Introducción El libro que revolucionó el concepto de naturaleza
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o caeremos en la tentación de convertir Filosofía zoológica en un libro para multitudes. No lo es. Está escrito para un público con ciertos conocimientos de biología animal. Debería ser un texto de obligada lectura para biólogos y naturalistas. No ocurre así. Pedir peras al olmo es un imposible, lo sabemos. La obra es ignorada incluso entre los evolucionistas; rechazada por la tropa darwinista. La lectura en castellano se complica si tenemos en cuenta que la última impresión se remonta al año 1986. En esa fecha la editorial Alta Fulla edita el facsímil de la traducción, incompleta, impresa en Valencia por Francisco Sempere allá por el año 1911. Anteriormente, en 1971, le editorial Mateu publicó una traducción directa pero, igualmente, limitada a la primera parte de la obra. Un panorama desolador que la presente traducción integral remedia cabalmente. Existiendo el libro, la pregunta es ¿por qué leerlo? Hace tiempo que comprendimos las razones reflexionando sobre un texto de Italo Calvino: Por qué leer los clásicos. Las contamos. Porque siendo un libro muy conocido, de oídas, su lectura resulta nueva, inesperada, inédita. Porque es una lectura de descubrimiento, tanto si se relee como si lo disfrutamos por primera vez. Porque es una obra que nunca se acaba; que fascina incitándonos a volver. Porque recuperamos un viaje iniciático lleno de promesas; viaje necesario, imprescindible. Por supuesto, porque siendo un clásico es un tesoro cultural irrenunciable. Anticipemos que el estudio introductorio es sencillo, directo. Primero conocer al autor. Luego analizamos el ideario. Terminamos valorando la repercusión científica de la obra. El apartado bibliográfico avala el relato.
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El caballero de Lamarck
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En Bazentin, pequeña localidad al norte de Francia, una línea recta entre Amiens y Valenciennes, nació Jean-Baptiste Pierre Antoine de Monet, caballero de Lamarck. El primero de agosto de 1744, sábado. Uno más para los menos de cuatrocientos habitantes del paraje. Fue el undécimo hijo de Philippe de Monet. Caballero de Sant-Louis, comandante del castillo de Dinan, señor del lugar. Familia noble, de arraigo militar, venida a menos durante trescientos años. Demasiados vástagos y un menguado patrimonio llevaron al infante JeanBaptiste al seminario regentado por los padres Jesuitas en la prospera ciudad de Amiens. Iniciaba la carrera eclesiástica mereciendo el apodo del petit abbé. Liberado de ataduras tras la muerte del padre, el pequeño abad ha cumplido dieciséis años cuando reemplaza la Biblia por el sable. Lo imaginamos a lomos de un triste rocín cabalgando hacia tierras germanas, asistido por un joven campesino igualmente descarnado. Buscan fortuna en el campo de batalla. En la frontera norte guerrea el regimiento de Beaujolais donde pretenden enrolarse. El 14 de julio de 1761 las tropas francesas pierden la batalla de Willianghausen. Derrota amarga, difícil de olvidar. Por su heroico comportamiento Lamarck será nombrado oficial. La salida del ejército fue tan abrupta como el ingreso. Firmada la paz, el año 1763 el regimiento es acuartelado, primero, en Tolón, después en Mónaco, donde se lesiona gravemente. Más de un año estuvo convaleciente en París. Tuvo tiempo de leer y meditar, de aprender botánica y meteorología. Momentos útiles para comprender que podía avanzar en la vida sin perderla. Abandona el ejército ingresando en la facultad de Medicina. Época difícil. Hubo de trabajar para subsistir compaginando los estudios con el oficio de banquero. Lamarck no había nacido para ser médico. Trascurridos cuatro años, la botánica reemplaza a la medicina. El año 1778 publica Flora francesa. Todo un éxito. Una obra metodológica eficaz para conocer el nombre de las plantas aplicando y resolviendo sencillas reglas dicotómicas. El libro ganó el favor del todo poderoso conde de Buffon. El célebre naturalista lo hizo imprimir con el marchamo de la Imprenta Real. Durante los años 1781 y 1782 los ojos botánicos de Lamarck recorrieron los territorios de Alemania, Austria, Hungría, Holanda, acompañando como preceptor al hijo del Conde. Tarea
para la que había sido nombrado botánico real. Regresó, encargándose de gobernar la sección botánica de la famosa Enciclopedia metódica. En 1788, gracias al marqués de Billarderie, intendente del Jardín del Rey, consigue un puesto en el Gabinete Real como guardián de los herbarios. Era el encargado de arreglarlos y ordenarlos con un sueldo de 1000 francos. Deberá esperar al año 1793, cuando la revolucionaria Convención Nacional constituya el Museo Nacional de Historia Natural, para acceder a la cátedra de invertebrados. Que nadie quería. Escasos eran sus conocimientos sobre estos animales con sangre blanca, como fueron conocidos en la época. Un conjunto de seres olvidados por casi todos. Animales terrestres, acuáticos, subterráneos; caminantes, voladores, nadadores, saltadores, reptantes; miles y miles de especies. Unas 135.000 se conocían en la época frente a las cerca de 10.000 que sumaban el resto de animales. Lamarck supo ordenar el caos: separó los crustáceos de los insectos, definió los arácnidos, distinguió los anélidos entre los gusanos, diferenció los equinodermos de los pólipos; y, fundamentalmente, tuvo la inteligencia, la intuición, el acierto, de llamarlos animales sin vértebras. El reino animal quedó dividido en dos grupos universalmente aceptados: vertebrados e invertebrados. Sistema de los animales sin vértebras, impreso en 1801, es el libro donde lo explica. El profesor Lamarck permaneció fiel al Museo hasta su muerte, ocurrida un 18 de diciembre de 1829. Incluso rechazó la cátedra de zoología de la Facultad de Ciencias. Fueron casi treinta años en los que vida y trabajo se confunden. Tres décadas representadas por obras como Hidrogeología; Investigaciones sobre la organización de los cuerpos vivos; Historia natural de los animales sin vértebras; Sistema analítico de los conocimientos positivos del hombre; y, especialmente, Filosofía zoológica. Lamarck fue un hombre de la revolución. Escribe libros para un pueblo magnánimo y victorioso, buscando ser útil a sus semejantes, a sus hermanos, a sus iguales. Lo comprenderemos leyendo la dedicatoria incluida en Investigaciones sobre las causas de los principales hechos físicos. Obra publicada el año 1794. Ciudadano convencido no sintonizó con la etapa napoleónica. Ni el imperio ni la restauración le sentaron bien. Muchas instituciones lo acogieron en su seno: el Instituto de Francia; la parisina Sociedad Filomática; la Sociedad de Naturalistas en Moscú; la Real Academia de las Ciencias de Múnich; o la berlinesa Sociedad de Amigos de la Naturaleza.
