Alberto Muñoz, Dislocaduras

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ALBERTO MUÑOZ


Primera Edición Junio 2017 Collages + Poemas: Alberto Muñoz I+D: Hv Montado en el taller “Párroco Franco VK” Derechos: licencia Creative Commons, Atribución -No ComercialSinDerivadas 3.0 Unported ISBN: 978-84-946568-0-4 DEP. Legal: BI-822-2017 Imprime MALPE Editado por Zoográfico + LUPI Madrid / Bilbao Zoográfico zoograficoenlinea.blogspot.com zoograficoenlinea@gmail.com La Única Puerta a la Izquierda (LUPI) Apartado de Correos 64 48910 Sestao Bizkaia. España (Spain) launicapuertaalaizquierda@outlook.es WEB: launicapuertaalaizquierda.blogspot.com.es CATALOGO EDITORIAL: lupicatalogo.blogspot.com.es

+ Colección experimental 10


Presentación Los poemas y escrituras que dan aliento al incierto lugar de las Dislocaduras se asomaron por la red según el orden de su nacimiento. Ha querido su destino que madurasen en el seno de una nube, se barajasen y encontrasen agrupamientos en siete desórdenes distintos. El primer desorden titulado Lo que no existe, se mete de cabeza en el humo que envuelve a la metafísica, por donde el ser, el alma, el yo o simplemente yo, se manifiestan en el momento de su desaparición. El segundo desorden: Partitura de resistencia, hace frente a los enemigos de la irrealidad y de la verdad. Allí donde puede, desvela la falsificación en que el poder y el mercado convierten al mundo. En el vacío de un violín, tercer desorden, habitan los espíritus y el espíritu, el todo y la nada, aquí y el más allá, en sus dimensiones inconmensurables, sagradas y místicas; y también la eternidad y la muerte que se va acercando por la espalda y por fin llega y te disuelve. Un cuarto desorden toma el nombre de Sombras sin cabeza y permanece siempre atento al otro lado, a la infinita capa de irrealidad que limita lo real, al profundo e inenarrable sentimiento que provocan el olor y el tacto del misterio. La balsa experimental navega en las aguas poco exploradas del metalenguaje, acoge para la escritura la radicalidad de propósitos y procedimientos, y la energía, la persistencia y el coraje con los que otras artes (plástica, música, danza,…) se ganaron la contemporaneidad. El sexto desorden: ¿Quién respiraba azul?, mira, admira,


adora y roza lentamente la piel del deseo, te susurra y te grita, acoge el amor y el desamor en una cama de viento. El séptimo y último desorden: En compás de uno y trino, se recrea en ciertas malformaciones o anomalías trinitarias del trino de las aves, cuando tres de ellas se acoplan en un ritmo sagrado cuyo eco se desliza de montaña en montaña, cuyo latido avanza de lobo en lobo, cuya música escala de lluvia en tristeza hasta los cristales del espíritu. ALBERTO MUÑOZ

















