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El ojo cómplice de la luna

Un ritual. Eso era lo que siempre hacía cuando comenzaba a prepararse para la gran fiesta de las Llamadas. A veces se sentía como un guerrero que lentamente se colocaba la panoplia y velaba sus armas para la batalla inminente, como un llamado atávico de la tribu. Primero revisó el tambor -un piano de roble, que ya tenía como cuatro años-, chequeó los aros, la juntura de las duelas, que la lonja gruesa estuviera bien clavada. Observó adentro y afuera con minuciosidad, lo sopesó colocándose el tahalí, midió la distancia para subir y bajar la mano y el palo a la hora de tocar, para extraer el sonido grave que tanto le gustaba. Acarició la lonja, áspera pero firme al tacto, con manchas oscuras de sangre seca casi al borde del tambor, y cuando estuvo seguro de todo, apoyo el instrumento de percusión con cuidado en un rincón, junto a los otros tambores, y fue a buscar su ropa de lubolo. El atuendo completo colgaba de una percha con su nombre y lucía los colores de su clan: anaranjado, negro y rojo. Con paciencia se colocó primero el bombachudo, luego las medias, las cintas cruzadas en las pantorrillas, las cómodas alpargatas negras, la remera anaranjada de su comparsa y el dominó, amplio, cómodo, para que sus movimientos fueran ágiles a la hora de caminar y tocar. Ya estaba pintada su cara y, al mirarse en el espejo grande que estaba en la pared opuesta a los tambores, los rasgos de su rostro se perdían entre los trazos seguros y definidos del maquillaje, y se volvió a sentir más que nunca un belicoso guerrero listo para marchar hacia un combate singular. Antes de salir del local retiró de una mesa larga el sombrero de paja de ala ancha, se lo colocó a la espalda y salió a la noche calurosa. El trajín de los integrantes, los gritos, los nervios, el ómnibus estacionado que esperaba para llevar a la comparsa hasta el Barrio Sur, los vecinos que se arrimaban a saludar y desearles suerte, eran el común denominador de una experiencia única, irrepetible, parecida a otras pero diferente. Saludó a un par de amigos y compañeros de fila en los ensayos y subió al ómnibus, luego de dejar el piano en otro camión que llevaría todos los tambores. Las bailarinas iban ataviadas con hermosos trajes en los que predominaban las telas coloridas, vaporosas, livianas y con un brillo esplendoroso. Calzadas con sandalias de taco alto pero firme para danzar y desplazarse ágilmente, con un maquillaje que llevó horas, ascendían a otro bus cuchicheando entre risas y gritos, acomodándose con cuidado para no arrugar los vestidos. Entre cánticos, algarabía y alguna bebida espirituosa que circulaba generosamente de mano en mano, se inició el viaje hacia el máximo templo al aire libre. Por una hora retumbarían los tambores de su barrio. En ese recorrido sentiría el dolor y la alegría de sus ancestros africanos y, en sus manos, estarían presentes todos los hombres y mujeres que padecieron una oprobiosa esclavitud. En el núcleo del candombe se escucharía el eco de su redención, de su libertad. Llegó al lugar de salida, pasó por el portón de ingreso al circuito, escuchó su nombre, su apellido, mostró su pulserachip y de repente la vio, recostada sobre la valla amarilla. Por un breve y fugaz instante sus miradas se encontraron, se conectaron y en un segundo, cuando traspasaba el portón, la perdió. La buscó ansiosamente mientras los integrantes de la comparsa ingresaban lentamente de uno en uno, celosamente controlados por el personal de portería que organizaba como todos los años el desfile, pero no había rastros. Quedó pensando en su mirada.

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