Boipeba

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Simpatía bahiana en una de las pocas barracas en la playa Cueira. ENFRENTE Beldades de Moreré vistas desde lo alto.

Un relato muy personal sobre esta isla suspendida en un rincón del litoral bahiano, entre Morro de São Paulo y Barra Grande. Arenas increíbles, paisajes casi intocados, pocos pobladores y días llenos de tiempo, ideales para vivir de a dos.

Foto d e J OR G E LÓ P E Z OROZCO

r e l ato y f oto s d e A N A S C H L I M OV I C H .

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Boipeba

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Me había quedado con ganas de Boipeba desde que fui a Morro de São Paulo en el 2010 a hacer una nota para LUGARES. El día que íbamos a pasear a esta pequeña isla, a 23 km de la Isla de Tinharé donde está Morro, la marea no permitió la salida del barco. Las mareas dominan esta región y, al final, parece que todo llega “na hora certa”. Desde el aeropuerto tomamos

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dos colectivos hasta el puerto turístico, cerca del Mercado Modelo. Llegamos justo antes de que saliera el ferry para Bom Despacho, en la isla de Itaparica, y en esa hora de navegación, la luz del atardecer caía sobre la ciudad y la Bahía de Todos los Santos. Al desembarcar, había un ómnibus esperando para ir a Valença, ciudad colonial y ruidosa donde tuvimos que pasar la noche. Lo hicimos en el hotel Miramar; costaba R$ 40 y era limpio, pero tan básico y con un colchón tan malo que

no me animé a incluirlo en los datos útiles. La porción de almejas (R$ 8) en los barcitos que bordean el canal, esa sí que la recomiendo. Salimos al mediodía del día siguiente en otro ómnibus rumbo a Torrinhas. A Boipeba se puede ir directo en una lancha rápida que demora una hora, pero las lanchas rápidas saltan mucho, dicen que estresan a las ostras y como nadie nos esperaba, no tenía sentido la urgencia. La decisión nos permitió recorrer el interior selvático de Bahía,

e Guirnaldas de la plaza de Boipeba para la Fiesta del Divino.

r En el muelle de Boipeba, chicos esperando la llegada de los turistas para hacer de maleteros.

con sus casitas de colores y sus habitantes afro-brasileños. Una hora y media más tarde subíamos a un barco pequeño para navegar por el río calmo, entre manglares y palmares, hasta llegar, por fin, adonde queríamos.

Moreré, Aimoré, Amado y Macondo –“¿Conoce algún lugar para comer?”, preguntamos a un señor que podría ser de cualquier parte del mundo, y en perfecto portugués nos indicó el restaurante Panela

de Barro. Los lugareños de Boipeba son de todas partes del mundo; algunos llegaron hace tres décadas y, a diferencia de lo que sucedió en Morro de São Paulo que se transformó un lugar con una nueva identidad, los que aquí recalan son absorbidos por lo que ya hay, y lo último que quiere el recién llegado y se enamora de Boipeba es que cambie. Esta isla es como Morro hace 20 años y Morro es el ejemplo de lo que Boipeba no quiere ser, por eso no hay fiestas, ni grandes hoteles, ni muchos

entretenimientos. Ni siquiera se festeja el carnaval; más bien aquí aparece la gente que le escapa. Las únicas fiestas que se celebran son las locales, como la del Divino Espíritu Santo, en mayo o junio, que mixtura misas de los devotos de Santo Antonio, patrono de los pescadores, con recitales de bandas de Forró y Pagode. Para esa ocasión, el pueblo entero se viste de gala y festeja durante cuatro días bajo un techo de guirnaldas coloridas, en la plaza principal. Después de un avión, dos

colectivos, un ferry, un ómnibus, una noche en Valença, otro ómnibus y una lancha, la sugerencia fue una bendición: una moqueca de peixe en su punto justo, con ensalada, arroz, pirão –harina de yuca con caldo de pescado–, feijão y una cerveza helada, nos dieron la mejor de las bienvenidas. Con energías renovadas y un mapa dibujado a mano alzada por alguien conocedor de la zona que me proveyó antes de partir, atravesamos todo el pueblo hasta el ponto del tractor. A Moreré sólo se llega