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El ocaso de su vida fue triste, difícil. Malos tiempos. Enterró a tres esposas y a varios de sus ocho hijos. Para malvivir vendió su biblioteca, su herbario, todas sus colecciones. Murió ciego y pobre, hasta el extremo de ser inhumado en una fosa común del cementerio parisino de Montparnasse. La historia tampoco le ha hecho justicia, concediéndole, si acaso, un papel secundario en el reparto de esa superproducción histórica titulada la evolución. Fue un gran sistemático, y el primer naturalista en formular la teoría de la evolución explicando como la vida se diversifica espontáneamente por causas naturales. No debemos olvidarlo.
Diversificar la vida
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Hace miles de años que la humanidad manifiesta un desarrollo cognitivo ajeno al resto de los seres vivos diferenciándose singularmente. Hasta entonces, ningún colectivo tuvo las entendederas necesarias para trazar su futuro pilotando la nave del saber. El proceso se denomina conocer. Inicialmente, conocer la naturaleza rudimentariamente con la obligación de obtener recursos para sobrevivir. Luego, conocerla para revelarse, para independizarse del medio, para ser autosuficiente, para convertirse en el pequeño dios anunciado por Pierre Grassé en el siglo XX. Para la humanidad, la naturaleza es una colección de seres y aconteceres sorprendentes tanto por lo que revelan como por lo que esconden. Identidades ocultas cuya comprensión resulta ciertamente difícil. Determinar los objetos que la componen, observar sus fenómenos, conocer las leyes que la gobiernan, es una tarea inacabable -quizá inabarcable. Los interrogativos qué, cuál, cómo, dónde, cuándo, porqué, pululan en la mente de unos hombres atrapados por la necesidad, la curiosidad y la vanidad. En estas condiciones, los científicos han aplicado dos fórmulas magistrales para representar la naturaleza. Antes, el tradicional patrón fijista. Un sistema vivo cerrado, permanente, intemporal. La fotografía fija de uno seres que recurrentemente nacen, crecen, se reproducen y mueren. Después, también la contemporánea teoría de la evolución concebida como un mundo vivo relativo, cambiante, perecedero. Un sumatorio de momentos biológicamente imbricados. Aplicar uno u otro modelo depende del sen-
tido dado al proceso de variación orgánica mostrado por el registro fósil. Convertidos en piedras, reducidos a despojos óseos, los otrora habitantes del planeta desafían la razón científica. Leonardo da Vinci y Bernard Palissy, por ejemplo, entendieron fácilmente su significado como materia viva, pero faltan varios siglos para que el manual del geólogo británico Charles Lyell, Elementos de geología, enseñe a los lectores que tales restos corresponden a plantas y animales sepultados por causas naturales. Hasta 1600 hubo connivencia en considerarlos meros artefactos sin ningún nexo vivo. A partir de esa fecha los naturalistas abandonan la especulación, despejan las dudas comprobando experimentalmente el valor orgánico de los restos paleontológicos. En la siguiente centuria el tema dio otra vuelta de tuerca. La extinción de especies fue admitida como un hecho connatural a la vida y, consecuentemente, estas especies conocidas por sus huesos habitaron la Tierra en épocas pasadas. La teoría de las especies perdidas principio la revolución, abrió una brecha temporal en el sistema natural diferenciando dos categorías existenciales: el tiempo geológico y el tiempo biológico. Lo universal y lo particular. La naturaleza era un sistema variable. Leyendo las Disquisiciones sobre el sexo de las plantas, escritas por Carl Linneo el año 1760, comprobamos que la idea de diversificar la naturaleza por medios naturales fue un planteamiento previo al episodio evolucionista decimonónico. Como botánico, Linneo admite que nuevas formas vegetales aparecen por hibridación. Mecanismo mediante el cual se originó la diversidad de plantas que cubren el suelo caracterizadas por su interrelación parental: son hijas del tiempo. El plan representa una aplicación restrictiva, regulada, del modelo fijista. La Creación deviene un suceso parcial circunscrito al momento inicial, tras el cual la naturaleza actúa por sí misma. Dios sigue siendo el artífice pero el acto ha perdido su condición sobrenatural, es un fenómeno actualista resultado de un proceso reproductor que multiplica el reino vegetal combinando las formas ya existentes. Con el sugerente título de Las épocas de la naturaleza, en 1778 el conde de Buffon ofrece una versión más ambiciosa, compleja, refinada, de esta naturaleza mudable. En su cabeza, la Tierra adquiere su estado animado transitando por siete épocas. Primera y segunda son etapas abióticas, cuando la materia incandescente toma forma
