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NOCHE QUE SE CALIENTE SOLA
EL JOSÉ JOSÉ DEL SANBORNS O NO HAY NOCHE QUE SE CALIENTE SOLA
Por Augusto Sebastián García Ramírez motel.garage@hotmail.com
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Llegué al Sanborns. Para calentar el cuerpo. El cuerpo y alma. Porque no hay noche que se caliente sola. Llegué. Diez de la noche. Ya había otro cliente. Y la mesera y el barman. Un lugar pequeño. Del tamaño de dos casas de interés social. Que no por ser pequeñas son las casas de ensueño. Al contrario. Casas de tan pequeñas que no hay la menor privacidad. Casas que sin pegar la oreja escuchas las conversaciones vecinas. Luego entonces esas casas no son hogares. La privacidad es parte de lo que hace de la casa un hogar. Casas muy pequeñas. O un poco más grande. El bar de diez por diez si mis cálculos matemáticos y la observación no me mienten. 14 mesas para dos. 12 mesas para cuatro. Les decía; solo un cliente. Miércoles. Mitad de semana. Ya sonaba el José José de ese lugar. Solo toca puras baladas del príncipe de la canción. La mesera y el barman me dirigieron una sonrisa. Igual les correspondí. Somos amigos o eso creo que somos. Lo cierto es que soy cliente frecuente sin tener tarjeta así tal cual. Este sitio lo conocí gracias al maestro de maestros universitario José Luis Ruiz. El master. Incurable frecuentador de este lugar.
Qué triste fue decirnos adiós cuando nos adorábamos más
hasta la golondrina emigró Presagiando el final...
No otras. Llegué. E inmediatamente cantando. Cantando el tema que catapultó a la fama al Príncipe de la Canción.
No saben que pensando en tu amor He podido ayudarme a vivir...
Nada más de entrar a la tienda cante esa balada de Roberto Cantoral que ya cantaba y tocaban al piano en el bar del Sanborns. Ese tema que marco la transición del Rock and Roll a la balada.
Tema con letra bastante profunda. Pues quien no ha sufrido una pérdida amorosa. Había solo un cliente, y porque soy curioso, más bien metiche les comento que era de pelos hirsutos y con una extraviada expresión llena de soledad y de tristeza. Porque hay que olvidar las penas. Miércoles. Mitad de semana. Un cliente con su pinta de mendigo de amor. Y en cuanto me senté llegó la mesera. Mi amiga. O eso creo. Y me sonrió. Y le agradecí de igual manera. Lo mismo de siempre, preguntó. Así es, le contesté. Como siempre, sin hielo. Como siempre. Contesté agregándole una sonrisa. Ya nos conocemos. Sin hielo porque no fuera a enfermarme de la garganta.
Se retiró. En la mesa ya había dejado los cacahuates. La misma cantidad de siempre... Al Triste le siguió “El amar y el querer”, “vamos a darnos tiempo”, “He renunciado a ti”, “ Almohada”, “y quien puede ser”, “lo que no fue, no será”, “la nave del olvido”, “Lo pasado pasado”, “si me dejas ahora”, “quiero perderme contigo”...
Canciones que a uno persiguen. A cada una de
esas canciones su respectiva cuba sorbo a sorbo. Mi respectiva bebida. Vestigio de esperanza. Para matar el dolor. Esculpiendo ese dolor maldito de recordarla siempre. Con mucha paciencia. Soy un tipo tranquilo. Con bienestar y paz. Paz y bienestar. Habana blanco con refresco de toronja. Me gusta mucho el ron cubano. Me gusta el ron. Qué le voy a hacer? Y cada canción y cada bebida la interpretación de este narrador romántico incurable.