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Foto de JOR G E L Ó P E Z OROZCO

en tractor, en bote o después de una hora de caminata por la arena. A Moreré la rigen las mareas y la paciencia. Después de una hora y media llegó nuestro último transporte, un tractor con una jardinera atrás, y que parte cuando llena el cupo de pasajeros, un mínimo de diez personas a R$ 5 cada uno. Es eso o pagar la tarifa completa, que son R$ 50, y la regla vale para todos, turistas y lugareños. Esperamos tanto el tractor que llegamos de noche, pero el mapita resultó ser muy preciso. El plan era hacer base en el camping Aimoré, lugar al que llegamos enseguida y sin contratiempos. Nos recibió Cristovão, su propietario, con el que recorrimos el camping, ubicado frente al mar. “Tengan cuidado con los mangos”, fue su única advertencia que mucho no entendimos… Al armado de la carpa le siguió paseo por la playa y baño en el mar, de aguas quietas y tibias. Este lugar podría llamarse las termas de Moreré: ahí es posible flotar horas sin riesgo de hipotermia. Esa noche la Vía Láctea lucía nítida y brillante, como nunca más volvió a mostrarse. Pero no todo resultó ser perfecto. Algo, de repente, me había picado en el cuello y tuve que hacer un gran esfuerzo para arrancarme una bolita transparente con patas. A Moreré la rigen las mareas, la paciencia y las garrapatas marinas. Ah, y los mangos, que caen a montones de los árboles y golpean contra lo que encuentran a su paso. La cabeza de alguien (por eso la advertencia) o el piso. Lo bueno es que se desprenden en el punto justo para comerlos, dulcísimos. Parecería que a este lugar lo hubieran inventado Jorge Amado y García Márquez juntos.

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El hechizo de Moreré

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Por la mañana el agua había desaparecido. Nada quedaba de las termas nocturnas. Nada, más que arena y corales. A lo lejos, como puntitos móviles, se divisaban algunas personas caminando por lo que por la noche había sido mar. Son los recolectores de mariscos. Moreré es uno de los cuatro pueblos de la isla de Boipeba; los otros son el enclave principal (que se llama como la isla, Boipeba), Monte Alegre y Cova da Onça. Para ir a la escuela, los niños de Moreré –villa de

pescadores de 400 habitantes– tienen que tomar el tractor porque queda en Boipeba. Aquí las calles son de arena, incluso la principal, donde está la iglesia, la panadería y los únicos dos mercados del pueblo. Caminamos por las piscinas naturales que se forman con la marea baja hasta un enorme manglar; pasamos por delante de una puerta de madera rodeada por una enredadera y seguimos rumbo a la playa de Bainema, extensa, rodeada de palmeras y desierta. Casi al final de la playa, delante

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de una espectacular casa de dos pisos, había un kayak amarillo. De la casa salió un muchacho alto, negro azabache y con una sonrisa blanca y franca. Era Jorge Ney, el casero, que terminó alquilándonos el kayak casi de favor, por R$ 20, y a quien días más tarde veríamos salir del mar con su máscara de snorkel, su sonrisa deslumbrante y unas cuantas langostas recién capturadas. A la vuelta paramos a comer aratu, un tipo de cangrejo delicioso en una de las dos

t La tarde en Boca da Barra, en Boipeba.

r Canoa de pescadores hecha de un solo tronco.

e En burrito y a pie por la desolada playa de Bainema.

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Navegación por

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el río Inferno.

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barracas que hay en la playa de Bainema, abiertas sólo en el verano. Cuando pasamos de nuevo delante de la puerta de madera rodeada por una enredadera, decidimos entrar e investigar. Lo primero que vimos fue una cabaña de madera de dos pisos, como las de Heidi, pero tropical. Distribuidas en el jardín, otras casitas y al final, una choza de paja sin puerta, en la que, sigilosos, nos deslizamos para curiosear. Había una mesa, un sillón de madera, una escalera que subía a la habitación y una pequeña cocina con ollas colgando, y por pileta, un tronco hueco inclinado. Afuera, una ducha cercada por paredes de paja tejida con la selva como techo. Qué buen refugio, pensé. Así que fuimos hasta la biblioteca, tocamos una campanita, y apareció Mirtes, la dueña –junto con su marido, Sete– de Canto do Moreré. Cuando le preguntamos si esa cabaña en la que nos habíamos metido sin permiso se podía alquilar, Mirtes sonrió y respondió: “la Cabaña de Cipó es la preferida de las parejas enamoradas”. Ahora ya lo sabe. Si quiere aislarse hasta de la tranquilidad de Boipeba y vivir algunos días al ritmo de la naturaleza, durmiendo cuando oscurece y amaneciendo con los ruidos de la selva; sin señal de celular y con Internet funcionando a su antojo; comiendo rico en el mejor restaurante del pueblo (el de Ligerinho), en plena playa; cocinando los pescados que puede comprarle directo a los pescadores, compartiendo una siesta en la hamaca y nadando en la soledad de Bainema, el lugar es éste. Mágico. ¿Qué más hay para hacer aquí? Bueno, se puede ir caminando por la costa hasta la desembocadura del río Oritibe, por donde se

