Panfleto para seguir viviendo

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panfleto para seguir viviendo FERNANDO DĂ?AZ

[narrativa]

laovejaroja



panfleto para seguir viviendo


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stoy aquí. Puede que no sea mucho, pero tampoco es nada. Significa que aunque fuerais a mandarlo todo a tomar por culo, yo seguiría aquí. Puede que lo último que queráis hacer en este momento sea pensar que hay alguien cerca. Esperaré. No estoy vendiéndoos una mierda lírica. Tampoco soy uno de los grandes. Los grandes no necesitan decirle a nadie que están aquí. A los grandes se les conoce, puedes pedirles ayuda aunque estén muertos. Yo soy uno cualquiera del baile de los que sobran: «Ellos pedían esfuerzo, ellos pedían dedicación. Y para qué, para terminar bailando y pateando piedras.» He bailado y he pateado piedras. ¿Por qué no me callo de una puta vez? Coño: un tío llena su rifle de balas, lo esconde debajo de la gabardina, yo sé que viene en esta dirección. Así que me acerco corriendo adonde estáis: eh, oíd, ese tío de la gabardina... Pero tenéis los ojos más tristes que he visto en mi vida y me decís que por qué no me callo de una puta vez. —Es el tío de la gabardina. No viene sólo por vosotros. Me miráis. Con voces sucias y emborronadas, hirientes: —Pues vale. No hay ningún tío de la gabardina y yo puedo esperar el tiempo que haga falta. Aunque me vendría bien saber que estoy esperando. Lo que al principio era una grieta ahora es una viga de madera partiéndose en dos. Si digo que estoy aquí,

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estoy diciendo que voy a sujetar esa viga de madera hasta que salgáis. Puede que os preguntéis cómo. Lo haré, puedo jurarlo, sin un sermón. Un sermón es lo contrario de una orden. La mayoría detesta las órdenes, pero hay órdenes buenas y malas. Cumplir una orden no es ser un dócil ni un cobarde. Depende de la orden. De quién te la dé. De en qué clase de guerra te hayas metido. En cambio, no hay sermones buenos. En un chat de Vampirella, una tía que tiene como un consultorio en un periódico, leí esto: —Hola, tengo novia con la que vivo desde hace años. Desde hace un par de años chateo sexualmente y veo porno en internet y me masturbo en consecuencia. Resultado: tengo a mi novia desatendida ya que no me excita tanto como mis chats y lo que veo en internet (tampoco ella es tan guarrilla como yo). ¿Cómo lo ves? —Lo veo muy triste. Si esa novia no te resulta excitante, si no la deseas con locura, si no disfrutáis juntos... ¿por qué sigues con ella? Se trata de gozar con otra persona, no de ser más o menos «guarrillos». Si te construyes una «vida basura» vas a tener que soportarla. Todos deberíamos empeñarnos en construir la vida que cada uno quiera vivir. «Si te construyes una vida basura vas a tener que soportarla»: eso es un sermón. Mi madre hace colecciones de kiosco y mi padre ve vídeos porno a las seis de la mañana. Ojalá mi madre cuando dice que va a la compra se meta en un locutorio y chatee con un guarrillo. ¿Quién no tiene una vida basura? Imagino a Vampirella oyendo a su cantante favorito, los ojos entrecerrados, ¿con quién sueñas entonces, Vampirella? ¿Con el tío que desde hace cinco años comparte la cama y la mesa y el váter contigo? ¿Luego te cansas y lo cambias por otro? No te equivoques, no me parecería mal, pero dime si es fácil. Supongo que haces lo mismo con tu trabajo: cuando no te resulta excitante, lo dejas. Y con tu casa: si no la disfrutas, si no la deseas con locura la cambias por otra. Y cuando alguien o algo te dispara y acierta y estás sangrando, no importa, cambias ese disparo por otra cosa o pides que te