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expandiéndose hacia el ecuador y achatándose en los polos. La vida irrumpe en la tercera. La temperatura disminuye, el vapor atmosférico se licúa. La litosfera conforma un caluroso mar universal. Aparecen los primeros animales acuáticos adaptados a las temperaturas elevadas. Serán también las primeras víctimas, las primeras especies perdidas cuando cambien las condiciones ambientales. La cuarta es la era de los vegetales. Primero colonizan las cumbres que el agua no alcanzó a anegar, después invaden la superficie liberada por el mar gracias al retroceso hídrico. Sobre esta masa continental eclosionarán los gigantescos animales identificados en estado fósil. Es la quinta época, el momento de unos seres humanos aún incivilizados. La actual división continental ocurre en la sexta etapa. En la última el hombre toma posesión de la Tierra. La sociedad humana se apodera de la naturaleza manipulándola a su conveniencia. En total unos 168.000 años de historia calculó Buffon. La pregunta resulta obligada: ¿cómo se originan los seres vivos a partir de la materia inanimada? Al explicarlo el Conde inventa la teoría de las moléculas orgánicas. Los seres vivos serían el resultado de la agregación de indestructibles partículas animadas producto de la acción del calor sobre la masa dúctil. Una vez constituidos, animales y plantas poseen un molde interior donde se insertan las moléculas ingeridas mediante la respiración y la nutrición, sirviendo de copia reproductora. De este modo, fauna y flora consumen cotidianamente las partículas circulantes por el medio. En las fases de extinción los individuos desaparecen, el proceso de asimilación se interrumpe y las moléculas se distribuyen libremente organizándose bajo la forma de nuevas especies reemplazo de las precedentes. La teoría implica una concepción materialista de la vida terrestre carente de nexo biológico, incompatible con la descendencia común. La idea incipiente de una filogenia la hallamos en otros textos de su Historia natural. Existe de forma explícita, sin equívocos, planteando la posibilidad real de interpretar la vida como un suceso transformistas que conecta morfológicamente la secuencia animal. Sin lugar a dudas, Buffon trazó un prometedor horizonte a beneficio de pensadores capaces de actuar sin prejuicios. El primer paso era sencillo. Él mismo lo dio con disimulo: reemplazar al creador por un mundo mecánico. Lamarck comprendió y avanzó en la idea. Lo hizo sin tapujos, poniendo negro sobre blanco un
planteamiento inusual, proponiendo otra manera de estudiar la naturaleza. Una entidad desmitificada, reducida a procesos físicos y organismos interrelacionados por su génesis. Lo hizo cambiando la escena analítica, penetrando en la forma del cuerpo para conocer, comprender, y convertir la función orgánica en el genuino referente de la vida fundamento de la naciente biología. No todos los naturalistas pensaron igual. Fue el caso de Georges Léopold Chrétien Frédéric Dagobert, barón de Cuvier. Un maestro de la paleontología. Un mago del osario. Su antítesis ideológica. El año 1812 Georges Cuvier publica Investigaciones sobre las osamentas fósiles de los cuadrúpedos. Cuatro volúmenes sobre vertebrados extintos. Como sucedió en tantos otros casos, los fósiles cuestionaron su visión estándar de la naturaleza. Incógnitas ineludibles irrumpen en su escena paleontológica. ¿Por qué han desaparecido estos organismos? ¿Qué relación mantienen con la fauna actual? la respuesta niega la genealogía transformista defendida por Lamarck aduciendo la ausencia de una correlación fósil que justifique la gradación orgánica entre pasado y presente. ¿Cómo resolver, pues, el enigma de la extinción? Su teoría argumenta que periódicas inundaciones habrían afectado a ciertos territorios, cubriéndolos y exterminando a los moradores. Regiones que, al recuperar las aguas su estado normal, serían colonizadas por especies provenientes de lugares ajenos al desastre. El trasvase faunístico de unas regiones a otras justificaría las diferencias tipológicas subyacentes en cada época. Un suceso poblacional distributivo sin variabilidad biológica explicaría el registro fósil. Debemos conceder que, dada su sencillez e inmediatez, la teoría migratoria resulta más fácil de aceptar que la compleja relación filogenética explícita en la hipótesis evolutiva. Hoy sabemos que la explicación más sencilla no es la correcta. Fue Lamarck quien valientemente dio forma a la idea de evolución para explicar la historia de la vida terrestre, explica el paleontólogo George Simpson en su libro La vida en el pasado. ¿Cuáles fueron los términos de la propuesta?
