Sobre la amenaza atómica

Page 1

SEGUNDA PARTE (1950-1992) (fragmento)


Capítulo 10

La posibilidad del apocalipsis: la bomba atómica

Anders explicó en su entrevista a Mathias Greffrath lo que supuso la bomba atómica para su vida y su trabajo intelectual: «Es innegable que el 6 de agosto de 1945, o sea Hiroshima, significó una cesura; probablemente la más rigurosa de mi vida». Sin embargo no pudo expresarlo inmediatamente: «En un principio —que duró varios años— no supe reaccionar como escritor. En un primer momento, permanecí mudo, pero no porque no hubiese comprendido lo mons­t ruoso de los acontecimientos, sino, por el contra­r io, porque ante tamaña monstruosidad me falla­ban la imaginación, el pensamiento, la boca y la piel». La bomba y la emergencia de un periodo de la humanidad dominado por la energía atómica había sido materia narrativa de varios libros y artículos (H. G. Wells, uno de los primeros) desde antes de su fabricación, pero para Anders había una diferencia radical entre el «conocimiento académico» y el «acontecimiento vital»: «Debía mi apreciación correcta del acontecimien­to a un azar gracias al cual había conocido años atrás a un joven físico nuclear quién me habló, aunque muy de pasada y en tono académico, de la posibilidad de hacer saltar por los aires el globo terráqueo. No tuve, sin embargo, la menor idea de que en los Estados Unidos se estaba trabajando ya en la producción de esos monstruos apocalípticos; bastante ocupado andaba uno de día y de noche con otras matanzas perpetradas con armas menos “avanzadas”. Comprendí enseguida —probablemen­te ya el mismo 7 de agosto, un día después de Hiroshima y dos días antes del ataque nuclear contra Nagasaki, que fue el segundo y absoluta­mente imperdonable— que el 6 de agosto represen­ taba el día cero de una nueva era: el día a partir del cual la humanidad ya era irrevocablemente capaz de exterminarse a sí misma». Tiempo después pudo encontrar la forma y el lenguaje con los que afrontar el acontecimiento: «Aún así pasa­ron años hasta que me atreví a sentarme delante de una hoja de papel para cumplir la tarea de hacer imaginable lo que nosotros, es decir, la humani­dad, éramos capaces de producir. Me acuerdo muy bien: fue en Nueva Inglaterra, en algún lugar cerca de Mount Washington, donde lo intenté por prime­ra vez; pasé horas sentado debajo de un nogal, ante una hoja de papel,

202


con un nudo en la garganta, y no logré escribir ni una palabra. La segunda vez, que fue ya en Europa, corría el año 1950 o 1951, creo que lo conseguí. El resultado fue aquel capítulo de La obsolescencia del ser humano que trata de “Las raíces de nuestra ceguera ante el apocalipsis”. Hasta el día de hoy creo, en efecto, haber caracterizado, al subrayar esta discrepancia, la conditio humana de nuestra época y de todas las épocas venideras, con tal de que nos sea dado que las haya» (Anders, 1995: 78-80). La bomba atómica y la amenaza nuclear constituyeron desde ese momento uno de los dos grandes asuntos (el otro fue el de la obsolescencia del ser humano) sobre los que trabajó Anders durante el resto de su vida. El grueso de su obra, especialmente la que escribe durante los años cincuenta y sesenta, bien sea ensayística o bien sea literatura activista, indaga en la significación de la nueva era y en las consecuencias que tiene para la condición humana, asunto, por otra parte, central en el pensamiento occidental desde los años treinta como confirman obras como las de Malraux, Mumford, Arendt, etc. Lo que diferencia estos libros y autores es dónde sitúan la especificidad de la transformación del ser humano y de la humanidad. Diana Preston ha realizado un clarificador recorrido por el camino seguido por la cultura y la ciencia occidentales: «El resplandor destructivo que llevó a Hiroshima a ocupar un lugar en la historia fue la culminación de cincuenta años de creatividad cien­t ífica y de más de cincuenta años de agitación política y militar. Varias generaciones de científicos contribuyeron a semejante avance en el campo de la física. Sin embargo, cuando empezaron a descifrar los se­cretos de la materia ni siquiera los futuros premios Nobel podrían ha­ber vaticinado que sus ideas innovadoras, combinadas con aconteci­mientos externos, desembocarían en un suceso de tal trascendencia histórica. Como todos los protagonistas de este relato, eran humanos. El viaje hacia este descubrimiento, emprendido por científicos de muchos países, había comenzado hacia 1890 cuando investigadores en­t regados exclusivamente a esta labor, como Marie Curie, que trabajaban solos o en pequeños grupos con un equipo rudimentario, decidi­dos a desentrañar los secretos de la naturaleza, comenzaron a identifi­c ar los diminutos componentes que formaban el mundo que les rodeaba. Obtuvieron resultados increíbles, pero también se vieron abocados a callejones sin salida. Muchos se apresuraban a publicar sus hallazgos no ya para obtener beneficios, poder o renombre dentro de la profe­sión, a menudo ni siquiera para alcanzar prestigio personal, sino sim­ plemente por amor al conocimiento. Durante mucho tiempo ninguno se dio cuenta de que su trabajo podría desencadenar una inmensa energía con la que desarrollar una nueva arma devastadora, o bien, si se utilizaba adecuadamente, suministrar electricidad a una ciudad» (Preston: 14). Sin embargo, el

203


propio Pierre Curie, en 1905, lanzaba este aviso: «“Cabe imaginar que en manos criminales el radio podría volverse muy peligroso [...] Podríamos preguntarnos si la humanidad tiene algo que ganar descubriendo los secretos de la naturaleza”. Curie no tenía dudas sobre la respuesta, por lo que añadió con tono tranquilizador: “Me cuento entre los que piensan, junto a Nobel, que los nuevos descubrimientos proporciona­rán a la humanidad más beneficios que males”. Treinta y cuatro años después, los científicos tenían unos conocimientos mucho más amplios y se enfrentaban a decisiones más difíciles» (Preston: 151). Albert Einstein tenía en su carta del 3 de agosto de 1939 a Roosevelt una idea clara de hasta dónde podrían llegar las investigaciones: «Un trabajo reciente de E. Fermi y L. Szilard, que me ha sido comunicado en forma manuscrita, me induce a pensar que el elemento uranio podría convertirse en una nueva e importante fuente de energía en un futuro inmediato. Ciertos aspectos de la situación que se ha presentado parecen requerir la atención y, si es necesario, la rápida actuación de la Administración. Creo, por tanto, que es mi deber informarle de los siguientes hechos y recomendaciones. En el transcurso de los últimos cuatro meses —gracias al trabajo de Joliot en Francia, así como de Fermi y Szilard en Estados Unidos— ha aumentado la posibilidad de que se desate una reacción en cadena nuclear en una gran masa de uranio, mediante la cual se generarían enormes cantidades de energía y numerosos elementos nuevos similares al radio. Ahora parece casi seguro que esto podría lograrse en un futuro inmediato. Este nuevo fenómeno también podría conducir a la construcción de bombas, y es concebible —aunque mucho menos seguro— que pueda construirse un nuevo tipo de bomba extremadamente potente. Una sola bomba de esta clase, transportada por barco y detonada en un puerto, podría muy bien destruir todo el puerto y parte del territorio circundante» (Preston: 165). El investigador húngaro Leo Szilard también sabía las consecuencias morales que podrían traer esta nueva energía y cómo el científico tendría, en adelante, otras responsabilidades. Por esas fechas el memorando de Otto Frisch y Rudolf Peierls describe los efectos del uso de las bombas atómicas. Como señala Preston, ese «memorándum trataba sobre las consecuencias humanas no sólo de la explosión, que podría destruir probablemente “el centro de una gran ciudad”, sino del efecto posterior de la radiación, “fatal para los seres vivos incluso mucho tiempo después de la explosión”. “La mayor parte”, predecía la nota, “se dispersará por el aire y será arrastrada por el viento. Esta nube de material radiactivo matará a todo el mundo dentro de una franja que puede calcularse en varios kilómetros de extensión. Si lloviera el peligro sería aún mayor, porque el material acti­vo sería arrastrado hasta el suelo y se pegaría a él [...]”. Frisch y Peierls insinuaban que el número de víctimas civi-

204


les, probablemente muy ele­vado, “puede hacer que el empleo del arma por parte de este país sea inadecuado”, pero señalaban que, como no existía una defensa eficaz salvo la amenaza de tomar represalias con la misma arma, merecería la pena fabricarla como fuerza disuasoria» (Preston: 179). Años después el peligro era otro: «Si a causa de algún factor desconocido e inesperado estallara un reactor y lanza­ran grandes cantidades de materiales altamente radiactivos a la atmósfera [...] las pérdidas humanas y los daños para la salud en la zona podrían ser catastróficos» (Groves apud Preston: 242). Después del lanzamiento de la bomba atómica y tras la guerra mundial los caminos de los científicos del Proyecto Manhattan fueron divergentes pero dentro de la tendencia que hemos señalado: «El trabajo que había dado sentido a la vida de Robert Oppenhei­mer acabó con la guerra. El físico confesó que “en aquel momento casi no me quedaban fuerzas”. Resuelto a volver al mundo académico, Oppenheimer dimitió de su puesto en Los Álamos. En los años inme­diatamente posteriores a la guerra continuó siendo un asesor influyen­te en la Comisión de Energía Atómica de Estados Unidos (AEC, siglas en inglés), organismo que sucedió al Proyecto Manhattan. Sin embargo, Oppenheimer no respaldó los planes de la AEC para construir la pri­mera bomba de hidrógeno del mundo, basada en la liberación de ener­g ía causada por la fusión de átomos de hidrógeno; creía que la bomba de fisión era lo suficientemente potente como para cubrir las necesi­d ades militares de Estados Unidos. Otros científicos, Edward Teller en particular, resintieron la actitud de Oppenheimer. Teller, apasionadamente anticomunista, temía que los rusos no tardaran en adquirir los conocimientos necesarios para construir una bomba atómica, y se dedicó por completo a lo que denominó la “dulce tecnología” de la bomba de hidrógeno. Ernest Lawrence es­taba entre sus partidarios, y el proyecto siguió adelante. El 1 de no­v iembre de 1952, Estados Unidos realizó el equivalente de la prueba Trinity para la bomba H sobre el Pacífico; el artefacto destruyó una isla de un kilómetro y medio de diámetro y estalló con una fuerza quinien­tas veces mayor que la de Little Boy. Según un observador, era como “mi­rar a la eternidad, o a las puertas del infierno”». Aunque Teller llegó más lejos: «Inspiraría la estrategia del presi­ dente Reagan conocida como la “guerra de las galaxias”, la construc­ción de un escudo defensivo en el espacio para desviar los ataques con misiles. Hubo quienes creyeron que Teller y sus opiniones también sir­v ieron de inspiración para la película Teléfono rojo ¡Volamos hacia Mos­cú! Murió en 2003, a los noventa y cinco años» (Preston: 378, 380). Esto significa que si se aplicara uno de los argumentos morales de Anders (cf. capítulo 11), el tener ante la vista la magnitud de lo monstruoso, los científicos del Proyecto Manhattan estarían en el mismo nivel inmoral que Eichmann. Sin embargo, también pueden