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cruza a la playa Cueira, una de las más apartadas y solitarias de la isla; pero no hay que distraerse, porque aquí la marea sube tan rápido que después no hay forma de pasar. Y cuando tenga que irse para seguir camino a otra parte, no se tiente con pegarse una refrescada en el agua mansa al final de la playa de Moreré: está lleno de medusas. El ardor que provocan es paralizante; si se le pega una que se llama carabela, será como recibir un shock eléctrico (doy fe), y es probable que termine en cama hasta que

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el efecto medusa desaparezca. Es una isla muy especial; aquí los seres humanos son minoría y el poder de la Naturaleza se manifiesta a cada paso.

A ritmo de Boipeba Salimos de Moreré en el tractor. Cruzamos el interior de la isla a los saltos, surcando pozos de agua de lluvia, saludando a la gente que pasaba, disfrutando de paisajes que sólo se tienen desde arriba de esos bancos de madera. Al bajar en Boipeba, la sensación fue la de haber vuelto a “la civilización” después

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de años de ausencia. Calles empedradas, radios encendidas, tiendas de ropa, turistas. Todo el barullo que un pueblo principal y además portuario puede tener. Aquí llegan los barcos desde Valença y Morro. Hicimos base en una posada cercana al ponto del tractor, la Casa da Edinha, silenciosa y con habitaciones enorme, atendida por su dueña, la bellísima Tereza, hija de dona Edinha. Salir a pasear por el centro y caminar la Rua do Ribeirinho es un ejercicio habitual, nocturno y diurno

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también, porque es por donde se llega a las playas. En esta calle se encuentra el museo do Osso (museo del Hueso), del señor Cabeludo, un pescador de 62 años que está orgulloso de su pelo afro, de no fumar ni beber, y de que a los diez años ayudó a salvar un avión con 15 personas que cayó en las piscinas naturales de Moreré. El museo tiene cuatro décadas y atesora rarezas como los huesos de una ballena que tenía 191 años y los de un pez llamado Jesús en la cruz –que realmente eso parece–, entre otras

curiosidades. Mr Cabeludo hace aros de pez espina y collares de vértebras de moreia (morena en español), un pez color verdoso que parece una anguila gorda y llega a medir un metro de largo. También guarda en una carpeta todos los reportajes que le hicieron, y siempre cuenta, orgulloso, que tiene 14 hermanos, 40 sobrinos y 14 bisnietos. En un boliche de la plaza principal comimos tapioca rellena. Nos habían atendido una chica morena y su hermano, y mientras

esperábamos se desató una lluvia de gotas gordas que nos empapó al instante; todos buscaron amontonarse bajo los pocos techos disponibles. El chico que atendía el puesto de al lado (creo recordar que vendía panchos), se puso a tocar un tamborcito improvisado con algún recipiente, y la morena de la tapioca se largó a cantar con una voz angelical que dejó hipnotizados a todos. No hay mucho más para añadir a la actividad nocturna de Boipeba, salvo que los sábados hay forró con música en vivo

en el bar de un argentino, cerca de la Casa da Edinha. Es el Macondo de Brasil.

DAR Vuelta a la isla El programa era salir a navegar. El día estaba nublado pero igual fuimos hasta el punto de encuentro, la puerta del shopping que construyó el fabricante de yates italiano, Perini, dueño de media isla de Tinharé y una buena parte de Boipeba. La construcción curva del shopping, que dicen que quedará cubierta de plantas, está frente a la playa Boca da Barra, al

e Joven Antônio, en un bar de Monte Alegre.

r Detalle ornamental en el restaurante Sabor da

Terra do Ligerinho, en Moreré.

t La posada O Céu de Boipeba devorada por la vegetación.