Una filosofía de la evolución En la Conferencia Huxley dictada el 29 de mayo de 1911 en la Universidad de Birmingham, el filósofo Henri Bergson expresaba su
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adhesión a la idea de evolución aceptando que las especies se generan unas a partir de otras comenzando por las formas orgánicas más simples. Hipótesis confirmada paulatinamente desde Lamarck y Darwin por el triple testimonio de la anatomía comparada, la embriología y la paleontología. En las palabras de Bergson reconocemos dos propiedades estructurales inherentes al fenómeno de la evolución. Primera, su representación general como un fenómeno biológico común consistente en la génesis de especies por modificación de las precedentes. Argumento descriptivo —lo que ocurre—, a partir del cual las distintas teorías ejecutan una opción particular justificando cómo y por qué sucede. Segunda, la condición empírica del supuesto derivada de los datos obtenidos en diferentes áreas de conocimiento. Este armazón ideológico fue trazado por Lamarck dando vida al principio epistémico del que derivan los sucesivos modelos evolutivos. En opinión de su contemporáneo Yves Delaye, antes de Lamarck era impensable atribuir una causa natural al origen de las especies. Hablando con precisión afirmaremos que la imposibilidad no era pensar la vida en términos naturales: físicos, químicos, biológicos. El imposible radicaba en cerrar el círculo explicando la génesis de los organismos mediante una genealogía que los relacione entre sí y con el medio, estableciendo un canal de información biológica desde el pasado hasta el presente a través de la reproducción. Epistemológicamente, el acierto de Lamarck consiste en definir un nuevo estatus natural remodelando libremente, ad libitum, un concepto clásico, recurrente, eterno, del ideario naturalístico, representación invariante de la naturaleza hasta en sus más nimios detalles: la escala natural o cadena de los seres. Un esquema que, desde Platón y Aristóteles, relacionaba morfológicamente las formas orgánicas ordenándolas por su proximidad anatómica, dibujando una secuencia rectilínea de complejidad y perfección crecientes hasta el hombre. Habría un grupo natural único, unilateral, unidimensional, unidireccional. Para Lamarck el término naturaleza tiene valor como orden de las cosas que la constituyen, pero la ordenación no responde al estándar de la escala natural. En 1800 rechaza públicamente el esquema abandonando el planteamiento uniformista. Ya no existe una serie lineal, regular, en los intervalos de las especies y los géneros. La conexión orgánica se reduce a una gradación matizada circunscrita al sistema de organización,
representado por las clases y las grandes familias taxonómicas. Hay un tronco común fundamentado en relaciones de su organización biológica que, a través de las especies, forma ramificaciones laterales cuyos extremos son puntos realmente aislados, conformando la nueva simbología arborescente del orden natural, genealógico, de la vida: seres vivos que se suceden por generación y provienen unos de los otros formando especies que tienen una constancia relativa, son temporalmente invariables. Solo el individuo es esencia. Hay un orden perfilado como una serie ramosa, irregularmente graduada e ininterrumpida, bifurcada en sendos reinos —animal y vegetal— compuestos por series filéticas sinfín; relación de parentesco constitutiva del verdadero método natural en detrimento de las artificiosas distribuciones sistemáticas vigentes. El año 1802, con ocasión de la apertura del curso zoológico en el parisino Museo de Historia Natural, Lamarck explicaba a los asistentes que durante mucho tiempo había aceptado que las especies eran constantes. Error que no volvería a cometer. Reformular el concepto de especie era la consecuencia obligada de observar la naturaleza bajo el prisma de la evolución, concepto caracterizado ahora por su doble condición espacial y temporal. Aplicando la hipótesis, el grupo taxonómico es una mera colección de individuos transitoriamente coincidentes en su morfología. Los seres vivos son lo que parecen solo por tiempo limitado, luego cambian. Son una realidad válida mientras se mantengan las circunstancias ambientales. En román paladino, la especie es un colectivo de individuos semejantes durante un largo periodo de tiempo con la salvedad de pequeñas diferencia accidentales. Después, transcurrido un tiempo inverosímil para la existencia humana, las condiciones del medio cambian gradualmente y los individuos acomodan su tipología a las nuevas necesidades adquiriendo otra conformación heredada por sus descendientes. El conjunto constituye una especie diferente, igualmente perecedera. También ocurre que un subgrupo, separado accidentalmente del colectivo, experimenta en otro lugar condiciones distintas adquiriendo hábitos diferentes, apropiados al nuevo espacio, que provocan otra forma biológica: una nueva especie formada por todos los individuos afectados por esas circunstancias, teoriza Lamarck incorporando al proceso de especiación una modalidad por separación geográfica grupal de la población
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parental. Un planteamiento con futuro dentro de la biología evolutiva. Las especies ya no son hijas del tiempo linneano, lo son de los cambios del medio y, en otro orden, del cambio de hábitat. Habría, pues, dos vías de especiación para un mismo modo de transformación orgánica siendo la adaptación la causa evolutiva. Y lo es como condición sine qua non a cumplir por los seres vivos para sobrevivir. Nos enfrentamos a una naturaleza conservante de la vida individual, no de la especie, mediante la adecuada combinación adaptativa. Suceso donde, racionalmente, el fenómeno de la extinción carece de fundamento al no producirse la interrupción existencial del objeto sino una continuada conversión adaptativa. En tal caso ¿cuál es la correspondencia biológica deducida de los datos paleontológicos? Los fósiles no identifican especies desaparecidas de la faz terrenal, idean estadios pasados y conexos de la misma materia testimoniando