205


encontrarse posiciones paralelas a las de Eatherly. El excepcional libro de Richard Rodhes concluye con una apreciación sobre Szilard: «El bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki horrorizó a Leo Szilard. Sintió una gran culpa por el desarrollo de tales armas terribles de guerra. (..) En la petición al Presidente que él había difundido entre los científicos atómicos en el julio de 1945, que Toller había decidido no firmar, escribió argumentado sobre las grandes responsabilidades morales de EE.UU. como consecuencia de su posesión de la bomba. El desarrollo de la potencia atómica proveerá a las naciones con nuevos medios de destrucción. Las bombas atómicas en nuestra perspectiva representan sólo el primer paso en esa dirección, y no hay casi ningún límite al poder destructivo que estará disponible en el curso de su futuro desarrollo. Así, una nación que tiene el precedente de usar estas fuerzas de la naturaleza recién liberadas para los objetivos de destrucción debería ser responsable de abrir la puerta a una era de devastación en una escala inimaginable» (Rodhes: 749). Las consecuencias inmediatas del lanzamiento de las bombas atómicas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima primero (el 6 de agosto) y de Nagasaki después (el 9 de agosto) fueron descritas en diferentes libros que trataron de presentar su dimensión trágica a partir de los testimonios y del relato sobre (y de) determinadas personas. Sin embargo la mayor parte de estos textos afrontaron el acontecimiento atómico dentro aún de un paradigma intelectual distinto al que Anders ensaya. Tres de ellos destacan por su intento de presentar los aspectos diferentes de este episodio bélico y su apego a un naturalismo literario como expresión: por una parte el Diario de Hiroshima (1945) del médico japonés Michihiko Hachiya, que redacta entre el 6 de Agosto y el 30 de septiembre; el escrito por el periodista norteamericano John Hersey, Hiroshima (1946); y las crónicas del también periodista George Weller, Nagasaki, que se publicaron ya en los primeros años del siglo xxi (pues se suponían destruidas por orden del General MacArthur, pero cuyas copias en papel carbón se encontraron en 2003) y que recogen lo visto por Weller entre el 6 y el 10 de septiembre. Cabe añadir a este tipo de literatura la representación novelística que hizo el escritor japonés Masuji Ibuse en Lluvia negra (1969) que continúa esta impresión positivista del acontecimiento. El primer testimonio gráfico procede de la película realizada por Paul Ronder Hiroshima Nagasaki Agosto, 1945 rodada pocas horas después del lanzamiento de la bomba. Otro conjunto de textos sobre la bomba atómica relataron el punto de vista de los responsables del lanzamiento de la misma, de su fabricación o de su ideación. Todos ellos se mantienen igualmente en un paradigma intelectual pragmático, sin omitir —claro está— su potencia destructiva y la

206


redistribución del poder político mundial que supone la posesión de un arma así, pero sin considerar su dimensión ontológica. Algunos de esos textos se escribieron o publicaron en el mismo año del lanzamiento de la bomba o al año siguiente, como es el caso de los artículos del coronel Paul Tibbets, comandante del Grupo Mixto 509 y máximo responsable de los tres aviones que participaron en la operación contra Hiroshima, de significativos títulos: «Ten p.m. August 5-and After» (10 p.m 5 de agosto y después) y «How to Drop An Atom Bomb» (Cómo lanzar una bomba atómica), publicados en Survey Graphic Magazine (en Enero de 1946) y en Saturday Evening Post (8 de Junio de 1946)24, respectivamente. También es significativo el volumen colectivo que apareció bajo el título de Un mundo o ninguno (1946) y que, contra lo que pueda parecer, reúne artículos de científicos y políticos responsables en la investigación, construcción y ensayo de la bomba atómica, como Oppenheimer, Niels Bohr, Leo Szilard, Walter Lippman o Albert Eisntein, sobre cómo gestionar el poder militar atómico, la nueva política mundial que debe seguirse o la descripción aséptica del poder de la energía atómica. En este apartado debe incluirse las conclusiones de una encuesta hecha por la revista Fortune cuyos resultados son altamente sorprendentes: «No debería haberse utilizado la bomba: 4,5%; Debería haberse lanzado antes en un lugar deshabitado para advertir a los japoneses de su potencia y después, si no bastaba el aviso, bombardear una ciudad: 13,8%. Se debieron utilizar las bombas tal co­mo se hizo: 53,6%. Se deberían haber arrojado más bom­bas antes de dar a Japón la oportunidad de rendirse: 22,7%. No tienen opinión: 5,5%» (Irazazábal: 16), así como el llamamiento de 1953 de los «Átomos para la paz» que hizo Eisenhower. Con posterioridad aparecieron obras (ensayos, pero también piezas teatrales, novelas, películas, etc.) que desarrollaron ampliamente las polémicas y controversias que se produjeron en este nivel que hemos llamado paradigma intelectual pragmático, donde lo que se planteaban no era las consecuencias últimas de la existencia de la bomba y de la energía atómica sino las justificaciones sobre los actos y la fundamentación política de la fabricación de armas nucleares. El resultado final de dos décadas de esta literatura científica y de ficción sobre el acontecimiento fue que la gente primero aprendió a vivir con la bomba (años cincuenta) y después olvidó la bomba (Anders, 1995: 88). La razón es que este paradigma construyó un campo de conocimiento sobre la bomba y la amenaza atómica que solamente magnificaba el poder de destrucción y, sobre todo, que se valoraba en tanto que había aumentado 24  Fue responsable también de una celebración vergonzosa en 1973 y para la que escribió un texto, «Training the 509th for Hiroshima», en Air Force Magazine, y de una representación.

207


considerablemente el poder de disuasión que haría en adelante que fuera muy difícil la posibilidad de una nueva guerra mundial. A la institución de este paradigma contribuyeron sin duda los políticos: «El presidente Truman confesó a un grupo de marineros que viajaban a bordo del crucero en el que volvía de la Conferencia de Potsdam: “Es el acontecimiento más extraordinario de la historia”. Winston Churchill se mostró más reflexivo: “Esta revelación de los se­c retos de la naturaleza, gracias a Dios oculta al hombre durante mu­cho tiempo, debería suscitar las reflexiones más solemnes en el espíri­ tu y la conciencia de todo ser humano que tenga uso de razón”» (Preston: 14). Ese campo era muy diferente al que se intentó hacer, también inmediatamente después del lanzamiento de la bomba sobre Hiroshima, desde un paradigma intelectual ontológico. En este sentido, el libro de Denis de Rougement, Lettres sur la bombe atomique (1945) representa un texto de transición para pensar el acontecimiento de otra forma. En las primeras páginas señala qué sucedió cuando leyó la noticia en el periódico local el 8 de agosto, durante su estancia en Lake George de Nueva York: «Tuve que contar la historia como si volviera de Hiroshima, como si fuera responsable de eso. A medianoche, hablábamos de ello todavía. El choque nos había empujado a la elucubración, más que al espanto o a la meditación» (Rougemont: 8). Sus comentarios sobre el punto de vista moral, sobre la maquinaria, sobre la guerra o sobre la cuestión política son un repaso a las distintas cuestiones que se plantearon de inmediato y solamente en pocas páginas define la nueva situación: la indefensión del ser humano y la invisibilidad del enemigo (Rougemont: 36), la idea de un discurso pre-atómico que no habría aprehendido las consecuencias del acontecimiento (Rougemont: 46), la figuración de la propia amenaza, pues la bomba «ha multiplicado por veinte mil la libertad de temer lo peor en cada instante» (Rougement: 74), y la que probablemente sea la más determinante: «Nuestro mundo está sin duda perdido, y es la razón de Noél. En esta noche más larga del año, porque no había más que desesperar, la esperanza nació. Demostración de una potencia indemostrable, y sobre la que la tecla sabría ser registrada más que por todo el hombre que suscitaba: he aquí, por qué nuestros instrumentos, y nuestras funciones mentales o sensoriales, serán siempre incapaces» (Rougement: 111). El escritor francés termina con una sentencia: «la bomba no es peligrosa de ningún modo. Es un objeto. Lo que es horriblemente peligroso es el hombre. Es él quien la ha hecho y quien se prepara para usarla» (Rougement: 117). Ese paradigma ontológico es contradictorio en el caso de Bertrand Russell: si bien en 1954 escribía que «en esta ocasión no voy a hablar como británico, ni como europeo, ni como miembro de la democracia occidental; sino como ser humano, como miembro de la especie Hombre» (Russell: 238), en su cono-

208


cido y muy difundido ensayo «El peligro que amenaza al hombre»; a finales de los años cuarenta aún creía, como tiempo después mantendrá Jaspers, que «por mi parte preferiría el caos y la destrucción causados por una guerra de armas atómicas al dominio universal de un gobierno de las diabólicas características de los nazis» (Russell apud Clark: 140). Lo mismo sucede con el libro de Norman Cousins Modern Man Is Obsolete (1945) de cuyo título, a pesar de su similitud con el de Anders, no puede sacarse más que una idea general. En 1962 Anders escribió un texto donde establecía algunas de las graves fallas que encontraba en lo que aquí se llama los textos del paradigma intelectual pragmático, y que se conformaban a partir de diferentes procedimientos de minimización. En primer lugar, la clasificación errónea del peligro presentándolas, por ejemplo, como armas (lo que ya es, según Anders, una falsificación) o piezas de artillería, nominación que aparece por efecto «de transformar la diferencia cualitativa de las “armas atómicas” en una diferencia puramente cuantitativa», lo mismo que sucede cuando se las denomina «armas nucleares tácticas». De igual forma puede encontrarse clasificaciones erróneas de los posibles efectos, como hacen los médicos, por ejemplo, al diagnosticar que lo que le pasa al piloto Eatherly es un complejo de Edipo y no un «tormento moral». En segundo lugar, lo que Anders llama el «desengaño del horror» que consiste en «el hecho de expresar el horror con el tono más sobrio posible, la mayoría de las veces en una lengua científica o administrativa. Se prefiere, en efecto, describir este horror en términos estadísticos o con la ayuda de cuadros». En tercer lugar mediante la solemnización del horror, exactamente lo contrario de la lengua de la exageración, mediante la cual es posible decir la verdad en todo su horror solo que se traduce tal horror «en la lengua de la estética», describiendo lo que es enorme como cualquier cosa sublime, y lo infame como cualquier cosa teológica, esto es, como algo infernal. En cuarto lugar utilizando la falsa comparación, como cuando los políticos señalan que el número de muertos por accidente de coche sería más elevado que las víctimas de los ensayos nucleares. En quinto lugar, lo que llama la amenaza por lo contrario: «Los más astutos, son los minimizadores que, sobre las paredes, denuncian como el peligro más grande lo contrario exactamente de lo que nos amenaza. No es un azar si alguna amenaza intimidante no es hoy tan apreciada y coronada por el éxito como aquella que constituye la superpoblación de nuestro globo. A diferencia de nosotros, que advertimos contra el peligro nuclear, los centinelas que advierten contra la explosión de la población no son jamás tratadas como “sembradores de pánico” sino, al contrario, alabadas aún como expertos». En sexto lugar, tratando la cuestión atómica de forma cómica, a través de chistes y bromas.

209


Y finalmente, lo que Anders denomina «la especulación sobre la tontería», como la que se plantea en un documento distribuido en 1959 en el que se desarrollan diez advertencias en caso catástrofe nuclear, cada una de las cuales contiene una mentira (Anders, 1981: 127-135).

