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CAMINAR La escuela, el barrio, y la casa
Selva Hernández López
Caminar la ciudad, el barrio. La ciudad te forma, ¿o tú la formas?
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Pienso en mi relación personal con el caminar, en mi adolescencia, en las colonias Roma y Condesa, en los trayectos entre la escuela y la casa mientras la preparatoria: cinco cuadras de la calle de Guanajuato a la de Puebla, sobre Mérida. A veces, a pesar de la cercanía, tomaba un taxi para evitar que mis cosas se cayeran en medio de la avenida Álvaro Obregón. Muchas veces por distraída, llegué tarde a la clase de siete, la de Química. Me fui a extraordinario por faltas, con todo y mi natural talento para balancear ecuaciones complejas. Nada me definió tanto en esa época como el desorden y la distracción. Fui domando esos defectos con la edad, pero aún permean mi vida cotidiana. Algunos días, al salir de la escuela, caminaba sin rumbo para mirar los edificios art deco de la Condesa. Algunos, deshabitados por el temblor del 85, me permitían entrar y husmear entre sus departamentos vacíos. Alguna vez descubrí gente adentro y huí despavorida. Otras veces invitaba a caminar a alguien conmigo. Mi amigo Marcos, amigo por siempre y para siempre, me besó una vez en el quicio de un edificio frente al parque México bajo la lluvia. Inolvidable.
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El viaje
Oliver tiene catorce años. Se define como niñe. Juega con su forma de vestir: unas veces es un adolescente fuerte y bravo, otras se viste con falda y comadrea con las niñas. Tiene unos ojos verdeazul de mirada profunda. Una vez, se quedó a dormir en casa junto con media docena de adolescentes trasnochados tras una fiesta. La conversación del desayuno, entre hotcakes y jugo de naranja se tornó tensa cuando salió el asunto del profesor de Educación Física que “invitó” a salir a una niña de quinto grado. Indignación. Oliver tomó la palabra y expresó sus puntos con claridad y lucidez, con una noción brillante y clara acerca de la justicia y las jerarquías. Ojalá lo hubiera grabado. Otra vez, me contó su mamá –una bióloga que trabaja con un artista conceptual de la naturaleza y el sonido–, salvó a quince adolescentes de ser asaltados. Era el cumpleaños número catorce de una, después de comer en su casa, los chiques decidieron ir a pasear al Parque México. Un adulto joven los orilló a una especie de bodega que tienen algunos
parques de la Ciudad de México vayaustedasaberparaqué. Sin darse cuenta, todos entraron y detrás de ellos, un segundo adulto cerró las puertas de reja galvanizada. Los amagaron con palabras, de repente todos estaban hincados, unos guardaban ya sus teléfonos debajo de los calzones, otros intentaban hacer llamadas, asustados. Max llegó después que todos y encontró el modo de brincar la reja. Gritó “¡Vámonos, esto está mal!” Saltó la reja del mismo modo en el que entró, los demás lo siguieron en bandada. Se dispersaron en grupos, asustados. Llegó la mamá de Oliver. Buscaron a la policía. Les pidieron subir a una patrulla. Unos días antes había corrido la noticia de una adolescente incautada, violada y asesinada por un par de patrulleros. “Jamás”, dijo la mamá. “Tengo que quedarme aquí, con ellos. Están muy asustados”. Los grupos dispersos se fueron a varias casas, un papá que llegó después se subió en la patrulla con su hijo para buscar a los dos asaltantes sin éxito. Ya en diferentes casas, los chicos se comunicaron. Decidieron reunirse de nuevo y regresar. “No tendremos miedo, no nos van a quitar el parque”.
