La Jornada Semanal

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SEMANAL SUPLEMENTO CULTURAL DE LA JORNADA DOMINGO 29 DE MARZO DE 2020 NÚMERO 1308

LA PANDEMIA Y SUS METÁFORAS de la Ilíada al coronavirus

Sergio Huidobro, Alejandro García Abreu, Agustín Ramos y Luis Tovar


LA JORNADA SEMANAL

Portada: Fotograma de El séptimo sello, de Ingmar Bergman, 1957.

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LA PANDEMIA Y SUS METÁFORAS DE LA ILÍADA AL CORONAVIRUS Es bien sabido que una de las funciones esenciales del arte consiste en reflejar aquello que obsede a la humanidad, por lo que, naturalmente, la muerte y su amenaza es una de las más poderosas constantes, desde que el arte es arte y la humanidad humanidad. Una pandemia como la que vivimos en estos días despierta y exacerba miedos ancestrales, pero ni con mucho se trata de una experiencia inédita: hace más de dos mil años, la literatura daba cuenta del terror generado por una epidemia y, más recientemente, la cinematografía ha sido el vehículo preferente para la descripción del temor colectivo a virus, bacterias y otras amenazas cuyo microscópico tamaño es inversamente proporcional a su letalidad potencial y su capacidad de generar pánico. Los ensayos de Sergio Huidobro y Alejandro García Abreu abordan, de lo mucho, lo mejor que al respecto se ha escrito y filmado. ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||| DIRECTORA GENERAL: Carmen Lira Saade DIRECTOR: Luis Tovar EDICIÓN: Francisco Torres Córdova COORDINADOR DE ARTE Y DISEÑO: Francisco García Noriega FORMACIÓN: Rosario Mateo Calderón LABORATORIO DE FOTO: Jorge García Báez, Ricardo Flores, Jesús Díaz y Felipe Carrasco PUBLICIDAD: Eva Vargas y Rubén Hinojosa 5688 7591, 5688 7913 y 5688 8195. CORREO ELECTRÓNICO: jsemanal@jornada.com.mx PÁGINA WEB: http://semanal.jornada.com.mx/ TELÉFONO: 5604 5520.

A 50 AÑOS DE SU MUERTE.

GIUSEPPE UNGARETTI:

Sentimiento del tiempo y otras variaciones de la luz Giuseppe Ungaretti (1888-1970), se afirma en este ensayo, fue de gran importancia para la poesía de los años cincuenta en nuestro país, a través de las espléndidas traducciones de Tomás Segovia de El sentimiento del tiempo, La tierra prometida y La alegría (esta última también en versión de Marco Antonio Campos). Contemporáneo de Eugenio Montale, Salvatore Quasimodo, Mario Luzi y Cesare Pavese, a pesar del contexto histórico en que inició su obra –la guerra, el fascismo y las vanguardias– nos propuso una poesía en que las “gradaciones de la luz inscritas en el paisaje trazan un desarrollo físico del alma y el cuerpo, son el rostro de un metabolismo.”

||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||| La Jornada Semanal, suplemento semanal del periódico La Jornada, editado por Demos, Desarrollo de Medios, S.A. de CV; Av. Cuauhtémoc núm. 1236, colonia Santa Cruz Atoyac, CP 03310, Delegación Benito Juárez, México, DF, Tel. 9183 0300. Impreso por Imprenta de Medios, SA de CV, Av. Cuitláhuac núm. 3353, colonia Ampliación Cosmopolita, Azcapotzalco, México, DF, tel. 5355 6702, 5355 7794. Reserva al uso exclusivo del título La Jornada Semanal núm. 04-2003081318015900-107, del 13 de agosto de 2003, otorgado por la Dirección General de Reserva de Derechos de Autor, INDAUTOR/SEP. Prohibida la reproducción parcial o total del contenido de esta publicación, por cualquier medio, sin permiso expreso de los editores. La redacción no responde por originales no solicitados ni sostiene correspondencia al respecto. Toda colaboración es responsabilidad de su autor. Títulos y subtítulos de la redacción.

José María Espinasa ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||

S

i algo me sorprendió cuando empecé a leer a Ungaretti fue que los críticos lo acusaran de hermético, pues a mí me parecía a la par que deslumbrante, transparente, cualidades que no siempre van juntas. Veía en él un proceso de concentración tal, que el diamante se volvía materia líquida entre las manos, su sentir pertenecía más al agua que al vaso gorostiziano. Y sentía, además, que esa transparencia líquida era la que buscaba la poesía en castellano en los años setenta. Curiosamente, no lo leí por vez primera en la traducción de Tomás Segovia, cuya edición de Sentimiento del tiempo en la unam data de 1964 y una década después era inencontrable, sino en dos antologías, una argentina y otra española, y comparaba con curiosidad las diferentes soluciones que daban a versos que encontraban su mayor dificultad en hacer corresponder a la lengua de llegada la claridad de la versión original. Después entendí que más que una calificación descriptiva, el señalamiento –hermético– correspondía a la designación de una escuela o hasta una tradición, que venía de Mallarmé, y que, más allá de un roce superficial, lo había alejado tanto del vanguardismo francés como del italiano. Ahora, para conmemorar los cincuenta años de su fallecimiento la unam ha reeditado Sentimiento del tiempo (versión que, por cierto, ha corrido con cierto éxito, la republicó en los primeros ochenta Premia editora y Galaxia Gutenberg en un solo volumen, junto a La tierra prometida, también en versión de Segovia) en la colección Poemas y ensayos que dirige Marco Antonio Campos (también él buen traductor del italiano, de quien nos ha entregado La alegría). Cuando leí sus ensayos, me llamó la atención que se avocara a estudiar a Góngora, de quien lo sentía lejano, pero eso en parte se debía a que entonces la idea preponderante en mi cabeza sobre Góngora venía de la lectura del Polifemo, y más tarde o más después, como se dice coloquialmente, sus textos me sirvieron para entender cómo poetas de la luz, como Octavio Paz, se podían detener con rigor y paciencia –y con tino– en la lectura de sor Juana o en la del cordobés. Se trataba de un proceso de cocción extrema y la materia poética se sometía a presiones que la volvían diamante. En todo caso, la iluminación proveniente del italiano me parecía la caricia tibia de la luz del amanecer que prosigue al frío con el


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Ungaretti, por ejemplo, afina y afina el lenguaje para percibir los más leves matices y variaciones de la luz. El día es una rutina de las horas pero nunca uno es igual a otro, una igual a la otra, los instantes de que están hechos son distintos y en cierta manera no sucesivos.

que se despide la noche. Y si utilizó el marco natural del día para la descripción es porque en él se inscribe también la estética del poeta, su tiempo es ése, no el de los milenios, las centurias y los años, sino el de las veinticuatro horas del reloj que es obligadamente de sol para incluso marcar las horas oscuras.

La alegría de vivir UNGARETTI NACIÓ EN Alejandría en 1888. Ya Segovia señala la condición meteca o de extrarradio que la poesía tuvo en el siglo xx. También en Alejandría nació, un par de décadas antes, Constantino Cavafis, cuya fama empezaría en los años en que el italiano publicara sus primeros poemas. Y aportarían ambos una alegría de vivir que la envejecida Europa no parecía o no quería tener presente. La traducción que hace Tomás Segovia de Sentimiento del tiempo es, seguramente, una de las más tempranas que se hacen a nuestra lengua y la lírica mexicana acusa en aquellos años la empatía con la estética ungarettiana de ese volumen. Años después –más de treinta– vuelve a él y traduce La tierra prometida y amplía su prólogo como introducción a una edición que hoy debemos considerar canónica en Galaxia Gutenberg, donde reflexiona sobre el cambio que lleva al poeta de ser el gran demoledor del verso italiano en los años de vanguardia a intentar su reconstrucción en su obra posterior. Como ya se dijo, el escenario en que el poeta empieza a escribir es complejo, por un lado la guerra y la posterior ascensión del fascismo – Mussolini prologa uno de sus libros– y, por otro, la emergencia de las vanguardias, su amistad y admiración por Marinetti, su antítesis como poeta y luego la segunda guerra mundial y la desolación italiana tras la derrota, el desgarramiento entre la patria, el arraigo, la lengua y la mirada lírica. Su fama cada vez más evidente entre los autores de una poesía italiana que, con figuras como Eugenio Montale y Salvatore Quasimodo, Mario Luzi y Cesare Pavese, recuperaba su voz y su protagonismo. En reflejo y contraste, su lirismo transparente va en busca del barroco (como señala Segovia, más como un desplazamiento romántico en la modalidad italiana, proveniente de D’Annuzio). Es interesante en la edición de Galaxia Guten-

berg la breve nota sobre su criterio al traducir a Ungaretti al hacerse eco de esa transitividad que hay entre el italiano y el español desde el Renacimiento. Y también el señalamiento de ese apropiarse del lugar del poeta de Alejandría en su vida en Italia –en Roma–, donde siente la necesidad de arraigar, a diferencia de lo que había ocurrido en su época parisina. En la órbita de los años sesenta, México leyó con tino y fortuna a poetas en otra lengua: Paz había descubierto a Pessoa, Jaime García Terrés tradujo a Seferis, se hablaba de y se leía a Pound, existía El Corno Emplumado y los poetas beatniks visitaban el país. En ese contexto, las traducciones que Segovia hizo de Pavese y Ungaretti fueron parte del aire fresco que revitalizó nuestra literatura. Poco después retomarían esa labor con los italianos Guillermo Fernández y Marco Antonio Campos. Este último sospecha, en el prólogo a su traducción, que La alegría no es el mejor título para ese volumen de versos, pero creo que eso se debe a que nos dejamos llevar por el eco que la alegría trae de fiesta implícita, y tardamos en adecuarnos a esa melancolía que a veces, como en este caso, acompaña también a la alegría, sentimiento que puede ser, más que un hecho concreto, una búsqueda o una aspiración, un horizonte. Las gradaciones de la luz inscritas en el paisaje trazan un desarrollo físico del alma y el cuerpo, son el rostro de un metabolismo. Años más tarde se publicaría una amplia selección de ensayos de Ungaretti traducidos por Guillermo Fernández, completando el círculo del conocimiento del poeta italiano en México.