Paráfrasis de L a obsolescencia del ser humano (1956), 3 A mediados de los años cincuenta aparecía el libro de Anders La obsolescencia del ser humano cuyo cuarto y último ensayo se titula «Sobre la bomba y las causas de nuestra ceguera ante el apocalipsis» y que el filósofo alemán dedica a la conformación del sentido de su «obsolescencia del ser humano». Este libro configura, junto a los de Mumford y Seidenberg, ejemplos de lo que llamamos paradigma intelectual ontológico. Se trata de un signo, la bomba, absolutamente real que se propone como elemento significante de la nueva sociedad. Comienza defendiendo la postura metodológica que le ha guiado en todo el libro: la exageración como forma de comprensión de los acontecimientos que son minimizados por los procesos de información y comunicación sociales en nuestra época. Así, comienza señalando que «cuando el objeto es banalizado, la formulación debe ser exagerada» (Anders, 2002a: 235). Describe la actividad filosófica que va a emprender para comprender «nuestra existencia bajo el signo de la bomba» (ibid.: 235) señalando la necesidad de vagar por una tierra desconocida en la que no hay mapas ni documentos por los que guiarse. Por ello sólo será posible, en un primer momento, derivar, observar y registrar los detalles. Poco a poco el terreno comenzará a tener relieves y podremos entonces empezar a comprender. Esta manera de transitar el terreno filosófico «de la bomba» procede de la «singular invisibilidad» del objeto de estudio. Mientras que debiera ser presentado ante nuestros ojos en la claridad de su amenaza y de su fascinación, en realidad es disimulado en el centro mismo de nuestra desidia (Anders, 2002: 262). El gran asunto de nuestra época es hacer como si no se entendiera, como si no se viera. Continuamos viviendo como si no existiera. De la misma manera que el capitalismo es vivido como si fuera nuestra naturaleza humana, como si no pudiese darse la vida sin el mismo. Anders, sin embargo, lo fija en la bomba puesto que ella sobrepasa lo humano sin darse cuenta que el capitalismo desemboca en los mismos resultados. Por ello si se topa uno con una situación en la que, por principio, se confunde un argumento, se minimiza, se reprime, para describirlo, y para que la descripción sea verdadera, debe repararse esta confusión y exagerar el dibujo mediante el exceso (ibid.: 236). El problema no es, pues, que se trate de una tierra sobre la que

210


nada se sabe sino del hecho de que aquello que se pueda decir sobre ello resulta sordo. Otra cuestión relevante para Anders a propósito de la bomba es que este ensayo no es un trabajo universitario que se orientaría, pues, hacia un destinatario concreto. El hecho de que la bomba penda sobre las cabezas de todos la convierte en un asunto de todos. Por ello no sería aceptable filosofar en un lenguaje de especialistas y para un grupo de especialistas sobre la eventualidad del apocalipsis. Además, la filosofía universitaria no se digna a transformar en problemas los golpes que la realidad nos da. Su ejemplo: las éticas universitarias desconocen todavía hoy (en 1956) la existencia de campos de exterminio. Es necesario, pues, encontrar un tono que pueda ser inteligible a un gran número de personas, de hacer una filosofía popular (ibid.: 237). Un segundo problema para Anders es que la filosofía popular no existe y filosofar significa esencialmente «exponer cualquier cosa respetando su complejidad» (ibid.: 237). Ello coloca al filósofo en una situación difícil puesto que el rigor desprecia la actitud habitual de convertir en diversión cualquier cosa, incluyendo el peligro apocalíptico. Con todo, el filósofo debe encontrar un lenguaje que no sea comprendido solamente por los universitarios. Hasta ahora el problema que debía plantear el moralista consistía en exigir cómo los seres humanos debían tratar a los seres humanos, cómo los seres humanos debían considerar a los seres humanos, cómo debían funcionar en la sociedad. Con la aparición de la bomba la cuestión ya no es saber cómo la humanidad debe continuar existiendo, sino si ella va o no a seguir existiendo. Esta cuestión abruma y el ser humano contemporáneo, en su ceguera ante el apocalipsis, en su angustia frente a la angustia de sí y de los otros, condenados a morir, no quiere admitir la verdad (ibid.: 238). Anders, pues, inicia su recorrido por el territorio de la bomba levantando las «primeras actas del espanto» (Anders, 2002: 266). Para ello recurre al cambio de eje que supone afirmar la muerte de Fausto al mismo tiempo que se señala el hecho de que hoy nosotros somos el Infinito, puesto que «si tiene valor de Absoluto o Infinito alguna cosa en la consciencia de los seres humanos de hoy no es el poder de Dios, o el poder de la naturaleza, ni los pretendidos poderes de la moral o de la cultura: es nuestro propio poder. A la creación ex nihilo, que es una manifestación de omnipotencia, le sustituye el poder opuesto: el poder de la aniquilación, de reducir a nada, y este poder está en nuestras manos» (ibid.: 239). Para Anders esto significa que somos seres humanos «de una nueva especie», los representantes de una nueva generación histórica. Nuevos titanes en un periodo en el que somos omnipotentes sin haber hecho todavía de esta omnipotencia un uso definitivo. La mejor ilustración para Anders de este cambio de destino es la muerte de la figura de Fausto, el hom-

211


bre que quería desesperadamente devenir un titán (un gigante que quiso asaltar los cielos, según la mitología griega: Anders pasa así de Prometeo a Titán). Incapaces de ver en sus instrumentos otra cosa que un medio para servir los intereses acabados, somos usurpadores del apocalipsis, los primeros en dominarlo pero también los primeros en vivir constantemente bajo su amenaza (ibid.: 241-242). Continuando la lógica apocalíptica, Anders señala que la fórmula «Todos los seres humanos son mortales» debe ser reemplazado por «la humanidad entera es eliminable» (ibid.: 242). El cambio supone el abandono de la idea de muerte natural y la ampliación de la cuestión ontológica y antropológica, ahora unidas por primera vez: «todos los seres humanos pueden ser eliminados». De la misma manera, la famosa fórmula de Salomón «Lo que ha sido es lo que será» ha sido igualmente reemplazada por «Nada será» (ibid.: 243). Cada uno se considera mortal en el interior de un conjunto más vasto, en el interior del mundo de los seres humanos, un mundo que las personas no tenían expresamente por inmortal, sino, con todo, es por lo que era de más durable y susceptible de sobrevivir. Porque existía esta dimensión, esta perspectiva de supervivencia de su mundo, por lo que los seres humanos han podido admitir la muerte o la mortalidad. Sin embargo hoy la amenaza de la bomba hace que todo ello habría existido en vano: todas las lenguas, las canciones, las imágenes, los dolores, los combates, etc. Nada de lo que ha sido subsistiría. Al hilo de lo dicho por Anders se podría afirmar que la muerte ya no puede sobrevivirse (ibid.: 244-245). Para considerar todas las dimensiones de este cambio radical, Anders conforma el panorama toda vez que la bomba hubiera sido utilizada. Ya no estaríamos hablando de acto, sino que el proceso que llevara a un tal hecho constaría tanto de mediaciones, de tantas etapas intermedias y haría intervenir tantas instancias sin que ninguna fuera más decisiva que otras, que al terminar todo el mundo hubiera hecho cualquier cosa pero la persona no lo habría hecho. A fin de cuentas, la persona no habría hecho nada (ibid.: 245). Para evitar el extremo peligro del reclamo de la consciencia, se han construido seres sobre los cuales se vuelve a echar la responsabilidad, es decir, máquinas, conciencias-autómatas electrónicas, encarnación de la ciencia. La cuestión de saber si el objetivo fijado por la máquina puede ser asumido carece de importancia ya en el instante mismo en que ésta comienza a calcular (ibid.: 245). La complejidad de la organización moderna es solamente el resultado de un trabajo mil veces dividido y mediatizado, que facilita su ejecución. Por ello, la idea de una moralidad de la acción es automáticamente reemplazada por la de un perfecto funcionamiento. «Si la organización de una empresa es perfecta y funciona impecablemente, el resultado mismo parece perfecto e impecable. Impecable no solamente porque el Todo funciona bien sino tam-

212


bién porque en tanto que Todo, él permanece invisible. Cada uno de los innombrables trabajadores especializados integrados en el proceso considera exclusivamente la tarea que deben cumplir y no consideran como consciencia más que en la medida en que cumple conscientemente la tarea de la que está al cargo, y no hay ahí para él motivo alguno de consideración moral». Así, dice Anders, no hay nada que se oponga a la producción y utilización de la bomba porque son el gran número de participantes y la complejidad del aparato lo que permite impedirlo (ibid.: 247). Esto se ampliará en Nosotros, los hijos de Eichmann. Anders continúa su indagación sobre la bomba definiendo lo que no es ésta, pues tiene en cuenta que aunque todo el mundo sabe más o menos qué es una bomba la mayor parte no lo saben sino de manera superficial, sin verdaderamente comprender lo que saben. Probablemente pensemos entonces la bomba pero con unas categorías inadecuadas (ibid.: 248). Así pues, en primer lugar la bomba no es un medio, en el esquema conceptual «medios-fines». Que la bomba no sea un medio es difícil de comprender puesto que la bomba es fabricada como un arma y las armas son manifiestamente medios, sino porque la categoría de medio ha adquirido en nuestro tiempo un valor universal que no tenía: comprendemos el mundo en el que vivimos como un mundo de medios, un universo donde no hay otra cosa que medios, un universo en el cual, paradójicamente, los fines son relegados a un segundo plano. En todo caso, la bomba no es un medio puesto que lo propio del medio es disolverse integralmente en su fin tal y como hace el camino en la meta, desapareciendo en tanto que tamaño propio cuando la meta es alcanzada, y, sin embargo, la bomba no desaparece puesto que es absolutamente más grande que su fin, es decir, «que el más pequeño de sus efectos —si se utilizara— sería más grande que no importa qué fin (político o militar)». Sus efectos, dirá Anders, trascienden todo fin (ibid.: 249). Pero esto no es todo: suponiendo que se quisiera conseguirse la inmortalidad mediante una destrucción memorable, una voluntad aniquiladora del mundo, continuar produciendo armas atómicas sería absurdo puesto que la cantidad se ha mutado en cualidad dado que el poder virtual de las bombas almacenadas es ya absoluto (ibid.: 250). Estamos en una situación sin precedentes. En resumen, si alguien quisiera utilizar la bomba con la esperanza de conseguir una meta determinada y un fin el efecto obtenido no tendría ninguna relación con esta meta. El camino no desaparecería en la meta, el medio no se aboliría en el fin, sino al revés: el fin desaparecería en el efecto del pretendido medio. Más concretamente, no desaparecería en un efecto sino en una cadena de efectos imprevisibles en la que nuestra desaparición no sería más que una de sus partes (ibid.: 251). En segundo lugar, Anders define el proceso degenerativo de la cuestión medios-fines con la inversión «los medios justifican los

