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fin.

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De ahí que, cuando de improviso se declara un incendio o de un cielo sereno cae una noticia luctuosa, en el primer momento de terror mudo surja un sentimiento de culpa, el reproche amorfo: ¿no lo sabías tú en el fondo? La última vez que hablaste del muerto, ¿no sonaba ya su nombre de un modo distinto en tus labios? ¿No te hace señas en medio de las llamas el anoche cuya lengua solo ahora entiendes? Y si se ha perdido un objeto que adorabas, ¿no había ya en torno a él, horas, días antes, un halo, de sorna o de tristeza, que te avisaba? Lo mismo que los rayos ultravioleta, el recuerdo muestra a cada uno en el libro de la vida una escritura que, invisible, como profecía, glosaba el texto.

Walter Benjamin, Calle de sentido único

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Grandville y las librerías

Las exposiciones mundiales erigieron el universo de las mercancías. Las fantasías de Grandville dieron al universo un carácter de mercancía. Lo modernizaron. El anillo de Saturno se volvió balcón de hierro fundido en que los saturninos podían tomar el fresco por la tarde. (Benjamin, 1971)

IUna librería ya no es un recinto para buscar libros específicos, para eso existe Amazon. Pocas veces en mis locales se dio el hermoso encuentro entre visitante y libro. Y casi en el total de esas ocasiones, la persona se fue feliz con el libro recién adquirido y se perdió de la experiencia que es recorrer los anaqueles abiertos a la sorpresa y serendipia. En vez de buscar un libro que no está, encuentre un libro que no sabía que existía. La mercancía en una librería no es ahora el encuentro, sino la experiencia de la búsqueda de algo incierto en su contenido, pero de alegría asegurada.

ICuando se trata de libros, hay quien sabe exactamente lo que busca y quien sabe que busca algo, aun sin saber exactamente qué. Los asiduos buscadores de libros saben bien que una cosa lleva a la otra y que los encuentros fortuitos a veces parecen más deseos materializados que azarosas casualidades, un día tenderemos una explicación científica que nos dirá por qué a veces nuestros deseos resultan tan poderosos. La búsqueda obsesiva de algún libro particular puede despertar una pasión tremenda salpicada de amor-odio; ese contradictorio sentimiento de añadir, completar y, ante la frustración, mejor deshacerse de todo. A veces un libro le da sentido a otros diez; sin el ejemplar rector, los otros resultan una suerte de papelitos encuadernados, una acumulación que ocupa un lugar absurdo en el espacio, una ruina monumental, una construcción futura, ciudad en proceso.

INo hay nada que se compare con la emoción del encuentro de un libro anhelado, o aún más, la sorpresa del encuentro inesperado. De repente, tenemos en nuestras manos un ejemplar del que no conocíamos su existencia: felicidad. Hay quien grita a los cuatro vientos su hallazgo; hay quien lo guarda con el celo del amante. También, como suele pasar en los círculos académicos, está la búsqueda del reconocimiento, la obtención de un crédito: la pertenencia del objeto se convierte en la adjudicación del descubrimiento y las futuras generaciones de eruditos deberán citar la fuente original. Así, todo encuentro está intermediado por un valor que precede al intercambio. Al adquirir un ejemplar, su conocimiento o su valor intrínseco, dejamos algo: dinero, reconocimiento, agradecimiento. Así, un libro es alimento, presa, tesoro o golosina.

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