La historia de Oliver me hace pensar en Campbell y el viaje del héroe, en el imponente escenario de la enorme Ciudad de México. Pienso en la Condesa y sus parques, el entorno perfecto, pienso en la comunidad que rodea a mis hijas: el privilegio. Vivimos en una de las zonas más caminables de la Ciudad, en una comunidad de madres y padres cercanos, algunos nos conocemos desde antes de aventurarnos en la odisea de traer seres al mundo. Nos arrojan y arrojamos hijos sin pensarlo mucho, porque el que lo piensa, mejor no lo hace. Pero nos queremos y nos procuramos: “el hijo de uno es el hijo de todos”, decía un papá del jardín de niños de mis hijas. Y sí. El héroe regresa después del periplo que lo arroja a una aventura extraordinaria y supera pruebas extraordinarias, a menudo acompañado de sus pares. Regresa transformado, ya no es él mismo, se trata de una experiencia que, al volver, transforma el mundo. (Campbell: 2014)
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Experiencia, peligro, recorrido
En la base del viaje hay a menudo un deseo de mutación existencial. Viajar es la expiación de una culpa, una iniciación, un acrecentamiento cultural, una experiencia: “la raíz indoeuropea de la palabra “experiencia” es per, que ha sido interpretada como “intentar”, “poner a prueba”, “Arriesgar”, unas connotaciones que persisten en la palabra “peligro”. Las connotaciones demostrativas más antiguas de per aparecen en los términos latinos que aluden a la experiencia: experior, experimentum. Esta connotación de la experiencia en tanto que cimiento, en tanto que paso a través de una forma de acción que mide verdaderas dimensiones y la verdadera
naturaleza de la persona o del objeto que lo emprende , describe también la concepción más antigua de los efectos del viaje. Muchos de los significados secundarios de fer se
refieren explícitamente al movimiento: atravesar un espacio forma alcanzar un objetivo, ir hacia afuera. La implicación del riesgo, presente en la palabra peligro resulta evidente en las palabras góticas afines a per (en las cuales la p se convierte en una f) va a ser para ir primer ferry (“cruzar un río en barco”).
Una de las palabras alemanas que significan “experiencia”, Erfahrung, proviene del alto alemán antiguo irfaran: “viajar”, “salir”, “atravesar” o “vagar”. La idea profundamente arraigada según la cual el viaje es una experiencia que pone a prueba y perfecciona el camino del viaMax aparece claramente en el adjetivo alemán bewandert que actualmente significa “sagaz”, “experto” o “versado”, pero que originalmente (en los textos del siglo xvi) se limitaba a cualificar a quienes habían “viajado mucho”.
Erich J. LEED. The Mind of the traveler. From Gigamesh to global tourisme. Basic Books Nueva York, 1991. (Careri: 2009).
La experiencia comienza en el relato. Leemos a Stevenson, a Verne y a Kipling, imaginamos islas, mundos bajo la tierra, aventuras en la selva fundacional, la selva selvaggia de Rómulo y Remo. “Cuéntame cuando tenías ocho años”, le pedía a mi mamá cuando yo tenía ocho años. Y me contaba aquellas historias en la lagunilla, cuando deambulaba mientras mi abuelo, su padre, vendía libros en las calles. Esas historias se las cuento a mis hijas cuando visitamos el tianguis, alguna vez les conté que la calle en la que creció su abuela fue destruida para construir el eje 1 Poniente, a un lado de la lagunilla. Crecemos primero, a través de las historias que nos ubican en la ciudad. Ana Paula, mamá de Luciana de catorce y Pablo de dieciocho, me cuenta que su papá era muy “ruletero”. Cuando eran niños, ubicaba a Ana Paula y a sus hermanos mientras recorrían las colonias en auto. “El sur está para allá, atrás está el norte. Nosotros vivimos en el poniente. Eso mismo intento hacer con mis hijos”, me cuenta. “Me gusta imaginar a Luciana, con su timidez, caminar por las calles, pedir unos tacos, preguntar por algún lugar a un desconocido de cara confiable”. Ana Paula quisiera vivir en el barrio, principalmente por el tráfico: “Me gustaría
cambiarme de casa más cerca de la escuela porque la mayoría de los amigos de mis hijos viven en esa zona. [...] Si viviéramos más cerca de sus amigos podrían experimentar la ciudad desde otro lugar y ser mucho más libres”.