devuelvan el dinero. Porque «todos debemos empeñarnos en tener la casa que cada uno quiera tener, el trabajo que cada uno quiera tener...». Es infecto. Ya veis, no habrá sermones. El día que mi madre empezó a coleccionar no dije nada. Sal a la calle y mátales a todos. Pude haber dicho eso. Al que te echó de tu trabajo, mátale. Al que te dio trabajo por la cuarta parte de lo que ganabas, mátale. Al que hizo la ley que lo permite, mátale. Al que te dejó en la estacada, mátale. Mi hermano tocaba en un grupo y hacían letras así. A él lo mató el caballo. Ni sermones, ni lástima. Una aguja basura, una muerte basura. Cuando se le ocurrió ir al departamento de atención al cliente a ver si le daban otra, ya era tarde. Pero no os permito tenerle lástima. Adrián murió, encontré las cintas porno de mi padre, mi madre hacía colecciones y yo me di cuenta de que no conocía a una sola persona que no tuviera su música, su chat, su caballo, su túnel, sus pastillas, su amante, su colección de búhos, su ventana basura, su basura a secas. Llevaba ya unos meses pasando costo en pequeñas cantidades. ¿Habéis oído Muevan las industrias? «Cuando vino la miseria los echaron, les dijeron no vuelvan más. Los obreros no se fueron. Se escondieron. Merodean por nuestra ciudad.» Mi padre merodeaba. No es una situación agradable. Pasó del tren de la laminación de una acería a no hacer nada. Luego estuvo unos meses fregando un bar antes de que lo abrieran. Luego otra vez nada. Dice Houellebecq: «Platón dejó a los poetas a las puertas de su famosa ciudad porque ya no les necesitaba (y puesto que eran inútiles no tardarían en volverse peligrosos)». Es una de esas frases que parece que van a consolar, y no. Al principio piensas: alguien se ocupará de que no haya demasiados inútiles para que no se vuelvan demasiado peligrosos. Pero ¿a quién dan miedo los inútiles? Los deslocalizados que merodean, los reconvertidos, mi padre, mi madre, mi hermano, no dan miedo a nadie que tenga poder. Se dan miedo entre ellos y hay días en que tenemos que agradecerles que se

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partan las piernas solos, y hay otros días en que no nos hacen daño pero apuntan demasiado cerca. Yo había suspendido la selectividad. Mi madre se empeñó en mandarme a una academia y resultó que era Marte. Despertaba en mi barrio, me iba a Marte y luego volvía a mi barrio. O mi barrio era Marte. No se puede vivir en dos planetas distintos. Bueno, yo no podía. Tampoco podía dejar mi casa. Dos amigos del barrio, Toño y David trabajaban de mensajeros y les iba bien. Llevaban paquetes y costo. Así que empecé a trabajar con ellos, iba muy poco a clase y dejé la academia. Quería dinero, sí, quería tener mi vida. Mi amargura, supongo, y que no fuera la amargura de mi padre. Mi agua al cuello, supongo, y que no fuera la de mi madre. ¿Dejé la academia para poder dejar mi casa para poder volver a la academia y rehacer mi futuro poco a poco? A Vampirella le gustaría oírlo, pero no. Un día no vas. Otro llegas tarde, otro día debes dinero y no sabes de dónde vas a sacarlo. Otro, acabas pegándote con un idiota. Por ser mensajero me pagaban a destajo y cuando mejor iba la cosa llegaba a las noventa mil pelas, algo más de quinientos euros; luego los mensajeros teníamos tiempos muertos, había corrillos y todo el mundo lo sabía: por cada viaje de costo podía sacar entre seis y dieciocho euros, el triple o más que con una dirección de la empresa. Toño y David pasaban para tener dinero con que pagar su consumo. Yo era de los que más sacaban, porque era de los pocos que no consumía. Pagaba pronto los gramos que me habían fiado y lo demás era dinero limpio para mí. Con el correo electrónico ya casi han desaparecido esos tíos con moto que adelantaban por la derecha, que iban echando leches y se jugaban la vida. No íbamos así para que el sobre con un billete de avión o una invitación llegasen a la hora. Muchos hacíamos dos viajes por uno; por eso corríamos. Por eso más de uno derrapaba y cuando podía, volvía a levantarse y seguía corriendo. ¿Estuvo mal dejar las clases? ¿Estuvo mal empezar lo que iba a llevarme bastante más lejos? Para responder hay que tomarse tiempo y en aquellos


