trabajo de chica para todo y unos aviones que ya no vas a tocar en tu puta vida.
II
50
Lo peor era que Raquel había decidido pasar de los aviones y conseguir que le subieran el sueldo en el consultorio. Así que no paraba de sonreír en ese sitio aunque había personas que la trataban como si no hubieran pensado nunca en su vida que existe algo llamado amabilidad. Y en vez de desahogarse conmigo lo que hacía era defenderse de mí, se iba a las antípodas con tal de evitar que yo le recordara que no era eso, que ese trabajo no valía la pena. En cuanto me veía una cara rara empezaba a meterse conmigo: por lo menos ella trataba con gente, me decía, en cambio yo era un poste, como si no existiera, estaba en el instituto igual que un fantasma y aunque no me pudieran echar tampoco iba a «promocionarme». Promocionarme, no se me quita la palabra de la cabeza, quién se la habría dicho, dónde la habría leído, qué cosas habría estado pensando antes de dormirse o quizá mientras se abrazaba a mí, qué cosas para llegar a decirme eso. Seguro que yo metí la pata varias veces. A lo mejor ella estaba esperando que le diera ánimos, que la felicitara por haber encontrado algo más o menos fijo y me pusiera de su parte. Es lo que pienso ahora. Primero debí haberme puesto de su parte. Luego, en los ratos buenos, cuando ella estuviera más segura y tranquila, sí podría haberle dicho que el consultorio era un poco deprimente pero que encontraríamos algo mejor. Y si se cabreaba y me echaba en cara mi oposición, en vez de mosquearme, habría podido decir: muy bien, de acuerdo, entonces busquemos otras cosas que hacer, porque hay otras cosas que hacer en la vida. Entre los dos habríamos podido pensar cuáles. Pero no fue así. Nos enconamos y nos hicimos daño.
Además estaban los libros. Raquel leía, aunque menos que yo. Le pasé varios de Jack London y siempre los dejaba a la mitad. Le gustaban los libros de aviones, historias de los primeros aviadores que cruzaron el Atlántico, por ejemplo. Y los libros de ciencia ficción, en cambio yo no conseguía acabar ninguno. Así que cuando nos poníamos a leer era como si nos fuéramos a vivir uno al desierto y otro al polo norte. Y cuando empezó a trabajar en el consultorio privado, también discutimos sobre los libros. Me dijo que yo era un cotilla. La ciencia ficción trataba de cómo serían las cosas en otros planetas, de qué pasaría si tuviéramos cuatro manos o si fuéramos hombre y mujer al mismo tiempo. Sin embargo lo que yo hacía era meter las narices en la vida privada de la gente. Aunque los personajes fueran inventados, era como si yo leyera revistas de peluquería y estuviera pendiente de por qué se peleaban, de por qué se enamoraban, de por qué salían corriendo. Raquel no leerá esta historia; además, como habréis imaginado, he cambiado los nombres. Si Raquel leyera esto, si estuviera por aquí me gustaría contarle que a veces, viendo qué palabras ponían los personajes a lo que les pasaba, aprendí cosas, fui capaz de despejar algo a mi alrededor: zonas demasiado tupidas y llenas de maleza que parecían impenetrables hasta que una historia, Raquel, me permitió abrirme paso. ¿Te parece que no he dicho nada concreto? Pues es verdad. Un ejemplo sería que la rabia que sentí al leer Rojo y negro me sirvió para entender que no podíamos hacer como él, tú sonriendo a tus médicos privados y yo «promocionándome». Ese camino ya lo había hecho Sorel, y lo mataron. Puede que hoy a ti y a mí, Raquel, no nos mataran de una vez sino a trocitos. Nos compraríamos un piso en Leganés o en Fuenlabrada y seríamos infelices y viviríamos entrampados en casa y humillados en el trabajo. También una vez leí un poema sobre el amor, bueno, varios, pero éste lo recuerdo: «Si he perdido mi tiempo en los alrededores, / la voz en cada obstáculo que piso, / lo he hecho únicamente para evitar que caigas». Tú
51
52
ya te habías ido y pensé que si yo te hubiera dicho algo así te habría sentado mal: «No pasa nada por caer de vez en cuando», me habrías dicho, o «no me agobies». Creo que no entiendo lo que se supone que es el amor. Los libros no me han ayudado a entenderlo. Trato de pensar qué habría pasado en nuestras discusiones si yo hubiera llevado conmigo algunas frases, como esas personas que saben silbar una melodía y lo hacen cuando tienen miedo. Si yo hubiera silbado las frases en vez de reñir contigo. Teníamos miedo al futuro, miedo a no alcanzar nunca algo que se pareciera a un porvenir, algo que por lo menos no se pareciera a la ropa de esas personas que sólo se visten para ir en metro. Llegan al trabajo se ponen el uniforme, se lo quitan, se ponen la ropa bonita, vuelven al metro y al llegar a su casa se quitan la ropa y se ponen algo viejo o se acuestan. Necesitábamos que el futuro no fuera la pena ilusionada con que alguien elige qué ponerse para recorrer los pasillos y apoyarse en la barra de un vagón lleno de gente donde puede que otro como él se fije en su camisa o en sus botas. Lo necesitábamos, pero ése era el único futuro que teníamos delante y, como parecían chillarnos los árboles, los coches, las televisiones, el único que merecíamos. No está tan claro lo que significa querer a alguien. Que no caigas, que seas feliz, que tengas suerte, no lo sé, Raquel, te has ido y sé que si volvieras me partiría los dedos por meterlos en tu boca, sé que otra vez empezaría a pensar que me habían dado un bebedizo porque nada me parecería más seguro y más claro que dormir con mi polla entre tus nalgas, respirándote. Aunque volver no es la palabra porque yo ya no estoy en el mismo sitio, Raquel, y yo no sé si vendrías aquí. Donde yo estoy son tus aviones y mis Tierras Vírgenes y al mismo tiempo casi nada, algunas habitaciones para reunirnos, inhóspitas en general.