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pPor Doroteo Chango
LA BORRACHERÍA NUNCA CIERRA Por Doroteo Chango
Las mejores borracheras ocurren los días menos pensados. ¿O habría que llamarles las peores? Es sólo un segundo, una pequeña decisión que llega habitualmente cuando el sol va cayendo, después de un día multiforme, poliédrico, fulminante; una predisposición - paradójicamente, tan similar a la ebriedad- que inunda al ingenuo sobrio exultante quien, por fin, vive un día a plenitud y no puede asimilarlo sin derrumbarse trágicamente. Buenas noticias, secretos imposibles que son revelados, último día, lluvia torrencial, pierdes todo, vanitas, honestidad brutal, traición, deseo, aventuras. Por fin sales de la puta monotonía y del grisáceo balbuceo vicioso, y no se te ocurre mejor idea que tomar algo, que brindar, que hacerte pequeño para entrar en esas puertecillas, encogerte en una especie de preludio del big bang, de falsa implosión que va buscando apagar la llama viva con alcohol. Y ya sabemos lo que sigue: es lo que buscamos, es lo que se anhela, lo que no se nombra y se dice así, bestialmente. Me fui a Bolivia solo, sin vacunas, hastiado de la ciudad, dando trompicones en cada parada que iba haciendo: por la llanura, subiendo hacia las montañas, y también trepado en ellas. Llegar al Salar era una meta, un cielo, el limbo, mi limbo donde olvidar todos los días que había vivido, ignorar a los demás turistas, escribir en mi libreta, limpiarme en las alturas de la pasta base de Salta, de la mala merca de Córdoba y del olor im-
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pregnado de los burdeles del barrio de Flores. Sí, claro. Ese desierto blanco que parece interminable me llevó al baile con las minas más peligrosas, a puro presente, la dopa y su prima la serotonina, pasado y futuro unidos en mis pupilas, arrastrándose mientras yo me arrastro y dejo que el sol me queme la cara y el viento me parta los labios, sin saber cómo pero seguro de escuchar una melodía que parece que tarareo con mi andar. Un japonés que no habla con nadie es mi espejo, mi única certeza de ser yo, que bien podría ser él. Vuelvo al pueblo serenamente excitado, sin realmente resumir nada dentro mío, ni sacar conclusiones de nada, se puede decir que, sin pensar, dando pasos tranquilos pero sin parar de moverme. Consigo un cuarto, armo un par de churros para llevar, y salgo a caminar. En el paseo parto y despierto mi cuerpo de la gran noche del alma, me arranco toda la envoltura y dejo que el alma respire y los ojos luceros cosechen la luz. Un cierto tono del atardecer, una esquina, un recuerdo o premonición salidos de la nada me empujan, y pregunto ¿dónde se puede tomar chicha?
Bronco, Los Tigres del Norte, me dicen, Don Vicente Fernández. Pequeñas mesas y sillas de madera, muy juntas, con apenas espacio entre ellas para caminar, parecen imanes atraídos entre sí. Detrás de la barra, un chico delgado, amanerado, de cara limpia y abierta me sirve una bebida caliente sabor canela, que no parece ser demasiado fuerte pues todos apuran sus vasos y se sirven más enseguida. Inmediatamente después de sentarme ya tengo tres acompañantes en la mesa bebiendo conmigo, unos hablan de música mexicana, otros de futbolistas, uno grita, el otro me mira fijamente; todos se interrumpen entre sí para acaparar mi atención y decir salud. El adolescente mira de reojo toda la escena, con sonrisa de Mona Lisa. Si quieres, te lo
puedes llevar allá atrás, donde está el mingitorio, junto al establo, allí se lo atraviesa el que quiere. Nada como el sonido de un manazo en plena cara, y el gran charco en el lugar para orinar. Ellos con cemento salpicado en sus botas y pantalones, yo con mi morral y mi libreta. Yo les invito de mis cigarros sin filtro, y salimos a buscar. ¿Buscar qué? Buscar más.
El remolino sigue y se lleva todo dentro de sí, un karaoke medio vacío en el que buscamos los ochentas mexicanos, Siempre en Domingo, cervezas, monedas, ceniza, escaleras imposibles de subir, baños regados de mierda y orín, gritos, tambaleos, cervezas, Control Machete; todo en un set de Lynch, con el karaoke proyectado en una pared que se cae a pedazos, biombos negros y vaho. Pienso que en la borrachera simplemente se acentúa el automatismo cavernoso que guía ciegamente a la humanidad en cada paso, cada acción, en cada aleteo sordo. La de por sí nula maniobra de la razón, absurdo invento, en las mal llamadas decisiones que nos impulsan al vacío. Es solamente ser un poco más sinceros, no buscar más ilación que la que la gravedad te muestra, de bruces, cuando caes sin meter las manos y se te levanta al cuero, un poco irónicamente, mostrando lo que hay debajo: la carne viva. Por eso, no es extraño ver que, así como dos borrachos nos abrazamos, cantamos, brindamos y nos hablamos verdades intentando mirarnos a los ojos, también de repente, sales a la calle, sientes el frío, cruzas la calle a lo kamikaze, y sin siquiera reparar en el otro, pues ya lo olvidaste, caminas chuequito, repelido o atraído de, o hacia quién sabe qué. Ahora estoy solo, y tengo cigarros, y el encendedor, y mi morral aún cuelga de mi cuello, pero alguien me toma del brazo y entramos a un pequeño tugurio que tiene un barra alta, de mosaicos azules, chiquitos, cuadrados, muy azules, y no sé qué bebo
ni qué digo, probablemente no diga nada y apenas me sostenga sin caerme, y alguien apaga el foco rojo del fondo, pues ya estamos sentados varios alrededor de una mesa de mármol, sobre sillones guindas aterciopelados, esto no puede ser más Twin Peaks, ah, pero en Bolivia, en Uyuni, donde me vine a sanar y salar. Tomando una bebida negra, alguien habla de una discoteque, y yo pienso que esto es un sueño, no puedo moverme del sillón que parece tragarme, engullirme perezoso en una oscuridad que da vueltas y vueltas. Pero cuando el foco se prende, estoy sintiendo el frío en las pestañas, andando hacía una pequeña caseta blanca, arrastrando los pies, con un vaso en la mano y el churro en la oreja. Las señoras se ríen de mí, me dan el segundo pollo con papas -pues el primero se me cayó-, y a duras penas logro comer, como bailando, igual que los cómicos del cine mudo de principios del siglo XX, y logro tener un atisbo de consciencia cuando las escucho reírse, y cómo me miran, muchacho, y se miran entre ellas antes de reír de nuevo. Me subo a un taxi, de milagro puedo hablar, aunque no es necesario, él sabe a dónde voy.
En medio de la ebriedad, igual que cuando comes hongos y después de dolerte el estómago y sentirte mal, empiezas a bostezar de pronto la lucidez llega, yo encontré mi epifanía sentado en una sala, mirando la TV, o más bien mirando a una señora mayor tejer mirando la TV, mientras esperaba cuarto. No sé cuánto tiempo pasó, pero me vi, ilando mi propio filme, en la escena trascendental, momento Shakespeare, en que la claridad llega a tiempo, o tarde -que es lo mismo-, y ves en retrospectiva no sólo la noche entera, tus tumbos, tus meadas, la pendiente por la que corren, sino toda tu vida, todo el story board hasta llegar aquí, sentado borracho a más no poder, en paces con el sinsen-
tido. Me levanto, y sin decir nada, me voy. Afuera el taxi espera. Todas las telenovelas de ustedes las hemos visto acá.