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Mirar el mapa
Soy la yema del huevo estrellado.
Sólo me ubico por el centro, si me ubico. Maya, 17 años
Nos orientamos, perdemos el norte, el mapa de la Ciudad es imponente. Una aventura de papel a ojo de pájaro que nos marea a simple vista. Pero conocer el mapa es aprender otro idioma.
Enfrentar a un adolescente con el mapa de la ciudad puede resultar una tarea apabullante, compleja, irresuelta. Cuando descubren zonas conocidas, hay un dejo de alegría, un entusiasmo. Mateo, de catorce años, al revisar con detalle el mapa de la Ciudad, pregunta:
“Mamá, ¿tenemos a alguien aquí?” porque él quiere tener a alguien conocido en cada lugar. “Logré encontrar lugares que yo conocía bien. Y rápido cuál es mi relación con ese lugar”. Ubicamos
lugares en el mapa porque nos significan. Y esa significación es orientativa: “en mi colonia, también vive mi abuela”, “al sur, está la universidad donde voy a estudiar: Ciudad Universitaria”. “Una vez fui a Azcapotzalco, pero no recuerdo más que el nombre: Azcapotzalco”. Perderse en el mapa resulta una aventura de la mente. Diferente, en cambio, al susto de no saber dónde estamos. “Es que no sé exactamente la ubicación, si es norte, o es sur”, nos cuenta Valentina, de dieciséis. “Yo vivo en la Del Valle Sur, así que mi escuela está en la Escandón, al lado, al lado están la Condesa y la Roma. Lo más lejos que me puedo llegar a moverme es, no sé: Reforma. Siempre me muevo por lugares cercanos y no tan complicados. Sé que la ciudad luego tiene lugares muy complicados, y no creo que mis papás me den permiso, por eso no voy para allá muy seguido”.
El mapa es la vista aérea de la ciudad que se nos escapa. Conocemos lo que caminamos, lo que transitamos y lo que nos refiere a un suceso que se guarda en la memoria. Los tránsitos del olvido no son nuestros, pertenecen a la ciudad desconocida. Los lazos ya no
son las calles, son los entretejidos de la experiencia. Dice Walter Benjamin que:
“Importa poco no saber orientarse en una ciudad. Perderse en cambio, en una ciudad como quien se pierde en el bosque, requiere aprendizaje. Los rótulos de las calles deben entonces hablar al que va errando como el crujir de las ramas secas y las callejuelas de los barrios céntricos reflejarle las horas del día tan claramente como las hondonadas del monte. (Benjamin: 1990).
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Perderse y descubrir
Dice Franco La Ceccla, que perderse es el rompimiento de la relación de dominio entre el espacio y nosotros, una experiencia nada aconsejable para un adolescente en la Ciudad de México. “En las culturas primitivas, por el contrario, si alguien no se pierde, no se vuelve mayor. Y este recorrido tiene lugar en el desierto, en el campo. Los lugares se convierten en una especie de máquina a través de la cual se adquieren nuevos estados de conciencia”
(Carieri: 2009). Maya, de diecisiete años, me cuenta: “Al regresar de la escuela, prefiero caminar hasta perderme. Entonces camino recto hasta encontrar algo conocido que me lleve a casa”. Un día, nuestro héroe Max confundió Insurgentes con Viaducto. “Pero le marqué a mi mamá y lo aclaramos”. Cuando tenía doce años, mi amigo Rafa y yo solíamos andar en bicicleta hasta perdernos. En ese momento, en el que no podía distinguir la ubicación del Zócalo, del centro de
la ciudad, sentía una franca angustia: “Tú eres mayor –Rafa tenía quince–, tú me llevaste, ahora me regresas”, le exigía con angustia.
Y la angustia venía de estar en la periferia, fuera del centro. En lugares sórdidos, alejados, peligrosos, según mi intuición de niña.