El camino a la luz FRENTE A LA poesía decimonónica, marcada por las penumbras, los claroscuros y la noche, Ungaretti, bebiendo en las aguas del poeta niño y del vidente, busca el camino a la luz, la irrupción del sol al amanecer y los matices de la declinación vesperal. En la inmensidad iluminada no hay deslumbramiento sino unos ojos bien abiertos. La alegría de luz no es revelación sino demorada convivencia de tonalidades. Por eso se lee el paisaje, se le interroga y se le entiende, nos habla a los ojos en árboles y nubes, flores y pájaros, pero no se quiere discurso estetizante o


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belleza artificial sino, justamente, naturalidad. Se le relaciona poco con Proust, pero es evidente que Sentimiento del tiempo dialoga con la prosa de En busca del tiempo perdido. También en la década de los setenta, José Pascual Buxo publica un libro sobre la relación entre Góngora y el italiano, abriendo nuevas perspectivas de lectura. La lectura que se ha hecho en México de su obra es muy interesante desde el punto de vista de una poesía calificada, tal vez de forma apresurada, de vesperal. Pellicer, por ejemplo, también mira el paisaje y lo hace hablar de su condición de hombre en el mundo. Su luz es habitable y a veces consigue entrar, como el italiano, en esa alegría del dolor, casi de carisma cristiano. Se puede pensar que La tierra prometida, con su eco bíblico, es una respuesta al pesimismo también religioso de La tierra baldía. La luz mediterránea no es la misma en Lisboa o Barcelona que en Alejandría, pero en el arco que va de un lugar a otro está Roma, y en ella quiere arraigar el poeta (será interesante preguntarse cómo le afecto su interludio brasileño: vivió unos años en Sao Paulo). Si menciono todo esto es porque para un poeta que describe los matices de la luz, las sutiles diferencias que propone la geografía son esenciales. Se podría decir, como en el caso de Yorgos Seferis, otro poeta meteco, también nacido en las regiones del próximo oriente (en Esmirna, en 1900) que lleva una luz nueva al luminoso Mediterráneo en medio de una oscura noche social y moral, para aportar una mirada ética admirable, en cierta manera ajena a las luchas ideológicas. Hay que precisar en cierta manera: ambos fueron poetas comprometidos con su tiempo y su tiempo los afectó profundamente, aunque situaron su exigencia por encima de las veleidades políticas. El breve roce de Ungaretti con el fascismo fue efímero y volátil; no lo fue en cambio su roce con la vanguardia, apoyado por un lado en Apollinaire y por otro en Marinetti. Pero si la amistad del primero, polaco-francés, le abrió horizontes insospechados, como a muchos escritores de su tiempo, la frecuentación de los textos de Bergson y de los críticos literarios Jean Paulhan y Jacques Riviere (ambos muy ligados a la Nouvelle Revue Française (nrf), epítome del clasicismo francés que desembocaría en André Gide y Paul Valéry, le daría un tono reflexivo admirable. Ambas cosas, vanguardia y clasicismo, vienen, lo sepan o no, de Mallarmé. Así se edifica el meteco una patria, misma que fue Italia, o mejor dicho, el italiano.

La fundación de uno mismo EN REALIDAD, LO que él propone es arraigar en uno mismo. Su literatura busca fundar la existencia –la vida– de esa persona, pero no se refiere a la simplemente descrita por el nombre y el apellido (sería demasiado sencillo), aunque tampoco a una persona abstracta, la que terminaría como insinúa Pessoa, siendo nadie (persone). La similitud fónica en español entre desierto y destierro nos permite pensar que cuando el poeta italiano le dice a José María Castellet, en un paseo por Roma, que él es un hijo del desierto, lo que dice en realidad es que es un hijo del destierro. En otros lugares he insistido en la condición exiliada de la poesía en el siglo xx (condición que tal vez empezó bastante antes, con Hölderlin en su torre,

un manera del exilio que llamamos sinrazón), una manera de ir en busca de sí mismo que en el autor de La alegría fue casi una biografía. Incluso, por ejemplo, sus poemas con una clara huella de sus años brasileños son un intento angustiado y en cierta manera fallido de arraigar en un tono que le permitiera cierta continuidad y/o duración. Por eso no es lo mismo Vida de un hombre, el título que da a su obra reunida, que “biografía” de un hombre, pues vida y biografía llegan a ser a veces antítesis de una existencia. La vida del héroe no es la vida del poeta, al menos no en el siglo xx. La acción que caracteriza a uno es muy distinta de la del otro. Ungaretti, por ejemplo, afina y afina el lenguaje para percibir los más leves matices y variaciones de la luz. El día es una rutina de las horas pero nunca uno es igual a otro, una igual a la otra, los instantes de que están hechos son distintos y en cierta manera no sucesivos. La duración es un sobresalto y el sobresalto –el instante fugaz– se resuelve en sus mejores poemas en un remanso de calma. No es fácil llegar a eso, como muestran distintos poemas en los que justamente no ocurre la iluminación sino que se manifiesta como aproximación fallida, fascinante pero angustiada en su fallida revelación. Es de alguna manera la maldición circular que el reloj encarna y que documenta el desplazamiento de la iluminación al deslumbramiento. Por ejemplo: la infancia marca la mirada con la luz de ese Mediterráneo oriental que después nosotros, sus lectores, viviremos como pleno en la inmensidad de su iluminación en uno de sus más famosos poemas. En esa iluminación no hay violencia alguna, los ojos se abren a la par que la luz los colma. En esa misma vía la retirada de la luz es también una iluminación. Ungaretti fue una presencia clave para los poetas en español de la generación de los cincuenta –Tomás Segovia en México, José Ángel Valente en España, Ida Vitale en Uruguay–, pero es claro que ya hay un diálogo previo con poetas de nuestra lengua, con Juan Ramón Jiménez, con Carlos Pellicer, con Alberto Girri o con Octavio Paz. La cercanía entre el italiano y el español, tan presente desde los Siglos de Oro, más que ser una cuestión léxica o rítmica, es un asunto de la calidad y pertinencia de la luz. Lo que resulta curioso, sobre todo en las recopilaciones de poesía que no son sus libros centrales –como Un grito y paisajes (traducción de Carlos Vitale, prólogo de Amalia Iglesias) es que un escritor tan consciente del verso, del ritmo, de la métrica como él, coqueteara a veces con desigual fortuna con poemas con aire popular. Renovador del verso en italiano, tal vez realizó ese trabajo porque se le resistía el tono tradicional y su barroquismo –incluso su hermetismo– lo alejaba de él. Un poeta de absoluta modernidad que habría preferido en ocasiones no tener de manera tan evidente. El horizonte del amanecer es el demonio del mediodía, la bilis negra medieval. Sin duda, Ungaretti tiene rasgos de melancolía. Como suele ocurrir cuando Ungaretti acierta, es verdaderamente extraordinario: “Mi amor por ti/ Hace milagros, Amor,/ Y, cuando crees que has huido de mí,/ Te descubro que te engañas, Amor mío,/ Volviendo la pureza/ A iluminarte los ojos.” Es casi un tropo retórico relacionar la luz y la pureza. La famosa luz no usada de fray Luis encuentra a su mejor receptáculo en el verso de Ungaretti l


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El triunfo de la Muerte, Pieter Brueghel el Viejo, 1562.

NARRATIVAS DEdeLAS PANDEMIAS la Ilíada al coronavirus La literatura resulta esencial para comprender la percepción de las plagas y pandemias desde la Ilíada. En este ensayo también se abordan textos de Giovanni Boccaccio, Daniel Defoe, Mary Shelley, Edgar Allan Poe, Albert Camus, Jean Giono, Gabriel García Márquez, José Saramago, Stephen King y Dean r. Koontz sobre las enfermedades que se extienden a múltiples territorios y que atacan a muchos habitantes de diversas poblaciones.

Alejandro García Abreu ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||

Narrativas que rodean la propagación de los virus LA LITERATURA TIENE un papel fundamental en la formulación de respuestas a las interrogantes generadas por la pandemia del Covid-19. A lo largo de la historia de la literatura occidental los textos sobre pandemias han ofrecido maneras de procesar la conmoción y realizar comentarios sobre cómo respondemos los seres humanos a las crisis epidemiológicas. En el ensayo “Pandemics from Homer to Stephen King: what we can learn from literary history” (“Pandemias de Homero a Stephen King: lo que podemos aprender de la historia literaria”) Chelsea Haith –investigadora de la Universidad de Oxford– afirma que la tesis previa opera en las narrativas que rodean la propagación del virus que actualmente asola al mundo entero. La literatura occidental comienza con una plaga: la Ilíada da cuenta de ello. Los textos sobre pandemias ofrecen diversas perspectivas sobre la enfermedad que se extiende a múltiples territorios y que ataca a muchos de los habitantes de las diversas poblaciones, afirma Haith.

Una plaga para castigar a los griegos LA ILÍADA, de Homero, dice la clasicista de Cambridge Mary Beard, comienza con una plaga que

arrasó el campamento griego en Troya para castigarlos por la esclavización de Criseida por parte de Agamenón, recuerda Chelsea Haith. El académico estadunidense Daniel r. Blickman argumentó que el drama de Agamenón y la disputa de Aquiles “no deberían cegarnos ante el papel de la plaga para establecer el tono de lo que sigue y, más importante, para proporcionar un patrón ético que se encuentre cerca del corazón de la historia”. La Ilíada, dice la investigadora de la Universidad de Oxford, presenta un dispositivo de narración del desastre que surge de un comportamiento mal juzgado por parte de todos los personajes involucrados.