213


fines», puesto que la producción de medios ha devenido el fin de nuestra existencia (ibid.: 251). El ejemplo que propone es en relación con la investigación científica: cuando los químicos obtienen un nuevo derivado, su tarea consiste en convertirlo en un fin e inventar una necesidad que le permita acceder al rango de medio (ibid.: 252). Así la libertad de crítica sólo es admisible respecto de la calidad del medio, no existe crítica de los fines pues la crítica de un fin perturbaría la producción del medio que sirve a aquel fin. En definitiva, la finalidad de los fines consiste en procurar a la producción de medios su razón de ser (ibid.: 252). En tercer lugar, esto significa, para Anders, que no sólo el asesino es culpable sino también el que está llamado a morir lo es. Este instrumento, la bomba, es el resultado de un plan y la responsabilidad de la bomba no es imputable a persona alguna, pues «no estamos a la altura de los instrumentos que nosotros mismos hemos fabricado», tesis fundamental de Anders y que desarrolla minuciosamente en Nosotros, los hijos de Eichmann. Sin embargo Anders advierte que estos giros por los que se ha presupuesto que ese nosotros era sujeto de la acción o sujeto responsable, ese nosotros global, no es legítimo dado que es absurdo afirmar que nosotros, la mayoría de los seres humanos, hemos querido este instrumento apocalíptico que es la bomba, que hemos querido elaborar el proyecto y que lo hemos realizado. Hablar de «suicidio colectivo» tiende a diluir la responsabilidad, dándole una extensión que resulta un alivio: nadie es culpable, todo el mundo es virtualmente cómplice (ibid.: 254-255). Pero esto es injustificado puesto que hay culpables efectivos. El verdadero problema de la culpa comienza ahora, dado que ya sí sabemos qué significa la bomba (cf. capítulo 11). Poco importa que uno u otro hayan sido hasta aquí inocentes. En cuarto lugar, Anders somete a variación la idea por la cual se piensa en las posibilidades de que se usase la bomba, puesto que en realidad ya se ha usado y es constantemente utilizada: a) como medio de presión: la simple existencia de la bomba, el simple hecho de poseerla y de poder usarla confiere a ésta el carácter de ultimátum (ibid.: 256); b) su incapacidad para visualizar un blanco: ya no estamos en los límites del campo de experimentación, sino que hoy ya no se distingue entre ensayo y realización, pues toda experiencia ha devenido utilización. De hecho múltiples experiencias que se han realizado han producido ya su efecto (ibid.: 260). Anders pone el ejemplo de las consecuencias de la primera bomba de hidrógeno a 130 km del epicentro de la explosión. Los juegos experimentales que hoy se presentan pueden tener consecuencias genéticas bien reales sobre los niños, y consecuencias extremas (ibid.: 260). Anders llama la atención sobre cuestiones que son hoy actualidad: los transgénicos, la manipulación genética, la contaminación radioactiva, etc. Consecuentemente pasado, presente y futuro no se distinguen más. Por más

214


corta que sea nuestra vida somos necesariamente más grandes que nosotros mismos, los productos que fabricamos, los efectos que ponemos en marcha son tan durables que nosotros no seremos los únicos en tener que afrontarlos (ibid.: 261), lo que implica una ética de la responsabilidad y un principio de precaución (como el que ha enseñado Jorge Riechmann en sus últimos ensayos). Las experiencias, pues, no devienen solamente históricas, devienen históricamente supraliminares. El término inventado por Anders entra en el campo de lo señalado por el psicólogo Ernst Heinrich Weber respecto de lo subliminal o infraliminar, y afirma el que ciertos acontecimientos son tan incalculables que exceden la dimensión histórica. En quinto lugar, Anders llama la atención sobre una característica de nues­t ra época: la incapacidad de experimentar la angustia. Sin embargo se desmarca de las tesis sobre la edad de la angustia desarrollada por el existencialismo y su modelo en Kierkegaard y Heidegger. La época de la bomba ha modificado radicalmente cualquier idea de angustia hasta hacernos «analfabetos de la angustia» (ibid.: 265). La famosa máxima de Roosevelt «freedom from fear» (ser liberado del miedo) exige una conversión más radical: «aprender a tener miedo». En definitiva, tener miedo para ser libre, o más simplemente, para sobrevivir (ibid.: 266). Para Anders es fundamental encontrar las causas de nuestra ceguera ante el apocalipsis, y para ello comienza por dividirlas en dos grupos: a) las causas antropológico-filosóficas, que conciernen a nuestra humanidad misma, y b) las causas históricas, que determinan nuestro comportamiento actual (ibid.: 267 y ss.). En todo caso, la principal causa de nuestra ceguera ante el apocalipsis es el «desfase prometeico»: el ser humano es más pequeño que sí mismo. Anders enlaza aquí con el primer ensayo de La obsolescencia del ser humano. Es presentado como el hecho de que nuestras facultades (la acción, el pensamiento, la imaginación, los sentimientos, la responsabilidad) se distinguen las unas de las otras en dos consideraciones. La primera, que cada una de ellas mantiene con los tamaños y las proporciones una relación específica: sus capacidades de comprensión, sus aptitudes así como sus alcances difieren (ibid.: 267). El ejemplo que propone Anders es el proyecto de destrucción de una gran ciudad, realizando tal destrucción con medios producidos por nosotros mismos. Pero nuestra representación de este efecto sólo es posible muy parcialmente y ciertamente inadecuado. Como se decía en la introducción, podemos asesinar a miles de personas, podemos representarnos una docena de muertos, pero sólo llorar o arrepentirse de uno solo (ibid.: 267-268). Es necesario realizar una topología de los límites en los que nuestros sentimientos quedan aislados. «El desfase que existe entre, por ejemplo, hacer y sentir no es más importante que el que existe entre saber y comprender: es indiscutible que sabemos

215


qué consecuencias entraña una guerra atómica. Pero justamente lo sabemos solamente. Ese solamente quiere decir que ese saber que es el nuestro es de hecho muy cercano a la ignorancia» (ibid.: 269). Anders llama prometeica a la diferencia que resulta del desfase entre nuestro éxito prometeico, los productos fabricados por nosotros, hijos de Prometeo, y todos los otros, la diferencia que existe una vez que hemos realizado lo que no estamos a la altura del Prometeo que está en nosotros. La segunda, que a este desfa­se prometeico corresponden diferentes grados de elasticidad o de rigidez de las facultades humanas. Así, no solamente el volumen de lo que nosotros po­de­ mos producir, hacer o pensar excede la capacidad de comprensión de nuestra imaginación y de nuestros sentimientos, sino que es extensible ad libitum, en tanto que la imaginación es comparable menos y que los sentimientos parecen más rígidos. Esta diferencia explica, dice Anders, que cada una de nuestras facultades tenga una relación diferente con la historia (ibid.: 270). Anders concluye esta parte con la propuesta de una historia de los sentimientos. Así, Anders plantea un ejercicio necesario para nuestro tiempo: «Puesto que el desnivel es un hecho; puesto que como seres-que-sienten aún estamos en el estadio rudimentario del bricolaje, estadio en el que si es necesario podemos arrepentirnos de haber matado a alguien con nuestras propias manos, mientras que, como asesinos o incluso como productores de cadáveres, ya hemos alcanzado el soberbio estadio industrial de la producción en masa; puesto que los logros de nuestro corazón: nuestras inhibiciones, nuestros miedos, nuestra solicitud, nuestro arrepentimiento se desarrollan en proporción inversa a nuestros actos (es decir, menguan proporcionalmente al aumento de nuestros actos), somos, en la medida en que las consecuencias de este desnivel no nos aniquilan, los seres más desgarrados, los más desproporcionados en sí mismos y los más inhumanos que jamás hayan existido. Comparados con el desgarro actual, los antagonismos que ha tenido que asumir el ser humano hasta ahora han sido inofensivos. Ya se trate de antagonismo entre “el espíritu y la carne” o entre “el deber y la inclinación” —por muy terrible que haya podido ser el conflicto en nosotros—, toda diferencia seguía siendo un hecho humano porque se manifestaba precisamente como un conflicto. Al combatirse, las fuerzas estaban en armonía; o al menos el ser humano, como campo de batalla de las dos fuerzas en combate, conservaba su existencia incontestablemente. No se ponía en cuestión que era el mismo individuo el que se enfrentaba consigo mismo en las fuerzas en lucha. Y dado que los adversarios no se perdían de vista, ni el deber a la inclinación ni la inclinación al deber, la toma de contacto y la pertenencia a un todo estaban garantizadas, el ser humano aún estaba ahí.

216


Hoy ya no es así. Se ha perdido incluso este garante mínimo de identidad. El horror de la situación actual es precisamente que ni siquiera se pue­de hablar de un combate, sino que, por el contrario, todo parece ser pacífico y estar en el mejor de los órdenes. Una sonrisa colectiva oculta la situación. Dado que las facultades se han distanciado unas de otras, ya no se ven; dado que ya no se ven, no se enfrentan; como ya no se enfrentan, ya no se hacen daño. En resumen: el ser humano como tal ya no existe, sino sólo el que hace o produce aquí, el que siente allá; el ser humano como productor o como individuo sensible; y la realidad sólo es atribuible a estos fragmentos de ser humano. Lo que hace diez años nos llenaba de horror: que el mismo hombre pudiera ser a la vez empleado en un campo de exterminio y buen padre de familia, que esos dos fragmentos pudieran convivir porque ya no se conocían, esta horrible inocuidad del horror no ha pasado a la historia como un caso excepcional. Todos nosotros somos los sucesores de ese ser esquizofrénico en el sentido más verdadero. Si esto es así y no todo está perdido, la única tarea moral decisiva en la ac-­ tua­lidad consiste en educar la fantasía moral, es decir, en el intento de superar el “desnivel”, de ajustar la capacidad y la elasticidad de nuestra imaginación y de nuestros sentimientos a las dimensiones de nuestros propios productos y a la imprevisible dimensión de lo que podemos provocar; es decir, en el intento de armonizar nuestra imaginación y nuestros sentimientos con nosotros los hacedores» (Anders, 2007a: 69-71). La obra de Rilke le sirve para concretar la propuesta: «Rilke fascinó a toda una generación, la de los que hoy tienen cincuenta años, cuando en sus últimos poemas habló en relación con los sentimientos de “ejecutar”, y más concretamente, de “no ejecutar” o, remitiendo oscuramente a un futuro, de “no ejecutar aún” (la idea de que el amor se “ejecuta” está presente, por ejemplo, en las Elegías de Duino). Lo que Rilke quiso decir con ello, en realidad, no tiene nada que ver con el hecho al que nosotros nos referimos: a saber, que, con nuestra imaginación y nuestros sentimientos, no estamos a la altura de nuestras propias producciones ni de sus efectos; si él se lamentaba era debido a otras experiencias. Sin embargo, la idea de que también se debía ser capaz de sentir nunca había sido expresada antes por ningún otro autor contemporáneo. Si estábamos fascinados por el vocabulario de Rilke era porque nosotros sentíamos, sin saber por qué, que al hacer referencia a la insuficiencia del sentimiento, ponía el dedo en la llaga de un defecto actual decisivo y, con ello, definía también como tarea decisiva el “sentimiento ejecutado” realmente. No sabemos aún si la tarea que se nos propone puede ser ejecutada realmente; no sabemos si es posible superar el “desnivel”, es decir, si es posible aumentar deliberadamente la capacidad de nuestra imaginación y de nuestros sentimientos. Quizá sería más razonable partir de la