cómo fueron antes de convertirse en su manifestación actual, igualmente perecedera. Son las piezas caducadas de un proceso individualizado de sustitución no selectiva. No hay competencia intraespecífica ni interespecífica. El cambio lamarckiano es acumulativo, la suma de partes convergentes en nuevas morfologías dentro de una naturaleza variante en sentido paulatino, moderado e incesante, nunca catastrófico. Cambiar requiere tiempo y ocurre mediante los pasos sucesivos que muestran los fósiles. Subrayando la inestabilidad orgánica como una cualidad inaparente de la naturaleza, Lamarck enuncia su teoría biológica sobre el origen material de la vida y el común desarrollo multiforme de unos seres vivos interconectados con la historia geológica del planeta. Si a título general la hipótesis culmina la idea de una naturaleza independiente, capaz de alcanzar por sí misma tales logros, el mensaje subyacente es un mar de dudas respecto a la letra pequeña del proceso natural. El remedio a tal ignorancia es un innovador programa de investigación. El naturalista debe ser ambicioso, no puede limitarse a consumir tiempo y esfuerzos describiendo y clasificando la serie infinita de especies, géneros, órdenes y clases de ambos reinos. Identificar el objeto vivo no basta para reconstruir adecuadamente el sistema biológico natural. La tarea requiere descubrir cómo la naturaleza formó sus producciones y las renueva sin cesar. Consecuentemente, la prioridad es analizar el conjunto de relaciones que condicionan al sujeto para expresarse en un modelo
anatómico-funcional. Un objetivo que, metodológicamente, se traduce en conocer la organización de los seres vivos estudiando los fenómenos que acontecen durante la reproducción y el desarrollo, relacionando los efectos que las condiciones del medio y la manera de vivir ejercen sobre los cuerpos. Este es el significado biológico de Filosofía zoológica. Un corpus sobre los principios de la vida animal redactado con el fin de dilucidar en qué consiste y qué condiciones son necesarias para que la vida se materialice corporalmente. La conclusión fue que, para conservar la vida, los individuos experimentan transformaciones adaptativas dependientes ambientalmente. Adaptación, continuidad filética y variación cronológica, son los pilares del arquetipo evolutivo fundacional lamarckiano. Desde entonces la fórmula ha viajado en el tiempo generando un debate intenso, polémico, incesante, sobre el origen y la temporalidad de las especies, dado que una cosa es ser evolucionista y otra muy distinta explicar el cómo y el porqué de la evolución. Lo argumenta Simpson en El significado de la evolución. Así las cosas, lejos de caer en el olvido, el pensamiento lamarckiano es hoy un activo del ser y sentir evolucionista porque, impregnado del conocimiento actual, su visión transformista de la naturaleza compone un ramillete de posibilidades originalmente insospechadas. El fantasma de Lamarck, reflexiona el profesor Ramón Margalef, es difícil de exorcizar dado que su idea fundamental, aprovechable cuando menos, no es el consabido concepto de herencia de caracteres adquiridos, como imaginaríamos, sino su percepción de que los hábitos y las apetencias pueden guiar la evolución futura dando forma a las características que definirán el proceder evolutivo. Cincuenta años trascurrieron desde la aparición de la Filosofía lamarckiana hasta la primera edición del Origen. En este periodo su ideario transmutacionista contaminó irremediablemente los círculos académicos. Sumó partidarios y detractores. Estos lo rechazaron, aquellos lo aceptaron y la indiferencia triunfó en los otros. El mismo Darwin reconoció haber llegado a conclusiones similares sobre la transformación de los seres vivos. Lo cuenta a su amigo el botánico Joseph Hooker en carta fechada 11 de enero de 1844. El testimonio permite subrayar el consenso en torno al principio general lamarckiano de entender el fenómeno de la vida como un
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roceso de sustitución de unas especies por otras mejor adaptadas. p La desemejanza, básicamente, radicaba en el mecanismo de reemplazo propuesto. Es decir, en la manera de ocurrir la adaptación y en que la razón adaptativa sea teleológica o azarosa. Para comprender la conexión de Lamarck con el darwinismo es necesario responder otra pregunta clave: ¿qué rol tuvo el ideario lamarckiano antes de publicarse El origen de las especies?
La transmutación de las especies Antes de Darwin
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Tan posible como frecuente es redactar la historia de la evolución componiendo un relato minimalista sustentado en tres personajes: Lamarck, Darwin, Mendel. Cada cual ocupa su lugar. El sabio francés marca el comienzo de la teoría; el naturalista inglés identifica el epicentro; el monje checo representa el alma de la genética neodarwinista. Una narración elemental, desigual, eficaz, cuya etapa peor conocida es la inicial. Habitualmente, la historia minusvalora la figura de Lamarck, su ideario y el debate generado alrededor de su teoría. El argumento utilizado para la negación es tan rotundo como erróneo: la evolución solo tuvo sentido real con la irrupción darwiniana. La cuestión es ¿por qué ignorar cincuenta años de polémica científica? Desde el año 1800 el naturalista francés contó su teoría sobre la vida hablando y escribiendo. Enseñaba la teoría de la descendencia, como también fue conocida, en el curso de zoología impartido en el parisino Museo de Historia Natural. Luego la inmortalizó en su Filosofía aunque emergió antes en libros como Sistema de los animales sin vértebras e Investigaciones sobre la organización de los cuerpos vivientes; 1801 y 1802 respectivamente. En 1815 prosigue la construcción de esta naturaleza transformista iniciando la publicación de Historia Natural de los animales sin vértebras. Siete volúmenes editados sucesivamente hasta el año 1822. La Filosofía se reeditó el año 1830 y sobrevinieron cuatro décadas hasta la impresión, en 1873, de una nueva edición a cargo de Charles Martins, director del Jardín Botánico de Montpellier. Lamarck falleció el año 1829. Su