por Juan Antonio Jรกcome Feijรณo 1


Dialogar, es decir, contrastar lo que uno piensa con lo que piensa otro, escuchar con atención y hablar con libertad, es un modo privilegiado de aprender. En el diálogo con Alberto Muñoz que estas líneas pretenden continuar se entrelazan perspectivas desde el arte y la filosofía, compartiendo la percepción de aquellas cosas por las que merece la pena luchar y contrastando diferentes pulsiones ante lo inefable. Al trote acepté escribirlas, lo que fue un atrevimiento, porque como el elefante del Principito, disfrazado de sombrero en el interior de una boa, en Alberto se esconde un artista poderoso revestido de hombre sobrio. Como un gigante dentro de un niño. No está claro que éste sea, sin más, un libro de poesía. Y menos todavía que Alberto Muñoz, quien lo firma, sea el autor que lo ha escrito. Su trabajo es de otro orden. De ahí su título: “Dislocaduras”. Escribir supone colocar las palabras para componer un discurso. Dislocar, en cambio, consiste en sacar algo de su lugar. Alberto no ha escrito las palabras que vamos a leer. Se las encontró ya vivas, pastando apaciblemente en lugares comunes. Se enfrentaron con su mirada, acostumbrada a las largas distancias. Eligió algunas, a saber por qué, captando tal vez algún destello sordo. Con su tijera, las separó de su triste entorno y se las llevó a la mesa de disección. Quedaron allí las palabras, tal vez cerca de un paraguas, solas o en pequeños grupos, separadas de su patria natal, pendientes de asilo, dispuestas a encontrar nuevo acomodo cosidas por las manos de un poeta. En su cabaña austera, ya otro día, como paciente pastor de estrellas, contrastó el poeta los destellos de sus sueños con las evocaciones desplegadas por esas manchas de tinta en los recortes de papel. Limitado por ese puñado de opciones, pero libre para buscar nuevos desórdenes que permitieran el surgimiento de ideas y emociones. No se trataba de expresar una idea conocida previamente, con el oficio del escritor, usando a capricho los vocablos que le vinieran a uno a la cabeza. Cortando, dislocando, eligiendo y disponiendo, la tarea era, más bien, la de asistir como una matrona al nacimiento de un poema en ese juego complejo de limitaciones autoimpuestas que enmarcan el ejercicio de libertad radical de este poeta. La peculiar combinación indisociable de necesidad y libertad de este procedimiento recuerda a la concepción orteguiana sobre lo

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que es nuestra propia vida. Este curioso recolectar periódicos y revistas para recortarlos y elegir, un poco al azar, unas cuantas palabras, limitando a ellas la producción de cada poema, es algo más que un juego. Esta misma necesidad de elegir alguna de entre las posibilidades varias pero limitadas que constantemente se nos ofrecen es también el modo en que cada cual, inexorablemente, va construyendo su propia vida. En cualquier caso, ¿cómo, sin la incertidumbre de la experimentación, podría uno escribir sobre “Lo que no existe”, sobre eso esencial invisible e indecible que no existe pero que sí importa? No hay palabras especiales para hablar de ello, por eso hay que dislocar las más vulgares, las que todos los días se usan en los periódicos al narrar lo que sí existe, moldeando esa realidad en la que nos hemos ido acostumbrando a creer. “En un principio fue la palabra capaz de poner el mundo”, pero éste, una vez puesto, se fue calcificando, y terminó por formar esta realidad anquilosada y banal que nos rodea. Se olvidó así el poder creador del logos. Pero en estos versos, un poeta que “no se cree la realidad”, reclama “la inquietud y la osadía” imprescindibles para que “el desarbolado mundo real” se desvanezca. Así, “cuando alguien dice ‘no’” , pueden surgir “una planta de leche” o “una sinfonía de luz con sabor a cobre”. El poeta “abre grietas en la realidad” disolviendo, de paso, su propio ser. “Donde yo ya no soy mi yo, con mi máscara y mi desgastada aura, sobrevuela otro sin molde que abre grietas en la realidad, pero que en el fondo sigo siendo yo”. Al artista le fascina lo inefable. Es preciso, por supuesto, guardar silencio acerca de aquello de lo que no se puede hablar, pero no porque no sea verdad, sino porque es crucial no tergiversarlo ni traicionarlo con palabras incapaces de apresarlo. La poesía de Alberto Muñoz es esa forma especial, y atrevida, del silencio capaz de sumergirse “en el vacío de un violín”, como “un pájaro desorientado” que “busca infinito”. En ese espacio, “sin ancla, el alma remolca sus misterios en alta mar”. Allí le esperan tumbas, fémures, clavículas. La gravedad toda de la muerte. “El peso de la tierra sobre mi pasión intacta nace al otro lado, acecha el silencio y envenena el entusiasmo”. Pero también allí, precisamente allí “donde late el infinito”, “algo más frágil que un trazo poético” puede “extraer luz del corazón”, y así, “de sus cenizas”, con la magia de “una chispa en el aire”, podrá resurgir “música del sueño”. Alberto no es un escritor que se expresa, sino un artista que explora.