La Peste Negra y el aislamiento HAITH ABORDA EL Decamerón (1353) de Giovanni Boccaccio: ambientado durante la Peste Negra, revela el papel vital de la narración en tiempos de desastre. Diez personas se aíslan en una villa a las afueras de Florencia durante dos semanas en el período de la Peste Negra. En el curso de su aislamiento, los personajes se turnan para contar historias de moralidad, amor, política sexual, comercio y poder. En esta colección de textos la narración de historias funciona como un método para discutir las estructuras sociales y la interacción humana en el siglo xiv. Las historias ofrecen a los oyentes (y a los

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Cotidianidad, Hieronymus Bosch, el Bosco.

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lectores de Boccaccio) formas de reestructurar sus vidas cotidianas, que se han suspendido debido a la epidemia.

La calamidad de la peste EN DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE (1722) Daniel Defoe narra con rigor los terribles acontecimientos que coincidieron con la epidemia de peste que asoló Londres y sus alrededores entre 1664 y 1666. Defoe se convierte en testigo de comportamientos heroicos pero también de la mezquindad: “Siervos que cuidan abnegadamente de sus amos, padres que abandonan a sus hijos infectados, casas tapiadas con los enfermos dentro, ricos huyendo a sus casas de campo y extendiendo la epidemia allende las murallas de la ciudad.” Diario del año de la peste oscila entre lo emotivo y lo aterrador. Defoe evoca, “mediante el artificio del diario de un testigo de ese acontecimiento”, la calamidad de la peste. El escritor relató: En esa época yo tenía un hermano mayor en Londres, que había venido unos pocos años antes de Portugal; cuando le consulté, me respondió en pocas palabras, las mismas que fueron pronunciadas en un caso bastante distinto: “Maestro, sálvate a ti mismo.” En una palabra, era partidario de que me fuese al campo, cosa que él había resuelto hacer con su familia; me dijo lo que, según parece, había oído decir en el extranjero, de que la mejor manera de prepararse contra la peste era huir de ella. Refutó mis argumentos de que perdería mi comercio, mis bienes o mis deudas.

Respuestas institucionales a la plaga LA NORMALIDAD DE la vida cotidiana es el foco de la novela apocalíptica de Mary Shelley, El

último hombre (1826), sostiene la investigadora de la Universidad de Oxford. Ambientada en una Gran Bretaña futurista entre los años 2070 y 2100, la novela detalla la vida de Lionel Verney, quien se convierte en el “último hombre” después de una devastadora plaga mundial. La novela de Shelley se basa en el valor de la amistad y concluye con Verney acompañado en sus andanzas por un perro pastor (un recordatorio de que las mascotas pueden ser una fuente de consuelo y estabilidad en tiempos de crisis). La novela es particularmente mordaz en el tema de las respuestas institucionales a la plaga. Satiriza el utopismo revolucionario y la lucha interna que estalla entre los grupos sobrevivientes, antes de que éstos también sucumban, revela Chelsea Haith.

Fracaso de las autoridades ante el desastre EL CUENTO DE Edgar Allan Poe “La máscara de la Muerte Roja” (1842) –en el que ahonda Haith– también describe los fracasos de las figuras de autoridad para responder de manera adecuada a tal desastre. La Muerte Roja causa sangrado fatal por los poros. En respuesta, el príncipe Próspero reúne a mil cortesanos en una lujosa abadía apartada y cierra las puertas: “El mundo exterior podía cuidar de sí mismo. Al mismo tiempo era locura apesadumbrarse o pensar en ello. El príncipe había previsto todas las formas de placer. Había bufones, trovadores, bailarines de ballet, músicos, vino y belleza. Todo esto y la salvación se hallaban dentro. Fuera quedaba la ‘Muerte Roja’.” Poe detalla las festividades suntuosas que concluyen con la llegada incorpórea de la Muerte Roja como un invitado humano en el baile. La plaga personificada le quita la vida al príncipe y luego la de sus cortesanos: “Y entonces se reconoció la presen-

cia de la Muerte Roja. Había entrado de noche como un ladrón. Y uno a uno se desplomaron en los salones regados de sangre los disipados cortesanos, muriendo todos en la postura desesperada de su caída. Y la vida del reloj de ébano terminó con la del último de la alegre partida. Y el fuego de los trípodes se extinguió. Y la Oscuridad y la Ruina y la Muerte Roja conservaron dominio ilimitado sobre todo el reino.”

El aislamiento como medida EN EL SIGLO xx La peste (1942), de Albert Camus, es un ejemplo genial de las pandemias en la literatura. Haith asevera que el aislamiento en la novela de Camus crea una conciencia ansiosa del valor del contacto humano y las relaciones entre los habitantes de la ciudad argelina de Orán, azotada por la peste. Subrayé en el libro de Camus: La muerte del portero, puede decirse, marcó el fin de este período lleno de signos desconcertantes y el comienzo de otro, relativamente más difícil, en el que la sorpresa de los primeros tiempos se transformó poco a poco en pánico. Nuestros conciudadanos, ahora se daban cuenta, no habían pensado nunca que nuestra ciudad pudiera ser un lugar particularmente indicado para que las ratas saliesen a morir al sol ni para que los porteros perecieran de enfermedades extrañas. Desde ese punto de vista, en suma, estaban en un error y sus ideas exigían ser revisadas. Si todo hubiera quedado en eso, las costumbres habrían seguido prevaleciendo. Pero otros entre nuestros conciudadanos, y que no eran precisamente porteros ni pobres, tuvieron que seguir la ruta que había abierto Michel. Fue a partir de ese momento cuando el miedo, y con él la reflexión, empezaron.

Camino de huida de la peste JEAN GIONO NARRÓ en El húsar en el tejado (1951) la historia de Angelo Pardi, aristócrata pia-


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cambiar de idea cuando se dio cuenta de que presentarse sólo como un médico que tenía una información importante y urgente que comunicar no era suficiente para convencer al funcionario medio con quien, por fin, después de muchos ruegos, la telefonista condescendió a ponerlo en contacto. El hombre quiso saber de qué se trataba, antes de pasarlo a su superior inmediato, y estaba claro que cualquier médico con sentido de la responsabilidad no iba a ponerse a anunciar la aparición de una epidemia de ceguera al primer subalterno que se le pusiera delante, el pánico sería inmediato.

montés y coronel de húsares que se exilió en Francia debido a un duelo. Realiza el viaje de vuelta a su patria, pero al llegar a la Provenza la región es sacudida por una epidemia de cólera y los viajeros son inmovilizados y puestos en cuarentena. La extraordinaria crítica barcelonesa Mercedes Monmany escribió en Don Quijote en los Cárpatos: El húsar en el tejado inauguró, en 1951, para su autor, el perseguido Giono (1895-1970), una época de negrura y pesimismo, justo a la vuelta del Mal supremo, la guerra, con todo su rosario previsible de traiciones y miserias saliendo por los poros de cada rincón y de cada hogar liberado. Menos paisajista y pastoral que en su pasado, este “segundo” Giono inició una serie histórica, protagonizada por el coronel de húsares Angelo Pardi, figura inspirada en su abuelo carbonario y piamontés. Finalmente, la serie sólo estaría integrada por cuatro novelas de las diez proyectadas en un principio. La primera de estas novelas, realmente impactante y de una belleza cruel, oscura y casi medieval, relataría de una forma inolvidable y subjetiva, a través de los propios y aterrados ojos del protagonista, las más apocalípticas andanzas de un héroe de factura clásica, el húsar y desertor Angelo Pardi, que a la búsqueda de las más difíciles pruebas iniciáticas y purificadoras recorrería en un viaje alucinado y mortal, plagado de cadáveres ocasionados por la epidemia de cólera de 1830 en la Provenza, un tortuoso camino, azuzado por mil zozobras interiores y otras tantas “deformaciones” exteriores. Especie de paseo por el amor y la muerte, absolutamente “blanco”, de una castidad total y trovadoresca, este largo camino de huida de la peste, de sus acusadores y también de las confabulaciones políticas del norte de Italia, estaría dominado al final por la presencia de otra heroína o contrapunto femenino stendhaliano, la valiente y tenaz Paulina de Théus.

Un virus gripal creado artificialmente EN APOCALIPSIS (1978) Stephen King escribió sobre un virus gripal creado artificialmente como una posible arma bacteriológica llamada Proyecto Azul. Al filtrarse de una base militar se produce un pandemónium, “capital imaginaria del reino infernal”: muere el noventa por ciento de la población estadunidense. “En 1969 King había publicado en la revista universitaria Ubris el cuento ‘Marejada nocturna’, protagonizado por un grupo de adolescentes, supervivientes de una epidemia que ha diezmado la población, que vagan por una playa y comienzan a presentar síntomas de contagio del virus. Este fue el primer acercamiento de King a Apocalipsis, su novela más ambiciosa hasta aquel momento”, escribió el autor argentino Ariel Bosi. El origen de la novela está en una nota periodística, afirmó Bosi: “a principios de 1975, tras leer una noticia sobre la fuga de un virus de un laboratorio en Salt Lake City que tuvo como consecuencia la muerte de sólo algunas ovejas gracias a que el viento no soplaba en dirección a la ciudad, a Stephen King empezó a tentarle la idea de escribir una historia sobre una epidemia que acababa con la población. Sin embargo, ésta se convirtió, en palabras del autor, en su ‘propio Vietnam, porque me decía a mí mismo que en las siguientes cien páginas ya comenzaría a ver la luz al final del túnel’.” King declaró en Twitter que el Covid-19 ciertamente no es tan grave como su pandemia ficticia, instando al público a tomar precauciones razonables.

Evitar el contagio EN EL AMOR en los tiempos del cólera (1985) evitar el contagio se transformó en un deber. Gabriel García Márquez lo narra: Pero ese mismo día encontraron otro que estaba cargando ganado para Jamaica, y éste informó que el buque con la bandera de la peste llevaba dos enfermos de cólera, y que la epidemia estaba haciendo estragos en el trayecto del río que aún les faltaba por navegar. Entonces se prohibió a los pasajeros abandonar el buque no sólo en los puertos siguientes, sino aun en los lugares despoblados donde arrimaba a cargar leña. De modo que el resto del viaje hasta el puerto final, que duró otros seis días, los pasajeros contrajeron hábitos carcelarios.