ausencia y la exigua proyección editorial de la obra no ayudaron a difundirla. ¿Quiénes conocieron su teoría? ¿Qué opinaban de ella? Apenas transcurridos cuatro años desde su publicación el reputado botánico suizo Augustin Pyrame de Candolle manifestaba su oposición a la teoría de la no permanencia de las especies. Se puede leer en su obra Teoría elemental de la botánica de 1813. El rechazo tiene un sentido taxonómico definiendo la constancia temporal de las especies como una condición sistemática imprescindible. En su mente la naturaleza está ordenada permanentemente, representa un colectivo variable solo en aquellas características que no modifican la identidad del grupo. El cambio lento y gradual de las especies propuesto por la teoría de la transmutación era una idea improbable por contravenir los conocimientos generales, Atribuir las formas de los seres a sus hábitos era una hipótesis, cuando menos, absurda, escribe señalando inequívocamente el modelo lamarckiano; la única teoría formulada entonces al respecto. Otro caso. Discurría el año 1817. Para el filósofo alemán Friedrich Hegel, la singular visión de una naturaleza cambiante era sólo una de esas representaciones nebulosas, sensibles, inefables, que el intelecto humano debía rechazar. Lo explicita en la Enciclopedia de las ciencias filosóficas. La idea de atribuir un origen material a la vida, de confabular un mundo mudable, inconstante, incierto, incoherente, no dejaba de ser una estrambótica ocurrencia a esconder tras un tupido velo. El dedo acusador de Hegel no indica nombre alguno, pero la fecha lo revela. En idéntico año, con distinto parecer, se expresó el geólogo escocés Robert Jameson quien, en el prólogo a la tercera edición inglesa del Ensayo sobre la teoría de la tierra de Georges Cuvier, analiza el debate evolucionista contemporáneo. En su opinión, la cuestión era bipolar. El paleontólogo lideraba el bando antitransformista —lo hemos explicado—, defendiendo un modelo de naturaleza alterable solo por el fenómeno de la extinción. El estandarte evolucionista pertenecía a Lamarck, partidario, refiere Jameson, de interpretar la naturaleza como un conjunto inestable de seres vivos sometidos a la acción modificadora del ambiente. El reverendo John Fleming, famoso botánico, zoólogo y geólogo escocés, también conoció y negó la teoría de la transmutación. Lo hizo en su libro Filosofía de la zoología publicado el año 1822. Los estratos geológicos contienen los restos de plantas y animales
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extintos que difieren en mayor o menor medida de las especies actuales, hallándose los seres más similares en los depósitos más recientes. Esta secuencia morfológica era el argumento de parentesco utilizado por los partidarios de la teoría para afirmar que la fauna y la flora modernas descienden de aquellos organismos conservados en las rocas, cuya forma mudó a causa de los cambios medioambientales. La idea se rechaza sin especial argumentación, con cierta arbitrariedad. La vida, simplemente, tiene límites y la trasmutación de las especies es uno de ellos, nunca tuvo lugar sentencia augurando a los defensores de la teoría una ardua tarea para establecer las imaginadas transiciones. Tenía razón al señalar las dificultades de la misión. No hubo nombres, pero distinguimos la conexión lamarckiana tanto en el modus operandi medioambiental como en la referencia al primer volumen de la Historia natural de los animales sin vértebras. Si leyó el libro, no pudo ignorar el sentido evolutivo de una obra que daba una paso hacia adelante alrededor del tema tratado en Filosofía zoológica. Más testimonios. El nuevo diario filosófico de Edimburgo del año 1826 incluye el artículo Observaciones sobre la naturaleza y la importancia de la geología, atribuido al profesor Robert Edmond Grant, históricamente conocido por su vínculo académico con el estudiante Charles Darwin. La cuestión del origen de los seres vivos era una de las preocupaciones del profesor. Su respuesta favorita era la inequívoca teoría del señor Lamarck. El mundo orgánico tenía su origen en animales simples, como los infusorios, formados por generación espontánea, todos los demás habían evolucionado gradualmente empujados por las circunstancias externas. Hipótesis apoyada por la doctrina de las petrificaciones, aun con todas sus imperfecciones. El año 1831 el geólogo belga Jean-Baptiste d’Omalius publicaba sus Elementos de geología. Para Omalius la hipótesis más plausible para justificar la concatenación de seres vivos ocurrida durante la historia geológica del Globo era la sustitución reproductiva de unas especies por otras, provocada por las circunstancias externas a las que estuvieron sometidas. El propio Charles Lyell se sorprendía de que su colega hubiese apostado por el sistema de transmutación lamarckiana. Lyell dejó clara su posición en el segundo volumen de sus Principios de geología, aparecido el año 1832, dedicado a los cambios ocurridos en el mundo orgánico. En este texto Lyell utiliza
el vocablo evolución con rotundidad, inequívocamente, aplicándolo al concepto lamarckiano de una naturaleza cronológicamente modificable en función del espacio. Ideario que negó hasta los años sesenta. Los primeros capítulos del libro reflejan claramente el contenido de la Filosofía. Realmente, son un primer testimonio en lengua inglesa. La refutación del ideario lamarckiano vendrá después, incorporando cierto grado de incertidumbre. En la argumentación hay un tono dubitativo frente a una hipótesis que tal vez no estuviese del todo equivocada; frente a un planteamiento no carente de lógica, dotado de consistencia interna. La teoría lamarckiana de la transmutación representó para Lyell una complicación singular porque si conceptualmente la idea contravenía sus principios, metodológicamente la hipótesis respetaba el postulado fundamental de su esquema geológico: explicar los fenómenos mediante causas naturales. Lamarck fue quien reveló la idea evolutiva a Lyell mucho antes que Darwin. Publicado en 1833, de los hábitos e instintos animales trata el séptimo volumen