Capítulo 3 fragmento

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Aguilar Piñal, al respecto, refiere: En cuanto a la ilusoria concepción ‘por obra del Espíritu Santo’ no entró en la doctrina como ‘dogma de fe’ hasta siglos después. La virginidad de María, algo tan sensible para las mentes cristianas, es una ‘invención’ tardía, ya que ni siquiera Pablo la menciona, ni al hablar de la concepción (Rom 1:3) ni del nacimiento de Jesús (Gal 4:4) y no se proclama que fue “virgen y exenta de pecado” hasta el Concilio de Éfeso (431 d.C.). Los cristianos creen que Jesús fue concebido milagrosamente, sin semen de ningún humano1.

Desde el punto de vista genético no parece muy probable que un espíritu fecunde el óvulo fértil de una mujer, a la vez que sería tanto como afirmar que el viento la dejó en estado de gravidez (lo que es más creíble si observamos el proceso de fecundación vegetal mediante polinización). Y Jesús, al no haber abierto matriz –en el sentido que no nació, según la teoría de la Iglesia de Roma, por el canal vaginal de María– ni haber nacido por cesárea, deviene huérfano, lo que en cierto modo implica que ni siquiera es hijo de María. En otras palabras, se hace un elaborado intento para desconocer el origen humano de Jesús siempre que esto favorezca su origen divino. Lc 2, 27: Y cuando los padres del niño Jesús lo trajeron al templo, para hacer por él conforme al rito de la ley, él [Simeón] le tomó en sus brazos […].

V. a. Lc 2, 41 Lc 2, 48: Cuando le vieron, se sorprendieron; y le dijo su madre: Hijo, ¿por qué nos has hecho así? He aquí, tu padre [José] y yo te hemos buscado con angustia.

Nimia sorpresa ¡después de todo sí tenía padres! Pero ¿quiénes eran? ¿Se presentó María cogida de la mano de Dios en el templo? En tal caso es extraño que Simeón parezca rendirle culto a un niño envuelto en pañales y hasta con fecales, y no a Dios mismo –o al Espíritu Santo– que se presenta en persona, al lado de la María, para presentar a su hijo primogénito. Quizás el padre de Jesús era un hombre corriente, de carne y hueso, lo que explica que pase inadvertido para Simeón. Quizás, de resultar correcta la eventual depuración posterior de los evangelios, este sería uno de los pasajes que se escapó del premeditado y focalizado expurgo. En efecto, Lc 2, 27, Lc 2, 41 y Lc 2, 48 AGUILAR PIÑAL, Francisco. La quimera de los dioses. Ojos que no ven, corazón que no quiebra. Madrid: Visión Libros, 2010. p. 403. 1

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vinculan directamente a José como padre de Jesús o, cuando, menos vinculan a un hombre como padre de Jesús. Sea como fuere, en el caso de la virginidad de María, nada parece concordar con la imagen idealizada y creada artificialmente siglos después mediante concilios y reuniones de los pontífices de la Iglesia naciente, que necesitaba regular y normalizar las creencias, no sólo entre sus seguidores y simpatizantes, sino entre ellos mismos, entre sus propios líderes pues, no es un secreto, habían profundas diferencias teológicas entre sus más preclaros representantes. Con respecto a esto Cotterell expresa: En la persona de la Virgen María, la diosa de la tierra, la «gran madre» de las antiguas religiones, consiguió recuperar una parte de su antigua preeminencia. En los principios del cristianismo, la figura de la Virgen no era más venerada que los demás santos, pero, desde el siglo IV en adelante, empieza a producirse un notable crecimiento de la devoción mariana. En 431, el Concilio de Éfeso, reunido en una iglesia que se suponía albergaba los restos mortales de la Virgen, confirmó a María en el título de Theotokos, «portadora de Dios», que fue traducido al latín por las palabras Mater Dei, madre de Dios [...]. María era Mater Virgo, madre virgen, la materia primordial antes de su división en las cosas creadas; Stella Maris, estrella del mar, el inmaculado útero de la divina fuente, así como las aguas primordiales sobre las que se cernió el Espíritu1.