La epidemia es uno de los puntos cardinales de la historia de Fermina Daza y Florentino Ariza.

La voluntad de sobrevivir JOSÉ SARAMAGO REFLEXIONÓ sobre la solidaridad en Ensayo sobre la ceguera (1995), libro en el que un hombre ante un semáforo en rojo se queda ciego de manera súbita. “Es el primer caso de una ‘ceguera blanca’ que se expande de manera fulminante.” Perdidos en la ciudad o internados en cuarentena, los ciegos se aferran a la voluntad de sobrevivir. Saramago escribió: La lógica y la eficacia mandaban que su participación de lo que estaba ocurriendo se hiciera directamente, comunicándolo lo antes posible a un alto cargo responsable del ministerio de Sanidad, pero no tardó en

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Cuando la ficción coincide con la realidad Poe detalla las festividades suntuosas que concluyen con la llegada incorpórea de la Muerte Roja como un invitado humano en el baile. La plaga personificada le quita la vida al príncipe y luego la de sus cortesanos.

EL AUTOR DE libros de suspenso y ciencia ficcion Dean r. Koontz relató en Los ojos de la oscuridad (1981) la irrupción de una pandemia en el siglo xxi. Hace casi cuarenta años publicó el libro en el que se lee: “Para entender esto”, dijo Dombey, “debes retroceder 20 meses.” Fue por entonces cuando un científico chino llamado Li Chen escapó a Estados Unidos llevando consigo un diskette con información sobre el arma biológica más importante y peligrosa en una década. Lo llaman Wuhan-400 porque se desarrolló en sus laboratorios de adn en las afueras de la ciudad de Wuhan y fue la número 400 de las cepas viables de microorganismos producidos por el hombre creados en ese centro de investigación.

Wuhan –epicentro en China de la pandemia que doblega al mundo– resulta una interesante coincidencia entre la ficción y la realidad. Afortunadamente el Covid-19 no es “un arma perfecta” como pretendió Koontz con el virus ficticio “Wuhan-400.” l


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LA PANDEMIA Y S La enfermedad colectiva y sus múltiples variantes ponen en evidencia las fortalezas y debilidades de la sociedad y los Estados para registrarlas, narrarlas y hacerles frente. En este brillante ensayo se presentan algunos de los derroteros que ha seguido el arte, sobre todo la literatura y el cine, para reflexionar, a lo largo de la historia, sobre el poder infinito de una ínfima criatura que somete tanto al cuerpo como al alma. Guerra del Peloponeso, de Tucídides, La enfermedad y sus metáforas, de Susan Sontag; el Códice Florentino, los Anales Tlatelolcas, La peste, de Camus y Ensayo sobre la ceguera, de Saramago, en la narrativa; o Panic In The Streets, de Elia Kazan, The Killer That Stalked New York, de Earl McEvoy; Contagio, de Steven Soderbergh, Epidemia, de Wolfgang Petersen; Virus, de Kim Sung-Su; Filadelfia, de Jonathan Demme; Todo sobre mi madre, de Almodóvar o 120 latidos por minuto, de Robin Campillo, en el cine, entre otras muchas, dan sustento a este artículo.

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ólo basta un microbio para derrumbar a un Imperio. En sus crónicas de la Guerra del Peloponeso, Tucídides sugiere que el ejército más letal en el cerco espartano a Atenas en el siglo v ac no tenía lanzas ni espadas, sino el tamaño de una bacteria. En el hacinamiento de población amurallada tras las puertas de la ciudad, el virus mató a un tercio de los habitantes incluyendo a su líder, el legendario Pericles. Según el relato, la visión de esos cerros de cuerpos incinerados hizo huir a las tropas espartanas que no sabían si aquello era una advertencia divina para expulsarlos o si los dioses se habían puesto de su lado para ganar la guerra. Faltaban más de dos milenios para que se tomara la primera fotografía de un virus, ese dios iracundo y universal que, como el de los monoteísmos, no

Sergio Huidobro ||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||

tuvo rostro ni nombre pero se adjudicó cada tragedia posible. En todo caso, en aquel primer relato epidémico, el discurso del mito venció al científico, igual que lo hizo en las pandemias medievales o en la conquista del Nuevo Mundo. La respuesta automática hacia las enfermedades colectivas nunca es volverlas ciencia sino metáfora. Se les reviste con discursos tremendistas, justicieros, románticos o simplemente falsos que, en la cima de la ironía, nuestra era digital dio en llamar “virales”: un minuto en redes comprueba que las mentiras y el miedo son de contagio inmediato. En La enfermedad y sus metáforas y en su secuela, El sida y sus metáforas, Susan Sontag fue más lejos que nadie en la indagación de esta curiosa condición de las culturas, ansiosas siempre por convertir a los males del cuerpo en relatos, personajes, dramas con causa y efecto. En el linaje de Sontag está la Anatomía de la melancolía de Robert Burton, en donde las enfermedades de la carne se diagnostican mediante el estado del alma, una veta romántica que en México ha interesado a Roger Bartra. No basta con observar la descomposición de la carne y sus efectos sociales: hay que explicarla, ordenarla, darle cause narrativo, aliento épico y forma estética. Contar cuentos sobre ella, destilar lecciones morales y, en muchos casos, inventarse un enemigo. No por casualidad, el léxico militar abreva tanto del argot de los virus, y viceversa. En más de una guerra se ha hablado de los contrarios como de bacterias resilientes y más de una enfermedad se ha combatido equiparándola con un ejército a vencer. Un ejemplo de esto está incrustado en nuestra propia historia. El Nuevo Mundo forjó relatos literarios de su propia pandemia en el Códice Florentino o los Anales Tlatelolcas, tan duraderos como el Decamerón o los Cuentos de Canterbury lo fueron para las grandes pestes del medioevo. Estos relatos escritos del cocoliztli –enfermedad, plaga, mal– que fueron las epidemias de viruela, sarampión o salmonela que devastaron a la población mexicana durante la conquista, coinciden con el relato de Tucídides sobre la plaga ateniense; en ambas, la infección fantasmal viene de fuera y es un síntoma de la otredad tóxica del invasor. Desde entonces hasta la cobertura mediática del Covid19, seguimos contándonos la misma historia: la de la muerte extranjera que desciende de barcos, aviones, migrantes o murciélagos. Pareciera que nuestra idea de la sociedad como cuerpo u organismo uniforme, sólo admite su enfermedad como tal si ésta es causada por un agente externo. En dos thrillers sobre epidemias del Holywood de postguerra, Panic In The Streets (Elia Kazan, 1950) y The killer that stalked New York (Earl McEvoy, 1950), se descubre que los pacientes cero se infectaron durante un viaje a Cuba –la primera– o por ser de origen eslavo –la segunda–, lo que lleva a la policía a interrogar a armenios, checos y polacos de la ciudad. Era el albor de la Guerra fría. La idea del mundo occidental como un cuerpo sano, atlético y libre al que había que vacunar contra las bacterias orientales comenzaba a ser popular, y aunque otros subgéneros como la invasión extraterrestre o los


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SUS METÁFORAS brotes zombi jugaron también un papel ideológico, la idea de un virus que se contrae por accidente, se incuba en silencio y se propaga en epidemia era, y es, más aterradora. Esa tendencia, que en días recientes explotó en redes sociales, ha sido reelaborada varias veces en la pantalla. Nos engañaríamos si pensáramos que el séptimo arte, al ser un medio de la modernidad que nació a la par del psicoanálisis o la penicilina, es menos mitológico o barroco en su tratamiento de plagas y enfermedades sociales. Todo cineasta abreva en tradiciones narrativas que son más antiguas que el celuloide y suelen estar más emparentadas con las infecciones románticas de Burton que con la ciencia médica. Incluso tres películas industriales y medianas como Contagio (2011) de Steven Soderbergh, Epidemia (1995) de Wolfgang Petersen o Virus (2013) de Kim Sung-Su resucitan hoy en la conversación si sus discursos maniqueos sirven para canalizar ansiedades colectivas como la desconfianza hacia gobiernos y farmacéuticas, teorías de conspiración o la xenofobia. No es casualidad que en sus tramas, las células infectadas procedan de Hong Kong, la República del Congo y el sudeste asiático, respectivamente. A diferencia de experiencias virales recientes como la gripe aviar, la española de 1918, la del sars o el vih, la pandemia de coronavirus tiene lugar en un entorno en donde los mensajes virtuales se contagian con una rapidez igual o mayor a la del virus mismo, y magnifican sus efectos a través de la desinformación. ¿Hay algo que podamos aprender del cine epidémico, ese subgénero irregular, a veces amarillista o ramplón? ¿Hay sucedáneos fílmicos que estén al nivel de esos tres libros mayores, uno de crónica –Diario del año de la peste (1722) de Defoe– y dos novelas alegóricas como La peste (1947) de Camus y Ensayo sobre la ceguera (1995) de Saramago? ¿Puede ser el cine una suerte de Decamerón que, en la reclusión del contagio, sirva para contar nuestras virtudes y miserias? Ilustración: Rosario Mateo

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Fotograma de Contagio, de Steven Soderbergh.


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de la mencionada Contagio (2011), las noventeras Epidemia (Wolfgang Petersen, 1995), Mimic (Guillermo del Toro, 1995) o La peste (Luis Puenzo, 1992; basada en la novela de Camus) elaboran distopías del presente para hablar de infecciones tan reales como el miedo, la desinformación, el rencor clasista o el totalitarismo. Incluso una curiosidad como El año de la peste (1979) de Felipe Cazals, con todo y sus carencias de producción, es hábil para diagnosticar al México de su época, en el que el virus más nocivo no era la plaga bubónica sino la burocracia política, la corrupción sanitaria y el control de la información. Ubicada en un futuro inmediato a los años setenta, el guión co-escrito por García Márquez y Juan Arturo Brennan reelabora el magnífico Diario del año de la peste de Daniel Defoe, trasladando la peste del Londres de 1664 al Distrito Federal de José López Portillo. Ejercicio con altibajos pero de buen interés, la de Cazals puede verse como una precursora latinoamericana para Ceguera (Fernando Meirelles, 2008), versión filmada del Ensayo sobre la ceguera de Saramago, quizá la distopía más potente, lúcida y perdurable en la literatura de fin de siglo. Aunque es alegórica en un sentido similar a El séptimo sello, sustituye a la moral cristiana por la ética civil como el orden superior que se ve amenazado por el brote epidémico y la psicosis colectiva.

