IV
después de dejar a indar con su madre, Elena camina con prisa en dirección a Zaramaga. Todos sus pensamientos están centrados en la convocatoria de huelga. Es mucho lo que está en juego. Si las fábricas suman fuerzas y las distintas capas sociales apoyan la movilización, promete ser una jornada para el recuerdo. Y está segura de que lo será, pues la situación es propicia. Durante los años anteriores, los actos de protesta se han sucedido a lo largo y ancho del suelo vasco, incluso habiéndose declarado el estado de excepción; en verdad, el decreto aprobado en noviembre por el consejo de ministros ha terminado de resquebrajar una paz social ya de por sí inestable. Durante el fin de semana se han producido manifestaciones multitudinarias en la ciudad —una vez más, reprimidas con dureza— y han sido detenidas varias personas acusadas de coacción a los esquiroles. Consuelo no ha parado de sacar el tema, aunque la razón de ese repentino interés, piensa Elena, no ha sido la indignación, sino la voluntad de poner el foco de atención lejos de Santos. Nunca ha sentido simpatía hacia él. Si lo ha tolerado, ha sido porque no le ha quedado más remedio, lo mismo que los pantalones de campana, la música rock o el hábito de fumar en las mujeres. En
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c ualquier caso, gracias a ella Elena ha conseguido distraerse. En lo relativo a Santos, considera que quedaron cosas por decir. Y duda si hubiera sido mejor que ambos midieran sus palabras. No olvida su gesto amenazador, ni mucho menos lo justifica, pero se hace cargo de su parte de culpa. En lugar de intentar moldearlo, debería de haber buscado su propio camino. Cuando llega a la calle Reyes Católicos, se da cuenta de que ha perdido la noción del tiempo ensimismada en sus reflexiones. Al entrar en Zaramaga, tiene una sensación extraña; por un lado, se siente en casa —ya en los primeros meses de su llegada al barrio lo había sentido suyo, a pesar de la fealdad de los edificios de ladrillo y de las calles de asfalto y adoquines—; por otro, no puede evitar cierta intranquilidad. No ha visto a Santos desde la pelea, y tampoco ha querido hablar con él a pesar de que ha llamado varias veces a casa de Consuelo. Y ahora no sabe si prefiere que aparezca o al contrario. Poco antes de llegar al bar donde ha quedado con Mila, Lourdes, Martina y las demás, se detiene para encender un cigarrillo y recuerda algo que le revuelve el estómago. Se ha olvidado de Ander, o quizá sería más acertado decir que se ha obligado a olvidarse de él al calor de lo sucedido. Le dio instrucciones precisas de que esperara su mensaje pensando en que el encuentro no se demoraría mucho, pero no calculó lo que iba a ocurrir después. Ahora, la posibilidad de toparse con él y tener que fingir de nuevo le incomoda. El bar tiene echado el cierre. Sobre la chapa metálica, un cartel convoca a la movilización del vecindario en apoyo a la huelga general. Junto a la fachada, Mila sostiene una pancarta confeccionada con un palo y una sábana enrollada. A su lado, Lourdes y Martina hablan con dos hombres. Elena reconoce a uno de ellos de inmediato. Es Juan, el marido de Lourdes. Al otro, sin embargo, no le identifica; lleva un gabán gris oscuro, con el cuello subido, y cubre su cabeza con una boina negra.