217


hipótesis de la imposibilidad, es decir, partir de que nuestra capacidad de sentir es fija (o al menos no es extensible a voluntad). Si éste es el caso, la situación no tiene solución. Sin embargo, el moralista no puede aceptar esta hipótesis sin más, que puede haber sido dictada por la pereza o basarse en una teoría no comprobada del sentir. Incluso aunque crea que es improbable que se puedan extender los límites de nuestra capacidad de sentir, el moralista debe exigir que se intente, cuando menos debe exigírselo a sí mismo; porque sólo podremos decidir si es posible o imposible si se hace el experimento real. Después, si quiere, podrá reflexionar también sobre si ya en el pasado hubo extensiones voluntarias de la capacidad de sentir o incluso nuevas creaciones de sentimientos. Sin embargo, en primer lugar lo importante es que comience con el experimento, es decir, que intente realizar ejercicios de estiramiento moral, de hiper-dilatación de su capacidad de sentir e imaginar; en resumen: que ejecute ejercicios para trascender la medida humana supuestamente fija de su imaginación y de sus sentimientos» (Anders, 2007a: 71-72). Sus conclusiones van más allá de una posición política, en la que se quedaron muchos otros: «El autor de estas líneas es plenamente consciente de que este pasaje de su texto ya no es un “texto” en el sentido habitual del término, y de que ya no se dirige al lector simplemente como a un “lector”. Sin embargo, no existe absolutamente ningún texto cuya raison d´ être no consista en algo que no sea más que texto. Aquí hemos alcanzado la raison d´ être de nuestro texto. El autor es igualmente consciente de la violencia de lo que propone. De hecho, su propuesta de que el ser humano amplíe deliberadamente sus facultades recuerda de una manera sorprendente a las exigencias desmesuradas que detectó al discutir sobre el “human engineering”, y que entonces rechazó tan decididamente. Sin embargo, no ve que haya otras posibilidades. Las armas del agresor determinan las del defensor. Si nuestro destino es vivir en un mundo (producido por nosotros mismos) que, por su desmesura, escapa a nuestra imaginación y a nuestros sentimientos, y por ello constituye una amenaza mortal para nosotros, entonces tenemos que intentar alcanzar esta desmesura. He dicho “alcanzar”, y con ello señalo de manera suficientemente clara la diferencia entre las intenciones del “human engineering” y las de nuestro intento. Mientras que el “human engineering” intenta cambiarnos para hacernos “sicut gadgets”, es decir, para que nos ajustemos totalmente al mundo de los aparatos, nosotros esperamos con nuestro intento “alcanzar” el mundo de los aparatos, “alcanzarlo” precisamente como se alcanza el extremo de una cuerda que se ha arrojado, es decir, tirando de ella hacia nosotros. Me parece imposible dar indicaciones concretas para llevar a cabo este intento, u ofrecer descripciones de aquello en lo que consistiría. Algo así

218


se sustrae a la comunicación. Lo único que aún se puede parafrasear es la estación del umbral, es decir, el momento que precede a la verdadera acción; el momento en que el experimentador asume la tarea; el momento en que “predice” lo hasta entonces no imaginado ni pensado para lograr sacar de su madriguera a la “bestia interior”, a la terca fantasía y el perezoso sentimiento y obligarlos a realizar la tarea que se ha fijado. Como muestra la expresión “predecir”, se trata de una llamada; pero no de una llamada que primordialmente oigamos, como en el caso de las llamadas de la conciencia, sino de una llamada que hace uno mismo: pues uno llama a través del abismo del desnivel como si al otro lado de él estuvieran las facultades, las personas, que se quedaron atrás; y son ellas, la imaginación y el sentimiento, quienes deben oír la llamada, o cuya curiosidad se quiere despertar. Con esto hemos dicho todo lo que es posible expresar con palabras. Porque de lo que sucede una vez que se franquea el umbral; del despertar real de las facultades; de los titubeos para intentar salir de uno mismo; de los esfuerzos de ajustarse a los objetos planteados como tarea; en resumen: de la auto-extensión como tal no se puede decir nada más. Es indiscutible que este parafraseado recuerda a los antecesores religiosos. El autor no lo niega. Ni siquiera tendría nada que objetar si se comparara esta auto-transformación con las prácticas descritas a menudo en la historia de la mística, siempre y cuando no se utilice la palabra “mística” en un sentido vago, como suele hacerse, sino que se emplee para designar los intentos de acceder con ayuda de técnicas de auto-transformación a estados, regiones u objetos de los que, de otra manera, se permanecería excluido. (...) No obstante, esto no quiere decir que en nuestro caso se trate de una auténtica acción mística. A pesar de la semejanza en el tipo, la diferencia sigue siendo fundamental: porque mientras que el místico intenta conectar con regiones metafísicas y ve algo metafísico en el hecho mismo de que por lo común esas regiones sean inaccesibles (consecuencia de su inferior posición metafísica), nuestros intentos pretenden conectar con objetos de los que disponemos; con objetos que nosotros mismos hemos producido, como la bomba; con objetos, pues, que no nos son inaccesibles, sino sólo en nuestra faceta imaginativa o sensible. Lo que hay que superar no es en absoluto una trascendencia; sino como mucho una “trascendencia inmanente”, es decir, el “desnivel”. Sin embargo, utilicemos el nombre que utilicemos para designar los es­fuer­zos desplegados para superar el desnivel, el problema es que lo nombrado se substrae a la descripción. Lo que cuenta es sólo el intento efectivo» (An­ders, 2007a: 72-74). Anders pasa a continuación a analizar la segunda causa propuesta: las causas históricas. El centro de tal cuestión lo ocupa la idea de progreso. Esta

219


noción, señala Anders, nos ha conducido a nuestra ceguera frente al apocalipsis (Anders, 2002: 276). Las revoluciones de nuestro siglo, sean del signo que sean, han tenido la idea de sobrepasar la historia, de llegar a un estado posthistórico, sea este estado una sociedad sin clases o el Reich (Imperio). En la perspectiva de 1956, Anders tiene muy presente las dos grandes tendencias que han empujado las sociedades: el fascismo y el comunismo. Todo ello, sin embargo, procede de la revolución francesa. Pero ¿qué produce exactamente la creencia en el progreso? En este punto Anders se deshace del hegelianismo de gran parte del marxismo para atribuir la concepción teleológica de la historia a la idea de progreso, puesto que tal idea cree en una progresión automática de la historia, la cual nos priva de la capacidad de tener en cuenta el fin. Más aún, Anders ve en esta idea de progreso y en la oposición que manifiestan quienes creen en ello ante la consideración negativa de este progreso, la adscripción a una suerte de teodicea. No se considera el «mal final» puesto que no había ni mal ni final (ibid.: 278). Lo que conlleva que nosotros mismos hayamos anulado nuestro propio fin (ibid.: 279), puesto que la creencia en el progreso es propia de una mentalidad que se hace una idea específica de eternidad, que se representa como un mejoramiento ininterrumpido del mundo. Lo que significa que al no considerar su propio fin, anula su propia muerte. Lo ejemplifica con numerosos casos en los que los panteones se venden como si la muerte allí fuera una continuación de la vida. Hasta para los más darwinianos la muerte supone una contribución al movimiento positivo de la vida (ibid.: 281). La tarea siguiente, afirma Anders, consiste en alargar deliberadamente el horizonte de nuestro presente. En los países del socialismo real la idea de progreso ha sido sustituida por la de proyecto (economía planificada). Somos incapaces de concebir el año 2500. Así «el futuro no viene más, no lo consideramos como cualquier cosa que viene. Lo hacemos» (ibid.: 282). Esta consideración deriva a su vez en otra: lo que no puedo no me interesa. Desembocamos así en el centro de la cuestión: ¿qué nos impide concebir el apocalipsis? Anders propone que los factores responsables de nuestra ceguera ante el apocalipsis son de naturaleza moral, lo que significa que «es la situación moral en la que nos encontramos frente a un objeto lo que decide de hecho que comprendamos o no ese objeto [...] que nuestra lucidez o nuestra ceguera depende de que el objeto nos concierna o no» (ibid.: 285). Aquí Anders esboza los análisis de Bauman sobre la distancia moral por medio de la cual Bauman pretende explicar el exterminio puesto en marcha por los nazis. Pero más allá, no nos es posible ocuparnos de esa situación (el apocalipsis) porque somos excluidos por las condiciones concretas (división del trabajo, relaciones de propiedad, presión de la opinión, violencia política, etc.). No tenemos la oportunidad, no tenemos la libertad de considerarlos

220


como asuntos que nos conciernen. La situación a la que se refiere Anders se caracteriza por la instrumentalización por la cual ya no somos agentes sino solamente colaboradores: la finalidad de nuestra actividad ha sido desmantelada y es por esto por lo que vivimos sin futuro, sin comprender que el futuro desaparece y permanecemos ciegos ante el apocalipsis. Para explicar esto Anders señala el cambio que ha sufrido nuestro modo de obrar y de trabajar. Ahora el trabajo deviene una colaboración organizada e impuesta por la empresa. Nuestra actividad está inscrita en el cuadro de una empresa organizada. La existencia del ser humano de hoy no es la mayor parte del tiempo pura actividad o pura pasividad. No es ni completamente activo ni completamente pasivo sino neutro, a medio camino entre la actividad y la pasividad. Es lo que puede calificarse de existencia instrumentalizada (ibid.: 287). Esta situación impone el conformismo. Se adoptan los comportamientos que son condicionados por la empresa, aquellos a los que estamos habituados. Cualquier obrero o empleado de oficina que se opusiera, hoy por hoy, a colaborar en la buena marcha de la empresa alegando que lo que en ella se produce está en contradicción con su conciencia moral o con una ley moral universal sería inmediatamente considerado como un loco y no tardaría en sufrir las consecuencias de un comportamiento tan extravagante (ibid.: 288). La empresa es por ello el lugar donde se crea el tipo de ser humano instrumentalizado y privado de consciencia moral. Donde nace el conformista. Por ello Anders describe el dilema moral en el que se encuentra la humanidad en estos momentos. Por una parte, tenemos al ser humano que colabora sin restricciones [en la empresa] haciendo la condición misma de su trabajo; de otra parte, exigimos de este mismo ser humano que, en la esfera exterior al mundo de la empresa, sea él mismo, no se comporte como un instrumento, que se comporte moralmente. Estamos ante una situación imposible dado que no existe ninguna esfera exterior al mundo de la empresa donde pudiera comportarse moralmente. Y ello por la sencilla razón de que las tareas decisivas que se demandan a los seres humanos de hoy se presentan precisamente bajo la misma forma que las que efectúa la empresa. Pero también es imposible porque exige del ser humano en general que encarne al mismo tiempo dos tipos de existencia absolutamente distintos: que se comporte como conformista cuando trabaja y que deje de ser conformista cuando actúa, lo que supone la vida de un esquizofrénico (ibid.: 291). Así la descripción del ser humano se hace sobre cuatro características nuevas: a) por la instrumentalización que le hace neutro, el ser humano se abandona al trabajo; b) puesto que sus actividades no terminan jamás en un verdadero final, no tiene ninguna relación con el futuro; c) dado que está habituado a ejercer una actividad que no requiere ninguna consciencia social, el ser humano de hoy no tiene conciencia;