Fotograma de El séptimo sello, de Ingmar Bergman, 1957.

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Síntoma: epidemias del pasado NO HAY SENTIDO más común que éste: para encontrar las raíces de una enfermedad, se escarba en los síntomas, los antecedentes del paciente o, en un sentido general, en el pasado. Incluso uno tan remoto como el de la peste europea del siglo xiv, aún hoy la más devastadora que se conozca. Cuando el cruzado Antonius Block (Max von Sydow) llega a las playas de Escandinavia después de haber librado guerras santas, la plaga infecciosa lo cubre todo. Su primer encuentro es con la muerte misma, calva, andrógina y luctuosa al inicio de El séptimo sello (Ingmar Bergman, 1957), uno de los pocos relatos fílmicos interesados en recrear la peste negra. Una visión parecida de la muerte enfundada en largas telas, paseándose entre cadáveres, está en La máscara de la muerte roja (1964), la versión del cuento de Edgar Allan Poe dirigida por Roger Corman y encabezada por Vincent Price. Aunque no está situada en ninguna epidemia histórica, la de Corman y Poe es tan alegórica o más que la de Bergman al recrear la psicosis de un mundo en el que las infecciones no se atribuyen a causas médicas sino metafísicas. La encarnación de la muerte en ambos casos como un personaje de aspecto humano, con diálogos y albedrío, alimenta la vieja fantasía de las epidemias como herramientas de voluntades superiores y vengativas, enviadas con propósitos claros para restaurar un orden o castigar un vicio. No es un discurso que se haya extinguido: a la menor provocación se sigue echando mano de ello para evangelizar desde el púlpito que cada quien profese. Basta leer el reciente artículo de Mario Vargas Llosa, “Regreso al medioevo”, para notar que la tentación por politizar la salud pública sigue siendo irresistible. A pesar de que el conocimiento académico está más abierto y disponible que nunca, pareciera imposible pensar en una enfermedad como una mera infección y no como símbolo o síntoma de algo más. De hecho, la lucha médica contra el vih sólo empezó a ganarse una vez que se luchó en público contra el estigma social de ser un “cáncer de los putos.” Para entonces, la pandemia ya había cobrado miles de vidas, algunas de ellas rescatadas para el cine en Filadelfia (1993), Todo sobre mi madre (1999) o 120 latidos por minuto (2017), que sin ser cine epidémico invitan a asomarnos a los abismos de dos contagios simultáneos: el del virus y el del prejuicio.

Pronóstico: epidemias del futuro

Cuando un narrador voltea a las epidemias históricas o imaginarias, como el brote italiano de cólera en Muerte en Venecia (Lucino Visconti, 1971) o la inventada por Elio Petri para su versión libre de Todo modo (1976), la novela de Leonardo Sciascia. Como variantes modernas del Decamerón –adaptado por Pasolini en 1971–, las películas de Visconti y Petri tienen lugar en una Italia en la cual las clases acomodadas se refugian de la muerte infecciosa en centros de poder amurallados: un castillo, un centro de convenciones, un hotel de lujo a pie de playa. Al igual que en Bergman o Corman, no abordan los contagios desde la medicina ni la sociología; son marco para alegorías sobre la búsqueda de ideales decadentistas –pienso en Tadzio, ese ángel de la muerte–, o metáforas políticas.

Diagnóstico: epidemias del presente AUNQUE LAS METÁFORAS que comparan a las sociedades con cuerpos sanos o enfermos parecen trilladas, sus expresiones siguen siendo útiles cuando explicamos nuestra psique colectiva. Hablamos de “tejido social”, del “corazón de la economía” o de “organismos públicos” en una suerte de sociología médica empírica, a veces cursi, que parece una extensión de aquella máxima del wishful thinking: mente sana en cuerpo sano. Pero el cine epidémico más interesante es el que diagnostica las enfermedades del tejido, no el que alaba su fortaleza. Además

SÓLO BASTA UN microbio para derrumbar al futuro. Así como la guerra entre Esparta y Atenas fue decidida por el cultivo y dispersión del microbio cuyos efectos registra Tucídides, todas las civilizaciones de Occidente penden del mismo hilo, según vemos en los futuros destruidos e imaginados por Alfonso Cuarón (Niños del hombre, 2006), Terry Gilliam (Doce monos, 1995, sobre la idea original de Chris Marker para La jetée, 1962) o Robert Wise (La amenaza de Andrómeda, 1971). La especulación de futuros en donde se ha sobrevivido a una pandemia permite un diagnóstico de nuestros males presentes y, en algún caso, atisbos de esperanza. A veces ésta toma la forma de ficciones puras como la de Gilliam, que para trazar su alegoríaa echa mano de viajes en el tiempo y teléfonos que comunican entre dimensiones. No es el caso de Niños del hombre, en donde un virus de transmisión femenina clausura la posibilidad de engendrar, lo que convierte al futuro en una línea que se adelgaza progresivamente y que conduce a la extinción. En un afortunado giro del discurso, la única mujer que desarrolla inmunidad y logra embarazarse es Kee, una migrante africana. Si, como ha previsto Zizek, la pandemia de Covid-19 lograse replegar al capitalismo global, obligando a las sociedades civiles a inventar formas de convivencia más solidarias, sanas y limpias, en el futuro habrá que voltear una y otra vez a este cine epidémico para seguir reflejándonos en sus relatos, sean éstos distopías, alegorías o crónicas. En la construcción de ese futuro –que pasa, dicho de paso, por la reconstrucción de los sistemas de salud pública– habría que echar mano de ese párrafo que Nietzsche escribió en Aurora (1881): “Pensad en la enfermedad. Calmad así la imaginación del inválido de modo que no deba, como hasta ahora, sufrir más por pensar en la enfermedad que por la enfermedad. Eso, creo, sería algo, sería mucho”; quizá para eso sirva contarnos la historia de nuestras pandemias: no para curarlas, pero al menos para conocernos mejor a través de ellas l


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Otra crítica fallida Víctor Manuel Mendiola SOBRE LA NOTA “Historia de una traducción fallida” (La Jornada Semanal, 15/ III/2020), de Evodio Escalante, apunto las siguientes observaciones: Eugenio Florit no necesita que Escalante reconozca, con sus objeciones de profesor implacable —Papasquiaro crítico—, el valor de su poesía. Hace ya mucho tiempo el poeta cubano contó con el reconocimiento de Juan Ramón Jiménez, Gabriela Mistral, Alfonso Reyes, Xavier Villaurrutia y Octavio Paz. Yo, como lector y editor de poesía, pude valorar la originalidad de su obra cuando seleccioné, junto con Nedda G. de Anhalt y Manuel Ulacia, la antología de la lírica cubana moderna, La fiesta innombrable. Como veo que Escalante lo ignora, le hago notar que Eugenio Florit forma parte del canon de la poesía cubana. Él se encuentra no sólo en nuestra antología sino en muchas otras antologías importantes, empezando, ni más ni menos, por la legendaria selección de Laurel. ¿De dónde saca el autor de “Historia” que Florit tenía “un defectuoso conocimiento de la lengua francesa”? A pesar del muy buen asesoramiento familiar y amistoso con el que cuenta Escalante, el que tiene un conocimiento defectuoso es él, como lo demuestra de manera rotunda su traducción, mal pensada y mal medida, del “Soneto en ix” de Stéphane Mallarmé. Yo publiqué la traducción de Eugenio Florit porque hay escritores y poetas que la consideran muy buena y digna de ser divulgada. Me atuve, como editor, a la opinión de conocedores de la lengua y la poesía francesa, cosa que no es Escalante. Tan es

relevante la versión de Florit, que Cuadernos Hispanoamericanos la publicó en 1991 (núm. 491, mayo, 1991, pp. 43-48). Sé muy bien que para un maestro debe ser “difícil encontrar un parentesco” entre el soneto de Mallarmé y el poema largo de Paul Valéry. Para vislumbrar esta relación y la continuidad radical que hay entre el proyecto de uno y el desarrollo del otro, en lo que toca a la forma y a la voluntad de una representación órfica del mundo, basta con tomar en cuenta que “el poema oscuro, tenebroso” y el poema luminoso coinciden en la referencia marina como un tema central de la composición (la conca en Mallarme, el mar en Valéry); también coinciden en la alusión mitológica, y coinciden, asimismo, en la nada, porque El cementerio marino abarca la muerte y no es tan solar como piensa nuestro “microhistoriador”. Yo no ignoré las diferencias evidentes entre uno y otro texto, pero sí traté de mostrar el profundo vínculo que hay entre ellos y cómo El cementerio... despliega las posibilidades estéticas del soneto excepcional. Por último, me llama la atención que en esta nueva crítica fallida el implacable observador de novedades literarias no haya hecho un recuento de erratas. Quizá la carga y el remordimiento de todos los errores y confusiones que tienen sus libros, en particular Las sendas perdidas de Octavio Paz —Anthony Stanton le mostró implacable e impecablemente un número enorme, tanto de erratas como de gazapos—, lo apenaron y volvieron menos “cuidadoso”, en buena o en mala onda, al atrabancado Papasquiaro “crítico” l

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Dejando atrás Eduardo Mosches

La ciudad se cubre los ojos, respira agitada entre el temor y la angustia. Las nubes se llenan de pájaros oscuros, revolotean sobre los cadáveres que van a existir. La letanía de los mensajes penetra por las uñas, se desliza a través de las venas, surca el cuerpo afiebrando al miedo. Huir de los otros cuerpos, no acariciarse, los ojos esquivos, mirar ese otro cuerpo, los otros cuerpos; las manos y sus pies con las náuseas del posible sufrimiento. Las lajas de los cementerios cubren con pesadez el espíritu de los vecinos. Las bocas respiran a través del tejido, no hablar no comer no besarse. Los caballos atraviesan el horizonte a trote cansino, pisan pesadamente en las osamentas de los deseos, el cerrojo de las prohibiciones abre su boca ávida, hundir los dientes, revolotean los vampiros, las alas se llenan de tabúes, mientras las sotanas marchan y marchan junto con estampas de corazones religiosos al sonido de los tambores del pasado. La ciudad y su gente se revuelve arrullada por las hojas de los árboles afiebrados, una nube abre su ojo y la lluvia humedece los hombros las cabelleras los huesos los tejidos, todo flota sobre ese río de las nubes. El sol entibia los cuerpos, el mío y el de ella, y jugamos a la rayuela del no me importa mientras las pieles se sonríen, se rebelan pintando nuevas pecas gozosas, componen la música de los susurros y quejidos, dejan atrás las letanías de las prohibiciones l


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Leer

NUEVOSCUENTOSFRONTERIZOS El hombre que mató a Dedos Fríos, Elpidia García Delgado, Lectorum, México, 2018.

