1 El saber indispensable para la decisión La izquierda desconfía, y con razón, de las incursiones de «la ciencia» en la política. Recela de la dictadura de expertos que elimina el debate democrático y da una apariencia de objetividad a los imperativos del poder. Los más radicales ven con malos ojos al Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (GIECC-IPCC); en su opinión, un órgano de profesores universitarios instaurado por las Naciones Unidas no puede sino ser un instrumento del orden establecido. ¿Acaso sus «resúmenes para responsables de políticas» no son adoptados por representantes de los estados1? Para unos, el IPCC exagera para asustar a los pueblos y hacerles aceptar sacrificios; para otros, al contrario, el IPCC subestima la gravedad del cambio climático con el objetivo de atenuar la responsabilidad del capitalismo. Escepticismo y exageración comparten sospechas sobre la manipulación de la ciencia. Ahora bien, conviene poner los puntos sobre las íes. El IPCC se compone de tres grupos de trabajo —aspectos científicos, efectos y posibilidades en materia de reducción de emisiones— que evalúan y sintetizan publicaciones aparecidas en las revistas referenciadas. El grupo III está lleno de economistas que sintetizan estudios de colegas suyos del mundo entero. La inmensa mayoría de los artículos revisados son de orientación neoliberal, por la simple razón de que en las esferas académicas escasean los economistas críticos. Los informes producidos por este grupo son cuestionables desde un punto de vista social, ya que se basan en la noción de cost efficiency («coste-eficiencia» o eficiencia relativa a costes). Y frente a esta noción, esta obra defenderá que el clima debe salvarse por todos los medios, independientemente de los costes, y por razones tanto sociales como técnicas. Esta mezcolanza de debate político y controversia científica resulta 1 Los informes de evaluación del IPCC son objeto de dos tipos de resúmenes: unos técnicos y otros dirigidos a los responsables políticos. Estos resúmenes son adoptados tras largas discusiones entre los científicos que firman los informes, por una parte, y los representantes de los estados, por otra.
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El imposible capitalismo verde típica de las ciencias humanas, donde coexisten varios «paradigmas» rivales, según la expresión de Thomas Kuhn2. Los casos de los grupos I y II son diferentes. El primero, centrado en las cuestiones científicas, se funda exclusivamente en las ciencias naturales, luego en un abanico de conocimientos rigurosamente establecidos, numerosas veces verificados y que en «periodo normal» (fuera de una «revolución científica», como dice Kuhn) se consideran con razón como el único modelo de comprensión de lo real. El segundo, que estudia los impactos y la adaptación, se basa en parte sobre las ciencias humanas y trabaja sobre cuatro grupos de escenarios de desarrollo humano (elaborados por el grupo de trabajo III) que sin duda no copan todo el abanico de posibles, pero que no hermosean al capitalismo. De forma general, los procedimientos de revisión entre iguales son bastante exigentes y por ello puede considerarse que estos grupos producen una excelente síntesis de «buena ciencia». Algunos objetan que esta buena ciencia está sometida a intensas presiones. Es innegable. La conferencia de París sobre el cuarto informe del IPCC, en enero de 2007, ilustró hasta qué punto y de qué formas, directas e indirectas, tanto algunos gobiernos como ámbitos empresariales intentan influir sobre el diagnóstico climático. Basado en el estudio de varios cientos de casos concretos, un informe elaborado por una asociación americana de científicos reveló «los numerosos medios por los que se ha filtrado, expurgado y manipulado a las ciencias del clima en EEUU a lo largo de los cinco últimos años»3. Sharon Hays, jefe de la delegación americana en la conferencia, admitió sin ambages que los funcionarios estadounidenses allí presentes habían desplegado todos sus esfuerzos —con éxito— para que el vínculo entre calentamiento y ciclones se atenuara en el informe4. El objetivo era evitar que los daños del huracán Katrina, que había devastado Nueva Orleans hacía menos de dos años, pudieran imputarse demasiado categó2 Thomas Khun, La estructura de las revoluciones científicas, FCE, México, 1971. 3 «Lawmakers hear of interference in global warming science», International Herald Tribune, 30/1/07. Véase también la página de la asociación, la UCS (Union of Concerned Scientists): http://www.ucsusa.org/ 4 International Herald Tribune, 1/2/07.