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Para complicar más el proceso, las palabras se disponen espacialmente en líneas que se quiebran, que se curvan, que cambian de dirección, como huesos dislocados, sobre un fondo de sombras, imágenes, colores. El resultado es un collage que combina el arte plástico con la poesía, en una mezcla peculiar que transita entre la poesía visual y la pintura conceptual, sin identificarse con ninguna de ellas, pero en contacto con ambas. Veremos así en su momento cómo en el juego de imágenes y palabras, podrá el poeta entre fieras restaurar para nuevas batallas un brazo perdido en combate. Acercarse a la verdad, asomarse a su misterio, a su profundidad, con lucidez, produce vértigo. El pensador o el artista que se atreva a hacerlo ha de transitar el límite de lo que existe, abierto a lo que pueda trascenderlo, dispuesto a poner en cuestión las seguridades que lo asientan. Pero esas son aguas bravas. El poeta que se aventure en ellas ha de experimentar, desde su fragilidad, “pasión por la incertidumbre”. “Respiro misterio… Desnudo esquinas del fuego.” Para “reconocer el milagro incendiado de locura”, será inevitable “acumular incertidumbre entre la piel y la cultura”. Alberto Muñoz trabaja desde la inestabilidad de “La balsa experimental”, balsa sutil en el límite entre dos esferas, náufraga en un “interminable asombro esférico sembrado de oscuridad en solitario”, con una cara en el agua, la otra en el aire. Solo en el límite incierto en que “titubea la llama entre morir y vivir”, en esa “experimentación del borde incoherente”, se atisba a veces, “del cisne en peligro, su imprevisible pulso radical”. No sería tan duro, en cualquier caso, el viaje, si el viento estuviera en calma, y el mar como un espejo. Pero la inseguridad y la fragilidad de la balsa experimental se potenciarán cuando se levante el viento y se embravezca el mar. El poeta experimental habrá de atravesar tormentas con una actitud que combina heroicamente “la inquietud y la osadía”. Y así habrá de seguir aunque zozobre la balsa. Bajo “la inquietud de las estrellas”, “rugirá el vendaval” y “aflorarán las tormentas”. Pero “cuanto más triste profundiza en su pulso una palabra, más allá concentra su vista un nadador de fondo”. Viento, relámpagos y lluvia alterarán el aire sereno. Olas y espuma enturbiarán el espejo del mar, abriendo puertas desconocidas por las que sin duda surgirán “Sombras sin cabeza” desde el fondo del misterio. “Cebras descabezadas” y el “divino Google”. Por el “camino incierto de una pesadilla” aparecerán “lobos en las manos”, “gusanos de luz”, “ilusiones vampíricas”, “agua con sangre de buzo” y “trenes que entran en el mar”.