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on solo tres libros de cuentos publicados Elpidia García Delgado (Ciudad Jiménez, Chihuahua, 1959), se ha posicionado como una de las voces femeninas más representativas de la literatura de la frontera norte. Su libro más reciente, El hombre que mató a Dedos Fríos (Lectorum, 2018), ganador del Premio Bellas Artes Amparo Dávila 2018, reafirma lo que ya algunos habíamos visualizado desde la aparición de su cuentario Ellos saben si soy o no soy (Ficticia, 2014): que nos encontrábamos ante una narradora ágil y disciplinada capaz de retratar de manera original los conflictos que viven a diario los habitantes de Ciudad Juárez, una de las urbes

Carlos Martín Briceño |||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||

más violentas del mundo, capital de Chihuahua, estado natal de Elpidia Pero para no saturarnos con un conjunto de historias de sangre que hubieran convertido a esta colección en una más de las muchas que ya circulan en México sobre el tema, la autora –confirmado por ella misma en una entrevista– ha diseñado un libro “ecléctico”, donde caben desde westerns que nos remontan a la época de lejano oeste (El hombre que mató a Dedos Fríos y La venganza de La Cascabel) pasando por algunas historias de amor y desamor (Cerrajero del amor, Pintor del mar, La Peligrosa, Los últimos días de Pompeya) hasta terminar, claro está, con los relatos que dan cuenta de los flagelos recurrentes en las ciudades fronterizas: feminicidios (Habitación 121), desapariciones (Catarata azul, Peregrinos), delincuencia asociada al narco (Cola de lagartija, La caja) y violencia intrafamiliar (Lazo amarillo). Con escenografías del desierto y vivencias de primera mano, Elpidia nos sumerge en sus historias con la naturalidad que otorga el conocimiento directo. Así, en Peregrinos, fábula rulfiana sobre los desaparecidos, la autora describe el dolor de una mujer que intenta reconocer a su hija perdida entre los olvidados que conforman una procesión fantasma que pasa por su pueblo abandonado. Y en Catarata azul, relato que recuerda un poco los episodios de las series policiacas norteamericanas, un crimen se resuelve de manera tan inesperada que resulta imposible evitar una sonrisa de conmiseración ante la naturalidad con la que el asesino acepta su culpa: “-¡Con una chingada, ya cállense los dos y dejen de protegerme! No tengo miedo de morirme en la cárcel. Mire, señorita, la que lo mató fui yo. Sí, yo le vacié la pistola.” Elpidia Aguilar también exhibe su empatía con los latinos que habitan al otro lado de la frontera en una de sus historias más campechanas, Rivales, donde una mexicana que trabaja como asistente doméstica en casas ricas de El Paso, Texas es acusada de asesinato por culpa de su rival en amores, una japonesa que acaba de suicidarse. La manera coloquial como la protagonista va contando a las autoridades las circunstancias de su desgracia nos divierte, aun cuando sabemos que se trata de una triste fábula de supervivencia, semejante, de alguna manera, a la de una gran cantidad de inmigrantes:

“Cuando entré a su cuarto vi todo en desorden: los cajones abiertos, la ropa revuelta, cosas tiradas. Luego casi me infarto cuando vi a la vieja en su cama con la cara retorcida: los ojos bien abiertos, las manos crispadas en la colcha, el pelo blanco, desgreñado, ¡parecía un espanto! Tenía el color de las tortillas de maíz azul; los labios esos chiquitos, amoratados, y el vómito en su boca todavía burbujeaba.” Mención aparte merecen los cuentos de amor y desamor de Elpidia García en los que, no obstante la sencillez de su planteamiento, gracias a su atinada mezcla de ingenio y humor negro, se vuelven memorables. Los desencantos de la vida conyugal, por ejemplo, son sublimados en Los últimos días de Pompeya, un relato de viaje que termina en tragedia. Y en La peligrosa, uno de mis favoritos, una ambiciosa mujer se aprovecha de sus encantos para manipular a su jefe – un hombre casado, fiel y bien portado– y conducirlo más allá de todo límite. Elpidia García, que trabajó durante más de treinta años en la industria maquiladora antes de dedicarse de lleno a la literatura, piensa que “la escritura debe ser un medio para expresar nuestro estupor y nuestro dolor”. Los dieciséis cuentos que conforman El hombre que mató a Dedos Fríos confirman esta aseveración. Son historias cuyas tramas rechazan la solemnidad y crean empatía con el lector. Con un pie en el estribo del fracaso, los personajes de Elpidia han sido diseñados –como quería Chéjov– para “ser como se es habitualmente en la vida”. Quizá por eso, al término de su lectura, no tenemos otro remedio que dirigir la mirada hacia aquello que sucede en la capital del estado de Chihuahua, la quinta urbe más peligrosa del mundo, de acuerdo con un boletín recientemente emitido por USA Travel Today l

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En nuestro próximo número

SEMANAL SUPLEMENTO CULTURAL DE LA JORNADA

JOSÉ CARLOS MARIÁTEGUI Y LA

CONSTRUCCIÓN DEL DESTINO LATINOAMERICANO


Arte y pensamiento

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Artes visuales Germaine Gómez Haro germainegh@casalamm.com.mx

El Archivo Diego Rivera y Frida Kahlo

Izquierda arriba: El hombre en la encrucijada. Izquierda abajo: El hombre técnico. Imágenes: Archivo Diego Rivera y Frida Kahlo. Banco de México, Fiduciario en el Fideicomiso relativo a los Museos Diego Rivera y Frida Kahlo.

A

raíz de la gran exposición Vida americana. Los muralistas mexicanos rehacen el arte estadounidense 1925-1945 que se presenta en el Museo Whitney de Nueva York, reseñada en esta columna, surgió el interés de conversar con Hilda Trujillo, directora de los museos Anahuacalli y Frida Kahlo (también conocido como la Casa Azul) que alberga el Archivo Frida Kahlo y Diego Rivera, cuyo acervo fue una herramienta determinante en la construcción de la mencionada exhibición. En palabras de la curadora Barbara Haskell, la sala dedicada al mural El hombre en la encrucijada que Diego Rivera realizara en Nueva York en 1933 comisionado por la familia Rockefeller, es uno de los highlights de la muestra y señala que los bocetos preparatorios que ahí se exhiben son must see pieces, es decir, dos obras que el público no se puede perder. Y en efecto, pude constatar que esta sala congregaba a la mayor cantidad de público de toda la muestra y que admiraba los impresionantes bocetos monumentales restaurados por Bank of America Merrill Lynch, que por primera vez salen del Museo Anahuacalli; en ellos se aprecia el rigor y la maestría dibujística de Rivera como antecedente de los que después pintaría en los muros del Rockefeller Center con las consabidas variantes formales e ideológicas que terminarían por desencadenar la furia de su mecenas y la destrucción de la obra. Se presenta también la reproducción del mural del mismo título que se encuentra en el Palacio de Bellas Artes y una vitrina con una decena de documentos alusivos al pleito acaecido entre el multimillonario neoyorquino y el pintor mexicano como consecuencia de haber incluido el retrato de Lenin en la composición. Hilda Trujillo, quien ha sido pieza clave en la difusión de Kahlo y Rivera a nivel internacional,

comenta para esta columna: “¿Cómo funciona el Archivo? Nosotros nos hemos ocupado de invitar a los mejores investigadores nacionales e internacionales a consultar los archivos y la idea es que sus trabajos se publiquen en conjunto con nosotros. Aquí tienes todos los libros que se han editado, con especialistas que abordan distintos temas. El objetivo es también generar exposiciones a partir de las investigaciones.” La bibliografía es tan variada como apasionante: Tesoros de la Casa Azul; El hombre en la encrucijada. Los murales de Diego Rivera en el Rockefeller Center; Todo el Universo Frida Kahlo; Querido doctorcito. Frida Kahlo-Leo Eloesser. Correspondencia; Frida Kahlo. Sus Fotos; Frida Kahlo. Making her self up; Frida precolombina; Frida by Ishiuchi; André Breton. Las conferencias en México 1938; Picasso-Diego; El agua, origen de la vida en la Tierra. Diego Rivera y el Sistema Lerma, entre otros. Agrega Trujillo: “La exposición en Nueva York tiene sin duda alguna muchos méritos. Pero sí me gustaría recalcar que el Archivo está presente en la concepción de la muestra. Sin él no hubiera sido posible, aunque esto no ha sido comentado en los medios. Y mi interés ahora es hacer notar la importancia del rescate de los archivos en nuestro país. Nosotros tuvimos el apoyo inicial en 2004 de María Isabel Grañen Porrúa a través de Apoyo al Desarrollo de Archivos y Bibliotecas de México, ac (adabi) y de la Fundación Alfredo Harp Helú, y desde entonces el trabajo no ha parado. Detonamos muchas investigaciones que pagamos, y lamentablemente a veces no nos dan el crédito. Inclusive ha habido plagios, robo de información y publicaciones que salen sin nuestra autorización. ¿Descuido o mezquindad? Por esta razón hemos tenido que tomar medidas estrictas para su consulta.”