de la afamada colección sobre teología natural conocida como Tratados Bridgewater. Lo firma el párroco naturalista William Kirby. Un prestigioso entomólogo inglés considerado el padre de la disciplina. Tratando el tema de Dios y la naturaleza, hubiera sido impropio olvidarse de Laplace y Lamarck, dos de los filósofos más eminentes del siglo. Un físico y un zoólogo que ignoran a Dios atribuyendo la Creación a causas secundarias. El gran error del Lamarck era su acérrimo materialismo conducente a una naturaleza irracional, compuesta solo por leyes y cuerpos que no pueden ir más allá de sus sensaciones. Una naturaleza representada por un árbol genealógico fundamentado en un animálculo ajeno a la razón, principio de la diversidad actual. Kirby tiene claro el significado práctico, biológico, de la teoría. El calor, la electricidad, la atracción, penetran en la materia inorgánica produciendo irritabilidad y vida, formando tejidos celulares; ingredientes que dieron lugar a primitivos seres capaces de reproducirse por escisión y gemación. Luego, la vida hizo de la necesidad virtud: el estímulo por alimentarse formó la boca, la capacidad digestiva propició el estomago y los intestinos; y así sucesivamente caminando hacia la complejidad y diversidad de los seres vivos. Nada nuevo se podía añadir contra la hipótesis lamarckiana a lo escrito por Lyell en sus Principios
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demostrando la estabilidad de la naturaleza. Bastaba leer el segundo tomo para comprobarlo. Kirby no conocía el tema de oídas. Sus referencias son variadas y novedosas: Principios de geología, Sistema de los animales sin vértebras, y los artículos Naturaleza e Inteligencia redactados por Lamarck para el Nuevo Diccionario de Historia Natural. El año 1836 el reverendo William Buckland, célebre geólogo y paleontólogo, en el primer volumen de su conocido libro Geología y mineralogía —otro Tratado Bridgewater—, tiene claro que Lamarck es el enemigo anticreacionista. Por ello no duda en advertir al lector del peligro ideológico que la doctrina lamarckiana representa al considerar el origen de las especies vivas gracias al desarrollo y la transmutación de otras excluyendo al Agente creador. Más argumentos. En el tercer volumen de la Historia de las ciencias inductivas, escrita en 1837 por el reputado e influyente filósofo británico William Whewell, leemos que la controversia entre partidarios y oponentes a la doctrina de la transmutación de las especies era uno de los puntos más sobresalientes del debate científico. Un tema candente. Geólogos y paleontólogos habían demostrado que durante la historia de la Tierra diferentes grupos de animales y plantas habitaron el globo sucesivamente. Era un hecho científico. El dilema consistía en explicar el fenómeno aceptando la doctrina de la transmutación —las especies de una época geológica se transforman por causas naturales en las siguientes—, o creer en el milagro de la creación sucesiva de especies ocurrida la extinción de las predecesoras. Opción esta por la que se decantaba el filósofo. Whewell repite su posición en la edición revisada de su Historia impresa en 1847. Al redactar el tercero volumen del Curso de filosofía positiva sobre química y biología, publicado en 1838, Auguste Comte no se olvidó de incluir la memorable discusión transformista planteada por Lamarck. Desde su enfoque filosófico la teoría suponía un problema contra el método. Contra el método natural y el inalterable orden jerárquico cuestionando la realidad de los individuos. La relación con el medio y la variación morfológica eran principios indudables pero mal aplicados, construyéndose una hipótesis ingeniosa y falsa, alejada de una naturaleza donde los seres vivos se perpetúan obedeciendo la ley natural de repetir los caracteres identitarios del grupo. En los volúmenes iniciales, años 1842 y 1843, de la revista británica El oráculo de la razón, la primera publicación exclusivamente atea
aparecida en cualquier época o país, según reza en la presentación, William Chilton, cofundador, columnista y editor, desarrolla su artículo Teoría de la gradación regular. Un breve fragmento traducido de la Filosofía sirve para difundir las causas que han llevado a los animales a su condición actual: el movimiento interno de los fluidos y la influencia de las cambiantes circunstancias a las que se exponen. Más adelante, al contrario del entomólogo Kirby, la mejor opción para comprender el hecho es recomendar la lectura del compendio elaborado por Lyell en los Principios sobre la teoría de la transmutación lamarckiana. Un mundo sin Dios era posible. En 1844 se publica la controvertida obra Vestigios de la historia natural de la creación del autor anónimo Robert Chambers. Olvidado, el nombre de Lamarck, vinculado a Filosofía zoológica, aparecerá solo a partir de la sexta edición, en 1847. Una escueta nota sin mayor aclaración. Será en el prefacio de la décima edición, 1853, cuando el autor reconozca que había oído hablar de la hipótesis lamarckiana considerándola un círculo vicioso inapropiado para explicar la existencia las especies animadas. Para comprender el silencio cómplice de Chambers resulta oportuna leer la extensa reseña, minuciosa, publicada el año 1845 por la North British Review con motivo de imprimirse la cuarta edición de los Vestigios. Según el incógnito articulista, hubiera sido una injusticia olvidar el sistema del desarrollo progresivo propuesto por Lamarck que, conceptualmente idéntico al presentado en los Vestigios, atribuyendo a la naturaleza la capacidad vital, era muy superior por establecer causas inteligibles para justificar la hipótesis de los sucesivos cambios que experimentan las especies. La acción del calor, la electricidad, y otros agentes físicos, sobre la materia inerte generaron pequeños cuerpos gelatinosos principio de los futuros vegetales y animales; progresivamente más complejos empujados por la motivación y las circunstancias. Un sistema descendiente de las mónadas, que todavía perduraba en el continente fruto de este hábil, entusiasta, y muy estimado profesor del gran museo parisino de Historia Natural. Mediados los años cuarenta, guiado por la mente del botánico francés Frédéric Gérard, seguidor de Lamarck, el planteamiento tomó identidad como Teoría de la evolución de las formas orgánicas. Gérard aplicó el esquema del maestro para explicar cómo surgió la vida desarrollándose durante la historia de la Tierra. Se puede leer