Como vemos, el roll de virginidad no ha de entenderse en un modo físico, y el hecho mismo que se nombre a María como Reina Universal de todo lo creado no ha de entenderse en un modo literal, sino que en dicho título se encierra realmente la esencia misma de la naturaleza de tal Virgen pues, como acota Cotterell, ella es el inmaculado útero de la divina fuente, la materia generatriz, las aguas primordiales y, en su aspecto más sagrado, el origen mismo de las aguas genésicas; sin duda, la portadora de Dios. Pero no que lo sea en sentido físico pues, de otro modo ¿cómo puede ser una mujer, creada por las creaciones de la creación ser la creadora de la creación? Ga 4, 22: Porque está escrito que Abraham tuvo dos hijos; uno de la esclava, el otro de la libre. 23: Pero el de la esclava nació según la carne; mas el de la libre, por la promesa. COTTERELL, Arthur. Trad. Vicente Villacampa. Mitos: Diccionario de mitología universal. Barcelona: Ariel, 2008. 1

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24: Lo cual es una alegoría, pues estas mujeres son los dos pactos; el uno proviene del monte Sinaí, el cual da hijos para esclavitud; éste es Agar. 25: Porque Agar es el monte Sinaí en Arabia, y corresponde a la Jerusalén actual, pues ésta, junto con sus hijos, está en esclavitud. 26: Mas la Jerusalén de arriba, la cual es madre de todos nosotros, es libre.

Es increíble que pasajes, que normalmente se consideran llenos del más riguroso literalismo, no lo sean en realidad. Y todavía más, que el mismo texto bíblico lo evidencie en forma tan vehemente. En este pasaje se reconoce a una Jerusalén celestial como la verdadera madre de todos, lo que se podría denominar como «madre universal». No dice que lo fuera María (si bien, de acuerdo al texto, parecería estar más cerca Sara1 que María de ser la figura maternal) y, en el caso que lo fuera, tal y como glosan sabiamente los escritores, debe entenderse en un modo interpretativo, y no literal. 3.5.

MARÍA, LA MADRE Y LA MUJER

La persona de María al parecer, siendo judía, y en ausencia de testimonios históricos que permitan inferir lo contrario, habría avenido en forma fiel a las tradiciones sociales y religiosas del judaísmo. Los evangelios no la citan para referirse como una mujer que transgreda la ley ni que se comporte en una forma que llame a controversia. Parece dispuesta a cumplir con la ley o con lo que disponga la Providencia; al menos eso es lo que permite colegir el pasaje de «la anunciación» cuando ella, al término de dicho suceso expresa: He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra (Lc 1, 38). También parece ser receptiva al entorno y a las circunstancias en que se desenvuelve, principalmente en el entorno místico (Lc 2, 19). Las bodas de Caná también la muestran diligente, preocupada porque las cosas domésticas marchen en su punto. Todas estas circunstancias nos hacen pensar en una mujer que se ajusta de un modo natural a las tradiciones y usanzas culturales, sociales y hasta religiosas del pueblo judío (lo que en nuestros tiempos puede percibirse como un tipo de sumisión enfermiza). En efecto, lo normal es que hubiera sido educada de acuerdo a las tradiciones y costumbres judías, en sentido religioso y cultural. Así las cosas, habría Sara era la esposa de Abraham, del cual engendró a Isaac, el hijo de la promesa (Ga 4, 28). Si se entiende que Abraham es el padre de las generaciones, deviene lógico también que Sara sea percibida como la madre de las generaciones (Cf. Gn 17, 16). Esto, al menos desde el judaísmo, la avala a ella, y no a María, con el derecho a reclamar el título que en el cristianismo se le confiere a la última. 1