Hilda Trujillo ha sido una guerrera en el resguardo, conservación y difusión de este imprescindible archivo que contiene documentación fundamental de dos de los artistas más relevantes del siglo xx. Conformado por 22 mil documentos, 6 mil 500 fotografías, más de 3 mil publicaciones, decenas de dibujos y unas trescientas prendas de vestir, el Archivo Diego Rivera y Frida Kahlo es un tesoro invaluable, fuente insondable de información e inspiración que seguirá generando grandes proyectos transdisciplinarios l


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Arte y pensamiento Biblioteca fantasma/ Eve Gil

“Adiós” es una palabra muda Juicio final, Wassily Kandinsky, 1912.

Tomar la palabra / Agustín Ramos

El margen del desastre LA LITERATURA –el Éxodo, Boccaccio, Defoe, Mann, Camus–, documenta nuestras pestes mejor que ninguna otra disciplina. Y según esas fuentes el proceder de las autoridades fue similar, hasta que los amos del mundo advirtieron lo prescindible de la vida en tanto que ya no aportaba ganancias. Entonces sus teóricos reformularon la terapia del shock como método militar y económico para travestir el apocalipsis como un porvenir sin guerra y con empleos: Shock and Awe, descontón y acalambre, diríamos aquí, a fin de hacer de cualquier cataclismo un gran negociazo. Para Naomi Klein (La doctrina del shock): “Estos ataques organizados contra las instituciones y bienes públicos, siempre después de acontecimientos de carácter catastrófico, declarándolos al mismo tiempo atractivas oportunidades de mercado, reciben un nombre en este libro: ‘capitalismo del desastre’.” Escribo al comenzar una semana clave en el curso del Covid-19. Para cuando lean esto estaremos de lleno en la crisis y tanto el gobierno federal como los ciudadanos habremos de mostrar –o no– que podemos defendernos y actuar no sólo contra un virus sino contra los agentes del capitalismo del desastre. En el contexto de una tormenta perfecta, a fin de contrarrestar tanto el mal en sí como la agenda bélica, el gobierno presidido por quien suscitó esperanzas en un México precarizado, saqueado y encabronado, ha puesto en marcha programas de consulta permanente, dos conferencias de prensa diarias y planes institucionales preventivos frente a lo inevitable. Los mercenarios de palabra y obra, tras quince o más años de combatir de todos los modos a López Obrador, hoy gesticulan y promueven el pánico con impecable sincronización; fingen escándalo por el “exceso” de calma presidencial, denuncian judicialmente la “omisión” del presidente de medidas eficaces para evitar el contagio, lo acusan de “ignorancia criminal”, de sentirse “dios”, de ser un líder inca-

paz, rebasado, irresponsable, etcétera. Todo ello adobado con medias verdades, planteos irresolubles y bufonerías como “lavarse los manos y las manas con jabón y jabona”; doblan voces para inflar la figura mesiánica inventada electoreramente en 2006; distorsionan una declaración transformándola en el disparate de que la fuerza moral inmuniza de contagio y anula la transmisión de enfermedades y, en la punta del iceberg golpista, un puzzle con reportes subsidiarios, gacetillas y ediciones mañosas, retuerce el significado de una ostentación de popularidad y la propaga calumniosamente como propuesta de remedio contra la pandemia. Lo anterior es sólo parte de la agenda impuesta por la vía de fraudes electorales que instauraron un régimen de terror y estafa, mediante el cual la seguridad pública pasó a manos del grupo más poderoso de la delincuencia organizada, el manejo de programas sociales y económicos quedó a cargo de comprobados ladrones de cuello blanco, y la comunicación social armó con financiamiento público un aparato, ya de campañas de linchamiento sistemático, ya de procesos de expresiones para el adoctrinamiento y la implantación de unanimidad en la opinión pública. Tal régimen confeccionó además un poder legislativo ad hoc para reactivar el mecanismo autoritario unipersonal, encarnado en un pelele incapaz hasta de elegir cónyuge pero suficiente para someter al poder judicial. Al margen del desastre, el escritor e historiador Federico Navarrete (ver @noticonquistas en tuíter) dice a políticos, científicos y ciudadanía que es “tan peligroso desprestigiar a los expertos por razones políticas como obedecerlos ciegamente por espíritu partidista…” Y concluye que como “protagonistas de esta crisis… debemos informarnos, dialogar críticamente para construir verdades que sean científicas y políticas a la vez, y… a partir de ellas, obedecer y disciplinarnos para implementar estrategias comunes y solidarias para sobrevivir juntos” l

DE EDAD SECRETA aunque luce muy joven, Lorea Canales (Ciudad de México), abogada de profesión, es una voz franca y poco sutil en la reciente literatura mexicana. Autora de dos novelas celebradas por la crítica, Apenas Marta y Los perros, galardonada la primera con el International Latino Fiction Awards, recién ha publicado una colección de cuentos, Mínimas despedidas (Dharma Books, México, 2019) donde mantiene, exacerba incluso, los interesantes rasgos estilísticos de su novelística. Como su título indica, estos trece relatos tienen en común hablar de despedidas, rompimientos, desapariciones; decisiones repentinas que implican apartarse, alejarse; ambientados en diversas épocas: “[…] funcionaba así: el pretendiente era normalmente tres o cuatro años mayor que tú, y llamaba a tu casa. Era cuando las casas tenían teléfonos pegados a las paredes […]” (“Fuera del club”). La mayoría de las veces se trata de despedidas simbólicas, de renuncias, como en “José Alfredo”, donde un joven ve perderse un amor que nunca ha reconocido como tal, situación bastante común, narrada con ingenio, mesura y una pátina de patetismo. En “East river”, que abre el libro, una socialité golpeada en la cabeza por un candil de cristal veneciano mientras cena en un lujoso restaurante con una amiga, despierta tras un coma y no recuerda absolutamente nada. De hecho, su esposo, sus hijos y sus amistades le parecen insufribles, aunque tolera, como la buena madre y gran anfitriona que se supone que es. Lo único grato es el guardarropa de la mujer que se supone que dicen que fue, y Carlo, su entrenador de tenis, por quien experimenta afinidad, lo que podría tener que ver con el hecho de que su marido se rehúsa a tocarla. Esta dinámica, la de la rebelión íntima o abierta de una mujer, prevalece en casi todos los relatos, incluso los narrados por varones, que son tres. Hay en los relatos de Lorea un sarcasmo en sordina que se percibe más con los sentidos que con el entendimiento. Como se menciona en el relato “El Huizache”, la narrativa no es creíble mientras no se atienda el punto de vista de las víctimas, de los perdedores. Y las perdedoras, en una sociedad regida por costumbres que no se cuestionan, son casi siempre las mujeres; las madres abnegadas que juguetean con un gélido cañón que interrumpa su trayectoria hacia la soledad (“Navidad”); las esposas obligadas a convertirse en madres y se someten a verdaderas torturas pese a no desear al hijo (“Atardecer”). Aquel percibido como “perdedor”, bien podría ser lo contrario, como en “Esperanza”, donde una joven abogada descubre, a través de su madre moribunda, quién es su padre biológico. Encuentra una vieja carpeta en la que aquella ha guardado como tesoros los recibos de la floristería donde su amante compraba flores para su esposa…. y empieza a elaborar una estrategia para darle una sorpresa al fulano, pero... ¿y si no valiera la pena, a fin de cuentas? ¿Si el susodicho padre tiene halitosis y no se antoja ni para ver el impacto reflejado en su mirada? A través de este espléndido relato, la autora pareciera preguntarse por qué está tan sobrevalorada la paternidad, particularmente tratándose de padres abandonadores para quienes los hijos concebidos fuera del matrimonio no significan nada. ¿Qué caso tiene un padre que no tiene nada digno de admirarse? Algo por el estilo se plantea con el asunto de la virginidad en “Kilimanjaro”, sobre una madre que emprende un viaje con su hija y recuerda lo que padeció al perder la virginidad, todo para terminar casada con alguien que ni siquiera tomó en consideración ese detalle. Coincido con Fabio Morábito cuando dice, muy atinadamente, refiriéndose concretamente al cuento de cierre, “Carmen Redux”, un mundo, una época en que los hombres sólo tenían permitido perder la virginidad “con una puta o con una gringa”, que la escritura de Lorea Canales parece hecha sobre las rodillas, “como si se colocara en el centro de una nebulosa […] y dejara al lector la sensación agridulce de haber atrapado sólo una mínima parte de un todo más vasto.” l


Arte y pensamiento

LA JORNADA SEMANAL 29 de marzo de 2020 // Número 1308

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Cinexcusas/ Luis Tovar @luistovars

Cine y cuarentena (i de iv)

Bemol sostenido/ Alonso Arreola @LabAlonso

Las Netáforas de Julia ES COMÚN QUE las entrevistas con músicos en general y con cantautores en particular –a no ser que las hagan colegas o expertos de pulida sensibilidad– sean superficiales y políticamente correctas, por no decir sosas o aburridas. Vaya: lo contrario al origen e indocilidad que las buenas canciones han de exhibir por naturaleza. En ello llevan culpa tanto quienes preguntan desde la ignorancia, la falta de estudio y la fría maquila de palabras, como quienes responden desde el confort, el puro interés promocional o el menosprecio a ignotos receptores de hambre comprometida. Esta mala costumbre sepulta los mecanismos de la inspiración, la inteligencia de lo espontáneo, los motivos detrás de una pieza o coro o frase o palabra... Elementos cuyos engranajes Julia Santibáñez expone en su breve pero carnoso programa Netáforas, recién estrenado en Canal 22. Allí aprovecha su doble ser, el de poeta y melómana, para oscilar entre los años tratando versos y las íntimas revelaciones de sus interlocutores. El resultado celebra una poiesis honesta que se ve diseccionada por su agudeza, auténtico lazarillo para quienes vacilan volviendo sobre los pasos de sus creaciones. Entonces: linda cortinilla y cita leída sin dramatismos desde una libreta que se antoja imperecedera. Así comienza el programa. Luego la conversación con silenciosos instrumentos de fondo, allí donde una bocina hace las veces de mesa (sucede en La Bestia: sala de ensayo, estudio, tienda, taller y sello discográfico). Viajando de lo particular a lo general, controlando excesos verbales pero ahondando sobre influencias, filias o fobias del músico visitante, Santibáñez echa luz sobre aspectos que parecen olvidados en tiempos de sobreproducción digital y reguetón descontrolado. Incluso utiliza objetos del invitado como claraboyas hacia otras profundidades, lo que abre puertas ocultas en su recorrido haciendo canciones.