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El saber indispensable para la decisión ricamente a la administración Bush. El American Enterprise Institute (AEI), un lobby financiado por la petrolera ExxonMobil, ofreció 10.000 dólares por persona a científicos y economistas por escribir artículos que minaran la credibilidad del cuarto informe del IPCC5. Etc. Sin embargo, no hay que equivocarse: la historia de este dossier es la historia de una lucha de la «buena ciencia» contra la ciencia sometida. Y no se dice lo suficiente hasta qué punto esa lucha ha sido larga y difícil. Las primeras advertencias relativas a un riesgo de calentamiento global, lanzadas por dos oceanógrafos americanos, Revelle y Suess, remontan a 19576. En 1958 se fundó el Observatorio de Mauna Loa (Hawai), que nada más crearse confirmó la acumulación acelerada de gases de efecto invernadero en la atmósfera. Pero en el plano político los avances se resistieron: se tuvo que esperar más de 20 años para que la ONU convocara una primera Conferencia Mundial sobre el Clima (Ginebra, 1979) y más de 30 para que se fundara el Grupo de Expertos Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC). Los científicos, por contra, manifestaron una notable celeridad. Apenas dos años después de su instauración, el IPCC adoptó su primer informe de evaluación (Ginebra, 1990). En lo esencial, sus conclusiones han sido confirmadas por los tres informes posteriores y, aunque fueran contestadas en un principio, sobre todo por Estados Unidos, que bloqueó durante mucho tiempo el dossier, han terminando imponiéndose. La conferencia de Bali, en diciembre de 2008 representó una derrota para la línea de G. W. Bush. Poco después, la elección de Barack Obama puso término —¿definitivamente?— a la capacidad de los negacionistas del calentamiento de contaminar el diagnóstico científico. El problema del clima dista mucho de estar resuelto, pero ya no hay responsable alguno que pueda seguir negando su existencia y la necesidad de resolverlo. Pese a considerables presiones políticas y económicas, los climatólogos han conseguido que estalle esa «verdad incómoda». 5 The Guardian, 2/2/07. 6 Roger Revelle y Hans Suess, «Carbon dioxide exchange between atmosphere and ocean and the question of an increase of atmospheric CO2 during the past decades», Tellus, 9, 1957, 18-27.
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El imposible capitalismo verde En lugar de discutir sobre la fiabilidad de las proyecciones del IPCC, la izquierda debería apropiarse de esta «verdad» (más exactamente, esta cuasi-certeza), traducirla en términos sociales e interpelar a los investigadores que la producen para que tomen partido. En efecto, no es sólo cuestión de ciencias puras, sino de lo que el filósofo Ernst Bloch llamaba «el saber necesario para la decisión». Un saber semejante no puede ser «contemplativo», decía Bloch, «sino más bien una forma que va con el proceso, que se juramenta activa y partidistamente a favor del bien que se va abriendo camino, es decir, de lo humanamente digno en el proceso». «Esta forma del saber» es incluso «la única objetiva, la única que reproduce lo real en la historia, a saber: el acontecer producido por los hombres del trabajo». Y el autor de El principio esperanza concluye: «Y precisamente porque no es tan solo contemplativo, esta forma del saber apela siempre al sujeto de la producción consciente misma»7. Esas frases parecen cinceladas para abordar el cambio climático. Aunque, éste introduce a la vez una novedad, pues ya no hay producción de historia que no sea, al tiempo, producción de naturaleza, y no sólo local sino también global. Ahora, los candidatos a la producción consciente de la primera están obligados a afrontar tanto la cuestión del cambio climático como la crisis de las subprimes. De no ser así, la producción inconsciente de naturaleza amenaza con arruinar su proyecto de un mundo sin explotación ni opresión. *** Todo fluye, como decían en la Antigüedad. El carbono fluye. Como todo elemento, está presente en la Tierra en cantidades finitas y en diferentes combinaciones químicas. Se halla en cuatro grandes reservorios: la atmósfera, la biosfera (la masa de organismos vivos, cuyas moléculas se construyen alrededor de átomos de carbono), la hidrosfera (las aguas, principalmente los océanos) y la litosfera (algunas rocas contienen enormes cantidades de carbono). Entre esos cuatro reservorios, el 7 Ernst Bloch, El principio esperanza, Aguilar, Madrid, 1977, p. 190.