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recibido una educación religiosa básica, principalmente orientada al papel de la mujer en la religión judía y, en un modo especial, en el rol a desempeñar en la familia, en el matrimonio y en la sociedad. Es natural que, de acuerdo a la educación y tradición recibida, ella no esté ajena al papel muy humano que desempeña la mujer, principalmente cuando se aceptaba recibir a un hombre como esposo, lo que implica que habrá de saber también las obligaciones del esposo, entre las que están cumplir con el deber conyugal. Por otra parte, hemos de pensar que oficios como la hilandería, la consecución de agua, la crianza de los hijos, las formas de comportarse con el esposo, etc., habrían estado dentro de los parámetros normales de su enseñanza y de su aprendizaje. Joachim Jeremias, el experto de renombre en historia de la palestina de los tiempos de Jesús, con respecto a la situación social de la mujer, acota: Los deberes de la esposa consistían en primer lugar en atender a las necesidades de la casa. Debía moler, coser, lavar, cocinar, amamantar a los hijos, hacer la cama de su marido y, en compensación de su sustento elaborar la lana (hilar y tejer); otros añadían el deber de prepararle la copa a su marido, de lavarle la cara, las manos y los pies. La situación de sirvienta en que se encontraba la mujer frente a su marido se expresa ya en estas prescripciones; pero los derechos del esposo llegaban aún más allá. Podía reivindicar lo que su mujer encontraba, así como el producto de su trabajo manual, y tenía el derecho de anular sus votos. La mujer estaba obligada a obedecer a su marido como a su dueño (el marido era llamado rab) y esta obediencia era un deber religioso1.

No cabe duda que la hilandería y la crianza de los hijos serían dos de las actividades que más desempeñaría una mujer promedio en la Palestina de los tiempos de Jesús. La hilandería lo sabemos por la misma Biblia y, la crianza, porque los judíos tenían un marcado pensamiento de la reproducción como bendición y, por si fuera poco, porque no contaban con eficientes métodos de anticoncepción –cosa que poco habría de importarles, pues lo que buscaban era precisamente eso: la concepción, la fructificación–. Esto no desaviene con lo que sabemos de María, pues se la reconoce fácilmente, principalmente, distintivamente, por su papel de madre. Ella, antes de que exista ningún mito, es ante todo una mujer judía; una mujer que, al menos durante la vida de su esposo, debió de atenderlo, de someterse a su voluntad, de preocuparse en modo integral por las cosas del hogar, por amamantar a JEREMIAS, Joachim. Jerusalén en tiempos de Jesús. Trad. J. Luis Ballines. 2 ed. Madrid: Ediciones Cristiandad, 1980. p. 380. 1

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Jesús, por lavarle las fecales, por criarlo, además de hilar y tejer como un mecanismo de resarcir su manutención. La imagen elaborada que nos vendieron posteriormente es diferente, y la historia de su vida ha de cambiar con el transcurso del tiempo hasta convertirse en el arquetipo perfecto de mujer y madre. El concilio de Éfeso, llevado a cabo en el año 431 en contra del Nestorianismo1, deja en claro que la judía María es la Theotokos, la portadora de Dios, la madre de Dios. A partir de entonces el marianismo, ignorado hasta entonces, toma relevancia y aúna partidarios hasta convertirse, paulatinamente, en una de las principales devociones cristianas. Mucho más adelante en el tiempo, en 1854, mediante la bula dogmática Ineffabilis Deus, se proclama el dogma de la Inmaculada Concepción2 y, finalmente, en 1950, mediante la bula papal Munificentissimus Deus, el Papa Pio XII proclama el dogma de la ascensión de la virgen al cielo en cuerpo y alma. Como es evidente, la iglesia de Roma hizo un proceso de «construcción de María», un proceso aplicado en forma selectiva a una mujer y madre judía del siglo I de nuestra era que, por lo que podemos colegir, nunca supo que era virgen. 3.6.