Todo sucede rápida y ágilmente hasta que llega a la pregunta final, siempre la misma: “¿cuál es tu superpoder?” Las respuestas son variopintas, claro, pero lo sugestivo es que los artistas se ven revitalizados ante una afirmación que les ha sido arrebatada en los laberintos de la tecnología. “¿Tengo superpoderes?”, parecen preguntarse con gesto admirado. Entonces contestan y se ponen a tocar para combinarse con pietaje de stock en una despedida que se interrumpe dejándonos entusiasmados. Todo dura trece minutos. Las actuaciones completas quedan guardadas en Youtube, por si la invitación surtió efecto. Y verá que sí, lectora, lector. El concepto es una saeta firme, veloz, entretenida. Así las cosas, los programas grabados y que han ido saliendo muestran una amplitud equilibrada. Del rap al folk pasando por la trova, el pop o el rock, Netáforas da cabida a personajes reconocidos pero que aún se hallan bajo la piel de asfalto, creciendo en la cercanía. Proof, Miguel Inzunza, Marcela Viejo, Henry D’Arthenay, Jessy Bulbo y Joss Bones, más los que se acumulen en el porvenir, ese lugar que para Julia imaginamos promisorio y duradero.

Por cortesía del coronavirus ATENDIENDO A LA mente de nuestros lectores inclinados a óperas y orquestas, terminamos hoy con este colofón de contenidos valiosos que han sido puestos gratuitamente en línea por reconocidas instituciones del mundo. Disfrútelos en cuarentena. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos. Filarmónica de Berlín: www.berlinerphilharmoniker.de/ Ópera Metropolitana de Nueva York: www.metopera.org/ Teatro Regio de Turín: www.operawire. com/ Ópera de Viena: www.staatsoperlive.com/ Orquesta Festiva de Budapest: www.bfz.hu/ Teatro Real de Madrid: www.teatroreal.es/ Ópera de París: www. operadeparis.fr/ l

HABRÁ VISTO, QUERIDO lector, que hemos dedicado la presente entrega de La Jornada Semanal al tema de epidemias y pandemias tanto en literatura como en cine. Si gusta volver –o encontrarse por primera vez— con lo mucho y bueno que al respecto se ha escrito y filmado en todo el mundo, y no desde hace décadas tratándose de cine, sino muchos, muchos siglos en el caso de la literatura, revise usted los espléndidos textos de Alejandro García Abreu y Sergio Huidobro, respectivamente para cada disciplina artística. Aunque ganas no faltan sino muy al contrario, aquí no se hablará de las maravillas fílmicas alusivas al tema –entre no pocas, comenzando con ese par de obras maestras que son Muerte en Venecia y El séptimo sello, para empezar, o con propuestas contemporáneas magníficas como Doce monos y Niños del hombre–, sino más bien del fenómeno y la experiencia de ver cine en casa o, más precisamente, de tener que ver en casa el cine, por un lado, así como de la naturaleza y las posibilidades de aquello que se encuentra disponible.

Ya era así desde endenantes AUNQUE LAS SALAS de exhibición cinematográfica siguen siendo un negocio pingüe –si no lo creen, nomás pregúntenle al muy próspero Alejandro Ramírez–, es un hecho comprobado que la absoluta mayoría de nuestra población no ve el cine en el cine, al menos preferentemente: año tras año, la cifra –y el precio– de los boletos vendidos en taquilla aumenta, lo mismo que el número de salas y la cantidad de espectadores, sólo que hay un enorme “pero”: esos incrementos no obedecen a una democratización, sino a una concentración aumentada; en otras palabras, quienes suelen ir al cine van más seguido, mientras las multitudes a quienes no les alcanza para pagar el costosísimo boleto –mínimo de a salario mínimo por cabeza–, siguen y seguirán viendo películas por una o más de las siguientes vías: la oferta pobre, repetitiva, limitadísima temática y formalmente, de la televisión, comenzando por la llamada “abierta”; la relativamente más amplia, pero igual de sesgada, temáticamente controlada y cansona de la televisión de paga –donde, entre otras taras, sobreabundan las versiones pestilentemente dobladas al español–; la de fuentes como Netflix, por cierto erróneamente percibida como si fuera la gran cosa, el universo fílmico entero, una verdadera panacea, cuando en realidad y por supuesto, su principal interés consiste en promover sus propias producciones, mismas que muy pronto, salvo excepciones obvias por notables, han demostrado ser más-de-lo-mismo; y finalmente queda la adquisición de copias pirata, abarcadoras de absolutamente todo lo que ofrecen las anteriores.

Las otras epidemias SI DE EPIDEMIAS SE trata, como bien sabe Todomundo las hay de todo tipo: en el universo fílmico ahí están, entre las más visibles y dañinas, la del cine de monigotitos estereotipados maniqueos lugarcomunescos predigeridos más planos que hoja de papel bond complacientes bienconcienciados que pueden resumirse en la palabra “superhéroes” o “universo Marvel”, para algunos. A ver cómo les va a los bienquerientes de dichos epitelios cuando, al décimo o vigésimo día de la cuarentena, ya se hayan soplado enteritas sus “sagas” preferidas, al principio exultantes porque pudieron chutárselas de un jalón, y luego con la inesperada mezcla del síndrome de abstinencia que les provocará habérselas terminado, más la noción desasosegante de que fueron horas y horas, demasiadas, viendo la misma cosa contada con mínimas variantes. Hablando de un tiempo más perdido que el de Proust, la otra epidemia pandémica de la industria audiovisual lleva por nombre “serievirus”, ha demostrado ser tremendamente contagiosa, y entre sus principales características destacan dos: la primera, que los contagiados suelen declararse felicísimos de haber contraído la enfermedad, y la segunda, que les obnubila notablemente las entendederas; lo último se demuestra cuando se les oye, bien quitados de la pena, soltar despropósitos como “ez de ke una zerie es como una película pero más larga…” Hágame el refabrón cabor. (Continuará.)


LA JORNADA SEMANAL

16 29 de marzo de 2020 // Número 1308

Cuento

Antonio Monter Rodríguez

Un ojo humeante

M

iro el orificio por donde saldrá la bala para matarme. Una vez expulsada por el cañón del revólver, dibujará en mi frente un tercer ojo. El tirador es hábil, pulso fijo y puntería de sicario, habilidad que redacté en su biografía, justo en la página tres. La pistola es herencia paterna. Su progenitor ganó importantes competencias de tiro al blanco y así, de la mano de un experto, Andrés aprendió a disparar. Lo dejé crecer en mis páginas con libertad absoluta y no le interpuse desgracia alguna en los primeros capítulos, pero vamos, que no soy un escritor bobalicón, lo mío no son las amorosas cursilerías con el trámite indeseable del final feliz. Tendrían que sobrevenirle adversidades, algún infortunio como la muerte intempestiva de su madre o su creciente alcoholismo, por el que lo echaron del trabajo. Quizás me ensañé un poco, pero debería comprender que yo intentaba salir de una larga crisis literaria, sumergido en la miserable postergación de todo acto creativo. Inventé decenas de pretextos para alejarme de la escritura, sufría con intensidad trágica sin hallar paliativo a mi profundo abismo y la tristeza comenzó a musitarme al oído ciertas culpas, reclamos infinitos por los años que deposité sin más en el cesto de la basura. Diez para ser exactos. Diez años durante los cuales desfilaron historias extraordinarias por mi cabeza, todas condenadas al olvido con la misma fuerza con la que fueron creadas. Me asombraba mi ingenio, sí, pero la vivacidad de los personajes y sus andanzas pronto se diluían sin quedar registro. Se instaló en mí un gris permanente como la temperatura ideal para mi zona de confort, resulta cómodo escupir culpas mientras uno se degrada hundido en la nada que incluso antes servía para cristalizar una frase.

Hoy descubrí que Andrés tiene registro de todo esto, no es estúpido y supo leer en su historia el trazo argumental que yo intenté como segundo plano, telón de fondo para su desgracia o, como dicen los teóricos literarios, la base del iceberg, la historia segunda que supuestamente alude a una lectura de profundidad, información que no se cuenta pero está latente. Fue un descuido mío. Escribí la palabra muerte antes de tiempo… y se quedó allí, a media página de lo que sólo era un borrador del capítulo final. Extasiado por recobrar de súbito impulsos, fuerzas y recursos literarios, quise celebrar con un ron de los que bebe Andrés, terminé la botella y caí sobre el teclado con la misma furia con la que escribía diez años atrás. Andrés intuyó mis pretensiones y ahora busca por todos los medios evitar su destino suicida, como si Edipo hubiera podido evadir los designios del oráculo. Pero no sabe que la historia que leyó de sí mismo es apenas un mísero porcentaje del todo universal que permanece íntegro en la lógica de mi imaginación. Ahí, donde nació él como sicario predestinado para dar en el blanco con la única bala que habita en la pistola. Andrés piensa que al huir del suicidio propio para matarme a mí, sobrevivirá a los designios de un Dios despiadado que lo ha hecho padecer desgracias en las páginas anteriores. Nunca sabrá que, en realidad, estará cumpliendo palabra por palabra con el final que yo esbocé para mis tribulaciones de escritor mediocre. Miro el orificio por donde saldrá la bala para matarme. Una vez expulsada por el cañón del revólver, dibujará en mi frente un tercer ojo, un ojo humeante. Después del estruendo los dos caeremos de bruces y la pantalla de la computadora se teñirá de un silencio imborrable l


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