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El saber indispensable para la decisión carbono circula constantemente, cambiando de compañero. En la atmósfera está presente esencialmente bajo forma de gas carbónico. El CO2 tiene la particularidad de servir, en cierta forma, de materia prima para el crecimiento de las plantas verdes. Éstas lo absorben por pequeños orificios (los estomas) y, gracias a la energía solar y a su clorofila, lo combinan con agua para sintetizar moléculas más complejas, llamadas orgánicas. Sólo las plantas verdes tienen esta fantástica capacidad de «fotosíntesis», que hace de ellas la base de cualquier pirámide de seres vivos. Sin embargo, los vegetales no sólo absorben CO2: también lo emiten con la respiración. Lógico: la respiración constituye una forma de combustión y toda combustión de un combustible que contenga carbono implica por una parte una liberación de energía bajo forma de calor y por otra una emisión de gas carbónico. Cuando está en pleno crecimiento, una planta absorbe más CO2 por la fotosíntesis de lo que emite por la respiración. Luego ambos movimientos se equilibran. Al acercarse al final de su ciclo vital, las emisiones superan a las absorciones. Finalmente, la planta muere y se descompone, lo que significa que las grandes moléculas orgánicas se fraccionan en moléculas cada vez más pequeñas por acción de un ejército de insectos, gusanos, bacterias y hongos. Gracias a esos «organismos reductores» al final la mayor parte del carbono regresa a la atmósfera bajo forma de CO2 (o de metano, un gas que reacciona con el oxígeno del aire para dar CO2 y vapor de agua). Todo fluye, por todos sitios. Los intercambios de materia con la atmósfera no se producen sólo a partir de la tierra firme, sino también, sobre todo, a partir de las aguas. Principalmente de los océanos, que cubren la mayor parte del globo. Al igual que las plantas verdes terrestres, algas y plancton vegetal (fitoplancton) absorben y emiten grandes cantidades de CO2. Pero ésta no es ni la única ni la principal forma en que las masas líquidas intervienen en los intercambios de materia con la atmósfera. De hecho, el CO2 atmosférico se disuelve en el agua, y cuanto más fría está el agua, más significativa es la disolución —puramente física—. Esta propiedad es importante, ya que liga el movimiento del carbono al movimiento constante de las masas de agua oceánicas, lo que viene llamándose la circulación termohalina.