EL MATRIMONIO EN LOS TIEMPOS DE JESÚS

Los relatos fragmentarios y dispersos relacionados con el matrimonio en los tiempos de Jesús no permiten determinar con certeza el protocolo estricto que se seguía desde el momento de los esponsales hasta la consumación del matrimonio propiamente dicho. No obstante, podemos esbozar en líneas generales el proceso tradicional, la forma general que se usaría en la mayoría de los casos. En primer término, sabemos que sobre los padres recaía, en principio, la obligación de buscar una esposa para sus hijos, y un esposo para sus hijas. Son ellos también, salvo muy contadas ocasiones, quienes van a dar su aval para que este se efectúe. Así las cosas, el pretendiente –normalmente entre los 16 a los 24 años– se dirigía a la casa del padre de la novia –normalmente de 12 a 13 años– para Doctrina predicada por Nestorio, patriarca cristiano del siglo V, depuesto tras ser declarada su doctrina como herética, en la que se afirma que en Jesús existen las dos naturalezas (la divina y la humana), pero de forma separada; de lo cual se desprende que María puede ser llamada madre de la naturaleza humana de Cristo (Christotokos), pero no madre de Dios (Theotokos). 1

Esto significa que fue concebida sin pecado original, una hipotética mancha con la que, desde el punto de vista de la Iglesia Católica de Roma, nacen todos los seres humanos. Sin embargo, ella, sólo por antojo de Dios, habría nacido sin esa mancha. Se presume que esta condición especial le habría permitido ascender al cielo en cuerpo mortal (lo cual es muy extraño porque muchas tradiciones antiguas, cada cual en su respectivo sitio, se peleaban conservar los restos mortales de la madre del Salvador). 2

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pedir su mano –realmente dialogar ciertas cuestiones monetarias (dote)1 y refinar las concernientes al contrato de esponsales–. En caso de haber llegado a un acuerdo, la hija y el pretendiente sellaban su acuerdo de esponsales y desde ese momento se consideraba a la mujer como desposada. Esta era la primera fase del matrimonio, y duraría normalmente 12 meses. Desde ese momento la mujer era considerada como casada, y la unión no podía disolverse salvo por divorcio formal. Ambos continuaban en la casa de sus respectivos padres; la novia preparándose para su futuro papel como esposa, y el novio adecuando el alojamiento para su mujer. Luego de este periodo sobrevendría el matrimonio como tal, en cuyo caso la novia, luego de ciertos formulismos, sería conducida a la casa del novio, donde finalmente se llevaría a cabo la ceremonia, luego de realizar el ketubah2 o contrato matrimonial definitivo. Joachim Jeremias –en un innegable paralelo con la parábola de las diez vírgenes de Mt 25, 1ss– citando a F. A. Klein y L. Bauer, acota: Después de que el día se ha pasado en bailes y otras diversiones, tiene lugar la cena de la boda después de la caída de la noche. A la luz de las antorchas es conducida luego la novia a la casa del esposo. Finalmente un mensajero anuncia la llegada del esposo, que hasta entonces ha tenido que permanecer fuera de la casa, las mujeres dejan a la novia sola y van con antorchas al encuentro del esposo, que aparece al frente de sus amigos. La descripción que mi difunto padre publicó en 1909 narra una boda en Jerusalén (1906) en un ambiente urbano (cristiano). Por la noche los invitados son obsequiados en casa de la novia después de esperar unas horas al novio (repetidas veces anunciado por mensajeros), vino éste finalmente hacia las once y media, para recoger a la novia, conducido por sus amigos en un mar de luz de lámparas llameantes y recibido por los invitados que le salen al encuentro. En cortejo festivo se trasladó después la comitiva a casa del padre del novio, de nuevo en un mar de luz, donde tuvieron lugar la boda y un nuevo banquete. Tanto el recibimiento del novio con luces como el esperar largas horas Ejemplos de la entrega de la dote los encontramos en Gn 34, 12; Ex 22, 16-17; 1 Sam 18, 2227. 1

En este contrato se regulan las obligaciones a las que se compromete el esposo y la cantidad de dinero que este pagará en caso de divorcio, entre otros. Además, en tiempos de Jesús, se disponía de los amigos del novio que serían garantes de la virginidad de la esposa. El opuesto al Ketubah es el Guet, o documento de divorcio. 2

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a la llegada del novio se mencionan frecuentemente en los informes modernos sobre las costumbres nupciales árabes en Palestina1.