221


y d) ya que igualmente acepta que todo producto resulta moralmente neutro, el hecho de considerar la existencia de un producto inmoral debe resultarle una estupidez (ibid.: 293-294). Finalmente Anders recorre las consecuencias filosóficas que tiene la aniquilación: la formación de un nihilismo de nuevo cuño. La cuestión determinante que se plantea desde el punto de vista moral no es al fin y al cabo que estemos ciegos ante el apocalipsis sino la existencia de la bomba misma, el tenerla. Lo fundamental es la bomba en tanto que acto (ibid.: 294). El acto deja de ser bueno o malo según su autor, al contrario será bueno o malo según su acto. Y dado que el autor no renuncia a la bomba, en tanto que representa una amenaza por el simple hecho de poseerla, el autor debe ser considerado culpable, y puesto que el efecto de su acto consiste en una aniquilación, debería ser considerado culpable de nihilismo (ibid.: 295). La clave del nihilismo es «Todo es uno», un monismo en acto (Anders, 2002: 335). Y, así, el máximo secreto de la bomba es idéntico a aquel del monismo o, antes bien, del nihilismo. La bomba se comporta como un nihilista en la medida en que ella considera todo de la misma manera, desde los seres humanos a los árboles, desde las plantas a los libros, como si fuera natural, lo que significa como cualquier cosa que la radioactividad pudiera contaminar (ibid.: 301). Establece una relación con el ser o no ser del mundo en su totalidad. Para Anders, la bomba y el nihilismo constituyen un síndrome. Así, después de una década (el texto se escribe en 1956) el nihilismo ha tomado una nueva forma, conformando una mentalidad de masas. «Es extremadamente sorprendente que el nihilismo de masas haya aparecido en el momento mismo en que la bomba había sido producida y utilizada por primera vez; que una filosofía que negaba el sentido de la humanidad haya aparecido al mismo tiempo que un instrumento destinado a aniquilar a la humanidad, que el nihilismo de masas haya coincidido, históricamente hablando, con la aniquilación de masas» (ibid.: 303). Pero para Anders no se trata de algo azaroso. El primero es el nazismo, primer movimiento político que ha negado al ser humano en tanto que tal, considerándolo como materia prima o como residuo. El existencialismo francés, que Anders llama nihilismo, describe la existencia absurda bajo el terror nazi, en donde el ser humano había podido experimentarse como nada (ibid.: 303-304). Anders concluye su ensayo definiendo la nueva situación: la bomba es una amenaza que no tendrá jamás fin. No podrá ser rechazada. Lo que ha podido ser evitado hoy no podrá ser evitado mañana. Para las generaciones futuras la bomba abrirá la marcha, señalará el camino. Y afirma que «a menos que los seres humanos no comiencen, como objetores de conciencia, a comprometerse públicamente bajo juramento y con plena conciencia del peligro posible

222


a no ceder jamás a la presión, sea ésta física o de la opinión pública, y a no colaborar a la más mínima tentativa, por indirecta que sea, que podría tener cualquier relación con la producción, los ensayos y la utilización de la bomba; a no hablar jamás de la bomba como de una maldición; a intentar convencer a aquellos que se han resignado y se contentan con mover los hombros; a señalar públicamente sus distancias con los que emprendan la defensa de la bomba, la humanidad seguirá en peligro» (ibid.: 307). La obsolescencia del ser humano se cierra con dos apéndices. El primero, «Sobre la plasticidad de los sentimientos», es un intento por comprender la idea señalada a lo largo del ensayo de «lo que es más grande» o lo que en términos corrientes podría definirse como «prepararse para cualquier cosa» (ibid.: 309). Se trata del problema del modelado de los sentimientos que pue­ de teorizarse desde una antropología filosófica. Para ello empieza por señalar el carácter inestable del ser humano, inasequible, puesto que el no estar li­gado a una naturaleza determinada, por su incesante autoproducción, su transformación históricamente definida, hace imposible la distinción entre debe ser considerado natural y no natural. Al contrario que cualquier especie que lleva consigo una forma de organización de su mundo y de su existencia social, el legado humano consiste solamente en una sociabilidad general. O dicho de otra manera, el ser humano crea en cada época la organización de su mundo y de su sociedad. Esta creación, su praxis, es su respuesta al vacío general, a la indeterminación del legado que ha recibido (Anders, 2002: 345). Una forma de sociedad no dura más que si ella da forma al ser humano en su conjunto (así el capitalismo es la incesante transformación del ser humano y sus relaciones en una forma durable y permanente). El ser humano es completamente cambiado de forma que sus sentimientos han sido remodelados. Para poder adaptarse al mundo artificial las cosas toman la apariencia de algo natural, el a posteriori toma la apariencia del a priori, y lo contingente la apariencia de necesario. No es solamente las formas de nuestra praxis y nuestras categorías intelectuales las que son transformadas en el curso de la historia, son también las modalidades de la intuición las que han tomado el lugar de otras modalidades: la sensibilidad tiene, ella misma, una historia propia, y es más lenta que las otras facultades (ibid.: 312). Es por ello que cada uno de los artistas ha sentido de manera diferente el mundo histórico en el cual o contra el cual han creado (ibid.: 312). La tarea que se propone en este apéndice es el alargamiento deliberado de la capacidad de comprensión de nuestra sensibilidad. El arte, el ejemplo que pone Anders, ha contribuido a producirlo pues «el ser humano no se contenta con heredar una sensibilidad definida de una vez para siempre e inventa siempre nuevos sentimientos, sentimientos que exceden la capacidad media de su alma» (ibid.: 316).

223


En 1958 se publicaba la conferencia «La bomba atómica y el futuro de la humanidad» que el filósofo Karl Jaspers había dado en 1956, y que adelanta alguna de las conclusiones a las que llegará en el libro del mismo título que publicará ese mismo año. Las tesis de Jaspers parecen seguir en general algunos de los planteamientos de una crítica ontológica: «la bomba atómica —dice al comienzo de su ensayo— ha creado prácticamente una situación nueva. Plantea la alternativa entre una desaparición física total de la humanidad o una transformación de la situación moral y política del hombre» (Jaspers, 1961: 7). Aunque ya desde las primeras páginas se observan sustanciales diferencias. Por ejemplo, esa disyuntiva que establece en el fragmento citado no está en la crítica ontológica de Anders puesto que, como escribe éste en sus «Mandamientos de la Era Atómica»: «Aunque lográsemos salvar nuestras vidas destruyendo los nefastos aparatos y sus blueprints, esta destrucción no sería más que un aplaza­m iento o una dilación de la amenaza. La fabricación de la bomba podría reanudarse en cualquier momento, el horror seguiría ahí, por lo que habrías de seguir teniendo miedo. La humanidad está condenada a vivir eternamente bajo la oscura amenaza de lo monstruoso» (Anders, 2003a: 54). El ensayo de Jaspers parte de la posibilidad del exterminio de la humanidad, que se sustenta en la declaración de 1955 del Manifiesto Russell-Einstein y de otros investigadores (que sustancialmente es el artículo de Russell «El peligro que amenaza al hombre»), pero llega a soluciones políticas cercanas a las propuestas por buena parte de científicos y filósofos pragmatistas. Jaspers repasa los límites que, desde su posición, podrían colocarse para evitar la bomba: el control mutuo a partir de la evidencia para mucha gente de que «la amenaza total engendra la salvación total», puesto que la lucha con bombas atómicas es un asesinato mutuo; la aplicación de los principios necesarios para la paz (como son el reconocimiento de tratados, la sumisión a la ley, la libertad de comunicación de información, la existencia de autoridades supraestatales y la reformulación de fronteras), las luchas de protesta de la población que declara criminal la bomba en sí tal y como los esfuerzos de los pacifistas por evitar las guerras, o las declaraciones morales y políticas que se sujetan a la nueva situación. Pero contempla la posibilidad de que todos ellos fracasaran. En ese caso Jaspers plantea: «El tema de la bomba atómica nos lleva a este límite por medio de una pregunta que horroriza a la conciencia: ¿Sería absoluta­ mente mala la acción del hombre si pudiera lle­var a la destrucción total de la humanidad? ¿Pue­de darse de nuevo el sentido de la decisión de Einstein, al aconsejar la producción de la bomba atómica ante la amenaza que suponía para el mun­do el totalitarismo hitleriano? ¿Podemos llegar a una decisión en forma nueva y consciente, como sucedió entonces, sin tener plena conciencia

224


de las consecuencias últimas?» ( Jaspers, 1966: 32). Pregunta que lleva más allá aún estableciendo una comparación entre el «problema de la existencia de la humanidad» y «el peligro del dominio totalitario» (Jaspers, 1961: 17) Y continúa: «Sin embargo, están todos de acuerdo: la bom­ba atómica tiene que desaparecer. En lo que no están de acuerdo es en la respuesta a la pregunta que se plantea pocas veces: ¿Qué deberíamos ha­cer en el momento en que estuviese en juego la vida o la muerte de la libertad? Si se comienza una vez a emplear la bomba atómica, la cantidad de ellas que tendrían que lanzarse destruiría pro­bablemente, aunque no con entera certeza, toda clase de vida. Si el totalitarismo nos privase de la libertad, la vida no valdría la pena de ser vivi­da, aunque tampoco es seguro que no lo fuera nunca más. La amenaza a toda la vida por la bom­ba atómica se vería ante la alternativa de la ame­ naza de toda la libertad por el totalitarismo. Se puede producir un momento en que haya que lle­gar a una decisión de dimensiones monstruosas. Nadie puede anticiparlo. Pero tiene sentido plan­tearse la cuestión de conciencia para no encon­t rarnos a ciegas en la situación. El pensar de an­temano en las posibilidades puede tener conse­c uencias para la decisión misma» ( Jaspers, 1962: 33). Esta base sobre la que se construye el libro de Jaspers fue contestada por Anders en su trabajo de 1959 «Sobre la responsabilidad de hoy»: «La tesis de fondo de este libro —llamémosla “el axioma de los dos infiernos”— dice que estamos ante dos peligros iguales. De una parte, el peligro del fin del mundo que Jaspers (insisto para subrayarlo) admite sin buscar minimizarlo y describe con realismo y, de otro, el que podemos ser “laminados por el totalitarismo soviético”». Anders considera inadmisible esta alternativa, en primer lugar porque es una división maniquea del mundo en una mitad luminosa y otra sombría, y en segundo lugar porque exagera desmedidamente el peligro de una invasión rusa de Europa. Pero Anders responde también a la comparación: «Me limitaré antes bien a una argumentación puramente filosófica. No sólo es sorprendente sino igualmente en sumo grado vergonzoso que un filósofo asocie en un mismo razonamiento el peligro constituido por un hecho histórico (la existencia de la Unión Soviética) que, como todo otro hecho histórico, está en devenir, con otro peligro que significa el fin irreversible e irreparable de la humanidad; que un filósofo ponga en el mismo nivel el peligro que constituye una potencia militar en un momento de su historia y el peligro de una aniquilación de la especie humana» (Anders, 1981: 41-42). Pero Anders va aún más allá: «la amenaza nuclear (y aquella consiste, como sabemos, en el simple hecho de “tener” poder nuclear) no es la alternativa al totalitarismo sino su política exterior. La alternativa última hoy no es “Totalitarismo o amenaza nuclear” sino “O bien un poder se sirve de la amenaza porque hasta antes de servirse de eso,