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El imposible capitalismo verde Porque también el agua fluye sin cesar. Cerca de los polos, la superficie del mar se hiela. Esto hace que el resto de masas de agua allí presentes se vuelvan más ricas en sales, y por tanto más densas, de forma que se ven arrastradas hacia las profundidades oceánicas. Y en superficie, son remplazadas por masas líquidas provenientes de otras regiones, más al sur. Este gigantesco termosifón natural iniciado en los polos es la causa de las grandes corrientes marinas que, como el Gulf stream, funcionan en bucle a escala global. Ahora bien, a causa de su menor temperatura, los mares de las regiones frías disuelven mayores cantidades de CO2. Las aguas frías, al hundirse, arrastran consigo grandes cantidades de carbono. Cuando han recorrido la mitad de su bucle, vuelven a subir a la superficie y se calientan bajo el sol de los trópicos, liberando bajo forma de CO2 parte del carbono que contienen (desgasificación). Luego, esas mismas masas de agua terminan su circuito subiendo hacia el Norte para remplazar las aguas frías que se han hundido a su vez llevando consigo carbono disuelto. Y así una y otra vez... Atmósfera, biosfera e hidrosfera se ven así constantemente atravesadas por un flujo de carbono. Y lo mismo sucede con el cuarto reservorio, la litosfera. En superficie, las rocas alteradas y erosionadas liberan calcio y compuestos que contienen carbono —los carbonatos—. Calcio y carbonatos son transportados por los ríos hasta los océanos. Allí, todo tipo de organismos se sirven de ellos para formar conchas calcáreas a base de carbonato de calcio. Esos organismos caen al fondo de los mares al morir. A grandes profundidades, no se descomponen, o apenas lo hacen, de forma que el carbono que contienen no es liberado de forma gaseosa: se acumula y constituye poco a poco enormes reservas de materia. Al mismo tiempo, a escalas de tiempo geológico, tampoco la masa del globo terrestre es estática: como el agua de una marmita, está animada por corrientes de convección que se traducen en superficie en lo que los geólogos llaman los movimientos de placas tectónicas. Evidentemente, esos movimientos son extremadamente lentos. Pero cuando una placa submarina se desliza bajo otra (provocando un terremoto, o incluso un tsunami), las reservas de carbono de los fondos oceánicos son arrastradas a las profundidades del globo, donde son someti-
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El saber indispensable para la decisión das a fuertes presiones y elevadas temperaturas. La fracción orgánica (los cadáveres) se transforma en petróleo, carbón y gas natural, mientras que la fracción inorgánica (las conchas) da nacimiento a nuevas rocas, llamadas carbonatadas (la caliza, el mármol, etc.). A causa de las corrientes en el seno del magma, las rocas formadas en las profundidades antes o después terminan siendo devueltas a la superficie, donde su alteración y erosión liberan de nuevo cadmio y carbonatos. El carbono también puede regresar a la atmósfera con las erupciones volcánicas, que liberan muy importantes cantidades de CO2 (y cantidades igual de importantes de azufre, cuyas partículas en suspensión —aerosoles— juegan un papel climático importante al reflejar los rayos solares hacia el espacio). Estos fenómenos no sólo conciernen a los sedimentos marinos sino también a los restos orgánicos acumulados sobre tierra firme. De hecho, una muy pequeña parte de la biomasa terrestre escapa a los organismos reductores: en lugar de regresar a la atmósfera en estado de CO2 o de metano, su carbono es almacenado en el suelo bajo forma de materia orgánica. A largo plazo, también esta fracción puede acabar en las profundidades. Al conjunto de estos intercambios se le designa bajo la expresión «ciclo del carbono». Simplificando, se puede decir que este ciclo se constituye de tres bucles superpuestos e interconectados: un bucle atmósfera-biosfera en el que cantidades relativamente pequeñas de carbono circulan rápidamente; un bucle atmósfera-hidrosfera que cantidades más importantes de carbono tardan hasta mil años en recorrer; y un bucle biosfera-hidrosfera-litosfera que millones de gigatoneladas de carbono recorren en varias decenas o centenas de millones de años. ¿Cuál es la relación entre esas consideraciones y el cambio climático? Junto a algunos otros gases (el metano, el óxido nitroso, el vapor de agua...) 8 el gas carbónico tiene la propiedad 8 El metano (CH4) es producto de la descomposición de materia orgánica en ausencia de oxígeno (en las ciénagas, los tubos digestivos animales, etc.). El óxido nitroso (N2O) es un producto natural de la actividad de ciertos microbios del suelo, pero también y, sobre todo, un gas liberado por el uso abusivo