Y sí. “La ciudad era otra”, recordamos los de nuestra generación con nostalgia mientras miramos a nuestros hijos construir sus aventuras, trayectos, paisajes, casas y habitaciones en Minecraft.
Y quién no se perdió de niño, cuando las cifras de secuestros infantiles no eran tan escandalosas, cuando el miedo no circulaba en nuestro ser. Dice Rebecca Solnit en A Field Guide to Getting Lost (Solnit: 2006), que los viajes, siempre que uno se pierda, tienen el poder transformador de una crisálida: “La palabra estadío (instar en inglés), extraña y razonable, describe la etapa entre dos mudas sucesivas, ya que a medida que crece, una oruga, como una serpiente, como Cabeza de Vaca caminando por el suroeste, se divide una y otra vez, y cada una de esas etapas, en estadíos.
La oruga sigue siendo una oruga a medida que atraviesa estas mudas, pero ya no está en la misma piel. Estos rituales que marcan divisiones, graduaciones, adoctrinamientos, ceremonias de cambio,
son, la mayoría de las veces, los cambios más difíciles, y se realizan sin un reconocimiento claro o alentador. Estadío implica algo celestial y encarnado, algo divino y desastroso; tal vez el cambio es así: una estrella enterrada, que oscila entre el cerca y el lejos”. Las posibilidades de perderse existen, la calle existe y la ciudad también. Nos enfrentamos al espacio desde la pantalla, resolvemos dudas, definimos rumbos, clarificamos los tiempos, acercamos las distancias. Nunca había sido tan fácil navegar. “Recuerdas la Guía Roji?, yo era una experta”, me dijo otra mamá.
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Lugar, cuerpo y narración
Nos apropiamos de los lugares en la medida que les otorgamos una carga emocional, otra simbólica. Entonces ya no son terrenos inhóspitos, pasan al lugar de lo conocido. El lugar antropológico de Marc Augé tal vez, puede ser incluso un centro comercial. Todos los jóvenes de la zona reconocen Plaza Delta, Plaza Patriotismo, o Reforma 222, sin embargo, por alguna razón, se refieren más a los parques, a la heladería, al café de la vuelta de la escuela, como sus lugares favoritos cerca del barrio. Sobre enfrentarse al mapa de papel, Mateo dijo: “Me tardé en encontrar todo porque quería encontrar muchas cosas. Logré encontrar casas de amigos, lugares que frecuento, o casas de mis familiares. Me divertí mucho y el hecho de que me divirtiera me hacía quedarme más tiempo encontrado cosas. Por ejemplo, veía una zona y lo relacionaba con todo lo que está cerca, veía la heladería Roxy y entonces encontraba
todos los lugares a los que voy con mis amigos, veía Tacubaya y la Condesa y pensaba en la escuela. Cada camino lo relacionaba con personas diferentes, cada camino tiene su identidad propia”.
La relación emocional con los lugares crea sentido de pertenencia e identidad, dos relaciones que devienen en el involucramiento con la sociedad y con la comunidad: crean tejido. Es curioso como los términos que rodean las palabras tejido, palabra, camino, devienen en abstracciones de la vida: [...] Quizá el acto de caminar sea lo más cercano que tenemos a la idea identificación –cotidiana e íntima– con el “otro”: ese acto es también una fuente de creatividad y empatía.
Si, Como sugiere Derrida, la escritura es algo más que la literatura y los usos letrados del lenguaje, el acto del caminar puede verse como el nivel más básico de la escritura: el rastro, casi natural, de un cuento que comienza con la expulsión del paraíso o con el descubrimiento de las huellas de Viernes por Robinson Crusoe o con el signo-imagen de la huella de una
pezuña que Umberto Eco propone como un “registro” natural. Caminar es, antes que nada, lo que deja huella; segundo, lo que evoca el futuro de la travesía; tercero, la historia del trayecto recorrido. Y, al igual que en toda escritura, cada vuelta puede desembocar en una “metida de pata”. (“Creaciones inquietas”, de Fergurson, Bruce W, en: Alÿs: 1997).