225


es ya totalitaria; o bien un poder deviene totalitario porque se sirve de la amenaza nuclear» (Anders, 1981: 43). Ese mismo año, 1958, Anders escribió un diario de su viaje a Hiroshima y Nagasaki, Der Mann auf der Brücke (El hombre sobre el puente), fruto de su experiencia en el IV Congreso Internacional contra las bombas atómicas y de hidrógeno, que se celebró en agosto, en la ciudad japonesa de Tokio, y al que asistió como delegado de la Federación de lucha contra los daños nucleares, propuesto por Bibo Manstein. El texto se publicó al año siguiente y comienza con una nota explicativa del título: «Sobre uno de los puentes de Hiroshima se mantiene un hombre que canta y hace vibrar sus cuerdas vocales. ¡Miradle! Allí donde usted espera su cara, no verá cara, sino un velo: porque su cara ha desaparecido. Y allí donde usted espera su mano, no encontrará mano, sino unas tenazas de acero: porque sus manos han desaparecido. Mientras no lleguemos a alcanzar a aquel por quien nos reunimos aquí, desterrando el peligro que, cuando se desencadenó la primera vez produjo 200.000 muertos, este robot continuará manteniéndose sobre el puente y cantando. Y mientras se mantenga sobre este puente, se mantendrá sobre todos los puentes que conducen hacia nuestro futuro común. Como una marca de infamia. Y como un mensajero. Aliviemos a este hombre de su tarea. Hagamos lo necesario para estar en disposición de decirle: “Te volviste inútil. Puedes irte”» (Anders, 1982: 2). El libro fue tomado como motivo para la composición de una obra musical de Luigi Nono en 1962, Sul ponte di Hiroshima, que contradecía, precisamente, algunas de las reflexiones sobre la representación y simbolización de la amenaza atómica y de la memoria del acontecimiento. Páginas escritas, según Anders, no solamente «para los que, pase lo que pase, presienten aquello de lo que se trata hoy y encuentran el coraje necesario ante el miedo hoy en cuestión. Son destinadas ante todo a los que, por miedo de este coraje, hacen pasar su miedo por el coraje» (Anders, 1982: 4). Las dos partes en que se divide el diario (hasta la llegada a Hiroshima y desde Hiroshima) son una minuciosa interpretación de los pequeños hechos que constituyen los rasgos de la nueva era. Con una lenta y productiva escritura va alterando los tópicos y tesis instituidas para señalar la nueva situación histórica. En estas notas comienza también a aparecer la idea de lo obsoleto que han quedado muchas cosas que conformaban las características civilizatorias, en un adelanto de la estructura que tendrá La obsolescencia del ser humano, 2. Así, por efecto de la desaparición de fronteras que entraña la situación atómica, la distinción entre guerras y guerras civiles resulta ineficaz, el mismo concepto de guerra es inadecuado puesto que la próxima guerra será el Apocalipsis general; la conocida fórmula «la guerra es una prolongación de la política por otros medios» se ha transformado en

226


su inversa: «la política es una prolongación de la guerra por otros medios» (Anders, 1982: 38). También recoge en sus anotaciones reflexiones y valoraciones sobre la manera de afrontar las mismas actividades del Congreso, la significación de la marcha, el lugar que ocupa él mismo en el movimiento anti-nuclear, o da noticia sobre la presentación, para una comisión de trabajo del Congreso, de un proyecto que titula «New Moral Obligations of Man in the Atomic Age» (Nuevas obligaciones morales del hombre en la edad atómica), entre otras muchas cosas. Los textos «Mandamientos de la era atómica» (1957) y «Tesis para la era atómica» (1959) están temática y formalmente vinculados a este proyecto de Anders. La manera en que afronta la memoria de lo acontecido le permite indagar en todos los niveles de la experiencia crítica: reconociendo, por ejemplo, que la reconstrucción es ciertamente la destrucción de la destrucción (Anders, 1982: 62), que la condición moral de la verdad es hoy la representación. Los habitantes de Hiroshima de ese tiempo, que no vivieron la catástrofe, entonces no quieren hablar de ella. La vergüenza de hoy: «la vergüenza de lo que hombres pudieron hacer a otros hombres; la vergüenza así, pues, de lo que ellos todavía pueden hoy hacerse, pero también de lo que nos podemos hacer unos a otros. La vergüenza de ser también un hombre. Esta vergüenza debe ser asumida. Dado que los que lo hicieron, los culpables, no cumplen el importe de vergüenza que es debido, no reconocen, del mismo modo, que es debida. Hace falta que intervengan representantes, otros que en su lugar asuman la vergüenza requerida» (Anders, 1982: 74). Sus anotaciones servirán también como material para elaborar muchos artículos y ensayos. El hombre sobre el puente concluye con una vuelta a la representación de las consecuencias del acontecimiento: «Si atentamente escuchas, oirás el rumor de sus alas. Es como esta otra ave que, sobrevolando un puente, había interrumpido un momento el canto de un cierto hombre, reduciéndole al mutismo. Y es en este hombre en el puente en el que pienso. Aquí también. Hoy también. porque también él soporta el puente del futuro que pasa por aquí. Y también por hoy» (Anders, 1982: 186). Las «Tesis para la era atómica», el cuarto gran texto de Anders sobre la amenaza nuclear, fue el documento que escribió como colofón a un seminario impartido en febrero de 1959 en la Universidad Libre de Berlín sobre «Las implicaciones morales de la Era atómica», continuación de la comisión que desarrolló en el Congreso de Japón. Se publicó en Das Argument al año siguiente. El texto sintetiza la situación atómica. Las ideas que Anders expone son el resultado de ampliar sus indagaciones. Las más relevantes de las relativas propiamente a las consecuencias de la bomba son: 1. El 6 de agosto de 1945 comenzó una nueva era en la que somos omnipotentes, al menos de

227


modo negativo, dado que podemos ser aniquilados. 2. El tiempo del final puede convertirse en el final del tiempo. Estamos en la última edad. La pregunta ya no es ¿Cómo deberíamos vivir? sino ¿Viviremos? 3. Las situaciones y los desarrollos políticos tienen lugar dentro de la situación atómica. 4. Luchamos no contra un enemigo tal, sino contra la situación atómica en cuanto tal es el enemigo de todos. 5. Amenazar con armas atómicas es totalitario. 6. Las distancias han sido abolidas puesto que las nubes radioactivas no se molestan por fronteras nacionales. 7. El tiempo se ha transformado puesto que el futuro ya ha comenzado: no hay distancias entre el presente y el futuro. 8. Somos incapaces de representarnos la inmensidad de una catástrofe tal. 9. El estímulo demasiado grande no genera reacción. 10. Nuestro imperativo es «expande la capacidad de tu imaginación», es decir, incrementa tu capacidad de temer. Y 11. Dado que la capacidad de aniquilación de la humanidad es posible con el arsenal atómico acumulado, es absurdo el incremento actual de su producción (Anders, 2004: 1-6). Si bien Anders elaboró estas tesis a partir de una minuciosa reflexión crítica, también tuvo una experiencia social intensa puesto que estuvo en el lugar donde se produjo el acontecimiento (El hombre sobre el puente), junto a las víctimas de entonces y de las de ahora, pues como escribe al final de su Muerte y resurrección de Hiroshima Robert Jungk: «la pregunta es ésta: “¿Qué hemos hecho hasta ahora los sobrevivientes de la segunda guerra mundial para justificar nuestra supervivencia?” Durante años, yo, como tantos otros, no había recapacitado para nada sobre el hecho de haber salvado la vida. Pero las víctimas de la bomba atómica de Hiroshima me han hecho vislum­ brar la nueva catástrofe que nos acecha. Desde enton­ces sé que nosotros, la generación de los que casualmente sobrevivimos, debemos bregar con todas nuestras fuerzas porque a nuestros hijos no les toque también sobrevivir de casualidad» (Jungk, 1986: 298), estuvo unido a una gran movimiento internacional de rechazo de la situación nuclear porque todos los humanos fueron también dañados por la bomba, como señaló el escritor Hermann Hagedorn: «Cuando la bomba cayó sobre América, cayó sobre los hombres. No los destrozó como a los hombres de Hiroshima... No deshizo sus cuerpos. Pero sí deshizo algo que era indispensable para la vida tanto de los más grandes como de los más pequeños: su unión con el pasado y con el futuro. Había sobrevenido al mundo algo nuevo que para siempre jamás los separó de lo que había sido antes. Ese algo transformó la tierra, que parecía tan firme y la carretera principal, al parecer tan bien asfaltada, en una masa gelatinosa que temblaba bajo sus pies y se escindía... La conciencia de América dice: ¿Que hemos hecho, patria mía, qué hemos hecho?» ( Jungk, 1959: 213); y estuvo junto a un gran número de intelectuales y científicos que tomaron una firme posi-

228


ción de lucha y resistencia, como se muestra en el apoyo a los firmantes de la declaración de Gotingen, hecha en 1957 en la cual Friedrich von Weizsäcker y otros diecisiete científicos alemanes (alguno de ellos Premio Nobel), en la que se pedía la renuncia a la posesión de cualquier tipo de arma nuclear, y que fueron llamados traidores e incompetentes por el entonces primer canciller de la RFA, Konrad Adenauer. En 1972 Anders recopiló sus artículos y ensayos en el libro Endzeit und Zeitenende, que después amplió con algún material más en 1981 con Die atomare Drohung. Este libro se abre con una cita suficientemente clara del des­ plazamiento sutil que tiene para Anders la lucha anti-nuclear en estos mo­mentos (cf. capítulo 13) y que excede el orden moral para entrar en el orden político: «La posibilidad de nuestro aniquilamiento definitivo es, aunque éste finalmente no se efectuara jamás, la aniquilación definitiva de nuestras posibilidades». Se trata de una recopilación de artículos escritos (y muchos publicados) entre 1958 y 1967. En su texto de 1961, «El porvenir llorado», utiliza la figura de Noé como ejemplo del intento de preservar a la humanidad de la catástrofe (el Diluvio). Greffrath comenta que «la terquedad lo es todo. Sin terquedad los judíos no habrían podido conservar y defender su religión a lo largo de milenios. Sin la terquedad de un par de santos locos no habría surgido nunca un movimiento social. Aunque podía también mostrarse iracundo, como Moisés, y compadecerse de sí mismo, como Job, la figura predilecta de Günther Anders era Noé, que construyó el Arca. Obstinación como principio vital, como secreto vital» (Greffrath: 7). En la parábola que escribe Anders se relata cómo Noé, desesperado porque nadie hacía caso del anuncio del diluvio que había recibido, decide vestirse de luto y pasearse por la plaza central del pueblo. Aquellos que le ven le preguntan que quién se ha muerto. Noé, entonces les contesta que muchos han muerto y que entre ellos algunos de los que lo están escuchando. La concurrencia sorprendida e intrigada le vuelve a preguntar cuándo ha tenido lugar la catástrofe de la que habla, y Noé responde: «pasado mañana». Y Anders continúa la explicación: «Incorporándose, recobró su talla que imponía respeto e impuso silencio a los que se reían en el acto; amedrentados, sus cinco interlocutores dieron un paso atrás y los espectadores que permanecían en las galerías parecieron hacer retroceder a los que también se apresuraba detrás de ellos para poner sus distancias. Acababan justo de percibir que no sólo el vestido de Noé sino también su cara estaba cubierto de cenizas y que tenía el aire de un desenterrado. No había ninguno entre ellos que no se preguntaba si el que permanecía allí desencadenado y amenazador era verdaderamente su Noé o si no era cualquier otro, un hombre más violento que Noé y que utilizaría deshonestamente su imagen para, por medio de esta estratagema, darles miedo o juzgarles. “Usted ha