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El imposible capitalismo verde de dejar pasar los rayos del Sol del espacio hacia la Tierra, pero limitando el paso de los rayos infrarrojos de la Tierra hacia el espacio. En otros términos, este gas desempeña un papel en el aire análogo al de los cristales que retienen el calor en un invernadero (de ahí la expresión «gas de efecto invernadero»). La explicación física de esta asimetría reside en el hecho de que los dos tipos de radiación tienen longitudes de onda diferentes: al contrario que los rayos incidentes, los infrarrojos calientan las moléculas de CO2 que encuentran en su camino, de forma que esas moléculas irradian a su vez infrarrojos en todas direcciones. Por ello, la Tierra calentada por el Sol no reenvía toda esa energía térmica al espacio: una parte permanece en la baja atmósfera y calienta la superficie del globo. En sí, este «efecto invernadero» natural constituye un fenómeno benéfico. Sin él la temperatura media de nuestro planeta sería de 17°C por debajo de cero; gracias a él es de 15°C por encima. Nuestro clima difiere en muchos aspectos al del resto de planetas del sistema solar. La temperatura de la Tierra no sólo es moderada, sino que además es estable. La radiación solar es hoy un 30% más importante que hace 3.500 millones de años, pero la temperatura media de nuestra vieja y querida Tierra no ha variado, ni de lejos, en las mismas proporciones9. Esta estabilidad relativa es el resultado de toda una serie de complejos mecanismos que actúan como reguladores de la concentración atmosférica en carbono y que en algunos casos están ligados a la existencia misma de la vida, a la existencia de la biosfera. Cuando la concentración atmosférica de CO2 aumenta por una u otra razón (por ejemplo, por un aumento natural de la insolación, que conlleva un calentamiento de los océanos, luego una mayor desgasificación) las plantas verdes crecen más de abonos nitrogenados. El ozono (O3) que se forma cerca del suelo a consecuencia de la polución (ozono troposférico; no se confunda con la capa de ozono estratosférico) también contribuye al efecto invernadero, al igual que una serie de gases industriales (perfluorocarbonos, hidrofluorocarburos, hexafluoruro de azufre) existentes en proporciones ínfimas (aunque sus cantidades aumentan rápidamente) y con una contribución al efecto invernadero y una duración de vida a veces extremamente importantes. 9 James Lovelock, Gaia, una nueva visión de la vida sobre la tierra, Orbis, Barcelona, 1986.
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El saber indispensable para la decisión rápido. Retienen entonces, por así decirlo, carbono de la atmósfera y frenan en cierta medida un calentamiento excesivo. Hay otros mecanismos reguladores, aún más sutiles, pero describirlos nos llevaría demasiado tiempo10. El aspecto clave que debemos recordar es que, en tiempos normales, los intercambios de carbono entre los reservorios tienden a equilibrarse y que la temperatura terrestre es relativamente estable. Es así desde que las plantas verdes conquistaran la superficie del globo y dieran a la atmósfera una composición parecida a la que nosotros conocemos. Esta constatación sobre el papel de la vida condujo a James Lovelock a avanzar la «hipótesis Gaia»: todo sucede como si la vida en la Tierra preservara las condiciones físicas de su propio mantenimiento11. La historia de la Tierra es al mismo tiempo una historia de los climas. Tenemos una idea de ella relativamente precisa gracias al análisis de las bolsas de aire contenidas en hielo antiguo y que permiten determinar la composición de la atmósfera remontando bastante lejos en el pasado. Esos análisis permiten trazar curvas de evolución de la concentración atmosférica en carbono (CO2 y CH4) a lo largo del tiempo. Al examinarlas, queda constatado que la cantidad de esos gases de efecto invernadero en el aire ha fluctuado de una forma notablemente regular en una horquilla bastante estrecha. Si se consideran los 400.000 años previos al presente, se distinguen muy claramente cuatro periodos a lo largo de los que ha habido menos carbono en la atmósfera. Y esos periodos —como confirma la comparación con los datos geológicos y paleontológicos— corresponden a las cuatro glaciaciones de la era cuaternaria. Al estudiar los gráficos con mayor detalle, puede verse que, al principio de cada interglaciar, un aumento de las temperaturas precedió ligeramente al aumento de la concentración at10 Léase a este respecto Peter Westbroeck, Vive la Terre: physiologie d’une planète, Seuil, París, 1998. 11 James Lovelock, op. cit. Gaia es una metáfora fecunda, pero hay razones para insistir en el «como si»: quienes toman la hipótesis al pie de la letra se deslizan fácilmente en una nueva forma de adoración de la diosa Naturaleza. A partir de ahí, tan sólo hay un paso para considerar que la verdadera naturaleza es la naturaleza sin el hombre. El mismo Lovelock se acerca mucho a ese punto.