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No hay arte (ni filosofía) auténticas sin ese vértigo, sin esa desorientación del que atisba que la realidad en que vivimos no es verdad, porque la verdad se esconde siempre del ojo acomodado. Sin esa desazón, arte y filosofía poco valen. La filosofía surge desde la perplejidad, desde el vértigo de asomarse a algo desconocido que se intuye más pleno, verdadero e importante que lo que nos ocupa a diario. Aunque algunos huyan más tarde de ese malestar construyendo nuevas seguridades, la actitud filosófica es el permanente asomarse asombrado a lo inefable. Y de ese asombro surge también el arte que trasciende la voluntad decorativa, o representativa. Esa experimentación desde la incertidumbre, desde la voluntad de innovación, está ligada a la actitud de modernidad, de contemporaneidad, en la que se siente a gusto Alberto Muñoz. Al explorar caminos que no se sabe bien a dónde van, al tratar de abrir sendas nuevas en el bosque, uno intenta desembarazarse en lo posible de los condicionantes de la tradición. No se aceptan las normas de lo clásico, uno intenta romper con lo ya establecido, quebrando incluso el sello del autor. Lo cierto es que al descubrir que no somos realidades planas, en el vértigo de la verdad, se angustia siempre quien se asoma al abismo en soledad. No somos mera superficie, pero no conviene desplomarse en el propio hoyo. Se asfixia el ser humano que se empeña en desnacer introduciendo su cabeza en el propio ombligo. Es insano el narcisismo del que no sabe mirar sino hacia sí mismo. La angustia es característica del pensar solitario, del yo aislado que se abruma en su soledad, con la mirada vuelta hacia su interior. Conviene desplegarse. Dialogar, ocuparse del otro. Vivir desde dentro, pero hacia fuera. Cuando uno se pierde de vista a sí mismo desde la amistad, el compromiso o el amor, el sujeto asombrado mira en otra dirección y termina por disolverse. Abierto a la comunicación, a la alegría, a la solidaridad, uno encuentra así, paradójicamente, la salvación de sí mismo en el otro. Alberto explora en este libro dos modos de romper el bucle egoísta de la angustia: el compromiso y el amor. El primero de estos modos tiene como punto de partida la percepción de lo intolerable. Así, “En partitura de resistencia”, Alberto Muñoz

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nos invita al compromiso y a la acción. Si se percibe el sufrimiento y la injusticia que nos rodea con la suficiente lucidez e intensidad será imposible acatar lo real sin inquietud, y habrá que elegir entre el aturdimiento o la acción. Sin ese malestar, es difícil abandonar el pensar habitual, sumiso pero confortable, que acepta “la banalidad irremediable” de lo que hay como el mejor de los mundos posibles y se adormece en su plácida comprensión, en su explicación minuciosa, en su representación anestesiante. Sólo si la realidad se vuelve insoportable, si siente uno el dolor del otro en carne propia, se echará uno “al monte contra la desigualdad” y orientará su acción hacia la transgresión, hacia la transformación necesaria que “debilite el poder antiprofundo”. Ese impulso nos llevará a romper el bucle del ensimismamiento estéril. Rechazando al yo y al mundo tal y como son, faltará solo aceptar la urgencia y encontrar el coraje para enfrentarse a la tarea de la transformación incesante de uno mismo y del mundo en el que vive. Y es en esa tarea de transformación y autoescultura, en la que aún si “el mercado le muerde el brazo” podrá el poeta recuperarlo “en partitura de resistencia” y reponerlo para la acción. Otra forma de salir uno de la asfixia de sí mismo es a través del “tabique roto del beso entre dos guerras”. El anhelo de trascenderse libera a uno de sí mismo, y “una mirada cayendo en el silencio” puede entonces “crear lobos en el alma”. “Descalza, eres lluviosa, soy la hierba, sigue aquí”. En “¿Quién respiraba azul?” Alberto Muñoz explora el fértil territorio del deseo, de la amistad y del amor. “Acuérdate de mí, invade mi refugio, entra por las grietas de mis ojos, ¡descuartízame!. “Lobo, lluvia, lobo... Fuego, noche, fuego... Montaña, caballo, montaña... Lluvia, miedo y deshielo”. Las palabras recortadas entran, al final de Dislocaduras, “En compás de uno y trino”, y fluyen “por la rotura del alma” agrupándose melódica, rítmicamente. Señalan así lo invisible más musical que semánticamente. Los últimos versos de este libro se desembarazan aún más de las ataduras del sentido y, “soplando en huesos blues de lluvia”, convocan las palabras en armonías profundas “al ritmo de arena y viento”. Así, desde “un silencio de agua”, este libro dejará en nuestra mirada el regalo final de un frescor permanente, y “de azahar el cuello herido, de rosa el rostro vendado”.

Juan Antonio Jácome Feijóo 6


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