229


entendido, repitió a Noé. Pasado mañana el diluvio se habrá producido, ¿Sabe sí o no lo que esto significa?” Por primera vez, nadie abrió la boca para responder. “Si usted no lo sabe, voy a explicarlo, prosiguió. Todo lo que existió antes del diluvio —y allí mismo, con la ayuda de su mano izquierda, describió un círculo que parecía contener la totalidad de la creación: los cinco hombres que permanecían delante de él, el centenar de personas que llenaban las galerías, la ciudad que se extendía detrás de las casas, las colinas que se levantaban detrás de la ciudad y el mundo que comenzaba detrás de las colinas y no acababa en ninguna parte— todo esto jamás habrá existido. No. Jamás. “¿Sabe sí o no por qué todo esto jamás habrá existido?” Por segunda vez, nadie abrió la boca. Noé sintió entonces que se acercaba el momento de lanzar su ataque. “Esto jamás habrá existido, explicó Noé en su sitio, porque, cuando el diluvio venga mañana, será demasiado tarde para acordarse de eso y demasiado tarde para lamentar nuestra desaparición. Porque no habrá nadie para acordarse de nosotros y nadie para lamentar nuestra desaparición. No. Nadie. ¿Sabe sí o no por qué no habrá nadie para lamentar nuestra desaparición?” Por tercera vez permanecieron mudos. Noé supo entonces que estaban casi preparados para el asalto final. “Porque no habrá ninguna diferencia, respondió Noé en su sitio, entre los que llorarán y aquéllos a los que se llorará, porque los lamentos navegarán sobre el agua al lado de los que no serán más y porque, en estas condiciones, nuestro kaddish no tendrá ningún sentido”. Y concluye: “Si estoy aquí delante de ustedes, prosiguió, es porque una orden me ha sido dada. La orden de prevenirles que lo peor iba a efectuarse. ¡Invierte el tiempo, me dijo la voz, anticipa hoy el dolor de mañana, vierte por anticipado tus lágrimas! ¡La oración por los muertos que aprendiste para decirla un día sobre la tumba de tu padre dila ahora para los hijos que van a morir mañana y los nietos que jamás nacerán! Porque, pasado mañana, será demasiado tarde. He aquí lo que se me ordenó”» (Anders, 1981: 7-8). Todos los esfuerzos que hace Anders en estos artículos, utilizando parábolas, aporías, contradicciones, antítesis, dislocaciones semánticas, tiene como objetivo el de hacer entender lo terrible de la situación atómica. No son textos para explicarla, como ocurre con el cuarto ensayo de La obsolescencia del ser humano o con las tesis sobre la Era Atómica, sino que tratan de abrir un camino para la comprensión que permita dar una respuesta, responder (ser responsable). Se trata de trabajos que se realizan paralelamente. En «El salto» (de 1958) trata de mostrar el cambio cualitativo que supone el poder atómico: pasando de ser nosotros seres que tienen un gran poder a seres que tienen todo el poder, en un sentido —claro— negativo, pues su total poder es poder para la total aniquilación. Este hecho permite iluminar diferentes absurdos: el primero de ellos lo enuncia en la afirmación «el infinito lleva al infinito»: ningún poder puede ser más grande que aquel

230


que ya se posee (ibid.: 12). El segundo, «la pluralidad del poder total», por el que, después de que EE.UU. hubiera perdido el monopolio nuclear, el poder total deviene atributo de otros Estados, siendo imposible comparar entre un «más grande poder total» y un «más pequeño poder total» (ibid.: 13-14). El tercero, el intento de ir «hacia el gran poder pasando por el poder total». Y el cuarto, «la impotencia del poder total» ya que entre Estados que poseen el poder total se produce un chantaje por el cual: «cada Estado que posee la omnipotencia puede no sólo aniquilar totalmente al otro Estado que la posee sino también ser totalmente aniquilado por él, cada uno de ellos es no sólo todopoderoso sino también totalmente impotente» (ibid.: 16). La descripción de lo que significa históricamente la situación atómica: se trata de la última y definitiva época de la humanidad. Y, así: «nuestra época no es accidentalmente fugaz: la fugacidad es su esencia. No puede pasar a otra época sino solamente hundirse» (ibid.: 59). Die Toten (Los muertos), texto publicado en forma de libro en 1964, integra la amenaza atómica en la estructura productiva del capitalismo: «Es evidente que el peligro que hoy se cierne sobre nosotros no tiene únicamente raíces psicológicas. Si hoy es infinitamente más difícil prevenir la catástrofe, es en primer lugar por la sed de poder y de expansión del capitalismo, sin la cual las dos primeras guerras mundiales no habrían estallado, que se vuelve cada vez más frenética; e incluso tanto más cuando parece haber acabado la omnipotencia de los países capitalistas, que encuentra sus límites ante la realidad de otros sistemas. No es un azar si las armas atómicas han adquirido en nuestros días un papel desmesurado; al contrario, el mundo capitalista, antes de ser alcanzado por la Rusia soviética, acogió la omnipotencia técnica que le garantizaba esta arma como un don del cielo, es decir, como el medio con ayuda del cual creyó poder mantener su omnipotencia política. Hiroshima no ha sido más que una operación de maniobra. Sólo una vez, acabada la guerra, la bomba desempeñó su verdadero papel: cuando no era más que un medio contra el mundo comunista.». Pero, además, está el papel de la industria de armamento en el seno de la sociedad capitalista: «La producción capitalista, hasta los niños lo saben, necesita despachar sus productos. Debe velar por que sean vendidos y consumidos, es decir, liquidados. La liquidación, esto es, la ruina de lo que produce, es el objetivo de toda producción. Cuando este objetivo no se alcanza, cuando se amontona una profusión de productos no liquidados, hay sobreproducción, lo que también pone en peligro el beneficio. Por esta razón la tarea de toda industria es asegurar y favorecer para sus productos la demanda y la situación de consumo, cuando no es fabricarla: por ejemplo, la tarea de la industria de la bebida es saciar la sed o, mediante la publicidad, simplemente provocarla. Esto se aplica a todo, por lo tanto

231


también a las máquinas de aniquilación. ¿Cuál es entonces la “situación de consumo” de armas? La respuesta es la guerra. Porque sólo la guerra ofrece la ocasión de un consumo efectivo y masivo de armas. Por esta razón para la industria de la guerra es evidente favorecer las guerras y los riesgos de guerra. Comercialmente hablando, no tiene elección; de cierta manera, lo hace inocentemente. Pero sea inocente o responsable, nadie puede negar que, en la medida en que produce, además de armas, la necesidad de armas y las oportunidades para que se utilicen, será una industria bien integrada» (Anders, 2007a: 100-101). Además, Anders da cuenta del verdadero lugar que ocupan las armas atómicas a la luz de su propia reflexión sobre la posibilidad de la aniquilación total: «es sabido que las armas ya existentes son desde hace tiempo suficientes para obtener el “efecto óptimo” de las armas: provocar la exterminación total del género humano, y parece claro que puesto que no existe ningún “más muerto que muerto”, ni un número de muertos más elevado que “todos nosotros”, las armas no podrían ser mejoradas ni perfeccionadas; por tanto, la noción de “progreso” ha alcanzado ya los límites de su validez. Si los efectos no pueden progresar más, los medios tampoco pueden progresar más. ¿Pero para quién está claro esto? el discernimiento no depende de la inteligencia sino del interés. Luego, como la industria desea seguir produciendo, no puede permitirse interesarse por ese discernimiento; está incluso obligada a hacer cualquier cosa para obstruirse a sí misma la vía hacia ese discernimiento. Así, con una voz que parece venir de lo más profundo del crédulo siglo, promete un mañana en principio mejor y un pasado mañana aún mejor.». Y todo ello lo salva mediante un procedimiento: «Es cierto que de buenas a primeras no puede hacer creíble su promesa. Ni a sí misma ni a los demás. Al contrario, para poner en marcha su engaño, debe recurrir a un truco, incluso a uno de los más inesperados, quiero decir que tiene que desacreditar sus propios actos, hacerse contra-publicidad a sí misma. No puede permitir que nadie considere cada vez el producto actual como su mejor producto. Es evidente que no es una verdadera contra-publicidad, sino publicidad positiva y de las más masivas. Porque es la publicidad de sus productos de mañana y de pasado mañana, que sólo puede hacer atractivos dado que plantea, siempre y por principio, que lo que ha producido ayer y hoy solamente está logrado a medias. Es decir, puesto que desea vender lo que va a producir mañana, tiene que despreciar lo que ha producido hoy» (Anders, 2007a: 102-103). Anders vuelve a justificar el uso de la palabra «obsolescencia» en tanto que palabra clave, «la palabra que nos abre la comprensión de nuestra situación en su conjunto. Cuando nos servimos de esta palabra solamente tenemos que haber comprendido de una vez por todas que todos los productos vendidos y comprados no se vuelven por ello obsoletos, ni son obsoletos (incluso desde

232


su nacimiento) por haber sido tan rápidamente sobrepasados por lo que cada vez figura sobre las mesas de diseño en estado de planes ya disponibles, porque el “progreso” sea tan frenético. Al contrario, si los planes se suceden los unos a los otros sobre las mesas de diseño con tal rapidez, si el progreso se persigue tan frenéticamente, es porque la industria no tiene otro objetivo que el de relevar, tan rápido como sea posible, la obsolescencia de los productos que ya ha vendido y garantizar con esta actitud la perennidad de su producción. Si la expresión “progreso” designa aún algo, es el progreso en la fabricación de lo anticuado. En consecuencia, la deficiencia técnica que significa el hecho de ser anticuado, que golpea hoy a todo producto comprado y vendido, no es, comercialmente hablando, una deficiencia, sino una virtud, dado que es la condición misma de la supervivencia de la industria. Y puesto que ella garantiza la propia virtud y la condición de su propia supervivencia (o, en el caso de que ésta no exista por sí misma, de producirla), forma parte de los deberes actuales de toda industria producir sin descanso no solamente lo que está anticuado, sino la antigüedad misma y sólo porque produce ese proceso es por lo que puede contar con la venta de sus “mejores” productos de mañana» (Anders, 2007a: 106). Esta situación es también socialmente conflictiva: «Esta “producción de antigüedades” es el sistema mundial del que podemos esperar que continúe dominando en el futuro, si es que no perece por una guerra de aniquilación / destrucción total. En todo caso, lo que es cierto es que ningún objetivo es tan importante para la industria actual, ni define tanto su carácter profundamente conservador, como el de conservar eternamente este “sistema de bomba de efecto retardado”. Este sistema es para ella idéntico a su “mundo”. Lo que nosotros llamamos “nuestro mundo” es para ella insignificante, y a veces incluso trata nuestra idea de “mundo” y nuestro deseo de conservarlo como si fueran subversivos». Tras una propuesta de acción política, la huelga (cf. capítulo 11), Anders concluye con una dura reflexión: «Queridos contemporáneos del fin. Estamos reunidos aquí para recordar los muertos de las tres guerras mundiales. Que nuestras fuerzas no serán suficientes realmente para representarnos a estos millones de hombres ni para realmente oír el tumulto enorme de la queja que produciría la suma de millones y de millones de gritos de agonía, esto, lo sabemos bien. ¿Qué hacer, a pesar de todo, para acordarnos de ellos? Me parece que no nos queda más que intentar, cada uno de nosotros, acordarnos de un muerto, de uno solamente. Pero si posible, de un muerto que no forme parte de nuestros muertos. Que alguien se acuerde de un niño irradiado en Hiroshima. Otro, de la mujer abrasada en Dresde. El tercero, de un judío gaseado en Ausch­ witz. El cuarto, de un estadounidense ahogado en el océano. El quinto, de un hombre golpeado hasta la muerte en una celda de la Gestapo. El sexto,

233


de un argelino torturado. El séptimo, de un ruso muerto de frío en Stalingrado. El octavo, de un muchacho que estará irradiado allí, yaciente, mañana. El noveno, de un marinero ahogado mañana. El décimo, de un niño que no verá la luz mañana. Cada uno intentará acordarse de un muerto pasado o por venir. Puede ser que la suma de nuestras memorias y de nuestros duelos nos acerque aquel por el que deberíamos en el fondo llevar luto. Y puede ser que nosotros podamos sacar de esta memoria la fuerza que nos permita tomar la resolución de obtener que aquellos a los que lloramos hoy de antemano sobrevivan a pesar de todo, que lo espantoso no llegue» (Anders, 1982: 393-394).

234


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.