Dice Solnitt en su Wanderlust: Caminar y viajar se han vuelto metáforas fundamentales en el pensamiento y el habla, tan fundamentales que apenas las advertimos. Incrustadas en la lengua hay innumerables metáforas de movimiento: mantenerse en el camino recto, avanzar hacia una meta, cubrir un territorio con a adelantarse.
Las cosas se interponen en nuestro camino, nos hacen retroceder, nos ayudan a encontrar nuestro camino, nos dan un empujón para partir. Nos movemos por el mundo, nos detenemos en un cruce, encontramos nuestra propia vía, damos pasos hacia algo. Una persona con problemas
es un alma errante, una persona que ha perdido el paso y la orientación, una persona a la que el camino se le hace cuesta arriba o cuesta abajo, cruza un terreno difícil, camina en círculos. Y todavía hay más: no olvidemos las floridas expresiones de los dichos y las canciones –el camino de rosas, el camino a la ruina, el camino fácil, la calle solitaria, y el bulevar de los Sueños rotos. El caminar aparece en muchas expresiones diarias: marcar el paso, dar grandes pasos, un gran paso hacia adelante, mantener el paso, seguir a pie juntillas, seguir las huellas del otro. (Solnit: 2015) Entre el caminar con compañía y la charla que se genera está la apropiación del lugar antropológico de Augé: “El lugar se cumple por la palabra, el intercambio alusivo de algunas palabras de pasada, en la connivencia y la intimidad cómplice de los hablantes”. Y la charla tiene espacio en el cuerpo mismo: “el cuerpo humano mismo es concebido como una porción de espacio, con sus fronteras, sus centros vitales, sus defensas y sus debilidades, su coraza y sus defectos. [...] El cuerpo se vuelve así un conjunto
de lugares de culto; se distinguen en él zonas que son objeto de unciones o ilustraciones. Entonces sobre el cuerpo humano se desarrollarán los efectos de los cuales hablábamos a propósito de la construcción del espacio”. Dice Miguel, de catorce años: “Vale es una compañía muy querida por mí. Podemos reir, platicar, y contarnos problemas del otre, aunque sean transcursos de cinco minutos pueden ser momentos increíbles”.
Caminar y tejer
Andar es crear tejido y es también crear texto, es forjar lenguaje y escribir las narrativas de la memoria. Cuando evocamos aquellos recuerdos de las caminatas de nuestra adolescencia, estamos regresando al lugar primero que nos hizo después hacer esto o aquello, que nos llevó hacia aquel camino de la vida, que nos guió hacia un destino favorable, en el mejor de los casos. Lo maravilloso de entrevistar a adolescentes es reconocer esos momentos inmediatos en los que están forjando sus alas, sus libertades, sus recursos, sus cuidados, sus relaciones, sus identidades, sus raíces.
En las caminatas, solitarias o grupales, están aprendiendo a gestionar sus recursos, a crear habilidades para resolver problemas.
Caminar en grupo, además de generar protección y seguridad, forja relaciones e identidad. Según Erickson y sus estados psicosociales
(Bordignon: 2005), la adolescencia es la etapa en la que se forjan las relaciones sociales significativas en un grupo de iguales en la búsqueda de sintonía, identificación afectiva. Se consolidan las formas ideológicas y confrontan las realidades no deseadas. La noción de injusticia está presente, se gesta en el grupo, se consolida en el caminar y es un motivo de lucha. La lealtad y la confianza son valores muy estimados en esta etapa. “Me gusta caminar con mis amigas, somos muchas, chismeamos y nos cuidamos entre nosotras. A veces somos tantas, que no cabemos en la cuadra”, dibuja Ana de diecisiete años.