años no sólo los mensajeros íbamos muy deprisa. Luego un día te paras. Porque te da la gana. Porque ya está bien. Ahora voy tan despacio que nadie puede cogerme. He prendido fuego al interior de un buzón con todas sus cartas dentro. He partido en pedazos las cosas de mi vida, una mesa grande, un ordenador, la tostadora, la tele. He llenado la calle de cristales ardiendo y aunque nadie los ve yo sé que están ahí. Como una frontera. Ahora voy tan despacio que no pararé hasta que os parezca sentirme respirar.

II Estuve dos años de mensajero. Salí de mi barrio y me fui a vivir solo, no demasiado lejos de Marte. Me compré la moto. Pero todo estaba cambiando. Cada vez había menos trabajo para nosotros. Se acababan los mensajeros y empezaban los teleoperadores. Eso sí que no habría podido aguantarlo, ocho horas en la misma silla con descansos de tres minutos y los turnos que les dé la gana ponerte. Pero tampoco me gustaba dar la brasa para conseguir más viajes, como hacía Toño. David ya no hacía nada, le cogieron con setecientos gramos y le metieron en la cárcel. Entonces pensé en parar. Podría arreglármelas, me dije, y dejé la mensajería. Necesitaba un trabajo. Lo que había era todo una mierda. Para ser delegado comercial me pedían coche. Embuzonar. Se necesita dependiente. Una cola de doce para fregar platos. Y los malditos teleoperadores. Pensaba que por lo menos podría ser camarero, no estar tan encerrado y mirar la calle aunque fuese desde detrás de la barra. Por fin me cogieron en un bar pero duré seis semanas. Pasar costo es lo más parecido a eso que llaman conciencia de clase. ¿Por qué vas a tener que aguantar que nadie te pise el cuello si con dos kilos de costo podrías sacar lo mismo que trabajando medio año? Y no aguantas. Sabes que es mentira, lo que tú vales, tu sueldo, es mentira. Los dos kilos de costo son la prueba. No hay ninguna razón

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panfleto para seguir viviendo Hermano yonqui muerto, exnovia trepa,

padre con pasado sindicalista en derrota, madre con la vida embargada... Y entre ellos: tipo anónimo, un ordenanza de instituto que pasa costo mientras lee a Jack London y sueña con montar una carpintería y fabricar trineos. Podrían ser los personajes de una mala novela, con todo contado desde afuera. Con benevolencia y algo de técnica. Sin carne. Sin suciedad. Sin sangre.

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Pero no. Esto no es una novela. Esto mancha. Que los curiosos den media vuelta. Aquí no hay condones ni medias tintas. Esto es un panfleto, una arenga. Un banderín de enganche «para seguir viviendo». «Este libro es una promesa que haréis o no haréis cuando lleguéis al final. Si os da la gana de llegar.» Una promesa que incluye fuego y bidones de gasolina. Para quemarlo todo. Para organizarnos y hacer que el edificio arda hasta sus cimientos. «Diréis que he venido a contaros lo de siempre, la guerra de pocos contra muchos. Pero ¿por qué ganan los pocos?, ¿por qué pierden los muchos?, ¿por qué seguimos en la oscuridad? No es tan fácil. El resplandor de unos coches ardiendo dura unas horas. Y hay que pensar qué pasa luego. Prepararse.» BIC: FV ISBN: 978-84-16227-02-0

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