—Llegas tarde —le reprocha Mila, cariñosamente. Elena, por fin, identifica al desconocido: es Gabino. Se ha dejado crecer la barba, lo que le confiere un aspecto informal. Se acerca a él y le estrecha en un efusivo abrazo. —¿Cuándo te han soltado? —Ayer, de madrugada. —¿Cómo estás, te hicieron algo? —No, estoy bien —responde él, restándole importancia. —¿Tienes cargos? Gabino la tranquiliza con gesto negativo. —Oriol, el párroco del Buen Pastor, intercedió por mí. Tiene amigos influyentes. Oye, Elena —Gabino modula el tono buscando la confidencia—, sé que no hace falta que te lo diga, pero tienes que ir con cuidado. Ese tal Orozco, ¿le conoces? —Me temo que sí. —Mantente alejada de él —le advierte, mirándola como lo haría un padre—, y díselo a las otras. —¿Qué pasa, es que te preguntó algo? —Es lo que intento decirte: sabe todo lo que hacéis. Cuando Gabino se despide, Elena espera a que el grupo de mujeres le alcance y le hace un gesto a Lourdes. —¿Cómo está Juan? —Mucho mejor, no fue más que el susto. Martina hace un aspaviento. —Los hombres se quejan mucho, seguro que a nosotras nos dieron más palos que a ellos. —Mi Juan siempre ha sido un poco aprehensivo. A Elena le desagrada la manera en que Lourdes utiliza el adjetivo posesivo. Nunca se le ocurriría decir mi Santos, ni siquiera mi marido. —¿Qué tal en el piso, arreglasteis lo del agua? —No me hables del tema. Ahora nos pierde también el grifo del lavabo, creo que los de abajo tienen goteras. —Le diré a mi hijo que se acerque —dice Martina—, tiene buena mano para eso.
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—Lo que habría que hacer es una huelga de vivienda —interviene Mila—. No pagar hipotecas, ni contribuciones, ni nada hasta que las cosas funcionen como es debido. ¿Qué dice tú, Elena? Estás muy callada. —No sé si serviría de algo. Elena regresa a su silencio mientras las compañeras debaten sobre el mal estado de los pisos del barrio y refieren casos concretos de baldosas hundidas, paredes agrietadas, ventanas que no encajan, instalaciones eléctricas deficientes, etcétera. Mila cruza una mirada con ella y sospecha su intranquilidad. Es una persona observadora, analítica, y suele apercibirse pronto de este tipo de cosas. Elena sabe que antes o después la abordará con preguntas, y si para entonces no ha inventado una excusa tendrá que decirle la verdad. Al llegar al parque de Zaramaga, detienen el paso. Cientos, quizá un millar de personas se concentra con pequeñas pancartas que aluden a la huelga general y la libertad de los obreros detenidos. En la primera fila divisa a Endika y a otros integrantes de las comisiones representativas. Tras ellos, un grupo de sindicalistas reparte octavillas entre los trabajadores. Elena sabe que muchos compañeros y compañeras simpatizan con esas formaciones y sus propuestas, aunque hasta el momento la asamblea general se mantiene firme en sus principios de organización independiente de cualquier sigla política. A Mila, sin embargo, le hierve la sangre al verlos. —Ahí están esas comadrejas, posando para la foto —murmura. Las cuatro mujeres se reúnen con el medio centenar de compañeras de la asamblea que han acudido en bloque a la manifestación. Aún no han desplegado la pancarta cuando la cabecera se pone en marcha. Por fin, Mila y Lourdes desenrollan la sábana. A medida que esta se extiende, el lema se hace visible: mujeres en lucha por un trabajo y una vida dignos. Elena está satisfecha, aunque preferiría que reflejara un espectro más amplio de las reivindicaciones de las mujeres. El trabajo no lo es todo, al menos para ella, y eso de
una vida digna es un concepto que convendría concretar. Al margen de los matices, está contenta pues las compañeras están dispuestas a luchar por cambiar las cosas. Se siente orgullosa de formar parte de eso. —Daos prisa o nos quedaremos las últimas —grita Martina, con una ilusión que enfatiza su inocencia. —Vamos, vamos —apremia Mila—, haced hueco, que se vea la pancarta. Cuando consiguen abrir una brecha entre la multitud, el grupo se cuela de golpe. Elena piensa que le vendría bien un trago de algo fuerte para calmar los nervios, pero los bares han cerrado en solidaridad con la huelga. En un rato pasará, se convence. Es un día importante y quiere estar a la altura de las circunstancias. Ya habrá tiempo a la noche para lo demás, si nada se tuerce. Y repite, a modo de plegaria: si nada se tuerce.