En la escuela hay un grupo feminista. El temor por la inseguridad y el acoso constante que viven las chicas las llevó a formar un chat de seguridad. Reúne a 254 chicas de bachillerato de diferentes escuelas, unas se conocen, otras no. Tienen mensajes clave, stickers de emergencia, están al pendiente unas de otras. Hace muy poco se ventiló un caso de violencia de pareja, una niña de diecisiete años fue golpeada brutalmente por su ex novio. El chat echaba llamas y un grupo de chicas estaba por ir a pintar las paredes de la casa
del violentador. Aunque apenas conocían a la víctima, ya estaban preparando la acción, quién lleva las pinturas en aerosol, quien los paliacates para taparse las caras. De inmediato un grupo de mamás, también feministas, también activistas, entraron en acción a través de los teléfonos. “¿Qué hacemos, las acompañamos?”, preguntaba una. “Se están exponiendo demasiado, ni conocen bien al pendejo, qué tal que es hijo de políticos o narcos”, dijo otra. Con la ayuda de las mamás, las chicas gestionaron un escarcheo en redes y acompañaron desde la distancia a la chica en su denuncia formal ante el Ministerio Público.
La violencia que enfrentan las chicas es constante y diaria. En las entrevistas y encuestas no hubo alguna que no mencionara lo mucho que sufre el acoso. “A veces después de salir a la calle solo quiero gritar o llorar. Pero incluso con esto salir a caminar es un alivio.Y lo disfruto mucho (en la mayor parte)”, escribe Luisa.
“Algo malo que me da mucho miedo son los hombres mayores en la calle, las miradas lascivas, los chiflidos y los piropos y me siento mal a veces por tenerle miedo a todos los hombres que pasan”, dice
Valentina. Después pide: “Para toda la gente que chifla a las chicas en la calle: Por favor dejaran de hacerlo ¡No nos gusta! y solo nos asustan, si quieren hacer algo y ayudarnos dejen de chiflarnos, dejen de decirnos piropos, dejen de mirarnos así. Muchas somos simples niñas. Dejen de sexualizarnos”. Además de los grupos feministas y las acciones espontáneas de autocuidado, caminar en grupo resulta reconfortante y seguro: “Me gusta caminar en bola porque mis amigos no dejan que me pase nada, me siento más segura con ellos. Incluso responden a los que nos acosan. A veces dicen: ‘Hey, no te le quedes mirando’, ‘oye, las miradas para otro lado’, y así, entonces me siento mucho más segura con ellos”, cuenta Greta de catorce años.
“Cuando camino completamente sola estoy en un estado de alerta constante y no me gusta, debido al nivel de inseguridad que existe en el país”, dice en encuesta una chica anónima de 16 años. Andar en grupo además genera una fuerza que activa el espacio público. Dice Rebecca Solnit:
Caminar por las calles es lo que vincula la lectura del mapa con la vida propia vivida, el microcosmos personal con
el macrocosmos público; permite entender el laberinto alrededor. En su celebrado Muerte y vida de las grandes ciudades, Jane Jacobs describe como una calle popular bien utilizada, se mantiene segura al frente al crimen solamente por la cantidad de gente que circula por ella. Caminar mantiene la viabilidad del espacio público “lo que distingue a la ciudad”, escribe Franco Moretti, "Es que su estructura espacial (básicamente su concentración) es funcional a la intensificación de la movilidad: la movilidad espacial, naturalmente, pero sobre todo la movilidad social”. (Solnit: 2013)
Para más de una chica entrevistada, uno de sus mejores momentos al caminar fue la marcha del 8M. “Caminé junto a mi mamá por varios kilómetros para llegar. Ya en el punto de encuentro tantas mujeres que apenas pudimos movernos unas cuadras, después regresamos caminando juntas por otros varios kilómetros”, cuenta una chica anónima de 15 años. El cuerpo se rebela contra el sistema al lado de otros cuerpos. Un organismo colectivo que comparte
información y energía, y que se comunica sin necesidad de charla contrafáctica. Una cyborg a la manera de Donna Haraway que a través de la vibración de una consigna conmociona al entorno y resquiebra estructuras. “No estoy aceptando las cosas que no puedo cambiar, estoy cambiando lo que no puedo aceptar”, se leyó desde las alturas en el Zócalo de la Ciudad de México el 8 de marzo.