Alfred Edersheim2 comenta al respecto que la ceremonia era acompañada del uso de coronas para el esposo, y joyas para la esposa (Can 3, 11; Is 61, 10; Ez 16, 12), se llevaban palmas y ramas de mirto, y se les arrojaban cereales y dinero. Además había fiesta y música antes de la procesión. La fiesta de matrimonio duraba una semana, si bien los días nupciales se extendían, normalmente, por lapso de un mes (con lo que se ponía fin a la segunda parte del desposorio). Estas dos fases, la de esponsales y la de matrimonio propiamente dicho, son absolutamente vitales al momento de interpretar lo sucedido entre María y José. Sabemos que ellos estaban en la etapa de esponsales, previa al matrimonio propiamente dicho; sin embargo, en este punto ya se consideraban como esposos y la mujer pasaba de estar sujeta al padre a estar sujeta a su prometido; inclusive podían sostener relaciones en este periodo (Cf. Tob 6, 11-13; 7, 1-20; 8, 1-16; 9, 1-12). Es decir, como desposados, nada impedía que José y María se unieran sexualmente. Aparte de esto, también es de indicar que el propósito de una pareja que va a casarse –o cuando menos algo previsible– es tener hijos, y el entorno de aquella época tampoco era ajeno a esto pues, como es conocido, la infertilidad era poco menos que una maldición, un oprobio resultado de algún pecado oculto (Gn 16, 1-5; 30, 23; Ex 23, 25-26; Dt 7, 11-15; 1 Sam 1, 5-6; 1, 11; Jb 15, 34; Os 9, 14; Lc 1, 5-7; 1, 13-15; 1, 24-25). Pretender que José y María se hayan unido para hacer el rol de estériles sería lo más descabellado que podríamos imaginar. Es apenas natural que José y María, en algún momento –y teniendo en cuenta los antecedentes judíos con respecto a la fertilidad– hubieran contemplado la posibilidad de tener hijos, o que hubieran comprendido que, eventualmente, los tendrían pues, por lo normal, todos los matrimonios judíos se preparaban para ello. 3.7.

LAS PROFECÍAS

Existen varias profecías en la que se predice el nacimiento del mesías y las circunstancias generales en las que habría de nacer, tales como el lugar (Miq JEREMIAS, Joachim. Trad. Francisco J. Calvo. Las parábolas de Jesús. 3 ed. Navarra (España): Editorial Verbo Divino, 1974. III, 5. 1

EDERSHEIM, Alfred. Sketches of Jewish social life in the days of Christ. New York: Cosimo, 2007. 2

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5, 2), sus padecimientos (Is 53, 3), su muerte (Is 53, 7), y hasta el hecho de que sería el primogénito, entre otros. Is 7:13: Dijo entonces Isaías: Oíd ahora, casa de David. ¿Os es poco el ser molestos a los hombres, sino que también lo seáis a mi Dios? 14: Por tanto, el Señor mismo os dará señal: He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel. 15: Comerá mantequilla y miel, hasta que sepa desechar lo malo y escoger lo bueno. 16: Porque antes que el niño sepa desechar lo malo y escoger lo bueno, la tierra de los dos reyes que tú temes será abandonada.

Para los judíos la virginidad permanente de una mujer no era un objetivo primordial ni un estado ideal1, toda vez que el mandato divino recibido por ellos estaba enfocado hacia la fecundidad. Inclusive es posible hallar en la Biblia una referencia más concreta de una mujer que llora su estado de virgen, y de mujeres que conjuntamente lo lamentan (Jue 11, 38-40). Lo normal, lo natural y socialmente aceptado era que una mujer tuviera una prolífica descendencia y esto, por supuesto, en manera alguna eximía a María. En todo caso, el hecho de que alguien naciera de una virgen, en el entorno cultural judío, sólo significaba que el niño era el primogénito y, por consiguiente, consagrado a Jehová (Ex 13, 2; 23, 19). Esto lo ponía en una posición de privilegio pues, al ser el primer hijo, es considerado como un varón especial, como primicia consagrada a Jehová, y de Jehová (consagrado y sacrificado, o redimido en el caso de los animales); misma de la que no habría podido ser partícipe en caso que hubiera sido el segundo hijo. En otros términos, lo que plantea la profecía es que habría de ser un hijo de Dios, dedicado a Dios e, inclusive, a semejanza de los primogénitos animales, sacrificado también (con lo que se constituye él mismo en la señal profética2). Sin embargo, sí se consideraba una afrenta el hecho que una mujer perdiera la virginidad por violación y la pena, en el caso que fuera desposada, era la muerte para el violador (Dt 22, 2327). A favor de esto el libro de Judit registra: 1