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El imposible capitalismo verde mosférica en carbono. En consecuencia, la alternancia de periodos glaciares e interglaciares a lo largo de los 400.000 años anteriores al presente no debe atribuirse primordialmente a las variaciones de la cantidad de gases de efecto invernadero en el aire. ¿A qué debe adjudicarse entonces? A modificaciones naturales de la insolación, resultantes de diferentes cambios periódicos en la posición de la Tierra respecto al Sol (la forma de la elipse terrestre, la inclinación del eje de la Tierra y el punto de la elipse en el que se halla la Tierra cuando alcanza el equinoccio varían regularmente a lo largo del tiempo). Sin embargo, durante los periodos de glaciación causados por una insolación más débil, la concentración atmosférica de CO2 disminuye porque los océanos se enfrían y el agua fría disuelve mucho más CO2 que el agua caliente. En otros términos: en la historia de la Tierra todo enfriamiento debido a la disminución de la insolación ha sido acentuado por la reducción del efecto invernadero debido a la disolución del CO2 en océanos más fríos. Los especialistas hablan de retroacción climática para describir los mecanismos de ese tipo. Diferencian retroacciones positivas —que acentúan el fenómeno inicial— y negativas —que lo atenúan—. Otro ejemplo de retroacción positiva: durante una glaciación, una mayor parte del globo se cubre de nieve y hielo y esas vastas extensiones blancas reducen considerablemente el calentamiento de la superficie terrestre reflejando más radiación solar hacia el espacio (se dice entonces que aumenta el albedo). Los cambios climáticos naturales del pasado han tenido considerables efectos en numerosos ámbitos. Durante las glaciaciones, dada la importancia de las precipitaciones bajo forma de nieve, y como esta nieve no se fundía en verano, sino que se acumulaba sobre la tierra en forma de glaciares, el nivel de los océanos disminuyó. A la inversa, durante los interglaciares la temperatura aumenta, los hielos reculan, el nivel de los océanos sube, sus aguas se calientan, el CO2 que liberan acentúa el efecto invernadero, la vegetación se desarrolla más rápido, tendiendo a absorber más CO2, y la reflexión de la radiación solar (el albedo) disminuye. Aun así, hemos de señalar que en esta alternancia de periodos glaciares e interglaciares, y aunque las condiciones de vida sobre la Tierra han cambiado
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El saber indispensable para la decisión profundamente de un periodo a otro, las diferencias de temperaturas han sido bastante limitadas: por ejemplo, a finales de la última glaciación, hace 20.000 años, la temperatura media del globo sólo era 4,5°C inferior a la que conocemos hoy en día. Todo esto se explica aquí de forma sumaria y rápida, pero se trata de modificaciones extremadamente complejas y lentas que se extienden a lo largo de decenas de miles de años. En algunos momentos se han producido aceleraciones, pero siempre han sido el resultado de procesos acumulativos muy progresivos a lo largo de los cuales, poco a poco, lo cuantitativo se preparaba a convertirse en cualitativo. La relativa estabilidad del clima terrestre y la lentitud de las modificaciones en la composición de la atmósfera son dos puntos en los que la situación actual contrasta fuertemente con lo que la tierra conoció en el pasado. De hecho, si desplegamos las curvas de concentraciones atmosféricas en carbono a lo largo del tiempo, se aprecia muy claramente que la época contemporánea se caracteriza por un alza fuerte y brutal. La cantidad actual de gas carbónico y de metano en el aire es casi dos veces superior a la media observada durante los periodos interglaciares de los últimos 800.000 años, al menos. Por ello, la expresión «cambio climático» en realidad es poco acertada: sugiere una modificación progresiva análoga a las que la Tierra ha podido conocer a lo largo de su larga historia. Y ése no es, en absoluto, el caso actual. Sería infinitamente más acertado hablar de vuelco climático para designar la situación que estamos viviendo. Al comparar este vuelco con los cambios del pasado, podemos ver que la cadena de causalidad es diferente. Este aspecto es decisivo para refutar a los negacionistas del calentamiento, que se apoyan sobre las características de los interglaciares para cuestionar el papel motor del CO2 en el fenómeno actual. Respecto a esos interglaciares del pasado se ha observado, 1) una mayor insolación, causante de un alza de temperaturas que se tradujo después de un cierto tiempo en 2) un alza de la concentración atmosférica de carbono, que a su vez conllevó 3) un incremento del efecto invernadero, luego un calentamiento climático. Ahora bien, el fenómeno al que hoy estamos confrontados no corresponde con ese esquema en tres tiempos.