La manifestación discurrió sin complicaciones ni altercados por las calles de Zaramaga, y, tras confluir con las que procedían de otros barrios, formó una riada humana que recorrió el casco viejo hasta desembocar en la Plaza Nueva, concentrándose tal multitud que los últimos en llegar tuvieron que contentarse con otear el acto desde la distancia. Tras la lectura del comunicado, la gente se dispersó, emplazados por Endika, una vez más, a acudir a la asamblea de la tarde. Pasadas las cuatro, tras reposar la comida con un dilatado café, Elena y Mila ponen rumbo al templo donde va a tener lugar la asamblea. Tras recorrer la calle Ignacio de Loyola y bordear el parque, van a parar de nuevo a las inmediaciones de Zaramaga, encontrando a su paso corrillos de hombres que fuman y conversan animadamente. —¿Vas a contarme qué te pasa o qué? —pregunta Mila, con una brusquedad natural y exenta de mala intención. Elena se siente tentada de negar la mayor y evitarse las explicaciones, pero sabe que su amiga no se dará por vencida
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con facilidad, de modo que decide responder sin mencionar a Ander. —He discutido con Santos. —Dime algo nuevo... —Llevo un día y medio fuera de casa. Mila hace una gesto de preocupación. —¿Y la niña? —Con mi madre. —¿Y tú cómo estás? —Bien, supongo —repone Elena, procurando sonar convincente. La temperatura se ha vuelto más fría y corre una brisa húmeda que anuncia lluvia. Alrededor de la iglesia de San Francisco, sin embargo, el goteo de personas es incesante. Las puertas del templo están cerradas, por lo que las calles aledañas se van llenando con rapidez y el murmullo inicial crece hasta convertirse en un ligero alboroto. Elena y Mila rodean la fachada gris del edificio y se sientan en un banco de madera situado junto a la pared de la izquierda. Mila saca la cajetilla de negro. —¿Qué ocurrió? —No estoy segura —miente Elena, consciente de que Santos y ella son amigos—. Tengo la sensación de que ya no encajamos. —¿Le vas a dejar? —No —repone Elena, y al momento se desdice—: no lo sé. Ya no es el mismo, ¿sabes?... Cada día está más pesado con todo eso de casarnos y comprar un piso. Parece una persona distinta. —Te entiendo, a todo el mundo le ha dado ahora por comprar pisos, coches y televisores. Es una epidemia. La exageración de Mila le arranca a Elena una sonrisa. —No es solo por eso. —¿Qué pasa, hay alguien más? —¿Por qué lo dices? —disimula Elena, fingiendo sorpresa. Mila sonríe con astucia.
—Te llevo veinte años, sé algo de estas cosas. Elena se recuerda a sí misma la decisión de guardar silencio. —Me asusta crear una familia —confiesa, y se sorprende al oírse, pues hasta ahora no había concretado el sentimiento en una frase tan concreta—. Entiéndeme, quiero a mi hija, quiero cuidar de ella, verla crecer, todo eso. Pero no sé si quiero también un marido, una casa en propiedad, un trabajo, una rutina... —El trabajo es un asco, en eso estoy de acuerdo, pero hasta donde yo sé no se puede pasar sin él. Respecto a lo demás, qué quieres que te diga... acabas de describirme. Elena no ha caído en la cuenta de que Mila se separó del padre de su hijo hace años y que desde entonces comparte piso de alquiler con otra mujer soltera, teniendo por ello que aguantar toda clase de acusaciones veladas, rumores e incluso burlas, sin que nada de eso haya cambiado su determinación. —Supongo que esto nos convierte en bichos raros. —Hace veinte años, en Barcelona, conocí a una anarquista que había estado presa varias veces —relata Mila—. Era mayor que yo y vestía de forma sobria, pero había algo cercano y juvenil en su expresión. Hablamos durante un rato, lo que tardó el autobús en hacer la ruta desde el centro hasta Casteldefells. Antes de despedirnos, le confesé que me sentía fuera de lugar, extraña a todo lo que me rodeaba. Ella sonrió y me dijo que durante mucho tiempo se había sentido igual. La oveja negra. Hasta que un buen día se levantó por la mañana, se miró al espejo y decidió dejar de ser una oveja. ¿Comprendes? Ni negra, ni blanca, sencillamente no ser más una oveja. La historia le arranca a Elena una sonrisa irónica. —¿Cómo se hace eso? Mila le clava una mirada llena de inteligencia. —Lo mismo pregunté yo. —¿Y...?