Jdt 9, 2: Señor Dios de mi padre Simeón, a quien pusiste la espada en las manos para castigar aquellos extranjeros que por una infame pasión violaron y desfloraron a una virgen, llenándola de afrenta (Cf. Gn 34; Dt 22, 28). Algunos sostienen que la señal es el parto virginal; sin embargo, consideramos que la señal es el mismo Jesús (Lc 2, 34). La virginidad o no de una mujer a la hora de concebir es irrelevante; en nuestros tiempos de seguro habrán existido muchos casos no reportados de este tipo y, sin embargo, eso a nadie le importa, no es un signo de nada. La era no fue dividida en antes y después de la virginidad de María, sino antes y después del advenimiento del Cristo. La señal no es la virginidad orgánica de una mujer, sino el dar a luz al Christós, el Ungido. Por otro lado, 2

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La situación práctica es sencilla: Jesús sería el primer hijo, el primero en abrir matriz1. Si hubiera sido el segundo hijo la situación habría sido diametralmente opuesta: No habría sido consagrado a Dios, no habría sido el símbolo expreso de la fecundidad judía, no habría sido el heredero (lo que se traspone también usualmente a concepciones místicas) y tampoco habría nacido de una virgen. Is 7, 14: He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo

Al parecer la profecía se refiere a María, de la población de Nazaret. Sin embargo, en tal población no hay sólo una mujer. Es lógico que en la región deberían de haber muchas mujeres más: algunas serían vírgenes y otras no. La profecía simplemente indica que habrá de nacer de una de las mujeres vírgenes y, en este sentido, es absolutamente correcto afirmar que «todas las niñas son vírgenes que concebirán y que darán a luz un hijo» (en el caso de que logren ser madres). Eso es todo. Nacer de una virgen simplemente indica que se es el primogénito y, en el caso de Jesús, que era una primicia dedicada de Dios. 1 Cor 7, 36: Pero si alguno piensa que es impropio para su hija virgen que pase ya de edad, y es necesario que así sea, haga lo que quiera, no peca; que se case.

El mismo misógino Pablo de Tarso reconoce que para ese entonces había «vírgenes» entre las mujeres de su comunidad –o en la comunidad a la que se dirige– y el mismo libro del Génesis nos ilustra acerca de la virgen Rebeca (Cf. Gn 24, 15-16). Si en el caso de las vírgenes que cita Pablo (1 Cor 7, 36) hubiera un profeta que pudiera entrever el inminente embarazo de tal o cual mujer, no cometería ningún error al decir: «He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo». María de Nazaret no es señal de nada, si debemos atenernos a su presunta virginidad. En la época de Jesús, María no era reconocida como virgen, ni su esto podría ser indicio de la virginidad en la concepción, pero no de la virginidad permanente. Pero incluso esto no es prueba irrecusable. Cuando se dice: «Por eso mismo el Señor os dará una señal», queda sentenciado que no debe ser algo privado, sino algo destinado al público, a una gran muchedumbre –a toda la casa de David (Is 7, 13)–. Y la virginidad no es algo de ventilar a los cuatro vientos ni algo destinado a ser público, sino que más bien se presenta como algo personal, íntimo. La virginidad como señal es un fracaso; para la época de Jesús, María no era reconocida como virgen, ni tampoco como señal. La señal, como Lc 2, 34 y Mt 12, 39-40 indican, es el mismo Jesús. La matriz, hasta su nacimiento habría permanecido cerrada, y esto también puede y debe ser asociado a una matriz virgen y, por extensión, al hecho concreto de la virginidad. 1

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