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Caminar duele
Pienso en la adolescencia, en mi adolescencia, en la dolencia que conlleva esa palabra. En los dolores de mis hijas, en los de la comunidad de padres aterrados por las noticias, en el mayor temor que apareció en la investigación: el temor del secuestro. En mis propios dolores. Caminar es para mí una acción vital que procuro y frecuento, más en la naturaleza que en la ciudad, más en soledad que en compañía, más como un proceso mental que físico. El mayor dolor físico que sufrí por caminar fue un Hallux Rigidus, una lesión en la articulación del dedo gordo del pie derecho que me impidió caminar con la energía y frecuencia a la que estaba habituada. Fue hace un par de años, ya en mis cuarentas, en una etapa emocional complicada en la que moverme era tan urgente como necesario, y mis pies no lo sabían. No recuerdo algún dolor que haya marcado mi adolescencia.
Pienso en María Montessori y en cómo apenas hace un siglo la humanidad volteó la mirada hacia la infancia. El cerebro adolescente apenas se investigó en los noventa. Las revelaciones científicas dicen que es en esta etapa cuando se engruesa el córtex cerebral. El cerebro sufre entonces una extensa “remodelación”
(Lenroot & Giedd: 2006), un recableado de su red informática. Las fibras neuronales mejoran su aislamiento a través de la mielina, multiplicando sus conexiones neuronales. Las sinapsis menos usadas se atrofian y reducen, el pensamiento entonces se torna más fino y consciente. El cerebro se hace un órgano más rápido y sofisticado. Se fortalecen los vínculos en la región del hipocampo, la memoria echa chispas. Por eso tenemos recuerdos tan vívidos de esta etapa. Se engrosa el cuerpo calloso que conecta hemisferios izquierdo y derecho, lo que deviene en adaptar la experiencia a la toma de mejores decisiones. La mejora en las conexiones afecta también al área frontal, los vuelve más avispados y alertas en la toma de acción. Este proceso de maduración, si es llevado con normalidad, mejora poco a poco los comportamientos impulsivos naturales de la primera etapa, reduce el primer egoísmo, controla
los deseos, genera empatía y forja una ética. Afina la natural torpeza mental del adolescente en los inicios de este proceso. Madura. Esa torpeza inicial, que provoca impulso, rebeldía, inconsciencia, egoísmo, confrontación, incomprensión, y con la incomprensión, olvido, es probablemente la que condujo a la humanidad a nombrar esta etapa “adolescencia”. No existe un sinónimo agradable: muchachez, mocedad, pubertad. Tal vez juventud sea el mejor de sus nombres en español. En inglés, teen, se refiere a: 1. injury or harm, 2. anger; wrath, 3. grief or suffering. El sufrimiento torpe del cerebro adolescente genera inquietud y rechazo en el adulto. La brecha. Y la incomprensión, dicen estudios psiquiátricos, genera malestar: el malestar de la adolescencia, arraigado en la incomprensión: “El malestar emocional es pues un estado temporal circunstancial ligado al mundo afectivo que compila un variado abanico de “padeceres” que pueden estar relacionados con la enfermedad o con percepciones y sentires cercanos a ésta; y abarca desde el más ínfimo y efímero desasosiego hasta los estados depresivos
más longevos, formando un contínuum emocional ligado a padecimientos en salud”. (Carceller-Maicas: 2018). Dice Mateo, de 14 años: A mi mamá le pediría que me dejara caminar más, tal vez en México no sea tan seguro pero creo que tengo la edad y la madurez necesaria para aunque sea salir con amigos, le pediría que confiara y que me permitiera salir más y con más facilidad”. Maya, de diesiciete sugiere: “Los papás deberían de dar más libertad a sus hijos, porque chance las calles son peligrosas, pero si no salen, no se pueden desarrollar ni tener nuevas experiencias”.