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en Diccionario Universal de Historia Natural. El registro fósil indicaba qué había ocurrido en la naturaleza desde los orígenes hasta el presente. Al inicio, una utópica célula primigenia surgida de la materia inorgánica; después siete periodos evolutivos habían guiado adaptativamente las diferentes líneas filogenéticas hacia sus representantes actuales. Basada en la extinción de especies reemplazadas por nuevas formas surgidas de las precedentes, para el botánico Gérard la teoría de la evolución era en 1845 una ley biológica posible, sencilla, directa, comprensible. Contrariamente, los geólogos Alonzo Gray y C. B. Adams no fueron partidarios de la consabida teoría de la transmutación, creían en los prodigios. En su libro Elementos de geología, 1852, no tienen dudas sobre la intervención directa del Creador. Posición que no les impide debatir la opción transformista, recuperando la teoría de Lamarck como explicación de un orden natural correlativo desde lo simple a lo complejo mediante el incremento progresivo de las estructuras anatómicas. Otras evidencias. En la reunión académica celebrada el viernes 20 de abril de 1855 en la sede de la Royal Institution de Gran Bretaña, el profesor Thomas Huxley tomó la palabra para hablar de algunos argumentos zoológico aducidos a favor de la hipótesis de desarrollo progresivo de la vida animal a lo largo del tiempo. El orador se pregunta ¿cuál es el significado de las especies extintas encontradas en estado fósil? La respuesta fue precisa, los seres vivos diferían en cada época y la sustitución cronológica de especies era un suceso admitido por todos, un hecho indubitable. La cuestión a debate no era, pues, qué había sucedido sino explicar cómo se produjo el cambio. Resumiendo, en opinión de Huxley se conocía el proceso biológico, sólo faltaba por determinar ¿qué ley regulaba la sucesión de especies? Asunto polémico e irresoluble, todavía. Tuvo que esperar cuatro años para conocer que la selección natural era la respuesta. Lo explica Huxley en su crónica para el Time publicada el lunes 26 de diciembre de 1859 titulada La hipótesis darwinista. En la exposición aparece la figura del famoso naturalista Lamarck, una de esas mentes privilegiadas, escasas, capaces de rechazar los milagros; mentes dispuestas a rehusar el dogma creacionista. Lamarck interpreto correctamente el proceso pero se equivocó al establecer que la modificación de los órganos mediante el ejercicio, cambios heredadas por la descendencia, era la ley evolutiva.
Terminamos. En 1859, ajeno aún al Origen de las especies, el botánico francés Dominique Alexandre Godron reconocía el mérito de Lamarck como líder del movimiento transmutacionista. En su tratado Sobre la especie y las razas leemos que su ilustre compatriota merecía ser considerado el jefe de la escuela naturalística defensora de la teoría de la mutabilidad de las especies mediante la acción de agentes externos y la reproducción. También el naturalista suizo Louis Agassiz, un antidarwinista confeso, recordó el papel lamarckiano. En su libro Un ensayo sobre la clasificación, 1859, el nombre de Lamarck, junto a su Filosofía, aparece subrayado como defensor de la mutabilidad de las especies, planteamiento conducente a definir la complejidad estructural animal mediante una sucesión de grados de organización que permitía ordenarlas en series continuas. En 1945, en su obra Bosquejo de una historia de la biología, el reputado biólogo francés Jean Rostand escribe que Filosofía zoológica fue un fracaso cayendo pronto en la indiferencia. Rostand se equivoca. No fue así. Anudando los testimonios expuestos comprobamos que la hipótesis lamarckiana no dejó indiferentes a sus contemporáneos. La teoría fue conocida, discutida, integrada en el discurso naturalista como una alternativa al conservador modelo creacionista. En Gran Bretaña las ideas de Lamarck suscitaron un importante debate. Suceso relevante porque algunos de los científicos implicados — Lyell, Huxley— formaron parte del grupo científico alrededor del cual Darwin ideó la selección natural. Singularmente, el testimonio de Thomas Huxley presenta a Lamarck como el naturalista responsable del debate sobre la sustitución cronológica de las especies. Por su parte, la obra Principios de Geología fue un elemento fundamental para la difusión del ideario lamarckiano; tanto por el minucioso análisis incluido como por la difusión generalizada que la obra alcanzó. Tenía razón Huxley al afirmar que en Inglaterra, gracias a la Lyell, no se olvidaron de Lamarck. Durante décadas Filosofía zoológica fue el referente evolucionista. Hasta la publicación del Origen de las especies no existió otro tratado dedicado al tema. Es el primero; creó escuela; estableció un nuevo concepto de naturaleza aplicando otro método de investigación; sentó las bases del modelo transformista, transmutacionista, evolucionista —el adjetivo poco importa—. Fue, como escribe el darwinista Ernst Haeckel en su Historia de la creación, la
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primera exposición razonada de la doctrina genealógica llevada hasta las últimas consecuencias. Por el caballero de Lamarck. En definitiva, Filosofía zoológica cambió la visión de la naturaleza principiando la moderna biología. El hecho no ocurre por casualidad. Lo explica el autor en el Preámbulo. Su proyecto era redactar una monografía sobre los cuerpos vivos titulada Biología. Finalmente, presentó su investigación sobre los caracteres, la organización, el desarrollo, la diversidad, y las facultades del reino animal con el clásico formato de Filosofía. Un título oscuro para un libro claro, innovador, revolucionario. Andrés Galera,
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