Y me dio la una de la mañana. La hora exacta. Me levanté. Ya había pagado y dejado propina. No son exactamente precios populares. Y dirigí la vista a la mesera y al barman. Y me contestaron con una sonrisa. Esa sonrisa de agradecimiento. Esa sonrisa de amistad. O al menos eso creo yo. Ojalá y así sea. Salí. No sin antes voltear y ver al de pelo hirsuto y ojos extraviados que cantaba con un tono desapasionado de quien canta por enésima vez como enfermo de un mal incurable. Pero su aspecto no era solo exterior. Sin lugar a dudas en algún lugar de su cerebro y de sus venas parecían abrirse las compuertas del odio. Anegando su interior con aquel veneno espeso sin lugar a dudas. Salí. Noche bien cerrada y había refrescado. No había nadie alrededor. Por allá, muy por allá un carro, otro por allá, otro más allá. Jueves de mañana. Poco después de la una de la mañana. Aborde la camioneta Lobo Luxury cinco o diez minutos después de la una de la mañana cuando la noche se abre y las luces del Boulevard Bernardo Quintana dibujan el sendero hacia el Fiesta Charra del Mercado de Abastos. Escuchaba un cd de José José, original por supuesto. Debo admitirlo mi vida está más cerca de las teiboleras que del confesionario. Agarré con ese destino. Soy así, así nací y así me moriré. Soy así. Así nací y así me moriré. Es que uno nace con ciertas disposiciones. No otro. Muy tranquilo. Muy bohe-
mio. Escuchando al príncipe. El mismísimo Príncipe de la Canción. Ese de la voz única, privilegiada, de otra clase. Esa voz que estaba llamada a triunfar en la Scala de Milán. Ese intérprete de talento, vicios, amor, excesos que convergían en esa voz fuerte y melancólica. Ese príncipe cuyo papá fue tenor y su madre concertista de piano. Porque con la música se pueden expresar y sacar lo que con las palabras no se pueden. José José era tormenta en la camioneta. Ese José José que a más de uno empalagó. Ese que nos enseñó la diferencia entre el amar y el querer. La diferencia entre el que ha vivido y el que quiere vivir de tanto ir y venir rodando. Cantando a todo pulmón salúdamela mucho, si es verdad... Te voy a ser sincero viejo amigo la odié con toda el alma y ella no lo valía sólo fue miopía...
Pero les decía que cualquier otro agarra y da vuelta en Universidad con rumbo a las gordas llamadas pomposamente sexoservidoras. Las mujeres del Fiesta Charra son de mejor ver, olor y agarrar que las de Av. Universidad.
Pero les decía que tomé rumbo al Fiesta Charra, previa visita al Sanborns, y los autos parecían a cada instante solitarios, presurosos y distantes. Me parecían. Ya andaba cerca del teibol. Detrás venía un carro patrulla de la policía. Quién sabe cuándo apareció. Así nada más de pronto. No vivimos en un país seguro, en una ciudad segura, en unas casas seguras, en ambientes seguros. Y no podemos acostumbrarnos a que así sea. Venía como alma que lleva el diablo. Vuelto madres. Estatal alcance a leer. Luego otra. Otra y otra. Cuatro patrullas que pasaron velozmente por mi lado. Supongo estatales las otras. De la primera no me quedó duda. Era policía estatal. En el Fiesta ya me esperaba Yamile con sus intachables credenciales de una juventud flamante y una
belleza centrípeta que a menudo eclipsa los atributos de sus demás compañeras. O al menos eso creo yo. Yamile domina el arte oriental de expresarse a través de miradas y sonrisas.
Yamile es la de siempre. Yamile es mi locura. Cada hombre tiene su locura, pero la mayor locura de todos, a mi parecer, es no tener ninguna, escribió Nikos Kazantzakis.
Yamile porqué me enseñaste el cielo. Pase usted, me dijeron en la puerta. La mesa de siempre, me preguntaron al unísono los caballeros de la puerta mientras me sonreían. Caballeros altotes con largo pelo teñido de café, con ese aire de los jóvenes de que nada les importa mucho. El jefe de ellos me extendió la mano. Nos abrazamos. Somos amigos. Este es mi amigo que parece personaje de Rulfo. De temerse si está enojado por algún cabrón que no trae para solventar el consumo, apacible frente a la adversidad.
A Yamile le doy trato de reina. No otro. Yamile y su roce despacioso que hacen olvidar que en este mundo hay penas. Yamile y su baile privado encima de mí. Yamile bailando por diez privados. Iluminados por una pálida luz. Yamile siempre agradecida por comprarle diez privados continuos. Más los cinco de la mesa común. Porque para tener éxito en el amor, uno debe dar a esta clase de mujeres trato de reinas. Y no otro. Pero primero pasé al Sanborns para calentar el cuerpo y alma porque no hay noche que se caliente sola.