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El imposible capitalismo verde Según los astrofísicos, las variaciones de la insolación y de la actividad solar apenas explican entre el 5 y el 10% del calentamiento actual12: el resto deriva directamente del efecto invernadero provocado por el incremento de la concentración atmosférica en carbono. Simplificando, podría decirse que, en el pasado antiguo, el cambio climático provocaba un aumento del efecto invernadero; hoy, es el aumento del efecto invernadero quien comporta directamente un cambio, o con mayor precisión, un vuelco climático. Los científicos que siguen la evolución de la composición de la atmósfera desde observatorios como el de Mauna Loa, en Hawai, publican cada año cifras que manifiestan un alza bastante rápida, cada vez más rápida, de la cantidad de carbono en la atmósfera. Esta aceleración se traduce lógicamente en una aceleración del vuelco climático. A lo largo de todo el globo, otros científicos han descrito toda una serie de fenómenos coherentes con este aumento del efecto invernadero: la temperatura media de superficie aumenta (+0,6°C desde hace dos siglos) y aumenta cada vez más rápido; especies vegetales y animales migran para intentar conservar un hábitat adaptado a sus características; los glaciares y la superficie nevada retroceden claramente, y a veces espectacularmente, en casi todas las regiones del mundo; la temperatura de los océanos se eleva, de forma que su masa se dilata y el nivel del mar aumenta (+10 a 20 cm en el siglo xx); la violencia de los ciclones se incrementa y se registran cada vez más eventos climáticos extremos, etc. Todos esos cambios, y muchos otros, están perfectamente documentados. Ya no cabe duda alguna de que tienen por motor principal el incremento de la concentración atmosférica en carbono, luego de la temperatura en la superficie de la Tierra. ¿De dónde vienen esas cantidades suplementarias de carbono en el aire? Una de sus fuentes es la deforestación. Teniendo en cuenta lo que se comentó antes sobre el ciclo del carbono
12 IPCC, 2007, Cambio climático 2007: Informe de síntesis. Contribución de los Grupos de trabajo I, II y III al Cuarto Informe de evaluación del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, Pachauri, R.K. y Reisinger, A. (dirs.), IPCC, Ginebra, Suiza, 2007, p. 39, fig 2.4. Disponible en http://www.ipcc.ch/pdf/assessment-report/ar4/syr/ar4_syr_sp.pdf
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El saber indispensable para la decisión se comprende el porqué: si talamos árboles sin replantarlos, si reducimos las superficies ocupadas por los bosques, destruimos al mismo tiempo, por así decirlo, reservorios en donde el carbono se almacena bajo forma de materia orgánica (de ahí la expresión «sumideros de carbono» para designar a los bosques y los océanos). El almacenamiento puede, sin duda, prolongarse en parte durante un tiempo, por ejemplo, bajo forma de productos de madera, pero en cuanto esa madera sea quemada, el carbono se liberará bajo forma de CO2. Por otra parte, los reservorios forestales no se componen sólo de los troncos de los árboles. Las copas, las raíces y el humus almacenan grandes cantidades de materia orgánica. Y esas copas son quemadas, las raíces se pudren y los suelos transformados en cultivos o pastos pierden una parte importante de su humus. Sin embargo, la causa más importante, de lejos, de la concentración atmosférica suplementaria en carbono es la combustión de carbón, de petróleo y de gas natural. También aquí los datos