Comprender no es coincidir, y en el camino de la comprensión, está el acercamiento, con el acercamiento la confianza, y con la confianza, libertad. En este andar itinerante muchas veces, madres, padres, hijas, hijos, nos sentimos perdidos. Rebecca Solnit, en A Field Guide to Getting Lost, dice: “Deja la puerta abierta a lo desconocido, la puerta a la oscuridad. De ahí provienen las cosas más importantes, de dónde vienes tú y a dónde irás. [...] Las cosas
que queremos son transformadoras, y no sabemos o solo pensamos que sabemos lo que está del otro lado de esa transformación. Amor, sabiduría, gracia, inspiración: ¿cómo haces para encontrar estas cosas que de alguna manera son extender los límites del yo a un territorio desconocido, acerca de convertirte en otra persona?”
Perderse, para Solnit es un estado mental: quedarse sin gobierno –la palabra lost viene del nórdico antiguo los: la disolución de un ejército–, sufrir la pérdida, equivocar el rumbo. Pero en el perderse está la vida, la experiencia y el descubrimiento. Alejarse de lo familiar. Al enfrentar lo desconocido, el mundo se vuelve más grande, caminamos, ganamos horizontes: aprendemos. Y con el aprendizaje, dejamos atrás lo perdido, lo olvidamos. “el arte no es olvidar sino dejar ir. Y cuando todo lo demás se ha ido, puedes ser rico en pérdidas”. Perder para ganar, y el escenario: la Ciudad, el laberinto, la enciclopedia. El emporio donde se funden el hecho y la imaginación, donde se forja la memoria y se vive la experiencia.
Nota metodológica
Este trabajo fue realizado con testimonios para la elaboración de un análisis sistémico (Jones y Bowes, 2010) (Shibley, 2010) (Norman, 2015) de la caminata independiente de la casa a la escuela de ida y vuelta de los estudiantes de bachillerato del Instituto Luis Vives (ILV). Estas experiencias permiten relacionar la práctica de la caminata independiente con el micro ecosistema y sus actantes, donde el desarrollo humano de los barrios de la casa y la escuela juega un papel preponderante en la relación del adolescente con el caminar, y de éste con la ubicación y conocimiento de otros lugares de la Ciudad de México. Esta metodología permite a su vez crear un sistema de relaciones con estructuras y superestructuras que arroja interesantes observaciones acerca de las posibilidades de generar un desarrollo urbano favorable para la caminata independiente y el desplazamiento activo, entendido como el traslado que conlleva un desgaste metabólico (Ruiz-Ariza, et al. 2017) como bicicleta, patineta, patines.
Para aplicar esta metodología, se realizó una investigación primaria con estudiantes del bachillerato del ILV a través de “Caminar en casa”, un paquete de actividades para recabar datos acerca de su conocimiento de la Ciudad y su relación con la caminata independiente: las relaciones que establecen con las personas que caminan; los obstáculos, alegrías, experiencias que les ha dado esta actividad y peticiones a las autoridades, ya sean padres o instituciones, para hacer de la caminata independiente una experiencia mejor. Se entregaron 28 paquetes, se recibieron 9 completos y 11 fragmentados. Además se aplicaron 19 entrevistas vía google forms a 19 estudiantes y 20 a madres y padres de alumnos del ILV. A partir de los hallazgos encontrados en estas dos recaudaciones de información, se realizaron entrevistas etnográficas a profundidad a 7 estudiantes, 5 madres, 3 padres, 2 policías de la zona y la directora de una escuela cercana. La directora y profesores del ILV optaron por no participar en esta investigación. Los resultados pueden encontrarse en: https://drive.google.com/drive/u/0/ folders/1eg889yGrwkPkz0rsBjFo-Fl1DBAZggi8
Referencias
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Las fotografías son de Valentina, Maya y Luis.
Agradezco enormemente a las y los estudiantes que participaron en las actividades, encuestas y entrevistas para esta investigación, también a las madres y padres, a los vecinos y vecinas del barrio y a la pocía local Especialmente agradezco a mis hijas Maya y Greta que me ayudaron durante todo el proceso.
SELVA SELVA SELVA 2020