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—Me miró en silencio, igual que yo te miro ahora; luego se levantó y se despidió amablemente. Que tengas mucha suerte, Milagros, me dijo. Y desapareció.
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Durante la asamblea, Elena no deja de pensar en la historia de Mila. Oye las intervenciones, pero apenas escucha lo que dicen. No se trata de ser o no ser la oveja negra, sino de dejar de ser oveja, recuerda. Se siente identificada; más aún, interpelada por el desafío implícito de la metáfora. Se pregunta quién sería aquella mujer, qué la llevó a la cárcel y qué significaría para ella crear una alternativa de vida. La moraleja de la anécdota es evidente para alguien que tenga las cosas muy claras, pero no para quien, como ella, se siente agujereada por la duda, la indecisión y la falta de objetivos. Puede que no se trate tanto de vislumbrar un camino perfectamente definido, medita, como de sentir que se decide conscientemente. Que a pesar de las injerencias externas y la coacción social, una es dueña de sus acciones. Mientras infiere las posibles conclusiones, se percata del ambiente que inunda la sala. Más que un silencio, es una suavización generalizada de los murmullos. El foco de interés general está puesto ahora en Endika, que se abre paso desde el lateral y asciende al pequeño anfiteatro donde se oficia la misa. Puesto de pie, parece más corpulento y su presencia resulta imponente. Ante el aplauso previo de una parte del auditorio, hace un gesto de calma y pide silencio. —Compañeros, compañeras, desde que empezamos esta lucha hemos tenido muy claro cuáles son las intenciones de la patronal, del gobierno y de su sindicato —su tono es áspero, como si se acumulara en su voz la fatiga—. Los de Forjas fuimos los primeros en parar, y también en sufrir represalias. A unos cuantos y a mí nos despidieron el dieciséis de enero, apenas una semana después del paro, y desde entonces esta medida taxativa se ha repetido en otras fábricas. Nos han despedido, nos han apaleado, nos han insultado, han
intentado manchar nuestros nombres con su propaganda. Y ahora vienen a nuestras casas a detenernos con acusaciones absurdas mientras abren las fábricas para provocar la división. Incluso un día como hoy, cuando el pueblo trabajador está en la calle, se atreven a acosarnos —añade—. ¡Ya está bien, no vamos a tolerarlo! ¡Exigimos aquí y ahora la liberación de todos los detenidos! —Discúlpame, tengo que ir a tomar el aire —dice Elena, haciéndole un gesto a Mila para que le permita salir de la bancada. —¿Quieres que te acompañe? —No, quédate. Luego me cuentas. Mila le frota la espalda en un gesto cariñoso y se aparta. Elena se abre paso entre la gente y sigue el muro de la nave hasta la salida. Rodea el templo y se sienta en el mismo banco de antes, con la cajetilla de rubio girando entre los dedos. Desde el interior de la iglesia resuenan los aplausos fundiéndose con el chillido lejano de una sirena. Incapaz de controlar los nervios, Elena enciende un cigarrillo que le sabe ácido. El humo se arremolina delante de sus ojos llevándose su pensamiento hacia el día en que acudió a aquel ateneo de Toulouse acompañada de una amiga de la facultad. Era la presentación de un libro que tenía relación con la revolución social de 1936. No recuerda el título. Al terminar el acto, un hombre algo mayor que ella se acercó. ¿Eres vizcaína?, preguntó. Alavesa, de Vitoria, respondió ella, ¿cómo lo sabes? Te escuché hablar hace un rato, explicó él. Soy Ander, de Irún. Después de esas tímidas frases llegaron muchas más, y en algún momento de la noche, al calor del vino, la música de los bares y la conversación, sus labios se juntaron. Es un recuerdo hermoso de un tiempo en que se sentía mucho más libre. Ahora, en cambio, no es así. Casi todo a su alrededor ejerce presión para hacer que se amolde a las convenciones. Piensa que no puede engañarse y hacer como si la aparición de Ander no tuviera consecuencias. Tampoco esperar a que la relación con Santos se enderece, ya no hay tiempo para