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La magia del contraluz en la playa de Cueria.

lado de la desembocadura del río Inferno, donde están todos los restaurantes y barracas de playa. Fueron llegando otros pasajeros y, por último, el guía que nos llevaría en su lancha. ¿Da para fazer o passeio com esse tempo?, le pregunté al guía que trabaja en esto desde hace 18 años. Me respondió que sí, que la lluvia se estaba yendo para el otro lado y que en un rato iba a salir el sol. No sucedió y el paseo quedó suspendido. Salimos al otro día con la agencia Bahia Terra, el mismo guía y un sol espectacular.

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Paramos a bucear con snorkel cerca de Moreré y después seguimos hasta Ponta dos Castelhanos, playa así bautizada por el naufragio de un barco español en 1535, y en la que la cantante bahiana Ivete Sangalo se compró una finca de 30 millones de reales. El almuerzo era en el pueblo más austral de la isla, Cova da Onça. Pero en vez de sentarnos a comer, decidimos aprovechar el tiempo para recorrer esa villa sureña de pescadores, la más apartada de Boipeba, donde sus habitantes

lucen una exótica belleza, mezcla de genes holandeses, portugueses, indios tupís y negros; donde las mujeres se sientan en grupo en las puertas de sus casas a descascar cangrejos y los hombres tejen sus redes en silencio. El regreso al punto de partida lo hicimos por el río Inferno –con una última parada en una balsa donde cultivan y sirven ostras crudas, gratinadas o grilladas, con palmitos– antes de seguir viaje por el estuario de manglares y pueblitos de la Costa do Dendê.

frente al mar Víctor y Jesús son dos españoles que llegaron a Boipeba por “Billete a Brasil”, un reality show en el que el desafío era reconstruir una posada abandonada y hacerla funcionar. Los chicos ganaron y se quedaron con Luar das Aguas, ahora una bonita pousada frente a la playa. El premio fue más que acertado; “los Robinsones”, como ellos mismo se apodan, ya tienen nuevos proyectos. Jesús abrió Céu de Boipeba, una posada en lo alto del morro que funciona en

una casa toda vidriada, que fue proyectada y ambientada por el diseñador de modas polaco Arkadius Weremczuk. Víctor está por abrir Aura Boipeba, proyecto en conjunto con la arquitecta paulista Reneé Sbrana, que transformó su casa y construyó tres bungalows divinos para alquilar, a tres minutos de la playa. Instalarse en Luar das Aguas significa andar descalzo. Y así nomás, en patas, se va tomando contacto con el vecindario. En la posada y restaurante Santa Clara, Charles, uno de sus

dueños, cocina todas las noches los mejores platos de Boipeba (y esta declaración es unánime). Horizonte Azul es la posada del italiano Massimo Ferreti, que también tiene restaurante –vegetariano en este caso– y por las noches se llena.

Monte Alegre Queda en el medio de la isla, destino al que llegamos después de dos horas de caminata y un calor agobiante. Sentados en un bar vacío, bebimos con avidez una cerveza helada (un mérito exclusivamente

brasileño). Nos habían dicho que la especialidad del pueblo es la gallina caipira, es decir de campo; pero hay que que encargarla. Tomamos otra cerveza helada en otro bar vacío y cuando estábamos pegando la vuelta, de repente apareció un viejito que se nos acercó cantando y aplaudiendo. Nos tomó de las manos con firmeza, se quitó el sombrero, miró al cielo y agradeció al Señor por ser los que somos. Después nos sonrió y siguió su camino. Nosotros también seguimos el nuestro, asombrados por tan

insólito encuentro. Saludamos al tractor de Moreré que nos pasó por al lado; atravesamos el campo donde siempre hay un concierto de ranas, ya cerca de Boipeba, y, sin pensarlo dos veces, nos fuimos a comer crêpes a Casa Namoa. Es un caserón reciclado, ambientado con mosaicos de Minas Geráis, sillas de Trancoso y buena música, obra de una pareja de recién llegados, ella de Minas Geráis y él de Bélgica, los dos muy enamorados de esta isla poco evidente, y que de tan genuina parece fantástica.

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