relativos al ciclo del carbono manifiestan su utilidad. Como puede comprenderse, esos combustibles son denominados «fósiles» porque tienen su origen en una biomasa muerta hace cientos de millones de años y que se concentró, sin descomponerse, fosilizándose en las entrañas de la Tierra al tiempo que liberaba metano (de ahí la presencia sistemática de gas natural cerca de los yacimientos de petróleo o de carbón). Desde un punto de vista humano, el interés práctico de esta biomasa fosilizada es evidente: para un mismo volumen, tiene un contenido energético más elevado que el de otros recursos, como la madera, por ejemplo. El petróleo tiene además la ventaja de presentarse en forma líquida, lo que hace de él una fuente de energía extremadamente cómoda, en particular en los transportes. Desgraciadamente, quemar esta biomasa fósil extraída de las entrañas de la Tierra equivale, por así decirlo, a cortocircuitar el bucle largo del ciclo del carbono, el que pasa por la litosfera y se extiende a largo de cientos de millones de años. Equivale, por tanto, a inyectar bruscamente en el aire cantidades de carbono que pueden superar las posibilidades de absorción de las plantas verdes y de los océanos. En nuestros días, la economía mundial envía cada año a la atmósfera unas 6 gigatoneladas (Gt) de carbono procedentes del uso de combustibles fósiles, a las que se suman casi 2 Gt debidasa
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El imposible capitalismo verde la deforestación13. Es el doble de lo que los «sumideros» pueden absorber. En otros términos, el bucle corto del ciclo del carbono, el que pasa por la biosfera, la atmósfera y la hidrosfera, está saturado por las masas de carbono que inyectamos en él y que provienen en su mayor parte de la combustión de combustibles fósiles extraídos del bucle largo para satisfacer nuestras necesidades energéticas. El calentamiento es un resultado inevitable de esta saturación. Homo sapiens, nuestra especie, la materia pensante, la forma más sofisticada desarrollada a día de hoy por la vida, está modificando el clima de una Tierra que la vida, hasta el presente, contribuía a regular. Y si no lo evitamos, esta modificación del clima revolucionará otros aspectos de nuestro medio físico. Es algo que puede parecer inconcebible. Puede parecer increíble que nosotros, hormiguitas humanas, tengamos un impacto global tal sobre nuestro enorme planeta. Pero es la realidad. Algo que se explica por el hecho de que los gases de efecto invernadero tan solo están presentes en la atmósfera en proporciones ínfimas. La concentración atmosférica de CO2 se expresa en partes por millón. Trescientas partes de gas carbónico por millón (se escribe 300 ppmCO2) significan que, sobre un millón de moléculas presentes en un volumen de aire, apenas 300 son moléculas de CO2. El metano es aún más escaso: su presencia se mide en partes por millardo. Como las cantidades de carbono fósiles presentes en la litosfera son muy superiores a las cantidades de carbono en suspensión en la atmósfera (respectivamente 7.000.000 de gigatoneladas y 750 gigatoneladas) y como el CO2 tiene un tiempo de vida en el aire de 150 años, aproximadamente, resulta perfectamente comprensible que seamos capaces de cambiar muy profundamente e incluso revolucionar el clima de nuestro planeta. Basta con quemar suficiente carbono fósil y con hacerlo suficientemente rápido, y eso es exactamente lo que estamos haciendo.
13 Una gigatonelada equivale a mil millones de toneladas.
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