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eso. Algo ha cambiado en su interior y se ha llevado por delante las pocas certezas que a duras penas se sostenían en pie. Se ha dado cuenta de que no se trata de elegir entre dos opciones, de escoger a uno u otro —ahora es consciente de ello—, sino de seguir su propio camino. Cuando el cigarrillo se consume entre sus dedos, se levanta y echa a andar hacia el casco viejo. Minutos después, se detiene frente a la pensión Aldabe. Ahora estás aquí, se dice, ¿qué vas a hacer? Por fin, se arma de valor y entra. En la recepción, un hombre mayor, de gesto serio y nariz aguileña, alza la mirada por encima del periódico y levanta una de sus cejas blancas y pobladas. Parece importunado. —Disculpe —dice Elena, avergonzada—. Estoy buscando a una persona. Es un hombre joven, castaño y con barba de pocos días. —Segundo piso. Elena señala las escaleras, indecisa. —¿Puedo...? —Ahora no está —el conserje devuelve la atención al diario—. Salió temprano. Ella hace ademán de preguntar de nuevo, pero desiste. Se siente decepcionada. ¿Qué esperabas presentándote por sorpresa mientras media Vitoria está de huelga?, se recrimina. —Quisiera dejarle un mensaje —dice, tras dudar uno segundo. El conserje deja escapar un bufido, coge un bolígrafo y se dispone a escribir en el lateral del periódico. —Privado —matiza ella—, si es posible. El hombre bufa de nuevo, después le entrega papel y un sobre. —Gracias. Elena anota una frase breve, concisa, y la firma con su nombre. Introduce el papel en el sobre y se asegura de que queda bien cerrado. Se lo entrega y espera hasta que el hombre lo coloca en la casilla que corresponde a la habitación de Ander. Piso segundo, puerta izquierda. Ahora ya lo sabe,
aunque tendrá que esperar al día siguiente, si todo va bien, para cruzar ese umbral. Al salir, se ciñe el abrigo y observa cómo la claridad del día se apaga tras los edificios. Espérame mañana por la noche, repite mentalmente mientras se aleja calle abajo con paso apresurado.
por tercera vez en dos días, Indar entra en el cuartel con la intención de entrevistarse con Orozco. La primera vez no le encontró allí, y no le importó regresar a casa con las manos vacías. Lo contrario hubiera sido verdadera suerte. La segunda vez sí supo que se encontraba en el edificio, el problema entonces fue que estaba demasiado ocupado. El guardia que la atendió ni siquiera hizo el esfuerzo de avisarle y ella no fue capaz de insistir. Ahora que se ha dado una vez más la caminata hasta Sansomendi, está decidida a conseguir su objetivo. Cruza el umbral y se repasa el atuendo antes de enfrentarse al guardia de la recepción. Es distinto al de los días anteriores, más viejo y más serio. Sin dejarse amedrentar, Indar se planta frente a su mesa y saluda con gesto amable. —Buenos días. Quisiera ver al teniente César Orozco, si es posible. —Teniente coronel —matiza el hombre. Indar sonríe y disimula su desprecio. —Claro, eso quería decir. Cualquier investigador de película lo hubiera solucionado con un billete de veinte dólares, pero en la comandancia de la Guardia Civil de Álava, delante de un hombre de aspecto rudo y expresión alelada, las cosas son más complicadas. —El teniente coronel no atiende visitas. —Verá... es un asunto importante. El guardia la mira con desconfianza.
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