realismo absoluto, las telas de Vermeer proponen al espíritu, con toda su fuerza, el misterio de la realidad. Porque, tal vez, nada es más fantástico que lo real. Tras las representaciones de “escenas falsamente anodinas”, como señalan los mejores críticos de arte, quienes quizás hubiesen debido inspirarse mejor y hablar de “meticulosamente anodinas”, la primera cosa que impresiona cuando se mira atentamente, es decir con paciencia, un cuadro de Vermeer, es la perfección con la cual pinta, por ejemplo, la más diminuta perla que lleva al cuello la mujer que le sirve de modelo y de quien hace surgir de súbito la belleza fasci-

nante. La perla sirve también a ello. Nada más bello que una perla. Es la muy discreta manera escogida por Vermeer para decirnos: nada es más bello que una mujer. Doce telas de la “esfinge de Delft”, título de nobleza dado a Vermeer por el francés Théophile Thoré-Bürger cuando lo reveló al mundo a fines del siglo xix , son el centro de la suntuosa exposición Vermeer et les Maîtres de la peinture du genre (Vermeer y los maestros de la pintura del género) que tiene lugar actualmente en el Museo del Louvre. Si una de las intenciones de los organizadores de esta exhibición de las telas de Vermeer al lado de las de algunos de sus contemporáneos, asimismo maestros de la pintura holandesa del xvii , era borrar la leyenda del pintor aislado de su mundo, inaccesible y silencioso, su individualidad se impuso al contacto con sus contemporáneos como el pintor de la metamorfosis. La fascinación que se experimenta desde hace ya varios siglos ante la obra de Vermeer no es gratuita y debe, sin duda, responder a algo. ¿A qué? ¿Por qué? Acaso es porque el pintor nos muestra una mujer y no dice nada. Muestra y calla. Es, entonces, el silencio lo que escuchamos. La realidad es transfigurada por los ecos del silencio. El poeta Paul Claudel da por título L’oeil écoute (El ojo escucha) al libro que escribió sobre la pintura y los pintores, donde desarrolla una magistral lectura del cuadro de Rembrandt, La

ronda de noche. Sí, el silencio absoluto de la pintura habla mucho. ¿Qué dice Vermeer? Una mujer está ahí. Lee una carta, ayudada por la luz del día que penetra por la ventana a la cual se ha aproximado. Nada más cotidiano, nada más misterioso. Ella está ahí, yo la miro, voy entonces a tratar de pintar eso, lo mejor que puedo hacerlo, y soy el primero en asombrarme. Es este asombro lo que nos comunica Vermeer. Sí, hay de qué asombrarse ante toda presencia, a causa del hecho mismo que haya una posibilidad de existencia cualquiera. Fue lo que escribió Parménides: esti gar einai, “hay ser, en efecto”. El pensador griego nos deja comprender, sin siquiera tener necesidad de decirlo, que bien podría no haber ser. ¿No es eso lo fantástico? Desde tiempos remotos, cuando los hombres no distinguían entre los sueños y la vigilia, los mejores pintores, los más grandes poetas, han enfrentado la misma cuestión. ¿Qué es eso: ser? Con la modestia que lo caracterizó, el genio holandés, Vermeer, pinta eso, sin tomar precaución alguna, sin advertir, sin prepararse. Algunas de las más hermosas páginas de la obra de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido, contienen el pasaje bien conocido en donde Bergotte, el viejo escritor, va a ver una tela de Vermeer y mira durante mucho tiempo el pequeño trozo de muro amarillo de la vista de Delft. Justo antes de morir, comprende. Comprende que ha fallado su obra. La crueldad de Proust es igual a su ternura, de la misma medida, generosa y abundante. Porque es de su maestro Anatole France de quien escribe. Éste, instalado en la cima de su gloria, le hizo incluso el regalo de un prefacio para su primer libro, una recopilación de relatos del joven debutante Marcel, Les plaisirs et les jours (Los placeres y los días). Moraleja para las buenas conciencias: nunca debe hacerse un regalo. Los agradecimientos llegan rápido, en forma de veneno. Pero Vermeer no se inquieta por las miserias ni por las monstruosidades de la especie humana, la peor de todas las especies animales vivientes. Él pinta La dentellière, la costurera de encajes, telas deshiladas por cuyos diminutos vacíos la luz se filtra y respira en su tela. Son esa mujer y ese pintor quienes salvan a la especie humana. Por todo esto no es sorprendente que el gentío haga cola para mirar a la fabricante de encajes. Sí, el amor loco no es ése tras el cual André Breton corrió tanto, ni el de Louis Aragon en su Fou d’Elsa (Loco de Elsa). Sus apuestas espectaculares no respondieron a la cuestión planteada por el silencio de la mujer pintada por Vermeer. Ella está ahí y Vermeer es ella: la hacedora de encajes. Es ella la cuestión. La respuesta está, quizás, en quien la mira. Cada quien da lo que desea. Es casi imposible que ella la escuche. Es casi imposible que no la escuche. Escuchemos, pues, ese enigmático oráculo que nunca hablará sino en el secreto del silencio •

16


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.